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3ONALD, O LA CONSTITUCIÓN NATURAL DE LAS SOCIEDADES D

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3ONALD, O LA CONSTITUCIÓN NATURAL DE LAS SOCIEDADES

D

JDONALD es un escntor que nos admira por su habili- dad para vincular unas conclusiones políticas con unos principios especulativos al parecer alejadísimos de ellas.

¿Quién iba a pensar que iba a fundarse sobre una teo- -ría del lenguaje nada menos que el edificio de una polí- tica militante? Pues eile prodigio lo realizó el vizconde Luis de Bonald entre los años de 1796 y 1830, fechas

•extremas de su obra, con las que se abre y se cierra uno

•<le los jardines más curiosamente geométricos de la filo- .sofía.

La primera vez que leí el nombre de Bonald fue -encabezando la potente oda que le había dedicado Lamartine en 1817, muchos años antes de que el poeta proclamase, tan lejos de Bonald, la República francesa desde el balcón del Ayuntamiento de París. No

•sospechaba yo entonces que ese nombre hubiera de ser para mí otra cosa que el contertulio del salón de Mada- rme Charles, amada del poeta y heroína de El Lago. Sólo mucho después, con las obras del filósofo en la mano, pude darme cuenta de que eite autor había respondido -con extraña originalidad al llamamiento de una hora 'de Europa que comenzó con la Revolución francesa y todavía no ha acabado.

El pensamiento moderno había querido exaltar los 55

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derechos del individuo, hasta el extremo de liberarle de toda traba que no fuera la de obedecerse a sí mismo.

Para ello se había valido de un procedimiento muy có- modo : negar la naturaleza social del hombre. Es la en- señanza de Hobbes y de Rousseau. El hombre moder- no, rompiendo las regulaciones provinientes de la ley natural y de la ley eterna, comienza entonces a querer inventarse su destino y su mundo, y se pone a revolu- cionar la sociedad civil por medio de constituciones po- líticas y religiosas.

Bonald es como el alguacil de estos desmandados:

pensadores. Alguacil alguacilado, porque los discípulos-, de Rousseau le hacen huir de Francia y refugiarse en»

Heidelberg, donde, a los cuarenta años de edad, co- mienza, en el exilio, su carrera de insobornable escritor político.

Frente a la afirmación de que el hombre no tiene- naturaleza social y que, por consiguiente, la sociedad no es algo natural, sino el resultado de un contrato vo- luntario y libre, Bonald va a enarbolar la tesis contra- ria : el hombre es naturalmente social, hasta el extre- mo de tener que hablar de una conflitución natural dé- las sociedades.

En las siguientes páginas voy a tratar de las razo- nes en que Bonald apoya su tesis, agrupadas en cuatro- partes. La primera está consagrada al hecho primitivo- del lenguaje; la segunda, a las tres grandes categorías sociales y a su combinación natural; la tercera trata de- la excelencia de la monarquía, tipo de sociedad natural- mente constituida, y de su degeneración en la democra- cia; la cuarta, en fin, se aplica al estudio de las analo- gías entre los fenómenos políticos y religiosos que co- existen naturalmente en la sociedad civil.

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EL HECHO NATURAL DEL LENGUAJE

1. La ideología de Bonald.

«La ideología matará a la filosofía moderna», había?, exclamado Bonald en un rincón del discurso prelimi- nar de su Legislation primitive. Se refería a la ideolo- gía inventada por Destutt de Tracy y sus adeptos del.

siglo XVIII. Sabía que el estudio de los signos y de las- expresiones lingüísticas, a.los que la ideología diecio- chesca había otorgado un interés tan grande, le sumis- traba a él, vizconde Luis de Bonald, un principio doc- trinal que podía acabar con el ateísmo de la filosofía- moderna : la verdad de que el lenguaje no había podi- do ser inventado por el hombre y era, por consiguien- te, una revelación de Dios.

Y ¡qué consecuencia más espléndida se iba a de- rivar de esto para la política! Porque si el hombre no- ha inventado la palabra, que es el vínculo social y polí- tico por excelencia, si la palabra está entrañada en su.

naturaleza, es que su naturaleza es de índole social y política, contra lo que pretendía Rousseau. Y si el hom- bre es naturalmente social, el revolucionario que inten- ta destruir la sociedad hasta sus últimas bases para re- hacerla a su güito pecará siempre contra la naturaleza.

De estas atinadas razones Bonald concibió un em- peño desorbitado: mostrarnos que el lenguaje es el pri- mer principio de la filosofía, concebida como la ciencia, de Dios, del hombre y de la sociedad.

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2. La invención del lenguaje.

Bonald, colocado en medio de las íncertidumbres -en que le deja la filosofía, su eterna inconsistencia y sus

•divisiones interminables, condenada, como las Danai-

•des de la fábula, a recomenzar sin cesar un trabajo que nunca termina, empieza preguntándose si no sería po- sible encontrar en los hechos públicos un fundamento 3. las doctrinas filosóficas más sólido que el buscado liasta ahora en las opiniones, personales (1).

Bonald da la respuesta poniendo su mirada en el

•lenguaje. «Este hecho —dice— es, o me parece ser, el don primitivo y necesario del lenguaje dado al género

^humano» (2).

El argumento principal que ofrece Bonald para as- cender desde este hecho primitivo y público del len- guaje a la existencia de Dios se basa en la imposibili- dad de que el hombre se haya elevado por sí mismo, y sin más facultades que las que le conocemos, hasta ar- bitrar esa sorprendente propiedad de su naturaleza que es el lenguaje. El hombre ha sido incapaz de inventar

•el lenguaje. No ha podido encontrar la expresión de su pensamiento, porque para ello era necesario tener antes -el pensamiento de esa expresión. Como va a decir Bo- nald con frase lapidana: «El hombre piensa su pala- bra antes de hablar su pensamiento», o, lo que es igual,

(1) Recberches philosophiques sur les premiers objets des con- ttaissances morales, cap. 1 (III, 41). Los dos últimos números (entre

•paréntesis) de las atas referentes a las obras de Bonald indican el

¿tomo y la columna de la edición de Migne, Oeuvres completes de JA. de Bonald, tres volúmenes, París, 1859.

(2) Op. cit.. ibídem (III, 45).

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«el hombre no puede hablar su pensamiento sin pen- sar su palabra» (3).

Ya Rousseau había dicho anteriormente, en una sentencia muy citada por nuestro autor: «Me parece cjüe ha sido necesaria la palabra para inventar la pala- bra.» En realidad, esta opinión no hace más que corro- borar la estrecha relación de los conceptos con el len- guaje en que se expresan. El lenguaje no puede haber sido invención humana, y no en vano dijo Balmes en su Ideología pura que «si para el desarrollo de las fa- cultades intelectuales y morales es necesana la palabra, los hombres sin lenguaje no pudieron concebir y eje- cutar uno de los inventos más admirables» (4).

3. El origen de las ideas.

La admisión del lenguaje como principio de la filo- sofía nos descubre además una de las más curiosas con- cepciones de Bonald: la referente al origen de las ideas y de las verdades que son su objeto.

Según el autor de las Recherches philosophiques sur les premiers objets des connaissances morales, hay dos tipos de verdades: unas son las verdades genera- les, morales o sociales; otras son las verdades particu- lares, individuales o hechos físicos. Las primeras son objeto de las ideas, las otras, de las imágenes o de las sensaciones. Lo curioso es que Bonald identifica lo ge- neral con lo moral o lo social; y considera lo particu-

(3) Of. cit., cap..2 (III, 64).

(4) Balmes, Filosofía elemental, «Ideología pura», cap. 27, nú- mero 229.

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lar como lo individual o lo físico. He aquí un párrafo- con que caracteriza el primer género de verdades: «La causa primera y sus atributos de poder, de orden, de sabiduría, de justicia, de inteligencia, la existencia de los espíritus, la distinción del bien y del mal, son ver- dades generales, universales, morales, sociales, divinas, eternas (palabras todas sinónimas), porque nuestro es- píritu no puede figurarse el objeto de ellas directamen- te y en sí mismo bajo ninguna imagen; porque no pue- de recibir ninguna sensación de ellas; porque estas ver- dades no están limitadas ni por los lugares ni por los tiempos, y porque son el fundamento de todo orden y la razón de toda sociedad.» Y oída esta estrofa referen- te a las verdades generales, oigamos la antistrofa rela- tiva a las verdades particulares: «La materia y todas sus propiedades, y todos sus accidentes o hechos físi- cos son el objeto de las verdades locales, temporales, particulares, individuales, físicas, porque la materia está compuesta de partes limitadas a un tiempo y un lugar, y porque nos es conocida por sensaciones individua- les» (5).

Esta estrofa y antistrofa nos conduciría a un estri- billo sumamente conocido: que las verdades generales son propiamente el objeto de nuestras ideas, y que las verdades particulares o hechos físicos son el objeto de nuestras imágenes; pero entonces ¿por qué Bonald ha adornado a las verdades generales con el calificativo de morales o sociales? Y ¿por qué a las otras las llama sim- plemente físicas o individuales?

Aquí es donde viene a darnos soluciones su teoría del lenguaje. Las verdades generales se llaman también

(5) Op. cit.. cap. 1 (III, 51-52).

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morales y sociales porque nos las ha suministrado la sociedad por medio del lenguaje; las verdades particu- lares se llaman físicas o individuales porque cada hom-

£>re las conoce por sí mismo mediante los sentidos y las impresiones que recibe de los objetos exteriores.

El lenguaje es imprescindible para conocer las pri- meras : eilas ideas generales, morales o sociales, «no siendo conocidas de nueilro espíritu más que por las ex- presiones que nos las hacen presentes y perceptibles, las encontramos todas y naturalmente, en la sociedad 3. la que pertenecemos, y que nos transmite el conoci- miento de ellas al comunicarnos la lengua que ha- bla» (6).

En cambio, para conocer las otras verdades, par- ticulares, físicas o individuales, no es necesario el len- guaje; su origen no eilá en la sociedad, sino en el hom- bre mismo y en los sentidos que se las transmiten. «No Tiay ninguna necesidad del lenguaje para percibirlas

—dice Bonald—, porque los animales, a los que se ha rehusado la palabra, las perciben como él.» Respecflo de -eilas verdades físicas, la palabra sólo es necesaria cuan- do el hombre quiere combinar y generalizar eilas imá- genes y eilas sensaciones, y hacer de ellas nociones abs-

*ráelas.

4. El tradicionalismo.

Las verdades generales, morales o sociales, transmi- tidas por medio del lenguaje, son el fundamento de la sociedad. Eilas verdades merecen todo nueilro crédito.

Nada de duda metódica respecto de ellas; nada de

(6) Op. cit., ibídem.

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examinar los motivos. que hay para invocarlas o rehu- sarlas. Bonald en este extremo mantiene una posición clarísima. Las verdades morales constituyen el orden social que nos mantiene a todos, y cuya supresión anonadaría a la sociedad misma, que es la encargada de conservar al género humano. ¿Discutir? Eso queda para los físicos, cuyas verdades especulativas no impor- tan para los asuntos de la vida. Que si el movimiento de la tierra alrededor del sol, que si la causa de las ma- reas por la atracción de la luna, éstas son cosas cuyo sa- ber no cambia el curso de la naturaleza. La tierra, espe- rando la decisión que toman los sabios acerca de su mo- vimiento, arrasara lo mismo al que le afirma y al que le niega, o al que no sabe si afirmarlo o negarlo. Por eso, aludiendo al pasaje bíblico que. presenta al munda como entregado por Dios a las discusiones de los hom- bres, dice Bonald que ese mundo livré a nos disfutes no ha sido el mundo moral, sino el mundo físico (7).

¿Que se desprende de todo esto? Que las verdades morales son verdades creídas, y que las verdades físicas son verdades vistas. Pero como las verdades morales son superiores a las físicas, resulta que la fe es también su- perior a la visión, la creencia superior a la evidencia.

¿No es esto harto chocante? Ahora nos explicamos por qué Bonald ha pasado a la historia del pensamiento como un representante del fideísmo.

«Hay que comenzar por creer algo si se quiere sa- ber algo; porque si en las cosas físicas saber es ver y tocar, saber en moral es creer lo que no se puede captar por los sentidos. Así es menester creer, apoyándose erv la fe del género humano, en las verdades universales y..

(7) Of. cit.. ibídem (III, 57).

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por consiguiente, necesarias a la conservación de la so- ciedad» (8). Bpnald no se olvida de repetir cuáles son.

estas verdades universales: la existencia de Dios y de los espíritus, la inmortalidad del alma, la distinción de lo justo y lo injusto y otras cosas no menos decisivas- para la vida humana.

Es como si Bonald me dijese que asiento a las ver- dades del orden moral no porque vea que son verdades,, sino porque me lo dicen los hombres; y creo a éstos porque han recibido estas verdades de una revelación- de Dios transmitida tradicionalmente con el lenguaje.

Eila posición filosófica, a la que se ha llamado después- tradicionalismo, hace de la autoridad humana o divina criterio supremo de toda la verdad y la certeza natu- ral. Pero ¿no dependerá la autoridad de otro criterio todavía más alto, gracias al cual sepamos que la autori- dad existe y que tiene valor? Porque para que la auto- ridad humana sea criterio de verdad yo debo saber ob- viamente que existen hombres que testifican algo y que su testimonio es verdadero. Y esto no puedo saber- lo por la misma autoridad, sino por evidencia intelec- tual. Parejamente, para que la autoridad divina sea cri- terio de la verdad debo saber antes ser cierto que Dios- existe, y que atestigua algo, a más del valor de su testi- monio.

5. La mitigación del tradicionalismo.

Movido quizá por estas y otras dificultades, Bonald1

mitigó su tradicionalismo con otra posición filosófica-, tampoco inmune de reparos, pero que contrarresta en*

(8) Op. cit., ibídem (III, 59).

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jparte los defectos de la precedente. Hasta aquí hemos visto que Bonald sostiene un doble origen de nuestros 'Conocimientos. La sociedad, por medio del lenguaje, le

•da las verdades generales, que por eso se llaman mo- rales o sociales; el individuo, por medio de los sentidos,

•capta las verdades particulares, que por eso se denomi- nan físicas o individuales. Las verdades morales son -creídas; las verdades físicas son vistas.

Pero, ¿es éste el pensamiento íntegro de Bonald?

Xa lectura directa de sus obras nos dice a las claras que no. De ellas se desprende palmariamente que todas las verdades, tanto las morales como las físicas, son verda- des evidentes y vistas.

Aquí intervienen dos personajes históricos ante cuya

•ideología quiere tomar Bonald una posición interme- -dia: Malebranche ,por un lado; Condillac, por el otro.

Nos damos cuenta de ello leyendo su obrita Disserta- tion sur la fensée de l'homme et sur son expression;

-y encontramos resumida su posición en una nota de su .Essay analytique sur les lois naturelles de l'ordre social,

y en algunas páginas de su Legislation primitive.

Hay dos sistemas extremos —viene a decir Bo- nald—: el de Malebranche por un lado y el de Lockc y Condillac por el otro. Lino quiere que veamos en Dios todas nuestras ideas, el otro quiere que las reciba-

;mos todas por el canal de la materia o los sentidos. Bo- nald pretende quitar a cada uno lo que tiene de exclu- sivo y demasiado absoluto, juzgando que las ideas ge- nerales o simples, que se pueden llamar sociales por-

~que son el elemento de toda sociedad: razón, justicia, bondad, belleza, etc., se ven en Dios, puesto que son la idea de Dios mismo, considerado bajo estos diversos .^tributos; y que las ideas colectivas y compuestas, que

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él llama individuales, porque son imágenes, o nacen en -cada hombre de sus sensaciones, vienen a nueilra ima- ginación por los sentidos. Sin embargo, nuestras ideas, incluso simples, deben mucho a los sentidos, puesto

•que les debe el signo que las expresa y las despierta, sin el cual no podríamos hablar de ellas a los demás, ni si- guiera hablarnos de ellas a nosotros mismos; y las ideas más compuertas deben también mucho al puro enten-

•dimiento, porque éste las recibe y combina en relación con las ideas simples.

Esta ideología, a caballo sobre el sistema de Male- branche y el de Condillac, quita a cada uno de ellos su -exclusivismo. Las ideas generales —y sólo éstas— las ve- _mos en Dios; las verdades particulares —y éstas sólo—

se las suministra el individuo a sí propio por medio de los sentidos. Malebranche y Condillac son concertados -en el sistema ideológico de Bonald, pues ni todas las verdades las vemos en Dios, como quería el primero, ni todas las verdades nos vienen por los sentidos exter- nos, como pretendía el segundo; y hay un mutuo con- dicionamiento de ambos órdenes, el puro y el empíri- co, porque sin el lenguaje, que pertenece al*orden.em- . pírico, no podríamos ver las ideas en Dios; y sin el en- tendimiento, que pertenece al orden puro, no podría- :mos combinar y hacer uso intelectual de las sensaciones.

Este sistema ideológico nos invita a resaltar una consecuencia que suele pasarse por alto cuando se di- serta sobre su autor. Bonald, bajo la influencia de Ma- labranche, admite que las verdades morales son verda- des evidentes, verdades no creídas, sino vistas, y vistas, nada menos, en Dios mismo. Y bajo la influencia de Condillac y de la ideología sensualista admite que el

•concurso de los signos sensibles que forman el lengua-

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je son necesarios para despertar las ideas. La consecuen- cia que resulta de esto es muy importante: las ideas- morales no son ya meramente aceptadas por el crédito que damos al género humano y a la sociedad, como- quiere el tradicionalismo, porque son vistas con abso- luta evidencia; y el lenguaje que concurre para su vi- sión no es un vehícuJo Je ideas, sino una mera ocasión sensible de despertarlas.

¿Desaparece entonces el célebre tradicionalismo de- Bonald? A mi entender persiste, pero sumamente mi- tigado, en la afirmación de que es precisamente el len- guaje el elemento sensible que debe suscitar en nosotros la visión de la idea; el lenguaje, un elemento social, y transmisible por tradición, una realidad esencialmen- te tradicional.

II

LAS TRES GRANDES CATEGORÍAS

1. Las categorías fundamentales.

Entre las ideas generales, morales o sociales que nos- ha dado Dios por medio del lenguaje para fundamento- de la sociedad, se encuentran, según Bonald, tres cate- gorías, que son, a su ver, «las más absolutamente gene- rales que la razón puede concebir, y que son expresa- das por los términos más absolutamente generales que la lengua puede suministrar». Eilos privilegiados con- ceptos son los llamados causa, medio y efeólo, que

«comprenden absolutamente todos los seres, desde Dios.

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hasta el gusanillo» (9). No se trata de una opinión inci- dental en la obra del filósofo, sino de una sentencia bá- sica de su sistema. aO la razón humana no es más que un resplandor vano y engañoso, o todo, seres y relacio- nes, exiir.enr.es o incluso posibles, está comprendido, en esta categoría general, y la más general posible: cau- sa, medio, efeélo» (10). •

L# cosa no deja de ser chocante, porque es obvio que el entendimiento humano dispone de conceptos más preeminentes que los tres citados. ¿No es más am- plio, por ejemplo, el concepto del ser, que los abarca a los tres? Y el mismo concepto de causa ¿ha de unir- se siempre con un medio al efecto? Con su proceder Bonald restringe la noción de causa a las solas causas creadas: de suerte que su concepto cuadra para el gu- sanillo, pero no sirve para Dios, que es inmediatamen- te operativo por su misma sustancia/ Esto sin contar que no toda causa es eficiente, pues puede ser también material, formal y final.

Bonald aduce la razón de qué toda cosa es o causa o medio o efeélo (11); pero es fácil ver que estos tér- minos no se excluyen entre sí a manera de géneros su- premos, como sería menester para que fuesen catego- rías. La cuartilla sobre la que escribo es causa de que estas líneas sean legibles; y, a la vez, medio de hacer llegar al lector mis pensamientos; y, a la vez, efeélo del fabricante del papel.

(9) Principe conñitutij de la societé, cap. 15 (I, 87).

(10) Legislation primitive, Disc. prelim. (I, 1.057).

(11) Op. cit., cap. 4, § 7, nota (I, 1.231).

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2. Las categorías sociales.

En el sistema de Bonald hay que considerar un paso ulterior de. extraordinaria importancia: la transforma- ción de ese trío: causa, medio y e\ec%o, en tres concep- tos más que van a jugar un papel capitalísimo en su obra: los conceptos de poder, miniñro y subdito. Aquí hemos dado un salto mortal que nos traslada por el aire desde el orbe de la metafísica al mundo de la moral.

Si convertimos la causa en -poder, el medio en miniñro y el efecto en subdito, sentimos que el lenguaje ha ad- quirido un calor humano que le faltaba antes. Hemos pasado de*las categorías fundamentales a las categorías sociales. Y Bonald da ese paso, definitivo en su sistema, y hace que ante nuestros ojos la causa se transfigure en poder, el medio se convierta en miniñro y el efeclo se transforme en subdito.

De esta suerte el sistema universal de los seres ex- presado por las tres categorías de causa, medio y efecto se encuentra de nuevo en el sistema particular del indi- viduo, la familia, el Estado y la Iglesia bajo los térmi- nos de poder, ministro y subdito. Aquí Bonald realiza un prodigio de virtuosismo para levantar la fábrica de sus conceptos. Así, cuando se pone a definir al hombre individual, le llama «una inteligencia servida por órga- nos», donde la inteligencia es causa y poder de sus ac- ciones, sus órganos, medios o ministros, y ¿1 mundo circundante, efecto o subdito. En la familia reaparece el poder bajo la especie de padre, el ministro bajo el as- pecto de madre, el subdito bajo figura de hijo. En la política el poder, ministro y subdito es el rey, la noble- za y el pueblo. En la religión, en fin, los tres términos

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toman la forma de Dios, mediador y hombres. Y en consecuencia de todo esto Bonald llega a expresar de manera cuasi gráfica la ambiciosa plenitud de su pen- samiento : «Así, el hombre está constituido como la fa- milia, la familia como el Estado, el Estado como la re- ligión; el hombre, la familia, el Estado, la religión, como el universo; y si quisiera hablar a la imaginación, me representaría círculos concéntricos que, comenzan- do por el hombre y terminando por el universo, se abar- can mutuamente y son todos abarcados por el gran círculo en el que estaría escrito causa, medio, efeólo. Y, sin duda, por un sentimiento confuso de esta verdad, los antiguos filósofos llamaban al hombre un mundo abreviado, un pequeño mundo» (12).

En este trío, el primer término es el preeminente y el que prevalece sobre todos los otros y los tiene bajo su dependencia. Es la causa, y, aunque escasamente aristotélico. Bonald quizá nos agradecería que apoyáse- mos su opinión con un axioma de Aristóteles: semper id magis tale est, propter quod unumquodque est tale (13). La causa, transfigurada en poder, domina y explica los otros términos, de suerte que no será raro que Bonald le dedique un interés preferente, y que la teoría del poder, que es la causa de la sociedad y su vo- luntad general, sea el objeto principal de sus lucubra- ciones.

3. La definición de la sociedad.

Bonald ha definido la sociedad como «una reunión de seres semejantes para su reproducción y conservación

(12) Principe conSlitutif, cap. 15 (I, 88).

(13) Arütótclcs, Anal. Pon., I, 2 (72 a 29).

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mutua» (14). Por eso es natural, necesaria para la pervi- vencia del hombre. Esta naturalidad y necesidad de la sociedad aparece primeramente en la sociedad doméstica y reaparece como una extensión suya en la sociedad pública, que se define lo mismo.

Jacques de Monléon, disertando recientemente en torno de la familia y la ciudad, ha puesto de relieve las graves consecuencias que reviste esta confusión de la sociedad doméstica y de la sociedad pública en la filo- sofía de Bonald. «El error no consiste en decir que la familia es necesaria a la reproducción y a la conservación del hombre. Tampoco consiste en tener a la sociedad política por natural y necesaria. Consiste en no ver que natural y necesario se toman en sentidos diferentes, y que no se les puede aplicar uniformemente a la familia y a la ciudad.» Según la aguda observación de este au- tor, «la primera es natural y necesaria a la formación y conservación del ser del hombre, mientras que la se- gunda es natural y necesaria por relación de su fin : Finis enim generationis hominis eñ forma humana;

non tamen finis hominis est forma ejus, sed per for- mam suam convenit sibi o-perari ad finem». Confundir ambas cosas es olvidar que la perfección ontológica de la sustancia no puede confundirse en las criaturas con la perfección teleológica de la acción; porque sólo en Dios se identifican la perfección en la línea del ser y la perfección en la línea de la acción (15).

(14) Legislation primitive, Disc. prelim. (I, 1.093). Es una de- finición que se repite continuamente en sus obras.

(15) Jacques de Monléon, Petites notes autour de la famille et Je la cité, en «Laval théologique et philosophique», III (1947), 265.

La cita en latín es de Tomás de Aquino, In II Physicorum, lect. 11, número 2.

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4. El paso del eñado doméstico al eñado público.

Con eilo llegamos a un punto de extraordinaria im- portancia en la filosofía bonaldiana: el referente a la

^peripecia que sufre la sociedad cuando pasa del estado

>domésT:ico al estado público. Es el problema de cómo las familias, hasta entonces aisladas, pudieron recono- cer un poder superior a todas ellas.

Bonald rechaza la hipótesis que hace derivar la for- mación de la sociedad de un derecho de conquiita; pero sobre todo instile contra la posibilidad, sostenida por Rousseau y los revolucionarios, de que la sociedad pro- venga de un contrato social. «La formación de la so- -ciedad pública no ha sido ni voluntaria ni forzada: ha

sido necesaria.-» Las familias han visto su vida y su pro- piedad amenazada por un enemigo peligroso, por el desbordamiento de un río o por animales feroces: el peligro común las reúne. La multitud está consterna- da: el temor y la. incapacidad la sugieren mil medios para salvarse y conservarse: todos son contradictorios.

Entonces surge el héroe, que arrastra a la multitud tras rsu juicio iluminado: he aquí el poder. Los hombres más hábiles y valientes le comprenden y se unen a él:

be aquí los ministros; y el resto de la muchedumbre, bajo la protección de su inteligencia y de su valentía, sirve a la acción del poder llevando víveres, armas, ma- teriales, según que haga falta combatir o trabajar: he .aquí los subditos. Bonald confirma su disertación con

un texto de los comentarios de Julio César (16).

Es palmario el empeño de Bonald, -guiado por su

(16) Principe constitutif, cap. 6 (I, 48).

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inaceptable definición de la sociedad: hacer ver que lat.

sociedad pública es necesaria para la conservación de las^

familias. Pero no considera que éstas consienten en ser regidas por el hombre mejor dotadc para defender- las, y que en este consentimiento ya existe un pacto implícito.

5. La constitución natural

Han aparecido ante nuestros ojos el poder, el mi- nistro y el subdito de la sociedad pública, y con ellos- su constitución natural. Como vemos, la constitución, es algo intrínseco a la sociedad desde su formación mis- ma y no es de invención humana. La constitución pa- rece ser, para Bonald, un término de derecho que tie- ne un valor casi fisiológico, tal como se emplea en las- ciencias naturales al hablar de la constitución del hom- bre. Es el temperamento, diríamos, la crasis de la so- ciedad, innato como ella, y no inventado ni fruto de un contrato libre. Por eso es diferente del régimen. El régimen es para Bonald un término equivalente a ad- ministración; y ésta debe ser más severa a medida que la constitución es más débil (17).

De aquí se deriva una consecuencia importantísima;

que se alza contra la corriente más escuchada del pen- samiento moderno: el hombre no debe quererle dar constituciones políticas o religiosas a la sociedad. ¡Aba- jo los forjadores de planes de salvación nacional, los in- ventores de sistemas sociales, las utopías que cifran en el ingenio humano el mantenimiento de la cosa públi-

(17) Cfr. De la loi sur l'organisation des corps adminiñratift (II, 355) y Principe conñiltitif, cap. 6 (I, 53).

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ca! Y, sobre todo, ¡abajo esa figura pretenciosa quet se ha disfrazado con el nombre de legislador \ A Bonald.

la figura del legislador le parecía una indecorosa suplan- tación de la única legisladora legítima: la naturaleza.

Todo su pensamiento se dirige contra ese hombre, in- dividual o colectivo, que aspira nada menos que a trans- formar la sociedad con unas leyes inventadas por él, en^

vez de ajustarse a las leyes que resultan de la natu- raleza providente de la sociedad.

Que éste es el pensamiento fundamental de Bonald"

lo demuestra el párrafo con el que comienza su Théorie.

du pouvoir: «En todos los tiempos el hombre ha que- rido erigirse en legislador de la sociedad política y en- reformador de la sociedad religiosa, y dar una coníli- tución a una y otra sociedad; ahora bien: yo creo po- sible demostrar que el hombre es tan incapaz de dar una constitución a la sociedad religiosa o política como- de dar la gravedad a los cuerpos o la extensión a la ma- teria, y que, lejos de poder conílituir la sociedad, el hombre, por su intervención, no puede más que impe- dir que la sociedad se conflituya o, para hablar más exactamente, no puede más que retrasar el éxito de loy esfuerzos que ella hace para llegar a su constitución:

natural» (18). ¿Hay palabras más claras? Todo el pen- samiento de Bonald está en ellas. Así empezó en su pri- mera obra, publicada en 1796, y así acabó también en la.

última, el Principe conñitutif, fechada en 1830, en la- que ofrecía a los príncipes cristianos nada menos que-

«una exposición simple y fiel del sistema eterno de las sociedad».

(18) Théorie du pouvoir, Prefacio (I, 121).

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6. Efeélos de la -pasión revolucionaria Pero de nada serviría clamar contra el legislador si

<el filósofo no explicase también las alteraciones que pro- duce su acción corrosiva en el organismo social, esto es, -el fruto amargo de la revolución. La revolución produce la degeneración de la sociedad: una sociedad revolu- cionaria es una sociedad degenerada. Ya sabemos que el siitema eterno de la sociedad tiene tres personas como

•componentes: poder, ministro y subdito. Pues bien, lo que establece la diferencia entre una sociedad per- fecta o natural y'una sociedad imperfecta o degenera- ba es que en la primera las tres personas sociales, po- der, ministro y subdito no han perdido su distinción mutua y mantienen relaciones naturales, fijas e inva- riables, es decir, relaciones necesarias que resultan de la naturaleza de las cosas, y que, en la segunda, pier- den su distinción y son confundidas, abstractas y va- riables. Así, como veremos en seguida, en la democra- -cia de signo rousseauniano engendrada por la revolu- ción, tipo de sociedad degenerada, «el pueblo, bajo for- mas más o menos disfrazadas, es tan pronto poder, tan pronto ministro y, desgraciadamente, siempre subdito -de los ambiciosos, que inflaman sus pasiones para sa-

tisfacer las de ellos» (19).

Y ¿qué es lo que introduce el desorden y la des- articulación entre las tres personas de la sociedad? Aca- tamos de oírlo: las pasiones humanas. Estas se alzan

•contra las inclinaciones de la naturaleza, que llevan de suyo hacia el equilibrio y la constitución natural. El

(19) Recherches philosophiques, cap. 2 (III, 79).

(21)

hombre lucha entonces contra la ley natural, que tien- de siempre a salvarle mientras el se empeña en perecer.

Porque el hombre revolucionario, queriendo legislar por su cuenta lo que sólo puede legislar la naturaleza, con- traría la tendencia de ésta a mantener el equilibrio.

«Eita tendencia contranada por las pasiones del hom- bre, este combate entre el hombre y la naturaleza para

•constituir la sociedad, es la única causa de las pertur- baciones que se manifiestan en el seno de las sociedades

•religiosas y políticas» (20).

Dejándose llevar por la ola de la naturaleza, la so- ciedad alcanza su constitución natural, se convierte en sociedad conBituída. Luchando contra ella perturba ese florecimiento natural y ocasiona la degeneración o el -estancamiento de la sociedad no conílituída. En el ex- tremo más perfecto del primer linaje de sociedades se yergue la monarquía real; en el extremo más degene- rado del segundo repta la democracia.

III

SOCIEDAD CONSTITUÍDA Y NO CONSTITUÍDA

1. Excelencias de la monarquía

Unamuno, cuando leía en París a Charles Maurras, dijo con su habitual desenfado que en la Enquéte sur la monarchie «se nos sirve en latas de conserva carne ya podrida, procedente del matadero del difunto con-

(20) Théorie du fouvoir, Prefacio (I, 122).

75

(22)

de José de Maistre» (21). Eso del matadero, ¿alude a>

aquel pasaje de las Soirées de Saint-Petesbourg, donde concluye el conde que la guerra es una ley divina, porque es una ley del mundo? Pero la verdad es que lo más característico de Maurras y de I'Action Francaise no se encuentra ni en el conde ¡osé de Maistre ni tam- poco en el vizconde Luis de Bonald, aunque cite nos;

haya dejado en su obra el más esmerado estudio de la monarquía producido desde la Revolución francesa. Su enseñanza puede resumirse en estas palabras: «La cons- titución del poder absoluto forma el estado legítimo na- tural de la sociedad: es lo que se llama la monarquía perfecta, o simplemente la monarquía». Aparece ya en el antiguo Egipto, al que nuestro autor considera, si- guiendo a Bossuet, como primera sociedad consti- tuída (22).

En la monarquía se cumplen a la perfección las le- yes fundamentales de la sociedad civil (société civile en- el sentido de Bonald, que significa la reunión de la so- ciedad política y la sociedad religiosa). Estas leyes pue- den condensarse en tres títulos: la religión pública, el poder único y las distinciones sociales. Las leyes reli- giosas y políticas derivan a su vez de eilas leyes fun- damentales, y son ellas mismas (rasgo muy bonaldia- no) fundamentales también.

El fuerte galo, que supo estar toda su vida muy entero en sus convicciones monárquicas, fragua toda su edificio a la luz de muy pocas ideas radicales. ¿O es.

que el radicalismo no puede darse también en un sis- tema reaccionario? Estas ideas se enredan como hiedra

(21) Unamuno, La agonía del criñianismo, I.

(22) Théorie du pouvoir, P. I, lib. I, cap. 6 (I, 175).

(23)

al tronco de las tres leyes fundamentales mencionadas en orden a la religión pública, a la unidad del poder y a las distinciones sociales.

La ley fundamental de la religión pública engendra las leyes religiosas que mandan la intervención de la re- ligión en todas las acciones sociales del hombre, y la necesidad de la educación religiosa. No menos impor- tante parece, y ley religiosa y política a la vez, la con- sagración religiosa del monarca y el respeto del mohar- ra por la religión.

La ley fundamental del poder único engendra como leyes políticas y religiosas de la monarquía (y funda- mentales también) la necesidad de la sucesión heredita- ria del poder. «Sostener, con los legisladores modernos,

•que un pueblo puede atentar contra la ley fundamental

•del poder único o contra la ley, no menos fundamen- tal, de la sucesión hereditaria del poder, es sentar que la voluntad particular de algunos hombres tiene dere- cho a oponerse a la "voluntad general de la sociedad, y que la sociedad puede querer destruirse a sí misma., mientras la naturaleza quiere que exista» (23). ¡Y que no se olvide notar que este suicidio social tiene por de- iensores a los partidarios del suicidio natural!

La ley fundamental de las distinciones sociales da lugar a leyes religiosas y políticas relativas al ministe- rio público. Aquí Bonald habla en nombre de la no- l>leza y el clero. ¿Del Antiguo Régimen? Esto sería interpretar a Bonald a la luz de una versatilidad histó- rica enemiga del sistema eterno de la sociedad. Ade- más, l'Ancien Régime, por su galicanismo, hubiera suscitado siempre algún reproche de nuestro ultramon-

(23) Op. cit., ¡bídem (I, 180).

77

(24)

taño. Y ¿cómo reducir a una época de la Historia de Francia lo que nueilro autor hace remontar hasta los tiempos faraónicos?

El sacerdocio y la nobleza, con la entera amplitud que debe darse a unos términos que designan a la se- gunda persona de la sociedad (el miniñro), son las clases/distinguidas de ésta. ¿Las clases? Siempre que no introduzcamos este concepto con el color pecu- liar que le ha dado el uso marxista, y que puede metér- senos en el meollo de Bonald disimulando su condición de cuerpo extraño, y oigamos al fuerte galo subrayar él mismo este párrafo de su Théorie du pouvoir: «.El sacer- docio y la nobleza sólo son distinciones a titulo de -pro- fesiones que se diñinguen de las otras por su necesidad para la conservación de la sociedad-» (24).

> En una época como la nueitra, en que la nivelación- de los hombres y la uniformidad social pesan como una losa, es consolador oír, por boca de Bonald, que las dis- tinciones sociales responden a una ley fundamental de la comunidad humana, y que no se introducen en ella por un ocioso privilegio, sino por un menester de ser- vicio.

La misión del ministerio público es juzgar y com- batir. El sacerdocio juzga la doctrina y combate los vi- cios; la nobleza, compuesta de la magistratura y el ejér- cito, juzga las acciones y combate los crímenes.

Esta misión del ministerio público, tanto religioso*

como político, reclama su transmisión hereditaria, ya espiritual, como en el sacerdocio, ya carnal, como en la- nobleza. Y pide también, como requisito para poder lle- var con independencia su servicio, la propiedad de los

(24) Op. cit., ibídem (I, 182).

(25)

campos, en cuya deserción y trueque por la ciudad ve Bonald, acertadamente, uno de los síntomas de la dege- neración del ministerio público, con la consiguiente de- bilitación de la monarquía, convertida pronto en demo- cracia, y la correspondiente centralización de la admi- nistración pública, que llega en nuestros días al paroxis- mo. Bonald no es de los que añoran un régimen ya fe- necido, sin reconocer que las culpas de reyes y sacer- dotes y nobles han contribuido a su derrumbamiento en el estallido en 1789.

De todo esto resulta que en la monarquía real el ministerio público es homogéneo al poder (a diferencia de lo que sucede en la monarquía despótica o en la elec- tiva). Ello no quita que el ministerio sea dependien- te del poder, con una sumisión todavía más estrecha a éste que la del subdito. Pues no se debe olvidar que tanto el poder como el ministro se ocupan de los nego- cios públicos.

El subdito, en cambio, no ha llegado como tal al es- tado público. No tiene competencia en la esfera de la Iglesia ni del Estado, lo cual no quita para que pueda ser poder en su propia casa, en la sociedad doméstica.

El subdito es el miembro de lo que se llamaba en el Antiguo Régimen el tiers état, el cual comprendía a los abogados, a los médicos, a los artesanos, a los comer- ciantes. Los obreros no son cuestión candente para Bo- nald, aunque en páginas que pertenecen a 1802 se en- cuentran ya atisbos de los que iba a ser después el gran- problema del proletariado industrial (25). Y es muy cu- rioso observar que en esta tercera categoría social —el subdito— es donde se han producido después los pro-

(25) Legislatton primitivc, P. II, cap. 13 (I, 1.338).

79

(26)

.blemas agudos de nuestra época, sobre todo por la esa- ,sión, dentro de ella, de la burguesía y el proletariado.

Es la revolución del trabajo, ya predicha por Bonald

• en 1830: al atacar a las luces representadas por el clero, y suprimir la propiedad representada por la nobleza, quedaba sólo el trabajo en la palestra. «El solo trabajo y la industria han dominado y dominan todavía, y se perderán por sus excesos» (26).

Lo que me parece esencial es hacer ver que en el sis- tema eterno de la sociedad, el trabajo, ya sea intelectual, ya sea manual, no es nunca una función pública. Si mi interpretación no es equivocada, Bonald pensaría que los .sindicatos, corporaciones o comunidades de trabajo nun- ca pueden ser órgano del Estado: ni creados de arriba abajo, como ocurre en los íegímenes totalitarios, ni he- chos de abajo arriba, como propugnan algunos pensa- dores demócratas de nuestros días. El subdito no tiene una misión pública, sino doméstica. Y por eso sería un

•error confiarle derechos públicos, como el derecho al voto; pero sería también una equivocación pedirle de- beres públicos, como el deber del servicio militar obli- gatorio.

2. Abyección de la democracia.

Por no haberlo entendido así algunos hombres, y -por no haber estado los príncipes y ministros a la altura

•exigida por su oficio, la sociedad ha perdido su consti- tución natural y, al soplo de las pasiones, ha abandona- do la monarquía. Y para Bonald una sociedad no es -constituida cuando no es monárquica. Su expresión

(26) Principe coriñitutif, cap. 10 (I, 67).

(27)

más perfecta se encuentra en la democracia, la más de- generada, según él, de las sociedades, y donde apenas se salvaría el nombre de sociedad si no fuese porque todavía en ella la naturaleza no ha perdido todos sus

•derechos y se conserva en el fondo de todas las combi- naciones cierta imagen de la unidad del poder o de la monarquía. Con un agudo pensamiento dice Bonald

•que «la política tiene, como la astronomía, sus movi- mientos reales y sus movimientos aparentes» (27). Por eso en la democracia los negocios públicos de la na-

•ción se deciden con la mitad más uno de los votos, y -este único voto, aunque desconocido, que zanja la cues- tión de una manera absoluta, es el poder del día. El po- der, si es poder, es uno, a pesar de las apariencias.

Pero ¿por qué es la democracia tan imperfecta?

Porque, según lo dicho arriba sobre el origen de las re- voluciones, en ella las personas que constituyen la so- ciedad no son distintas, sino confusas. Sólo hay una per- dona, el pueblo, que es actual o eventualmente poder, .ministro y subdito. «En la democracia hay confusión

«le personas, o más bien sólo hay una: el pueblo sobera-.

no; y no hay ni herencia, ni fijeza, sino una movilidad perpetua, y esto es lo que hace de ella el más tormen- toso y, por consiguiente, el más imperfecto de los go- biernos» (28).

No es Bonald de los que sueñan con revoluciones MI agua de rosa, como decía Chamfort. «La democra- cia en el gobierno es el principio de las revoluciones;

los desórdenes, las violencias, las proscripciones, los ex-

•cesos de todo género son sus consecuencias» (29). Arre-

(27) Op. cit-, cap. 7 (I, 55), y cap. 12 (I, 73).

(28) Op. cit.. cap. 15 (I, 84).

(29) De la lot sur l'organisatton des corps administratifs (II, 369).

81

(28)

bata la salud de la sociedad. «La democracia es la en- fermedad orgánica del cuerpo social, afecta sus partes;

nobles: el poder y los deberes» (30). Clavada esa fle- cha en su flanco, el cuerpo social se debilita y desfalle- ce. «La democracia es el gobierno de los más débiles, porque es el gobierno de las pasiones populares, y es el más débil de los gobiernos, porque es menester, dice Montesquieu, que baya siempre algo que temer. Peli- groso para sus vecinos, porque, temiéndoles siempre, eftá siempre, respecto de ellos, en un eilado hostil; pe- ligroso para sí mismo, porque el poder es en él cebo para, todos los ambiciosos, y no puede escapar a la guerra ci- vil más que con la guerra extranjera.» El autor aduce, como ejemplo, la historia de Roma, de Cartago, de In- glaterra, de la Francia republicana, de las repúblicas grie- gas y de las democracias italianas de la Edad Media, y continúa diciendo: «La democracia no puede mante- nerse algún tiempo en un gran Estado, como los Es- tados Unidos, más que con ayuda de circunstancias par- ticulares de aislamiento o de una población dispersa so- bre un vasto territorio» (31).

Bonald, en 1830, volvía a hacerse cuestión de la de- mocracia americana, de la que ya había hablado en su Théorie du pouvoir. ¿Lo hacía contestando a los libera- les católicos ? No hay que olvidar que en el mismo año aparecía el periódico UAvenir —que encierra en ger- men toda la polémica del catolicismo contra el mundo>

moderno y del mundo moderno contra le catolicismo—,.

(30) Du gouvernement representatif (II, 898). Es un raro escrito- posterior a 1830. •

(31) Princife conñitutif, cap. 12 (I, 74). Sobre la democracia' anglo-americana, véase también Théorie du fouvoir, P. I, lib. V,.

capítulos 3 y 4 (I, 348-352).

(29)

y en él había sostenido Lamennais y su grupo la efica- cia del régimen de libertad que gozaba la Iglesia en los Estados Unidos. L'Eglise des Etats Unis est une merveitte qui ne s'était jamáis vue (32). Cinco años des- pués, en 1835, aparecería el libro de Alexis de Tonc- queville, ha democratie en Amerique: ese oráculo don- de se predice que el pueblo ruso y el pueblo angloame- ricano, utilizando el uno el medio de la esclavitud y el otro el de la libertad individual, llegarían a un mismo resultado catastrófico: la nivelación final de la huma- nidad.

3. Discrepancia de Bonald y Aristóteles.

Es curioso observar que en toda sociedad constituí- da las tres personas que la componen, poder, minis- tro y subdito, son, según Bonald, el rey, la nobleza y el pueblo, esto es, lbs tres órdenes sociales que iban a asumir el poder en los regímenes rectos de la Política de Aristóteles. Estos tres regímenes son, como" es sabi- do, la monarquía, la aristocracia y la politia o democra- cia recta (33). Tres regímenes cuya mezcla iba a dar como resultado el célebre régimen mixto recomendado por Santo Tomás como óptima forma de gobierno y donde el poder es participado por el rey, la nobleza y el pueblo (34).

(32) Citado por Conftantin, en Vacant, Dicttonnaire de la théologie catbolique, art. «Liberalisme catholique». Puede verse la contraposición del tradicionalismo conservador de Bonald y del tra- dicionalismo revolucionario de Lamennais en Waldemar Gurian, Die politiscben und soziden ideen des franzosischen Katholizismus (1789-

1914), P. III, cap. 6, págs. 131 y sigs.

(33) Aristóteles, PoL, III, 7, 1.279 a 27-b6.

(34) " S. Tomás, Summa Theologiae, I-II, q. 105, a. 1, in corp.

et ad 2.

«3

(30)

Sin embargo, es inmensa la diferencia entre Bonald y Aristóteles o Tomás de Aquino, con su ininterrumpi- do cortejo de: seguidores hasta el día. Bonald toma en consideración los tres órdenes sociales, rey, nobleza y pueblo, pero les aplica el molde rígido de su serie ca- tegonal: causa, medio, efecto; esto es: -poder, minis- tro y subdito. De esta suerte, el rey es el único titular del poder; ni la nobleza ni el pueblo son titulares de él.

Por eso para Bonald el único régimen aceptable es la monarquía. La aristocracia es mala, porque el poder no está en su sitio (es una monarquía acéfala); y peor es la democracia, porque el poder ha emigrado todavía más lejos, y ha ido a seducir al subdito, que sólo debe obe- decer pasivamente y no ha llegado al estado público.

No hay, por consiguiente, posibilidad de constitución natural fuera de la monarquía.

En Santo Tomás, en cambio, que no ha adoptado este sistema rígidq de categorías, el poder no sólo está en el rey: puede estar en los nobles; y, desde luego, antes de estar en el rey o en los nobles, está en el pue- blo. Por eso junto a la monarquía es lícita una aristo- cracia como forma de gobierno, y es lícita también una

•democracia. Y, sobre todo, es aconsejable un régimen mixto, mejor de signo monárquico c}ue de signo demo- crático, donde confluyan armoniosamente esas operacio- nes morales del hombre encaminadas al .florecimiento

•del bien común, y a la constitución, no sólo natural, .sino también humana, de la sociedad civil•.

(31)

IV

RELIGIÓN Y POLÍTICA

1. El paralelismo entre lo religioso y lo político.

La obra primera de Bonald tiene un título cargado de sentido: Tbéorie du pouvoir politique et religieux dans la société civile. En ella no son estudiados aislada- mente el poder político y el poder religioso, principios de la constitución natural de las sociedades. Lejos de mostrárnoslos en tal aislamiento, Bonald nos los presen- ta maridados estrechamente en lo que él llama la so- ciedad civil. Eila expresión no designa la sociedad tem- poral como distinta de la sociedad espiritual —el Es- tado distinto de la Iglesia—, sino una realidad resul- tante de la reunión de las otras dos.

El bien y la tranquilidad de la sociedad civil nace del equilibrio en que se encuentran dentro de su seno la sociedad religiosa y la sociedad política. Este equili- brio es un fruto natural, una «constitución homogé-*

nea», a la que llegan las sociedades religiosa y política al tiempo que alcanzan naturalmente su propia cons- titución específica. De aquí resulta que lo religioso y lo político están. necesariamente vinculados y en mutua correspondencia. Los cambios de la religión son las vi- cisitudes de la política, y viceversa.

Esta correspondencia es para Bonald «el principio fundamental de la sociedad civil» (35), y una de las más

(35) Tbéorie du pouvotr, P. II, lib. V, cap. 8 (I, 628).

(32)

originales opiniones del pensador francés. En el seno de la sociedad civil, el poder político y el poder religioso trabajan secretamente para armonizarse entre sí y pro- ducir la tranquilidad de la civilización.

((El gobierno debe hacer un secreto esfuerzo para es- tablecer la religión que tiene más analogía con sus prin- cipios, ó la religión tender a establecer el gobierno que le .corresponde; porque la sociedad civil, que es la re- unión de la sociedad religiosa y la sociedad política, no puede estar tranquila más que cuando reina un perfec- to equilibrio entre las dos partes que la componen» (36).

Y esto lleva a establecer un paralelismo entre la religión y la política, que es el rasgo más característico de nues- tro autor.

2. Razón de la analogía de los fenómenos religiosos y -políticos.

Hoy, por un rodeo muy largo, este paralelismo de los fenómenos religiosos y políticos ha venido a intere- sar a algunos pensadores contemporáneos. Uno de los

•que dan este rodeo es Cari Schmitt, en su Politische Theologie, el cual determinó mostrar que «todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Es- tado son conceptos teológicos secularizados» (37). De aquí ha concluido Jacques Maritain que «si se coloca uno para especular en un punto de vista práctico y con- creto, sin tener en cuenta la distinción de los objetos formales, se llegará fácilmente a decir que las realida-

(36) O?, cit., P. II, Hb. VI, cap. 1 (I, 634).

(37) Cari Schmitt, Teología política, III (trad. F. |. Conde, Madrid, 1941, pág. 72).

(33)

<des políticas mismas son de orden divino y sagrado» (38).

Tal es el sentido que los teóricos alemanes contemporá- neos que meditan sobre el Sacro Imperio dan a la pa- labra folitische Theologie, que no debe confundirse con la expresión francesa theologie politiqus. Para esta últi- ma, las realidades políticas mismas no son divinas y sagradas, sino profanas y temporales, si bien conocidas y juzgadas a luz de los principios revelados.

Sean cuales fueren las consecuencias prácticas que hayan tenido las enseñanzas de Cari Schmitt en la cul- tura alemana, lo que en realidad pretendía obtener su politische Theologie era «una sociología del concepto de la soberanía», que sólo podía conseguirse explorando la identidad de los conceptos políticos y los teológicos.

-«La imagen metafísica que de su mundo se forja una

•época determinada —dice Schmitt— tiene la misma

•estructura que la forma de la organización política que -esa época tiene por evidente. La comprobación de esa identidad constituye la sociología del concepto de la so- beranía» (39).

Bonald, que no podía usar la palabra sociología, por- gue todavía no la había inventado Comte, no podía

tampoco hablar —feliz él— de una «sociología del con- cepto del poder», o de otra cosa por el estilo. Pero cuan- -do Cari Schmitt le cita frecuentemente en su Teología

•política, es a sabiendas de que Bonald, como José de Maistre y Donoso Cortés, fue uno de los que supieron

utilizar de manera más interesante la identidad analó- gica de lo teológico y lo político. Bonald, en efecto, re- rsalta pareja identidad, dando la siguiente razón de ella:

(38) Jacques Maritain, Humanisme integral, cap. III, 2 (París, 1947, pág. 107).

(39) Cari Schmitt, ibídem, pág. 84.

8?

(34)

«Eslía identidad en los principios de las dos sociedades,, religiosa y política, está fundada por la perfecta analo- gía que el ordenador supremo ha pueilo en los dos ór- denes de leyes que deben regir al hombre interior y al hombre sensible-» (40). Eíte fenómeno lo explica por la compenetración de lo religioso con lo político. (Bo- nald no emplea la voz teología o teológico). «La filoso- fía política de Europa —dice— se divide en un mismo*

número de sectas que la filosofía religiosa. Estas sectas, ya sean políticas, ya sean morales ( = religiosas), es- tán entre sí en las mismas relaciones, porque la política y la moral son la misma cosa, aplicadas, la una a lo ge- neral, la otra a lo particular, de suerte que la política bien entendida debe ser la moral de los Estados, y la moral, rigurosamente observada, debe ser la política- de los particulares» (41).

3. Teísmo y monarquía, ateísmo y democracia.

En un primer momento, las relaciones de las cosas- religiosas con las políticas se reducen a dos: la del teís- mo y la monarquía real, y la del ateísmo y la democra- cia. Ambas posiciones son irreductibles entre sí, y no>

le falta razón a Bonald para afirmarlo, pues no puede:

hacer su nido el ave junto a la sierpe, ni ayuntarse el cordero con el lobo.

Sin embargo, la alternativa ha intentado ser supe- rada por el deísmo en religión, y por el constituciona- lismo en política. Esperanza inútil, porque hacer jun-

(40) De la phtlosophie morale et folitique au XVIII stecler (III, 483).

(41) O?, cit. (III, 481).

(35)

tar lo diferente cuando se trata del yeísmo y del ateís- mo es realizar la contradicción suprema. «Los ímparcia- les, moderados, constitucionales del 89, se colocan en- tre los demócratas y los realistas, como los deístas entre los ateos y los cristianos: esto fue lo que hizo dar con- razón a la conihtución que habían inventado el nom- bre de democracia real. Querían un rey, pero un rey sin voluntad definitiva, sin acción independiente.» Es una-, imagen del dios de los deístas, dios ideal y abstracto, sin voluntad, sin acción, sin presencia, sin realidad.

«Por eso esta conibitución no era más que una demo- cracia disfrazada, como el deísmo no es más que un ateísmo disfrazado-» (42).

Muchos años después, Donoso Cortés amplió y en- riqueció la genial aportación de Bonald a este pavoro- so problema de las relaciones entre las cosas religiosas y las políticas, puntualizando algunos extremos de los paralelos establecidos por el filósofo francés, y añadien- do además un miembro nuevo a la sene de las propor- ciones.

En la sene teísmo-monaiquía Donoso introdujo una primera vanante, haciendo que al teísmo correspondie- se no sólo la monarquía absoluta^ sino también la monarquía constitucional moderada; dejando que al deísmo correspondiese únicamente la monarquía cons- titucional -progresiva (43).

En la misma sene teísmo-monarquía Donoso intro- dujo la importantísima vanante de la dictadura: una aportación que ha sido estudiada especialmente por los:

(42) Op. di. (III, 482).

(43) Juan Donoso Cortés, Discurso sobre Europa (Obras Com- pletas, Madrid, 1946, t. II, pág. 308).

89

(36)

alemanes Cari Schmitt, Edmund Schramm y Weste- meyer (44). Despojado de su forma oratoria, el pensa- miento de Donoso sobre la dictadura puede reducirse a

•eilo: Exiile una providencia general o física por la que se rigen los acontecimientos necesarios del cosmos,, y que

•es ordinaria cuando obra de acuerdo con las leyes natu- rales, y es milagrosa cuando procede extraordinariamen- te, torciendo el curso natural de las cosas. En el primer

•caso, Dios obra, por así decir, conáhtucionalmente; en el segundo, dictatorialmente. Del mismo modo'puede obrar el gobernante (45). Por donde se vislumbra que la dictadura es el milagro de la política monárquica.

En la serie ateísmo-democracia, Donoso introdujo las ideas anárquicas del socialismo de Proudhon. El ateo dice que Dios ni reina, ni gobierna, ni es persona, .ni es muchedumbre; nó existe; a lo que corresponde la salida política de Proudhon diciendo: «No hay go- bierno» (46).

Pero todavía más importante me parece la nueva sene abierta por Donoso Cortés entre las cosas religio- .sas y las políticas. Se( trata de la introducción del tér- mino panteísmo, que en su Discurso sobre Europa iba .a dar la proporción panteísmo-republicanismo (47), y

•en la Carta al Cardenal Fornari iba a exhibirse como la

(44) Cari Schmitt, Die Diktatur (München y Leipzig, 1921, jjágina 139), Teología política, ibídcm; Edmund Schramm, Donoso Cortés, VI (Madrid, 1936, págs. 171-172); Dietmar Westemeyer, Donoso Cortés, Staatsmann und Tbeologe, cap. 2 (Münster-W., s. d,.

.páginas 34 y sigs.).

(45) Juan Donoso Cortés, Discurso sobre la dictadura (ed. cit., t. II, págs. 190-191).

(46) Juan Donoso Cortés, Discurso sobre Europa (ed. cit., t. II, página 308).

(47) Juan Donoso Cortés, Discurso sobre Europa (ed. cit., t. II,

¿página 308).

(37)

proporción panteísmo-comunismo, la más interesante de todas. Donoso Cortés tuvo la perspicacia de ver, ya en 1850, que el comunismo, a pesar de que a primera vista podía confundirse con el ateísmo, procedía, en realidad, de un fondo religioso que no podía ser otro que el panteísmo. No se podía tratar de un fondo reli- gioso ateo, porque éste lleva a la anarquía en política, es decir, a la negación del mando. El comunismo, en cambio, se dirige «a la completa supresión de la liber- tad humana y a la expansión gigantesca de la autori- dad del Estado». El comunismo responde al panteís- mo : Lo que no es todo, es decir, lo que no es el Esta- do, no es Dios, y lo que no es Dios no es nada. «Cuan- do la idea de la divinidad y la de la creación se confun- den haila el punto de afirmar que las cosas criadas son Dios, y que Dios es la universalidad de las cosas cria- das —dice en su Carta al Cardenal Vornan—, entonces el comunismo prevalece en las regiones políticas, como el panteísmo en las religiosas; y Dios, cansado de su- frir, entrega al hombre a la merced de abyectos y abo- minables tiranos.» En la misma Carta Donoso, con pe- netración de visionario, auguraba el triunfo del comu- nismo, prediciendo que «el gran imperio anticristiano será un colosal imperio demagógico, regido por un ple- beyo de satánica grandeza, que .será el hombre de peca- do» (48). Pocas veces han horadado las tinieblas de la política ojos más penetrantes que los de Donoso, y

^pocos han dado mayor razón de la etimología con que San Isidoro definía nominalmente al prudente como porro videns, como sujeto perspicaz que ve lejos.

(48) Juan Donoso Cortés, Carta al Cardenal Fornari (ed. cit., t. II, páginas 624-625; cfr. págs. 622-623).

91

(38)

4. Catolicismo y monarquía, -protestantismo y democracia.

La virtud del principio fundamental estudiado arri- ba referente a la mutua correspondiencia de lo religio- so y lo político en la sociedad civil y la tendencia natu- ral al perfecto equilibrio entre religión y política, den- tro de la civilización no se agota con el paralelismo de que vengo hablando. Hay otro paralelismo todavía más preciso y determinado: el del catolicismo y la monar- quía real, y el del protestantismo y la policracia.

La correspondencia entre el catolicismo y la monar- quía nos la presenta Bonald al insiilir en su principio fundamental: «Si cada religión tiende a establecer el gobierno que le es análogo, o el gobierno a introducir la religión que le conviene, la religión católica o consti- tuida tiende, por consiguiente, a establecer el gobierno- monárquico, y el gobierno monárquico a establecer la religión católica». O, dicho en otros términos: «Si el catolicismo tiende a eilablecer la monarquía, la monar- quía, a su vez, tiende a introducir la religión católica o- a aproximarse a ella» (49). Es la alianza del trono y el altar, de que tanto se habló después, y que para Bo- nald, como vemos por el aire de toda su enseñanza, te- nía una significación natural.

La Iglesia y el Estado forman así un todo homogé- neo : «La Iglesia y el Estado, distintos, porque la una regula las voluntades del hombre y el otro regula sus acciones, pero semejantes, porque ambos son sociedad»

se reunieron en una constitución homogénea.»

(49) Théorie du pouvoir, P. II, lib. VI, cap, 2 (I, 639).

(39)

• Bonald acude a un símil tomado de la constitución del hombre: «La sociedad civil está compuesta de re- ligión y Estado, como el hombre racional está com- puesto de inteligencia y órganos» (50). Así adapta libre- mente a su definición del hombre el viejo pensamiento de Gregorio Nacianceno, citado por Tomás de Aqui- no: Potelias saecularis subditur s-pirituali, sicut corpus animae (51). Interpretación confirmada por el siguien- te párrafo: «Si el hombre es, como se ha dicho, una inteligencia servida -por órganos, la sociedad no es otra, cosa que la religión servida por la política para el bien, incluso temporal, del hombre, única meta de toda po- lítica y de toda religión...»

De esta manera, el catolicismo y la monarquía real son plenamente consustanciales. «La Iglesia tiene que

«star dentro del Estado, el Estado dentro de la reli- gión.» Esta alianza del trono y el altar ha dado solidez y fecundidad a las sociedades cristianas; y los que han escuchado a nuestro autor en la edad contemporánea, no han hecho más que repetir lo mismo.

Se pensaría que tal situación rebaja la misión sobre- natural de la Iglesia al plano de las realidades tempora- les. Pero Bonald tiene de lo sobrenatural ün concepto muy peculiar: Sólo es sobrenatural lo que no cuadra al estado histórico en que se encuentra el hombre. Por

•este camino, el catolicismo sería sobrenatural para el salvaje, y natural para 'el civilizado. Oigamos al autor:

«La religión, sin duda, es sobrenatural si se llama na- turaleza del hombre a su ignorancia y su corrupción nativa, de las que no puede salir por sus solas fuerzas;

(50) Legislatton primitive, P. I, lib. II, cap. 19, § 2 (I, 1.260).

(51) S. Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 60, a. 6, ad 3.

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y, en este sentido, todo conocimiento de la verdad mo- ral le es sobrenatural; pero la religión es lo más natu- ral al hombre para formar su razón y regular sus accio- nes, si se ve la naturaleza del ser allí donde ella. está, en el eitado de ser cumplido y perfecto.» Es decir, la reli- gión «es sobrenatural al hombre ignorante y corrom- pido, porque es natural al hombre ilustrado y perfec- cionado» (52).

A pesar del extraordinario ingenio desplegado para levantar las columnas y arquitrabes de este edificio, no puede negarse que presenta algunas dificultades nota- bles a los ojos del teólogo, según observaremos más ade- lante.

§

Lo que es el catolicismo a la monarquía, eso mismo- es el protestantismo a la democracia. He aquí una nue- va analogía entre lo religioso y lo político encarecida por el sistema de Bonald. El rasgo político de la reforma ha dado lugar a observaciones inapreciables de nuestro au- tor, y las relaciones que sabe descubrir entre el lutera- nismo y la aristocracia unas veces, y otras entre el cal- vinismo y la democracia, son anticipaciones luminosas de concepciones que iban después a tener amplia vigen- cia (53).

CONCLUSIÓN

La base de toda la filosofía de Bonald -acerca de la- constitución de las sociedades es la afirmación de que el hombre no ha podido inventar el lenguaje, ni arbi-

(52) Legislation primitive, Disc. prelim. (I, 1.065).

(53) Théorie dtt fouvoir, P. II, Ub. V, cap. 6; lib. VI, capí- tulos 3-9; Principe conñittttif, cap. 20-21.

(41)

trar la sociabilidad de su naturaleza, que se nos mani- fiesta con él.

El edificio levantado sobre esta base es proporciona- do y austero. Las relaciones naturales, fijas e invariables^

de las categorías fundamentales del lenguaje, causa,, medio y efeélo, llevan consigo las relaciones de las ca- tegorías sociales, -poder, minislro y subdito: que por ser relaciones necesarias que resultan de la naturale- za del hombre constituyen naturalmente la sociedad.

Cuando esas relaciones necesarias expresadas por las le- yes fundamentales y constituyentes de la sociedad son- perturbadas por las pasiones revolucionarias, o no han llegado todavía a su plenitud, nos encontramos con una- sociedad no constituida. Esto introduce la distinción- entre sociedad constituida y no constituida, y el estu- dio minucioso de la monarquía y la democracia, que son las formas en que se manifiesta.

Y como la constitución natural no sólo afecta a la sociedad política, sino también a la religiosa, pues de la reunión de entrambas se compone la civilización, Bonald se esfuerza por establecer el paralelismo de las dos so- ciedades, las cuales, tendiendo naturalmente al equili- brio por la semejanza de sus repectivas formas de go- bierno, producen la constitución natural de la «sociedad civil».

Así es como veo el sistema de Luis de Bonald. Ade- más de las observaciones hechas a lo largo de las pági- nas anteriores, su tesis de la constitución natural de las sociedades sugiere algunas reflexiones, que en nada em- pañarán la gloria de uno de los ingenios más poderosos;

que ha tenido el pensamiento político universal.

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