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Exponiendo historias de mujeres

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Academic year: 2022

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Exponiendo historias de mujeres

Haizea Barcenilla, crítica y comisaria de arte

Este año son varias las exposiciones que, en importantes centros de arte nacionales, presentan el trabajo de mujeres artistas de la vanguardia. Hemos podido ver a la valiente cubista Maria

Blanchard en el Reina Sofía, a la extraordinaria arquitecta y diseñadora Eileen Gray en el centro Pompidou de París, a la sorprendente pintora abstracta Hilma af Klint en el Moderna Museet de Estocolmo (y ahora, hasta febrero, en el Museo Picasso de Málaga), y a la desconocida (para Occidente, claro está) Saloua Raouda Choucair, pintora libanesa pionera de la abstracción en su país, en la Tate Modern de Londres.

Sin duda, es un avance que el trabajo de estas mujeres sea reconocido, investigado, apreciado y puesto en valor a través de su exposición en museos prominentes. Nos guste o no, el sistema del arte se basa en legitimaciones, y por mucho que haya muy buenos argumentos que digan que Eileen Gray era una gran arquitecta, para la opinión popular la confirmación llega cuando un centro de referencia dedica sus salas a exponerla. De hecho, si nos tomamos la molestia de

consultar en internet cuántas han sido las exposiciones dedicadas a mujeres artistas en la mayoría de los museos de arte contemporáneo, veremos que son muchísimas menos que las dedicadas a los hombres. Y si nos referimos a mujeres de las vanguardias (entendiendo como vanguardias, de manera amplia, la época entre 1875 con el comienzo del impresionismo, y 1945 con el fin de la primera guerra mundial), son pura anécdota. Esto ayuda en gran manera a que esas mujeres no formen parte del imaginario popular de la historia del arte.

Las exposiciones apenas recogen aspectos fundamentales para entender la obra de las artistas, como vidas personales que desafiaban los mandatos de género o la práctica de trabajar de forma colaborativa, frente a la idea de genialidad solitaria

Hay varias razones para esta invisibilidad: por una parte, que las colecciones por lo general tienen muchas menos obras de mujeres que de hombres y, por supuesto, intentan legitimar lo que tienen, no lo que no tienen. Además, como tienen menos obras, han realizado menos investigación, lo cual supone más trabajo si se quiere montar una buena retrospectiva. Y más dinero, porque hay

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que traerlas de diferentes lugares, con sus respectivos seguros. Pero, en realidad, esta situación actual tiene su origen en un problema histórico, básico y fundamental: que el sistema del arte está construido sobre unos valores creados por y para una sociedad patriarcal, que ha legitimado durante siglos un tipo de trabajos y una serie de características que hemos llegado a asumir naturalmente como puro “arte” (y que por lo tanto se ha incluido en colecciones y catálogos), y que, al contrario que la imagen que presentan, ni son neutras, ni son inocentes. Durante siglos las mujeres se han visto excluidas de este sistema, y cuando por fin han sido gradualmente aceptadas (en un proceso que comienza a finales del siglo XIX), ha sido siempre con expectativas muy

específicas de lo que tenían que producir, sin la posibilidad de llegar al estatus de Genio, y subordinadas a sus colegas masculinos. Es decir, no es que los museos tengan menos obras de mujeres de las vanguardias porque no existen, sino simplemente, porque no las compraban. Las consideraban un tipo de arte que, como el diseño o las artes decorativas, se situaba

automáticamente en segundo nivel.

Por ello, en principio es positivo que se dediquen grandes exposiciones a estas artistas. Pero la cosa no acaba con incluirlas y ya está. En 1971, hace ya más de 40 años, Linda Nochlin escribió un artículo fundamental para la historia del arte, llamado ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?. En este artículo, Nochlin viene a decir que el arte es una construcción cultural que se articula bajo la influencia de importantes factores sociales, en contra de la muy difundida idea de que la capacidad creadora es un don natural e intrínseco con el que los artistas nacen. Así, cuando rebuscamos entre los desperdicios para rescatar los tres últimos dibujos de una desconocida autora checa de 1920, sin analizar las razones por las que ese trabajo no fue apreciado en su época, y sin poner en cuestión los valores que llevaron a su abandono, en realidad estamos aceptando la gran narrativa de la historia del arte, basada en la idea del Genio, de la autonomía y de círculos cerrados a los que, simplemente, añadimos personajes secundarios.

Desde que Nochlin publicó este artículo, la problematización de la historia del arte por parte del feminismo ha sido continua, y no exenta de discusiones internas. Porque, si la cuestión no consiste en incluir fichas al tablero, sino en jugar con otras reglas, ¿por dónde empezar? ¿Qué hacer? Es todo un sistema, interiorizado por las propias investigadoras desde su formación, lo que se pone al borde del precipicio. Al mismo tiempo, es cierto que el trabajo de muchas artistas

necesita de un trabajo de investigación y recuperación que palie la dejadez de otros momentos históricos. Desde el ángulo de esta problematización querría mirar a elementos presentes y

ausentes en las exposiciones de Eileen Gray e Hilma af Klint, que pueden darnos pistas sobre qué posibles estrategias puede seguir una nueva historiografía que quiera hacer justicia al trabajo de estas mujeres.

La necesidad de ganar

Una de las características de la historia del arte tradicional es que se basa, en gran manera, en valores de competición. Quién fue mejor que quién (por supuesto, basándose en comprensiones de “calidad” absolutamente subjetivas), quién hizo antes algo (aunque sea dos meses antes),

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quién tuvo más influencia que quién. Esta competición se ha extendido en los últimos años al mercado del arte: un cuadro es bueno porque cuesta mucho dinero, cuando en realidad es sabido que las normas de revalorización de un producto económico se basan en las leyes de la oferta y la demanda: un cuadro vale mucho porque alguien está dispuesto a pagar mucho por él.

Lamentablemente, el título de la exposición de Hilma af Klint, el primer elemento que encuentra la visitante sigue esta lógica competitiva. Se trata de “Hilma af Klint, pionera de la abstracción”, un título que sigue la línea de un museo cuya anterior exposición de vanguardias fue “Picasso versus Duchamp”.

Hilma af Klint es un personaje interesantísimo por varias razones. Nació en 1862 en Suecia y fue una de las primeras mujeres que, además de tener una formación de artista en la Real Escuela de Artes de Estocolmo, se dedicó profesionalmente a la pintura, y durante años trabajó en los

estudios que brindaba la escuela a graduados con talento. Lo interesante de af Klint es que la pintura que vendía y exponía era, principalmente, paisajes naturalistas. Y lo que se expone en Moderna es una parte de su producción que mantuvo oculta: grandes composiciones abstractas en las que intentaba expresar el origen del mundo.

¿Por qué este trabajo tan diferente? Porque Hilma af Klint, al igual que muchas mujeres de su época, se interesaba por teorías ocultistas y por el espiritismo. Formaba parte de un grupo de mujeres llamado Las Cinco con el que llevó a cabo sesiones espiritistas durante veinte años. A través de estas sesiones realizaron una enorme cantidad de dibujos automáticos, que sirvieron de base para la obra de af Klint, que a su vez fue inspirada por un ser superior con el que conectaba a través del trance. Las composiciones son tan extraordinariamente modernas, tan lejanas al mundo consciente, que af Klint temía exponerlas.

Es necesario decir aquí que el espiritismo tuvo gran importancia en los movimientos de

emancipación de la mujer de finales del siglo XIX y principios del XX. A fin de cuentas, ejercer de médium permitía a las mujeres hablar con una voz superior que, a diferencia de la suya, era respetada. Los movimientos espiritualistas, como la teosofía, fueron además fundamentales no sólo para af Klint, sino para la mayoría de los primeros abstractos (no es casualidad que el libro fundamental de Kandinsky se llame 'Sobre lo espiritual en el Arte'). Así que ser el vehículo de esa voz que transmite una sabiduría invisible era, por una vez, una posición privilegiada para una mujer.

Lo malo de la exposición es que, para quien no conozca este contexto histórico y la importancia de estas ideas a principios del siglo XX, es muy difícil apreciarlas en la sala. Af Klint se presenta como una visionaria solitaria, que trabajaba escondida en su estudio; la importancia política de su actuación como médium (en conjunto con otras cuatro mujeres, no lo olvidemos), se diluye

totalmente. La obra se presenta como si de una experiencia puramente estética se tratara, en una pelea por el Genio Mayor con artistas como Kandinsky o Malevich. En vez de aprovechar la

oportunidad para cuestionar la lógica competitiva, y ver los puntos comunes que compartía con

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estos pintores para así colocar a af Klint dentro de una narrativa de conceptos en vez de nombres propios, se sigue la dinámica tradicional en la que difícilmente se va a aceptar a una Nueva

Maestra (por la lógica masculina, que Nochlin apunta también, de que si realmente fuera tan buena habría sobresalido). Y si se llegara a aceptar, como ocurre con Mary Cassat, por ejemplo, será en la posición de “excepción que confirma la regla”.

Lo personal y lo profesional

El caso de Eileen Gray es diferente. En primer lugar, la exposición sí rompe con una de las

grandes dinámicas de la Historia del Arte: expone al mismo nivel, el de arte, todos los trabajos que Gray realizó, desde muebles y diseños de alfombras hasta edificios. Esto es importante, porque las artes útiles relacionadas con la vida (decoración, objetos caseros, textiles...) siempre han estado aceptadas como tareas relegadas al campo de las artes decorativas y menores. Es un gran avance dejar de lado estas categorías jerárquicas, a la vez que una demostración de cordura, puesto que los conceptos fundamentales sobre los que trabajaba Gray se aprecian de igual manera en sus alfombras que en sus villas.

Eileen Gray (nacida en 1878) también es un personaje fascinante: de origen irlandés y familia adinerada, se formó en la Slade School of Art de Londres. Vemos que no se trata, en ninguno de los dos casos, de pobres amateurs, sino de personas formadas en centros relevantes. Viajó por Europa, Marruecos y Estados Unidos. Vivió la mayor parte de su vida en París, donde tuvo una reconocida tienda de decoración. Sus primeros trabajos, además de dibujos, fueron muebles y utensilios en laca, una técnica de China y Japón que dominó. Posteriormente trabajó con otros materiales, realizando diseños de muebles, textiles y lámparas de asombrosa modernidad. Fue también arquitecta de tres casas, la primera de 1928, que proponían esquemas de vida

radicalmente nuevos y que hicieron rabiar de envidia al propio Le Corbusier. Una importante novedad de Eileen Gray (y de otras artistas de las vanguardias, como Sonia Delaunay), consiste precisamente en su capacidad de romper con las barreras de las disciplinas y de integrar el arte y la vida en un solo campo de acción, más amplio y conceptual.

Como exposición, por lo tanto, Eileen Gray hace una mayor aportación a la puesta en cuestión de los grandes cánones artísticos. Y a pesar de todo, hay un gran ausente: el ámbito personal, aún más llamativo por la citada importancia de la ruptura entre el arte y la vida. Eileen Gray no se casó, mantuvo relaciones intermitentes con hombres y mujeres (probablemente más mujeres), y fue una persona muy tímida. Pasó gran parte de su vida en estrecha relación con un grupo de intelectuales y artistas lesbianas, un círculo de gran importancia en el París de los años 20 y 30 que, por

razones obvias, no ha gozado de la misma relevancia que otros grupos. De hecho, la relación con este grupo parece que fue fundamental en su forma de construir las arquitecturas y los interiores, pensados para públicos que no fueran exclusivamente el hombre trabajador. Hay investigaciones que apuntan que fue esta aversión hacia una estética que entendía como “degenerada” lo que provocó la reacción de Le Corbusier, que invadió la casa con ocho murales de temática sexual. La

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sexualidad de Gray, su relación con grupos menos reconocidos por la historia del arte, las reacciones sociales que su forma de vida poco convencional pudiera provocar y que, sin duda, influyeron en la posibilidad de presentación pública de su arte, son absolutamente invisibles en la exposición. No solo eso, sino que las interpretaciones de género, hoy en día reconocidas, se ningunean en el catálogo.

Ocurre lo mismo con af Klint. No se menciona en ningún momento que no se casó, y que pasó muchos años de su madurez viviendo con una amiga, que a veces es descrita como “compañera de vida”. Este tema no se toca en la exposición; lo aporta una investigación independiente. El tema de su sexualidad, de su elección de vida poco convencional, no existe, a pesar de que fue definitivo para que pudiera dedicarse al arte, algo que no habría podido hacer si tuviera una familia. Esto se debe a que la historia del arte canónica tiene uno de sus pilares en la suposición de objetividad, que hace que lo personal quede en segundo plano tras lo estético. Esta regla, por supuesto, puede aplicarse con muchísima más facilidad a aquellos que no eran segregados por su sexo o por su sexualidad, o que tenían la libertad de elegir entre diferentes estilos de vida y tenían la posibilidad de delegar obligaciones de cuidados; la neutralidad y objetividad de la historia del arte, una vez más, sólo puede construirse sobre un supuesto vacío de condiciones sociales que en la vida real tenían un efecto directo sobre la visibilidad y legitimación del trabajo de la artista.

Sola o acompañada

Otra de las características que se muestra de manera muy débil en ambas exposiciones, pero especialmente en la de af Klint, es la colaboración. Como hemos dicho, llevó a cabo durante 20 años sesiones espiritistas con el mismo grupo de 4 mujeres, y de ellas salieron dibujos e

instrucciones concretas. Sin duda, af Klint tenía en este grupo un apoyo que niega la idea de aislamiento y genialidad solitaria que la exposición pretende imponerle. No obstante, esta colaboración está presente de manera muy somera en dos pequeñas salas, sin apenas

explicaciones, y sin ni tan siquiera nombrar el nombre de estas mujeres. Incluso da la impresión de que af Klint trabajaba siempre en soledad, cuando compartía su estudio con dos colegas.

Eileen Gray nos aporta un caso aún más claro, porque a lo largo de su vida, son pocos los trabajos que no realizara en colaboración. Para la laca, trabajó con el maestro japonés Seizo Sugawara; para los textiles, con la tejedora Evelyn Wyld. La casa E-1027 la realizó con el

arquitecto Jean Badovici, y podríamos seguir obra por obra. En la exposición, los objetos estaban etiquetados correctamente, y se nos hablaba de sus relaciones profesionales con Sugawara y Badovici; no obstante, la importancia de la colaboración como parte fundamental de su forma de trabajo no acaba de encontrar su forma expositiva. Esto se debe, una vez más, a la importancia de la idea de Genio, que ha acaparado los sistemas expositivos, y que provoca que la expresión de las prácticas colaborativas, terriblemente comunes entre mujeres, sean mucho más difíciles de expresar y legitimar, puesto que diluyen la autoría, y con ello, la posibilidad de insertarse en el ranking de genialidad que define tanto la Historia del arte como su mercado.

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Como conclusión, podríamos decir que es sin duda un avance poder contemplar la obra de estas dos artistas, y que en la exposición de Eileen Gray se han realizado muchas aportaciones en cuanto al cuestionamiento de los cánones tradicionales del arte. No obstante, queda mucho por hacer. El ejemplo de af Klint, o las limitaciones que se han mencionado antes, nos muestran que aún seguimos ancladas en conceptos que no nos permiten ver más allá de un marco establecido en el que es difícil encajar muchas prácticas artísticas, que no sólo existieron, sino que fueron fundamentales para el desarrollo de nuevas formas de ver el arte en las vanguardias.

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