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La Izquierda social y el Islam político: la experiencia argelina

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Academic year: 2021

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Ilya U. Topper, “La Izquierda social y el Islam político: la experiencia argelina”, Revista Argelina 8 (Primavera 2019):59-73 Resumen

El islamismo político alcanza proyección mundial con la revolución contra el shah en Irán en 1979 en la que colaboran colectivos marxistas e islamistas. Aunque acto seguido, Jomeini destruyó la izquierda iraní, el islamismo se considera hasta hoy una ideología asociada a la izquierda por su discurso antiestadounidense. Se hace fuerte en los países al sur del Mediterráneo gracias al respaldo de regímenes autoritarios que fomentan su expansión como contrapeso a la oposición izquierdista, algo especialmente visible en Argelia. Durante la Primavera Árabe, que surge de planteamientos laicos, los islamistas se hacen con el protagonismo (Egipto, Siria) o forman alianzas (Marruecos). Sin em-bargo, una coalición entre demócratas e islamistas suele acabar con la destrucción de los primeros: el islamismo busca imponer normas divinas incuestionables, algo especialmente visible en el papel que se reserva a la mujer. Las fuerzas demócratas en la actual rebelión de Argelia deberán evitar esta alianza.

Palabras clave: Islamismo, Argelia, democracia, izquierda, Primavera árabe, mujer

Abstract

Islamism as a political ideology reached world-wide prominence after the revolution against the Shah in Iran in 1979, where Marxist and Islamist groups joined forces. Al-though Khomeini destroyed the Left afterwards, Islamism is still considered as a leftist movement for its percieved opposition to the US. Islamist movements replaced Marxists in many Arab countries thanks to a strong support by autocratic regimes who fostered them in order to weaken the left-wing opposition, a phenomenon obvious in Algeria. During the Arab Spring, Islamists took over the secular uprisings (Egypt, Syria) or shaped an alliance (Morocco). Nevertheless, any coalition by democratic and Islamist forces usually leads to the destruction of the former by the latter: The goal of Islamists is to rule society by divine laws that cannot be questioned, especially when it comes to women’s rights. Democratic forces in the uprising in Algeria today should avoid such an alliance.

Keywords: Islamism, Algeria, democracy, Arab Spring, Left-wing, women.

“Nada puede ser peor que continuar con el régimen”, me dijo un miliciano sirio en verano de 2012. “La nuestra era una revolución de la dignidad,

LA EXPERIENCIA ARGELINA

Ilya U. Topper Editor Revista M’Sur · Estambul

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pero lo dejó de ser porque nos han abandonado todos. Ya nos da igual lo que venga. Aceptaríamos ayuda hasta del diablo”.

No era sorprendente. En la vida de todo movimiento contestatario llega un momento en el que sus militantes deben enfrentarse a un dilema: mantenerse en la irrelevancia política o pactar con algún poder fáctico para alcanzar influencia y poder llevar a la realidad su ideario. Hay quien está dispuesto a vender su alma al diablo con tal de triunfar. Pero en los países al sur y al este del Mediterráneo hay una alternativa aún más arriesgada, tentadora, una terrible trampa: vender el alma a Dios.

Lo hemos visto muchas veces. Quizás la primera vez en Irán en 1979, en lo que conocemos como “Revolución Islámica”. El propio nombre es una falsedad histórica: la revolución no se basaba en un movimiento a favor de una opción religiosa sino contra un régimen dictatorial, el del shah Mohamed Reza Pahlevi. Su columna vertebral eran movimientos laicos, en gran parte de izquierdas: el variopinto Frente Nacional y el Tudeh comunista. Y la revolución no se habría desencadenado sin las protestas de periodistas, abogados, artistas, escritores ni sin la huelga general de octubre de 1978, en la que participaban funcionarios, jueces,

profesores y trabajadores de la industria petrolífera.1

Pero quizás estos movimientos tampoco habrían podido derrocar al shah, si no hubiera entrado otro factor: protestas masivas de un sector de la población conservador, fiel al clérigo exiliado Ruholá Jomeini. El frente unido barrió el régimen, el shah cayó.

Acto seguido, Jomeini y los suyos exterminaron el movimiento de izquierdas. Sin clemencia. Khomeini no llevaba aún un mes en el poder, cuando en las manifestaciones de las mismas personas que habían arries-gado su vida para derrocar al shah, ya se escuchaban los gritos: “Muerte a las mujeres sin velo”.2

Irán se convirtió en una teocracia. Hasta hoy. El ejemplo debería ha-ber demostrado que aliarse con los imames para reventar las cadenas de una dictadura es afianzarlas: un dictador puede morir; Dios es inmortal.

El militante izquierdista debe de ser de los pocos animales que tro-piezan dos veces con el mismo dios. Porque el ejemplo de Irán cundió

1 Homa Katouzian (2009).

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en todas partes, gracias al postureo “antiimperialista” de la teocracia iraní, que permitió a la izquierda admirar este régimen como defensor de los derechos del pueblo frente al “imperio”. Olvidando, eso sí, que el pueblo también se compone de mujeres.

Las mujeres son el papel tornasol de una dictadura islamista: esta oprime con igual dureza a hombres librepensadores, artistas, músicos, filósofos, para no hablar de gays y amantes del amor libre. Pero como todos los movimientos islamistas han hecho bandera del velo impuesto a la mujer, este es un indicador, un sismógrafo para medir el grado de represión teocrática.

El postureo sirvió para que los movimientos islamistas pudieran con-vertirse en contrincante, primero, y heredero, después, de los movimientos marxistas en la mitad sur y oriental del Mediterráneo. Los dirigentes estudiantiles en las universidades de Marruecos, comunistas o maoistas capaces de fumar en ramadán, se vieron arrinconados en los noventa por una nueva generación que en lugar de El Capital enarbolaba el Corán, pero que utilizaba los mismos esloganes: justicia social, dignidad, rebelión

de los desposeídos.3 Incluso calcaba la imagen: “En los setenta, llevar

barba significaba que admirabas al Che”, me dijo el periodista marroquí Mustafa Iznasni. Ahora, “barbudo” es sinónimo de islamista.

El Estado no fue ajeno a esta transformación. Desde Casablanca hasta Basora, los regímenes temían al comunismo más que ninguna otra cosa. Y frente a ese enemigo estaban dispuestos a emplear todas las armas. No bastaba con el acoso policial, la cárcel, la tortura, las desapariciones, las ejecuciones. Había que quitarles no la vida sino la razón de ser. Había que crear una competencia.

Numerosos regímenes iban fomentando la aparición de células y mo-vimientos islamistas. En Turquía, el servicio secreto militar directamente estableció, armó y entrenó en los años ochenta y noventa una milicia ultraislamista kurda, que se hizo llamar Hizbullah (sin relación con el partido libanés). Su finalidad: secuestrar, torturar y asesinar a miembros o simpatizantes de la guerrilla kurda marxista PKK. Y de paso,

ocasional-3 Este relevo fue encabezado por académicos musulmanes con estudios en Oxford, París o EEUU, según demostró Daniel Iriarte (2006).

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mente, lanzar ácido contra mujeres que no vistieran como dios manda.4

En otros países, el apoyo del régimen o de sus cloacas a los movi-mientos islamistas era menos directo. A menudo bastaba, simplemente, dejarles espacio. La policía hacía redadas en universidades, tabernas, ta-lleres, asociaciones, periódicos, casas particulares… en todo lugar donde la ciudadanía pudiera reunirse a hablar de política. Salvo en las mezquitas. Quién quería hablar de política, se refugiaba en el templo. En la palabra de Dios.

Un caso espectactular fue Argelia, por el abierto apoyo que todos sus gobernantes prestaron al islamismo político. Desde Ahmed Ben Bella, que invitó a fundamentalistas egipcios para llenar las filas del Ministerio de Educación, pasando por Houari Boumediene, quien concedió a los religiosos el viernes como festivo oficial —entregando así una nación entera a las prédicas semanales— hasta Chadli Bendjedid, que multiplicó mezquitas y salas de rezo en universidades y fábricas y redujo los derechos

de las mujeres a lo previsto en la charia.5 Todo ello para contrarrestar un

enemigo que ni siquiera se podía describir como “amenaza comunista”: en un país aliado de Moscú no había un adversario geopolítico a com-batir. Toda la maquinaria islamista se dirigió contra simples demócratas

y colectivos amazigh que se oponían a la arabización forzada del país.6

Conocemos el resultado.

El mismo proceso tuvo lugar en toda la franja sur del Mediterráneo. Anwar Sadat lo practicaba en Egipto, aunque ya el propio Gamal Abdel

Nasser había iniciado la táctica.7 El dictador Sadam Husein recurrió al

mismo sistema cuando se vio acorralado tras la fallida invasión de Kuwait: puso hasta la frase Al·lahu Akbar en la bandera. Israel copió la idea ya en los ochenta: el movimiento de Hamás con un discurso islamista era fácil de vender como “irreconciliable” y “terrorista” a sus aliados europeos y

además debilitaba a su principal enemigo, el laico Hamás.8 Su crecimiento

se debió al mismo modelo darwinista de la resistencia aplicado en otras

4 Suleyman Ozeren & Cécile Van De Voorde (2006). 5 Rachid Oulebsir (2013).

6 La arabización y la islamización de Argelia eran procesos estrechamente vinculados. Ver Ali Guenon, (1999)

7 Así lo asegura Wassyla Tamzali en entrevista con Topper (2017). 8 Con detalle relatado por Ishaan Tharoor (2014).

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dictaduras: se persigue a todo bicho político laico y demócrata y se deja en paz al nicho ecológico de la mezquita.

El cálculo funcionó porque se basa en una ley casi biológica: la Mez-quita no es democrática, no puede serlo, porque Dios no debate. Dios manda. Incluso si reducimos la democracia a su denominador más sen-cillo, el de una decisión tomada por mayoría, ninguna Constitución que reivindica una religión como fundamento de la legislación es democrática, aunque sea aclamada por mayoría absoluta. Porque impone al pueblo, incluidas las futuras generaciones, unas normas que no han sido debatidas nunca y no podrán ser nunca debatidas. Un pequeño círculo de hombres, una oligarquía, se arroga el poder de prescribir al pueblo la interpretación de la palabra divina. Una Constitución que no separa radicalmente la religión del Estado siempre es oligárquica, nunca demócrata.

Y por eso mismo, la Mezquita —lo mismo vale para la Iglesia— no será nunca una amenaza para ningún régimen dictatorial. Todo dictador puede hacerse con el favor de la oligarquía, instrumentalizarla, legitimarse con ella. La única amenaza —para ambos: para el dictador y la Mezqui-ta— es la democracia.

En este estanque cayó la piedra de la Primavera Árabe. Hizo olas. No fue una rebelión de los islamistas. Partió de una masa popular que se levantó porque, como dijo Oriana Fallaci, se puede oprimir un pueblo

durante cien años, pero no durante cien años y un día.9 Si hubo

antece-dentes, hervores bajo la superficie, eran huelgas, movimientos sindicales; hay quien considera la gran huelga de obreros (¡y obreras!) del textil de Mahalla en del delta del Nilo en 2008 fue la verdadera revolución que

cortó las patas del trono de Mubarak.10 Cuando la población salió en

masa a la calle en El Cairo, en febrero de 2011, el dictador cayó en días. Los islamistas vinieron después. Se apuntaron a Tahrir pasados los pri-meros días, pero de forma discreta, sin marcar presencia. Poco a poco fueron tomando posesión de la mítica plaza, se hicieron con el espacio. En el sentido literal: cuando miles de personas se colocan en fila rezando, la plaza es suya.

9 Oriana Fallaci (1979).

10 El papel de los sindicatos como fuerza social y política en los países árabes ha recibido poca atención frente a los movimientos religiosos. Ver Osman El Sharnoubi, (2013).

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Por supuesto no era un enfrentamiento. Todo lo contrario: se ex-hibía la buena sintonía entre laicos y religiosos practicantes, es decir fundamentalistas. Se integraba a los coptos también: celebrando misas. Una hermosa imagen de unidad, como celebraba el antropólogo Charles Hirschkind en 2011: superaba por fin el enfrentamiento entre laicos e islamistas “explotado tanto por Sadat como por Mubarak para debilitar la oposición”. En Tahrir, por fin, dice el autor, esa división no importa-ba. Nadie se preguntaba de qué bando era el otro. Los izquierdistas y liberales “nunca consideraron los rezos colectivos como una amenaza al carácter laico del movimiento”. “Ni los participantes más devotos se escandalizaron porque hubiera música popular, no islámica, en la plaza, o poesía satírica, irreverente, géneros artísticos que los activistas religiosos en Egipto a menudo habían criticado como amenaza al carácter islámico de la sociedad egipcia”.11

Y esta es la clave: Los izquierdistas y liberales nunca consideraron como amenaza la exhibición pública de una ideología que pretendía destruir la cultura de su país y reemplazarla con una teocracia, es decir una dictadura sin fisuras. (Si existe algo así como una cultura árabe, la poesía irreverente y la música popular son elementos fundacionales de ella). No identificaron como peligro compartir la lucha por la democracia de la nación con quienes estaban dispuestos a acabar con la democracia y con la nación.

Se dieron de bruces con la realidad muy pronto. Hosni Mubarak cayó el 11 de febrero de 2011. El 8 de Marzo, los y las rebeldes convocaron una “Marcha del millón de mujeres” a Tahrir. Acudieron pocos centenares. Porque intuían lo que se iban a encontrar. Las mismas mujeres que habían conquistado Tahrir en febrero junto a los hombres —“allí durmieron, gri-taron o se pasearon con sus demandas de democracia y libertad, a veces en grupos sólo femeninos, la mayoría del tiempo mezcladas con los hombres esgrimiendo banderas y vociferando consignas” cuenta la periodista Nuria Tesón— ahora se veían rodeadas de una contramanifestación de hombres dispuestos a echarlas con cajas destempladas. “Esto es lo que quieren los extranjeros. ¡Estáis debilitando nuestra revolución!” les gritaban a ellas.12

11 Charles Hirschkind (2012)

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Porque la revolución, así lo interpretaron, era de los hombres. En menos de un mes, Tahrir había pasado de plaza de la libertad a territorio del islamismo. Es decir, de una ideología antidemocrática, contrarrevolucionaria. Fue esa ideología la que tomó el poder en las elec-ciones, marginando a quienes se habían jugado el pellejo en Tahrir. Y pese a la enorme violencia y crueldad del golpe del mariscal Sisi contra el presidente Morsi, bajo la excusa de acabar con la deriva islamista de Egipto, la ideología que impone la actual dictadura de Sisi es tan isla-mista como lo fue la de Morsi, si no más. Los juicios contra artistas o intelectuales por “blasfemia”, que ya arrasaron la vida cultural bajo los Hermanos Musulmanes, se han multiplicado bajo el mariscal. El golpe fue un simple traspaso sangriento de poder, no una confrontación de visiones distintas de la sociedad. No puede sorprender: fue Morsi quien

había nombrado jefe ministro de Defensa a Sisi.13

El error de los jóvenes de Tahrir era no ver llegar el peligro. Era ale-grarse (al igual que lo hace Hirschkind) de la “unidad del pueblo” como si “el pueblo” fuese un proyecto político. No lo es. El pueblo es lo mismo demócrata que fascista o estalinista: depende del ideario político del que se dote. No quisieron ver que los rezos públicos no son una expresión de la devoción popular. Rezar puede entenderse como una conexión personal con el Creador. Acudir en masa a una hora determinada de un día de la semana a un lugar público y colocarse en fila —segregada por sexos— no es un asunto espiritual: es una exhibición pública de la fuerza política de un colectivo determinado, y lo ha sido desde que se inventó. Al igual que la misa de domingo cristiana. Lo es en las calles de Marruecos, donde ha empezado a hacerse en la última década —en mi infancia era impensable—, lo es en las calles de Francia, donde expresa un rechazo al ordenamiento jurídico del Estado, y lo era en Tahrir.

Han hecho falta muchas décadas de misión fundamentalista, de sala-fismo promovido por el Gobierno, para creerse que una exhibición de un rezo colectivo forme parte de la “identidad del pueblo”. Si esta identidad se expresa en un rito religioso homologado para todo el planeta, ya no existe el pueblo, solo existen lo que los católicos llaman ovejitas.

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Nadie quiso ver entonces que los tan celebrados rezos públicos y las misas expresaban un ideario de división: exhibían una sociedad sometida a líderes absolutistas —imames, obispos— opuestos al concepto de la ciudadanía con derechos iguales para todos. Unidad habría sido exigir los mismos derechos —no similares, sino los mismos— para coptos y musulmanes: derecho a casarse entre ellos, obligación a seguir las mismas leyes en todo, fuese divorcio o herencia. Y quiere decir: los mismos dere-chos para mujeres y hombres. Algo que rechaza explícitamente una misa cristiana —dirigida por un cargo que una mujer no puede ocupar— y un rezo musulmán —tres cuartos de lo mismo. Ambas religiones establecen una jerarquía basada en el sexo, una desigualdad jurídica ordenada por Dios. Ambas son antidemocráticas.

Pero ambas fueron aceptadas por los jóvenes de Tahrir como si fuesen aliados, y no adversarios, en la lucha por la democracia.

El resultado se vio el 8 de Marzo: los cientos de miles que acudieron a Tahrir, jugándose la vida para derrocar a un dictador, no tuvieron huevos de dar espacio a una manifestación que reivindicaba para la mitad de la población los mismos derechos que tiene la otra mitad. Hasta ahí llegaba su compromiso democrático.

Cuando pensadores, políticos o filósofos laicos del ámbito musulmán se oponen a que los movimientos islamistas participen en la política como un componente más de la sociedad se les dice que es antidemocrático excluir a los religiosos. Lo que raramente se dice es que es todavía mucho más antidemocrático excluir a la mitad de la nación que ha nacido con vulva.

La rapidez con la que la revolución de Tahrir fue secuestrada por los islamistas debería haber dado que pensar a los militantes de otras revo-luciones ‘primaverales’. No fue el caso. En Siria, donde habían confluido diferentes factores en una rebelión que fue primero pacífica y al cabo de unos meses se mutó en armada, nadie tomó nota. Ya pudo ser un error de cálculo enfrentarse con un puñado de fusiles de asalto a la maquinaria militar del régimen sirio. Pero el error mayor de los revolucionarios fue vender su ideario por un kalashnikov. “Aceptaríamos ayuda hasta del diablo”, me repitió aquel miliciano en 2012, en un café de la provincia

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turca de Hatay.14 Pero el diablo no estaba, no hizo acto de aparición, por

mucho que lo conjurasen. Quien vino en su lugar fue Dios. Esto fue el fin de Siria.

Porque Siria había existido como país, incluso como nación, durante décadas de opresión, de persecuciones políticas, encarcelamientos, tor-turas. Había existido bajo la cruel dictadura de Asad. Habría seguido existiendo si tras unos meses de guerra, los rebeldes, al verse abandonados por todos los posibles aliados, hubiesen tomado la amarga decisión de renunciar a la libertad y la dignidad soñadas. No lo hicieron. Vendieron su alma a los sicarios de Dios. Cuando podrían y deberían haber sabido cuál era el futuro que les esperaba en el caso de que ganaran: una dictadura con menos libertades aún que la de Asad, una teocracia que eliminaría en primer lugar a quienes habían pedido libertad y dignidad. Deberían haber sabido que desde el momento de aceptar un fusil pagado por Qatar o Riad estaban luchando y muriendo por su peor enemigo.

Por supuesto, también este giro de la guerra lo propició el régimen de Asad, en una repetición tantas veces vista de la trampa estratégica: durante meses, las manifestaciones se hacían los viernes al salir de las mezquitas. Porque el rezo era, una vez más, el único momento de la

ciu-dadanía para reunirse sin que la policía interviniera.15 Así, las protestas

se hacían bajo la impresión directa de un sermón religioso. Y de paso, sin apenas participación de mujeres: las mujeres no acuden al rezo del viernes. Esa exhibición pública de la devoción es cosa de hombres.

La revolución se convirtió en cosa de hombres mucho antes de llegar a guerra. Es decir que dejó de ser revolución. Todo lo que vino des-pués, como la treta de Asad de liberar a millares de presos islamistas para que hicieran la rebelión por su cuenta, el germen del inhumano ‘Estado Islámico’ (Daesh), ya fue posible porque los rebeldes aceptaron

la lógica islamista.16 Está claro que la destrucción de Siria mediante la

herramienta del Daesh fue responsabilidad del régimen sirio, como lo fue toda la guerra (la negativa del régimen de convocar elecciones libres y democráticas lo convierte en responsable de cada una de las muertes

14 Topper (2012)

15 Javier Espinosa y Mónica G. Prieto en entrevista con Luque (2016). 16 Numerosos testimonios lo corroboran. Véase Speakman Cordall (2014).

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y las atrocidades cometidos por cualquiera de los bandos), pero también está claro que muchos en el bando rebelde se prestaron voluntariamente a colaborar en ella.

Porque los yihadistas no solo vinieron de las cárceles de Asad. En di-ciembre de 2011, el reportero Daniel Iriarte ya se encontró a los primeros enviados libios —con pasaportes europeos— en las colinas de Siria donde

se pegaban los primeros tiros. Hubo quien les dio la bienvenida.17 Es fácil

entender que una persona que haya pasado por las crueldades del régimen de Asad esté dispuesto a cualquier acción para acabar con el dictador. La desesperación y el deseo de venganza son reacciones humanas. Para lo que no sirven es para fundar una democracia.

Marruecos tuvo suerte de no caer en la misma espiral. Durante unos meses de la ‘Primavera’ —que en este país no cabe llamar árabe— se repetían las manifestaciones y protestas callejeras del Movimiento 20 de Febrero. El grupo era una alianza heterogénea de jóvenes que querían simplemente replicar movimientos reivindicativos como el de Túnez o Egipto con activistas de derechos humanos, militantes de diversos parti-dos de la izquierda y defensores de la cultura amazigh. Y como en todas

partes, los islamistas llegaron prestos para sumarse al movimiento.18

El 20-F los aceptó, pero con desconfianza: no dio espacio a su idea-rio, no permitió que su terminología o sus conceptos se colaran en los manifiestos. Seguían coreándose consignas por la igualdad de mujeres y hombres. No hubo rezos colectivos. Sin embargo, nadie ignoraba que la presencia del 20-F como movimiento masivo en la calle dependía en parte de los militantes de Adl wal Ihsan, una corriente extraparlamen-taria islamista no exactamente salafista pero fundamentalista religiosa. A diferencia de lo que pudo ocurrir en Egipto, sin embargo, los islamistas en Marruecos carecían del discurso político que sí tenían izquierdistas, militantes por las libertades individuales, activistas de derechos huma-nos, a menudo vinculados a movimientos con décadas de presencia en el debate público y la prensa.

La experiencia duró poco. La monarquía reaccionó con rapidez, ha-ciendo gala de su proverbial habilidad política, combinando una represión

17 Daniel Iriarte (2012).

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mesurada con intentos de compra de colectivos o personajes cercanos al movimiento, y lanzando finalmente la gran operación cosmética de una nueva Constitución que dejaba todo como estaba. Tras menos de un año de protestas, los islamistas se retiraron de las marchas y el colectivo se

fue desperdigando.19

Solo cabe especular qué habría ocurrido con la alianza contra natura, de haberse mutado en 20-F en una fuerza capaz de determinar el futuro del país, algo de todas formas inverosímil visto el reparto de fuerzas. ¿Habrían conseguido los islamistas hacerse con el mando, como ocurrió en Egipto? ¿O habría conseguido la sociedad marroquí lo que parece conseguir —a duras penas y a costa de una permanente vigilancia— la tunecina: defender la democracia contra los islamistas que se apoderaron de ella?

Costó sangre en Túnez: la de activistas y diputados laicos, asesina-dos por fundamentalistas. Durante el año 2012, con el partido islamista de Ennahda en el poder, se multiplicaron las noticias sobre actividades salafistas: asaltos a cines, exposiciones y locales de alcohol, intentos de

acudir en niqab a la universidad…20 Probablemente no fueran más que

anecdóticos, pero todo régimen fascista empieza con actos aislados. Es de admirar que la sociedad tunecina supo hacerles frente en las urnas, en el Parlamento, en la calle. Y una de las claves es que en Túnez, la revolución nunca se convirtió en cosa de hombres. Las mujeres estaban siempre en

primera fila. Siguen estando.21

En esto, la revolución de Túnez se parece a las protestas de Gezi en Turquía en 2013. Es cierto que durante las dos semanas que duró la ex-periencia del parque Gezi, los “sublevados” (entre comillas: no hubo un enfrentamiento armado) hicieron el gesto de otorgar espacio a un rezo de una docena de participantes que se reclamaron “musulmanes antica-pitalistas”, pero la escenificación se quedó en una anécdota folclórica. En Gezi dominaban las minifaldas y no hubo velos: romper todo estereotipo

de “mujer decente” era parte esencial del movimiento.22 Porque se dirigía

19 Una pormenorizada descripción de este proceso la ofrecen Mounia Bennani-Chraïbi & Mohamed Jeghllaly (2012).

20 Pérez De la Cruz (2012). 21 Pérez De la Cruz (2012) 22 Topper (2013)

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precisamente contra un Gobierno autoritario que proyectaba su poder mediante un ideario islamista. Queda en la memoria la frase que el pre-sidente, Recep Tayyip Erdogan, lanzó más tarde contra los manifestantes: “Son izquierdistas, ateos, terroristas”.23

Es posible que este factor también determine el futuro de la rebelión que se vive en estos momentos en Argelia, una especie de ‘primavera’ retardada. Un pueblo se ha levantado contra un régimen de muchas décadas, de los que los últimos 20 años, los que fingía estar en el poder Abdelaziz Bouteflika, son solo la coda final. Se trata de derrocar un sistema, en esto hay un evidente acuerdo en los manifestantes que salen a la calle, viernes tras viernes. Con certeza, los islamistas vuelven a estar prestos para secuestrar la rebelión. Pero es poco probable que lo logren: porque ya están en el poder.

Ya en el primero lustro del siglo XXI, los dirigentes del FIS encar-celados durante la guerra civil de los noventa volvieron a las mezquitas. En lo que parece el peor ejemplo de intento de reconciliación, el régimen fue dando prebendas y espacio a quienes había dicho combatir. Para una vez más, mantener al pueblo atrapado entre el fuego de la represión policial y la brasa del sermón del viernes. De enemigos, los radicales se convirtieron pronto en aliados de un poder que ahogaba toda libertad de prensa o de pensamiento. Censura de programas de televisión por “atentar contra los valores espirituales de la nación”, denuncias de diarios por “ateos”, proliferación del hiyab… Se diría que el FIS, si bien perdió la guerra, ganó la posguerra: una década después de que sus militantes fueran aplastados a sangre y fuego, su causa se instaló en los despachos:

Argelia se volvió islamista por la vía administrativa.24

Al levantarse ahora el pueblo, es de imaginar que su indignación no solo se dirija contra la figura de los generales que han impuesto su dic-tadura, sino también —como ocurre en Turquía— contra la ideología de la que se han servido para ejercer el control mientras fingían combatirla: la religiosa fundamentalista. “Los islamistas ya no tienen ninguna cre-dibilidad en Argelia”, opina el reportero Marc Marginedas. La guerra

23 Mourenza, Andrés & Topper, Ilya U. (2019) 24 Ángel Villarino (2006).

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civil mostró a lo que pudo llegar la confrontación/alianza de militares y

yihadistas, unos usando a otros para imponer el miedo.25

Habrá que estar atento a las fotos de las manifestaciones. Por el mo-mento veo marchas de mujeres y hombres juntos, melena al viento, veo eslóganes que piden la abolición del Código de la Familia basado en la sharia. Y mientras las mujeres siguen en primera fila, la revolución será posible.

“El pueblo quiere / la caída del régimen”. El eslogan acuñado en la avenida Habib Bourguiba en Túnez y replicado en Tahrir, antes de ex-tenderse al resto de la orilla sur del Mediterráneo, se debe referir no solo al dictador en el palacio, como dice Mona Eltahawy: también debe hacer caer la dictadura de la calle y la del dormitorio.26 Solo si cae esta triple

dictadura, si la liberación del pueblo significa la liberación de la mujer, solo entonces hay libertad. Y para ello hay que evitar que la revolución la secuestren los sicarios de Dios. Dios no es demócrata.

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Referencias

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