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EL REINADO DE DIOS. 1. Malentendidos sobre el reinado de Dios

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Jesús nació entre los años 6 y 4 a.C., de modo que tendría unos treinta años hacia el año 27 o 28 d.C., cuando comenzó su ministerio público (Lc 3,1.23). En un grado ma-yor o menor, Jesús estuvo vinculado a Juan el Bautista, quien en las orillas del Jordán repetía simbólicamente el signo de la entrada en la tierra prometida, aludiendo de este modo no sólo a las conversiones individuales, sino a la transformación del pue-blo de Israel, a su regeneración tras siglos de postración. Jesús fue bautizado por Juan, y algunos de sus discípulos provenían del entorno del Bautista. Jesús comparte con Juan la idea de una regeneración del pueblo de Dios. Sin embargo, Jesús inicia un ministerio propio, independiente del Bautista, no en el desierto, sino en las ciudades de Galilea. En determinado momento, Jesús se habría ido a vivir a Capernaúm, al Norte del lago de Galilea, donde adquirió una casa (Mr 2,1; 3,19-20; 9,33; Mt 4,13; 9,1; 13,1.36) y donde puso el centro de sus operaciones, que se extendieron inicialmente por todo el entorno de Galilea.

Un dato en el que está completamente de acuerdo la investigación actual sobre el Je-sús histórico es el hecho de que JeJe-sús proclamó con sus palabras, y actualizó con sus acciones, la llegada del reinado de Dios. Este énfasis en la llegada del reinado de Dios diferencia a Jesús del Bautista. Según el testimonio de los tres evangelios sinópticos, la predicación de Jesús no estuvo centrada en sí mismo, sino en el reinado de Dios. El mensaje de Jesús, resumido sucintamente en el evangelio de Marcos, era precisamen-te ésprecisamen-te: “el reinado de Dios se ha acercado” (Mc 1,15). De ahí que, para enprecisamen-tender quién es Jesús sea esencial entender qué fue aquello que Jesús consideró como el cen-tro de su mensaje y de su vida: el reinado de Dios.

1. Malentendidos sobre el reinado de Dios

Para tratar de entender lo que es el reinado de Dios, comencemos eliminando algu-nos malentendidos muy comunes:

• Un equívoco común es entender el “reinado de Dios” como equivalente al “cielo” en el sentido de “la otra vida”, el “más allá”. Desde este punto de vista, lo que Jesús habría anunciado cuando proclamaba la llegada inminente del reino de Dios sería algo así como que nos vamos a ir pronto al cielo, o cosa pa-recida. El malentendido se desvanece en seguida si consideramos que “los Cielos” era una manera con la que los judíos piadosos se referían a Dios, evi-tando pronunciar su nombre. El evangelio de Mateo dice normalmente “reino de los cielos” donde los otros evangelistas dicen “reino de Dios”. Pero se trata de expresiones equivalentes. “Que los Cielos te bendigan” significaba

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simple-mente “Que Dios te bendiga”. El reino de los cielos no era un reino en los cie-los, fuera de este mundo, sino el reino de Dios que según la predicación de Je-sús estaría acercándose a este mundo, o habría irrumpido ya en él (Lc 11,20).

• Otro malentendido más moderno es entender el “reinado de Dios” como equi-valente a una “utopía”. El equívoco se origina en la filosofía ilustrada, cuando autores como Kant tratan de convertir “el cielo” del cristianismo tradicional en un ideal ético de justicia, paz y bienestar para toda la humanidad. Ciertamen-te, el reinado de Dios que Jesús anuncia tiene mucho que ver con la justicia, la paz y el bienestar. Pero Jesús no habla de una utopía que nunca se realizará o de algo que solamente se realiza al final de los tiempos. Justamente al contra-rio: Jesús anunció algo que consideraba inminente, y que estaba ya irrumpien-do en el munirrumpien-do. Además, la conversión del reino de Dios en una utopía pier-de pier-de vista algo que es central en el mensaje pier-de Jesús, y es que el reinado pier-de Dios pertenece a Dios. No es simplemente algo que la humanidad pueda reali-zar por sí sola, o que vayan a realireali-zar por sí mismas las fuerzas ciegas de la historia. Jesús, como cualquier judío de su tiempo, entendía el reinado de Dios como el hecho de que Dios venía efectivamente a reinar sobre su pueblo.

• Esto nos libra de un tercer equívoco, que sigue siendo frecuente en la teología y en la exégesis. A veces se dice que el reinado de Dios es una “metáfora”. Ciertamente, todo lenguaje tiene una dimensión metafórica, incluyendo el len-guaje sobre el reinado de Dios. El reinado de Dios puede funcionar ciertamen-te como metáfora de la paz, la justicia, la libertad, etc. Sin embargo, si conver-timos el reinado de Dios en una “mera metáfora”, perdemos de vista algo esencial para los judíos del siglo I, incluyendo a Jesús. Para ellos, hablar del reinado de Dios no era hablar de una metáfora evanescente, sino de algo con-creto y real. Para ellos, era absolutamente posible y verosímil que Dios viniera a reinar sobre su pueblo Israel. No era una metáfora: el reinado de Dios aludía al hecho de que, en lugar de los diversos y normalmente cuestionables reyes de Israel, y en lugar de los imperios que sometían al pueblo elegido, Dios mis-mo volvería en persona para reinar sobre su pueblo. Cuando los judíos del si-glo I hablaban de reinado de Dios, lo decían en serio.

2. Primera caracterización del reinado de Dios

¿Qué es entonces el reinado de Dios? Puede ser de gran ayuda para entender positi-vamente qué es el reinado de Dios el que nos volvamos a la primera vez que la idea de Dios como rey aparece en la Torah (es decir, en el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia). Se trata de un momento narrativamente decisivo. El ejército del faraón, el rey de Egipto, se han hundido en las aguas del mar de los juncos. En la otra orilla, los descendientes de Jacob-Israel, acompañados de la multitud de oprimidos que han abandonado Egipto con ellos (Ex 12,38), se sienten por fin libres de la sobera-nía del imperio. Entonces se entonan los cantos de victoria. El canto de Moisés y el canto de Miriam, su hermana. Hacia el final del canto de Moisés se proclama: “el

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Se-ñor reinará para siempre jamás” (Ex 15,18). En el canto se reconoce y se anuncia quién es ahora el rey de Israel, en lugar del faraón de Egipto. Y esto nos proporciona algunas características esenciales sobre el reinado de Dios:

• En primer lugar, el reino de Dios está referido a un pueblo. Es Dios reinando concretamente sobre el pueblo de Israel. Cuando ese pueblo estaba bajo la so-beranía del faraón, Dios no reinaba sobre él. El reinado de Dios no es algo abs-tracto, sino que tiene la referencia concreta al pueblo sobre el que ejerce su so-beranía. Más adelante, al ser sometido por los grandes imperios de Asiria, Ba-bilonia y Persia, Israel reflexionará sobre el modo misterioso en el que Dios ejerce su reinado sobre la historia universal de toda la humanidad. Pero ni si-quiera entonces el reinado de Dios perderá su referencia primordial al pueblo de Israel.

• Este reinado de Dios es un reinado exclusivo. No es un reinado que Dios com-parta con otros dioses o con otros señores. La liberación de la esclavitud en Egipto va a dar lugar a un pacto entre Dios y su pueblo, al estilo de otros pac-tos que en la antigüedad los monarcas establecían con los pueblos bajo su do-minio. En el pacto de Dios con Israel, el pueblo se compromete a no aceptar ningún otro dios (Ex 19,4-5; 20,1-5). Este carácter excluyente o “celoso” del Dios de Israel tiene un efecto liberador, en el sentido de que los israelitas no reconocerán otros reyes o señores más que Dios mismo. El Dios de Israel co-mienza a reinar precisamente en el momento en que ya no reina el faraón. No se trata, por tanto, de un reinado que Dios establezca a través de monarcas, em-peradores o faraones. Todo lo contrario: Dios es rey cuando ya no reina el fa-raón. Se trata de una comprensión del reinado de Dios que tendrá un impacto hondo en la historia de Israel y de sus aspiraciones a la libertad.

• De hecho, el modelo de Dios como rey exclusivo se aplica a otros ámbitos de la dominación de unos seres humanos por otros. Así, por ejemplo, la el pacto de Dios con Israel impondrá serios límites a la única esclavitud permitida en Israel, la que se producía por el empobrecimiento de los campesinos. El tiem-po de esclavitud no tiem-podía durar más de siete años (Dt 15,12), los esclavos no podían ser vendidos (Lv 25,42), los esclavos habían de ser tratados como jor-naleros (Lv 25,40), cuando terminaba su tiempo de esclavitud recibirían bienes para que se puedan establecer independientemente (Dt 15,14), y los esclavos huidos de sus señores no podían ser entregados (Dt 23,5). Pues bien, la moti-vación para todas estas medidas de protección social es precisamente que to-dos los israelitas no son propiamente siervos de otras personas, sino solamen-te siervos de Dios, el único amo verdadero, que se constituyó en tal al liberar-los de la esclavitud de Egipto (Lv 25,42.55; Dt 15,15).

• Dicho en otros términos: el reinado de Dios, precisamente porque es el reina-do de Dios, y precisamente porque es el reinareina-do excluyente de un Dios celoso, implica que no se admiten o se restringen severamente otras formas de domi-nación. De ahí que la Ley en la que se establece el pacto de Dios con su pueblo

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diseñe una sociedad altamente igualitaria, con medidas específicas para evitar la desigualdad entre los miembros del nuevo pueblo de Dios. No se trata sola-mente de limitar la esclavitud. La Ley de Israel prevé, por ejemplo, el perdón periódico de las deudas cada siete años (Dt 15,1), o el retorno periódico de los campesinos a sus tierras cada cincuenta años, impidiendo así la aparición de terratenientes (Lv 25,8-13). En el período intermedio, los huérfanos y las viu-das estaban sujetos a sufrir la pobreza, así como los levitas, desprovistos de tierras propias. Para ellos se prevé un impuesto social, el primero conocido en la historia de la humanidad (Dt 14,28-29).

• La exclusividad en el señorío o reinado de Dios no es sin embargo una exclusi-vidad en la pertenencia al pueblo sobre el que Dios reina. Ya hemos menciona-do que el pueblo de Dios no se forma solamente con los descendientes de Isra-el-Jacob que salen de Egipto, sino también con una inmensa multitud de opri-midos que los acompañan en el camino hacia la libertad (Ex 12,38), y que el nuevo pueblo de Israel está llamado a ser un refugio para los esclavos huidos de otras naciones (Dt 25,3). No sólo eso. La Ley del pacto con Dios exige que el extranjero sea tratado igual que el nativo, con los mismos derechos legales, precisamente para evitar que se repitan las injusticias sufridas en Egipto (Ex 12,49; Num 15,29). De hecho, las leyes igualitarias de Israel están llamadas a causar la admiración de los demás pueblos por el carácter tan especial de su Dios (Dt 4,6-8). A diferencia de los demás dioses, que simplemente legitiman a los poderosos de su respectivo país, el Dios de Israel es un Dios que hace justi-cia a los pobres y que de este modo hace que se tambaleen los cimientos de la tierra (Sal 82). Todo esto forma parte de una visión más amplia, que formula-rán los profetas. Israel, como sociedad especial y distinta, está llamado a ser una realidad atractiva para las demás naciones, que terminarán incorporándo-se a ella. Es el tema de la peregrinación de las naciones a Sión (Is 2,14; Miq 4,1-3; Sof 3,8-14,1-3; etc.).

Notemos que este carácter excluyente del Dios amorosamente celoso de la relación establecida con su pueblo tiene importantes consecuencias. Como vimos, si Dios es rey, no hay necesidad de otro rey. Si Dios es el verdadero amo, la esclavitud queda en entredicho. El dominio de Dios, precisamente por ser excluyente, tiene un efecto liberador frente a toda forma de dominio del ser humano sobre el ser humano. No sólo eso. Al asumir Dios los roles de dominación, estos roles adquieren un nuevo sentido. Dios como rey no quiere una corte en torno a sí, ni en el sentido de un pan-teón de diosas y dioses que le sirve, ni en el sentido de legitimar una corte terrestre de nobles y administradores favorecidos por el monarca. Durante casi dos siglos, Is-rael vivirá en la tierra prometida sin monarca, capital, corte, templo, impuestos o ejército permanente. Para Dios, ser rey no significa favorecer las desigualdades, sino todo lo contrario: favorecer la igualdad básica de los israelitas, que ahora se llamarán unos a otros “hermano”. Igualmente, el que Dios sea amo no implica que Dios quiera la esclavitud. Para Dios, ser amo significa todo lo contrario: significa desear la

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liber-tad de todos sus siervos (Lv 25,55). Los roles tradicionales de dominación cambian profundamente en su significado al ser asumidos por Dios.

No sólo cambian el sentido de los roles de soberanía y dominación. Cambia también el sentido mismo de la divinidad de Dios.

3. El poder divino

El ya mencionado salmo 82 nos pone en la pista sobre el modo en que Israel percibe la diferencia entre su Dios y los demás dioses. Según el salmo, los demás dioses están vinculados a los poderes de este mundo, y caen cuando caen los príncipes de este mundo (Sal 82, 7). Pensemos por ejemplo en el poderoso Marduk, dios del imperio de Babilonia. Los elamitas se llevaron su estatua como trofeo cuando vencieron sobre Babilonia, y Nabucodonosor la recuperó posteriormente. El destino del dios estaba li-gado al destino del imperio. Se trata de dioses que no están preocupados por los po-bres y humildes (Sal 82,3-4), y esto los diferencia radicalmente del Dios que reina so-bre Israel, porque el Dios de Israel, precisamente al reinar soso-bre Israel dándole una Ley de justicia, es un Dios que sí hace justicia a los pobres, y que al hacerla sacude los cimientos de la tierra, cuestionando las formas humanas usuales de poder y de domi-nación (Sal 82,5). Pero, ¿por qué los dioses pueden legitimar o deslegitimar el poder? ¿Qué relación hay entre divinidad y poder?

Comencemos dándonos cuenta de algo muy importante. La idea de creación forma sin duda hoy parte de la cultura occidental, y determina de manera importante la imagen usual de Dios como “causa primera” del universo. Con frecuencia, las discu-siones filosóficas o incluso “científicas” sobre la existencia de Dios son discudiscu-siones sobre la necesidad o plausibilidad de esa causa primera creadora del universo. Se tra-ta de una idea de lo divino que refleja la influencia de la tradición judía y cristiana sobre occidente, y que también es propia del mundo musulmán. En las tres llamadas “religiones abrahámicas”, Dios es el creador del universo. En realidad, se trata de una idea de lo divino muy distinta de los modos usuales en que las religiones han percibido la divinidad de los dioses. Incluso habría que decir lo siguiente: la idea de Dios como creador es incluso para Israel una idea derivada de su experiencia prime-ra de Dios como libeprime-rador (salvador) de la esclavitud en Egipto. De hecho, desde el punto de vista exegético, los relatos sobre la creación son posiblemente posteriores en su origen a los relatos sobre el Éxodo. Pero entonces, ¿cuál es la idea primera de lo divino?

En la fenomenología y en la historia de las religiones se habla frecuentemente de las “hierofanías”, es decir, de las manifestaciones de algo que es percibido como sagra-do. Algo es sagrado en cuanto que es tremendo: el ser humano no se puede acercar a él, pues lo sagrado tiene un carácter misterioso, admirable, maravilloso, que lo separa de todo lo demás. Al mismo tiempo, lo sagrado es fascinante, atrae al mismo tiempo

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que causa termo. Lo sagrado, a diferencia de lo profano, sería aquello de lo que tra-tan las religiones. Mircea Eliade, en su Tratado de historia de las religiones, nos dice que prácticamente cualquier realidad puede adquirir, en uno u otro momento de la histo-ria, un carácter sagrado para alguna religión: los cielos, los astros, las aguas, las pie-dras, la tierra, la vegetación, la agricultura, los espacios sagrados, el tiempo, etc. Cabe mencionar otras realidades sagradas en la historia de las religiones, como los lazos sociales, el nacimiento, la muerte, la guerra, el destino, la unidad del cosmos, el sacri-ficio, la atmósfera, los animales, etc. 1

Ahora bien, podemos preguntarnos qué es lo que hace que estas realidades sean per-cibidas, en determinados momentos y por determinadas religiones, como “sagradas”. Una primera respuesta podría estar en el carácter poderoso que determi-nadas realidades tienen respecto de la vida humana. Las realidades sacralizadas son “sagradas” precisamente porque tienen un poder decisivo sobre el ser humano. Los cielos y los astros determinando el clima y los ritmos de la vida. Las aguas y la tierra haciendo posible el sustento diario, etc. El carácter sagrado de estas realidades pro-vendría precisamente de su poder sobre la vida humana. A esta poderosidad la po-demos llamar “deidad” o carácter divino de las cosas. Si el sol, la luna, las aguas, la madre-tierra, los cielos, etc., llegan a ser considerados como “divinos”, ello se debe precisamente al poder que estas realidades tienen respecto a la vida humana. Lo po-deroso o divino se convierte en “sagrado” cuando es objeto de ese respecto y esa atracción que lo convierte en una realidad especial, distinta de las demás. Lo podero-so o divino se convierte en un dios cuando el mito le confiere caracteres individuales que permiten una interacción personal con él: dirigirle plegarias, ofrecerle sacrificios, etc. Ahora bien, todas estas plegarias y sacrificios tienen un sentido precisamente porque se dirigen a realidades que son poderosas y que pueden determinar la vida humana, hasta el punto de hacerla posible o destruirla.

Cabría preguntarse ahora por qué en la historia de las religiones cualquier realidad parece poder adquirir el sentido de algo “sagrado”. En principio, parecería que aqué-llas realidades que más específicamente ejercen un poder claro y determinante sobre la vida humana son las verdaderas candidatas a ser percibidas como “sagradas”. Ahora bien, lo que sucede es que, más allá de las determinaciones concretas que cada realidad pueda ofrecer (por ejemplo, el agua haciendo posible la vida), toda realidad en cuanto realidad ejerce un poder sobre la vida humana. Las cosas reales, por el mero hecho de ser reales, son elementos que en una u otra medida nos ofrecen posi-bilidades, nos pueden impulsar a comportarnos de determinadas maneras ante ellas, y pueden servir como apoyo para nuestra vida. De ahí que cualquier realidad sea susceptible en principio de ser considerada como “sagrada”. La sacralidad, desde

1 Cf. M. Eliade, Tratado de historia de las religiones, Madrid, 1954; X. Zubiri, El problema filosófico de la

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este punto de vista, es algo derivado del poder que la realidad tiene en cuanto reali-dad sobre la vida humana2.

La peculiar relación entre lo divino y los poderes sociales estriba precisamente en la poderosidad por la que se caracteriza lo divino. Los estados, por ejemplo, concentran en sí mismos el poder coactivo legítimo, negando la posibilidad de que nadie más que ellos pueda ejercer legalmente la retribución violenta. De este modo, se convier-ten claramente en poderes determinantes de la vida humana. No sólo eso. Los prime-ros estados imperiales, al controlar extensas zonas de regadío, hacían posible la ob-tención del agua, el ciclo de las cosechas, etc. De este modo, eran verdaderos poderes sobre la vida y la muerte de los campesinos que dependían de ellos. Las realidades sociales y políticas se sacralizan precisamente porque son poderosas sobre la vida humana. Así, por ejemplo, el faraón de Egipto era considerado como un dios, que te-nía características del dios-halcón Horus, de la buitre Nekhbet, y de la diosa-cogra Wadjet. En cuanto divinos, los poderes sociales y políticos se sitúan por encima de la vida humana, y quedan fuera de su alcance. Así adquieren un aura de perma-nencia y de estabilidad. De ahí que tanto en el mundo antiguo como en el moderno los estados sean asociados a los astros. Basta ver, como dijimos, las banderas de los estados modernos.

Desde este punto de vista, podemos caer en la cuenta de la ingenuidad que supuso la idea de que la negación de la existencia de Dios facilitaría automáticamente la igual-dad y la fraterniigual-dad entre los seres humanos. Ciertamente, el dios que la ilustración rechazaba no era el Dios de Israel, quien mediante su asunción de la soberanía cues-tiona toda dominación de unos seres humanos sobre otros, sino el ídolo a quien la cristiandad había convertido simplemente en la cúspide de una pirámide de poderes legitimados mediante su origen religioso. Pero la desaparición de la cúspide de aque-lla pirámide no significa necesariamente la desaparición de la dominación. De hecho, la poderosidad sigue siendo una dimensión de la realidad, con dioses o sin ellos, de modo que en el lugar de los viejos dioses aparecen otras realidades percibidas como sagradas: el estado, los líderes políticos, las realidades económicas, etc.

4. El poder no es lo último

El triunfo del Dios de Israel sobre el faraón nos abre nuevas perspectivas sobre el po-der. En principio, podríamos pensar que estamos simplemente ante el caso, frecuente en la historia de las religiones, en las que un dios es derrotado por otro. Cuando un imperio es derrotado por otro superior, los dioses del primero perecen, y se imponen los nuevos dioses. Sin embargo, algo distinto sucede en el caso del Dios de Israel.

• En primer lugar, el imperio egipcio no desaparece en manos de otro imperio. De hecho, el Dios vencedor no es el legitimador de un nuevo imperio, más

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deroso. Moisés no se convierte en un nuevo rey, ni en la tierra prometida se establece una monarquía hasta mucho tiempo después. El Dios vencedor no queda asociado a un nuevo estado. Su poder parece ser de otro tipo que el po-der que ejercen los estados.

• La estructura narrativa del Éxodo y de los libros siguientes nos muestran al Dios de Israel guiando a su pueblo al desierto, y posteriormente conduciéndo-los hacia la tierra prometida. Es importante observar que, en el desierto, mu-chas de las antiguas “sacralidades” desaparecen, además de la casa misma del faraón: los ciclos de las cosechas, las aguas del Nilo, los templos, los sacerdo-tes, los tiempos sagrados, etc. Todo eso queda atrás mientras que el pueblo se interna en el desierto. Si lo divino se definía por su poder sobre la vida huma-na, en el desierto el pueblo queda despojado de todas las viejas divinidades que controlaban su vida y se ve obligado a confiar en el Dios liberador como su único proveedor.

• Este Dios liberador que ha sacado al pueblo de Egipto no es una realidad más entre las realidades de este mundo, al estilo de las viejas divinidades. El episo-dio sobre el “becerro de oro” no relata el abandono del Dios de Israel en favor de otros dioses, sino el intento de representar a ese Dios liberador mediante una imagen (Ex 32,4-5). El Dios de Israel rechaza se identificado con cualquie-ra de las realidades poderosas, y por tanto divinas, a las que adocualquie-ran los demás pueblos. Por más fuerza, vitalidad, virilidad, poder, fecundidad, que pueda te-ner una realidad como el becerro, el Dios de Israel se sitúa en un plano radi-calmente distinto.

• El Dios liberador es un Dios que se ha revelado precisamente en el desierto, allí donde no hay nada o casi nada. Moisés no lo encuentra en los centros egipcios del poder divino, sino cuando está apartado en el exilio, y cuando aún se aparta más para cuidar el ganado (Ex 3). El Dios de Israel se revela en una zarza, algo sin duda poco productivo, con un mínimo de relevancia para la vida humana, con un mínimo de poder sobre ella. El Dios que aparece en la zarza no consume la zarza, porque no se alimenta de ella. El Dios que se reve-la a Moisés no está vincureve-lado a los poderes de reve-la realidad, y precisamente por eso puede liberar de esos poderes. El Dios de Moisés, en lugar de “religarlo” al los poderes de las realidades egipcias, lo “desliga” de todo poder, y sola-mente cuando Moisés está radicalsola-mente desligado de toda otra poderosidad puede encontrarse efectivamente con el Dios de la libertad. Frente a la “religa-ción” al poder de lo real, propia de las religiones, el Dios de Israel se presenta más bien como un Dios de la “desligación”. En su primera revelación a Abra-ham, ese extraño Dios ya se presentaba así: “sal de tu tierra, de tus parientes y de la casa de tu padre” (Gn 12,1).

• En esa revelación, Dios se rehúsa a dar su nombre. Dice: “yo soy el que soy” (Ex 3,14). No se trata de que Dios esté afirmando que él es el ser, como inter-pretó el judío Filón de Aleandría, y tras él muchos pensadores cristianos*. En ese caso, Dios sería el “ente supremo” en la cúspide onto-teológica de una

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ca-dena de entes, a los que fundamentaría. Para la filosofía contemporánea, el ser es lo que está presente, lo actual en el mundo. Pero precisamente eso es lo que Dios no quiere ser cuando evita dar un nombre que lo determine, lo defina, y lo controle. “Yo seré el que sea”, podríamos traducir. En realidad, el verbo he-breo para “ser” (hayah) no designa simplemente la presencia, sino también el llegar a ser, el acontecer. Dios no es un ente manipulable entre otros entes, ni una realidad entre otras realidades. Dios escapa a la definición y a la manipu-lación. Dios no es actualidad, ni presencia, sino algo distinto de toda presen-cia.

• Hemos visto cómo el sentido de lo sagrado estaba fundado sobre realidades poderosas, y por tanto divinas. Pero el Dios de Israel no es una realidad más entre las realidades del mundo. Su acontecer lo sitúa más allá de lo presente, de lo actual, de lo manipulable. Si más allá de lo sagrado está lo divino, el Dios de Israel está más allá de las comprensiones usuales de la realidad como algo divino. Todas las realidades divinas, todos los significados sagrados han que-dado atrás, en Egipto. En el desierto hay que fiarse de alguien que no se deja atrapar como los ídolos, alguien que no es un ente ni una realidad del mundo, alguien cuyo poder es distinto de todo poder. Dios no es sagrado, sino que es santo. Lo santo no es simplemente el sentido de fascinante, de misterioso, de tremendo que pueden tener ciertas realidades. Lo santo no es la separación de las realidades sagradas frente a las realidades profanas. Es mucho más que eso. Lo santo es la separación respecto a toda realidad, respecto a todo poder, e incluso respecto a toda divinidad: “no tendrás otros dioses delante de mí” (Ex 20,3).

• Ciertamente hay poderes que determinan la vida humana. Los ciclos de la na-turaleza, las lluvias, etc. La donación de la tierra prometida obligará precisa-mente a decidir esta cuestión: ¿Quién trae las lluvias y las tormentas? ¿Baal, el Dios de la lluvia, que se une cada año con la tierra para hacerla fecundar, o el extraño Dios de Israel? Ésta será precisamente la lucha de Elías, y de los pri-meros profetas de Israel. En esa lucha no se decide solamente la diferencia en-tre el politeísmo y el monoteísmo, como si de una cuestión de números se tra-tara. La diferencia esencial está en otro lado. Y es que, si el que trae la lluvia es Baal, la lluvia sigue siendo algo divino. En cambio, si el que trae la lluvia es el mismo Dios que sacó al pueblo de Egipto, la lluvia ya no es algo divino, por mucho poder que tenga sobre la vida humana. Hay alguien que tiene poder sobre el poder de la lluvia, hay alguien que está más allá del poder de lo real. Ese alguien es el poderoso de Jacob (Gn 49,24), el que ahora reina sobre las tri-bus de Israel, el que liberó a su pueblo de la esclavitud.

• El que el Dios de Israel quede situado en un plano distinto al de las realidades divinas tiene importantes consecuencias cuando Israel se enfrente a los impe-rios de Asiria y de Babilonia. Las sucesivas derrotas a manos de estos poderes no serán interpretadas como una señal de la superioridad de los dioses de Asi-ria o Babilonia sobre el Dios de Israel. Si este Dios está más allá de toda

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pode-rosidad de lo real, Dios seguirá siendo percibido como Señor de la historia, que gobierna de manera misteriosa por encima de cualquier poder que tenga la realidad de esos imperios. El diagnóstico de los profetas bíblicos será que Dios ha usado esos poderes para infringir un castigo sobre Israel por su idola-tría, del mismo modo que usará otros poderes (como el del imperio persa) para restaurar posteriormente a su pueblo. De este modo, Dios ya no será per-cibido solamente como el Rey de Israel, sino como el Rey sobre toda la historia humana, incluso cuando los poderes más destructivos parecen alzarse con el control sobre ella (Dn 2,47; 4,34; etc.).

5. El Dios de la libertad

Dios como rey rige de un modo muy especial, distinto de los reyes de los pueblos, y distintos de los poderes divinos de las religiones. El regir del Dios de Israel no consis-te en las poderosidades que tiene la realidad en cuanto posibilitanconsis-te o impelenconsis-te de la vida humana. El Dios de Israel no rige atándonos a las realidades poderosas, sino desligándonos de ellas. En lugar de religación, tenemos una desligación. Por ello, los profetas bíblicos no sólo clamaron contra la adoración a las realidades poderosas de otros pueblos. También clamaron contra la religiosidad del templo de Israel, contra la confianza que ese templo podía otorgar, y contra la apariencia de acceso a Dios que podía proporcionar su sistema sacrificial (Jer 7,4.22; Is 58; etc.). El Dios de Israel no es el Dios del poder de lo real, sino que es un Dios que está más allá de todas las reali-des poderosas. Él es el que hace o permite que haya realidareali-des poderosas. Ahora bien, la poderosidad no es un carácter de algunas realidades, sino de toda realidad en cuanto realidad. Precisamente por eso Israel llega a entender que su Dios es un Dios creador de todas las cosas o, en el lenguaje bíblico, de “el cielo y la tierra”. Toda realidad, con su poderosidad, incluyendo las realidades astronómicas que simbolizan el poder de los imperios, no son más que realidades creadas por Dios para servir al ser humano (Gn 1-2). Todas las realidades del universo no están ahí para someter al ser humano, sino que están destinadas a servirle.

De nuevo vemos cómo el exclusivismo bíblico no está al servicio de la opresión, sino de la liberación: desligado de toda realidad poderosa, el ser humano es alguien crea-do para la libertad. El reinacrea-do de Dios, lejos de ser un crea-dominio opresor como tocrea-do otro dominio, es un reinado que libera al ser humano poniéndolo como centro y meta de la creación. Si la ingenuidad de la modernidad fue pensar que la negación del dios de la cristiandad traería automáticamente la libertad, la ingenuidad de la posmoder-nidad es pensar que el nuevo politeísmo es igualmente una forma de libertad. Las re-ligiones re-ligan, re-atan, a aquellas realidades poderosas que se convierten en reno-vadas sedes de la deidad: dinero, éxito, placer, comodidad, fama, alucinaciones, el pequeño yo, etc. En cambio, la exclusividad de un Dios que está más allá de los pode-res, desliga de estos, y pone las bases para la libertad. De un modo indirecto, los rela-tos bíblicos nos sugieren que la libertad es el fin supremo de la creación. El relato del

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pecado humano, extendiéndose desde el capítulo tercero hasta el undécimo del Gé-nesis, nos muestra todas las consecuencias negativas de la desobediencia, las cuales afectan a las relaciones del ser humano consigo mismo, con los demás, con el medio ambiente y con Dios. Todas esas consecuencias podrían haberse evitado si Dios hu-biera conculcado la libertad. Algo que muestra justamente que, para el Creador, la li-bertad es un valor superior a todo lo que se podría haber evitado al conculcarla. De este modo, el Dios de Israel llega a ser percibido como un Dios que está por ma de todas los poderes, por encima de toda poderosidad de la realidad, y por enci-ma de toda realidad. Su creación, sin embargo, culmina en una realidad, la huenci-mana, que es apta para ser des-ligada de todo poder de lo real. Esta posibilidad de des-liga-ción de todo poder de lo real incluye también la ligazón a la propia realidad. El ser humano puede ser liberado de la angustia por sí mismo, del miedo a perder la propia realidad. Esta liberación es posible cuando el ser humano se confía plenamente en ese Dios que se muestra como Señor sobre toda realidad, incluso señor sobre la vida y sobre la muerte. El Dios que está sobre toda realidad y el ser humano que puede ser desligado del poder de toda realidad pueden así entrar en una relación de con-fianza y de libertad. Libertad de Dios sobre todo poder y libertad del ser humano so-bre todo poder. Y precisamente una relación de confianza y libertad es lo que llama-mos amistad o amor. La percepción de Dios como Señor y rey acaba conduciendo a la idea de un Dios que quiere tener y mantener una relación personal con el ser hu-mano, tal como nos muestra el libro del Génesis.

El ser humano creado para la libertad es imagen y semejanza del Dios que es libre de todos los poderes de lo real. Esta libertad se manifiesta incluso en nuestra mortali-dad. La mortalidad humana no es, como se suele decir, un castigo por el pecado de Adán3. Precisamente porque el ser humano es creado como mortal, puede tomar

de-cisiones definitivas, en lugar de pasarse una vida interminable pudiendo siempre re-visar una y otra vez sus decisiones. Un hipotético elfo inmortal siempre podría revi-sar sus decisiones, y nada de lo que decidiera sería definitivo. En cambio, el ser hu-mano tiene la posibilidad de tomar decisiones “eternas”, porque ha sido creado para tener una libertad definitiva. Precisamente por eso el pecado humano, tal como lo ex-pone ya el relato del Génesis, no consiste simplemente en una desobediencia, sino en algo más profundo. Cuando en la narración se nos dice que el ser humano (esto sig-nifica “Adán”) prefiere creer a una vulgar criatura (la serpiente) en lugar de creer al creador, se nos está mostrando la verdadera naturaleza del pecado. La libertad signi-fica el señorío del ser humano sobre todas las realidades creadas (Gn 1,29-30). Pero el

3 En el relato del Génesis, el castigo por el pecado de Adán era la muerte inmediata, en el mismo día

(Gn 2,17), algo que precisamente no sucede por la misericordia de Dios. El único que es verdadera-mente inmortal es Dios (1 Ti 6,16), mientras que el ser humano es terrenal y, por tanto, mortal des-de su creación (1 Co 15,42-49). La consecuencia des-del pecado no es la muerte como tal, sino una vida y una muerte desprovistas de todo sentido, por la separación del ser humano respecto a Dios (Gn 3,17-19).

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ser humano, cuando cree a las criaturas, renuncia a ese señorío y a esa libertad. El pe-cado es la preferencia por el sometimiento a los poderes creados en lugar de creer en el Dios de la libertad. La verdadera naturaleza del pecado es la esclavitud (Jn 8,34; Ro 6,16).

6. El Dios insurgente

El que el ser humano sea creado para la relación se muestra en que la imagen y seme-janza no es un individuo, sino el varón y la mujer (Gn 1,27). La imagen de Dios no es la realidad humana en cuanto una constelación de notas psico-físicas. La imagen de Dios no es simplemente un alma unida a un cuerpo. La imagen de Dios es más bien una relación, la relación entre el varón y la mujer. Y la relación no es simplemente el que una cosa está referida a otra, o abierta a otra. La relación, más que una respectivi-dad, es un acontecer. De hecho, la etimología de la palabra castellana acontecer es precisamente cum-tangere, es decir, “co-tocar”. Cuando dos personas se tocan aconte-ce algo formidable: un solo acto, el acto de tocar, en el que surgen dos cuerpos, dis-tintos el uno del otro. Comunidad de acto en la diversidad radical de las carnes. El acontecer no es una apropiación de uno por otro, sino el surgimiento de la alteridad4.

Adán exclama ante Eva: “carne de mi carne“ (Gn 2,23). La carne no es simplemente un organismo físico, sino un surgir corporalmente acotado. Ante la carne humana surgen todas las cosas, como cosas reales, radicalmente distintas del ser humano, que precisamente por eso les puede dar un sentido en función de su vida, es decir, las puede nombrar (Gn 2,19). Pero cuando surge la mujer, el otro ser humano, eso que surge en alteridad radical no es una cosa más, ni un animal más. Surge una carne con la que es posible el acontecer, es decir, la mismidad del surgir en la diversidad de lo que surge. Mujer y varón forman una sola carne, no en la uniformidad “altero-fóbica” de la mismidad, sino en la diversidad de un solo surgir en el que no se anula la diferencia (Gn 2,24).

El cuadro de Leonardo da Vinci sobre La creación de Adán insinúa el misterio del acontecer (cum-tangere) cuando el dedo del ser humano se aproxima para tocar el dedo de su Creador. Pero al mismo tiempo que lo insinúa, lo distorsiona. Dios no es un anciano de barba blanca, al alcance de la mano de Adán. No se puede representar el misterio Dios como una realidad entre las realidades. Ni siquiera la iglesia ortodo-xa, cuya fiesta principal conmemora el restablecimiento de los iconos, considera aceptable representar a Dios Padre. La semejanza del ser humano con Dios está en su libertad sobre toda realidad, no en su encarnación entre ellas. Dios no surge como una realidad entre otras. Se podría pensar que, si Dios no surge, es porque Dios no es sino el mismo surgir de las cosas. Es la idea de lo divino como naturaleza, como un brotar, como una phýsis. Sin embargo, si Dios fuera el brotar mismo de las cosas, esto

4 En la filosofía contemporánea, el término heideggeriano Ereignis es traducido frecuentemente por

“acontecimiento”. Sin embargo, el Ereignis tiene, como el mismo Heidegger subraya, un matiz de apropiación (er-eignen), algo totalmente ajeno al “acontecer” castellano.

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significaría que todas las cosas que brotan, todas las cosas que surgen, podrían ser consideradas como derivadamente divinas. El poder de las cosas reales sería siempre un poder querido por Dios. No quedaría más remedio que aceptar esos poderes y so-meterse a ellos. El panteísmo de la naturaleza conlleva, en la práctica, un estoicismo que acepta resignadamente los órdenes de este mundo. La idea bíblica de creación, derivada de la experiencia del reinar de Dios, afirma la soberanía de Dios no sólo so-bre lo que surge, sino también soso-bre el surgir mismo. Dios no es el brotar de las co-sas, su naturaleza. Dios no es el surgir, sino aquél que hace que las cosas surjan. Todo surgir es un surgir querido, o al menos permitido, por el Dios de Israel.

Dios no es el surgir, sino el que hace que las cosas surjan. Este hacer que las cosas surjan incluye el hacer que las criaturas produzcan otras criaturas. Según el relato del Génesis, ésta es una de las características más notorias de la tierra. Dios no crea direc-tamente los vegetales y los animales, sino que por dos veces ordena a la tierra que los produzca (Gn 1,11.24). De este modo, el hacer creador de Dios incluye el dotar a la tierra de la capacidad para producir seres vivos. No obstante, el relato afirma al mis-mo tiempo que aquello que la tierra produce cumpliendo la misión otorgada por Dios es también creación de Dios (Gn 1,24). Frente a la fantasía creacionista, que se imagina la constitución directa y súbita de cada especie a partir de la nada, el relato bíblico incluye la capacitación de la tierra para participar en la obra creativa de Dios. Esto también es importante por lo que se refiere al ser humano como imagen de Dios: el relato se esfuerza en no romper la conexión del hombre con esa tierra, dotada por Dios de tan fabulosas capacidades productivas. Por eso señala que el ser humano in-tegra en su realidad el polvo del suelo (Gn 2,7), que es precisamente la raíz de su mortalidad.

Como Creador del cielo y de la tierra (semitismo para “todo”), como alguien que no surge, como alguien que no es siquiera el mismo surgir, se podría pensar que Dios es el gran ausente de su creación. Pero esto no es exacto. Para estar “absente” de la crea-ción es necesario ser un ente, es decir una realidad caracterizada por su actualidad ante otras realidades. Y Dios precisamente no es esto, porque Dios como creador no surge como una realidad, ni tiene actualidad ante otras realidades. Más que ausente, habría que decir que Dios es “in-surgente”. Esta expresión resume tres aspectos con-siderados hasta aquí. En primer lugar, Dios es el Insurgente, porque Dios no es una realidad que surja como realidad. Dios es diferente y está más allá de todas las reali-dades poderosas de este mundo. En segundo lugar, Dios es el Insurgente, porque Dios no es el surgir, sino el que hace que las cosas surjan. Dios no es una naturaleza divinizada, sino algo que hace que haya el surgir en que la naturaleza consiste. En tercer lugar, Dios es el Insurgente, porque el “in-“ puede tener un sentido no simple-mente negativo, sino también incoativo, como en “introducir”, “intervenir” o en “in-cidir”. Dios es el Insurgente porque su intervenir en el mundo no consiste en estar presente o actuar como lo hacen las realidades de este mundo, sino en hacer que

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nue-vas realidades surjan en el mundo, más allá de lo que determinan o permiten las rea-lidades poderosas que hay en él.

Desde este punto de vista, posiblemente la mejor traducción, aunque no literal, del “yo soy el que soy” (Ex 3,14) no consiste en decir “yo soy el ser”, sino “yo soy el in-surgente”. De eso precisamente se trata en el contexto histórico de la experiencia de Israel sobre el reinado de Dios. Dios se revela como el insurgente frente a los poderes que mantienen al ser humano en la esclavitud. Frente a la religación al poder de las realidades, el Dios de Israel se manifiesta como el “desligador” por excelencia. Pero la desligación es un término puramente negativo. Dios no sólo desliga, sino que “in-surge”, es decir, hacer surgir algo nuevo. Y lo hace no sólo haciendo que surjan nue-vas realidades, sino dotando a otras realidades distintas de él de la capacidad de ha-cer surgir algo nuevo. Éste es el sentido precisamente de la vocación de Moisés. Moi-sés no es llamado a ser un nuevo rey en Egipto frente al fracasado faraón, ni es llama-do a convertirse en el rey del nuevo pueblo sobre el que sólo Dios reina. Moisés es simplemente llamado a guiar al pueblo a la nueva tierra, bajo la soberanía del Dios insurgente.

No es Moisés, sino el Creador del cielo y la tierra quien puede crear un pueblo en el que desaparezca la injusticia. De hecho, la Biblia hebrea reserva el verbo bara (“crear”) solamente para Dios. Pero lo que Dios crea no son solamente las realidades materiales, incluyendo los seres vivos. Dios crea también en la historia. Como hemos visto, la experiencia de la liberación histórica es la que pone la base para que Dios sea también experimentado como creador del mundo natural. Por eso, el verbo “crear” (bara) se puede aplicar también a la creación del pueblo de Israel por Dios (Is 43,1). La separación de las aguas en el mar de los juncos, por las que pasa el pueblo de Israel, es paralela a la separación inicial de las aguas al comienzo de la creación (Gn 1,6; Ex 14,21). Lo que en las mitologías semíticas era el monstruo primordial Rahab, destrui-do para dar origen al mundestrui-do, se convierte en el lenguaje metafórico de Israel en una clave para designar a Egipto, pues la destrucción de Egipto fue lo que posibilitó la nueva creación, es decir, a Israel (Sal 87,4; 89,10; Is 30,7; 51,9). El pueblo de Israel es la nueva creación de Dios, como sociedad fraterna, en contraste libre frente a todas las realidades poderosas de este mundo.

Ahora bien, también frente a esa nueva creación, frente a los poderes que surjan en el interior del pueblo de Israel, frente a las desigualdades sociales y las injusticias que se produzcan contra los más débiles, frente a las nuevas idolatrías, frente a la conti-nua tentación a adorar a las criaturas y no al creador, frente a las alianzas con otros poderes que pretenden sustituir la confianza en Dios, el Dios de Israel continuará siendo el Insurgente. Es lo que hemos de ver a continuación.

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Israel hizo memoria de su juventud precisamente como el tiempo que estuvo caracte-rizado por la soberanía del Dios que paternalmente lo saca de Egipto y lo conduce a una tierra que, como la morada de los dioses, “mana leche y miel” (Os 11,1). El Dios de Israel es el monarca que, en la Ley, establece un tratado de soberanía que tiene la estructura de tratados semejantes en el Antiguo Oriente. Dios se compromete a pro-teger a su pueblo, y su pueblo se compromete a no seguir a otros dioses, y a vivir se-gún las normas sabias de una Ley destinada a asegurar que el pueblo viva en una forma justa y fraterna. En Canaán, la arqueología nos muestra la presencia de ciuda-des fortificadas, dotadas de un palacio y un templo. Los reyes cananeos, como el mis-mo Melquisedec (Gn 14,18), eran al mismis-mo tiempo sumis-mos sacerdotes del templo de sus ciudades-estado, y normalmente pagaban tributos a Egipto. Como en toda ciu-dad-estado, un grupo dirigente vive del trabajo de los campesinos que cultivan las tierras circundantes. En torno al siglo XIII a. C., el poder egipcio declina, algunas ciu-dades cananeas son destruidas, y aparece otro tipo de cultura, menos sofisticada. Principalmente en territorio montañoso aparecen villas sin palacio real y sin templo, carentes de fortificaciones. Es una nueva sociedad, que no está organizada en ciuda-des, sino en “tribus”. O, más exactamente, como una alianza de doce tribus, vincula-das por su fe en Dios. La “tribu” designa precisamente un tipo de sociedad en la que no hay propiamente división de clases, sino una estructura básicamente igualitaria y horizontal. No hay estado ni ejército permanente. El liderazgo, como el que represen-tan los “jueces”, no es de tipo burocrático o hereditario, sino carismático: el “juez” surge en los momentos de crisis, para liderar a las tribus frente a una amenaza exter-na. Cuando esa amenaza desaparece, cada uno regresa a su trabajo. Durante al me-nos dos siglos, Israel vivió en esta forma, sin estado y sin monarquía, y esto por una razón bien sencilla, y que ya conocemos: solamente Dios era rey (Jue 8,22-23; 9,1-57). No deja de ser significativo que el final del período de los jueces sea marcado por la colocación de una piedra entre Mizpa y Sen a la que Samuel llamó Ebenezer (“piedra de ayuda”), diciendo “hasta aquí nos ha ayudado el Señor” (1 S 7,12). Lo que sucede en el siguiente capítulo marca una inflexión en la historia de Israel. El pueblo acude al profeta Samuel, que en cierto modo es el último de los jueces, y le pide un rey. Las razones de esta petición son de índole diversa. La Biblia hebrea menciona la dificul-tad de mantener el orden y la unidad religiosa (Jue 17,6; 18,1), así como los proble-mas respecto al control de la violencia y de la retribución de los delitos (Jue 19,1; 21,25). Esto da a entender una percepción del estado como una institución que podría forzar la organización unitaria del culto y también el control centralizado de la vio-lencia, al monopolizar el uso legítimo de la misma. Nadie podría ya tomarse la justi-cia por su mano. Además, la creciente presión militar de los pueblos vecinos (entre los que destacan los filisteos) puede haber llevado a pensar en la necesidad de un ejército profesional y permanente, frente a la convocación ocasional de todos los isra-elitas a pelear en los momentos de amenaza (1 S 12,12). A esto hay que añadir otras posibles razones históricas. El crecimiento demográfico y la aparición de estructuras económicas y comerciales complejas, con las consiguientes diferencias sociales,

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pue-den haber favorecido la idea de un poder central, capaz de administrar los recursos comunes, dirimir conflictos y negociar de manera unitaria con otros pueblos.

Esto no deja de plantear problemas desde el punto de vista teológico, algo que la Bi-blia hebrea no oculta en absoluto. Las estructuras económicas complejas, con las divi-siones sociales subsiguientes, parece que no tendrían que haber aparecido en un pue-blo en el que periódicamente se perdonaban las deudas, se liberaban los esclavos, y se regresaba a las posesiones originales. Pedir un rey es pensar que el Dios de Israel de alguna manera ya no es capaz de organizar ni de defender a su pueblo. Cuando Samuel, disgustado por la petición de un rey, acude a orar, esto es precisamente lo que escucha de parte de Dios: el que ha sido rechazado como líder por el pueblo no es Samuel, sino Dios mismo. El pueblo ya no quiere a Dios como rey (1 S 8,7), es de-cir, ya no quiere el reinado de Dios. En el relato, Dios acepta la decisión del pueblo, pero les advierte de sus consecuencias: el rey necesitará de una corte y de un ejército permanente, lo cual a su vez requiere fábricas de armas y, sobre todo, fuentes de ri-queza que hagan posible mantener el estado. Para ello, el rey tomará a los hijos e hi-jas de los israelitas, sus campos, sus posesiones más preciadas, e impondrá impuestos sobre todas las demás propiedades. En otros términos: e ideal fraterno e igualitario de Israel habrá llegado a su fin (1 S 8,8-22).

El hecho de que Dios acepte la decisión del pueblo de instaurar la monarquía no sig-nifica, sin embargo, que todo esté necesariamente perdido para Israel. De hecho, Dios sigue presentándose como dispuesto a ser el Dios de ese pueblo, y sigue pidiendo a ese pueblo la relación exclusiva que constituye el fundamento teológico del ideal fra-terno de Israel (1 S 12,1-25). Posiblemente por eso, el Deuteronomio diseña la posibi-lidad (¡no la necesidad!) de un monarca que, al estar estrictamente sometido a la Ley, no dispone en manera alguna de poderes absolutos. Todo lo contrario: el Deuterono-mio, muchos siglos antes de la ilustración, insiste no sólo en el sometimiento del mo-narca a la ley, sino también en una estricta división de poderes. La corte suprema en Jerusalén no es descrita como una institución regia, sino como un tribunal levítico, sin ninguna relación con el monarca. Igualmente, el rey no parece disponer de com-petencias algunas sobre el ámbito religioso, que queda encargado a los sacerdotes y profetas. Además, también se limitan la corte, el tesoro, el harén y el ejército del rey, en un intento de proteger el ideal igualitario de Israel, evitando la excesiva concen-tración de poder en el gobernante (Dt 16,18-18,22).

Con todo, el diagnóstico de la Biblia hebrea sobre la monarquía es altamente negati-vo. Los libros de Samuel y Reyes, así como todos los profetas, presentan a los reyes de Israel, con muy pocas excepciones, como los máximos responsables de la injusticia social y de la idolatría que habrían llevado al pueblo a la decadencia primero y a la ruina final a manos de los grandes imperios de Asiria y de Babilonia. Recordemos que, en la experiencia de Israel, la fraternidad básica de todos los miembros de un pueblo en el que todos sus miembros se consideraban originalmente como

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“herma-nos” está íntimamente unida a la unicidad y exclusividad de la relación con el Dios que ha creado ese pueblo. Por eso, la injusticia social, la aparición de enormes dife-rencias sociales en el pueblo elegido no es más que la cara inversa de la idolatría. Por eso no es ninguna casualidad que los dos grandes temas de la crítica profética sean la injusticia social y la idolatría. No deja de ser paradójico que la introducción de la mo-narquía, que pretendía dar seguridad y unidad religiosa al país, haya sido precisa-mente la que en último término ha traído la ruina tanto al reino del Norte (Israel) como al del Sur (Judea). Era Dios, y no los reyes, quien tenía que haber gobernado a su pueblo. Es lo que en su nombre proclama el profeta Isaías: “¿Dónde está ahora tu rey, para que te salve en todas tus ciudades, y tus jueces de quienes decías: ‘Dame rey y príncipes’? Te di rey en mi ira, y te lo quité en mi furor” (Os 13,10-11).

8. La esperanza para el futuro

Este fracaso de la experiencia estatal de Israel no fue impedimento para que las espe-ranzas de futuro se siguieran formulando, en algunos sectores del judaísmo, en tér-minos claramente monárquicos. Es la idea de un “hijo” o descendiente de David, que volverá a reinar sobre su pueblo, y lo restaurará a su gloria pasada, según las prome-sas de una dinastía eterna hechas a David (2 S 7,12-14). En los libros de las Crónicas no sólo se silencian las inmoralidades de David y las idolatrías de Salomón, sino que se afirma que los reyes de Judá se sientan “en el trono del reinado de Dios sobre Isra-el” (1 Cr 28,5; 29,3; 2 Cr 9,8), dando a entender que el rey es una especie de vicario de Dios, que ejerce el reinado en su nombre, y que por tanto no tendría que haber una incompatibilidad de principio entre el reinado de Dios y la institución monárquica. Durante un tiempo las esperanzas parecen haberse centrado en Zorobabel, el gober-nador de Judea nombrado por los persas, que era de ascendencia davídica (Zac 4,6-10). Sin embargo, Zorobabel nunca fue un desafío para los persas. Además, tras el exilio Judea se convirtió una especie de comunidad autónoma centrada en el templo, con lo que el poder del sumo sacerdote fue haciéndose cada vez más relevante (Zac 6,9-15). De hecho, en el libro de Zacarías aparecen dos “hijos del aceite”, es decir, dos ungidos (es lo que significa “mesías”), uno regio y otro sacerdotal (Zac 4,14). Ahora bien, es claro que ni Zorobabel ni el sumo sacerdote Josué fueron los restauradores plenos de Israel. Las esperanzas puestas en la vuelta del exilio, y alimentadas por los profetas, solamente se realizaron de una manera parcial y modesta. Esto da lugar a que las esperanzas se vayan dirigiendo hacia el futuro, al mismo tiempo que se di-versifican.

• Tenemos en la Biblia hebrea una línea de esperanzas claramente monárquicas y davídicas, tal como se puede ver, por ejemplo, en los salmos mesiánicos, de los que se puede extraer la esperanza de que Dios habría de restaurar a Israel mediante un descendiente de David, que llevará a su culminación la gloria de Israel, implantando la justicia e imponiéndose sobre otros pueblos (Sal 2; 72;

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89; 110). El mismo profeta Ezequiel anuncia que todo Israel será reunificado por “David”, que reinará eternamente (Ez 37,21-28). Estas esperanzas seguían vivas en el tiempo de Jesús. En los Salmos de Salomón, un texto apócrifo del si-glo I a.C., se presenta a un rey davídico, que restaurará a su pueblo y someterá a todas las naciones paganas.

• Por otra parte, también seguía viva la idea de un Mesías sacerdotal. En algu-nos textos apócrifos del siglo II a.C., como el Eclesiástico, se habla explícita-mente de la superioridad del sacerdote sobre el monarca. Cuando los macabe-os lograron la independencia nacional, se instauró una dinastía (lmacabe-os hasmone-os) que no era de estirpe davídica, sino sacerdotal. Su éxito prolongado signifi-có sin duda un cuestionamiento de las esperanzas específicamente davídicas, que más bien fueron abrigadas por algunos de los oponentes a los hasmoneos. Pero no todos. El Testamento de los doce patriarcas critica a los sumos sacerdotes hasmoneos, pero pone sus esperanzas en un sumo sacerdote distinto que asu-mirá también las funciones regias. Sin embargo, la comunidad de Qumrán, opositora de los hasmoneos, parece haber sostenido la esperanza en la apari-ción de dos Mesías, uno regio y otro sacerdotal, tal como encontramos tam-bién en el libro de Zacarías.

• Cabe otra manera de enfocar la esperanza, también basada en las Escrituras de Israel, pero que no enlaza directamente con las tradiciones davídicas o sacer-dotales. En el libro de Daniel se habla de que Dios instaura un reino que susti-tuye a los grandes imperios (Dn 2), pero no se habla explícitamente de un rey. Lo que el libro de Daniel afirma es la soberanía de Dios sobre todos los impe-rios. Aparece además la figura misteriosa del “hijo del hombre” (7,13-14), so-bre la que tendremos que volver, y la idea de que el reinado de Dios se entre-ga colectivamente al pueblo de Israel (“el pueblo de los santos del altísimo”, Dn 7,27). En otros textos bíblicos se alude directamente a la esperanza de que Dios sea el que vuelva a reinar directamente sobre su pueblo (Is 24,23; Is 52,7; Zac 14,9; Abd 1,21). Y con ello puede aparecer la tensión que caracteriza a las tradiciones antimonárquicas de la Biblia hebrea: si Dios reina, no se necesita otro rey. Así, por ejemplo, en el capítulo 34 de Ezequiel se afirma que los pas-tores (es la imagen del mundo antiguo para los reyes) de Israel han fracasado llevando al pueblo a la ruina, de modo que Dios mismo será el que pastoreará a su pueblo en lugar de los falsos pastores. Sin embargo, en el mismo capítulo, aparece la idea de que “David” volverá a ser pastor del pueblo. La inevitable tensión entre ambas imágenes (Dios como pastor o David como pastor) se re-suelve parcialmente llamando a “David”, no “rey”, sino solamente “príncipe” (Ez 34,24).

Todo esto significa que en el tiempo de Jesús no había una imagen clara y definida de manera unívoca sobre la esperanza futura, sino una riqueza y variedad de

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imáge-nes. No faltaba incluso la idea de que el Mesías ya había venido hacía tiempo. El fa-moso rabí Hillel, nacido hacia el 70 a.C., defendía que las profecías mesiánicas relati-vas a un descendiente de David ya se habían cumplido en tiempos del rey Ezequías, contemporáneo de Isaías, de manera que la nueva liberación de Israel tendría que ve-nir de manos de Dios mismo, y no de un nuevo monarca5.

Todo esto sin duda pertenece al trasfondo del anuncio y actualización del reinado de Dios por parte de Jesús. Como hemos dicho, Jesús anunció el reinado de Dios, y no su propia condición de Mesías. En el siglo XIX, Wrede llegó a decir que Jesús nunca se habría considerado a sí mismo como Mesías, y que para explicar la ausencia de re-ferencias mesiánicas de Jesús a sí mismo, el evangelio de Marcos habría desarrollado el artificio del “secreto mesiánico”: Jesús reconociendo su mesiazgo en privado ante sus discípulos, pero prohibiéndoles hablar de ello. Las cosas, posiblemente son más complejas. De hecho, la idea de un Mesías que mantiene en secreto su identidad no era extraña para el judaísmo tardío. Sin embargo, no cabe duda de que en momentos decisivos, como la confesión de Pedro en Cesarea, la pregunta expresa del sumo sa-cerdote, o el interrogatorio de Pilato, Jesús sustituye el término Mesías por el de “Hijo del Hombre”, o da respuestas que podrían interpretarse como evasivas (Mc 8,27-31; 14,61-62; Mc 15,2). Cuando Jesús responde “tú lo dices” a Pilato, esto podría interpretarse tanto como un reconocimiento (“así es, como tú lo dices”), como una negación (“eso lo dirás tú”)6. De hecho, el episodio de las tentaciones, nos muestra a

un Jesús que rechaza como satánicas ciertas características que se consideraban pro-pias de un Mesías: imponerse mediante prodigios, aparecer en el alero del templo o gobernar a todos los reinos de la tierra (Mt 4,1-11). En el evangelio de Juan, más es-cuetamente, se nos dice simplemente que Jesús se retiró cuando lo iban a hacer rey (Jn 6,15). ¿Cómo entender un Mesías que no es rey, si precisamente el término “Mesí-as” designa la unción propia del que va ejercer ese cargo? ¿Qué dice el término “Hijo del Hombre” que lo distinta del de Mesías?

Se trata de preguntas muy prematuras, que solamente podremos responder adecua-damente cuando nos enfrentemos a una cuestión decisiva. Y es que, hasta aquí, he-mos considerado a grandes rasgos el trasfondo de la idea de un reinado de Dios, tal como aparece en la Biblia hebrea y en el judaísmo anterior a Jesús. Pero ¿cómo enten-dió Jesús concretamente el reinado de Dios? Solamente respondiendo a esto podre-mos empezar a entender algo más sobre la compresión que Jesús pudo tener de su propia persona. Esto nos conduce al siguiente capítulo.

5 Cf. Talmud, San. 99a.

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