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Robert Graves - Dioses y héroes de la antigua Grecia

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Dioses y héroe s de la antigu a Grecia

Robert Graves

Prólo g o

RAMÓN IRIGOYEN

Mi exp eriencia, grave m e n t e trau m á tica, de la religión católica fue la razón deter min a n t e de mi tardío descubri mi e n t o de los maravillosos mitos griegos. Por eje m plo, cuando cursaba filología clásica en la Universidad de Salam a n c a, allá por los años en que aparecieron los Beatles, aunqu e no precisa m e n t e por el Patio de Anaya de la facultad de filosofía y letras, y asistía a las clases de griego de los grand e s helenistas Martín. S. Ruipérez y Luis Gil, con la hostia consagrada todavía casi en la punta de la lengua, un libro tan prodigiosa m e n t e delicioso como Dioses y

héro e s de la antigu a Grecia, de Roben Graves, que ya se había publicado

en Londres, si me lo hubiera encontrado entonc e s , me habría parecido un aborto del diablo.

Frente a la verdad cristiana revelada, cuyo cielo estaba gobernad o serena y casta m e n t e por Dios Padre, y que iluminaba mi vida con las más divinas luces de los profetas del Antiguo Testa m e n t o y los salvíficos relatos de los evang elistas, el miserable Olimpo griego, poblado promiscua m e n t e por dioses y diosas, que copulaban como cam ellos, me parecía un repug na n t e prostíbulo sin pies ni cabeza. La religión, me decía, desp u é s de la com u nión, es algo profunda m e n t e serio y sole m n e , y estos dioses griegos deg e n era d o s no son más que tratant e s de ganado.

Leo, estos días, por razon e s de trabajo, el prólogo de la excele n t e traducción de Vidas de filósofos, de Diógen e s Laercio, que, en el siglo XVIII, firmó el gran helenista José Ortiz y Sainz, quien declara que ha disfrazado mucha s palabras y expre sion e s me n o s dece n t e s que Diógen e s Laercio usa, como gentil que es, sin ninguna reserva. Y el traductor las anota, para que no dañe n al lector, porque son opinion e s ajenas a la sana moral. E incluso un hom br e tan culto y fino como Ortiz y Sainz no pued e librarse de la de m e n t e suficiencia que suele gen erar la fe en el Dios de los católicos. Aquí aparec e, con todos sus hierros y yerros, el católico españ ol que es más bruto que un arado etrusco, incluso, insisto, en el caso de un ho m br e fino como Ortiz y Sainz: «Por lo de m á s, los lectores se reirán como yo al ver los caprichos, sand ec e s , y neced a d e s de Aristipo, Teodoro, Diógen e s y de m á s cínicos; la me t e m p sic o sis pitagórica; ... el ateís m o de unos; el politeís m o de otros; y, en una palabra, cuantos disparat e s hacían y decían algunos filósofos de estos; pues la filosofía que no va sujeta a la revelación apena s dará paso sin tropiezo».

Como se ve, a Ortiz y Sainz, le hacía gracia, por disparata da, la me t e m p s ico sis pitagórica, pero encontrab a muy razonables —va m o s, de lógica ger má nica m e n t e cuadrada— la virginidad de María desp u é s del parto, la divinidad y resurrección de Jesucristo, su ascen sión a los cielos.

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En 1958 Luis Cernuda escribe «Historial de un libro. (La Realidad y el Deseo)», su autobiografía poética resu mida en treinta y siete prodigiosas páginas. Y allí queda claro por qué un libro como, por eje m plo, Dioses y héroe s de la antigu a Grecia era imposible que fuera fruto de un cerebro españ ol. Dice Cernuda: «No puedo me n o s de deplorar que Grecia nunca tocara al corazón ni a la me n t e españ ola, los más remo to s e ignorant e s, en Europa, de “la gloria que fue Grecia”. Bien se echa de ver en nuestra vida, nuestra historia, nuestra literatura». Y, aunqu e está muy claro, hay que explicar por qué Grecia, con muy pocas exce pcion e s , no ha rozado nuestra vida, nuestra historia, nuestra literatura. Y Grecia no ha rozado la cultura españ ola porque aquí, levant e s dond e levant e s una piedra, sie m pr e te salta al ojo una puta iglesia románica.

Tampoc o, cuando me fui a vivir a Atenas, a los veinticuatro años, tuve suert e con los mitos griegos. Allí, al borde de la Acrópolis, quedó pulverizada instantá n e a m e n t e mi fe católica e, inm e diata m e n t e , me puse a blasfe m ar, a razón de unas doscienta s blasfe mia s por minuto, como un labrador de Tudela picado en un ojo por un tábano cisterciens e. Hice mío el odio que el poeta latino Lucrecio sentía por todas las religione s del mun d o e incluí en este odio mío, según la célebre expre sión romana, más que púnico, a la mis mísi m a religión griega. Para colmo, y como debía ser, los griegos que me interesaron de verdad fueron los conte m p or á n e o s , y los poetas Seferis, Cavafis y Elitis desplazaron al Olimpo a Esquilo, Sófocles y Eurípides. De los dioses griegos, por mucho s años, no quise saber nada. A mí, entonc e s , me interesa b a n sólo los poeta s, los camareros, los quiosqu eros, los futbolistas, los taxistas: o sea, gent e s sin com plicacion e s celestiales.

Pero, cuando, con los años, ya vi que había cubierto, e incluso con creces, mi cupo de blasfe mias tudelana s, me acerqu é por fin, ya sin resen ti mi e n t o, a Dioses y héro e s de la antigu a Grecia y devoré estas historias como lo que son: unos cuento s griegos maravillosos relatados por Robert Graves, un genial bardo de Wimble d o n, que sie m pr e gastó una prosa que está a la altura de su excele n t e y copiosa poesía.

Dioses y héroe s de la antigu a Grecia es el libro que deb ería ser de

lectura acons ejad a en todos los colegios occident ale s. Es el único antídoto eficaz contra el mal de ojo de los crucifijos que todavía cuelgan en las aulas y en algunos hospitales públicos. En la historia de Occident e, sólo Ovidio, en Las met a m o rfo sis, ha narrado los mitos griegos con las gracia, rigor, frescura, hu m or, drama tis m o y desparpajo del exquisito Robert Graves.

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Introd u c c i ó n .

Casi todas las artes y ciencias útiles nos fueron dad a s por los antiguos griegos: la astrono mí a, las mat e m á tic a s , la ingeniería, la arquitec t ur a, la medicina, la econo mí a, la literatur a y el derec ho. Incluso el lengu aj e científico mod er n o está forma d o mayorit aria m e n t e por palabr a s griega s. Ellos fueron el primer pueblo de Europa en escribir libros; y dos largos poe m a s de Hornero —acerc a del ase dio de Troya y sobre las aven t ur a s de Odiseo— se leen todavía con placer, aunq u e su autor viviera ante s incluso del 700 a. de C. Despu é s de Hornero llegó Hesíodo, quien, entr e otras cosas, escribió sobre dioses, guerr ero s y la creación. Los griegos tenían un gran resp e t o por Hornero y Hesíodo, y las historias (hoy llama d a s «mitos») que ellos y otros poet a s narraron se convirtieron en parte de la cultura, no sólo de Grecia, sino de cualquier lugar dond e llegar a la lengu a grieg a: desd e Asia occident al hast a el norte de África y Españ a.

Roma conquistó Grecia unos ciento cincue n t a años ant e s del nacimien t o de Cristo, pero los roma n o s admira b a n tanto la poesía grieg a que continu a ro n leyénd ola, incluso desp u é s de convertirs e al cristianis m o. La cultura roma n a se exte n dió por toda Europa y, al final, llegó sin grand e s cambios desd e Inglat err a hast a América. Cualquier person a culta debía conocer la mitología grieg a casi tan bien como la Biblia, aunq u e sólo fuera porqu e el map a griego del cielo nocturno, aún utilizado por los astróno m o s , era un libro ilustrad o de los mitos. Algunos grupos de estrellas está n forma d o s por perfiles relacion a d o s con las person a s y los animale s mencion a d o s en aqu ella mitología: héro e s como Heracles y Perseo; el caballo alado Pegaso; la bella Andróm e d a y la serpient e que casi la devora; el cazad or Orión; el cent a ur o Quirón; la popa del Argos; el carnero del vellocino de oro, y tantos otros.

Estos mitos no son solem n e s , como las historias bíblicas. La idea de que pudiera hab er un solo Dios y ningun a diosa no gust a b a a los griegos, que eran un pueblo listo, pend e n ci ero y divertido. Pens a b a n que el cielo esta b a gober n a d o por un linaje divino muy parecido al de cualquier familia hum a n a acaud al a d a , pero inmort al y todopod e r o s o; y solían reírse de ellos, al mismo tiemp o que les ofrecían sacrificios. Incluso hoy, en pueblos europ e o s recónditos, dond e un hombr e rico es propiet a rio de much a s casas y tierras, suced e más o meno s lo mismo. Todos los habita n t e s del pueblo han sido educ a d o s con el propiet ario y le pag a n un alquiler con regularida d. Pero a sus esp ald a s suelen decir: «¡Qué tipo más soberbio, violento y antipá tico! ¡Qué mal trat a a su mujer... y ella no para de chinch arle! ¿Y sus hijos? ¡Vaya una pandilla! La hija, tan guap a , está loca por los hombr e s y se comport a de cualquier man e r a ; el chico que está en el ejército es un mató n y un cobard e, y el que aco mp a ñ a a su padre y cuida del gan a d o es un bocaz a s del que no te pued e s fiar... Por cierto, el otro día me contaro n...».

Así era como los griegos hablab a n de su dios Zeus y de Hera, la espos a de éste; de Ares, dios de la guerr a e hijo de esta parej a; y tambi é n de Afrodita, Herme s y el resto de la pend e n cier a familia. Los roma n o s les

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dieron nombr e s distintos: Júpiter en lugar de Zeus, Marte en lugar de Ares, Venus en lugar de Afrodita, Mercurio en lugar de Herme s..., susta n tivos que hoy identifican a los plane t a s . Los guerrero s, la mayoría de los cuales ase g ur a b a n ser hijos de dioses con madr e s hum a n a s , solían ser antiguos reye s griegos, cuyas avent u r a s fueron repetid a s por los poet a s para satisfacción de sus orgullosos desc e n di e n t e s .

R.G.

Deià, Mallorca, España.

El pala ci o del Olim p o . I.

Los doce dioses y diosas más import a n t e s de la antigu a Grecia, llama d o s dioses del Olimpo, perte n e cí a n a la mism a grand e y pend e n ci er a familia. Menospr ecia b a n a los anticua d o s dioses menor e s sobre los que gober n a b a n , pero aún men os pr e ci a b a n más a los mortale s. Los dioses del Olimpo vivían todos juntos en un enor m e palacio erigido entre las nube s, en la cima del mont e Olimpo, la cumbr e más alta de Grecia. Grand e s muros, dem a si a d o empin a d o s para poder ser escala d o s, prote gía n el palacio. Los albañiles de los dioses del Olimpo, cíclopes gigant e s con un solo ojo, los habían construido imitand o los palacios reales de la Tierra.

En el ala meridion al, detrá s de la sala del consejo, y miran do hacia las famos a s ciudad e s grieg a s de Atenas, Tebas, Espart a, Corinto, Argos y Micenas, esta b a n los apos e n t o s privados del rey Zeus, el dios padre, y de la reina Hera, la diosa madr e. El ala sept e n trion al del palacio, que mirab a a travé s del valle de Temp e hast a los mont e s agres t e s de Macedonia, alberg a b a la cocina, la sala de banqu e t e s , la arme ría, los talleres y las habitacion e s de los siervos. En el centro, se abría un patio cuadr a d o al aire libre, con un claustro, y habitacion e s privad a s a cada lado, que pert e n e cí a n a los otros cinco dioses y las otras cinco diosas del Olimpo. Más allá de la cocina y de las habitacion e s de los siervos, se encontr a b a n las caba ñ a s de los dioses menor e s, los cobertizos para los carros, los esta blos para los caballos, las caset a s para los perros y una esp ecie de zoo, dond e los dioses del Olimpo guard a b a n sus animale s sagra d o s. Entre éstos, había un oso, un león, un pavo real, un águila, tigres, ciervos, una vaca, una grulla, serpien t e s, un jabalí, toros blancos, un gato salvaje, raton e s, cisnes, garzas, una lechuza, una tortug a y un esta n q u e lleno de peces.

En la sala del consejo, los dioses del Olimpo se reunían de vez en cuand o para trat ar asunt o s relaciona d o s con los mort ale s, como por

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eje mplo a qué ejército de la Tierra se le deb ería per mitir gan ar una guerr a o si se deb ería castigar a tal rey o a tal reina que se hubiera n comport a d o con sober bia y de forma reprob a bl e. Pero casi siempr e esta b a n dem a si a d o metidos en sus propias disput a s y pleitos como para ocupar s e de asunt o s relativos a los mortale s.

El rey Zeus tenía un enor m e trono negro de már m ol pulido de Egipto, decora d o con oro. Siete escalon e s llevab a n hast a él, cada uno esm alt a d o con uno de los siete colores del arco iris. En lo alto, una túnica azul brillante procla m a b a que todo el cielo le pert e n e cí a sólo a él; y sobre el repos a b r a z o s derech o de su trono había un águila áure a con ojos de rubí, que blandía entre sus garras unas varas dent a d a s de esta ñ o, lo que significab a que Zeus podía mat ar a cualquier ene mig o que quisiera enviánd ole un rayo. Un man to púrpur a de piel de carnero cubría el frío asiento; Zeus lo usab a para provocar lluvias mágica m e n t e en époc a s de sequía. Era un dios fuerte, valient e, necio, ruidoso, violento y presu mid o, que siempr e esta b a alert a por si su familia intent a b a liberars e de él. Tiempo atrás, él se había librado de su cruel, holgaz á n y caníbal padr e, Cronos, rey de los titan e s y de las titánid e s. Los dioses del Olimpo no podían morir, pero Zeus, con la ayud a de dos de sus herm a n o s mayor e s, Hades y Poseidón, había dest err a d o a Cronos a una isla lejana en el Atlántico, proba bl e m e n t e a las Azores o quizá a la isla Torrey, en la costa de Irlanda. Zeus, Hades y Poseidón se sorte a r o n las tres parte s del reino de Cronos. Zeus ganó el cielo, Poseidón el mar y Hades el mundo subt err á n e o ; la Tierra sería comp ar tid a. Uno de los símbolos de Zeus era el águila; otro, el pájaro carpint ero.

Cronos consiguió esca p a r de la isla en una pequ e ñ a barca y, cambia n d o su nombr e por el de Saturno, se esta bleció tranq uila m e n t e entre los italianos y se portó muy bien. En realidad, el reinado de Saturno fue conocido como la Edad de Oro, hast a que Zeus descubrió la fuga de Cronos y lo dest erró de nuevo. Por aqu el entonc e s , los mort ale s de Italia vivían sin trab aj ar y sin proble m a s , comien d o sólo bellota s, frutas del bosqu e , miel y nuec e s, y bebien d o única m e n t e leche y agu a. Nunca participab a n en guerra s, y pas a b a n los días bailando y cant a n d o.

La reina Hera tenía un trono de marfil, al que se llegab a subiend o tres escalon e s. Cuclillos de oro y hojas de sauce decor a b a n el resp aldo, y una luna llena colgab a sobre él. Hera se sent a b a sobre una piel de vaca, que a veces utilizaba para provoc ar lluvias mágica m e n t e , si Zeus no podía ser molest a d o para det e n e r una sequía. Le disgust a b a ser la espos a de Zeus, porqu e él se casa b a a men u d o con mujer e s mort ale s y decía, con una sonrisa burlon a, que esos matrimo nios no conta b a n porqu e esas espos a s pronto envej ec e ría n y morirían, y que Hera seguiría siendo siempr e su reina, perp e t u a m e n t e joven y hermo s a .

La primer a vez que Zeus le pidió a Hera que se casar a n , ella lo rechazó, y continuó rehus á n d olo cada año duran t e trescien t o s. Pero un día de primav e r a , Zeus se disfrazó de desdich a d o cuclillo perdido en una torme n t a y llamó a la vent a n a de Hera. Ella, que no descu brió el disfraz, dejó entr ar al cuclillo, secó sus húm e d a s pluma s y susurró: «Pobre pajarito, te quiero». De repe n t e , Zeus recobró su auté n tic a forma y dijo: «¡Ahora, tienes que casart e conmigo!». Despu é s de aqu ello, por muy mal que se portar a Zeus, Hera se sentía obligad a a dar buen ejemplo a dioses,

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diosas y mort ale s, como madr e del cielo. Su símbolo era una vaca, el más mat er n al de todos los animal e s, pero para no ser consider a d a aburrida y tranq uila como este bóvido, Hera tambié n se atribuía el pavo real y el león.

Estos dos tronos presidían la sala de consejos, al fondo de la cual una puert a dab a a camp o abierto. A ambo s laterales de la sala, se encontr a b a n otros diez tronos: para cinco diosas en el lado de Hera y para cinco dioses en el de Zeus.

Poseidón, dios de los mar e s y los ríos, tenía el segun d o trono más grand e . Esta divinidad se sent a b a sobre piel de foca y su trono, uno cuyos repos a b r a z o s esta b a esculpido con forma s de criatur a s marin a s y decora d o con coral, oro y madr e p e rl a, era de már mol verd e y gris con liston e s blancos. Zeus, por hab erle ayud a d o a dest err a r a Cronos y a los titan e s, había casa d o a Poseidón con Anfitrite, la ant erior diosa del mar, y le había per mitido qued a r s e con todos sus títulos. Aunque odiab a ser meno s import a n t e que su her m a n o menor y siempr e fruncía el ceño, Poseidón temía el rayo de Zeus. Su única arm a era un triden t e, con el que podía abrir el mar y hundir los barcos, por eso Zeus nunca viajab a en emb a rc a cion e s. Cuando Poseidón se sentía aún mas enojado de lo habitu al, se march a b a en su carro a un palacio bajo las olas, cerca de la isla de Eubea, y allí esper a b a que su ira se aplaca s e . Como símbolo, Poseidón eligió un caballo, un animal que él aseg ur a b a hab er cread o: las grand e s olas se llama n todavía «cab allos blancos» debido a esto.

Frent e a Poseidón se sent a b a su herm a n a Demé t e r, diosa de las frutas, las hierba s y los cere ale s. Su trono era de brillant e malaq uit a con espiga s de ceba d a de oro y pequ e ñ o s cerdos dorado s. Demé t e r casi nunc a sonreía, excep t o cuand o su hija Perséfon e —infelizme n t e casa d a con el odioso Hades, dios de la muert e— la visitab a una vez al año. Demé t e r había sido bast a n t e alocad a de joven y nadie record a b a el nombr e del padre de Perséfon e: proba bl e m e n t e era un dios del camp o con el que la diosa se había casa d o por una brom a de borrach o s, duran t e una fiesta de la cosech a. El símbolo de Demé t e r era una ama p ol a, que crece roja como la sangr e entre la ceba d a .

Al lado de Poseidón, se sent a b a Hefesto, hijo de Zeus y Hera. Como era el dios de los orfebr e s, los joyeros, los herreros, los albañiles y los carpint ero s, él mismo había construido los tronos e hizo del suyo una obra ma e s tr a, con todos los met al e s y piedr a s precios a s que pudo encontr ar. El asiento podía girar, los repos a b r a z o s podían movers e arriba y abajo, y todo el trono podía rodar auto m á tic a m e n t e cuand o él lo dese a r a , igual que las mes a s dorad a s con tres pat a s de su taller. Hefesto quedó cojo nad a más nacer, cuan do Zeus rugió a Hera «¡Un mocoso debilucho como éste no es digno de mí!» y lo lanzó lejos, por encim a de los muros de Olimpo. Al caer, Hefesto se rompió una pierna, con tan mala fortun a que tuvo que ayud a r s e etern a m e n t e de una mulet a de oro. Tenía una casa de camp o en Lemnos, la isla dond e había ido a parar. Su símbolo era una codorniz, un pájaro que en primav e r a baila a la pat a coja.

Frent e a Hefesto se sent a b a Atene a, la diosa de la sabiduría que había ense ñ a d o a Hefesto a man ej ar las herra mi e n t a s y que sabía más que nadie sobre cerá mic a, tejeduría y cualquier oficio arte s a n al. Su trono de plata tenía una labor de cest ería en oro, en el resp aldo y a ambo s

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lados, y una corona de violetas hech a de lapislázulis azules, encima. Los repos a b r a z o s ter min a b a n en sonrient e s cabez a s de gorgon a s. Atene a, aunq u e era muy lista, descon ocía el nombr e de sus padr e s. Poseidón decía que era hija suya, de un matrimo nio con una diosa african a llama d a Libia. Pero lo único cierto era que, de niña, Atene a fue encontr a d a , vestida con una piel de cabra, dea m b ul a n d o a orillas de un lago libio. Sin emb a r g o, Atene a, ant e s de admitir ser hija de Poseidón, a quien consider a b a muy estú pido, per mitía que Zeus la creyer a desce n di e n t e suya. Zeus afirma b a que un día, cuand o pad ecía un horrible dolor de cabez a y aullab a como un millar de lobos cazan d o en jauría, Hefesto había acudido a él con un hach a y, ama bl e m e n t e , le había partido el crán e o, lugar del que surgió la diosa, vestida con una arma d u r a complet a . Atene a era tambi é n la diosa de las batallas, aunq u e nunca iba a la guerra si no la obligab a n, ya que era de m a si a d o sens a t a para participar en pele a s. En cualquier caso, si llegab a a luchar, siempr e gana b a . Esta divinidad escogió a la sabia lechuz a como símbolo y tenía una casa en Atenas.

Al lado de Atene a se sent a b a Afrodita, diosa del amor y la belleza. Tampoco nadie sabía quién e s eran sus padr e s. El viento del Sur dijo que la había visto una vez en el mar sobre una conch a cerca de la isla de Citera y que la había conducido ama bl e m e n t e a tierra. Podía ser hija de Anfitrite y de un dios men or llama d o Tritón, que soplab a fuerte s corrient e s de aire a trav és de una caracola, pero tambié n podía ser desce n di e n t e del viejo Cronos. Anfitrite se neg a b a a decir una sola palabr a sobre el asunto. El trono de Afrodita era de plata con incrust a cion e s de berilos y agu a m a ri n a s: el resp aldo tenía forma de conch a, el asiento era de pluma s de cisne y, bajo sus pies, había una ester a de oro borda d a con abejas dorad a s, manz a n a s y gorrion e s. Afrodita tenía un ceñidor mágico que llevab a siempr e que quería hacer que alguien la amar a con locura. Para evitar que Afrodita se portar a mal, Zeus decidió que le conve nía un marido trab aj a d o r y dece n t e y, natur al m e n t e , escogió a su hijo Hefesto. Éste excla m ó: «¡Ahora, soy el dios más feliz!». Pero ella consideró una desgr a cia ser la espos a de un herrero, con la cara llena de hollín, las mano s callosas y ade m á s cojo, e insistió en ten er una habitación para ella sola. . El símbolo de Afrodita era una palom a y visitab a Pafos, en Chipre, una vez al año, para nad ar en el mar, lo que le traía buen a suert e.

Frent e a Afrodita se sent a b a Ares, el alto, guap o, presu mid o y cruel her m a n o de Hefesto, a quien le gust a b a luchar por luchar. Ares y Afrodita esta b a n continu a m e n t e cogidos de la mano y cuchiche a n d o en los rincone s, lo que ponía celoso a Hefesto. Si algun a vez éste se quejab a de ello en el consejo, Zeus se reía de él y le decía: «Tonto, ¿por qué le diste a tu espos a ese ceñidor mágico? ¿Pued e s culpar a tu herm a n o si se ena m o r ó de Afrodita cuan do lo llevab a puesto? ». El trono de Ares, recio y feo, era de bronce, tenía unas calaver a s en relieve ¡y esta b a tapizado con piel hum a n a ! Ares era maled uc a d o , inculto y tenía el peor de los gustos; pero Afrodita lo veía mag nífico. Sus símbolos eran un jabalí y una lanza manc h a d a de sangr e. Tenía una casa de camp o entre los esp e s o s bosqu e s de Tracia.

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la medicina, del tiro con arco y de los hombr e s jóven e s solteros. Era hijo de Zeus y Leto, una diosa menor con la que Zeus se casó para molest a r a Hera. Apolo se rebeló contra su padre una o dos ocasion e s, pero sufrió un duro castigo cada vez y apre n dió a comport a r s e con más sens a t e z. Su trono áureo, extre m a d a m e n t e pulido, tenía grab a d a s unas inscripcione s mágicas, un resp aldo en forma de lira y una piel de pitón en el asiento. Encima del mismo, había colgado un sol de oro con veintiún rayos como flechas, porqu e Apolo decía que gobern a b a el Sol. El símbolo de Apolo era un ratón; al parec e r, los raton e s conocían los secret o s de la Tierra y se los conta b a n a él. (Prefería los raton e s blancos a los grises; a la mayoría de los niños aún les suced e.) Apolo poseía una casa esplén did a en Delfos, en la cima del mont e Parna so, construid a alred e d or del famoso oráculo que le robó a la Madre Tierra, la abu ela de Zeus.

Frent e a Apolo se sent a b a su herm a n a ge m el a Artemis a, diosa de la caza y de las chicas solter a s, de quien Apolo había apren dido la medicina y el tiro con arco. Su trono era de plata pura, con un asiento forrado de piel de lobo y un resp aldo con la forma de dos rama s de palmer a con perfiles de luna nuev a, una a cada lado de una vasija. Apolo se casó varias veces con espos a s mort ales en distinta s époc a s. Una vez, acosó incluso a una chica llama d a Dafne, pero ést a imploró ayud a a la Madre Tierra y fue convertid a en un laurel, ante s de que Apolo pudier a atrap a rla y bes arla. Artemis a, sin emb a r g o, odiab a la idea del matrimo nio, aunq u e cuidab a ama bl e m e n t e a las madr e s, cuan do dab a n a luz a sus beb é s. Artemis a prefería cazar, pesc ar y nad ar a la luz de la luna, en lagos de mont a ñ a . Si un mort al la veía desn u d a , ella lo convertía en ciervo y lo cazab a . Como símbolo, esta diosa escogió una osa, el más peligroso de todos los animale s salvajes de Grecia.

El último de la fila de los dioses era Herme s, hijo de Zeus y de una diosa menor llama d a Maya, la cual dio nombr e al mes de mayo. Herme s, dios de los comercian t e s , los banqu e r o s, los ladron e s, los adivinos y los heraldos, nació en Arcadia. Su trono esta b a esculpido en un único y sólido bloqu e de roca gris; los repos a b r a z o s tenían forma de ariete s y el asiento esta b a tapizad o con piel de cabra. En el resp aldo había esculpida una esvás tic a que repre s e n t a b a una máq uin a para ence n d e r fuego invent a d a por él: la barre n a de fuego. Hasta entonc e s , las ama s de casa tenían que coger una bras a del vecino. Herme s tambié n inventó el alfabe t o; y uno de sus símbolos era una grulla, ya que estos animale s vuelan en forma de V, la primer a letra que escribió. Otro de los atributo s de Herme s era una ram a de avellano pelad a, que llevab a como men s aj ero de los dioses del Olimpo que era. De esa ram a colgab a n unos cordon e s blancos que la gent e toma b a a men u d o por serpien t e s.

La última de la fila de las diosas era la herm a n a mayor de Zeus, Hestia, diosa del hogar: se sent a b a en un sencillo trono de mad e r a lisa, sobre un simple cojín de lana virgen. Hestia, la más ama bl e y pacífica de todos los dioses del Olimpo, odiab a las continu a s pelea s familiares y nunc a se preocu p ó por elegir un símbolo. Se encarg a b a de cuidar el fuego de la chime n e a de carbón que había en el centro de la sala de consejos.

Esto sum a seis dioses y seis diosas. Pero un día Zeus anunció que Dionisos, hijo suyo y de una mujer mortal llama d a Sem ele, había invent a d o el vino y que, por tanto, se le debía conced e r un sitio en el

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cons ejo. Trece dioses olímpicos hubies e sido un núm er o des afort u n a d o , así que Hestia le ofreció su lugar, sólo para man t e n e r la paz. Qued a b a n pues siete dioses y cinco diosas. Era una situación injusta, ya que cuan do se trat a b a de cuestion e s sobre mujere s, los dioses super a b a n en votos a las diosas. El trono de Dionisos era de mad e r a de abet o dorad a, decor a d o con racimos de uva esculpidos en ama tist a (una piedra de color violeta), serpien t e s esculpida s en serp e n tin a (una piedra multicolor), jade (una piedra verd e oscuro) y cornalina (una piedra de color rosa). Este dios eligió un tigre como símbolo, ya que una vez había visitado la India, al frente de un ejército de soldad o s ebrios, y se trajo unos tigres como recuerd o.

En cuanto a los otros dioses y diosas que vivían en el Olimpo, está Heracles, el portero, quien dormía en la caset a de la entra d a , y Anfitrite, la espos a de Poseidón, de la cual ya he mo s hablad o. También esta b a la madr e de Dionisos, Sem ele, a quien Zeus convirtió en diosa a petición de su hijo; la odiosa her m a n a de Ares, Eris, diosa de las pelea s; Iris, mens aj er a de Hera, que corría a lo largo del arco que lleva su nombr e; la diosa Néme sis, que llevab a una lista de todos los mort ale s orgullosos y mer ec e d o r e s del castigo de los dioses del Olimpo; el malvad o niño Eros, dios del amor, hijo de Afrodita, que se divertía lanzan d o flechas a la gent e para hacerlos ena m o r a r s e ridícula m e n t e ; Hebe, diosa de la juvent u d, que se casó con Heracles; Ganime d e s , el joven y guapo copero de Zeus; las nuev e mus a s que cant a b a n en el salón come d o r, y la ancian a madr e de Zeus, Rea, a quien su hijo trat a b a de forma mezq uin a, a pes ar de que ella, una vez le salvó la vida con un truco, cuand o Cronos quería comér s elo.

En una sala, detrá s de la cocina, se sent a b a n las tres parcas, llama d a s Cloto, Láquesis y Átropos. Eran las diosas más ancian a s que existían, tan viejas que nadie record a b a su origen. Las parcas decidían cuánto tiemp o debía vivir cada mort al: trenz a b a n un hilo de lino hast a que midiera tantos milímetros y centím e t r o s como mes e s y años y, luego, lo corta b a n con unas tijeras. También sabían cuál sería el destino de todos los dioses del Olimpo, pero casi nunc a lo revela b a n . Incluso Zeus las temía por este motivo.

Los dioses del Olimpo saciab a n su sed con néct ar, una bebida dulce hech a con miel ferme n t a d a , y comían ambro sía, una mezcla cruda de miel, agu a, aceite de oliva, queso y ceba d a , segú n se decía, aunq u e existe n dudas al resp e ct o. Algunos afirma n que el verda d e r o alimen t o de los dioses del Olimpo eran cierta s seta s mote a d a s que apar e cía n siempr e que el rayo de Zeus caía sobre la Tierra y que eran ést as el motivo de su inmort alida d. La terner a y el cordero asa do s tambié n eran alime n t o s favoritos de los dioses del Olimpo así que los mort ale s sólo se comían esta s carne s tras ofrecérs el a s en sacrificio.

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Otro s dio s e s y dio s a s . II.

En aqu ellos viejos tiemp o s, ade m á s de los mortale s de la Tierra, existían unos cuanto s dioses- río, fuerte s, con cuerno s de buey y conocidos con el nombr e de su río en particular. También había docen a s de náya d e s inmort al e s, a cargo de las fuent e s y los man a n ti al e s, cuyo per miso solicitab a n siempr e los mort ales ant e s de beb er, si no querían que algo malo les pasar a. Estos dioses- río y náya d e s rendía n pleitesía a Poseidón, igual que las siren a s y las nereid a s de agu a salad a. Pero las haimdría d e s, a cargo de los robles, las melíad e s, respo n s a bl e s de los fresnos, y toda s las de m á s ninfas de nombr e s diversos, encarg a d a s de los pinos, los manz a n o s y los mirtos, est a b a n a las órden e s de Pan, el dios del camp o. Si alguien intent a b a talar uno de esos árboles sin ante s hacer un sacrificio a la ninfa corres po n di e n t e —norm al m e n t e la ofrend a era un cerdo—, el hach a se desviab a del tronco y el leñador se corta b a las pierna s.

El gran dios Pan evitab a relacion ars e con los dioses del Olimpo, pero prote gí a a los pastor e s, ayud a b a a los cazad or e s a encontr ar pres a s y bailab a a la luz de la luna con las ninfas. Cuando nació, Pan era tan feo que su madr e, una de las ninfas, huyó de él aterroriza d a : tenía cuerno s pequ e ñ o s, una barbita, y piern a s, pezuñ a s y cola de cabra. Herme s, su padre, lo llevó al Olimpo para que Zeus y los otros dioses se rieran de él. A Pan le gust a b a dormir todas las tard e s en una cuev a o en un bosqu e cillo y, si alguien lo desp e r t a b a sin quer er, soltab a un grito esp a n t o s o que hacía que el pelo del intruso se erizas e: es lo que todavía hoy se llama «pánico».

Una vez, Pan se ena m o r ó de una ninfa llama d a Pitis, que se asustó tanto cuand o Pan intentó bes arla, que se convirtió a sí mism a en un pino para esca p a r del acoso. Pan, entonc e s, arrancó una de las rama s del pino y se la colocó como si fuera una coron a en me m o ria de la ninfa. Sucedió algo parecido cuan do se ena m o r ó de la ninfa Siringa: ésta huyó de él convirtiénd o s e en un junco. Incapaz de saber cuál de los miles de juncos que crecían a orillas del río era ella, Pan cogió un caya d o y los golpeó muy enojado. Despu é s, sintiénd o s e avergo nz a d o, recogió los juncos rotos, los cortó en divers a s longitud e s con un cuchillo de piedr a, les hizo unos agujeros y los ató en fila: había crea do un nuevo instru m e n t o musical, la flauta de Pan o siringa.

Una tard e de abril del año uno despu é s de Cristo, un barco nave g a b a hacia el norte de Italia, siguien do la costa de Grecia, cuand o la tripulación oyó unos lame n t o s a lo lejos; una voz fuerte gritó a uno de los marin ero s desd e la orilla: «Cuan do llegues a puerto, aseg úr a t e de dar la triste noticia de que el gran dios Pan ha fallecido». Pero nunc a se supo cómo y por qué había muerto. Quizá aqu ello fue sólo un rumor invent a d o

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La hija perdid a de De m é t e r . III.

Hades, el tene bro s o dios de la muert e, tenía prohibido visitar el Olimpo y vivía en un oscuro palacio en las profundid a d e s de la Tierra. Un día, se encontró con su herm a n o Zeus en Grecia, territorio que comp a r tí a n, y le confesó:

—Me he ena m o r a d o de tu sobrina Perséfon e, la hija de Demé t e r. ¿Tengo tu cons e n ti mie n t o para casar m e con ella?

Zeus no dese a b a ofend e r a Hades diciéndole: «¡No, qué horrible idea!»; pero tamp o c o quería desairar a Demé t e r conte s t á n d ol e: «¿Por qué no?». Así que no le dio a Hades ni un sí, ni un no; se limitó a parp a d e a r un ojo.

El guiño dejó satisfech o a Hades, que se fue a Colono, cerca de Atenas, dond e Perséfon e, que recogía flores primav er al e s, se había alejado de sus amig a s. Hades se la llevó en su gran carro fúnebr e. Perséfon e gritó, pero cuan do las otras chicas llegaron corriend o, ella ya había desa p a r e cido sin dejar ningún rastro, excep t o unas marg a rit a s y unas violetas aplast a d a s . Las chicas, luego, le contaro n a Demé t e r todo lo que sabían.

Demé t e r, muy preocu p a d a , se disfrazó de ancian a y dea m b uló por toda Grecia en busca de Perséfon e. Viajó duran t e nuev e días, sin comer ni beb er, y nadie pudo darle noticia algun a. Al final, se dirigió de nuevo hacia Atenas. En el cerca no Eleusis, el rey y la reina la trat aro n con gran ama bilidad, le ofrecieron el puest o de niñera de la joven princes a y ella acept ó un vaso de agu a de ceba d a .

Al poco tiemp o, el príncipe mayor, Triptole m o, que cuidab a de las vacas reales se le pres e n t ó apres ur a d o:

—Si no me equivoco, señor a —dijo—, uste d es la diosa Demé t e r. Me temo que le traigo malas noticias. Mi herm a n o Eubeo esta b a dando de comer a los cerdos, cerca de aquí, cuan do oyó un gran ruido de pezuñ a s y vio un carro pasa n d o a toda velocidad. En él iba un rey de cara oscura, ataviad o con una arm a d u r a negra y aco mp a ñ a d o de una chica que se parecía a vuestr a hija Perséfon e. De repe n t e , la Tierra se abrió ant e los ojos de mi her m a n o y el carro des a p a r e ció por el agujero. Todos nuestro s cerdos cayero n tambié n en él y los perdimo s, porqu e la Tierra volvió a cerrars e.

Demé t e r supuso que el rey de cara oscura era Hades. Y junto a su amiga, la vieja diosa bruja Hécat e, fue a pregu n t a rle al Sol, que lo ve todo. Éste no quiso contes t a r, pero Hécat e lo ame n a z ó con eclipsarlo todos los mediodías si no les conta b a la verda d.

—Era el rey Hades —confesó el Sol.

—Mi her m a n o Zeus ha tra m a d o esto —dijo Demé t e r furiosa—. Me veng a r é de él.

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Demé t e r no volvió al Olimpo, sino que recorrió Grecia prohibiend o a sus árboles que dieran frutos e impidien do que la hierba creciera, para que el gana d o no pudiera alimen t a r s e . Si aqu ello durab a mucho tiemp o, los hombr e s se morirían de hamb r e . Así que Zeus ordenó a Hera que envias e a su mens aj er a Iris desd e el arco iris, con un aviso para Demé t e r: «¡Por favor, sé sens a t a , querida her m a n a , y per mit e que las cosas vuelvan a crecer!». Demé t e r no hizo caso y entonc e s Zeus man d ó a Poseidón, a Hestia y a la mism a Hera para ofrecerle mag níficos regalos. Pero Demé t e r gimió:

—¡No haré nad a por ninguno de vosotros, nunc a, hast a que mi hija no vuelva a casa conmigo!

Zeus entonc e s envió a Herme s para que le dijera a Hades: «Si no dejas que esa chica vuelva a casa, her m a n o, iremos todos a la ruina». También le dio a Herme s un men s aj e para Demé t e r: «Podrá s ten er a Perséfon e de vuelta, siempr e que no haya prob a d o el "alime n t o de los muert o s"».

Puesto que Perséfon e se había neg a d o a comer, ni siquiera un trozo de pan, diciendo que prefería morirse de ha mbr e, Hades difícilmen t e podía decir que Perséfon e se había ido con él de buen grado. Así que entonc e s decidió obed e c e r a Zeus, por lo que llamó a Perséfon e y le dijo con ama bilida d:

—No parec e s feliz aquí, querida. No has comido nad a. Quizá sería mejor que regre s a r a s a casa.

Uno de los jardineros de Hades, llama d o Ascálafo, estalló en risotad a s :

—¡Que no ha toma d o ningún alime n t o, dices! Esta mism a mañ a n a , la he visto coger una gran a d a de tu huerto subterr á n e o .

Hades sonrió. Llevó a Perséfon e en su carro hast a Eleusis, dond e Demé t e r la abrazó y lloró de emoción. Hades dijo entonc e s:

—Por cierto, Perséfon e se ha comido siete semillas rojas de una gran a d a ; mi jardinero la vio. Tiene que bajar al Tártaro, otra vez.

—¡Si se va —gritó Demé t e r—, nunc a levant a r é mi maldición de la Tierra, aunqu e se muer a n todos los hombr e s y todos los animal e s!

Al final, Zeus envió a su madr e Rea (quien, ade m á s , era tambié n la madr e de Demé t e r) para interc e d e r. Finalme n t e , amb a s diosas acord aro n que Perséfon e se casaría con Hades y que pasaría siete mes e s en el Tártaro —un mes por cada semilla de gran a d a comid a— y el resto del año sobre la Tierra.

Demé t e r castigó a Ascálafo, convirtién d olo en una lechuz a ululant e de largas orejas, y reco mp e n s ó a Triptole m o, dándole una bolsa de semillas de ceba d a y un arado. Siguiendo las órden e s de Demé t e r, Triptole mo recorrió entonc e s el mundo en un carro tirado por serpien t e s, y ense ñ ó a la hum a nid a d a arar los camp o s, sembr a r la ceba d a y recog e r las cosech a s.

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Los tita n e s . IV.

Los titan e s y las titánid e s, bajo el man d o del rey Cronos, habían gobern a d o el mundo hast a que la rebelión de Zeus llevó al poder a los dioses del Olimpo. Había siete parejas de titan e s; cada una de ellas esta b a a cargo de un día de la sem a n a , junto a un plan et a , el cual daba nombr e a ese período de veinticua tro horas. Cronos y su espos a Rea decidieron que la jornad a que les corresp o n dí a —el sáb a d o, llama d o así por el plane t a Saturno— fuera festivo. Pero el consejo de los dioses del Olimpo prohibió a los mort ale s —a quien e s Prome t e o , el titán de los miércoles, había cread o mod el á n d olos con barro de río— que siguier a n uniendo los días en sem a n a s .

La mayoría de los titan e s y las titánide s fueron expulsa d o s al mismo tiemp o que Cronos. Sin emb a r g o, Zeus perdo nó a su tía Metis y a su madr e Rea, ya que le habían ayud a d o a derrot ar a Cronos. También perdon ó a Prome t e o por hab er advertido a los otros titan e s que Zeus debía gan ar la guerr a, hab er luchad o al lado de los dioses del Olimpo y hab er conve ncido a Epimet e o de hacer lo mismo. Atlas, el jefe del derrot a d o ejército de Cronos, fue cond e n a d o por el consejo de los dioses del Olimpo a cargar sobre sus hombro s la bóved a del cielo, hast a el fin del mundo.

Zeus descu brió más tard e que Prome t e o había entra d o en secret o en el Olimpo, con la ayud a de Atene a, y que había robado una bras a encen did a de la chime n e a de Hestia, para que los mort ale s que él había cread o pudier a n, a partir de entonc e s, asar previa m e n t e la carn e, en lugar de continu a r comién d o s el a cruda. Prome t e o escondió la bras a en la méd ula de un gran tronco de hinojo y la bajó, aún ence n did a, a la Tierra. Para castigarlo por dar a los mortale s este primer paso hacia la civilización, Zeus ideó un astuto plan. Creó una hermo s a , alocad a y desob e di e n t e mujer a la que llamó Pandor a y la envió como regalo a Epimet e o. Cuando éste quiso casars e con Pandor a, Prome t e o le advirtió:

—Es una tra m p a de Zeus. No seas tonto y devu élve s el a.

De man e r a que Epimet e o le dijo a Herme s, quien había traído a Pandor a:

—Por favor, trans mit e mi profundo agra d e ci mi e n t o a Zeus por su ama bilidad, pero dile que no soy digno de un regalo tan hermo s o y que debo rech az arlo.

Más enfad a d o que nunca, Zeus afirmó que Prome t e o había ido al cielo para intent a r rapt ar a Atene a. Así que lo castigó, enca d e n á n d olo a una roca en las mont a ñ a s del Cáucas o, dond e un águila le roía el hígado duran t e el día.

Mientra s tanto, Epimet e o, asust a d o por el castigo a Prome t e o , se casó con Pandor a. Un día, Pandor a encontró una caja sellad a en el fondo

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de un arma rio. Era la caja que Prome t e o le había dado a Epimet e o , para que la guard a r a en un lugar seguro, diciéndole que no la abriera bajo ningún motivo. Aunque Epimet e o ordenó a Pandor a que no la tocar a, ella rompió el sello, tal como Zeus había previsto que haría, y de su interior salió un enja m b r e de horribles criatur a s alad a s llama d a s Vejez, Enfer m e d a d , Locura, Rencor, Pasión, Vicio, Plaga, Hambr e y otras. Todas ellas picaron a Pandor a y a Epimet e o con gran cruelda d y, a continu ación, atac ar o n a los mort ale s de Prome t e o (que hast a entonc e s habían tenido unas vidas felices y dece n t e s ) y lo destru ye r o n todo. Sin emb a r g o, una criatur a de alas brillant e s llama d a Espera nz a salió de la caja en último lugar y evitó que los mortale s se quitar a n la vida por su profund a dese s p e r a ción.

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El mun d o sub t e rr á n e o del Tártaro . V.

El Tártaro, dominio del rey Hades y de la reina Perséfon e, esta b a en las profundid a d e s de la Tierra. Cuando los mort ale s morían, Herme s orden a b a a las almas de éstos que fuera n por el aire hast a la entra d a principal —situad a en un bosqu e cillo de ála mo s negros al lado del océa n o occident al— y que bajara n por un oscuro túnel hast a una lagun a subt err á n e a llama d a Estigia. Allí, tenían que pag arle a Caront e, el viejo y barbu d o barqu e r o, para que llevara a las alma s hast a el otro lado. El pago debía hacers e con los óbolos que los familiares colocab a n bajo las lengu a s de los cadáv e r e s que, más tard e, se convertía n en espíritus. Caront e conte s t a b a a los espíritus sin mon e d a que debían escog er entr e qued a r s e para siempr e tembl a n d o a orillas de la lagun a Estigia o volver a Grecia y entrar por una puert a lateral, en Ténaro, dond e el acces o era libre. Hades, por otra parte, tenía un enor m e perro de tres cabez a s, llama d o Cerbero, que impedía que ningún espíritu esca p a s e y evitab a que los mort ale s vivos visitas e n el mundo subt err á n e o .

La región más cercan a al Tártaro eran los pedr e g o s o s camp o s gamo n al e s, por los que vaga b a n etern a m e n t e las almas erran t e s, sin otra cosa que hacer que cazar espíritus de ciervos, si es que les apet e cía. Los gamo n e s son unas plant a s altas de color blanco rosado, con hojas como puerros y raíces como boniato s. Más allá de los camp o s gamo n al e s, se alzab a el impon e n t e y frío palacio de Hades. A su izquierd a, se erguía un ciprés que señ ala b a el Lete, la fuent e del olvido, en la que los espíritus corrient e s se Abalanza b a n sedient o s a beb er. Quien e s bebían en ella olvidab a n de inme dia t o sus vidas pasa d a s , lo que les dejab a sin nad a de que hablar. Pero tambi é n existía el Mnemo sin e, la fuent e de la me m o ria, señ ala d a por un ála mo blanco. Se llegab a a ella susurr a n d o a los siervos de Hades una contra s e ñ a secre t a que el poet a Orfeo conocía y que sólo comu nic a b a a alguno s espíritus. A los que bebían allí les era permitido hablar de sus vidas pasa d a s y podían pred e cir el futuro. Hades tambié n per mitía a esta s alma s que hicieran brev e s visitas a la superficie, cuan do los desce n di e n t e s de ésta s querían formularles pregu n t a s . Para ello, como pago, los mort ales debían sacrificar un cerdo.

A su llegad a al Tártaro, los espíritus eran conducidos ant e los tres jueces de los muert o s: Minos, Rada m a n tis y Eaco. Quien e s habían llevado una vida ni muy buen a ni muy mala eran enviado s a los camp o s gamo n al e s; los muy malos iban al patio de castigo, detrá s del palacio de Hades, y los muy bueno s, a una puert a, cerca de la fuent e de la me m o ria, que dab a acces o a un huerto, el Elíseo. El Elíseo esta b a siempr e bajo la luz del Sol. Allí se jugab a, se escuch a b a música y la diversión esta b a siempr e pres e n t e ; las flores nunca se marchit a b a n y todas las frutas esta b a n siempr e mad ur a s . Los afortun a d o s espíritus del Elíseo podían

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visitar la Tierra librem e n t e durant e la noch e de Todos los Santos y el espíritu que quisiera podía escon d e r s e dentro de un hab a, confiando en que ésta fuese comid a por una chica rica, san a y ama bl e. Más tarde, la chica lo daría a luz como su hijo. Esto explica el motivo por el que ningun a person a dece n t e comía hab a s en aqu ella época: tenían miedo de trag a r s e el espíritu de uno de sus padr e s o abuelos.

Hades se hizo inmen s a m e n t e rico gracias al oro, la plata y las joyas que había en el mundo subt err á n e o . Pero todos lo odiab a n, incluso Perséfon e, que se comp a d e cí a de los pobre s espíritus que esta b a n a su cargo y que no tenía hijos que la consolar a n. La pose sión más valiosa de Hades era un casco de invisibilidad, forjado por los cíclopes de un solo ojo, cuand o Cronos los envió al Tártaro. Al ser Cronos dest err a d o, Hades puso en liberta d a los cíclopes, siguiend o las órden e s de Zeus, y ellos le dieron el casco en agrad e ci mi e n t o.

Las tres furias esta b a n a cargo del patio de castigo. Eran unas mujer e s negra s, horribles, arrug a d a s y salvajes, con serpient e s en lugar de cabellos, caras canina s, alas de murciélago y ojos ardient e s . Llevab a n antorch a s y látigos de nuev e colas. A men u d o, las furias visitab a n la Tierra para castigar tambi é n a los mort ale s vivos que trata b a n a los niños con cruelda d, que no tenían consider a ción con la gent e mayor y los invitados, o a quien e s no eran ama ble s con los men digos. También acos a b a n hast a la muert e a aqu ellos que maltra t a r a n a sus madr e s, por muy malva d a s que ést a s fuera n. Entre los famoso s criminales del patio de castigo, est a b a n las cuar e n t a y nuev e dan aid e s. Su padr e, Dánao, rey de Argos, se había visto obligado a casarlas con sus cuare n t a y nuev e primos, hijos de su herm a n o Egipto. En secre to, Dánao entr e g ó a las dan aid e s unos largos y afilados alfileres, y les dijo que se los clavar a n en el corazón a sus maridos duran t e la noche de boda. Las dan aid e s obed e ciero n y murieron todos los esposo s. Aunque las furias no las azot aro n porqu e se habían limitado a cumplir las órden e s de su padr e, sí que las conde n a r o n a transp or t a r agu a de la lagun a Estigia en ánfora s, hast a llenar el esta n q u e del huerto de Hades. Las ánforas tenían el fondo agujer e a d o como un colador, así que las dan aid e s qued a r o n conde n a d a s a camin ar penos a m e n t e y para siempr e desd e la lagun a al esta n q u e del huerto, sin ter min ar jamá s su trab ajo. (Había otra dan aid e, la núm er o cincue n t a , llama d a Hiper m e s t r a , que tambié n dispuso de su alfiler largo y afilado, pero resulta que ésta se ena m o r ó de su esposo y lo ayudó a esca p a r ileso. Hiperm e s t r a fue direct a al Elíseo cuand o murió.)

Tántalo de Lidia era otro criminal. Había robad o ambro sía, el alimen t o de los dioses, para comérs elo con sus amigos mort ale s y, encim a, había invitado a los dioses del Olimpo a un banq u e t e en el que les había ofrecido un guiso caníbal, ¡con carn e de Pélope, su sobrino asesin a d o! Los dioses del Olimpo descu briero n ens e g uid a que la carne era hum a n a . Zeus, entonc e s, fulminó a Tántalo con un rayo y devolvió la vida a Pélope. En el Tártaro, Minos, Rada m a n tis y Eaco juzgaro n a Tántalo y le impusiero n la siguient e pen a: atarlo a un árbol frutal, en el que crecían pera s, manz a n a s , higos y gran a d a s , que había junto a la lagun a Estigia. La cond e n a era que cuan do intent a r a coger algun a de las frutas que le golpe a b a n en el hombro, el viento se llevas e la ram a y, ade m á s , que cuan do se inclinas e a beb er, el agu a de la lagun a que le cubría hast a

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la altura de la cintura desce n di e s e hast a situars e fuera de su alcanc e. Tántalo sufre una inter min a bl e agonía de ha mbr e y sed.

Sísifo de Corinto, por traicionar un secre to de Zeus, fue conde n a d o por los tres jueces a emp uj ar una gran roca rodan d o hast a la cima de una colina y dejarla caer por la otra vertien t e . La conde n a era que cuan do ya casi alcanz a b a la cumbr e, la piedra siempr e rodab a hacia abajo, a grand e s saltos. Sísifo entonc e s deb e emp ez a r de nuevo, exha u s t o por sus inter min a bl e s esfuerzos.

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El naci m i e n t o de Herm e s . VI.

Justo desp u é s de que Herme s nacier a en una cuev a de Arcadia, su madr e, Maya, se apres ur ó a ence n d e r un fuego para calent a r el agu a de su primer baño, mientr a s que Cilene, la niñera, cogió una vasija para llenarla de agu a en el arroyo más cercan o. Al ser un dios, Herme s creció en pocos minutos hast a el tam a ñ o de un niño de cuatro años, salió de su canas tillo de mimbr e y se fue de puntillas en busca de avent u r a. Poco desp u é s, sintió la tent ación de robar un mag nífico reba ñ o de bueye s que era de Apolo y, para ocultar sus huellas, elaboró un calzado de cortez a y de hierba trenz a d a para los animale s y los condujo hast a un bosqu e detrá s de la cuev a, dond e los ató a unos árboles. Apolo echó de meno s a sus bueye s y ofreció una reco m p e n s a a quien descu brier a al ladrón. Sileno, hijo de Pan, que vivía cerca de allí con sus amigos los sátiros — medio cabras y medio hombr e s, como él y como su padr e— se unió a la búsqu e d a . A medid a que se acerc a b a a la cuev a de Maya, Sileno oyó una preciosa música que salía de su interior.

Sileno se detuvo y, viendo a Cilene en la entra d a de la grut a, le gritó:

—¿Quién es el músico?

—Un niño muy listo que nació ayer mismo. Ha construido un nuevo tipo de instru m e n t o musical, tens a n d o tripas de buey en el capar az ó n vacío de una tortug a —contes t ó Cilene.

Sileno se dio cuent a entonc e s que dos pieles de buey, muy frescas, esta b a n tendid a s a secar.

—¿Procedía n acaso esas tripas de los mismo s bueye s que esta s pieles? —le pregu n t ó.

—¿Acusas a un niño inocen t e de ladrón?

—¡Pues sí! O tu porte n t o s o niño ha robado los bueye s de Apolo o bien has sido tú.

—¿Cómo te atrev e s a decir esta s cosas, viejo asqu er o s o? Y, por favor, baja la voz o desp er t a r á s a la madr e del niño.

En ese instan t e , apar e ció Apolo y se fue directo a la cueva mur m u r a n d o :

—Sé, por mis poder e s mágicos, que el ladrón esta aquí. Acto seguido, Apolo desp e r t ó a Maya y le dijo:

—Señora, su hijo ha robado mis bueye s . Debe devolvér m elos inme dia t a m e n t e .

Maya bostezó y respo n dió:

—¡Qué acus a ción tan ridícula! Mi hijo es un recién nacido.

—Éstas pieles pert e n e c e n a mis her mo s o s bueye s —conte s t ó Apolo —. ¡Ven conmigo, chico malo!

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al Olimpo, dond e convocó un consejo de dioses y lo acusó de robo. Zeus frunció el ceño y pregu n t ó:

—¿Quién eres, pequ e ñ o ?

—Tu hijo Herme s, padr e —contes t ó—. Nací ayer. —Entonc e s, seguro que eres inocen t e de este crimen. —Robó mis bueye s —añadió Apolo.

—Ayer yo era de m a si a d o joven para distinguir entr e el bien y el mal —explicó Herme s—. Hoy ya los distingo y te pido perdó n. Pued e s qued a r t e con el resto de los bueye s , si es que son tuyos. Maté sólo a dos y los corté en doce part e s iguales, para ofrecerlas en sacrificio a los doce dioses.

—¿Doce dioses? ¿Quién es el duod é ci mo? —pregu n t ó Apolo. —Yo mismo —dijo Herme s, haciend o una educ a d a rever e n ci a.

Herme s y Apolo regres a r o n juntos a la cuev a; allí, Herme s cogió la lira hech a con el capar az ó n de tortug a que esta b a bajo las pieles de su canas tilla y la tocó tan mar avillosa m e n t e que Apolo excla m ó:

—Suelta ese instru m e n t o . ¡El dios de la música soy yo!

—Lo haré, si puedo qued a r m e con tus bueye s —conte s t ó Herme s. Se dieron entonc e s la mano para sellar el pacto, el primero que nunc a se haya hecho, y volvieron al Olimpo, dond e explicaron a Zeus que el proble m a ya esta b a resu elto.

Zeus sentó a Herme s en sus rodillas.

—Hijo mío, en el futuro deb e s ten er cuidado de no robar y no contar mentiras. Parece s un chico listo. Has solucion a d o tu pleito con Apolo muy bien.

—Entonc e s, nómbr a m e heraldo tuyo, padre —pidió Herme s—. Te prom e t o que nunc a más diré men tira s, aunqu e a veces pued a ser mejor no decir toda la verd a d.

—Que así sea. Y te encarg a r á s tambié n de los negocios, de toda s las compr a s y las vent a s, y de prote g e r el derec ho de los viajeros a circular por cualquier camino público que quiera n, siempr e que se comport e n pacífica m e n t e .

Zeus le dio a Herme s su caya d o y unos cordon e s blancos. Y tambi é n le entr e g ó un pét a s o áureo para prote g e r s e de la lluvia y unas sand alias alad a s dorad a s , que lo harían volar más rápido que el viento.

Adem á s de las letras del alfab e t o (en las que, por cierto, recibió ayud a de las tres parca s), Herme s tambi é n inventó la aritm é tic a, la astrono mí a, las escala s musicale s, los pesos y las medid a s, el arte del boxeo y la gimn a sia.

El Sol, cuyo nombr e era Helios, poseía un palacio cerca de Cólquide, en el Lejano Orient e, más allá del mar Negro. Era un dios men or porqu e su padr e había sido un titán. Cuando cant a b a el gallo cada mañ a n a , Helios enjaez a b a cuatro caballos blancos a un relucient e carro, tan brillant e que nadie podía mirarlo sin dañ ars e los ojos. Helios conducía el carro cruzan d o el cielo hast a otro palacio en el Lejano Occident e , cerca del Elíseo. Allí, soltab a a sus caballos y, cuand o habían comido, los carga b a junto con el carro en una barca dorad a, en la cual nave g a b a , mientr a s dormía, alred e d o r del mundo, siguien do la corrient e del océa n o, hast a que llegab a a Cólquide de nuevo. A Helios le gust a b a observ a r todo lo que sucedía en el mund o que tenía deb ajo, pero nunc a pudo toma rs e

(21)

un día libre en su trab ajo.

Factont e , su hijo mayor, esta b a siempr e pidiéndole permiso para conducir el carro.

—¿Por qué no pasa s un día en la cama para variar, padre?

—Tengo que agu ar d a r hast a que tú crezcas —conte s t a b a siempr e Helios.

Factont e , que cosechó un caráct e r tan malo que incluso lanzab a piedra s a las vent a n a s del palacio y arranc a b a las flores del jardín, se volvió tan impacien t e que, al final, Helios le dijo:

—Muy bien, llevará s el carro mañ a n a . Pero sosté n las riend a s con firmez a. Los caballos son muy vigorosos.

Factont e intentó exhibirse ant e sus her m a n a s pequ e ñ a s ; y los caballos, al ver que no sabía man ej ar las riend a s, emp e z a r o n a saltar arriba y abajo. Los dioses del Olimpo notaro n un frío gélido de repe n t e y, un instan t e despu é s , vieron que los árboles y las plant a s se cha m u s c a b a n de calor.

—¡Deja ya de hacer esas brom a s estú pid a s, much a c h o! —gritó Zeus.

—Mis caballos está n fuera de control, majest a d —dijo Factont e , sin aliento.

Zeus, enojado, envió un rayo a Factont e y lo mató. Su cuerpo cayó al río Po. Las niñas llorab a n y llorab a n. Y Zeus las convirtió en álamo s.

Helios tenía una her m a n a llama d a Eos o Aurora, que se levant a b a cada mañ a n a poco ante s que el Sol, cogía otro carro (de color rosa) y avisab a a los dioses del Olimpo que su herm a n o esta b a en camino. Aurora se casó con un mort al llama d o Titón, a quien Zeus hizo inmort al como favor hacia ella. Pero Aurora olvidó solicitar que Titón se mant u vier a siempr e joven, por lo que se volvió cada vez más viejo, cada vez más gris, cada vez más feo y cada vez más pequ e ñ o , hast a acab ar convertido en un salta m o n t e s .

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Orfe o . VII.

La madr e de Orfeo fue Calíope, una de las nuev e mus a s, la que inspirab a a los poet a s. Ademá s de ser poet a, Orfeo tocab a la lira tan bien que podía doma r bestias salvajes con su música, y hacer que las rocas y los árboles se desplaz ar a n para seguirle. Un mal día, su her mo s a mujer Eurídice pisó una serpien t e dormid a y ésta se desp e r t ó y la mordió. Ella murió a caus a del vene n o y Orfeo, valeros a m e n t e , desce n dió hast a el Tártaro, tocan d o su lira, para rescat a rla. Hechizó a Caront e para que lo llevara hast a el otro lado de la lagun a Estigia sin pag ar; hechizó a Cerbero para que gañier a y le lamier a los pies; hechizó a las furias para que depu sier a n sus látigos, lo escuch a r a n y cesar a n todos los castigos; hechizó a la reina Perséfon e para que le revelar a la contra s e ñ a secre t a de la fuent e de la me m o ria; y hechizó incluso al rey Hades para que liberar a a Eurídice y la dejara subir con él a la Tierra de nuevo. Hades impuso sólo una condición: que Orfeo no mirar a hacia atrás hast a que Eurídice estuvier a de vuelta y segur a a la luz del Sol. Orfeo partió, cant a n d o y tocan d o feliz. Eurídice lo seguía; pero, en el último mom e n t o, Orfeo temió que Hades estuvier a enga ñ á n d ol e, olvidó la condición y se giró ansios a m e n t e para mirarla. Perdió a Eurídice para siempr e.

Cuando Zeus nombró dios del Olimpo a su hijo Dionisos, Orfeo rechazó ador ar al nuevo dios, a quién acus a b a de dar mal ejemplo a los mort ales con su comport a mi e n t o . Así que Dionisos, muy enfad a d o, ordenó que Orfeo fuese pers e g uido por una much e d u m b r e de mén a d e s , seguidor a s suyas. Estas atra p a r o n a Orfeo sin su lira, lo deca pit ar o n, le cortaro n el cuerpo a trocitos y lanzaro n éstos al río. Las nuev e mus a s los recogieron triste m e n t e y los enterr a ro n al pie del mont e Olimpo, dond e los ruiseñor e s, desd e entonc e s, cant a n con más dulzura que en ningún otro lugar. La cabez a de Orfeo rodó cant a n d o por el río y acabó en el mar, dond e unos pesc a d or e s la resca t a r o n y la enterr a ro n en la isla de Lemnos. Zeus, entonc e s , per mitió que Apolo pusier a la lira de Orfeo en el cielo, para formar la const elación aún hoy llama d a Lira.

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