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de la esquiadora, la mandó, primero entre volteretas y después en imparable deslizamiento, cincuenta metros pendiente abajo y fuera de pista, hacia

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CAPÍTULO 1

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Ana Olsen había tratado de eludir el golpe, de esquivar en última instancia el impacto violento que advirtió, súbitamente y por sorpresa, que se le venía encima. Todo transcurrió en un par de segundos, pero en ese brevísimo lapso de tiempo llegó incluso a intuir que la sombra veloz que iba sin remisión a por ella le produciría un daño terrible, si la alcanzaba con aquel objeto, aquel instrumento de apariencia suave y pulida mas sólido y contundente.

En un gesto reflejo Ana había intentado protegerse, apartar de sí con el brazo derecho esa acometida, o amortiguar al menos el ímpetu de la embestida, sin éxito, pues en ese mismo instante su cuerpo recibía -tenso, encogido, alerta- el brutal asalto. Un crujido, un crac seco, un latigazo insufrible de dolor restalló en su interior, como si un alambre tirante se hubiera roto y azotara descontrolado sus entrañas. Todo daba vueltas. Ana Olsen finalmente quedó inmóvil tendida en la nieve. Sobre un colchón punzante, un lecho de faquir. Un fino reguero de sangre apareció junto a ella.

La nieve es blanca porque pretende ofrecer una imagen de pureza y bondad; porque

desea atraernos con su apariencia amable, su aspecto atractivo, límpido, luminoso. Pero la dura realidad se encuentra bajo la nieve: la nieve es agua que engaña, agua con un sueño imposible, ser tierra, madre tierra. La nieve es madrastra de fríos pechos. Y fue debido precisamente a una de esas traidoras placas de hielo que esconde en su seno la nieve que un joven, que bajaba a una velocidad no acorde con su pericia por la pista más alta de Cerler, la del Gallinero, en el valle de Benasque, perdió el control de su tabla de snowboard. Se desvió de su trazada, estuvo a punto de irse al suelo, pero, tras echar el cuerpo hacia adelante y ayudarse con un brazo para mantener el equilibrio, logró recuperar una estabilidad que definitivamente perdió al salir volando por encima de un pequeño talud con vertiginosa celeridad, en dirección a una figura, en cuya trayectoria irremediablemente iba a cruzarse, que descendía, a su vez embalada, en posición flexionada y con los bastones recogidos en las axilas. La arrolló y, tras impactar con su tabla de snow en el flanco derecho

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de la esquiadora, la mandó, primero entre volteretas y después en imparable deslizamiento, cincuenta metros pendiente abajo y fuera de pista, hacia un revoltijo semioculto de rocas.

Ana yacía tumbada en medio de una naturaleza deslumbrante. El día era claro, con esa

luz triunfal y esplendorosa que reina en las altas cumbres. El sol en las cimas montañosas sin nubes ofrece contornos vívidos y distancias majestuosas, recrea la transparencia del aire, transmite un silencio fresco y a la par lejano. Ana, contemplada desde alturas inhumanas, presentaba una estampa hermosa, una estética composición de la fragilidad del ser humano, con una pierna extendida, la otra doblada, boca arriba, inmóvil en pose aparentemente indolente, con una mano sobre el pecho y el otro brazo trazando en la nieve un rojo mensaje de dolor. Respira agitadamente entre un martirio de pinchazos, escozores y magulladuras: si sólo me he roto la pierna, ya puedo dar gracias, piensa. Gracias a Snær, Nieve, padre del poderoso Thorri, Nieve helada, padre de la delicada Gói, Nieve fina…, comienza a desgranar Ana. El trol de juventud y fuerza arrolladoras, ya sin tabla, desciende por la pendiente a la carrera y logra plantarse, entre saltos y trompicones, ante Ana; se lleva las manos a la cabeza al ver la sangre a la par que comienza a exclamar gimiendo: ¡Dios mío!, ¡Dios mío! ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! Un esquiador acaba de llegar allí donde se encuentran ambos; se ha detenido en seco, tras derrapar girando de costado; observa la escena, saca un móvil y llama a los servicios de emergencia de la estación. A continuación se quita los esquíes mediante golpes certeros de bastón en las fijaciones y los clava en la nieve cruzándolos, se arrodilla ante Ana y poniendo una mano en su frente la tranquiliza:

- Procura no moverte, en unos minutos estarán aquí los servicios de socorro y te

evacuarán. Mantén la calma -le dice con una voz grave y perfectamente modulada.

Ana, gracias al informe emitido por la estación de esquí, llegará posteriormente a

enterarse de que se trataba de un sacerdote, un sacerdote enamorado de las nieves y las cumbres, especialmente -o mejor dicho, espacialmente- próximo, pues, a Dios en aquellos momentos. Al quitarse aquel hombre el pasamontañas que llevaba puesto, como si hubiera llegado por fin el momento oportuno de revelar su verdadera faz, dejó ver un rostro cetrino y afilado, barbado, de rictus angustiado, curtido por el sol y la nieve, una suerte de versión montañera de Cristo. Ana había comenzado a recitar sagas nórdicas, tratando así de relajar su respiración jadeante y sosegarse, y, postrado de rodillas a su lado, aquel ser solícito, al escuchar el rosario de nombres murmurado por Ana, acompañó con rezo cristiano en un susurro la retahíla legendaria. Una mujer hermosa que redimir; sangre, nieve; Dios ahí mismo, al lado; un varón culpable llorando arrepentido; místicos rezos, dolor, esquíes haciendo una enigmática señal de la cruz: toda vida, por extraños que puedan ser, puede llegar a ver cumplidos sus más íntimos anhelos.

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Arriban dos motos. De la primera desciende un pister que se ocupa de señalizar la

zona. De la segunda saltan dos individuos, identificados como sanitarios, con sendas bolsas azules, que se dirigen raudos hacia Ana. Uno, situándose a la cabecera, deja oír mientras le palpa la cabeza y examina los ojos:

- Paciente consciente y orientada, pupilas normales y reactivas, constantes mantenidas.

Para a continuación, sin pausa, pasar a ponerle un collarín y administrarle oxígeno

mientras le susurra palabras de ánimo.

Su compañero, al mismo tiempo, ha estado realizando un examen del tórax y

extremidades de Ana:

- Herida inciso-contusa en brazo izquierdo: hago vendaje compresivo -advierte-. ¿Has

oído el crujido? -pregunta mientras le manipula la pierna derecha-: posible fractura de rótula o meseta tibial -añade, mientras se dispone a inmovilizarle con una férula de aire la pierna afectada-. ¿Estamos? -interroga mirando a su compañero al finalizar la maniobra.

- Estamos.

- ¿Nos vamos?

- Nos vamos.

Tras asegurarla y taparla con una manta de salvamento trasladan a Ana a la camilla de

la moto sanitaria y descienden con sumo cuidado al parking donde aguarda lista la ambulancia. Una vez en ella le cogen una vía y le administran un analgésico.

- ¿Mejor? -le interroga al rato la enfermera.

Asiente Ana. Un hilo de voz sale de su boca:

- ¿Podrías llamar un momento a mis padres? Están en la estación. Tengo el móvil en el

bolsillo interior derecho.

- ¿AA? -pregunta.

Cabecea afirmativamente de nuevo Ana.

- Prefiero hablar primero yo -susurra.

La enfermera realiza la llamada y le acerca el teléfono al oído derecho.

- Díme, hija.

- Mamá, no te asustes, pero he tenido un pequeño accidente -hace aquí un gesto con

las cejas en dirección a la enfermera- y creo que me he fracturado una pierna, estoy en la ambulancia de la estación y me van a trasladar… -apenas puede terminar la frase.

Ante el gesto desmadejado de Ana, la enfermera se lleva el móvil al oído.

- Soy la enfermera que se encuentra en la ambulancia con su hija. Ana ha sufrido un

accidente mientras esquiaba: otro esquiador se la ha llevado por delante. Está consciente, como ha podido escuchar, sin más daños aparentes que una fractura en una pierna y un

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corte en un brazo, por lo que, a pesar de la violencia del impacto, puede decirse que está bien, dolorida, pero bien. Ahora nos dirigimos al Hospital San Jorge de Huesca para que valoren su estado y la atiendan debidamente.

- Sí, entendido, ahora vamos para allá -medio balbucea Carmen tratando de mantener

el tipo.

Carmen recoge a su nieta Laura y desciende desde Cerler, donde se encuentra la

estación de esquí alpino, hasta los Llanos del Hospital, sede de la estación de esquí nórdico, en busca de su marido. Localizar a Jan, sin embargo, no resulta tarea fácil. Pese a que desde su jubilación una piedra en su bolsillo y un móvil cumplían una función similar, cuando salía, no obstante, a esquiar o a navegar se preocupaba de llevar su teléfono cargado y en perfecto estado de revista. Revista, de hecho, supervisada por la comandante en jefe Carmen. El problema fue debido en este caso a la cobertura. Jan había decidido, dado el día despejado y apacible, realizar una travesía circular de trece kilómetros en torno al Aneto, en una zona con deficiente cobertura telefónica. Solo, por supuesto. Desde la estación de Los Llanos del Hospital habían dado la voz de alarma y una legión de esquiadores de fondo, excitados como scouts ante una yincana de pistas, se disponían a competir, con la nobleza y compañerismo que caracterizan a este deporte, por ver quién daba antes con un noruego espigado y solitario que se desplazaba con una técnica depurada, como un Fred Astaire con esquíes, por la pista de baile de las sendas pirenaicas. Carmen aguardaba impaciente junto a Laura en el antiguo refugio del Hospital, en la actualidad moderna hospedería. Si no está aquí en media hora, me voy con Laura a Huesca y al esquiador solitario que le den, que baje él solo esquiando, pensó Carmen exasperada.

Por fin llegó la noticia de que lo habían localizado. Tras dar con él, los diversos

rastreadores fueron reagrupándose de regreso al refugio, dando lugar a una especie de ordenada carrera con Jan al frente de la, de nuevo en formación, legión de esquiadores, satisfechos ahora como scouts ante un abuelito debidamente socorrido, pero resoplando sin resuello al tratar de seguir el ritmo que marcaba el abuelito en cuestión, quien atravesó la imaginaria línea de meta en posición destacada. Partieron los Olsen rumbo a Huesca no sin antes dar las gracias a la veintena de voluntarios que habían colaborado en la búsqueda de Jan. En el bar del refugio los dejaron, cerveza o refresco en mano, inmersos en la segunda actividad que mayor placer proporciona a quienes gustan de las montañas: la disección interminable de los pormenores de una aventura o suceso destacable.

Llegados al Hospital de Huesca, Carmen, Jan y una Laura con un grado cada vez mayor

de ansiedad, comprueban que Ana presenta un aspecto lamentable, pero que, dadas las circunstancias, se encuentra, en líneas generales, relativamente bien. La palabra

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“parapléjica” había sobrevolado como un bombardero nuclear, con ruido sordo de motores entre histéricas sirenas de alarma, por las mentes de Carmen y Jan sin soltar afortunadamente su carga. Tiene una fractura de rótula desplazada que debe ser intervenida quirúrgicamente, les comunicó la doctora. Y un corte en el brazo izquierdo de unos diez centímetros que ya ha sido suturado. Y en principio nada más. Carmen dejó oír un suspiro de alivio. Una escuadrilla de cazas armada con imágenes de bazos reventados y derrames cerebrales se retiraba de regreso a su base sin hacer uso de sus terribles misiles. Nada que no pudiera arreglarse. Con vendas o yesos, hilos o hierros: rota, sí, pero reparable.

- Una tontería, para lo que podía haber sido -les confirmó la traumatóloga.

La traumatóloga era una mujer joven que parecía mantener un perfecto equilibrio entre

la diligencia y la calma. Se la veía una profesional competente, segura de sí misma. Parecía capaz de despachar una delicada operación con los gestos certeros y diestros de un combate de esgrima o una partida de dardos. Tras un par de horas con sus padres, Ana, ligeramente recuperada gracias al efecto de la medicación, pide ver a la doctora y le expone lo siguiente:

- Creo que estoy en excelentes manos, y no lo digo por decir. La atención médica ha

sido en todo momento inmejorable, por lo que estoy muy agradecida a todos, a los servicios de rescate, a la ambulancia, al personal de este hospital… No obstante, si fuera posible, y por razones estrictamente personales, me gustaría ser intervenida en Barcelona. Mi amiga Clara, la doctora Clara Benavent, con la que ya nos hemos puesto en contacto, es adjunta en el servicio de Urgencias del Hospital Clínico de Barcelona, y está dispuesta a realizar los trámites necesarios para que pueda ser trasladada al Clínico. ¿Tienes algún inconveniente en que se haga así?

- No, no, en modo alguno. No tengo inconveniente en firmar el traslado si hay un

responsable que se hace cargo del paciente.

- Pues Clara de inmediato se pone en contacto contigo y habláis lo que tengáis que

hablar. Te quedo muy agradecida -reitera Ana.

Carmen, a instancias de su hija, había llamado por teléfono a Clara Benavent, le había

puesto al corriente del accidente de Ana y le había pedido su parecer sobre la posibilidad de solicitar un traslado a Barcelona con el fin de efectuar allí la operación. Era sábado veintiuno de diciembre. Clara le había dicho que dejaran el asunto en sus manos, que le facilitaran el teléfono de contacto de la doctora que llevaba a Ana y que ya se ocuparía ella de todo lo demás. Una vez resueltas las cuestiones administrativas Clara había llamado a Ana para tranquilizarla y conocer de su propia voz cómo se encontraba.

- ¿Cómo estás, Ana, cariño?

- Como si me hubiera arrebatado la virginidad un equipo de rugby.

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- ¿Satisfecha, pues?

- No es mi ideal de relación amorosa. Además llevaba tanto tiempo consagrada como

vestal que se me había regenerado la virginidad, y la verdad es que le había cogido de nuevo cariño.

Y tras breves segundos añade Ana:

- Gracias, Clara, por echarme una mano.

- ¡Buh, buh, buh! Una cena quiero yo…

- Vale, y le dejamos las niñas a Mario.

Mario era el marido de Clara, un pedazo de pan, funcionario de la Generalitat en áreas

deportivas. Las hijas de Ana y Clara habían compartido primero guardería y luego colegio en Barcelona, y a raíz de los obligados encuentros en cumpleaños, fiestas y demás, se había fraguado una amistad entre las madres que con el tiempo se había ido reforzando. La separación de Ana había estrechado los lazos entre las dos amigas, consciente Clara de que la pequeña Laura podía acusar las difíciles circunstancias y de que Ana iba a necesitar un pequeño empujón para librarse definitivamente del muermo de Toni.

- Ya te he buscado cirujano para tu roto. Un elegante, amable, apuesto, adinerado y

muy experimentado jefe de servicio de Traumatología de sesenta y cuatro primaveras.

- Mientras no tenga Parkinson, me vale. ¿Y dices que está soltero este guayabo en la flor

de la edad?

Clara había elaborado un exhaustivo catálogo, para terror de Ana, de miembros

masculinos del Clínico de Barcelona en situación de disponibilidad matrimonial.

- Viudo.

- ¡Hum! Mal rollo.

- Es un buen hombre, lo conozco bien: es mi padre.

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CAPÍTULO 2

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Sobre una mesa cubierta con una sábana verde reposan, perfectamente ordenados, en aparente fría calma, una serie de objetos metálicos de inquietante brillo. Bisturíes y separadores, diversos tipos de pinzas y tijeras -de apariencia y nombres asimismo duros y afilados: Kocher, Crile, Metzenbaum…- parecen aguardar aletargados el toque de unas manos humanas para cobrar vida. Agrupados en lugar aparte, unas agujas de distinto grosor y longitud, un rollo de alambre, un tensor, un alicate y un cortalambres, dan la impresión de haber sido reservados con un fin específico. Dolor es la palabra que despierta su visión en la mente del profano. Las agujas llaman especialmente la atención. Poderosamente. ¿Qué mente es capaz de concebir la idea de introducir hierros y alambres en el cuerpo humano con una intención benéfica? ¿Un filántropo? ¿Un científico más interesado por el metal que por la carne? Filántropos y científicos se consideraban a sí mismos los miembros de las sociedades eugenésicas que florecieron en Europa y América a finales del s. XIX y comienzos del XX: en ese espíritu se inspiró el programa médico del III Reich. Esas agujas, agujas de Kirschner, que -según Clara ha explicado a Ana- le van a introducir para, junto con el alambre, soldar la fractura de la rótula, llevan el nombre de un cirujano alemán, Martin Kirschner, quien, en plena efervescencia del nazismo, perfeccionó una técnica de intervención quirúrgica para la fijación de fracturas óseas mediante tracción de alambres que ha perdurado hasta nuestros días. La línea divisoria entre el dolor y el placer, entre el horror y el aprecio, entre lo benéfico y lo aciago no siempre es nítida. Aquella mesa quirúrgica que aguardaba a Ana podía perfectamente formar parte del taller soñado por un sadomasoquista.

Tras la experiencia radiográfica la entrada en quirófano acrecienta la sensación del paciente de urgencias de haber sido trasladado a una meganave espacial. Uno se siente como un humano a punto de ser manipulado experimentalmente por seres extraterrestres superiores. La esterilización y la extrema luminosidad le confieren un aspecto poco, paradójicamente, tranquilizador al área quirúrgica. No es humana tanta limpieza y claridad.

Un mundo falso, un decorado artificioso, un plató televisivo -con sus cables, monitores,

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focos, brazos articulados, torres de aparatos electrónicos- le parece un quirófano a un neófito. Un celador entra en la sala de operaciones llevando a Ana en camilla. La estrella invitada. Allí la espera Clara con gorro y mascarilla al cuello. El celador, con ayuda de la auxiliar y de la enfermera de anestesia, la traslada a la mesa de quirófano. Mientras Clara le habla para transmitirle tranquilidad, la enfermera de anestesia le conecta la profilaxis antibiótica y prepara una mesa estéril con guantes, gasas, jeringas y aguja intradural. El anestesista, que se encontraba a su espalda, aparece de pronto ante ella y le dirige unas palabras amables -deduce Ana por el tono, aunque apenas logra entender lo que le dice.

Clara y la enfermera de anestesia, mientras no dejan de hablarle para animarla como si tuviera dos añitos, la ponen en decúbito lateral y posición fetal y el anestesista entonces procede a anestesiarla. Todo parece acelerarse. En torno suyo hay un baile de personas: una enfermera se encuentra preparando el equipo de ropa estéril mientras otra, tras ponerse bata y guantes estériles, monta el instrumental; han llegado los cirujanos: el padre de Clara, una adjunta y un residente. El padre de Clara, alto y delgado como es, presenta, vestido con el pijama de quirófano, un aire desgarbado. El gorro, que oculta su calvicie, le hace notablemente más joven. Se acerca donde se encuentran Ana y su hija Clara.

- ¿Estás bien, Ana? ¿Estás tranquila? -le habla despacio y cariñosamente.

Ana asiente con una sonrisa.

- No sabéis cuánto lamento haberos echado a perder el sábado -acierta a decir, nerviosa, Ana.

- Déjame que te diga una cosa, Ana: esto que voy a hacer lo hago por amor al arte,  porque tienes una de las rodillas más hermosas que he visto en mi vida. Esta intervención entra en el campo de la restauración artística y no de la cirugía.

- ¿Serías tan amable de ponerme eso por escrito y firmado, por favor?

- No lo necesitas, créeme, sólo debes subirte la falda o la pernera, y ahí está la evidencia.

El Dr. Benavent junto con sus ayudantes acercan el aparato de isquemia y ajustan el manguito en la extremidad que va a ser intervenida fijándolo bien con el velcro e inflándolo a 300mmHg; pasan luego a lavarse al antequirófano. Reaparecen al poco tiempo. La instrumentista los viste en medio de una atmósfera ritual. Se aproximan a la mesa de operaciones. Parecen haberse transmutado. Ofrecen un aspecto perverso: Mengele, Gebhardt, Brandt… Sólo ojos abstraídos. Ana sabe que en sus manos es un pedazo de carne.

Y que van a introducir en su cuerpo hierros y alambres.

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Es domingo por la mañana y Ana se encuentra en la habitación del hospital en compañía de sus padres. Llaman a la puerta. Asoma la cabeza de Lluís.

- ¿Se puede? -pregunta.

- Adelante -responde Carmen con una sonrisa.

Ana se oculta el rostro con la sábana.

- Te vas a reír de mí -gime.

- No seas tonta -se acerca Lluís, retira la sábana de la cara y se agacha para darle un beso en la mejilla. Le baila la risa en los ojos a Lluís. Ana se percata.

- Dilo. Dilo, venga.

- ¿El qué?

- Lo que sea que vas a decir.

- Dijiste que te ibas a partir de risa cuando fuéramos a esquiar Joan y yo: ya veo que has estado practicando, pero podrías habernos esperado -Ana le dedica un gesto de fastidio-.

Toma -añade Lluís.

Y le hace entrega de una planta. Tiene hojas de un verde matizado, tallos finos y espigados y delicadas flores de grandes pétalos rosáceos. Lluís pasa a quitarse la chaqueta de moto negra y la deja en una de las sillas de la habitación junto con el casco y la mochila.

Viste pantalones grises de pana y jersey de lana de cuello vuelto granate. Saluda con un gesto a Jan y le dice a Carmen:

- Podría haber sido peor, ¿no?

- ¡Qué bonita! -exclama Ana planta en mano-. ¿Es una orquídea? -pregunta.

- Sí.

- ¿Y qué clase de orquídea es?

- Qué clase de orquídea… -repite Lluís frunciendo los labios.

- Sí, cómo se llama esta orquídea.

- Pues esperaba que le pusieras tú el nombre.

- No sabes cómo se llama.

- Orquídea, se llama Orquídea.

- Su apellido.

Lluís alza las cejas. Permanece callado.

- No tienes ni idea de qué tipo de orquídea es.

- Espera un segundo.

Lluís saca el móvil del bolsillo trasero del pantalón, le hace una foto a la planta y teclea algo en la pantalla. Le envía el mensaje a Joan, su mejor amigo y excelente botánico.

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- Es de vital importancia saber cómo se llama esta planta -comenta Jan-, no es lo mismo una orquídea llamada Maribel que otra Mariçel. Podemos crearle un trauma irreparable si no utilizamos el nombre apropiado.

- Jan, las plantas -habla Carmen- necesitan agua y luz según sus características; ya sé que tú crees en la igualdad por encima de todo, pero una Orquídea Comosellame es una especie condenada a la muerte en menos de una semana. Y en tus manos probablemente en dos días.

Y termina por darle la puntilla:

- Nunca has sabido tratar con delicadeza aquello que lo necesita.

- Una cymbidium -comunica Lluís.

Se oye un zumbido en el teléfono de Ana que se encuentra sobre la mesilla. Carmen se lo pasa a su hija.

- ¡Ja, ja, ja! -se oyen las carcajadas de Ana-. Joan dice que es la típica planta que regalan los homosexuales.

- Pues dile de mi parte que se acaba de retratar: fue él quien me la recomendó.

- Gracias, Lluís, es preciosa. Bueno, me temo que te has quedado sin liebre durante unos meses.

Lluís y Ana a lo largo de septiembre, octubre y noviembre habían quedado para salir a correr los viernes por la noche. En ocasiones Lluís recogía a Ana a la altura del castillo de Altafulla y partían rumbo a la ermita para dirigirse a través de pistas de tierra hacia las cercanías de la Riera de Gaiá; sin embargo, lo más habitual era que Ana pasara a buscar a Lluís por su casa y realizaran un recorrido bordeando el mar que podía conducirles hacia Tamarit y la Mora, o hacia Els Munts y el paseo marítimo de Torredembarra. Lluís Alsina, sargento de la Unidad de Investigación Criminal del Área Básica del Tarragonés, y Jan Olsen, comisario recientemente jubilado de la brigada de Delitos Violentos de Oslo, habían llegado a conocerse a partir de la investigación del asesinato de un sudamericano conocido de los Olsen. La relación entre ambos, surgida inicialmente al hilo de las pesquisas policiales, pronto se trasladó a la esfera personal, haciéndose extensiva asimismo a Carmen, la mujer de Jan, y Ana, la hija de éstos. Ana, por su parte, había encontrado en Altafulla una válvula de escape a la presión personal y social que debía soportar en Barcelona, inmersa como se hallaba en un proceso de divorcio; una Altafulla a la que sus padres se acababan de trasladar a vivir tras la jubilación de Jan y que se hallaba ligada en sus recuerdos a la dicha de idílicos veraneos infantiles y juveniles. Asimismo, en Altafulla había encontrado en Lluís y en sus más cercanos amigos, Joan y Magda, gente de su misma edad, desligada del pasado más reciente que trataba de superar, con la que abrir un nuevo capítulo en su vida.

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- He pasado a primera hora por el Mercat de Sant Antoni, a ver si había alguna publicación sobre jazz que me interesase, y mira lo que he encontrado -saca Lluís de la mochila un voluminoso libro-: es Vinland Saga un cómic de manga japonés, aunque está en inglés, basado en una saga nórdica. Tiene una pinta espléndida.

- A ver, a ver… -se interesa Ana.

- Es para ti.

- ¡Qué chulada! -reconoce mientras lo ojea-. Cuando vayamos a esquiar y tú te rompas la pierna, como es tu obligación, yo te regalaré El Zorro en noruego. Pero esto debe de valer un pastón.

- Estamos hablando del Mercat de Sant Antoni. Estaba tirado de precio -miente Lluís como un bellaco.

Todos los domingos por la mañana en las cercanías del Mercat de Sant Antoni, un espléndido edificio de finales del XIX rematado por una extraordinaria cúpula metálica, se organizaba un mercadillo de libros de segunda mano y de ocasión, con abundancia de paradas asimismo consagradas al coleccionismo de cromos, postales, cómics, etc. Es cierto que allí podía uno encontrar gangas y rarezas, pero un cómic de culto y galardonado difícilmente podía pasar inadvertido.

Se abre la puerta. Aparece Toni, el ex marido de Ana, acompañado de un individuo.

Lleva un tres cuartos de piel marrón con una bufanda de rayas polícromas, un pantalón de lana negro y unos exquisitos zapatos italianos de un marrón similar al de la prenda de abrigo. Sobre la cabeza ondea una gorra negra de lana. Parece recién descendido de un escaparate del Paseo de Gracia.

- Ana, querida, cómo estás.

Se introduce en el cuarto con aire decidido. Se acerca a la cama y cogiéndole la mano derecha a Ana recita de una tirada:

- Venía a ver cómo estabas y sobre todo a presentarte a Pep, Pep Solá, a quien he sacado de su casa con malas artes. Es adjunto a la Dirección Económica aquí en el Clínico.

Le he pedido el favor de que vele por ti, en este hospital, y creo que puedo decir en su nombre que lo que necesites, ¿no, Pep?, de este hospital, como si fuera el mío, Ana, lo que necesites. He hablado asimismo con el director médico y él ya sabe, ya tiene constancia, de que tú estás aquí. Puedes quedarte los días que consideres necesario, porque lo importante, lo verdaderamente importante, es que te repongas.

- Yo curar, no curo, pero si puedo hacer aquí tu estancia lo más agradable posible o necesitas cualquier cosa que esté en mi mano, pues no tienes más que decírmelo -interviene

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el tal Pep. Tiene un rostro la mar de expresivo: mira a Ana y “Qué monada” parece decir;

mira a Toni y “Qué pelmazo” se intuye que piensa.

- Gracias, muy amables ambos. Toni, me he roto la rótula, una pieza más bien idiota del cuerpo que tiene nombre ya destinado a eso, a estar rota. Carles Benavent, mientras me operaba, me estuvo entreteniendo con toda clase de historias curiosas e interesantes sobre las rodillas, así que la verdad es que la intervención fue bastante divertida. No tengo ganas más que de salir pitando de aquí. Gracias por vuestro ofrecimiento, pero no es preciso movilizar a las fuerzas vivas del hospital por una tontería así.

Toni mira con curiosidad a Lluís.

- Es Lluís Alsina, un amigo -pasa a hacer Ana las presentaciones-. Antoni Rovira - añade señalando alternativamente a uno y otro.

Lluís se limita a hacer un gesto con la cabeza. Toni avanza hacia él con la mano tendida y pronuncia en voz alta y clara:

- Encantado.

- Igualmente -murmura Lluís.

En las pupilas de Toni se dibujan dos signos de interrogación al encajar la mano de Lluís. Lluís adopta de forma instintiva una mirada inquisitorial de interrogador policial.

Ambos se encuentran en perfecta forma física, con tipos atléticos y pesos apropiados. Toni es hombre de gimnasio, de un ejercicio que le procure el bienestar de un cuerpo cultivado más que por razones de salud por motivos de imagen y autoestima: el espejo es su meta. Lluís es deportista de espacios abiertos, de caminos de tierra polvorientos, solitarios, de retos en forma de distancias y tiempos más que de metas, de mirar en vez de mirarse o ser mirado.

- ¡Jan! ¡Qué alegría de verte! ¿Cómo estás? -Toni se dirige hacia él y al enfrentarse a un Jan inmóvil, que se había alejado esquivo hacia un rincón al verle entrar, le aprieta con su mano derecha el brazo izquierdo.

- Bien, Toni, bien -responde Jan con sequedad. Sus ojos parecen haberse licuado.

- ¿Qué tal, Carmen? -saluda a su suegra girándose hacia ella.

- ¿Y Laura? -pregunta a su vez Carmen.

- Está con mis padres.

- Lluís, ¿te apetece tomar un café? -pregunta Jan.

Asiente Lluís y responde:

- Vamos.

- Luego volvemos, hija. Adiós -se despide Jan sin dirigirse a nadie en particular.

Lluís se limita a hacer un gesto con la cabeza en dirección a Ana, Toni y Pep. Su casco permanece en la silla. Tiene el aire desafiante de un yelmo a la espera del combate.

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Una vez en la calle Villaroel, Jan y Lluís entran en una cafetería de un chaflán cercano, en una de esas franquicias especializadas en cafés y tés. Jan mira con interés el tablón donde se anuncia la amplia oferta y finalmente proclama como si acabara de encontrar lo que andaba hace tiempo buscando:

- Un Jamaica “Blue Mountain”. Yo tomaré un Jamaica “Blue Mountain”.

“Intenso, perfumado, tiene sabor achocolatado”, reza a pie del nombre del cafe elegido.

- Yo un té rojo.

Realizan su pedido. Es posible que sea debido al influjo de la cafeína, o, quizás, a que el perfil de los clientes habituales es de por sí acorde con la excitación asociada a la cafeína, pero en esta clase de locales suele reinar una algarabía, un bullicio que se traduce en una mayor locuacidad y un hablar más rápido y fuerte de lo habitual. Se encuentra además, un domingo a las doce, a rebosar, quizás debido a su proximidad al mastodóntico hospital. Jan y Lluís se sientan con sus bebidas en una mesa que acaba de quedar libre, alejada del barullo de la barra.

- ¿Os vais a quedar en Barcelona? -pregunta Lluís.

- Sí, nos quedamos en el piso de Ana, que vive aquí al lado, en Borrell esquina Gran Vía. Confiamos en que el veinticuatro por la mañana le den el alta y entonces nos iremos todos a Altafulla. Debe mantener reposo durante unas semanas.

- Joan y Magda querían que fuéramos los cuatro a un cotillón de fin de año… No sé al final qué haremos… Además, sospecho que voy a tener unas fiestas navideñas la mar de agitadas.

- ¿Y eso?

- Ayer sábado al mediodía un individuo de veintiséis años, llamado Miquel Soler, vino a la comisaría porque había desaparecido su compañera, una joven de origen ruso de veintiún años, Irina Baranova es su nombre. El tipo dio la impresión en todo momento de estar desesperado. Ambos trabajan en una discoteca de Salou, él como pinchadiscos y ella como camarera del restaurante. Cuando la muchacha terminó su turno a las tres de la madrugada del sábado, Miquel, tal como hace siempre, la llevó en un momento con el coche al apartamento que ambos comparten en Vilafortuny, a pocos minutos, pues, de la discoteca, y regresó de nuevo al trabajo. La dejó, dice, entrando en el portal. Es un pequeño bloque de tres alturas y seis vecinos, enfrente mismo del paseo y del mar, que ahora en invierno sólo ellos habitan. Cuando él acabó de trabajar a las seis, se fue para casa y se encontró con que no estaba Irina. No se había llevado ningún efecto personal, ni tampoco había rastro de forcejeo ni apreció nada extraño o inusual. Y tiene la certeza de que llegó a

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entrar en el apartamento porque encontró su móvil y su bolso sobre la mesa del salón. Su bolso con las llaves, la cartera..., es decir, dinero, tarjetas, documentación, etcétera. Miquel empezó entonces a llamar a amigos, a hospitales, a la policía local, sin resultado alguno, hasta que finalmente decidió ir a la Comisaría de Distrito de Salou para comunicar la desaparición y poner una denuncia. Nos llamaron al Área Básica y acudimos. Se había presentado acompañado de cuatro amigos que corroboraron lo dicho por él y que negaron tajantemente, taxativamente, que la tal Irina se hubiera podido ir de picos pardos por ahí con alguien.

Lluís compone un gesto de desconcierto: frunce labios y cejas a la par que extiende y abre las manos.

- El asunto pinta mal, francamente mal -prosigue-. Estuvimos a lo largo de la tarde del sábado tomando declaración una y otra vez, durante más de siete horas, a Miquel Soler y a sus amigos; pasamos con ellos por el apartamento, y, pese a que en estos casos las sospechas recaen inicialmente siempre en el compañero sentimental de la desaparecida, lo cierto es que no encontramos ni una sola contradicción, ni una sola inconsistencia en su testimonio.

- ¿Y entonces?

- Existe la posibilidad también de que se trate de una desaparición voluntaria. Las circunstancias son propicias. Te explico: la tal Irina llegó a Salou este agosto para pasar unos días de vacaciones en casa de una amiga; resulta que entonces se enamora de Miquel y decide quedarse en Salou a vivir con él, abandonando familia, estudios, una posición acomodada en Moscú, un futuro prometedor… No es, pues, preciso que la relación se hubiera deteriorado, ni tan siquiera que se hubiera producido una discusión entre Irina y Miquel, basta con algo parecido a una crisis personal, habida cuenta también de las fechas navideñas en que nos encontramos, para que decayera su ánimo y que ahora, pasado ya el primer ímpetu, podríamos decir, amoroso, enfriada la pasión inicial, se hubiera replanteado si la decisión tomada había sido la más acertada.

Se hace un breve silencio.

- Pero está el asunto, claro, del bolso y del móvil -dice Jan-. Que si me apuras, hasta es más serio que se dejara el móvil que no el bolso, porque si, pongamos por caso, le dio un bajón, estaba hecha un lío, y decidió refugiarse temporalmente en casa de una amiga para, como tú apuntas, reconsiderar su situación, etcétera, es posible que se dejara el bolso -la otra la pasa a buscar con el coche, baja, se olvida el bolso…-, ¿pero el móvil? ¿Con veintiún años, chica, en crisis, dejarse el móvil…?

- Efectivamente.

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- ¡Qué ironía! Andamos siempre ante un crimen buscando un móvil, y ahora he aquí que nos sobra uno -comenta Jan-. No encaja evidentemente.

- El hombre sólo es capaz de entender que haya ocurrido algo así debido a algún tipo de problema mental, a un golpe en la cabeza o algo por el estilo, que haya llevado a Irina a comportarse de esta forma extraña. Pero entonces ya deberíamos haber dado con ella o, al menos, haber tenido alguna noticia; sin embargo, ni nosotros ni la policía local, que un viernes por la noche en Salou hace un despliegue considerable, tenemos nada de nada.

- Lo más difícil en estos casos es decidir, y las primeras horas suelen ser fundamentales, cómo va a abordarse una desaparición de estas características: por un lado, se trata de una mujer adulta y no hay indicios de delito; por otro, no da la impresión de ser una desaparición voluntaria o accidental. Y si no es una desaparición voluntaria o accidental, entonces tiene que ser una desaparición forzada. Ese teléfono abandonado en el apartamento resulta muy inquietante.

Asiente Lluís cerrando a la par los ojos.

- No es lo único inquietante -dice abriéndolos de nuevo. Una sombra de preocupación se ha apoderado del rostro de Lluís-: esta noche llega desde Moscú la madre de la muchacha, Svetlana Marilova se llama. Ocupa el cargo de Vicealcalde para Asuntos Económicos de la alcaldía de Moscú.

Y tras una leve pausa añade:

- Estamos hablando de cerca de doce millones de personas y más de cincuenta mil millones de euros anuales. Y de la flor y nata de las mafias rusas.

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CAPÍTULO 3

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Irina Yurievna Baranova medía 1’52 y pesaba cuarenta y tres kilos. Tenía el aire de una bailarina del Bolshoi. Etérea, ingrávida, de formas y rasgos aniñados, su piel translúcida, sembrada de pecas, le prestaba un aspecto frágil, de sietemesina, que sus cabellos pelirrojos y una mirada castaña de determinación desmentían. Su piel clara parecía suplicar al sol mediterráneo piedad, esa misma superficie lechosa que próxima al Polo Norte abría sus

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poros gozosa ante la caricia de la luz ultravioleta para que el néctar del calcio nutriera huesos y sangre. Piel clara, que enrojecía desnuda ante la masculina lanza del sol mediterráneo, pero sangre oscura y revuelta, que bullía y corría, hervía y subía a sus mejillas sin rubor alguno: un torrente de melanina emocional corría por sus venas. Venía ensayando desde los catorce años un papel de recia raigambre femenina, el de fierecilla indomable. A sus veintiún años lo bordaba. Había recibido una exquisita educación, siguiendo los principios del ideal ruso de mujer -ballet, chelo, idiomas…-, y cursaba tercero de periodismo en la Universidad de Moscú. Todo en vano. Era más trapecista que bailarina, mujer de circo antes que diva de escenario. De circo ambulante. Con alma de zíngara. Ni las artes ni las letras, ni la universidad ni los viajes, habían logrado aplacar su naturaleza indómita. A lo sumo le habían prestado una pátina de buenos modales. Nada de maquillaje, ningún peinado estrambótico: nada, pues, de venus rusa. En pleno invierno moscovita vestía, bajo unos perennes abrigo y gorro -abrigo largo y ushanka-, camiseta de tirantes con blusa desabotonada y pantalón corto justo por debajo de la rodilla. Le sobraba la ropa y le sobraba carácter: siempre con las piernas desnudas, siempre escotada, siempre a su aire. Apenas tenía pecho, pero éste parecía brotarle como por arte de magia cuando se encrespaba, como si el corsé del genio lograra realzarle los senos. Le sobraban ropa y carácter y le faltaban palabras y razones para proclamar su independencia, su condena al modelo tradicional ruso de mujer, su feminismo, su antifeminismo, su artemisinismo. Irina era -y suena, claro, a ruso- artemisinista: desnuda de piernas, eternamente escotada, pronta a la ira, indómita, liberada, autosuficiente. Sus padres, divorciados, y consagrados en cuerpo y alma a sus respectivos trabajos y carreras profesionales, habían contribuido, sin pretenderlo, a que la bandera de la emancipación ondeara orgullosa en el alma de Irina: no en vano su camiseta favorita ofrecía una sonriente calavera con dos huesos cruzados. Siguiendo los principios de utilidad, para la hija, y conveniencia, para los padres, que regían la relación de los padres de Irina con su hija, éstos habían convenido que realizara una estancia de verano en una universidad de Boston durante el mes de julio, con la intención declarada de mantenerla debidamente ocupada y la tácita de librarse de ella. Acompañada de su amiga -condiscípula más bien- Tatiana, había perfeccionado su inglés, montado a caballo y visitado Boston y Nueva York.

Tatiana, de regreso en Moscú y al socaire de la relación más estrecha tenida en Estados Unidos, había invitado a Irina a pasar unos días durante el mes de agosto en la casa que su familia tenía en Salou. ¡España, Barcelona! Tentador. Ambas eran mujeres lo suficientemente opuestas como para no entrar en conflicto: no había lugar para la rivalidad. Irina era algo cándida, honesta. Tatiana más resabida y calculadora. Austera la una, voluptuosa la otra.

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Así Irina había llegado a Salou, a la casa de líneas ultramodernas, refinada y sobria - contraria, pues, a los tópicos al uso sobre el turismo eslavo-, que el padre de Tatiana había comprado y reformado en el promontorio que domina la Platja Llarga de Salou, una lengua de arena que relame entre una anciana dentadura de rocas careadas el azul de las aguas mientras la dicha en forma de saliva salpica la orilla. Al abrigo de un pequeño pero exuberante bosque de pinos, recientemente acondicionada, la Playa Larga se hallaba situada en una zona tranquila, entre Cap Salou y la playa de Els Capellans, apartada de la barahúnda de las playas de Llevant y Ponent y alejada asimismo de la vorágine de las tiendas y bares céntricos. Y allí fue donde Irina se tropezó con Miquel. Aunque en puridad cabría decir que fue Miquel quien accidentalmente topó con Irina. El momento primero del amor tiene algo siempre de accidental. Una madrugada de agosto de mar agitado y revuelto, Miquel, tras salir de su trabajo en la discoteca y enfundarse, tal como solía hacer, su traje de neopreno, cargó la tabla de surf en el coche -un Jeep Wrangler prehistórico, negro y descubierto-, y se dirigió a la Platja Llarga para unirse a los colegas con la esperanza de cabalgar unas buenas olas. El grupo lo formaban cinco pirados del surf que al amanecer, cuando sus trabajos en bares y discotecas habían finalizado, se dejaban caer por la Platja Llarga, intentaban coger alguna ola por nimia que fuera, se tumbaban en medio de la caricia acústica del mar rompiendo en la arena -un bálsamo tras las estridencias de los decibelios nocturnos-, se fumaban un canuto y a casa a descansar antes de que dieran las diez y comenzara a llegar la marabunta playera. Puede ser que Miquel condujera un pelín acelerado, ansioso por llegar a la playa cuanto antes, con los ojos más pendientes de aquellas ondas saltarinas y rizadas que no de otra cosa; puede que girara en aquella curva en cuesta de forma un tanto brusca, o puede ser también que el destino de aquella tabla de surf fuera el que era y que saltara del coche de forma entusiasta a abrazarlo. El caso es que la tabla de surf salió despedida del asiento trasero, rebotó en la acera y golpeó la cabeza pelirroja de aquella muchacha que en chanclas y pantalón corto, con la parte superior del biquini al aire y la toalla al hombro, bajaba a darse un baño al salir el sol. Irina quedó semiinconsciente. Miquel la recogió en volandas y se la llevó a toda prisa al hospital más cercano. Allí se quedó la tabla, de la que nunca más volvió a saber: había cambiado la tabla de surf por una mujer. Había nacido el Amor Gigi, como lo terminaron por denominar sus amigos. No recuerdo haberme enamorado, decía, como si el amor fuera una bebida instantánea. Estaba tan acojonado con aquel cuerpo en el suelo, que parecía de una niña de diez años, que no vi ni belleza, ni encanto, ni nada de nada. Era como si hubiera derribado de un golpe sin quererlo a Campanilla. Te pegas un susto de cojones, y en lo último que piensas es, ¡Hostia, Campanilla qué buena está! La llevó al Hospital y se empeñó, pese a que Irina aseguraba que no tenía

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nada, en que le hicieran todo tipo de pruebas. ¡Qué ha perdido el sentido, joder!, repetía, como si no estuviera dispuesto a irse hasta que lo encontraran y se lo devolvieran en mano.

Bajé la guardia al ver que estaba bien primero, requetebién después, explicaba Miquel.

“Super duper”, le traducía a Irina cuando contaba la broma. Y ahí, entre una prueba médica y otra, Irina en pantalón corto y biquini, sin chanclas, y Miquel con el traje de surfero, cociéndose en su propio jugo, también descalzo, ahí sí que ya fue cuando, más relajados, ambos se miraron con otros ojos y rompieron a reír al verse así. No recordaba cómo se decía descalzo en inglés, así que señalé sus pies y los míos y “discalced” solté, ”both discalced”.

“¡Oh, yes, of course! We belong to the same monastic order”, se me cachondeó. Más tarde me explicó que “discalced” en inglés sólo se utiliza en relación con las órdenes religiosas.

Los amigos, que conocían la anécdota, pronto empezaron a referirse a ellos, gracias al ingenio del graduado en hispánicas del grupo, como primero los carmelitas luego los caramelitas descalzos, de puro empalagosos que eran, entregados como estaban todo el día a la contemplación mutua, y rápidamente Irina devino Santa Teresa de Jesús y Miquel San Juan de la Cruz, luego Santa Teresa y San Juan, para finalmente quedarse en Tere y Juan. Tere y Juanito en mística unión, según el hispanista, en sus primeros devaneos; Irel y Miquina después, tan unidos y compenetrados se les veía, ya para todo el grupo, una vez que la relación se consolidó. El nombre propio bajo el influjo del amor experimenta una transformación que en condiciones normales costaría siglos de evolución lingüística: así Miquel pasó a Miquina y en labios de Irina, y sólo de Irina, a Mishna. Los nombres propios del amor. Del Amor Gigi, según llegaron a acuñar y concebir los amigos de Miquina -y amigos también, pues, ya de su otra parte, Irel-; el Amor Gigi era el producto de la unión de una amante rusa del chelo y un profesional latino de la música discotequera, un despropósito como sólo Cupido es capaz de perpetrar: el último disco del napolitano Gigi Finizio “Buona Luna” a todas horas, a todo volumen, en casa, en el coche, en la playa.

Música italiana de enamorados. Hasta luego Chaikosvki, hip hop para qué te quiero. Lo que logra el amor. Los amigos, ya con Finizio calmado a finales de noviembre, juraban que llegó a ser una pesadilla: Gigi es sagrado, le recordaban a Miquel que decía, tumbado cual largo en la arena con Irina al lado, mientras todos suplicaban “Basterebbe”, “Vita non è”. Así que a mediados de septiembre no era extraño escuchar entre las siete y media y las nueve de la mañana desgarradores aullidos a coro procedentes de la Platja Llarga: Gigi al amanecer, romántico, melódico, espresso, testarosa. De DJ a Gigi se le reían a Miquel los colegas, ya todos encariñados con Irina, ya todos cantándolo a voz en pecho, haciendo así un poco suya esa pasión que había logrado que abandonara casa y patria, para hacer feliz, feliz como nunca lo había sido, a su amigo, aquella especie de hada rusa, que se dejaba disfrazar -con

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idealismo surfista- de hawaiana sonriente, sin perder su aire de náyade de cabellos rojizos, con una flor en el pelo, un collar de hierbajos varios, el colorista pareo y el escueto sostén del biquini. Durante quince días del mes de octubre toda la cornisa cantábrica, desde las playas de Hondarribia hasta la escarpada Costa da Morte, había escuchado las quejas, las desgarradas súplicas, los recuerdos melancólicos y la inagotable esperanza erótica del impenitente Gigi Finizio. De este modo pudo renovar el cantábrico su vocación de mar agitado, la afilada fiereza de sus acantilados.

¿Qué vio Irina en Miquel? No a Apolo desde luego. No a un Apolo pagado de sí mismo, conquistador cerebral y descerebrado a partes iguales, que va de flor en flor, carcaj al hombro, derramando saetas por allí por donde pasa: saetas en la playa, saetas en baños de bares y discotecas, saetas clavadas en coches y camas; saetas con las que hace blanco -por la espalda también, sin problemas- en cualquier cuerpo femenino, en cualquier parte del cuerpo, excepto en un sólo, único sitio en el que jamás acierta: en el corazón. No era Miquel un Apolo de Salou. De hecho, no era ni siquiera guapo en sentido estricto, aunque sí masculino, con un cierto aire vasco. De pelo largo y ligeramente rizado, no muy alto, pero erguido, con dientes irregulares y dos cejas como dos brochazos airados, poseía, sin embargo, un magnetismo del que no era consciente. Miquel se había independizado hacía ya algunos años harto de continuos enfrentamientos con su padre. Harto del desprecio de un ser al que él a su vez había terminado por considerar despreciable. Miquel era hijo de un inspector de hacienda que había solicitado la excedencia para integrarse en el más prestigioso bufete de abogados de Tarragona, con el fin de asesorar a las principales empresas de la zona sobre cómo encontrar los más recónditos resquicios del fisco para eludir el pago de impuestos: para pasar billetes al otro lado de Hacienda sólo es preciso encontrar una fina grieta, una mínima ranura legal a través de la cual deslizar un billete, y después de uno, otro, y después otro, y otro, y otro…, y si al Estado no le parece bien, que tape la grieta, le gustaba decir. La casa en la Arrabassada de Tarragona, un amplio ático en el mismísimo paseo de Salou y un pequeño apartamento en Andorra -pese a que a nadie en la familia ni le iba el esquí ni la montaña, pero al que realizaba frecuentes y fulgurantes viajes maletín en mano-, daban cuenta de su prosperidad. Era un hombre severo, con una visión de la existencia ligada al beneficio y al negocio. Todo tenía un valor y en el firmamento de los méritos el tiempo era el astro rey que brillaba como una hoguera de oro fundido en la noche. Y la idea esencial que tenía Don Miguel de su hijo Miquel era que éste perdía el tiempo. El surf, una pérdida de tiempo, la música, otra pérdida de tiempo, aun cuando, principalmente, su hijo perdía el tiempo -y éste era el tiempo perdido más valioso para el padre- no haciendo nada. En silogismo digno de un intelectual francés de entreguerras, el

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tiempo perdido era la nada: ¿qué valor tiene flotar con una tabla sobre olas agitadas? El mismo que el gusto de una infantil magdalena flotando en la taza del te del recuerdo. No vale nada: no tiene sentido ir a la búsqueda del tiempo perdido, si pretendes ser alguien. De este modo su hijo se convirtió en una pérdida de tiempo sin sentido. Y el hijo para el padre pasó a ser lo que no era, lo que no iba a ser, lo que no sería: un Don Nadie. La madre, ociosa ama de casa y con dos hijas menores que Miquel con las que jugar a las muñecas, había terminado por anestesiar su existencia, una vez ya criada la prole, por medio de partidas de cartas con amigas, compras, abundante televisión y, muy especialmente, el cuidado minucioso, detallado, sistemático, obsesivo de su cuerpo. El alma la había doblado cuidadosamente, la había metido en una funda plastificada y la había guardado con bolas de naftalina en su armario privado. Había quedado semioculta entre abrigos de visón. Rara vez se la ponía: no le favorecía. De este mundo había logrado Miquel salir y huir. Fue un triunfo de la voluntad frente al nihilismo, una victoria de un vitalismo instintivo, biológico, frente a un materialismo decadente y vacuo. Aquello que Irina había siempre deseado. La vida era una pelota en manos de Irina. Y cuando la pelota de esta nueva Nausícaa fue a parar junto a Miquel -recordemos: el Don Nadie enfrentado a Polifemo-, ya no pudo Irina concebir otro juego que pasarse el uno al otro, sin que cayera jamás al suelo, aquel esférico multicolor relleno de aire. Perder el tiempo con una pelota llena de nada: he ahí una definición posible del amor.

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CAPÍTULO 4

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Svetlana Marilova aterrizó en el aeropuerto del Prat de Barcelona a las diez y veinte de la noche, procedente de Moscú, tras cuatro horas y media de vuelo en un Airbus 320 de Aeroflot. Un vehículo de alquiler con chófer le aguardaba para llevarla al hotel Palace de Barcelona donde su secretaria le había reservado habitación. La angustia apenas le había dejado tomar un zumo de piña, una ensalada y algo de queso. Aún tenía el estómago en un puño. Tampoco había sido capaz de concentrarse en el trabajo que se había llevado consigo.

Los remordimientos. Había recibido la noticia de la desaparición de Irina con estupor, y no tanto por lo inesperado del suceso, como por el momento en el que había acaecido. Cuando su secretaria le telefoneó el sábado por la noche para comunicarle que la Comisaría de Tarragona, desde España, deseaba contactar con ella, un escalofrío le recorrió la espalda y de inmediato se puso en lo peor. Con voz firme pero mano temblorosa realizó la llamada, implorando en silencio que estuviera detenida, o en una cama de hospital, o abandonada y sin un euro; así que cuando escuchó la pregunta que le formularon, si había tenido noticias de Irina en las últimas veinticuatro horas, tuvo que tomar asiento y comprendió que el peor de los presagios se había hecho realidad. No tuvo el valor de aclararles que no hablaba con ella desde hacía tres meses: que no se hablaba con su hija. Que, de hecho, ella, su madre, le había retirado la palabra a su hija, Irina, su única hija, indignada por su irresponsabilidad, por su falta de juicio. Quiso chillar, gritar que había ya, sin embargo, resuelto ponerse en contacto con su niña para Año Nuevo, llamarla, reconciliarse. Que no lo había hecho bien como madre, que era consciente de ello, que Irina era y siempre sería su niña, que ella estaba dispuesta a rectificar, a ceder, a pedir perdón. Que la quería a su lado, pero que ya era adulta y si eso no era posible, ella, su madre, estaría de su lado, siempre, con esas mismas palabras pensaba decírselo: de su lado, siempre. Se limitó, sin embargo, a contestar a la policía española, de un modo frío, con el tono profesional que usaba en reuniones de trabajo, que tomaría un vuelo al día siguiente y que el lunes por la mañana se personaría en la Comisaría.

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Irina la había llamado por teléfono, exultante, a finales de agosto, y con gran excitación le explicó que se había enamorado perdidamente, que era muy feliz, que se iba a quedar a vivir en Salou, que en un mes o así volaría a Moscú con Miquel para… Svetlana no pudo seguir escuchando, la cortó, seca y tajante: le preguntó, alzando la voz como nunca antes lo había hecho, si estaba loca, si no se daba cuenta de que iba a echar a perder su vida; le instó a que terminara primero sus estudios, le recordó que tenía una vida en Moscú que no podía abandonar así como así, que era muy joven, demasiado joven… Cuando se percató de que no iba a doblegarla, de que su hija había tomado ya una decisión irrevocable, la amenazó abiertamente: ni un rublo iba a ver de su padre o suyo; que no contara ni con ella ni con su padre para salir del atolladero cuando llegaran los problemas, que ya era adulta. Según salían las palabras de su boca, un furor cada vez mayor se iba apoderando de ella: volvió a insistir en que se iba a arrepentir de por vida de la decisión que había tomado. Y terminó, tras ver que Irina nada respondía, que permanecía callada, diciéndole bien a las claras, antes de cerrar sin más la llamada, que no le hiciera partícipe de nada, que no quería saber nada de su aventura española, que mientras no entrara en razón no quería saber nada de ella, nada de nada.

Svetlana Marilova iba a cumplir en breve cuarenta y ocho años. Padecía problemas de insomnio desde hacía unos cuantos meses, y no debido a preocupaciones laborales, como quizás pudiera presumirse -la política de hecho nunca le había quitado el sueño-, sino, tal como súbitos bochornos venían a confirmar, producto de la edad. No soportaba sentir cómo en público se le encendían las mejillas sin razón alguna para luego apagarse sin más. Era también consciente de que la irritabilidad, y su secretaria personal podía dar fe de ello, había terminado por formar parte de su carácter. Había sido siempre una mujer dura e inflexible, carente de dobleces, directa, incluso implacable, si se lo proponía, pero paciente y respetuosa con las formas. Era conocedora del rumor que en la actualidad circulaba a sus espaldas: que andaba necesitada de un buen macho que la dejara satisfecha. No le importaba: para la mentalidad rusa una mujer sola era una mujer necesitada. Formada en la Escuela Superior de Economía de Moscú, tras ampliar estudios en la London School of Economics, había llegado a la política a comienzos del primer período presidencial de Putin, en el 2001, de la mano de Alexander Shojin. Tras desempeñar diversos cargos en distintos ámbitos de la administración en el Distrito Federal Central de Rusia, había recalado finalmente en la alcaldía de Moscú, donde había escalado puestos hasta hacerse con la Vicealcaldía de Asuntos Económicos que en la actualidad ostentaba. Había logrado mantenerse al margen de la trama de corrupción que envuelve cualquier administración importante, fuera o no democrática; asimismo, había sobrevolado la turbulenta serie de

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enfrentamientos protagonizados por determinados oligarcas y el presidente Putin sin sufrir daño alguno. Svetlana Marilova se consideraba a sí misma una tecnócrata, un espíritu político alejado de rígidas posiciones ideológicas, lo cual no era obstáculo para que creyera firmemente en la interpretación autoritaria, imperante en Rusia, de la democracia, consistente básicamente en un apoyo mayoritario de la población a un líder fuerte. Estaba orgullosa de haber contribuido al notable desarrollo económico ruso y a su estabilidad socio-política. Su matrimonio con un arribista enriquecido a principios de los noventa, al amparo de las privatizaciones emprendidas por Boris Yeltsin, fue desde sus inicios un completo fracaso: Yuri Baranov, un siberiano con una roca helada por corazón, vio en ella, ahora estaba por completo persuadida, más un medio que un fin. La fortuna amasada por su marido gracias al cuproníquel, una aleación de níquel y cobre, utilizada, por ejemplo, en la fabricación de monedas, tenía su origen en los yacimientos siberianos de Norilsk -ciudad que tiene la triste fama de ser una de las más horrendas del mundo-, pero había logrado asentarse, y aún acrecentarse, gracias a los contactos de Svetlana Marilova. Suiza, por ejemplo, acuñaba su moneda con cuproníquel suministrado por la empresa de Yuri Baranov gracias a la intermediación de Svetlana Marilova. Tras el divorcio, Yuri Baranov se había desentendido por completo de su hija en todo excepto en sus obligaciones económicas.

Había recibido la noticia de la “aventura española” de Irina -según la había calificado Svetlana- con indiferencia.

Aquella mujer que hacía entrada a primera hora de la mañana en la comisaría de los Mossos d’Esquadra situada en las afueras de Tarragona, sede del Área Básica del Tarragonés, vestida con un traje de chaqueta gris perla y blusa blanca, bolso y zapatos negros de piel, media melena de un pelo rojizo peinado con sencillez y maquillada con discreción pero a conciencia, hizo gala de una gran seguridad en sí misma y de una envidiable serenidad al identificarse como Svetlana Marilova, madre de Irina Baranova, y preguntar por los responsables de la búsqueda de la joven rusa desaparecida. Una vez recibida por el sargento encargado del caso, asimismo con gran aplomo y utilizando un inglés exquisito, sin apenas dar lugar a que pudiera ofrecer el joven policía español los datos de que disponía, comenzó a realizar una serie de preguntas sobre las circunstancias de la desaparición y muy especialmente sobre la pareja sentimental de su hija. Mostrando en todo momento un rictus hierático en su rostro, a su vez declaró que esa misma tarde del lunes veintitrés iba a entrevistarse con el cónsul de Rusia en Barcelona para que las autoridades españolas al más alto nivel tomaran conciencia de la gravedad y urgencia del asunto. Asimismo dejó dicho, sin ambages, que se disponía esa misma tarde a contratar los servicios de una agencia privada de investigación, con la que había ya contactado previamente, y que esperaba la

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máxima colaboración de la policía española. Lluís Alsina decidió finalmente recostarse sobre la silla y aguardar a que terminara su discurso. Mantuvo el silencio una vez que la madre de Irina hubo acabado de hablar.

- ¿Ha entendido usted bien lo que acabo de decirle? -interroga Svetlana viendo que el sargento permanecía inmutable.

El sargento Alsina -que había estudiado en un colegio bilingüe por lo que su inglés no iba a la zaga del de Svetlana Marilova- hace caso omiso de la pregunta.

- Desde esta comisaría vamos a hacer todo lo humanamente posible por encontrar a su hija, pero necesitamos su colaboración, no la del cónsul ni la de una agencia de detectives privados. Su colaboración. Entiendo perfectamente que sienta la necesidad de conocer todos los datos relativos a la desaparición de Irina, y créame si le digo que en todo momento vamos a mantenerla informada de la situación, pero en estas horas primeras es de capital importancia que recabemos toda la información disponible para poder llegar a comprender lo sucedido. Aún no ha contestado a una cuestión fundamental: ¿se ha puesto en contacto su hija con usted en las últimas cuarenta y ocho horas?

- No.

- ¿Ha tenido alguna noticia de su hija desde su desaparición?

- No.

- ¿Cuándo fue la última vez que hablaron?

- Mi hija y yo no nos hablamos desde que tomó la decisión de quedarse en España.

- ¿No cree usted que debiera haber empezado por ahí? Parece usted convencida de que el responsable de la desaparición de su hija es Miquel Soler, la pareja de Irina. ¿Cuenta con alguna prueba, algún indicio, un testimonio de terceros, algo más que las estadísticas sobre violencia de género -que todos efectivamente tenemos presentes en un caso así-, que le permita sustentar o sospechar con fundamento que su hija ha sufrido o pudiera haber sufrido malos tratos?

- No.

- ¿Su hija padece o ha padecido algún tipo de trastorno mental o psicológico?

Niega con la cabeza Svetlana.

- ¿Cree usted posible que pudiera haber caído, por la razón que fuera, en un estado depresivo y haber tratado de huir sin más?

- No. Me parece impensable.

- ¿Si hubiera sufrido algún tipo de violencia, si hubiera estado atravesando un momento difícil del tipo que fuera -económico, anímico, amoroso…-, si se hubiera quedado embarazada, por ejemplo, cree que hubiera acudido a usted en busca de ayuda?

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- No, creo que no -y un reguero de lágrimas brota súbitamente de sus ojos.

- Tuvieron ustedes, pues, una discusión seria.

- Fui yo la que cerré las puertas, todas las puertas.

- Lamento verla sufrir de este modo en un momento así, pero confío en que comprenda que es necesario.

Asiente Svetlana mientras con un pañuelo recoge las lágrimas. El rostro se le ha descompuesto y el maquillaje corrido de los ojos acentúa el cambio producido.

- ¿Usted cree que está muerta? -pregunta Svetlana en voz queda.

- Creo que su desaparición debe ser considerada de alto riesgo. Quisiera creer que ha sido accidental, involuntaria, pero considero que es más conveniente abordar la investigación partiendo de la base de que nos hallamos ante una desaparición forzosa. Y ahora debo referirme a una cuestión delicada. Usted ostenta un cargo de alta responsabilidad en la alcaldía de Moscú por el cual gestiona presupuestos y cantidades de cifras astronómicas. Deben pasar por sus manos un número importante de asuntos complicados y estoy seguro de que debe tomar decisiones difíciles que sin duda habrán dado lugar a más de un enfrentamiento y enemistad. La desaparición de su hija se ha producido de un modo tal que no ha dejado pistas, un modo limpio y eficiente, por lo que debemos asegurarnos en primera instancia de que no se halla implicado ningún grupo organizado de delincuentes, de profesionales del crimen.

Empalidece Svetlana Marilova.

- ¿Está tratando de decirme que puede estar implicada alguna mafia rusa?

- Eso es algo que sólo usted puede aclarar. Las mafias rusas no suelen actuar en España, no de este modo. En nuestro país se dedican básicamente al blanqueo de dinero y tratan de pasar desapercibidas, pero, claro, estamos hablando de las que están de algún modo instaladas en nuestro país, no de alguna organización que opere exclusivamente en el suyo o en su ciudad. En todo caso, debemos considerar la posibilidad de que hubieran decidido presionarla por alguna cuestión relacionada con su trabajo secuestrando a su hija.

- Sinceramente, no puedo pensar en ningún asunto que pudiera dar pie a algo así y menos aún en nadie dispuesto a hacer algo así. En la posición de gobierno económico en la que yo me encuentro en la alcaldía de Moscú podría hablarse de maniobras políticas, de manipulaciones administrativas con un determinado fin, de tráfico de influencias si apuramos mucho, pero los chanchullos, los tejemanejes, el submundo de la corrupción política que atrae a mafiosos y gente sin escrúpulos tiene lugar a un nivel inferior de la escala política y administrativa. En la cúpula suponemos que existe, pero no queremos saber más. Desde luego, no he recibido ninguna amenaza ni tampoco nadie se ha dirigido a mí en

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relación con la desaparición de mi hija; no hubiera venido aquí de este modo de haber sido así.

Da ligeros cabezazos de asentimiento Lluís comprendiendo que, efectivamente, de haber sido así no estaría en estos momentos ella sentada en su despacho ni él tendría en sus manos el caso.

- El padre de Irina, su ex-marido, con el que nos hemos puesto a su vez en contacto, es un conocido millonario ruso; él, asimismo, ha afirmado no tener noticia alguna de su hija en ningún sentido, ¿cree usted, no obstante, que existe la posibilidad de que haya alguna relación entre la desaparición de su hija y los negocios de su marido?

- No, Yuri Baranov me lo habría hecho saber.

- Muy bien, de acuerdo.

Tras una ligera pausa, habla de nuevo Lluís Alsina.

- Necesitaremos una muestra de sangre suya. Existe en España -aclara- una base de datos relativa a personas desaparecidas, unificada para todos los cuerpos policiales. Está compuesta por muestras de ADN de cadáveres no identificados, por una lado, y de familiares de personas desparecidas, por otro.

Efectivamente, España había concebido y desarrollado un programa pionero destinado a la identificación genética de personas desaparecidas, el denominado Programa Fénix, que había dado paso a la creación de una base de datos de Personas Desparecidas Y Restos Humanos Sin Identificar, la PDYRH, que unificaba protocolos y actuaciones de las diversas fuerzas de seguridad del estado.

- La investigación de la desaparición de personas -prosigue Lluís Alsina-, tanto si ésta es de carácter criminal como si no, entraña una notable complejidad. Hay que entender en primer lugar que la desaparición de una persona adulta no es constitutiva en sí de delito, lo cual merma considerablemente la capacidad de actuación policial; por ejemplo, el acceso a la información personal disponible o existente en numerosas bases de datos, en virtud al derecho a la intimidad, es limitada en nuestro país debido a razones jurídicas. En el cuerpo de los Mossos d’Esquadra, que es el cuerpo de policía de la Generalitat, es decir, la fuerza policial propia de Cataluña, existe una unidad de Personas Desaparecidas, especializada, pues, en estos casos, y, yo, por mi parte, he solicitado ya oficialmente su intervención. En mi opinión, usted puede contribuir de forma decisiva en dos de los pasos primeros que deben darse: en primer lugar, es prioritario que se active cuanto antes el dispositivo de búsqueda de su hija; en segundo lugar, debe darse la mayor publicidad y difusión posibles a su desaparición, haciendo uso, por un lado, de todos los medios de comunicación disponibles,

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pegando carteles, por otro, en zonas frecuentadas por Irina, y, finalmente, a través de internet por medio de la creación de un sitio web específico.

La reunión se alargó por espacio de una hora más. Cuando, tras haber tomado buena nota de la serie de indicaciones y observaciones que le había efectuado el sargento Alsina, Svetlana Marilova salió de la Comisaría para regresar a Barcelona, el sol de oro y diamantes que la publicidad turística asociaba a Salou y a España entera se hallaba ausente; en su lugar unos nubarrones grises y plomizos se habían apoderado del cielo. El brillo del sol había desaparecido raptado por unas sombrías nubes y una tormenta, azotada por un viento airado, aguardaba impaciente su turno.

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