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AVICENA, AVERROES Y MAIMÓNIDES HISTORIA DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO Y CIENTÍFICO I Giovanni Reale y Dario Antisieri

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HISTORIA DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO Y CIENTÍFICO I Giovanni Reale y Dario Antisieri

EL ARISTOTELISMO DE A VICENA

1. Avicena: la persona y la obra

El aristotelismo se presentó ante los pensadores medievales por primera vez, de manera sistemática, gracias al filósofo persa Avicena, sabio de cultura enciclopédica, que cultivó con preferencia la medicina y la filosofía. Nació en el 980 en las cercanías de Bujara (Persia) y murió no lejos de Hamadan, en 1037. Escribió numerosas obras que fueron traducidas y divulgadas durante la segunda mitad del siglo XII. Hacia 1180, en Toledo, gracias a Domingo Gundisalvo, se llevó a cabo un primer grupo de traducciones de sus textos, extraídos de su obra principal: El libro de la curación, en 18 volúmenes, que comprenden la Lógica, la Retórica, la Poética, la Física (en ocho secciones, la sexta de las cuales es el De anima) y la Metafísica.

La obra de Avicena representa la «primera gran síntesis especulativa florecida en el ámbito de la cultura clásica, cuya influencia ha sido enorme y, desde cierto punto de vista, decisiva, sobre la evolución de la filosofía occidental» (C. Vasoli). Esto sucedió así, entre otras razones, porque el conjunto de su pensamiento «era considerado como un comentario autorizado -el mejor, si no el único- a toda la filosofía aristotélica [...]. De hecho, Avicena fue un discípulo infiel al Estagirita. Pero tal infidelidad fue la que causó su éxito. A ojos de un cristiano, el sistema de Aristóteles podía parecer deficiente sobre todo

en dos aspectos: no decía nada acerca del origen de las cosas y se mostraba bastante lacónico con respecto a Dios. Ahora bien, Avicena lo integró a una cosmogonía y una teodicea tomadas en préstamo del neoplatonismo» (B. De Vaux). El aristotelismo de Avicena, en efecto, se halla profundamente penetrado de neoplatonismo y de elementos extraídos de la religión islámica, que le facilitaron una entusiasta acogida por parte de numerosos pensadores cristianos. El neoplatonismo era un viejo conocido de los latinos y ya había sido asimilado por el pensamiento cristiano desde la época patrística; la religión islámica poseía bastantes verdades que compartía con el cristianismo. Así, numerosas tesis aristotélicas, filtradas a través de elementos neoplatónicos e islámicos, no hallaron dificultad para imponerse en el ambiente medieval.

2. El ser posible y el ser necesario

La inmensa producción literaria del filósofo persa abarca desde la medicina hasta la lógica y desde la física hasta la música y las doctrinas esotéricas de la religión. Aquí nos limitaremos a exponer aquellas de sus tesis que fueron acogidas y replanteadas durante el siglo XIII, desde Tomás de Aquino hasta J. Duns Escoto, y que forman parte del movimiento conocido con el nombre de «avicenismo latino».

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Antes que nada, es preciso mencionar la distinción entre ente y esencia: aquél, lo concreto, y ésta, lo abstracto. Los hombres, por ejemplo, constituyen el ente, y la humanidad constituye la esencia. Los primeros existen de hecho, mientras que la segunda prescinde de la existencia, ya que representa la definición o el quid est, lo cual de por sí no exige ni la existencia ni la no existencia, ni la necesidad ni la contingencia. Equinitas est tantum equinitas: la caballeidad no es más que la caballeidad, escribe Avicena. Una cosa es, pues, la esencia y otra distinta la existencia. Y la primera, por sí misma, no exige que se dé la segunda.

Por lo que se refiere al ente real, es preciso distinguir entre el necesario y el posible. A lo que existe de hecho, pero por sí mismo podría también no existir, Avicena lo denomina «ente posible»: es aquel ser que no posee en sí mismo la razón de su existir, pero que la recibe de una causa que le ha otorgado el ser. Es distinto del ente posible aquel ser que existe de hecho y de derecho: el «ser necesario», que no puede no ser, porque posee en sí mismo la razón de su existir. Esta distinción es algo fundamental, porque separa el mundo de Dios: el mundo sólo es posible, ya que su existencia actual es contingente y no está postulada por su esencia; en cambio, Dios es necesario. El primero es dependiente, mientras que el segundo es independiente. Avicena escribe: «Sólo hay un ser necesario, que se identifica con el primer principio y la causa primera [...]. Parece evidente que el ente necesario sea numéricamente uno, y es patente asimismo que todo aquello que se encuentra fuera de su esencia, en sí mismo considerado, sólo es un posible con respecto a su existencia; por lo tanto, es algo causado. Por

esta razón, a través de la cadena de las cosas causadas se llega hasta el ente necesario.»

3. La lógica de la generación y el influjo de Avicena

¿Cuál es, empero, la relación entre el mundo y Dios? ¿Se trata de una relación de necesidad o de libertad, de emanación o de creación? A estas preguntas fundamentales para los pensadores medievales, Avicena responde combinando a Aristóteles con el neoplatonismo. En su opinión, el mundo es a la vez contingente y necesario. Es contingente en la medida en que la existencia actualizada no le corresponde en virtud de su esencia, ya que sólo es posible. Sin embargo, es necesario porque Dios -de quien recibe la existencia- no puede dejar de actuar según su naturaleza. Concebido de manera aristotélica como pensamiento del pensamiento, Dios produce necesariamente la primera Inteligencia, y ésta, la segunda, dando origen a un proceso descendente necesario y no libre, de índole claramente neoplatónica. A partir de la primera, cada inteligencia crea a la inmediatamente inferior, hasta llegar a la décima inteligencia, y al mismo tiempo se crean los cielos correspondientes, que son movidos por ellas.

La décima inteligencia, a diferencia de las demás, no genera una nueva realidad sino que actúa sobre el mundo terrenal, situado bajo el noveno cielo de la Luna, tanto a nivel ontológico como gnoseológico. En el plano ontológico, estructura el mundo terreno según la materia y la forma. La materia es corruptible y, a diferencia de la materia

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incorruptible de los cielos, constituye un principio de cambio y de multiplicidad y, por lo tanto, de individualidad. Como puede apreciarse, nos hallamos ante la composición hilemórfica de Aristóteles, pero reformulada en un contexto neoplatónico. En efecto, las formas son algo que surge de la décima inteligencia: ésta es la dadora de formas, en el sentido de que es la encargada de insuflar las formas en la materia primera del mundo sublunar. Entre dichas formas se encuentran también las almas incorruptibles e inmortales, que han sido infundidas en los cuerpos.

Si esto ocurre en el plano ontológico, en el plano gnoseológico la décima inteligencia hace que el intelecto posible -pasivo- de cada hombre individual pase de la potencia al acto. Lleva a cabo esto mediante la irradiación de los primeros principios (con lo que se logra el intelecto habitual); de los conceptos universales que aprehendemos a través de la abstracción (llegando así al intelecto en acto), y mediante la elevación de nuestro intelecto individual hasta el intelecto agente supremo (tarea difícil y reservada a unos pocos, de los únicos que puede predicarse el intelecto santo). En todas estas formas de contacto con el intelecto agente único, permanecen intactas la individualidad y la personalidad singular de cada hombre.

Éstas son algunas de las tesis del filósofo persa que ejercerán un influjo importante sobre Tomás de Aquino (la distinción real entre esencia y existencia o, mejor dicho, entre la essentia y el esse), sobre Buenaventura (la pluralidad de las formas en el individuo, forma espiritual y formas sensitivas y vegetativas), sobre Duns Escoto (la doctrina de las esencias) y sobre todos los pensadores citados, la

distinción entre esfera celestial y esfera terrestre, y bastantes otros aspectos de gnoseología y astronomía.

Sin embargo, más que sus diversas tesis particulares, lo que provocó el éxito de su pensamiento fue el intento de armonizar la filosofía aristotélica con la religión islámica y, por lo tanto -para los cristianos- con algunas tesis fundamentales del cristianismo, con el que no parecía previamente incompatible. En esto consistía la forma de valorar cualquier propuesta filosófica y, asimismo, el objetivo de muchas reformulaciones y rectificaciones que se produjeron más adelante.

3. EL ARISTOTELISMO DE AVERROES

1. La persona y las obras

En definitiva, el aristotelismo de Avicena no suscitó una excesiva perplejidad entre los filósofos cristianos, gracias a su permanente intento de conciliar las tesis de Aristóteles con las verdades de la religión islámica. Sin embargo, no sucedió lo mismo con el aristotelismo de Averroes. Averroes escribió un Tratado decisivo sobre el acuerdo entre filosofía y religión, obra que permaneció ignorada por la edad media. Afirma que quiere delimitar los ámbitos respectivos del saber y de la fe coránica, pero posee una confianza total y sin límites en la razón. Y ésta lo lleva a afirmar junto con Aristóteles la eternidad del mundo y a negar la inmortalidad del alma individual. Como es obvio, estos elementos hacen que la filosofía de Averroes se transforme muy pronto en fuente de preocupaciones para la autoridad eclesiástica y

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provoque encarnizados debates entre los maestros de la universidad de París.

Averroes nació en Córdoba en 1126, en el corazón de aquella España musulmana que perduró durante ocho siglos y en la que la cultura árabe, tanto la filosófica como la científica y la literaria, atravesó por uno de sus períodos más creativos. Fue jurista, médico, pero sobre todo un gran comentador de Aristóteles, y «transmitió a los pensadores de la baja edad media una problemática metafísica de excepcional valor histórico» (C. Vasoli). En cuanto comentador de Aristóteles, Averroes redactó tres tipos de comentarios: el Comentario medio o paráfrasis libres del texto; epítomes o simples compendios, sin una relación estricta con el texto; y el Gran comentario, referente a la Física, la Metafísica, el De anima, el De coelo y los Analíticos primeros, en el que se reproduce en su totalidad el texto de Aristóteles, comentándolo párrafo a párrafo. Dicha obra fue redactada en abierta polémica con las presuntamente falsas interpretaciones de Aristóteles, sobre todo la de Avicena, y manifestó el enorme aprecio que Averroes experimentaba por el Estagirita. Se refiere a Aristóteles en los siguientes términos: «Ninguno de los que han venido después de él hasta nuestros días, es decir, durante 1500 años, ha podido agregar nada digno de mención a lo que él dijo. Es algo verdaderamente maravilloso que todo esto se encuentre en un solo hombre.» Dante se hará eco de esta extendida opinión, cuando afirma que Aristóteles «es el maestro de aquellos que saben». Los medievales sólo conocieron y discutieron el Gran comentario, pero Averroes había escrito otras obras: el Tratado decisivo sobre el acuerdo entre filosofía y religión, La conjunción entre el intelecto material y el intelecto separado y la eternidad del mundo. Al

principio fue protegido por los monarcas, pero más tarde debió exiliarse por ser considerado un incrédulo y murió en Marruecos en 1198.

3.2. El primado de la filosofía y la eternidad del mundo

Convencido de que la verdadera filosofía era la de Aristóteles, Averroes intentó captar su auténtico pensamiento a través de un comentario escrupuloso. De este modo, estaría en condiciones de ofrecer una exposición filosófica no sólo independiente de la teología y de la religión, sino también sede privilegiada de la verdad. Escribe Averroes: «La doctrina de Aristóteles coincide con la verdad suprema.» Esta es la razón por la que Averroes considera justo que se piense que Aristóteles «fue creado y nos fue concedido por la providencia divina, para que pudiésemos conocer todo lo cognoscible». Al defenderse de las acusaciones de incredulidad, Averroes subraya de manera notable el siguiente hecho: las divergencias de opinión entre filósofos y teólogos deben atribuirse diferencias de interpretación, más que a una diversidad efectiva de principios esenciales, negados por unos y defendidos por los otros. En tales divergencias es preciso ponerse del lado de los filósofos: éstos, al servirse de la razón, no hacen más que atenerse al derecho tutelado por la religión misma. Si es cierto que la filosofía y la religión enseñan la verdad, entre ambas no puede haber un desacuerdo sustancial. Cuando se planteen diferencias, se hace preciso entonces interpretar el texto religioso en el sentido exigido por la razón, ya que sólo hay una verdad, la de la filosofía. No existe, pues, una doble verdad. Sólo existe la verdad de la razón, y las verdades religiosas expuestas en el Corán constituyen símbolos imperfectos, que hay que

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interpretar para las mentalidades sencillas e ignorantes, de la única verdad que la filosofía se encarga de sistematizar con rigor.

Además de esta tesis fundamental, en tajante oposición al talante de concordia propio de Avicena, Averroes insiste junto con Aristóteles en que el supremo motor y los motores celestiales -al ser inteligencias que, pensándose, reflexionan sobre sí mismas- mueven necesariamente no como causas eficientes sino como causas finales, esto es, como aquel bien o perfección al que aspira cada cielo a través de su movimiento. En consecuencia, entre el motor supremo y los motores intermedios no se da una relación de eficiencia, como afirmaba Avicena, sino de finalidad. El movimiento que garantiza la unidad de todo el universo es el correspondiente al primer motor y, por lo tanto, es eterno, de naturaleza final y no eficiente. La tesis de la eternidad del mundo y el carácter necesario del movimiento del primer motor se integran en la misma concepción aristotélica de Dios como pensamiento de pensamiento y, así, como actividad necesaria y eterna.

3.3. La unicidad del intelecto humano

Además del primado de la filosofía y de la eternidad del mundo, la tercera tesis sobre la que disputarán los medievales es la que se refiere a la unicidad del intelecto posible, el único del cual puede predicarse la inmortalidad, hasta el punto de que Averroes niega la inmortalidad individual.

El intelecto posible, a través del cual conocemos y formulamos nociones y principios universales, no puede ser individual: no puede ser forma del cuerpo, porque en tal caso no se hallaría disponible ante las formas inteligibles de carácter universal. Debido a esto, Aristóteles cuando habla del intelecto dice que es separado, simple, impasible e inalterable. Si fuese individual, el intelecto quedaría individualizado por la materia, ya que ésta es el principio de individuación, y, en consecuencia, sería incapaz de llegar hasta lo universal y el saber. El intelecto, pues, es único para toda la humanidad y no está mezclado con la materia. Entonces, ¿cómo puede conocer el hombre individual? ¿En qué sentido cabe hablar de un conocimiento individual? El intelecto posible, en cuanto tal, conoce al pasar de la potencia al acto. Para este propósito necesita al intelecto activo o inteligencia divina que, al ser en acto, puede llevar a cabo dicha acción. Escribe Averroes: «Al igual que la luz hace que el color en potencia llegue al acto, de modo que pueda mover el sentido de la vista, de la misma manera el intelecto agente hace que los conceptos inteligibles en potencia pasen al acto, con objeto de que los reciba el intelecto material.» Sin embargo, el intelecto agente no actúa directamente sobre el intelecto posible, sino sobre la fantasía o imaginación, que al ser sensible sólo contiene los universales de una manera potencial. Esta imaginación sensible sobre la que actúa el intelecto divino es la que -puesto que es individual- da la sensación de que el conocimiento es individual. En realidad, esa imaginación no es más que un recipiente potencial de los universales: éstos, sin embargo, actualizados por la luz del intelecto divino, sólo pueden ser recibidos por el intelecto posible que se convierte en actual y que es por sí mismo espiritual y, en consecuencia, único, separado, no mezclado con la materia y supraindividual. Por lo tanto, no sólo es único el

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intelecto divino, sino también el intelecto posible. Es único para todos los hombres, y éstos se unen transitoriamente con él a través de la fantasía o imaginación, en la que se hallan contenidos de forma potencial los universales. Así, el acto de entender pertenece al hombre individual en la medida en que se halla ligado con la fantasía o imaginación sensible, y al mismo tiempo es supraindividual, ya que el universal en acto no puede hallarse contenido en el hombre individual, dada la desproporción existente entre éste y el carácter supraindividual del universal. En el fondo, con esta tesis Averroes pretende salvaguardar el saber que no perece en el individuo, ya que es patrimonio de toda la humanidad. El archivo donde se conservan estos resultados en beneficio de la humanidad es el llamado «intelecto posible», superior a la capacidad del individuo y, por lo tanto, independiente. Es una especie de mundo de las ideas o de «mundo 3», como diríamos hoy, integrado por ideas, por creaciones humanas que trascienden al individuo y sobreviven a él, para llegar a otras adquisiciones mediante las cuales se incrementa la actualización del intelecto posible, hasta que tal actualización sea completa, con lo que quedará cerrada la historia de la humanidad. Al llegar a esta meta, se llevará a cabo la perfecta unión del intelecto posible actualizado por el saber con el intelecto divino que siempre es en acto. La actualización laboriosamente madurada del intelecto posible se unirá con la permanente actualización del intelecto divino. En esto consiste la unión mística final, a la que hacen referencia las religiones.

3.4. Las consecuencias de la unicidad del intelecto

Las tesis referentes al lugar de la filosofía en el ámbito del saber y a la eternidad del mundo fueron replanteadas de modos diversos. Sin embargo, la tesis que más debates provocó entre los medievales fue la de la unicidad del intelecto posible, porque se hallaba en una clara oposición con la fe en la inmortalidad personal, uno de los núcleos de fondo de la religión cristiana y de las demás religiones. Si el intelecto posible no forma parte del alma humana, sino que se halla unido a ella sólo de un modo temporal, la inmortalidad no pertenece al hombre individual sino a esta realidad supraindividual. Dante, que ensalza a Averroes como aquel que «hizo el gran comentario», la anatematiza como perteneciente a las filas de aquellos que «matan el alma junto con el cuerpo».

Ahora bien, esta doctrina se prestaba a dos interpretaciones distintas, una de carácter ascético y la otra de carácter materialista y hedonista. Es cierto que la actividad vegetativo-sensitiva es típica del alma, que es la forma del cuerpo. No obstante, mientras que «en los animales inferiores al hombre, el alma vegetativo-sensitiva es el término último de la evolución orgánica y ya no se eleva más, en el hombre, por lo contrario, el alma vegetativo-sensitiva posee la aptitud de elevarse por encima de la pura animalidad y de unirse con el intelecto» (B. Nardi). Esta interpretación ascético-mística era viable y quizás estaba bien fundamentada. Sin embargo, la interpretación más extendida, en consonancia con el despertar de la vida económica y con el redescubrimiento de la positividad terrenal, fue la de signo hedonista. Si con la muerte desaparece todo lo individual y si en definitiva el hombre no es responsable de su actividad espiritual, dado que es supraindividual, entonces cualquier discurso sobre la muerte y sus

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consecuencias -con respecto sobre todo a la vanidad del mundo- pierde su fuerza y se convierte en mera ficción. No resulta difícil detectar aquí los primeros e inequívocos gérmenes de una concepción materialista o por lo menos naturalista de la vida y del hombre, alimentados por el redescubrimiento de algunos clásicos del pensamiento antiguo. En la materia todo se transforma y se mueve eternamente, nace en otro lugar y en otro tiempo, en un ciclo perenne, con respecto al cual el individuo no es más que una aparición fugaz.

3.5. Las primeras condenas del aristotelismo

Estas conclusiones, en especial, sirvieron para animar el debate entre los escolásticos, que se mostraron decididos a combatir las premisas de las que se derivaban. Utilizaron para ello dos caminos distintos: efectuar una lectura más atenta de Aristóteles y redescubrir el sentido más genuino de algunas verdades de la religión cristiana. Este es el contexto en el que hay que interpretar la prohibición que Roberto de Courcon hizo constar en los primeros estatutos universitarios, de 1215: «Como fundamento de la Lectura utilícense los libros de Aristóteles sobre la dialéctica, tanto los de la antigua como los de la nueva lógica, en los cursos institucionales, pero no en los extraordinarios [...]. En cambio, no se lean la Metafísica o los libros naturales de Aristóteles, ni sus síntesis (los comentarios de Averroes).» Lo mismo ocurre en el caso de Gregorio IX, quien --con ocasión de la huelga de estudiantes que duró 18 meses, a la que no era ajeno el problema del aristotelismo, defendido en la facultad de artes pero rechazado por la facultad de teología- confirmó en 1231 la prohibición

de 1215, pero sólo mientras los escritos de Aristóteles no hayan sido rectificados (Quousque examinati fuerint et ab omni suspicione purgati).

La comisión encargada de esta tarea, nombrada por Gregorio IX y compuesta por personas que habían dado pruebas de apertura ante las nuevas corrientes filosóficas (Guillermo de Auxerre, Esteban de Provins y Simón de Authie), no llevó a cabo la labor de revisión de los escritos aristotélicos debido a la complejidad de los problemas y también, quizás, a la falta de pericia de sus miembros. Sin embargo, lo que no fue realizado desde una posición de autoridad se llevó a cabo de manera espontánea y gradual, a través de la reflexión crítica y de vivos debates entre los pensadores cristianos. En esencia, se siguieron dos caminos distintos: uno de ellos consistía en una mayor proximidad a las indicaciones de Aristóteles, replanteadas y corregidas en el contexto de tesis propiamente cristianas; el otro camino se aproximaba más a las sugerencias agustinianas, combinadas con elementos de origen aristotélico. La primera vía fue la seguida por santo Tomás de Aquino, mientras que la segunda fue la de san Buenaventura, comprometidos ambos en la obra de conciliar la razón con la fe. Tanto uno como otro estuvieron precedidos por otros intentos, entre los que merecen una atención particular el de san Alberto Magno, maestro de santo Tomás, y el de Alejandro de Hales, maestro de san Buenaventura.

4. MOISÉS MAIMÓNIDES y LA FILOSOFÍA JUDÍA

No sólo los árabes, sino también los judíos, influyeron sobre el pensamiento occidental. Los judíos, que vivían en comunidades

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dispersas por todo el imperio árabe, trataron de mantenerse fieles a sus tradiciones y jamás perdieron ni el monoteísmo ni la noción de creación ex nihilo. No obstante, estuvieron sometidos al influjo de la cultura árabe, tan rica y tan floreciente, para no hablar de los temas religiosos de fondo, que eran compartidos por la religión musulmana y la judía. Médico de los califas de Kairnan, Isaac Hebreo (aprox. 865-955) es autor de obras -que más tarde se popularizaron en Occidente- en las que se entrelazan nociones de origen neo platónico con ideas físicas y médicas. En España y en el siglo XI, en cambio, vivió Ibn Gabirol, que los latinos conocieron con el nombre de Avicebrón (1021-1050/70). La obra de Avicebrón más estudiada por los escolásticos es Fons vitae, escrita en árabe pero traducida al latín por Juan Hispano y Domingo Gundisalvo. Esta obra ejerció tanta influencia que se consideraba que había sido redactada por un autor cristiano. En ella Avicebrón trata de armonizar los resultados de la razón (penetrada de neoplatonismo) con los principios esenciales de la religión judía. Por ejemplo, en lo que hace referencia a la relación entre Dios y el mundo, Avicebrón sostiene que todas las substancias -excepto Dios- están compuestas de materia y forma, incluso las que son espirituales. Esta es la doctrina del hilemorfismo universal. La materia y la forma se ven empujadas a unirse entre sí por una voluntad. El Creador mismo es quien les participa dicho impulso. Avicebrón escribe: «Sólo hay tres cosas en el ser: por una parte, la materia y la forma; por otra, la esencia primera y, finalmente, la voluntad que es el medio entre ambos extremos.»

El pensamiento de Moisés Maimónides (1135-1204) fue mucho más influyente que el de Avicebrón. Más profundo y más racional, notablemente influido por las doctrinas aristotélicas que tuvo ocasión de

conocer a través de los árabes, Maimónides nació en Córdoba en 1135. Obligado a abandonar España por la intolerante actitud de los almohades, se refugió en Fez (Marruecos) y luego viajó a Palestina, para acabar más tarde en El Cairo. Traficó en piedras preciosas, pero en El Cairo también se dedicó a la enseñanza, conquistando gran prestigio como filósofo y teólogo, y en particular como médico. El visir del sultán Saladino lo nombró médico de la corte y de este modo ya no tuvo necesidad de ganarse la vida como comerciante, pudiendo dedicarse exclusivamente a sus estudios.

Maimónides escribió sobre medicina y sobre teología, pero su obra más conocida fue la Guía de perplejos. El libro está dirigido a cuantos se hallan abrumados por la perplejidad que provocan los aparentes conflictos entre la razón y la fe. Maimónides, precisamente, escribe su Guía de perplejos para mostrar cómo la filosofía y la Biblia son, en realidad, conciliables. Para él, al igual que para Avicena, se puede demostrar que Dios existe y también se puede llegar a comprender que es uno e incorpóreo.

Las cosas existentes son contingentes, no poseen en sí mismas la razón de su propia existencia y, por consiguiente, reclaman un Ser necesario. Sin embargo, a diferencia de Avicena, Maimónides no acepta en absoluto la doctrina de la eternidad del mundo, porque las pruebas aristotélicas de dicha tesis no resultan concluyentes. En consecuencia, el creyente puede aceptar con toda tranquilidad el dogma de la creación. El mundo no es eterno y es contingente. Es resultado de la libre voluntad divina. Dios es la causa eficiente y la causa final de todo el universo. En cambio, Maimónides se muestra próximo a las

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concepciones de Averroes cuando afirma que el intelecto agente es único y separado, para todos los hombres. Cada uno de estos, empero, posee el intelecto pasivo que conoce a través de la actividad del intelecto activo. De esto se deduce, en opinión de Maimónides, que la inmortalidad no corresponde al hombre individual, ya que debido a la corrupción del cuerpo la diferencia entre los individuos se desvanece y sólo queda el puro intelecto. El hombre no es inmortal en cuanto individuo, sino sólo como parte del intelecto activo. Los filósofos escolásticos a menudo hicieron suyas las tesis de Maimónides; «no fue por azar que el mismo Tomás de Aquino analizó cuestiones y temas muy próximos a los del teólogo judío, cuando quiso delimitar las fronteras entre teología y filosofía y, al mismo tiempo, su continuidad dentro del ámbito de una convergencia absoluta entre razón y fe» (C. Vasoli).

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