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El lugar de los relatos

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Academic year: 2020

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114 II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO EL LUGAR DE LOS RELATOS

Juan Antonio Ramírez

Hay pocas obras tan polisémicas como los museos. Una vivienda es una vivien-da, y todos creemos saber lo que es un cuartel de infantería, una iglesia o un bloque de oficinas. Pero un museo sólo significa, en realidad, que nos hallamos ante un edificio «cultural», de improbable uso industrial o comercial. Hay mu-seos de todo y para todos: del jamón y del erotismo, de la técnica, del agua, de la artesanía, del teatro, de los naipes… Los hay populares y elitistas, objetuales y virtuales, de propiedad privada o pública, grandes o pequeños, estables y portátiles. Puesto que los museos albergan y-o exhiben cosas —también ideas, propuestas— de potencial interés para algún grupo humano, e incluso sólo para individuos concretos, cabe suponer que es difícil encontrar un común denomi-nador para todos ellos. Renunciaremos, pues, a situar en un plano equiparable artefactos culturales tales como el Museo del Vino de Castilla León en Peñafiel, o del Real Madrid CF, y haremos sólo algunas consideraciones relativas al sector más popular y prestigioso, el de los museos de arte.

Su creación fue un asunto especulativo para algunos ilustrados, en la segunda mitad del siglo XVIII, que se tomaron luego muy en serio los funcionarios

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de los estados nacionales, después de la Revolución Francesa. Se suponía entonces que el arte verdadero tenía un gran valor educativo, deleitaba sumi-nistrando casos memorables de «ejemplaridad». Eso era algo positivo, un bien que debía otorgarse a todos los ciudadanos. De ahí derivan algunos elementos imprescindibles en el programa de los primeros museos, como la amplitud espacial para albergar a las obras y a los visitantes, la iluminación adecuada, y una cierta monumentalidad que proclamaba la importancia social del edificio. Estaba claro que se construían para albergar y exponer obras preexistentes, los tesoros artísticos acumulados a lo largo del tiempo por la entidad estatal (o de otra índole) que erigía el edificio. Hay algunos casos extremos de aquellos museos-relicario, como el Theseus-Tempel de Viena, un templo neogriego perfecto, construido en 1823 por Peter Nobile para dar un marco adecua-do al grupo de Teseo y el Centauro, de Antonio Canova (actualmente en el Kunsthistorisches Museum).

Pero dejando de lado ejemplos tan raros como éste, es preciso reconocer una contradicción temprana (fundacional, podríamos decir) entre la idea de hacer un edificio para una colección concreta, y el deseo de incrementar los fondos que caracterizó inmediatamente a los museos más reputados. ¿Cómo conciliar en el diseño la adecuación de los espacios a las obras de arte ya existentes con la necesidad de integrar «nuevas adquisiciones», no previstas en el momento de la construcción? Surgieron para ello los almacenes (generalmente en el sótano) donde se guardaban piezas no expuestas porque no cabían en las salas, pero esto, que nos parece ahora completamente natural, implicaba la aceptación de dos supuestos de consecuencias revolucionarias para la historia de la cultura universal: el primero atañe a la relatividad del «gusto» que se concibe ya como sujeto a oscilaciones temporales; no estaba tan clara, pues, la existencia de unos valores artísticos universales que impidieran asegurar que la obra enviada a los sótanos no regresaría a los honores de las salas altas en un hipotético futuro. El otro supuesto es que si las obras del museo son po-tencialmente intercambiables, no hay más remedio que concebir los espacios de estas instituciones como meros contenedores, relativamente neutrales e implícitamente multifuncionales.

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116 II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO Ahondemos algo más en las consecuencias de aquella contradicción entre la existencia de una colección cerrada y la necesidad de atender a su eventual am-pliación. Debemos recordar que estos planteamientos surgieron solidariamente con el desarrollo de una nueva disciplina con pretensiones científicas, como es la historia del arte. Ella suministró el fundamento teórico para que la ordena-ción de las piezas del museo se hiciera por escuelas y periodos, jerarquizando las «obras maestras», imitando en parte con toda esta operación a los sistemas clasificatorios de los geólogos y de los biólogos. Un evolucionismo más o menos darwinista contaminaba sutilmente a todas las disciplinas académicas, y ya a fines del siglo XIX las concepciones finalistas predominaban tanto en el campo de la historia social como en el de la historia del arte. La humanidad avanzaba por la senda del progreso, se suponía, con la meta implícita de su liberación final. La creación artística, igualmente, habría seguido una evolución cronoló-gica coherente, que obedecía a ciertas leyes (que la ciencia histórico-artística se encargaba de descubrir), y que conduciría, siguiendo un proceso lógico, hasta el momento actual.

Nada que objetar a esta pretensión por parte del arquitecto-instalador de un museo ideal, pues cada sala podría dedicarse a un capítulo diferenciado de esa historia. Pero ¿era realmente fácil enlazar adecuadamente los distintos episo-dios? ¿Dónde y cómo concebir el final? La verdadera respuesta arquitectónica a estas preguntas fue suministrada por algunos proyectos eximios de dos gigantes de la modernidad arquitectónica: Le Corbusier y Wright. El primero de ellos imaginó en 1929 un fantástico «Museo mundial» con tres naves diáfanas que se desarrollarían formando una espiral ascendente sobre una planta ortogonal; todo ello habría de formar un túmulo o «zigurat» en el que se podría contemplar la exposición de los logros humanos a lo largo del tiempo mientras se subía (o se descendía) por el monumento. Con este proyecto resolvía el enlace entre los distintos estadios evolutivos de la historia, pero no aclaraba cómo se integraría la probable ampliación de la colección ni cómo se presentaría «el final de la his-toria». Esto es lo que sí solucionó poco después en su proyecto para el «Museo de arte contemporáneo de París» (1931), y mucho más claramente en el llamado «Museo de crecimiento ilimitado» (1939): se trataba en ambos casos de llevar al plano terreno la espiral cuadrada del «Museo mundial», dejando abierta la posibilidad de su desarrollo infinito, a partir del centro. Estos museos tendrían, pues, un núcleo compuesto de una especie de cinta espacial enroscada sobre sí misma, y las ampliaciones se harían prolongando esa cinta, siguiendo la lógica constructiva inicial. El edificio del museo se adaptaba, por fin, a la idea de la historia del arte como un universo de expansión interminable partiendo de unos supuestos históricos de una obvia lógica evolutiva.

Es casi seguro que estas ideas rondaban también en la mente de Frank Lloyd Wright cuando concibió su Museo Guggenheim. Parece que quiso dar al relato histórico-artístico una mayor fluidez cinematográfica, haciendo curva la espiral, y es significativo también que haya colocado cabeza abajo a esa especie de «torre de Babel» plantada en la Quinta Avenida de Nueva York, como si quisiera decir-nos así que el final del relato (el vértice) se encuentra en el nivel del suelo. No olvidemos que la visita ideal de este museo empieza por arriba y que los visitan-tes contemplan la colección mientras descienden suavemente por la rampa. Un detalle curioso relativo al «organicismo» de Wright: la espiral arranca de una especie de vulva arquitectónica situada en el plano terreno, como si el arquitecto hubiera querido explicitar el origen vital de todos los desarrollos artísticos.

The New Yorker, Charles E. Martin, 24 enero de 1970.

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Pero ya sabemos que las ideas de Le Corbusier relativas al museo de crecimiento ilimitado no se materializaron, y que el caracol del Guggenheim neoyorquino se ha utilizado después para exposiciones temporales, desvirtuándose el sentido narrativo previsto inicialmente. La verdad es que los museos de nuestro tiempo han seguido ejemplos diferentes a éstos, más ligados a la lección de Mies van der Rohe, el otro gran profeta de la modernidad arquitectónica, cuyas ideas sí han condicionado de modo decisivo la práctica arquitectónica de la segunda mitad del siglo XX. Ya era de alguna manera un museo ideal el Pabellón de Alemania para la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, aunque estuviera prácti-camente vacío. En 1942 Mies elaboró el proyecto de «Museo para una pequeña ciudad» y casi por las mismas fechas el de una «Sala de conciertos», un suges-tivo fotomontaje que mostraba una serie de planos abstractos interseccionados colocados dentro de una gran sala industrial. Lo esencial es que Mies entendía el museo (o la sala de música) como un ámbito diáfano, con separaciones y paneles provisionales, algo que está presente en todos sus proyectos para pabellones expositivos. Es revelador que su canto del cisne como arquitecto fuera precisamente un museo, la Neue Nationalgalerie de Berlín (1962-1967), un contenedor prodigioso de acero y vidrio, apto para acoger cualquier tipo de productos artísticos en ordenaciones concretas hipotéticas que el arquitecto no tenía ningún interés en llegar a imaginar. Mies parecía dar por supuesto, en fin, que el discurso «científico», la narración histórico-artística que se establezca en el museo, no debe preocupar al diseñador del edificio. Su misión es sólo ofrecer una estructura hermosa, conveniente y adaptable.

Ésta es, por cierto, la actitud más funcional en la era de las exposiciones tempo-rales. La segunda mitad del siglo XX ha contemplado cómo se abandona progre-sivamente la idea de museo de arte como el lugar donde se especializaban los grandes relatos, a favor de otra concepción, más acorde con la extrema variabili-dad social y cultural que caracteriza a las socievariabili-dades democráticas occidentales: ya no hay valores artísticos inmutables, pues todo puede ser objeto de «revi-sión» (esto no quiere decir que sea imaginable una destitución radical de las grandes figuras y de algunas obras definitivamente consagradas); la ampliación constante del universo de lo artístico contamina permanentemente nuestras concepciones del pasado; se entiende, en fin, que todas las presentaciones de los museos son parciales, relatos interesados y de duración limitada.

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118 II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO Quizás estas cosas expliquen algo de la situación tan fascinante que vive la arquitectura de los museos en el momento presente. Se trata del tipo de pro-yecto con el que sueña un verdadero arquitecto-creador: imaginemos un lugar mimado por los políticos, por los medios de comunicación, y amado tanto por las élites culturales como por las masas; al igual que con las iglesias de antaño, del museo se espera que tenga calidad y relevancia arquitectónica, que sea una obra hermosa y emocionante; finalmente, lo esencial es que posea espacios am-plios y plurifuncionales sin que sea preciso preocuparse por la misión concreta que puedan, eventualmente, desempeñar (eso es algo muy difícil de determinar dada la complejidad del arte actual). Así que son muchos los factores que se con-citan para que los museos sigan proliferando de modo vertiginoso, y para que sean estos edificios, en mayor medida que los de las otras tipologías, los motores más poderosos para el desarrollo de la arquitectura, entendida todavía como una de las (bellas) artes.

Arquitectura Viva, nº 77, Madrid, 2001.

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