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Ni el diablo recordará tu nombre. Pablo Cazaux

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Academic year: 2022

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Ni el diablo recordará tu nombre

Pablo Cazaux

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La noticia de la muerte de Baigorria me llegó por mensaje al celular en el momento en que estaba envolviendo con una frazada el cadáver del marido de mi hermana. Le estaba diciendo a Daniel que le juntara las piernas y las atara con un cinturón. Abrí el celular y allí estaba el mensaje. Lo mandaba el bibliotecario del colegio y decía, en medias palabras, que Baigorria había muerto y que lo enterraban directamente a la mañana siguiente. No había velorio.

Miré por la ventana. Estaba por llover. El cielo se había ido cerrando despacio mientras Daniel y yo intentábamos envolver al alemán de un metro noventa que se había muerto de un paro cardíaco en la casa de su amante. La lluvia venía desde el sur mientras Baigorria caía muerto de algo que podría haber sido un paro cardíaco como el del alemán, o un balazo, o un caballo atravesado en la ruta. Le gustaba viajar, salir de noche y enfilar hacia algún pueblo del interior. Ahora estaba muerto.

Me quedé parado un rato, mirando el cuarto desordenado, la tele prendida en el canal de noticias que transmitía las veinticuatro horas los saqueos a supermercados, las mujeres golpeando cacerolas y las puertas de los bancos, y a los piqueteros cortando las avenidas y los accesos a la capital. Estaba sin sonido. Solo había imágenes que se repetían y multiplicaban y presagiaban futuros más negros que ese presente en el que llovía y yo pensaba en dos muertos. A un costado de la cama, sobre la mesita, estaba el cenicero con dos cigarrillos consumidos, las cenizas eran dos tubitos grises y arrugados. El paquete estaba al costado. Parisiennes. El alemán pitaba todo el día apestando los ambientes. Encima, el Zippo dorado que le había regalado mi hermana para un aniversario. Estuve tentado en prender uno. Aunque sea darle una pitada sin tragar el humo. Había dejado hacía cinco meses. Una lástima volver. Pero estaba lo del pelotudo

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este, muerto como el pelotudo que era, en un departamento al fondo de Lomas de Zamora, y estaba lo de Baigorria, lo sorpresivo de Baigorria. Y era como que uno, de tanta televisión, ya se había puesto insensible. Uno, que no era un mafioso ni un policía, podía dudar entre prender un cigarrillo o envolver un cadáver sin decidirse por ninguna de las dos cosas. O podía pensar en que tenía que levantarse mañana temprano para ir al entierro de un amigo sin saber de qué había muerto, o si lo habían matado en un saqueo o en un asalto.

Renuncié al cigarrillo pero no a un trago de algo fuerte. Fui a la cocina. Daniel, mi ayudante por horas, le estaba hablando al oído a la reciente viuda. Era un pendejo que no le perdonaba la vida a nadie. Trabajaba de remisero y yo le pasaba unos pesos para ciertos trabajos que requerían movilidad. Le pregunté a la viuda dónde tenía la botella.

Me miró sin comprender.

—La botella —insistí—, ginebra, whisky, algo.

—Ah—, dijo y sacó una Bols del mueble de debajo de la pileta. Me la dio junto con un vaso.

Le dije a Daniel que no se entusiasmara mucho que en un rato nos íbamos. Había que esperar a que se hiciera más de noche para sacar el cadáver. Teníamos que bajarlo por el ascensor, cargarlo en la camioneta y subirlo al departamento de mi hermana. Después, llamar al médico para que hiciera el certificado de defunción y presentar los papeles del seguro. Subí el volumen de la tele. Algo estaba pasando en una estación de trenes porque un grupo de personas con antorchas, desafiando la lluvia y al centenar de

policías, cortaban las vías. El comentario del periodista profundizaba en la problemática de los que tenían que viajar del centro hacia el conurbano. Cambié de canal. En todos, más o menos lo mismo. Me senté en la cama al lado del muerto, me serví un poco de ginebra y le mandé un mensaje de texto al bibliotecario. Le preguntaba cómo había sido

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la muerte de Baigorria. Tardó en contestar. Me tomé ese y dos vasos más, a palo seco, como solía decir Baigorria cuando nos emborrachábamos en la oficina. Finalmente, cuando ya había apagado la televisión y terminado la consumición del día, entró el mensaje de texto, conciso y certero: se suicidó.

De una patada tiré al cadáver de la cama. Volteó la mesita de luz y todo lo que había arriba. Se quedó duro en el piso. Daniel vino corriendo con la dama detrás. Me pareció que estaban agitados, o con el pelo medio revuelto, o con las manos húmedas de tocarse, con algo que no me gustó porque las cosas estaban saliendo mal esa noche y no quería demorarme en un barrio peligroso, ni cruzarme con la policía que andaba patrullando los barrios de los ricos y liberando la zona en los barrios de los pobres. Necesitaba irme y no pensar en nada. Agarré al muerto de los pies y le dije a Daniel que lo agarrara de la cabeza. Lo alzamos. Pesaba más de cien kilos. Iba a ser imposible llevarlo en el aire. Lo dejamos caer y lo agarramos juntos, uno de cada pierna. La frazada se levantó hasta la cintura. Lo arrastramos por el departamento hasta la puerta. Le pregunté a la mujer si tenía efectos personales. Me dijo que tenía pocas cosas, algo de ropa, el arma y algunos discos de ópera. Le dije que me diera los discos y el encendedor.

—¿Por qué te los tengo que dar? —preguntó desafiante.

—Porque te estoy haciendo un favor. Si querés te lo dejo acá y arreglate vos con la policía.

Me miró un rato a los ojos a ver si aflojaba. Le sostuve la mirada hasta que se fue y volvió con una bolsa. Me la dio y la dejé en el piso junto al muerto. Salí al pasillo a ver cómo estaba el ambiente. En el piso, me dijo la viuda, vivían tres personas más además de ella: un matrimonio de jubilados y un músico. Llamé al ascensor, abrí la puerta y le hice una seña a Daniel para que acercara el cadáver. No pudo moverlo. Lo ayudé y, entre los dos, lo metimos parado en el ascensor. Apreté el botón de planta baja y

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desaparecimos de allí para siempre. La cara de la viuda nos vio alejarnos y cerró de un portazo.

No sé si tenía mucho sentido la frazada. El paquete era un hombre muerto, rígido, inmenso, apoyado contra el espejo del ascensor; no podíamos hacerlo pasar por otra cosa. Al llegar a la planta baja, alguien se me adelantó y abrió la puerta del ascensor. Un viejo con un arma me apuntó directamente a la cabeza.

—¿Qué hacen acá? —nos gritó histérico.

Lo tranquilicé diciendo que veníamos de visitar a unos familiares, pero el viejo miraba el cadáver del alemán y me apuntaba a mí. Se le iba a escapar un tiro.

—¿Y ese quién es? —preguntó.

—Está bien, hombre, baje el arma. Somos policías.

El viejo me miró, dudó un instante y, por lo menos, dejó de apuntarme.

—Vinimos a buscar a un narcotraficante.

—¿Ese? —preguntó señalando con la escopeta.

—Ajá.

—¿Vivía acá?

Bajé la punta de la frazada y le dejé ver parte de la cara del alemán. El viejo sonrió de placer.

—Sí, claro, el rubio grandote, el que sale con la del cuarto. Yo le dije a mi mujer que andaba en algo raro. Siempre saludaba con los ojos mirando al piso. Eso es esconder algo, señor. ¿Por qué no me iba a mirar a los ojos, o hablarme? ¿Eh?

Le tapé la cara nuevamente y le dije a Daniel que me ayudara a sacarlo. Lo inclinamos y lo arrastramos por el palier hasta la puerta.

—¿Qué le pasó? —preguntó el viejo.

—Se asustó y se murió —le dije.

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—¿Y por qué se lo llevan así? ¿Por qué no viene la policía?

—Nosotros somos la policía.

—Yo digo los patrulleros.

Solté al alemán y cayó al piso como un mueble. Encaré al viejo.

—Los patrulleros están cuidando su seguridad en este momento ¿entiende? Están patrullando para que no vengan a ocuparle la casa ni le saqueen el almacén de la esquina.

El viejo se puso nervioso, sonrojado por el descaro, pedía disculpas y balbuceaba algunas palabras.

—Y otra cosa —le dije— ¿Qué hace armado a esta hora y en la calle? ¿Tiene permiso para usar una de esas?

—¿Tienen permiso los chorros para venir a robarme y a matarme? Me dijo mi hermano que los de la villa vienen para acá. Están sacando a la gente de los departamentos y los ocupan. Después se los venden a otros por dos pesos.

—Ajá, y usted se lo cree.

—Está pasando. Vea la tele. Están saqueando en todos lados.

—Bueno, métase en su casa y no salga. El patrullero va a llegar en cualquier momento.

—Gracias oficial.

El viejo nos abrió la puerta de calle y cerró con llave cuando salimos. Enfrente habíamos dejado la camioneta. Llevamos al alemán a la parte de atrás, moviéndonos con dificultad bajo la lluvia, lo levantamos y lo dejamos caer adentro. A unas cuadras se escucharon disparos y, al instante, el sonido de una sirena. Nos metimos en la

camioneta, puse la bolsa con los discos bajo mis pies, arrancamos y nos fuimos.

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Dejamos el cadáver sobre la cama, juntamos las frazadas en una bolsa de consorcio y las sacamos al pasillo. Con el agua, el peso del alemán se había duplicado. Mi hermana estaba furiosa: con su marido por haberse muerto en lo de su amante y con nosotros por haberlo llevado hasta ahí todo mojado. Iba de un lado para el otro juntando cosas y pasando el trapo por todo el piso.

—Hay que llamar al médico —le dije.

—Llamalo —me dijo—, sobre la mesa está el número.

—Si no me necesitan más, me voy —dijo Daniel. Me había olvidado de él.

Lo acompañé hasta la puerta, le di un billete y le prometí que en unos días le alcanzaba el resto. Me miró con desconfianza. Le recordé todos los trabajos que habíamos hecho y que siempre, aunque con dificultades, le había pagado.

—Está bien —me dijo—, pero hoy las cosas son distintas. Hay mucho quilombo afuera y no se sabe qué va a pasar. El otro día un tipo me quiso pagar un viaje a capital con un cheque. Lo saqué cagando. ¿Cómo me va a pagar un viaje de remís con un cheque? Me juró que la plata la tenía, pero que estaba en el banco y no lo dejaban sacarla. ¿Qué iba a hacer? Ahora vos me decís que me pagás en unos días. No tengo un mango, Santo, de verdad.

Le dije que me esperara. Fui hasta el cuarto, le pedí dinero a mi hermana, volví y le tiré unos pesos más. Me agradeció. Le dije que por ahora no había trabajo pero que

cualquier cosa lo llamaba. Me palmeó el hombro y se fue. Era un buen muchacho.

Simple, honesto, con ganas de trabajar y progresar, nunca tenía problemas. Cuando le

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dije lo del marido de mi hermana, se encongió de hombros y me preguntó dónde había que buscarlo. Un viaje es un viaje, dijo. Me gusta la gente así.

Llamé por teléfono al médico y le dije que el marido de mi hermana estaba muerto. Me preguntó cómo lo sabía. Le dije que había dejado de respirar. Me dijo que en un rato pasaba, cuando terminara la guardia. Le pedí que fuera más específico:

—A las seis. Cuando salgo de la guardia.

Faltaba mucho para las seis. No quería dejar a mi hermana con el muerto pero tampoco quería quedarme en vela toda la noche. A la mañana tenía que ir al entierro de

Baigorria. Mi hermana preparó una jarra de café y lo sirvió con unas facturas del día anterior.

—Las medialunas están buenas —me dijo.

Mojé una en el café y me la comí en dos bocados.

—¿Tenés plata para pagarle al médico? —le pregunté.

—Unos patacones que me dieron hoy en la escuela.

—Los va a tener que agarrar.

—Habría que llamar por lo del seguro —dijo.

—Esperá que el médico firme el certificado. Mejor asegurate.

—Sí, va a ser mejor. ¿Querés comer algo? Podemos pedir pizza.

Le dije que me daba lo mismo, que estaba un poco cansado, que esperaba que parase la lluvia para el entierro de mañana. Lo voy a cremar, me dijo. Entonces le conté lo de Baigorria.

Ella no lo conoció mucho. Un par de veces en las presentaciones de libros; alguna vez en el departamento cuando me separé. No mucho más. Pero sabía que para mí era el único amigo que me había quedado después del derrumbe. Me acompañó en la editorial hasta el último día en que saqué todas las cosas de la oficina, cerré con llave y se la

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devolví al de la inmobiliaria. Cargamos todo en la camioneta de Daniel y nos fuimos a comer a una parrilla. Fue desolador ver la oficina por la que pasó tanta gente, vacía y muerta, así que esa noche nos emborrachamos juntos. Lo mismo que cuando me separé.

Aparecí en su casa a las dos de la mañana con un bolso y la guitarra, le dije que me había separado y que no tenía adónde ir. Podría haber ido a la casa de mi viejo, o a la de mi hermana, pero quería estar con él. Me hizo pasar, me sacó el bolso de la mano y lo llevó a un cuarto para invitados que nunca se usaba. No tenían invitados. Ni siquiera visitas. La mujer de Baigorria espantaba hasta los fantasmas. Nos sentamos en los sillones y me pidió que le contara. Le hice el gesto con la mano y comprendió: trajo dos vasos y la botella de coñac Napoleón que yo le había regalado para su cumpleaños. La mujer, Marta, asomó la cabeza, medio dormida, medio insultando por lo bajo, saludó y preguntó si teníamos para mucho. Baigorria le dijo que yo me quedaba a dormir esa semana con ellos. Quise corregir pero levantó la mano y no me dejó. Desafió a su esposa con la mirada. Se hubiesen matado si en lugar de ojos hubiesen tenido

revólveres. Después, con toda la tranquilidad del mundo, nos quedamos hablando hasta que salió el sol. Se hizo una taza de café bien grande, agarró su portafolios y se fue para el colegio. Su mujer, profesora de biología, salió detrás. Ni una palabra. Yo me fui a la cama y dormí hasta la tarde.

De pronto estaba recordando todo eso. Mientras mi hermana pedía la pizza en varias pizzerías porque ninguna llevaba a domicilio o no aceptaban patacones, fui recobrando secuencias, no digo olvidadas, pero que remitían a otra época, a otras sensaciones, a otro modo de mirar el mundo. Porque después de ese día, salí a buscar departamento y encontré un lugar donde parar provisoriamente hasta que me instalé en uno casi definitivo. Pese a los esfuerzos de Baigorria para me quedase a vivir con ellos (llegó a esconderme el bolso y me lo devolvió cuando le dije que se lo metiera en el culo y

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cruzaba la puerta de calle), le hice saber que un triángulo amoroso con su mujer era imposible; que había hecho cosas horrorosas en mi vida (como casarme con Clara, por ejemplo), pero que vivir dos días seguidos con Marta podrían llevarme a la cárcel. Me dio la razón y me acompañó a recorrer las inmobiliarias de Burzaco. Esa tarde la recuerdo con toda nitidez: metí la mano en el bolsillo de la campera y saqué un fajo de billetes; le pagué al de la inmobiliaria el depósito; Baigorria salió de garante, y a la noche estaba instalado en un departamento interior, oscuro y solitario; una habitación con cocina y un baño; luz, gas de garrafa y sin teléfono. Perfecto, dije, era lo que necesitaba. Me llevé lo poco que había rescatado del otro departamento y le dije a Baigorria que esa noche se viniera conmigo. Llamó a su mujer desde un público,

compramos empanadas, dos botellas de vino y un frasco de Nescafé. Después de comer, tomando la segunda botella, sentados en el piso, Baigorria empezó a hablarme de él, a contar cosas de su vida, cosas de las que nunca había hablado, o tal vez sí lo hizo y nunca lo escuché. Habló de su mujer, del odio profundo y venenoso que corría entre ellos, que todos los días crecía y se alimentaba. Le pregunté por qué no la dejaba, era fácil. Me dijo que no podía, que ya era un hábito; que, a pesar del odio, no podían vivir el uno sin el otro. Raro, le dije. Y sí, respondió, pensando en silencio algo que yo no podía ver, mientras tomaba su vino y pedía que le sirviera más. Habló, también, de sus escapadas, esas que Marta aceptaba cuando las cosas estaban a punto de estallar. Era un acuerdo tácito: en el momento del disparo, o del revés con los nudillos, él preparaba un bolso con algunas cosas, agarraba las llaves del auto y, concentrando toda la furia en las venas de su cuello, se iba por dos días. Volvía relajado, quemado por el sol de la ruta, oliendo a asado. Traía quesos y salames; mates con bombillas para la colección y objetos de campo que compraba en casas o estancias, o que robaba. Su estrategia era llegar, golpear las manos y entablar conversación con un peón. Ir mirando de reojo las

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cosas que había y las cosas a las que no les daban importancia. Después, por unos pesos, llegaba a un acuerdo y compraba mesas de roble, sillas, arados, discos, monturas,

ventanas. El fin de semana siguiente volvía con una camioneta, se lo llevaba y lo vendía en el centro. Era un buscador de tesoros. Pero el negocio se acabó cuando cambiaron los ministros de economía y se empezaron a esfumar los depósitos de los bancos. Ya no circulaba la plata. Él dejó de comprar cosas en las casas de campo porque nadie se las compraba a él; y yo cerré mi editorial. Simple.

—Ya la traen —dijo mi hermana— ¿Tomás cerveza?

Me costó volver. Me había quedado con esa imagen de Baigorria y yo en la parrilla, brindando por los pésimos tiempos que se avecinaban. No le erramos en nada.

—Sí, un poco.

Sonó el timbre. La acompañé hasta abajo y metí la mano en la campera como si tuviera un arma. El pibe de la moto me vio y se asustó. Le dio la pizza a mi hermana, agarró los patacones y salió disparando.

—¿Hacía falta? —me preguntó.

—Las cosas están complicadas. Cuando sacamos el cadáver, abajo había un viejo como de ochenta años con una escopeta. Decía que venían de la villa a ocuparle la casa. Están todos medio locos.

—A un chino le levantaron la cortina y le robaron todo el supermercado. Hasta el arbolito de navidad. Lloraba como loco.

—Hay que ser hijo de puta para robarse un arbolito de navidad.

Comimos con la tele prendida pero sin volumen. No hacía falta. Las imágenes se replicaban y no necesitaban un interlocutor. Esta vez era el supermercado chino del que hablaba mi hermana. El tipo salía lo más pancho con el arbolito de navidad, cagándose

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de risa y el chino lloraba solito. El periodista le preguntaba si sentía rabia de lo que le estaban haciendo. No lo escuché pero los periodistas preguntan siempre eso.

—¿Qué vamos a hacer para navidad? Falta una semana.

—No sé —me dijo y señaló hacia su cuarto—, con todo esto. Tengo que avisarle a la yegua de la hermana, cremarlo y darle las cenizas para que se las lleve a Alemania;

tengo que hacer los trámites para cobrar el seguro; mudarme de este departamento de mierda; si puedo, irme a otro país; en fin.

—Navidad es un día —le dije—, el viejo está solo.

—Hay que ver si llegamos a navidad.

Terminé la cerveza y apagué la tele. Tenía sueño.

—Me voy a tirar un rato hasta que llegue el médico.

—Ok —me dijo—, yo duermo en el sofá.

—¿Y yo?

—En la cama grande.

—Está tu marido.

—Ya sé. No pretenderás que duerma yo con él. Vos estás más acostumbrado.

Entré al cuarto, lo tapé con una sábana y me acosté al lado. Le revisé los bolsillos buscando algún paquete de cigarrillos pero no tenía. Lo putié y me puse de costado, mirando la pared.

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Marta me saludó con un movimiento leve de cabeza. Tenía un vestido negro, una cartera negra y un paraguas negro. Yo estaba con la misma ropa del día anterior. El médico tardó más de lo que había dicho y no tuve tiempo de pasar por casa para cambiarme. Me podría haber afeitado con las cosas del alemán pero no quise tocar nada de él. Así que parecía recién venido de una fiesta. Metí las manos en los bolsillos del pantalón, bajé la cabeza y seguí el cortejo mirando la grava roja del camino.

—Perdone que se lo haya dicho en forma tan abrupta —me dijo el bibliotecario poniéndose a mi lado—. No me puedo acostumbrar a ese aparato.

—¿Perdón?

—Al celular. No me acostumbro. Apenas empiezo a hablar camino de un lado para el otro como si la persona no me escuchase o la comunicación se fuera a cortar en cualquier momento. Entonces hablo rápido y digo lo necesario. Por eso le mandé el mensaje.

—Está bien, le entendí perfecto. No había mucho más para decir.

—No se crea —dijo y se adelantó para saludar a otro profesor del colegio.

El bibliotecario no tenía nombre para mí. Baigorria lo trajo a una presentación de libros en la municipalidad. No eran amigos pero se entendían. Así me lo dijo, en voz baja para que el bibliotecario no lo escuchase. Se entendían, punto, y eso era suficiente para llevarlo a una presentación. Amaban la poesía y se juntaban, según me contó después, en la biblioteca a fumar, tomar café y revisar ejemplares antiguos. La biblioteca del Nacional de Adrogué era un depósito de libros y nadie entraba en todo el día. Había libros antiguos, incunables, clásicos y nuevos. Había, según Baigorria, un universo

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caótico, como todo universo, de palabras y papeles. No me resultó muy estimulante la imagen de ellos dos tomando café, fumando cigarrillos negros en el recreo y hablando de Yeats. Por eso decliné la invitación de sumarme a esa sociedad. Ya tenía suficiente con los autores que mandaban mails promocionando sus obras o me dejaban

manuscritos para que los leyera y les diera una opinión. Mi trabajo consistía en recibirlos y convencerlos de que publicar conmigo era su mejor opción de mercado.

Muy pocas veces leí completo los libros que me trajeron. Le pagaba a una estudiante del profesorado para que hiciera una corrección ortográfica y lo mandaba así como estaba.

Diez años viví bastante bien con eso.

El cortejo se detuvo frente a la fosa. Los familiares se acercaron hasta el cajón y echaron un puñado de tierra. Los amigos y colegas miraron desde atrás. Un cura dio el responso y no hubo mucho más. La lluvia pertinaz golpeaba la tela de los paraguas y multiplicaba su sonido en medio de tanto silencio. Fue un diciembre extraño en muchos aspectos.

Cuando pasó a mi lado, Marta se soltó del brazo de una mujer que la sostenía y se acercó.

—Dejó algunas cosas para vos —me dijo.

—Bueno, después paso por tu casa.

Eso fue todo: un brevísimo diálogo que superó en contenido y calidez todos los diálogos que tuvimos mientras su marido estuvo vivo. Se alejó con el paraguas en alto y se metió en la capilla. Ahí el cura esperaba a la gente para una misa. Me acerqué hasta la puerta, estudié el interior y decidí que ya había cumplido. Además, con la mojadura, mi ropa olía a fruta pasada.

Me fui hasta la entrada a esperar el otro entierro, el del alemán. Mi hermana había conseguido que lo cremasen esa mañana pagando un extra. Apareció a la media hora en

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un coche negro de la funeraria. Ella se bajó y juntos caminamos hasta el crematorio.

Fuimos despacio, no había apuro. En el camino nos cruzamos con el bibliotecario que charlaba animadamente con otros dos profesores. Gesticulaba y apuntaba al cielo con sus manos y su barba candado. Cuando me vio, me clavó la vista como si quisiera dejarme un mensaje en los ojos. Más adelante nos cruzamos con Marta y el resto de la comitiva que salía de la misa. No hubo miradas ni señales, solo el respeto por un muerto demasiado fresco.

—La mujer de Baigorria —le informé a mi hermana.

—Ahora entiendo.

—Qué cosa.

—Lo que me contaste de él, sus escapadas al campo.

—Ah. Sí, todos hubiésemos hecho lo mismo.

—Hasta el alemán.

Fuimos hasta la administración a elegir la urna. La más barata, pidió mi hermana. El tipo, ofendido, anotó esas palabras en un cuaderno, lo cerró y dijo: listo, puede pasar mañana a buscarlo. A buscarla, corrigió mi hermana. A su marido, dijo el tipo, lo vamos a meter ahí adentro y se lo puede llevar. La imagen me pareció graciosa y me reí; me acordé de lo que habíamos luchado con Daniel para sacarlo del departamento y meterlo en la camioneta y ahora lo iban a guardar en un tarro. Mi hermana firmó unos papeles y nos fuimos hasta la avenida a tomar el colectivo. Los cementerios parque tienen esa cosa natural de pasto y árboles, pero todos están lejos de todo.

—¿Cómo estás con lo de Baigorria? —me preguntó mi hermana que se sentó del lado de la ventanilla.

—La verdad, mal —le dije—. Fue inesperado. Pero no me gustó lo que me dijo Marta.

—¿Qué te dijo?

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—Que había dejado unas cosas para mí.

—¿Y?

—Que se suicidó, por eso me dejó las cosas.

Ella miró el vidrio empañado y escribió: chau. Después me preguntó si yo creía que se había suicidado. Le dije que no, que me resultaba imposible pensar en Baigorria

planificando su muerte y mucho menos ejecutándola. Tenía el campo y el auto para irse antes de explotar. No, no creía en su suicidio.

Tuvimos que bajarnos diez cuadras antes de la estación de Burzaco. Un grupo de piqueteros con las caras tapadas con pañuelos y bufandas habían cortado la rotonda.

Prendieron gomas de camiones y exigían algo que no llegamos a escuchar.

Antes de ir al departamento pasé por la agencia hípica a tomar algo y ver el ambiente.

Había poca gente porque había poca plata. Hacía una semana la agencia había dejado de fiar, incluso a los clientes. Me senté frente a uno de los televisores a ver cómo se

preparaban los caballos para la carrera. No tenía plata para apostar pero me gustaba ver las largadas, la emoción del relator y el ritmo de la llegada. Era mejor que ver los noticieros. En los clásicos, venían a apostar desde muchos lugares y el local se llenaba de gente dispuesta a jugarse más que un sueldo. Nunca había entrado pero había un salón donde, decían, venían a apostar políticos, jueces y policías retirados. Ahí se jugaba fuerte, no solo a las carreras sino también al póker. En ese lugar casi matan al Intendente por no querer pagar una apuesta. Yo no lo vi pero lo escuché. Ese es mi trabajo: ver o escuchar; acumular datos, observaciones aparentemente inútiles, nombres, fechas, contactos, teléfonos y mails, todo, en definitiva, va a parar a mi cuaderno de

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notas. Lo del salón especial de juego es un mito entre los apostadores. Todos hablan afuera pero nunca nadie estuvo allí. Desde el salón principal donde estaban en hilera los 20 televisores se veía una puerta roja. Ese era el salón. De allí salió el Tano con dos matones fumando un cigarrillo y hablando ampulosamente por el celular. Bajé la cabeza y, cuando la chica de la barra se acercó para traerme la ginebra que me traía siempre, me levanté y apuré el paso hacia la salida. Pasé entre dos tipos que miraban el televisor y tomaban café sin hablarse. Me escondí detrás de una columna, tomé impulso hacia la escalera y arremetí. Una mano me agarró de los pelos y me caí al piso.

—Epa, epa, epa —decía el Tano riendo —¿Adónde vamos?

Quise levantarme pero el tipo tenía puesto el zapato en medio de mi pecho. Me quedé quieto, como si fueran a fusilarme. El Tano se agachó, me largó el humo en la cara y me saludó con un par de cachetadas.

—Si viniste a pagarme para qué salís corriendo —dijo.

—No venía a pagarte —le dije—. No tengo la plata. Sabés cómo están las cosas.

—Ah, el corralito.

Asentí.

El que me pisaba el pecho levantó el pie y con el puño derecho me dio de lleno en la cabeza. Caí de costado. Me levantaron entre dos y me arrastraron hasta una mesa. Los dos tipos seguían sorbiendo su café despacito, como si no quiseran terminarlo nunca. Ni siquiera me miraron. Me llevaron hasta la última mesa, la del rincón que nadie quiere porque desde ahí casi no se ve. La puerta roja estaba a un par de metros. Caí en una silla y golpeé la cabeza contra la pared. El Tano se sentó frente a mí y los matones quedaron de pie, atrás de él, cuidando de que no viniera nadie, salvo el mozo con una botella de sidra en un balde para champán. Decían que el Tano tomaba diez botellas de sidra por día. Yo no lo vi, pero lo tenía anotado en mi cuaderno.

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El que me pegó destapó la botella y llenó la copa del Tano. Lo miré como la tomaba en un par de sorbos y pedía con los dedos que le sirvieran otra. Me hizo un gesto con los ojos y chasqueó la lengua.

—Buenísima —dijo.

Lo miré. Y miré al que me había golpeado. Se le notaba que se había quedado con las ganas. El Tano sacó una libreta, la hojeó y anotó en una servilleta. Me la pasó.

—Esto es lo que debías hasta hoy —me dijo.

La cifra me dejó sin aire. Era mucho más de lo que me había prestado. Se lo dije. El matón se me tiró encima y me cagó a trompadas. Fueron un par de segundos hasta que me abandoné y dejé que todo sucediera como tenía que ser. No podía escapar. Estaba encerrado entre la pared y el Tano. Dije basta, pero no me escuchó. Dije: te pago lo que me pidas y siguió golpeando. Agaché la cabeza y la puse contra las rodillas. Hasta que terminó.

El Tano le pidió al matón que le sirviera otra copa y se llevara la botella vacía. Levanté la cabeza con lentitud, esperando el golpe definitivo. No pasó nada. El Tano sonreía.

—Te decía que esto es lo que me debías hasta hoy.

—Sí —le dije. La sangre me salía de la boca y de la nariz. Me tapé con la servilleta por acto reflejo. Ya tenía toda la camisa roja.

—Ahora hay que calcular los intereses por día —hizo una pausa—, dejame ver.

Calculó mentalmente la plata que nunca iba a poder pagarle y me anotó la cifra en otra servilleta. Le dije que estaba bien, que me parecía razonable, que en cuanto abrieran el banco mañana iba a hablar con el gerente para explicarle la situación. El Tano asintió con una sonrisa, dudó entre pedir otra botella y, al final, se levantó. El ventilador lo había despeinado del lado derecho. Parecía más viejo con los pelos levantados.

—¿Te veo mañana? —me preguntó.

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Asentí y bajé la vista hacia la servilleta. Cuando se fue, la cambié por la que tenía llena de sangre. Me levanté, fui al baño y me enjuagué con agua fría. Tenía el pómulo y la nariz hinchados. Me puse un tapón de papel higiénico y la sangre paró. Me peiné con los dedos y salí. Le pedí a Gladis que me fiara un boleto. Se escuchaban los gritos del relator anunciando la carrera. Le pedí por favor. Me dijo que no podía, y que me mirara la pinta. Apoyé los labios sobre el vidrio de la boletería y le dejé marcado un gran beso que se evaporó en cuanto me di vuelta.

Bajé las escaleras agarrado del pasamano y salí a la calle. Había gente en la puerta del Banco Nación esperando alguna noticia. Entré por la puerta de al lado, llamé al ascensor y subí al tercer piso. Lilí estaba en un rincón, con su carpeta de dibujo y su lápiz negro.

Tenía diez años y vivía con su abuela en el departamento de arriba.

—Estás todo sucio —me dijo cuando prendí la luz del pasillo.

El pecho de la camisa era todo rojo húmedo.

—¿Te pisó un auto? —me preguntó dejando por un instante su dibujo.

—Más o menos.

—Tenés que ir al hospital.

—No hace falta. Con un buen baño se arregla.

—Mi abuela te puede hacer sopa de pollo —me ofreció.

—Sí, ya sé, todas las abuelas judías te curan con sopa de pollo. No, gracias.

—¿Tu abuela te hacía?

—Sí —le dije, y seguí caminando hasta la puerta del departamento para que dejara de hablarme. Saqué la llave del bolsillo del pantalón y abrí la puerta. Lilí se había callado.

Volví y le pregunté:

—¿Tu abuela no tendrá diez mil pesos guardados en el colchón?

Pensó por un momento y me dijo:

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—No, los guarda en el banco.

—Ah, que suerte que tiene —le dije y me fui directo a la ducha.

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No era policía, ni detective, ni investigador, ni nada de eso que salía en la televisión o en el cine. Era lo primero que les decía a los clientes que entraban en la oficina pidiendo ayuda. No usaba armas, ni mataba personas. Ni siquiera era demasiado inteligente. Mi oficio era el de buscar. Era un buscador. Alguien a quien le pagaban por encontrar.

Después que cerré la editorial, no intenté hacer otra cosa porque no sabía hacer nada.

Baigorria tuvo la idea de que me dedicara a buscar cosas que la gente había perdido. A él le había dado buen resultado en el campo y creía que yo tenía madera para eso.

Empecé con los contactos que tenía de la editorial. El primer trabajo fue buscar un auto robado. Lo encontré una semana después en un descampado en Morón. Le faltaban las ruedas y el pasacaset. El tipo cobró el seguro y me pagó. Después se fue corriendo el rumor, lentamente, de boca en boca, haciendo buenos trabajos y siendo discreto. Pasé de buscar mascotas a buscar esposos que habían huido una madrugada con su amante; de recuperar joyas empeñadas a fotos comprometedoras de gente importante. No me desesperaba ni usaba la fuerza. Mis armas eran la paciencia y la constancia. Podía estar días detrás de alguien convenciéndolo de que era mal negocio extorsionar a un fulano que podía hacerle daño, que era mejor cerrar el negocio con una cifra y mandarse a mudar.

Me puse una oficina en el mismo edificio donde vivía pero en el piso de abajo. Había otras oficinas: un abogado, dos psicólogos, un contador retirado que hacía gestiones de impuestos, un publicista y una tarotista. Era la que más clientes tenía. Uno subía la escalera y ya veía la cola que asomaba desde la puerta de su oficina. Nos llevábamos bien en general, salvo con el abogado que no saludaba a nadie. Una tarde le dejé mi

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tarjeta ofreciéndole mis servicios y con descuento por ser vecino. La partió en dos y la tiró en el tacho. Le di las buenas tardes y me fui.

La oficina la usaba más que nada como fachada. Si un cliente llamaba recomendado por otro, lo mejor era tener un lugar neutro, con una computadora, una agenda, un sillón y una jarra con café. Al cerrar la puerta, el cliente se relajaba y hablaba con naturalidad.

Si no tenía mucho dinero se sentía intimidado pensando que le iba a cobrar algo que no podría pagar; si tenía, en cambio, pensaba que con una oficina tan miserable no podría cobrarle mucho. Los dos pagaban lo mismo.

La mañana siguiente al entierro de Baigorria, el bibliotecario golpeó la puerta de madera y pasó antes de que le abriera. Se desplomó en el sillón y sacó un pañuelo del bolsillo para limpiarse la transpiración de la cara. Lo hacía con afectación, como si estuviese componiendo un personaje especial para mí. Le ofrecí café y negó con la mano en alto.

Se cruzó de piernas y clavó la vista en la ventana. Yo también miré pero no vi otra cosa que no fueran las manchas que nunca había limpiado.

—Dejeló —dijo de pronto.

—Como quiera —le contesté y me senté detrás del escritorio como lo hacía con todos los clientes. Prendí la computadora y jugué a buscar algo con el mouse. Después volví a ofrecerle café y a preguntarle a qué había venido. Descruzó las piernas, apoyó los codos en las rodillas y acercó la cara al escritorio. Habló en voz baja:

—Estoy en la ruina —dijo—. Necesito que me ayude.

—Bien, es mi trabajo. Qué quiere decir exactamente con que está en la ruina.

—Mis ahorros —dejó escapar en tono de derrota—. Lo perdí todo.

—Sea más explícito, así no puedo ayudarlo.

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Se secó la cara con el pañuelo y quedó mudo, como dudando de estar haciendo lo correcto. Lo alenté a que me contara. Le dije que podía confiar en mí. Se dejó caer contra el respaldo, se abanicó la cara y me dijo:

—Tengo que pagar una deuda urgente, y mis ahorros están en el banco. No se puede sacar más que un monto ínfimo. No me alcanza con eso.

Di un golpe en la mesa al estilo del presidente de la Nación en un programa de

televisión, me levanté y serví dos tazas de café. Dejé la del bibliotecario en el escritorio y yo me fui con mi taza hasta la ventana. Miré hacia abajo, hacia la muchedumbre que se agolpaba frente al banco con las cacerolas y los insultos y los enfrentamientos con la policía. Habían decretado el estado de sitio y ya había habido muertos.

—¿Usted vio lo que está pasando afuera? —le pregunté.

—Un quilombo —me dijo—, lo sé. La gente está como loca y hace un calor tremendo.

No ayuda en nada, la verdad.

—¿De qué me está hablando? Están matando personas… —y me quedé. No sabía su nombre y él no me lo decía—. Esto se vino abajo. No hay país. Se acabó todo. ¿Cómo quiere que recupere sus ahorros?

El bibliotecario tomó un sorbo de café y tartamudeó.

—Baigorria decía que usted recuperaba cualquier cosa, que tenía conocidos importantes. Necesito esa plata, Santo, es urgente.

Dejé la taza vacía y me alejé de la ventana en el momento en que la policía empezaba a tirar gases y balas de goma contra la gente. Me paré delante del bibliotecario.

—Mire, usted no quiere entender lo que pasa. No puedo ayudarlo, no puedo hacer que le den la plata. Conozco al gerente del banco Nación, me debe favores, pero sé que él no puede hacer nada. Así están las cosas. Va a tener que hablar con quien le debe y

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explicarle la situación. Muéstrele un resumen de cuenta para confirmar que tiene la plata. Y si alguna vez se la devuelven usted va a pagar. No le queda otra.

El bibliotecario se agarró la cabeza con las manos y comenzó a sollozar. Era un hombre bajo, delgado, sin fuerza. Su mirada se perdía todo el tiempo en cosas que pensaba y eso me hacía desconfiar de él. Me miró de golpe, con decisión:

—Necesito la plata, necesito el efectivo. Usted no sabe lo que me juego viniendo acá.

No me gustaron sus palabras ni su actitud. Estaba por echarlo cuando invocó a Baigorria.

—Baigorria me dijo que viniera a verlo a usted; que usted era el único que podría ayudarme. Se lo pido por favor.

Me alejé de él y salí al pasillo a pensar. Estaba vacío. No había gente ni para Amalia, la pitonisa. Pensé que lo mejor era cerrar e irme unos días a algún lado. Desaparecer por un tiempo hasta ver qué pasaba. Entré a la oficina y le dije al bibliotecario que me acompañara. Bajamos por la escalera y salimos a la vereda. La policía había logrado que los manifestantes se alejaran unas cuadras. Desde allí tiraban piedras y amenazaban con volver. Nos metimos en la agencia hípica que estaba al lado y subimos las escaleras corriendo. Un policía nos gritó desde abajo que volviéramos. No le hicimos caso.

El local estaba vacío, como todo esa mañana de diciembre. Estaban prendidos los ventiladores y la chica que atendía la barra era otra. Le pedí una cerveza fría y dos vasos. El bibliotecario se negó pero terminó tomando su vaso en un par de sorbos.

—Mire —le dije—, lo hago por Baigorria y este es el último favor.

—Gracias —me dijo agarrándome las manos.

Me solté y terminé mi cerveza.

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—De la plata del banco, olvídese por un tiempo. Le voy a presentar a alguien que le puede dar ese dinero en efectivo. Pero hay dos condiciones, escúcheme porque es muy importante: la primera es que le va a cobrar intereses más caros que el banco…

—Está bien, no tengo opción.

—La segunda es que si no le paga, lo manda a matar.

El bibliotecario se puso pálido, abrió la boca para decir algo pero la cerró. Tragó saliva.

—Es un prestamista —le dije— pero no cualquiera. Este financia políticos, jueces y policías. Pero es su trabajo y no hace distinciones. Matar a uno o a otro le da lo mismo si no le pagan.

Se pasó el pañuelo empapado por la cara. Miró el vaso vacío de cerveza.

—Está a tiempo de arrepentirse.

—No —dijo con decisión. Se puso los anteojos oscuros que sacó del bolsillo del pantalón y pidió otra cerveza.

—No tome demasiado —le aconsejé—, no le conviene.

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Marta me hizo pasar y me dejó un buen rato esperando en el sillón. Se había cambiado la ropa negra por otra de colores vivos. El departamento también había sufrido

modificaciones: muebles corridos, cortinas nuevas, fotos desaparecidas, olor a incienso.

Me recosté y traté de percibir la presencia de Baigorria, algo que me dijera que, de alguna manera, todavía estaba acá. Nada. Baigorria se había ido y Marta no tenía intención de que persistiera.

Volvió de la cocina con una bandeja en la que había una taza de café para mí y un vaso de whisky para ella. Cuando la vi tomar entendí el porqué de tantos cambios.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

—Y… —alargó la pausa con un suspiro, tomó otro trago y se secó los labios con el dorso de la mano— ahora un poco mejor.

—Son pocos días.

—Es como si se hubiese ido a uno de sus viajes —me dijo—. Hay momentos que lo pienso, que tengo la sensación de que en cualquier momento abre la puerta o me llama por teléfono. Él era de hacer las cosas así: se aparecía en medio de la tarde con un olor a humo insoportable, o me llamaba a las dos de la mañana para contarme que había descubierto un hotel en un pueblo que se parecía al de la luna de miel. A veces miro la puerta y me quedo esperando que ponga la llave del lado de afuera y abra.

Terminó su vaso mientras yo le ponía azúcar a mi café. Se fue a la cocina y volvió con otro. Pensé que con dos más de esos, Marta ya iba a estar en condiciones de hablar hasta con el fantasma de Baigorria.

—Antes no tomabas así —le dije.

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—¿Y vos qué sabés?

Se rió asomando los dientes, mirándome con fijeza. Conocía esa mirada. Se sentó en el apoyabrazos y siguió tomando hasta que se le acabó. Dejó el vaso en la mesita ratona, me apoyó la mano en el hombro y apretó.

—A vos era al único al que quería —me dijo, se levantó y se fue.

Me quedé mirando el vaso vacío, una gota minúscula y amarilla que insistía en bajar desde el borde y, finalmente, quedaba en el vidrio de la mesa. Mi café se fue enfriando en la taza, apenas lo probé. Hacía calor y el departamento ya no me pareció tan amplio.

Marta había corrido las cortinas y prendido el ventilador de techo. Papeles y blister con pastillas que había sobre la mesa volaron por todas partes. Amagué a levantarme para juntarlos pero me detuve cuando Marta vino con un paquete y me dijo que eso era para mí.

Era un sobre de papel madera. Estaba cerrado. En una de las caras, escrito con un fibrón negro decía: Para Santo. No había fechas ni direcciones. No pensaba mandarlo por correo sino dejárselo a Marta para que me lo diese a mí por si le pasaba algo. La miré buscando alguna explicación complementaria, alguna indicación especial. Marta me miraba con los ojos bien abiertos, como si no quisiera perderse nada de lo que fuera a suceder cuando abriera el sobre. Pensé en llevármelo y abrirlo en la oficina, con la soledad que se necesita para hacer este tipo de cosas; pero Marta seguía mirando, expectante, quizá sabiendo lo que había adentro, los ojos brillosos, como si tuvieran filo. Levanté el sobre y lo puse contra la luz. No vi nada. Con cuidado, fui rompiendo desde el borde donde estaba pegado y miré el interior: papeles. Los saqué y los puse en mi regazo. El primero estaba en blanco y tenía pegado otro papel de color con una nota de Baigorria. Si estás leyendo esto es porque estoy muerto, decía con su caligrafía tan

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desbordada e infantil. Y, debajo: Vendelo en Capital. Vale mucho. Debajo de todo, escrito en letra de imprenta: PUBLICALO

Miré a Marta y le pregunté si sabía qué era eso. Negó con la cabeza, sonrió y se fue a buscar más whisky.

Serían unas cincuenta páginas A 4. En cada una había un poema. Eran cortos, concisos, duros. Leí un par sin prestar mucha atención porque Marta ya había vuelto y me estaba hablando otra vez de que estaba esperando que en cualquier momento Baigorria apareciera. Metí los papeles en el sobre junto con la nota. Vendelo o publicalo, me ordenaba.

—¿Estás segura de que no sabés nada?

Negó con la cabeza.

—Es un libro de poemas. Nunca me habló de este libro. ¿Es de él?

—No —dijo y alargó la o que terminó perdiéndose en una risa silenciosa—. Él ya había renunciado a escribir. Hace años. Después que le publicaste el libro no escribió nunca más.

—¿Entonces? No entiendo. Si quería publicar esto por qué no me lo dijo antes.

—Porque no era de él.

—¿Y de quién era?

Sonrió. Estaba bastante borracha. Le costaba acomodar los codos en el apoyabrazos, se les resbalaban y el whisky salpicaba para todos lados.

—Marta —insistí—, ¿De quién es este libro?

—Te dije que no sé. Él nunca me contaba. Viajaba, eso sí. Se iba dos días, desaparecía, compraba cosas y después volvía. Anotaba en una libreta.

—¿La tenés?

—No, la quemé junto con sus libros.

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Me levanté, fui hasta la ventana y corrí las cortinas. El sol pegaba de lleno contra el vidrio. Marta intentaba agarrar el sobre. Se lo saqué y me lo puse bajo el brazo.

—¿No había nada anotado en esa libreta que hablara del libro este?

—Lister —dijo y su sonrisa desapareció de golpe.

—¿Quién es Lister?

—No sé. En una página en blanco estaba escrito ese nombre. Bien grande. Lister. No sé quién es, no tengo idea.

Fui hasta la puerta y la abrí. Una corriente de aire caliente circulaba por el pasillo y parecía quemar todo a su paso. Marta ya estaba vencida: la cabeza hacia un lado y los ojos entrecerrados.

—¿Cómo murió? —Le pregunté.

Ella hizo un esfuerzo para abrir los ojos y la boca, para articular las palabras que solamente podía decir cuando tomaba cuatro vasos de whisky.

—Se acostó, tomó sus pastillas, se durmió y al otro día estaba muerto. Listo.

Cerré la puerta antes de que los vecinos la escucharan llorar.

Cometí el error de meterme por Esteban Adrogué al mediodía. No solo por el calor insoportable sino porque en esa calle estaban todos los bancos. Faltaban pocos días para navidad pero ese año la gente no estaba preocupada por las compras. Las colas en las puertas de los bancos para cambiar pesos a dólares doblaban las esquinas y se perdían en otras vueltas.

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Al colegio entré diciendo que era profesor de literatura y que me había llamado la directora. El director, me corrigió la portera. Sí, el director. Le pregunté dónde estaba la biblioteca porque tenía que ver a alguien allí. Me señaló una escalera a la izquierda y subí despacio, para no empapar la camisa limpia.

Entré sin golpear y el bibliotecario casi muere de un susto. Dejó caer el cigarrillo y la taza de café al mismo tiempo.

—Perdón —le dije.

Tardó un rato en reconocerme. Me hizo pasar y cerró la puerta con llave.

—No se puede fumar acá —me informó—. Yo lo hago porque nunca viene nadie. Y mucho menos sin golpear la puerta como para darme tiempo a esconder el pucho —hizo un pausa y se quedó mirando el piso, la taza rota y el café derramado—. Mire qué desastre. Bueno, después le digo a la portera.

Se acomodó los anteojos en el fondo de la nariz, me sonrió y me pidió que lo

acompañase. Fuimos recorriendo estanterías con libros que formaban pasillos estrechos y frescos. Aunque había ventanas muy grandes y el sol a esa hora pegaba de lleno en los vidrios, la sombra de los libros era fresca. Al final de uno de los pasillos había una pequeña oficina. Entramos.

—¿Qué le parece este lugar?

—Está bien —le dije.

—¿Nada más? Está bárbaro. Cuando vine, acá guardaban las cosas de limpieza. Usted miraba y había baldes, escobas, lampazos, mugre. Hice sacar todo y me armé esta oficina —sacó un cigarrillo y me convidó. Le dije que no con la cabeza. Se encogió de hombros y prendió el suyo. Tragó el humo con placer y lo soltó por la nariz, un truco que yo hacía todo el tiempo cuando fumaba—. Acá nos juntábamos con Baigorria a hablar de libros… y de otras cosas.

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Largó una carcajada y yo me reí con él. No me lo imaginaba, con su metro sesenta, poco pelo blanco, nariz con punta y esa sonrisa, metido entre las piernas de nadie. Tampoco imaginaba a Baigorria, pero tenía que ver con Marta, y con que estaba muerto. Cuando dejó de reír, señaló hacia los pasillos y me preguntó qué me parecía. Era su reino, sin dudas, su paraíso, y todo era sometido a una exposición.

—Impresionante.

—Cuántos libros dice que hay.

—No sé. Diez mil.

Volvió a reírse pero esta vez no lo acompañé. El tipo era un pesado y no se molestaba en disimularlo.

—Duplíquelo —dijo.

—Ajá, sí, veintemil mil libros. Impresionante.

—Es la biblioteca más grande de todas. No hay colegio que tenga una biblioteca así.

Acá hay de todo. Lo que falta es lugar. Nos siguen mandando de las editoriales o gente que hace donaciones, pero tengo que rechazarlos porque no sé dónde ponerlos. ¿Sabe lo que es para mí rechazar un libro?

—Me imagino.

Se levantó de golpe, dejó caer el cigarrillo y corrió por un pasillo hasta desaparecer. Me levanté y fui tras él. Abrió la puerta con la llave. Un hombre de traje, alto y de mi edad estaba parado con la mano en alto como para golpear otra vez.

—Arturo —dijo el bibliotecario—. Pase. Estaba en el fondo viendo unos libros que están para restaurar.

El hombre pasó y olfateó el aire. Vio la taza de café rota y el charco negro al lado del mostrador. Me acerqué. El bibliotecario me vio y me presentó:

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—Arturo es el director del colegio —me dijo. Le tendí la mano y la apretó con fuerza—.

Él es Santo, íntimo amigo de Baigorria.

—Ah —dijo Arturo—. Una lástima lo de Baigorria. Gran profesor y gran persona.

—Sí, una lástima —dijo el bibliotecario.

—¿Usted es profesor de literatura? —me preguntó.

—No ¿por qué?

—Me dijo la portera que había un profesor que yo había citado. Y como no cité a nadie, me preocupé.

—Ah, sí, disculpe. Venía a verlo al bibliotecario por un asunto personal y pensé que no me iban a dejar entrar.

—Bueno —dijo Arturo ajustándose el nudo de la corbata. Me daba calor de solo verlo—, perdone que se lo diga así pero los asuntos personales se pueden arreglar afuera. Imagínese que si todos…

—Sí, por supuesto —lo interrumpí—. No se preocupe. Termino de comentarle sobre la donación de una enciclopedia Británica y me voy.

El director abrió los ojos y levantó la mano.

—Está bien. Ya está acá. Terminen tranquilos —miró al bibliotecario—. Pase después por la dirección que tengo que comentarle algo.

El bibliotecario asintió desde abajo. Estaba limpiando el charco con papel higiénico. El director salió y cerró la puerta. El bibliotecario dejó el papel en el piso y me invitó a volver a su oficina oculta.

El cigarrillo se había consumido así que prendió otro.

—¿Cómo es eso de la Enciclopedia Británica? —me preguntó.

—Nada, lo dije para salir del paso. Venía para hablarle de otra cosa.

—De qué.

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—De Lister.

Se sacó el cigarrillo de la boca y empezó a toser hasta doblarse sobre sí mismo. Me levanté de mi silla y le golpeé la espalda hasta que se enderezó. Tenía lágrimas en los ojos. Respiró y me miró fijo.

—Cómo sabe lo de Lister.

—No lo sé, por eso vine a verlo a usted.

Se sentó, aplastó el cigarrillo en el cenicero y se tapó la cara con las manos.

—Baigorria me dejó un libro, un manuscrito. Me pide en una nota que lo publique. No sé de quién es ni por qué no me lo dio antes, pero Marta sugiere que el autor es un tal Lister. No sabe más. El único que puede saber algo de esto es usted. Me debe un favor.

Se sacó los anteojos y los apoyó con lentitud en la mesa. Miró por encima de mi hombro y después me miró a mí.

—No sé cómo apareció el nombre de Lister, se suponía que era un secreto. No es bueno saberlo, es peligroso.

—Estamos hablando de un libro de poemas.

—Del mejor libro de poemas.

—No sé tanto de poesía —le dije.

—Usted no sabe nada. Ese libro es lo mejor que se ha escrito en los últimos cincuenta años. Baigorria lo sabía, él lo descubrió.

Apoyé las manos en el escritorio que nos separaba y acerqué la cara para que me viera bien.

—No se pase conmigo, ni me tome por boludo —le advertí—. El libro podrá ser muy bueno, el mejor, pero eso no lo convierte en peligroso.

El bibliotecario hizo lo mismo que yo. Nos separaban veinte centímetros de aliento a tabaco y aire caliente.

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—El libro no se convierte en peligroso porque sea el mejor. Se convierte en peligroso porque es robado.

Volví a mi postura anterior, recostado en la silla, lo más lejos posible de ese tipo tan extraño.

—Usted me está diciendo que Baigorria le robó este manuscrito a alguien.

—Baigorria viajaba mucho. Todo el tiempo. Nunca decía nada de adónde estaba o con quién. Acá tenía un acuerdo con el director. En uno de esos viajes descubrió el

manuscrito. Lo tenía un estanciero al que le compró una colección de libros antiguos.

Me acuerdo que entró y me pidió que cerrara la puerta con llave. Me trajo hasta esta oficina y me contó que había descubierto al mejor poeta en los últimos cincuenta años.

—Lister.

—El mismo.

—¿Cómo consiguió el manuscrito?

—Se lo robó al estanciero.

—Pero no lo podía publicar.

—Exacto. Ahora que está muerto…

—¿Y quién es Lister?

—No lo sé. Él tampoco lo sabía. Según el estanciero, Lister desapareció un día, se metió campo adentro y nadie más lo vio. El manuscrito se lo compró, por unos pesos, a la mujer que limpiaba la casa del estanciero.

—¿Y qué es lo peligroso de esto? —le pregunté.

Se tomó un tiempo para responder, como si estuviera inventando cada palabra que me decía. Dudó un minuto entre hablarme y prender otro cigarrillo. Sonó el timbre de salida. En esa época del año solo había alumnos rindiendo materias. Finalmente, prendió el cigarrillo, se sacó los lentes y pareció otra persona.

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—Baigorria sabía que el estanciero algún día lo iba a encontrar. El día antes de que muriera me contó que había recibido una llamada en la casa. Un hombre que le preguntó: ¿Ya lo leíste? Eso fue todo. No reconoció la voz, me dijo. Al otro día se murió.

—Baigorria se suicidó —le dije aún creyendo que Baigorria era incapaz de suicidarse—

. Se tomó las pastillas, como dijo Marta, y a otra cosa. No tiene que ver con Lister.

—Tómelo como quiera. Usted me vino a preguntar.

Se levantó y salió. Lo seguí hasta el mostrador de entrada. Allí, abrió un libro y anotó algunas cosas. Miró la hora y también lo escribió. Puso todo en orden, miró los estantes comprobando que todo estaba en su lugar y me invitó a salir.

Afuera, en el pasillo, el calor era escandaloso y de verdad no se podía respirar. A mitad de la escalera, se arrimó a mí y me dijo:

—¿De verdad es tan bueno?

—No sabría decirle. No soy experto en poesía.

—Claro.

Cuando llegamos al final de la escalera, el bibliotecario me saludó con un golpecito en el hombro y se metió en otro pasillo, supongo que el que lo llevaba a la dirección. La portera me miró con desconfianza. La saludé con una inclinación de cabeza y me sequé la frente con el dorso de la mano. Me cerró la puerta cuando salí y me quedé un rato en la sombra, tratando de recuperar el aire. Se escuchaban sirenas de policía por todos lados. Había gente corriendo y gente mirando cómo los otros corrían. Frente al colegio, un banco estaba siendo apedreado por una multitud. Alguien pasó a mi lado y comentó que habían matado gente en Plaza de Mayo. El clima se estaba poniendo muy denso, y yo con ganas de leer poesía.

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Lilí estaba apoyada contra mi puerta dibujando en su cuaderno. Le pedí permiso para entrar y me miró asombrada desde abajo. No me había oído abrir la puerta del ascensor ni caminar hasta allí. Le pedí que se levantara, abrí la puerta y la invité a pasar.

Apreté la tecla del contestador y me fui al baño a refrescarme. Dos llamadas. Una de mi hermana diciéndome que había cobrado lo del seguro y que teníamos que arreglar lo de navidad con papá. El segundo fue mudo, apenas algunos ruidos de la calle, el pitido de un tren de los viejos y una voz lejana que salía de un parlante. Después, cortaban sin decir nada. Lilí me informó de todo como si yo no hubiese escuchado. Le agradecí y le ofrecí un vaso de jugo. Me dijo que el agua era mejor, así que le serví agua helada y yo abrí una cerveza.

—¿No te hace mal tomar al mediodía? —me preguntó.

—Sí.

—¿Entonces por qué tomás?

Me encogí de hombros y vacié el vaso. Luego lo llené hasta el borde, hasta que casi se derramara.

—Sos medio tonto vos —me dijo Lilí con una sonrisa.

—Sí, es verdad. Ojo, a veces no; a veces soy muy inteligente y me va bien. Pero la mayoría de las veces soy un tonto.

Dejó su vaso en la mesa y repasó sus dibujos.

—Mi abuela dice que sos un maleducado.

—Un maleducado, ¿por qué?

—Porque no la saludás cuando te la cruzás en la calle.

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—Tu abuela hace mucho ruido. Corre las sillas, golpea las puertas, camina con zapatos con tacos, me despierta temprano. Ella es la maleducada.

Se detuvo en un dibujo de una mujer con el pelo hasta la cintura y lo miró con fijeza.

—Mi abuela puede adivinar el futuro —me dijo.

Terminé mi segundo vaso y me serví el tercero. Le puse la tapita a la botella y la llevé a la heladera.

—Eso es imposible —le dije—, nadie puede adivinar el futuro. En la oficina de abajo hay una mujer que tira las cartas para adivinar el futuro. Siempre hay gente. Ella les dice lo que ellos quieren escuchar y le pagan. Es mentira. Nadie puede saber lo que va a pasar.

—Mi abuela sí. Y no cobra.

—También tira las cartas.

—No, le agarra de golpe. Te está hablando y de pronto se queda con la vista fija en algo y empieza a decir cosas que van a pasar. Esto de los bancos y la gente muerta me lo dijo hace un mes. ¿Me creés?

No le creía, pero le dije que sí. Tenía diez años y era bueno creer en algo a esa edad. Ya vendrían los otros tiempos y se daría cuenta de todo. Me invitó a que vaya al

departamento de su abuela y lo comprobara. No tenía nada que perder así que subimos.

Antes de salir, pasó el dedo por una bodega pequeña de madera que tenía en un rincón y movió la cebeza.

—Mucha mugre —me dijo.

La agarré del brazo y la saque a la rastra antes de que siguiera investigando mis suciedades. Ya podía imaginar cuál sería su próximo dibujo.

La mujer abrió la puerta con una sonrisa que se le borró en cuanto me vio parado detrás de Lilí. Iba a decirme algo pero la niña se le adelantó:

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—Yo lo invité —dijo y se abrió paso. La seguí.

Había mucho olor a comida. La mujer se secó las manos en el delantal y se fue a la cocina. Lilí se sentó en un sillón y prendió la tele. El cartel rojo de Crónica anunciaba que había dos muertos en la Plaza de Mayo. Luego, otro que informaba que estaban disparando desde dentro de un banco. Las imágenes siguientes eran de policías montados a caballo galopando entre la gente y pegándoles con bastones. El humo de gases lacrimógenos y de fogatas improvisadas se expandía por avenida de Mayo. El gobierno decretaría el estado de sitio, informaba el periodista de corbata verde. Lilí cambió de canal y fue pasando por todos hasta hartarse de ver siempre las mismas imágenes. La mujer volvió de la cocina y le ordenó que apagase la tele. Lilí la miró a ella y luego a mí. Buscó un canal de dibujos animados y se quedó mirándolo.

—No hace caso —dijo la anciana—. No hace nada de lo que le digo.

—A lo mejor le exige demasiado.

Me miró de arriba abajo, clasificándome como a un insecto.

—Ya sé, usted debe ser de esos padres separados que le permiten a sus hijos hacer lo que quieran para compensar el haberse ido de la casa.

—No tengo hijos.

—Pero si los tuviera lo haría.

Levantó la mano y se la llevó a la frente como dando por terminado el tema. Hablaba bien, pero tenía un ligero acento ruso, con las erres quebradas. Me dijo que estaba cocinando sopa de pollo porque le dolía mucho la cadera. Recordé que las madres y las abuelas judías recurren a la sopa de pollo para calmar los males. Estaba a punto de contarle una anécdota sobre la sopa de pollo cuando vi que sus ojos estaban fijos en los míos, pero no me miraban. Si estuviese en la cama, o en el sillón, creería que había

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muerto. Pero estaba parada. Con una mano se agarraba del respaldo de la silla y con la otra retorcía el delantal de cocina. Lilí se dio vuelta y me dijo:

—Ahí empieza.

Como si hubiesen montado un número para mí, la anciana empezó a mover los labios emitiendo sonidos. Los ojos seguían sin pestañear. Me miraban. Miraban dentro de mí.

Dijo algunas palabras sueltas, no construía oraciones. Repetía algo como un mantra y empecé a asustarme. Lilí bajó el volumen de la tele porque ella tampoco entendía. De pronto, con toda claridad, escuché a la anciana decir:

—Lister no es Lister.

Lo dijo cuatro veces, sin vacilar, todas de la misma manera. Retrocedí unos pasos hasta la puerta y me agarré del picaporte.

—Si Lister no es Lister ¿quién es? —le pregunté.

Seguía mirándome pero ya no dijo nada más. Intenté abrir la puerta pero no pude.

Estaba encandilado con sus ojos azules explorando los míos y a la espera de alguna respuesta. De pronto parpadeó dos veces, luego cerró los ojos y se aflojó. La mano agarrada a la silla estaba blanca por la presión. Se sentó y suspiró.

—Se le pasa enseguida —me informó Lilí—. Es como que se le va todo el aire y tarda un ratito en volver a andar.

Me senté en una silla frente a la anciana porque yo también necesitaba un poco de aire para moverme. O la botella de cerveza. La anciana giró la cabeza hacia mí como preguntándome por qué me había sentado.

—¿Qué me quiso decir con lo de Lister? —le pregunté casi en un murmullo.

—¿Yo? Nada. No sé quién es Lister. ¿Quiere un poco de sopa de pollo? Se lo ve mal de color. La hago con la carcaza del pollo y con verduras.

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Le dije que no con la cabeza y me levanté. Hacía mucho calor en ese departamento. Y el olor de la sopa me estaban dando nauseas. Le dije que me iba, que gracias por todo y que en cualquier momento volvería a consultarla. Me hizo un gesto con la mano como restándole importancia a todo lo que yo dijera y se metió en la cocina. Lilí me

acompañó por el pasillo hasta la escalera.

—¿Viste que era verdad? —me dijo.

—Más o menos. No me adivinó el futuro.

—¿Y por qué te pusiste tan blanco?

—Mucho calor.

—Sos un mentiroso —me dijo y se rió. Después agregó: —Yo siempre dibujo las cosas que ve mi abuela, pero tengo que estar concentrada. Cuando dibuje a Lister te lo regalo.

Le agradecí y bajé corriendo las escaleras. Estaba empapado. Abrí la puerta de la heladera y saqué la botella de cerveza que estaba por la mitad. Le volé la tapita con el dedo gordo y tomé directamente desde el pico hasta vaciarla. Eructé el gas y me metí debajo de la ducha.

No sé si la vieja era adivina. No sabía de lo de Lister y eso le daba cierta ventaja; pero, en todo caso, no era lo suficientemente buena. Debería haberme dicho que al día siguiente, el director del Nacional, Don Arturo, encontraría la biblioteca toda revuelta y que el bibliotecario había desaparecido sin dejar rastros.

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El estado de sitio, finalmente, había sido decretado. Eso enfureció más a la gente. Con las cacerolas en las manos golpeaban y hacían barullo pidiendo que se vayan todos del gobierno y del Congreso. En el centro de Adrogué se mezclaban las manifestaciones espontáneas, con las organizadas por sindicatos y organizaciones sociales, y ahorristas que se agolpaban en las puertas de los bancos exigiendo sus depósitos.

La entrada del colegio Nacional estaba llena de gente que no sabía a qué marcha sumarse. Los que podían, se tapaban la cabeza con diarios porque el sol era impiadoso.

Me fui metiendo entre ellos, a los codazos y empujones, sin pedir permiso, hasta llegar a la puerta. Entré.

Un policía estaba parado al pie de la escalera y no dejaba pasar a nadie. Hice un intento pero me dijo que no. Lo hizo en forma solemne, como si cumpliera una misión. Le expliqué que el bibliotecario era amigo mío y volvió a negar con la cabeza. Con lentitud, llevó la mano hacia el arma. Le dije que estaba bien y retrocedí para buscar al director. Me lo crucé en el pasillo. Caminaba apurado y movía la cabeza hacia ambos lados. Junto a él venía el Inspector Rodríguez, de la Regional de Burzaco. Don Arturo se paró cuando me vio, intentó reconocerme y siguió su camino.

—Don Arturo —lo llamé.

Se dio vuelta y se acercó hasta mí. El Inspector Rodríguez lo esperó mirando hacia el patio por una ventana. Prendió un cigarrillo y largó el humo contra el vidrio.

—Santo —le dije al Director extendiéndole la mano—, el amigo de Baigorria.

Le costó salir de la espesura hasta que me identificó.

—Ah, sí, ahora sí —murmuró—, demasiada gente, demasiadas caras. Y encima esto.

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—Me enteré de lo del bibliotecario —le dije.

—Otra desgracia.

—¿Cómo lo mataron? —pregunté.

—¿Y cómo sabe que lo mataron? —preguntó el Inspector tirando la ceniza en el piso y dando una pitada. Se acercó hasta mí y me dio la mano.

—Cómo le va Inspector. Hace mucho que no lo veo —dije devolviéndole el saludo. Su apretón fue más fuerte del natural. Algo molestaba a ese hombre.

—No hay muchos asesinatos —dijo—, pero cuando los hay usted siempre está metido en el medio.

—Cosas del destino y del trabajo —contesté—. Este caso es puro destino. No vine por trabajo sino por amistad.

—No sabía que tenía amigos —dijo sonriendo.

—Algunos. Ahora ninguno.

El Director miraba nuestra conversación sin atreverse a intervenir.

—Conozco al Inspector Rodríguez desde hace unos años cuando me instalé en la oficina

—le informé al Director—. Lo ayudé a resolver un caso de asesinato.

El Inspector apagó el cigarrillo con el zapato y dio por terminada la conversación.

—Fue una casualidad —me dijo sin sacar sus ojos de los míos—. A veces pasa y usted tuvo suerte. Pero dejemos el pasado que no le interesa a nadie. Repito la pregunta:

¿cómo sabe que lo mataron?

—No lo sé —respondí—, pero si no hubiese muerto ni usted ni su ayudante estarían acá.

El Inspector arrugó la frente y sonrió.

—Está bien —dijo dándose vuelta—, vayamos para arriba.

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Arriba era la biblioteca. El oficial de guardia se cuadró frente al Inspector, se hizo a un lado y nos dejó pasar. Lo miré con una sonrisa. Subimos y entramos en el fresco del lugar.

Nada estaba como el día anterior. Miré con rapidez la cerradura y el picaporte, los rastros de café volcado y cenizas de cigarrillo rodando por el piso; un papel metálico de un blister, el capuchón de una lapicera, una marca negra al costado del mostrador. El registro estaba inclinado y en la fecha actual. El sol del mediodía se abría paso entre las filas de estantes y libros. El polvo saturaba más el ambiente. Caminamos hasta la oficina secreta del bibliotecario. Estaba abierta. Sobre la mesa, un libro abierto, un cuaderno, la taza con café, el calendario, una radio y la lapicera sin capuchón. No vi los cigarrillos ni los anteojos.

—¿Qué pasó?

—No lo sé —dijo el Director—. A media mañana estuve con él. Me habló de una donación y de que ya no tenía más lugar para seguir poniendo libros; me habló vagamente de una entrega que estaba esperando, de libros importantes, me dijo.

Tomamos café. Quería fumar pero no lo dejé. Estaba nervioso. Al rato lo fui a ver porque una señora de Adrogué que había donado la colección de libros de su padre, llamó para que se los devolviéramos porque el banco se había quedado con todos sus ahorros y necesitaba vender los libros. Entré, lo llamé y finalmente vine hasta aquí, a su oficina privada. Estaba todo desordenado, así como lo ve ahora. Me sorprendió porque era un hombre extremadamente prolijo. Lo busqué por todos lados pero no lo encontré.

Le pedí ayuda al personal de maestranza y revisamos todo el colegio. Bueno, es una manera de decir. Este colegio es un laberinto infinito. Lo llamé a la casa y no atendió.

En fin, desapareció de golpe. Por eso llamé al Inspector.

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Rodríguez se interpuso para que Don Arturo no siguiera dándome información. Tenía una extraña habilidad para hacer hablar y callar a la gente. Le bastaba con una mirada en el momento justo.

—No hay violencia —le dije—. No se llevaron nada. Todo está revuelto como si quisieran ocultar algo. El tipo tenía muchas presiones y fumaba mucho. No hay que darle tantas vueltas. Debe estar en la casa de un amigo. O de una amante.

—Es lo que digo yo —intervino Don Arturo.

El Inspector prendió otro cigarrillo, miró quemarse la punta y dijo;

—No debería hacer esto en la escena del crimen.

Dio una pitada y me pidió que lo siguiera hasta la puerta.

—Ahora me va a contar todo lo que sabe de este tipo ¿me entiende? Y todo lo que sabe del otro tipo, del amigo ¿está claro?

—¿De Baigorria?

—No se haga el boludo, Santo. Un tipo muere de golpe y su amigo desaparece en un par de días. Vamos a mi oficina que le voy a tomar declaración.

—Preferiría algo más informal.

—¿Quiere ser mi informante?

—No tanto. Digamos que lo ayudo a resolver el caso y usted se lleva los laureles.

—No se pase de vivo —me dijo dándome golpecitos en la camisa transpirada. Ya estábamos afuera y la multitud seguía expectante.

—Y encima este quilombo —le dije.

—Este no es mi quilombo.

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