¿Te gustan los desafíos? ¿Te hierven las neuronas? ¿Quieres emociones fuertes? Agustín Fonseca, autor de El juego más difícil del verano, que publica el diario El País, y colaborador de Muy Interesante, ha creado un libro-juego endemoniadamente complicado, a la vez que divertido y distinto a cualquier otro, que te dará mucho que pensar.
Al hilo de las locuras que cometen Alberto y sus amigos —los protagonistas— en su primer años de universidad, tropezarás con una larga serie de enigmas que deberás resolver. Pero ¡ojo!, cuando te desanimes, cuando veas que tus neuronas patinan y se recalientas, no pienses que vas a encontrar las soluciones en la última página: eso sería ponértelo demasiado fácil, querido amigo. Las soluciones están, sí, pero deberás adivinar dónde; y cuando las hayas descubierto, además, tendrás que descifrarlas. Retorcido, muy retorcido ¿verdad?
Agustín Fonseca
El rompecocos
ePub r1.0
Agustín Fonseca, 1994
Ilustraciones: Agustín Fonseca García Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente Editor digital: jandepora
De qué va este libro
El libro que tienes en tus manos es algo más de lo que parece. En él encontrarás historias que giran en torno a un personaje: Alberto. Cada historia plantea una o más preguntas, a las cuales, si te animas, deberás dar solución. Cada uno de los problemas es progresivamente más difícil que su predecesor, por lo que, así, el último es el más difícil mientras que el primero es el más sencillo. Resolverlos es sólo cuestión de paciencia. Algunos tratarán de confundirte y todos te traerán algún quebradero de cabeza.
El libro esconde, en segundo lugar, un gran enigma. Las soluciones. Deberás pensar, investigar, echarle imaginación y descubrir dónde está escondida la solución de cada problema.
Cuando sepas ya dónde se encuentran las soluciones no pienses que por ello habrás dejado de «sufrir». Todo lo contrario: te quedarás boquiabierto y con ojos de asombro porque cada solución se halla encriptada, es decir, en clave. Este es el segundo reto del libro. Para descifrar dichas claves deberás servirte en muchos casos de ciertas herramientas que te damos ya preparadas para ser recortadas. Sólo tendrás que cortar por donde se indica y obtendrás así las herramientas necesarias para dar con la solución correcta a los enigmas una vez que sepas cuál es la clave que le corresponde.
Con muchas de las respuestas no sabrás, a priori, ni qué decodificador utilizar. Ahí reside el tercer obstáculo de este libro. Ten paciencia, porque aunque quizá sea este reto final el más difícil, te podemos asegurar que obtendrás una gran satisfacción cuando hayas logrado comprender las claves.
Por tanto, no te engañes, puesto que este libro es mucho más que una recopilación de «historias de jóvenes universitarios». En medio de éstas encontrarás dibujos, textos y frases que, a primera vista, te parecerá que están de adorno o que no tienen relación con la historia a la que acompañan. Sin embargo, después de estudiar el libro en su conjunto, te será todo mucho más fácil: es un juego que irás descubriendo, lleno de claves, de preguntas y respuestas.
Una sola advertencia: este libro no tiene las soluciones al final. Por no tener, no tiene ni última página. Las soluciones sólo las tienes tú. No obstante, si tienes algún problemilla, echa un vistazo a las páginas finales del libro.
La universidad de Alberto
Alberto es un muchacho de pelo castaño y revuelto, de mejillas sonrosadas, con una frente amplia como una cornisa, travieso y sonriente.
El verano ha terminado, el COU y la selectividad pasaron y ahora hay que empezar con la facultad.
Hoy es el primer día de clase. Alberto está encantado pensando en todo lo que le espera: sus compañeros nuevos, la posibilidad de echarse novia. Sin embargo, piensa sobre todo en sacar punta a cualquier cosa que le pueda ocurrir, hasta que la punta afilada sea larga, bien larga.
Hoy, muy tempranito, Alberto camina hacia la facultad y se anima cada vez más. No tarda en encontrarse con su mejor amigo, Iñaki, que también comienza la carrera este año.
Iñaki es alto y corpulento, con los ojos grandes como los de un pez recién sacado del agua. Suele llevar los pantalones caídos y es muy observador y prudente (hasta que comienza a beber cerveza).
—¡Qué pasa, tronko! —saluda afable Alberto.
—He visto pasar un montón de gente —dice Iñaki señalando la calle llena de jóvenes dirigiéndose a la facultad—, con sus carpetas llenas de apuntes y los ojos de legañas.
1. ¿Cómo se llama el profe?
EL JUEGO DE LOS ASTERISCOS Y LAS
ESTRELLAS
Después de charlar un rato con Iñaki, Alberto entró en clase.
—¡Uff! Espero que el día no sea muy ajetreado —dice Alberto al compañero situado en la mesa de al lado, que se encuentra haciendo garabatos para pasar el tiempo.
—Pues yo sí espero que lo sea, porque de lo contrario tendré que inventar algo para no aburrirme —le responde su nuevo amigo.
¡Zass! Silba la bola de papel e impacta en el cristal de la ventana sin acertar en la papelera. —Esto es lo que yo denomino «básquet-papelera» —dice a Alberto su nuevo compañero. En cuestión de segundos el aburrimiento provoca una verdadera batalla de tiro a la canasta-papelera. Por desgracia, algunos de los proyectiles alcanzan al asombrado profesor, que acaba de hacer acto de presencia.
—¡Venga, chicos, por favor, un poco de calma y buenas intenciones para empezar el curso con rigor! —grita agitando las manos al mismo tiempo. Os propongo un juego con el que nos divertiremos mucho más.
El profesor, que es muy ocurrente y cuenta con la experiencia necesaria para saber tranquilizar a estos peligrosos universitarios novatos, va a conseguir que sus alumnos no se aburran en clase.
El juego consiste en adivinar mi nombre afirma el profesor con una media sonrisa, consciente de que acaba de volver a centrar la atención de sus nuevos alumnos.
Comienza a dibujar en la pizarra una serie de símbolos hasta que finalmente queda de esta manera:
Cada símbolo corresponde a una letra, y el profe les advierte que a una misma letra le corresponde siempre el mismo signo.
—Parece un poco complicado, ¿verdad? —les dice el profesor—. Bueno, pues para daros más facilidades os he escrito también mi signo del zodíaco, siguiendo la misma clave y, por si fuera poco, añado el mes en el que nací.
Alberto se puso a cavilar, con la yema del dedo índice pegada a la punta de la nariz.
No es exagerar: los alumnos se tiraron toda la clase dando vueltas a los símbolos, probando todo tipo de combinaciones. Al final, Alberto dio con la solución correcta.
—¡Estaba chupado! —gritó Alberto.
—Sí, nos hemos divertido mucho, pero ahora ¡vamos a volver al torneo de «básquet-papelera»! —añadió el nuevo compañero de Alberto, con lo que comenzó una nueva y más feroz batalla ante el estupor del profe.
¿CÓMO SE LLAMA EL PROFESOR? ¿EN QUÉ MES NACIÓ?
2. Un reto para Yvonne
EL JUEGO DE LAS FECHAS
Alberto e Iñaki andaban haciendo la primera visita a lo que sería su cuartel general durante todo el curso: el bareto de la facultad. Allí empezaron a familiarizarse con muchas de las caras que a partir de ese momento les acompañarían.
En primer lugar vieron a Emiliano, el bedel, que pasaba bastante del uniforme y llevaba un mono azul del que prendía un pequeño transistor.
—Menuda pieza tiene que estar hecho éste —le dijo Iñaki a Alberto señalando con discreción.
Mientras los dos amigos comentaban las incidencias de la primera clase, vieron aparecer a un grupo de pijos, con camisa de rayas y pelo engominado, que se dirigían hacia la barra.
—De esos panolis, los dos que destacan son de nuestra clase. Uno se llama Yago y el otro Borja. ¡Qué tíos más repelentes! —dijo Alberto a Iñaki soltando una pequeña carcajada.
Mientras las enormes bocas de nuestros dos amigos terminaban de triturar los respectivos bocatas de panceta, toda la fauna de ese curso se iba juntando en el bareto, desde los más greñudos a los más finos. Como el que no quiere la cosa, todos se fueron concentrando en un único grupo. Entre botellines y risas andaban cuando, de pronto, entró al bar una tía maciza, que con su sola presencia hizo a todos los contertulios masculinos quedar sin habla. Se llamaba Yvonne.
La rubita, de ojos azules, se fue acercando a la barra y, en lo que pedía tímidamente un café con leche, se le acercó el tal Borja y le dijo:
—¡Hola, monina! Yo me llamo Borja, pero puedes llamarme Borjita. ¿Tú quién eres?
—Yo me llamo Yvonne y he venido a pasar aquí este curso con una beca del programa Erasmus —respondió ella algo sonrojada.
—Oye, pues hablas muy bien el español. ¿De dónde eres? —le preguntó Alberto adelantándose a todos sus rivales.
—Soy de Bruselas y he aprendido español veraneando todos los años en Torrevieja. —¡¡¡Increeíííble!!! —respondieron todos a la vez.
El bombardeo de preguntas se fue convirtiendo, paso a paso, en un interrogatorio de tercer grado del que la incauta muchacha salió algo noqueada. Cuando llegó la hora de entrar a la clase siguiente, a más de la mitad de los presentes se les había puesto un brillo especial en los ojillos, como de «enamoramiento».
«¡Qué pedazo de jaca!», «¡¡De bandera!!», «¡Pero habéis visto qué ojazos!», eran algunas de las frases que se escuchaban escaleras arriba. Estaba claro que a partir de ahora se iban a dedicar muchos esfuerzos a llamar la atención de la nueva becaria.
Una semana más tarde, pasada la furia de los primeros días, Alberto entró en la biblioteca de la facultad, que en ese momento se encontraba prácticamente desierta. No tenía mucho que hacer y había pensado en pasar un rato leyendo alguna revista u hojeando algún libro. Se dirigía hacia el mostrador de las últimas publicaciones recibidas, cuando, de pronto, divisó a lo lejos, en una mesa apartada, a la mismísima Yvonne. Con gran sigilo se acercó a ella y, adoptando la más cínica de las sonrisas, le preguntó en voz baja qué estaba haciendo.
—Estoy leyendo un libro que habla de las excelencias del año 1992. ¿Tú fuiste a la Expo? —respondió ella mientras sonreía ignorante de su destino.
Alberto puso cara de póquer y, en un tono solemne, comenzó un improvisado discurso. —Mira, Yvonne: yo tengo un criterio propio sobre lo que fue todo ese mamoneo. No me dejo alienar por tres atracciones de feria y cuatro chuminadas más, aunque tengo claro que para la mayoría es muy posible que en los años siguientes no sabrán ni dónde tienen la cabeza,
pero en ese año todo les parecía maravilloso.
Por la cara que ponía Yvonne no parecía que el tema le interesara mucho, pues continuó pasando las hojas sin prestarle demasiada atención. De pronto, la muchacha descubrió una foto que le llamó la atención y, para cortar un poco con la violencia que había en el ambiente, le dijo al presunto galán:
—¡Mira, Alberto!, seguro que la foto de este cuadro hace referencia a una historia interesante.
Efectivamente, allí se encontraba una bonita historia sobre una famosa batalla.
—Tienes razón, Yvonne. Muchos saben de qué se trata, pero muchos no sabrán en qué año ocurrió —dijo Alberto retando con la mirada a su amiga.
—¡Pues vamos a consultar el diccionario! —respondió ella.
Alberto continuaba con ganas de tirarse el rollo, de modo que le propuso lo siguiente: —¡Mejor te voy a dar unas pistas que te ayudarán a encontrar la solución y así nos divertiremos! —dijo mientras cerraba el libro.
—D siglos después, el AF de 51451916 de RGA, se inauguró la presa de 12022114. Si sumas los dígitos que componen el año obtendrás como número áureo el 5 —sentenció Alberto con una mueca de sabiduría.
Yvonne se quedó con la boca abierta y Alberto aprovechó la ocasión para deslumbrarla de nuevo.
—¿Cómo? ¿Que no sabes qué es eso del número áureo? Es muy simple, se trata de la suma sucesiva de los dígitos que forman un número hasta que llega a quedarse en uno solo: el número áureo.
—Alberto, no entiendo nada —dijo Yvonne mirándole con cara de asombro.
—Pues mira, encanto: si por ejemplo el número fuese el 1992, deberías sumar sus dígitos. Es decir, 1 + 9 + 9 + 2 = 21. Ahora sumas los dos dígitos de ese resultado, 2 + 1 = 3. Ya lo tienes, el número áureo de 1992 es el 3.
—Creo que ya lo entiendo, Alberto. ¡Es bien fácil! —Pues si ya entiendes lo de los números áureos, te será fácil deducir en qué fecha ocurrió la batalla.
—Pero… ¿Qué son todas esas letras y números sin sentido? —le inquirió Yvonne, con más interés.
Alberto agarró un lápiz y un cuaderno y comenzó a escribir para mostrárselo a su amiga. —Es fácil. Transformas las letras en números y viceversa, según el orden alfabético. Así, resulta que estamos hablando de la 2121112121 de 125171142116, en la que hubo un famoso soldado cuyo nombre comienza por 13 y sus apellidos por 3 y 20. ¿Sabes ya quién es?
Yvonne adoptó un gesto que mostraba su desconcierto.
—Yvonne, no seas vaga y haz las operaciones. Ya verás como el éxito te acompaña y, de paso, vas a tener la oportunidad de irme conociendo un poco.
Una cosa más: ¿tienes en Bélgica algún novio que sea tan inteligente?
Yvonne musitó un mon Dieu, mientras trataba de descubrir la respuesta a las siguientes cuestiones.
¿EN QUÉ AÑO SE DESARROLLÓ LA BATALLA Y QUIÉN ES ESE FAMOSO SOLDADO? ¿QUÉ IMPORTANTE LIBRO SE RELACIONA CON ÉL SIEMPRE QUE SE OYE SU NOMBRE? ¿CUÁL ES EL NOMBRE DE LA PRESA?
Tras un rato de cavilaciones, Yvonne dio con las respuestas acertadas.
—¿Ves como no era tan difícil? —dijo Alberto, para añadir después con una sonrisa maliciosa—: Para celebrarlo te invito a tomar algo en el bar.
Yvonne aceptó encantada. Alberto se moría de gusto pensando que iba a ser la envidia de toda la clase.
3. Por escandalosos, ¡al patio!
EL JUEGO DE LOS LADOS DEL CUADRADO
Ese día era especial para don Cosme, el decano de la facultad, ya que dentro del ciclo de conferencias que había programadas, le tocaba el turno a una muy interesante que contaría con la presencia de un ministro. Sin embargo, la visita había suscitado cierta polémica, debido a un asuntillo de corrupción que todavía permanecía sin aclarar del todo.
Con este precedente la conferencia prometía ser divertida, ya que todo el alumnado preparaba una bronca de tres pares de ¡bemoles! La mitad de los alumnos mantenía una actitud combativa: estaban muy exaltados por la situación política del momento; la otra mitad lo estaba aún más por la hartada de botellines que se estaba apretando entre pecho y espalda antes de la llegada del señor ministro.
Cuando éste, llegó en el coche oficial, rodeado de maderos, la tensión se podía cortar con un cuchillo. La conferencia comenzó al fin. A los pocos minutos la mitad del salón de actos comenzó a vocear: «¡Gol-foo!, ¡gol-foo!» Entre medias se intercalaban frases del tipo «¡Ministrooo!¡¡¡Eres un robaperaaas!!!» que, naturalmente, provenían del grupo de Alberto. El ministro interrumpió la conferencia y, después de aceptar las excusas de don Cosme, le «sugirió» que sus maderos sacaran del recinto a los alborotadores con la máxima discreción. Don Cosme dio su autorización y los catorce principales alborotadores fueron sacados de la sala en unos momentos.
De entrada se decidió enviarlos al patio ajardinado con la esperanza de que el aire puro y un poco de naturaleza serenasen sus ánimos. Dado que había acudido la prensa, lo mejor era seguir actuando con la mayor discreción posible. Para que no se pudiera hablar de «brutal actuación policial», nada mejor que aislarlos bajo la férrea vigilancia de un madero de paisano y la del colgao de Emiliano, el bedel.
El patio de la facultad es un poco especial, puesto que tiene un alto seto central cuadrado en torno al cual hay una especie de acera ancha. El madero, buen conocedor de su oficio, decidió colocar a los catorce muchachos alrededor del seto. Y para evitar que hablaran entre ellos, pensó que nada mejor que colocarlos a razón de tres alumnos en cada lado y uno más en dos de las esquinas.
El problema de la sutil vigilancia de estos lebreles se solucionaría con la ayuda de Emiliano. Cada uno de los dos vigilantes se situó en una de las esquinas que permanecían libres. De este
modo tenían fácil el control, pues podían mirar a su derecha o a su izquierda y comprobar, simplemente contándolos, que había cuatro alumnos a cada lado. Lo más importante era que estuvieran de pie y callados.
Al cabo de un rato, los revoltosos comenzaron a acercarse unos a otros para poder hablar por lo bajini y así soportar la monotonía de la espera.
Ni a Emiliano ni al madero pareció que esto les llamara la atención, ante lo cual los chavales empezaron a planear de qué manera podrían largarse algunos de ellos.
Naturalmente fue Alberto el primero en poner en marcha la maquinación.
—¡Chicos, psss, silencio! —comenzó diciendo—. Si os fijáis bien, el Emiliano sólo levanta la vista del Marca para contarnos de vez en cuando, y si afináis la visual un poco más os daréis cuenta de que el madero hace igual.
Alberto permaneció cavilando unos instantes y terminó diciendo: —Ya sé la forma de que sólo se queden ocho. ¡Y nadie se dará cuenta!
¿QUÉ PUDIERON HACER PARA QUEDARSE SÓLO OCHO ALUMNOS Y QUE LOS VIGILANTES SIGUIERAN VIENDO CUATRO DESDE SUS RESPECTIVAS POSICIONES?
Al cabo de un rato, un grupo de seis escandalosos alumnos irrumpía en el salón de actos y volvía a increpar al ministro ante la desesperación del pobre don Cosme.
4. ¡Vaya con las hormigas!
EL JUEGO DE LA ENCICLOPEDIA
Una mañana Alberto y todos sus amigos fueron a la casa de campo que tiene el padre de Iñaki. El asunto tenía toda la pinta de ser un auténtico marronazo, ya que la propuesta consistía en sacar todos los libros de la biblioteca, para luego ponerse a pintar la sala, con la excusa de pasar un día en el campo. Seguro que iban a disfrutar de un día formidable, había dicho el padre, pero…
—Mira, chico, tu padre dirá lo que quiera, pero esto se llama hacer el primo, lo que quiere tu padre es no gastarse ni un chavo —le dijo Alberto a Iñaki.
—¡No seas mangui, que ya verás cómo se estira y se invita a algo cuando terminemos! —le increpó sin mucho convencimiento Iñaki.
El caso fue que mientras los demás comenzaban a sacar el mobiliario para dejarlo en el porche, Alberto andaba marcándose un escaqueo, apelando a cierta resaca o a cierta bajada de tensión.
Cuando las miraditas de desaprobación comenzaron a ser más que patentes, Alberto se dio cuenta de que no podía seguir dando el cante. Así que, apagando el cigarrito con algo de chulería, desafió a todos diciendo: «La enciclopedia me la saco yo solo».
Esta era bastante antigua y, lo peor, bastante pesada. Tenía las páginas amarillentas y un enorme valor sentimental para el padre de Iñaki. En total se componía de cincuenta y cuatro tomos bien gruesos.
Alberto se puso manos a la obra. Fue sacando los tomos de dos en dos y amontonándolos en el porche del patio junto al resto de las cosas. Formó una gran pila hasta que no le quedó más remedio que subirse a una silla y así continuar la construcción de la torre. Una vez que la hubo completado y estaban colocados los cincuenta y cuatro tomos, se la quedó mirando y se dijo: «¡Esta torre, por la peculiar disposición del espacio y el volumen, sería envidia de cualquier afamado arquitecto de la Bauhaus!»
En lo que no cayó Alberto fue en que había edificado su genial torre bauhausiana sobre un hormiguero. Las hormigas, bastante cabreadas al ver taponada su salida al exterior, aplicaron el instinto de conservación y supervivencia comenzando un laborioso trabajo de horadación de los libros que las sepultaban. Parecía como si las hormigas supieran matemáticas, ya que estaban realizando un largo agujero a través de las páginas, empezando por la primera del primer volumen de la enciclopedia, y no terminando su voraz trabajo hasta que consiguieron llegar a la última página del último volumen.
Tampoco tardó mucho la cuadrilla de estudiantes en pintar la sala, puesto que por la tarde ya estaban los coleguillas de Alberto reintegrando a la estancia todos los enseres. Alberto sintió cierta lástima por tener que desmontar su obra arquitectónica, pero mucha más se llevó al descubrir el terrible desaguisado.
—¡La que han formado las hormigas! Y además no han hecho precisamente un agujerito, esto es todo un señor agujero —dijo Alberto con los ojos como platos y una media sonrisa de disculpa.
Efectivamente, el hermoso hueco no permitía leer las páginas atravesadas por los insectos. Con las cosas así, el padre de Iñaki dijo que se tirara la enciclopedia inservible, que ya comprarían otra.
Sin embargo, Alberto dijo que algunos de los tomos se podían aprovechar. ¿Sería posible? El padre de Iñaki, convencido de que al final lo barato sale caro, le planteó esta pregunta:
¿CUÁNTOS Y QUÉ VOLÚMENES, EFECTIVAMENTE, ESTABAN EN BUEN USO AL NO HABER SIDO PASTO DE LAS HORMIGAS?
5. A ver quién tiene razón
EL JUEGO DE LOS BARREÑOS
Alberto e Iñaki habían decidido quedar esa tarde para estudiar juntos y comentar de paso cómo se presentaba el curso. Puesto que todo iba a ser bastante relajado, a los dos les pareció que lo mejor era estar en casa de Alberto. Con ese equipazo de música que tiene y esa colección de vídeos, estaba claro que podían pasarse una tarde tranquila. Y lo más importante: sin gastarse un chavo. Por si esto fuera poco, Alberto dispone de un jardín en su casa, con dos hamacas bien sombreadas por unos árboles, en las que resulta un verdadero deleite estar tumbado, hablando de lo divino y humano, en compañía de un pequeño perrito que se llama Lucas y que siempre anda jugueteando por el jardín.
En esto andaban plácidamente los dos muchachos al final de la tarde, cuando de pronto escucharon la voz de la madre de Alberto.
—¡Sinvergüenzas, nos han cortado el agua otra vez! —gritó en estado de crispación.
Los dos chavales se miraron haciendo un gesto de complicidad como si el tema no fuera con ellos. La madre continuó profiriendo insultos contra la compañía del agua, la Junta Municipal y hasta contra el Gobierno de la nación.
—¡Con el calorazo que hace! ¡Seguro que hasta dentro de tres días no nos podemos ni duchar!
Definitivamente, el ataque de nervios de la madre estaba destrozando la plácida conversación que mantenían los dos amigos. Iñaki, sin saber muy bien por qué, tomó una hoja de apuntes y comenzó a fabricar un barquito de papel. Cuando lo estaba terminando les cayó el marronazo.
—¡Y vosotros dos, que estáis haciendo el zángano de colmena, ya podríais acercaros a la fuente a llenar de agua un par de barreños! —«sugirió» amablemente la madre de Alberto.
Los dos amigos abandonaron las hamacas sin demasiado convencimiento, especialmente Iñaki, que iba desafiando con la mirada a la madre de Alberto mientras se abanicaba con el barquito. Agarraron los dos barreños y se dirigieron con desidia hacia la fuente de la calle.
—¡Y no os olvidéis de llenarlos al máximo! —les increpó la madre mientras se marchaban. Cuando volvieron cargados con los dos barreños el mal humor era la nota predominante. Los dejaron a la entrada de la casa y se lo comunicaron a la madre de Alberto. Fue en esto que Lucas aprovechó la ocasión para brincar hasta el barreño de Alberto y, una vez en el agua, quedarse inmóvil como si se tratara de un cadáver. A los dos muchachos les hizo gracia, e Iñaki dijo que si Alberto tenía a su perrito en el barreño, él no iba a ser menos, por lo que puso a navegar dentro del otro recipiente su barquito de papel. Los dos chavales se olvidaron de su mal humor inmediatamente.
El barreño de Alberto estaba ahora como el de Iñaki, con la diferencia de que en el de su amigo flotaba un ligero barquito de papel mientras que en el suyo lo hacia su perrito Lucas.
Para evitar que la madre de Alberto se llevara otro sofocón debido a las bromas que se traían los dos muchachos, decidieron llevarlos al extremo del jardín. El nuevo esfuerzo les pareció inmenso y comenzaron a discutir sobre cuál podía pesar más. Alberto afirmaba que el suyo, ya que además del agua hasta el borde, estaba Lucas. Iñaki por su parte decía que eso no tenía nada que ver, y que su barreño debía pesar, por lo menos, tanto como el de Alberto.
La discusión no llegó a ninguna conclusión y la abandonaron, pero…
6. A por las tijeras
EL JUEGO DE LOS RECORTABLES
La facultad de Alberto es relativamente nueva; se edificó a las afueras de la ciudad, y a sus espaldas se encuentran unos inmensos descampados. No se sabe muy bien cómo, pero el caso es que un buen día aparecieron unas chabolas de uralita y chapa que daban un aire muy, pero que muy cutre al paisaje.
Los del ayuntamiento pensaron en otorgar los terrenos, decisión que se ejecutó con relativa rapidez. Lo difícil comenzaba ahora: se trataba de construir unas casas prefabricadas y, lo que es más complicado, encontrar las pelas para pagar los materiales.
Poco a poco los inmigrantes se iban dejando ver por el barrio, y como se traían un vacilón de órdago, fueron ganando popularidad. Tanta que la «Radikal-Popular», es decir, la asociación de vecinos, tomó cartas en el asunto.
—¡Compañeerooos del barrio! ¡Compañerooos! Nos hemos congregado hoy las fuerzas vivas del barrio para proponer ideas sobre la integración de nuestros otros compañeros de las minorías étnicas… —decía una voz metálica desde la plaza que hay cerca de la facultad.
Alberto, que andaba por allí con Iñaki, le propuso acercarse para ver de qué iba el tema. Cuando llegaron se encontraron con un curioso personaje hablando por un megáfono. Llevaba unas barbas a lo Bakunin y una enorme tripa de esas que se tienen tras beberse los primeros veinticinco mil litros de cerveza.
—Sin lugar a dudas, ese pavo tiene que ser el presidente de la asociación —le dijo Iñaki a Alberto mientras se iban acercando.
Al llegar se encontraron con una especie de concurso. Consistía en aportar ideas para la distribución de los módulos de las casas prefabricadas para los inmigrantes. La verdad es que no tenía que haber muchas ganas de ir esa tarde a clase puesto que en la plaza se estaban encontrando con muchos compañeros de facultad.
—¿Vamos a ver en qué consiste el concurso? —le preguntó Iñaki a Alberto haciéndole un guiño de complicidad.
Cuando se acercaron pudieron comprobar que lo de menos era el concurso, ya que lo interesante era el contexto: una «lentejada popular» para recaudar fondos; una venta de bonos de solidaridad para lo mismo y guardería popular, así como un largo etcétera de cosas «populares».
—Pues a mí me está dando que lo del concurso es un engaño —le dijo Alberto a su amigo. —Sí, pero vamos a ver de qué va.
Una vez cerca, se encontraron al de la megafonía acompañado de un inmigrante; Alberto e Iñaki se acercaron a preguntar. El inmigrante parecía muy simpático y se presentó como el coordinador responsable del colectivo de inmigrantes. Se llamaba Mustafá, pero todos le llamaban Musti.
—Pues veráis. Yo te diga-yo te explica: el concurso consiste en coger una cartulina y unas tijeras para diseñar un recortable formada por seis cuadrados, de forma que se pueda hacer un cubo.
—¿Y para qué? —le preguntaron los dos chavales.
—Pues yo te diga-yo te explica: con los seis cuadrados se van a formar módulos para nuestras próximas viviendas prefabricadas, que se construirón bajo unos parámetros de máxima funcionalidad, dentro de la mayor economía de medios —les respondió Musti mientras el presidente de la asociación asentía.
—Aquí tenemos los tres primeros. Cuando los tengamos todos, regalaremos al ganador una ristra de morcillas de arroz, así como las obras completas de Rosa Luxemburgo encuadernadas en cueroflex —añadió el presidente de la asociación.
—¡Está chupado! —dijo satisfecho Alberto. Fue entonces cuando Musti les advirtió:
—Efectivamente, pero primero tenéis que ver que los dos últimos recortables son en realidad iguales, porque sólo hay que darles la vuelta.
Todos los participantes se estaban dando cuenta de que llevarse los dos fabulosos premios no sería una cosa tan fácil.
El presidente sonrió y les dijo:
—Al comienzo os he dicho que los primeros serán para el que sea más rápido y más habilidoso. De modo que lo que quiero es que diseñéis todos los recortables posibles hechos a base de seis cuadrados. Utilizad la retícula de cuadrados que os he mostrado antes, y os servirá como ayuda para encontrarlos todos.
Alberto se quedó meditabundo y se preguntó:
¿CUÁNTOS SON LOS RECORTABLES QUE SE PUEDEN HACER?
Al cabo de bastante rato, Alberto e Iñaki dieron a la vez con la solución. El presidente de la asociación de vecinos y Musti hicieron entrega de los sensacionales premios a los dos nuevos héroes de la lucha contra la marginación.
7. Lo que cuesta llegar hasta el cine…
EL JUEGO DEL CALLEJERO
Durante un descanso, Alberto y los de su clase se encontraron en el bar. Entre copa y copa —no se sabe muy bien cómo salió el tema— la conversación desembocó en la nueva película de Sharon Stone, que se acababa de estrenar. Pronto empezaron a hacer planes para ir a verla esa misma tarde, a lo que se apuntaron tropecientos.
Alberto, como siempre en plan organizativo, tomó la batuta y empezó a elaborar la lista de gente que iba. En total eran veinte. Luego les tomó las direcciones e hizo un plano asignando a cada amigo un número. Así sería más fácil y no habría repeticiones a la hora de ver cuál era el mejor recorrido para los coches y poder ir todos juntos. El objetivo era pasar por las casas de todos, pero una sola vez.
Alberto, dándoselas de ingenioso, lanzó una pregunta al ruedo:
8. A todos nos gustan las guindas
EL JUEGO DE REPARTIR LA TARTA
En la celebración del día del cumpleaños de Alberto no podían faltar sus amigos ni una gran tarta. Había que comenzar seleccionando el local. El elegido fue un burger que se llama Paco’s, gracias al nombre de su propietario. A Paco le caen muy bien Alberto y sus compañeros de clase, por lo que el día del cumpleaños él mismo hizo una tarta muy especial.
Con lo golosos que son nuestros amigos, a Paco se le ocurrió hacer una gigantesca tarta cuadrada con chocolate por dentro y una enorme capa de nata por fuera. Paco es bastante despistado: mientras hacía la tarta pensaba que se le estaba olvidando algo, pero no caía en qué.
Se iba acercando la hora de la celebración y todas las tiendas comenzaban a cerrar. Cuando Paco terminó de dar la última capa de nata a la enorme tarta cuadrada descubrió lo que se le había olvidado: las velas. Salió corriendo a comprarlas a la tienda, pero ésta ya se encontraba cerrada.
Paco volvió al burger algo molesto por su despiste. Se quedó mirando su riquísima tarta y pensó que, aunque sabría de maravilla, habría que adornarla de alguna forma para que no quedara tan triste. Miró en su despensa y encontró un tarro de guindas en almíbar. Pensó en la distribución y en un momento las colocó.
Ahora sí que estaba la tarta realmente bonita, y sin duda Alberto y sus amigos pasarían por alto el despiste de las velas.
Alberto apareció con sus siete mejores amigos, por lo que en total contabilizaban ocho. El plan para esa tarde ya estaba definido: primero se pondrían morados de tarta y luego se irían a un local de música en vivo para tomar unas copas.
Ya dentro del burger, los chavales se sentaron en una gran mesa y, rápidamente, Paco apareció con la tarta cantando «cumpleaños feliz». Cuando los amigos de Alberto vieron semejante tarta comenzaron a gritar.
—¡Hala, qué pasote de tarta! ¡Cómo nos vamos a poner!
Paco estaba muy satisfecho y, sacando un cuchillo enorme, dijo: —Pues ahora, amigos, ¡a comer!
Iñaki y Marcelo comenzaron a pedir a coro:
—¡Nuestro trozo con muchas guindas! A lo que el resto de la marabunta añadió: —¡Y el mío también!
En un segundo se desató una discusión entre todos los chavales que amenazaba terminar en batalla campal con guerra de tartazos incluida. Paco se dispuso a serenar los ánimos y sugirió:
—Lo que está claro es que no tenéis quince años y no podéis andar discutiendo; me parece más lógico que decidáis quién se lleva el trozo con más guindas. ¿Qué os parece la idea?
Todos los chicos, y Alberto el primero, comenzaron a exponer por qué le debería corresponder a ellos un trozo con más guindas que a los otros. Posiblemente se debía más a una forma de dar la vara que a la glotonería, pero así se estaban poniendo las cosas.
—Como es mi cumpleaños, yo creo que me merezco más —dijo Alberto.
Y lógicamente aquello se convirtió en una sucesión de argumentos de por qué a cada uno de los presentes le correspondía en justicia una mayor cantidad de guindas.
Todo intento de conciliar los ánimos parecía condenado al fracaso, cuando Yvonne, que llevaba un largo rato callada y contemplando la tarta, dijo:
—¡Por favor, amigos, prestadme atención un momento! Si miráis bien la tarta, hay una forma de dividirla en ocho partes iguales y que cada parte lleve el mismo número de guindas.
Los ocho amigos se quedaron mirando la tarta y, efectivamente, se podía hacer. Yvonne había evitado que la fiesta de cumpleaños terminara en batalla.
9. El pincho de dados
EL JUEGO DE LAS CARAS ATRAVESADAS
Varias semanas después de haber encontrado la solución ideal para el alojamiento de Musti y sus demás compañeros, se decidió organizar una fiesta en condiciones. Todos los estudiantes que habían colaborado en el proyecto fueron invitados. El que más y el que menos sentía una curiosidad enorme por conocer cómo podía ser una fiesta tradicional marroquí.
Musti había estado hablando con Alberto y con Iñaki de asar un cordero y preparar un gran cuscús, cosa que le hizo recordar a Alberto algo que había visto en una tienda de dulces y que pensaba llevar a la fiesta.
—Mira, Musti, para el momento del café o el té a la menta no te preocupes, que yo me encargo de acompañarlo con una especie de pincho moruno, pero en dulce.
Musti puso cara de póquer y, tras acordar la fecha y hora, se marchó como había venido. Iñaki miró a su amigo y le preguntó qué era eso de los pinchos morunos «pero en dulce». Alberto le contó que el día anterior había estado en una tienda de caramelos con su hermana pequeña y había encontrado unos que le habían llamado la atención.
—Además, si nos invitan tampoco es cosa de presentarnos por la cara —terminó diciendo. Llegó el día de la comida, todos se lo pasaban de maravilla, aquello sí que era una fiesta étnica con todas las de la ley: desde comida típica hasta música tradicional en vivo, interpretada por Musti y sus compañeros.
Cuando llegaron a la sobremesa, estaban a punto de reventar. De toda la comida que habían preparado no había sobrado nada; y ahora lo que se terciaba era una buena tertulia acompañada de té a la menta. Fue en ese momento cuando Alberto sacó la bolsa de caramelos. La verdad es que los había elegido muy bien. En la bolsa había doscientos, y eran muy curiosos, blanditos y con forma de dado.
Felixín los conocía y dijo:
—¡Andá! Estos son de los que se ensartan de siete en siete en un palillo, como si fuese un pincho.
Alberto, que había estado la tarde anterior examinándolos, añadió:
—¡Efectivamente! Se meten introduciendo el pincho por una cara y sacándolo por la opuesta. Son un poco como un pincho moruno.
Todos se quedaron mirando los caramelos con gesto goloso y empezaron a gritar: —¡Que los reparta, que los reparta!
Antes del reparto, Musti y sus compañeros comenzaron a contar anécdotas de ingenio revestidas como cuentos de Las mil y una noches, y proponiendo adivinanzas. Es por esto por lo que volvió a mirar los caramelos y se le ocurrió una idea.
—Muy bien, amigos, vamos a repartir los caramelos, pero os propongo una cosa. Para serenar los ánimos vamos a pensar un poco con una adivinanza. El que la acierte será el primero en recibir los caramelos de Alberto. El resto esperará hasta el fin de la fiesta. El tema se estaba poniendo serio, ya que todos los presentes tenían algún huequecillo en el estómago reservado para los dulces. De modo que se callaron mientras se les iba haciendo la boca agua.
Musti cogió un palillo y siete caramelos, miró desafiante a todos los invitados y dijo:
1. ¿SERÍA POSIBLE SABER CUÁNTO SUMAN LAS CARAS ATRAVESADAS POR CADA PINCHO?
De pronto, Alberto levantó la mano y dijo:
—Aunque yo he sido el que los ha traído, voy a ser el primero en darme el banquete. Creo que soy capaz de adivinar la suma sin ver los dados, se inserten como se inserten en el pincho.
Todos los presentes miraron a Alberto con la boca abierta, y fue en ese momento cuando Alberto concluyó:
—Es más: apuesto a que sé el número en cuestión con sólo decirme los dados que se ponen, aunque sean más o menos de siete.
2. ¿CÓMO ES POSIBLE RAZONARLO?
Musti colocó los caramelos y Alberto, efectivamente, acertó el resultado de la suma, por lo que pudo devorar los dulces ante los ojos atónitos y envidiosos de sus compañeros.
10. ¿Cuál de los dos es mejor?
EL JUEGO DE LOS DOS RELOJES
A Alberto le habían regalado un estupendo reloj digital y, sin cortarse un pelo, se iba pavoneando delante del que estuviera dispuesto a escucharle. Los de su clase no le prestaban ya la menor atención, con lo que Alberto tuvo que dedicarse a dar una vuelta por el bareto de la facultad esperando encontrar a alguien. Fue en ese momento cuando apareció Borja, con sus habituales aires de superioridad. Alberto dejó que se acercara a él y, naturalmente, aprovechó la ocasión de fardar con su estupendo reloj.
—Hola, Borjita, ¿qué tal? ¡Mira qué dabuten del palmeruten es mi nuevo reloj digital! —le dijo entusiasmado.
—Bueno, la verdad es que tiene buena pinta para poder tirarte el rollo en una bodeguilla de barrio, mientras te cenas unos huevos fritos con chorizo.
Alberto se quedó petrificado, aquello le supo a cuerno quemado. Borja continuó:
—El que yo tengo es analógico, como los de siempre, de una elegancia clásica, aunque manteniendo una cierta línea deportiva con el fin de restarle formalidad. ¡Cuesta doscientos talegos!
—Pues mira, el mío no sólo es digital, sino que además tiene un montón de funciones, aparte de dar la hora. Verás, te voy explicando… —dispuso Alberto con satisfacción.
Borja ya empezaba a estar un poco hasta el moño de tanto escuchar las excelencias del reloj de Alberto. No sabía muy bien cómo volver a ponerlo en su sitio, cuando de pronto se le ocurrió una idea.
—Albertito:
1. ¿CUÁNTAS VECES LA HORA DE TU RELOJ ES CAPICÚA?
—le preguntó Borja haciéndose el ingenuo.
Alberto comenzó a darle vueltas a la pregunta, pero no era fácil encontrar una respuesta. Cuanto más se lo pensaba, más notaba el gozo que sus dudas producían en Borja. Quizás estos quebraderos de cabeza eran el pago a tanta fanfarronería. Sin embargo, seguro que había una solución.
Levantó la mirada desafiando a Borja y, algo coloradote de rabia, le dijo: —A ver, listillo, mientras yo calculo tu pregunta,
2. ¿SERÍAS CAPAZ DE DECIRME CUÁNTAS VECES LAS AGUJAS DE TU RELOJ ESTÁN JUNTAS, COMO CUANDO SON LAS DOCE Y PARECE QUE UNA DE ELLAS SE HA PERDIDO?
Los dos compañeros quedaron largo tiempo sumidos en inútil concentración, pues no consiguieron hallar la respuesta. En todo caso, Alberto se lo pensó dos veces a partir de entonces antes de pavonearse por nada.
11. Una bicicleta de montaña para tres
EL JUEGO DE LOS TRES CANDADOS
Un día, Alberto e Iñaki andaban comentando lo bueno que sería volver a hacer algo de deporte, dado que con tantos botellines, tantas siestas y tantas horas sentados se veían venir que al terminar la carrera tendrían una buena tripilla. La cosa era encontrar un deporte moderno, vistoso y con cierto nivel. Estaba claro que lo suyo no era ni el kárate ni el golf.
Mientras caminaban por la calle, se pararon de pronto frente al escaparate de una tienda de deportes. Allí estaba lo que andaban buscando. Entre tablas de surf, parapentes, raquetas de squash y aletas de buceador, apareció algo que se convirtió inmediatamente en el sueño de nuestros dos amigos: ¡una bicicleta de montaña! El único problema es que costaba un pastón.
Durante los días siguientes, cuando volvían de clase, no había tarde que los dos amigos no permanecieran un buen rato contemplando la bici en el escaparate. La miraban y comenzaban a fantasear sobre lo bien que se lo iban a pasar, además del cuerpazo serrano que se les iba a poner, si algún día llegaban a comprarla. El gran problema seguía siendo el precio. Con lo poco que recibían cada uno de paga semanal y lo poco que tenían ahorrado pasarían meses hasta que alguno de los dos pudiera comprarla.
Los días iban pasando mientras las ganas de tener la bicicleta aumentaban. Por más vueltas que le daban al asunto sólo parecía haber una solución: encontrar a un tercero y comprarla entre los tres. La idea les pareció de lo más sugerente, de modo que fueron a planteárselo a Yvonne, pues no se les ocurrió una candidata mejor.
—Mira, reina mora, seguro que tú en Bruselas ibas a todas partes en bici, hacías deporte y te sentías bien, y no como ahora que estás echando unos michelines que, francamente… —le dijeron los dos al unísono.
Este último argumento fue el que convenció definitivamente a la buena de Yvonne. Así pues, los tres juntaron sus ahorros, calcularon el dinero que ya tenían y se dispusieron a comprar la ansiada máquina de dar pedales.
Un sábado bien temprano se encontraron los tres en la puerta de la tienda de deportes, entraron, y se la llevaron. La verdad es que se les hacía la boca agua cuando el dependiente retiraba la bicicleta del escaparate. Durante todo el largo día, Alberto, Yvonne e Iñaki estuvieron campo arriba, campo abajo.
Los tres se turnaban compitiendo sobre quién era más hábil al manillar.
Por la tarde ya estaban rendidos, y tenían unas agujetas de mil demonios, por lo que decidieron separarse hasta el día siguiente.
—Bueno, chicos, ¿qué os parece si lo dejamos por hoy? Podemos quedar mañana a la misma hora, ¡si es que no nos levantamos muertos! —dijo Alberto.
—Muy bien, yo me puedo llevar la bici y guardarla en el jardín de mi casa —propuso Iñaki. —¡Qué cara más dura! ¿Y por qué no me la llevo yo a la mía? —le planteó Yvonne.
—¡O yo! —dijo Alberto.
El caso es que, aunque estaban agotados, encontraron las fuerzas para iniciar una discusión sobre quién debería llevarse la bici. Las posiciones parecían irreconciliables, como era de suponer.
La bici era de los tres y ninguno quería que el otro la tuviera en su casa, sino que estuviera a disposición de cada uno de ellos.
Alberto encontró una solución:
—La bici puede dormir en la calle, pero con una cadena para que no se la lleve nadie.
Dicho esto, se dio una carrera hasta su casa para traer una cadena que guardaba en el jardín.
máxima seguridad.
—Aquí estoy de nuevo, traigo un candado con una llave. El próximo día podéis sacar una copia y así podréis abrirlo y cerrarlo cuando queráis —dijo Alberto con decisión.
—Oye, pues si utilizamos un candado que yo tengo me ahorro hacer la llave. Además, mi candado es tan bueno o mejor que el tuyo —le respondió Iñaki algo enfadado.
—Pues yo creo que tenemos que utilizar el que yo tengo, porque es muy seguro y además la llave es difícil de reproducir porque está fabricada en Bélgica —concluyó Yvonne.
Al final decidieron utilizar los tres candados, aunque sólo tenían una llave cada uno, correspondiente a su propio candado. Pero…
¿CÓMO SERÍA POSIBLE QUE CUALQUIERA DE LOS TRES PUDIERA UTILIZAR LA BICICLETA ABRIENDO SÓLO UN CANDADO?
12. ¡Vaya con la muñeca!
EL JUEGO DE LOS PARENTESCOS
La hermana pequeña de Alberto tiene una merecida fama de ser bastante quisquillosa. Nunca hace nada sin que esté todo perfectamente organizado. Totalmente lo contrario de lo que le ocurre a Alberto.
La diferencia de edad es bastante grande, y por ello normalmente no suelen jugar juntos muy a menudo. Además no se suelen poner de acuerdo ni tan siquiera para definir las normas del juego. No obstante, a veces a Alberto le cae el embolado de tener que quedarse en casa cuidándola. Sus padres les suelen alentar entonces para que sean capaces de permanecer juntos sin llegar a regañar, y en esto se encontraban los dos la otra tarde…
—Bueno, ¿qué podemos hacer? —preguntó Alberto a su hermana con un resoplido de desinterés.
—¡Podemos jugar con las muñecas! —respondió ella entusiasmada. —¡Qué pestiño de tarde me espera!
La hermana de Alberto se dedicó a convencerlo, y para eso nada mejor que mostrarle su nueva muñeca: la Gertrudis. Alberto la miró con cierto escepticismo, mientras decía a su hermana:
—Tendremos que buscar el parentesco de cada uno de nosotros con la muñeca.
A la hermana le pareció una idea genial. Ella ya había organizado el parentesco de Gertrudis con el resto de sus otras muñecas, pero con ella misma y con su hermano era algo que no se le había ocurrido todavía.
—Haremos que es mi sobrina —añadió Alberto con cierto aire de resignación.
—¡Pues no!, porque si yo soy tu hermana, Gertrudis será también mi sobrina y yo no quiero que sea mi sobrina. Yo ya tengo otra muñeca que es mi sobrina —respondió ella en tono altanero.
—Sí, vale, tienes razón, pero tú y yo no podemos dejar de ser hermanos.
—Manuela, la muñeca de las trenzas largas y rubias, es mi sobrina —dijo la hermana de Alberto.
—Entonces, si Manuela es tu sobrina, yo sería su padre, y esto me parece bien, pero sigo sin saber qué parentesco tendremos con Gertrudis —añadió Alberto.
Los dos hermanos continuaron buscando sus respectivas relaciones familiares con las muñecas, pero ella insistía en que no quería que Gertrudis fuera su sobrina. Alberto empezaba a perder los nervios, pero antes de iniciar una discusión prefirió utilizar la cabeza para hallar una solución y poder ser el tío de Gertrudis. De modo que con estos antecedentes, la pregunta estaba clara:
13. Lo que pasa por no saber idiomas
EL JUEGO DE LOS DONUTS
El burger Paco’s llevaba tiempo que no podía dar abasto. Como todos los compañeros de Alberto en la facultad acudían allí cada clase que se fumaban y el negocio prosperaba, Paco pensó en ampliar la empresa y diversificar actividades. Pensó en poner una tienda de donuts, pero para eso había que localizar primero la mejor maquinaria.
De todo el mundo es sabido que las mejores máquinas productoras de donuts se fabrican en Alemania. De modo que, sin pensárselo dos veces, Paco contactó con un amiguete que había emigrado a aquel país para que le comprara el artefacto.
Pasaron los días mientras Paco ponía en condiciones la ampliación del local. Justo cuando ya lo tenía todo listo, llamaron a su puerta, con una efectividad germánica, la abrió y se encontró de frente con un vikingo de dos metros que, mientras le hacía papilla la mano con el apretón, le dijo:
—Hallo, Guten Tag! Ich bin Herr Grossmann, und komme mit dem Donutswerksgercit und wollte ich Ihnen gerne zeigen…
Paco se quedó sin habla. Lo más que consiguió emitir fue un sonido como «Oogg», para luego caerse de espaldas del susto. El caso fue que cuando se le pasó el soponcio dejó al alemán hacer y él se dedicó a lo suyo: las hamburguesas.
El tal Grossmann trabajaba que se las pelaba. Paco echaba de vez en cuando una ojeada y sólo llegaba a ver la silueta del bigardo moviéndose a una velocidad que cortaba el viento. Parecía que lo habían sacado de los dibujos animados. Paco se fue a echar la siesta y, cuando empezaba a soñar que descendía de un avión en el Caribe, Grossmann le despertó. Le condujo hacia la máquina y le explicó su funcionamiento con una demostración en directo.
—Hier müssen Sien den knopf drüken und dann…, aber da kommt der Funktion für…
—Mira, majete, por mí no te hagas mala sangre, que yo soy más listo de lo normal y me quedo con la copla que no te lo puedes ni creer —le respondió Paco mientras le acompañaba a la puerta para quitárselo de encima.
Cuando tomó un respiro, se puso manos a la obra. Primeramente miró los quince tomos de instrucciones que Grossmann le había dejado y al comprobar que estaban en alemán, se dijo:
—Esto sí que tiene… ¡bemoles! Bueno, nada de técnica que esto me lo soluciono yo a base de ingenio.
Paco puso la máquina de donuts en funcionamiento; aquello se parecía más bien a la estación de seguimiento de satélites de Robledo de Chavela. Cuando salieron los primeros donuts tenían algo extraño que no terminaba de entender…
A pesar de todo, decidió ponerlos en venta, ya que le parecían curiosos. El éxito fue total. Casi se puede decir que se los quitaban de las manos. Paco, satisfecho, comentaba a sus amigotes:
—Je, je, je. ¡A mí me van a venir estos listillos alemanes a marear la perdiz!
Casualmente Alberto pasó por la tienda de Paco y no pudo evitar comprar uno, por supuesto. En la facultad la extraña forma de los donuts causó un cierto revuelo: todos querían verlo y ¡probarlo!
Alberto puso cara de travieso y propuso lo siguiente:
—Se ganará un trozo aquel que acierte el número de caras que tiene el donut.
14. ¡Que viene el vendedor de chicles!
EL JUEGO DE LOS ENVOLTORIOS
Un día, la entrada de la facultad apareció sembrada de unos extraños papelitos en los que había una leyenda que avisaba de la llegada al día siguiente de «la caravana del chicle Maracuyá». Nadie entendió qué significaba eso, y rápidamente todos se olvidaron del tema.
Al día siguiente, cuando salían de clase los alumnos, se encontraron con la sorpresa. A las puertas de la universidad había una caravana circense que anunciaba el comienzo del espectáculo de «el nuevo chicle Maracuyá».
Todos los amiguetes de Alberto, muy impresionados, comenzaron a bromear sobre lo que estaba sucediendo. Primero llegaron los gigantes repartiendo propaganda del nuevo chicle. Nadie daba crédito a sus ojos al ver a esos hombres que andaban sobre patas de dos metros y que iban ataviados con pantalones de colores tan chillones Luego aparecieron unas bailarinas negras que llevaban en la cabeza unos extraños sombreros adornados con frutas tropicales y que cantaban una canción que tenía por estribillo «Maracuyá, Maracuyá». Los estudiantes comenzaron enseguida a lanzar piropos.
Después vino un grupo de enanos dando volteretas a la vez que gritaban: «Con el chicle Maracuyá haréis globos tan grandes como nosotros». Hasta los más combativos estudiantes del sindicato se tronchaban de risa. Por último, se hizo un momento de silencio y explotaron en el cielo unos fuegos artificiales. Cuando terminó la traca, un individuo tomó la palabra:
—¡Y ahora, queridos jóvenes! ¡¡¡Con todos vosotros, el hombre del chicle Maracuyá!!! De la caravana cayó un telón y apareció como de la nada un hombre totalmente vestido de blanco. Alberto se quedó mirando a Iñaki y pensó: «A mí me parece que yo a éste le he visto antes en un anuncio de detergente».
El caso es que el hombre de blanco empezó a contar chistes y, verdaderamente, consiguió captar aún más la atención de todos los presentes y hacerles reír. Con tanta expectación como estaba generando, primero los más impacientes, y luego el resto, todos empezaron a gritar:
—¡Queremos chicles, queremos chicles!
El hombre de blanco agarró un micrófono y, luciendo una gran sonrisa esmaltada, les respondió:
—¡Hoy tenéis la suerte de aprovechar una maravillosa oferta! Todos los estudiantes preguntaron a coro:
—¿Sííí? ¿Cuál?
—Pues muy sencillo: por cada cinco envoltorios del nuevo y maravilloso chicle Maracuyá que me entreguéis, yo os regalare uno.
Y en esto apareció una mujer barbuda vendiendo los chicles. Claro, después de tanto circo bien podían sufrir la tentación consumista. Borja fue el primero en salir pitando a por los chicles y se compró cincuenta y tres. Les quitó el envoltorio y canjeó cuantos pudo para regalárselos a su «club de fans».
Alberto lo observó a su regreso y le preguntó:
¿CUÁNTOS CHICLES CONSEGUISTE EN TOTAL, TENIENDO EN CUENTA TANTO LOS QUE TE HAN REGALADO COMO LOS QUE COMPRASTE?
15. Cuestiones eléctricas
EL JUEGO DE LOS INTERRUPTORES
Alberto acababa de heredar de su primo una vieja Vespa que se encontraba en un estado francamente lamentable. No dejándose comer la moral, se dedicó durante una mañana a repintar la chapa para después meterle mano al motor.
Con grasa hasta las orejas, logró petrolear el carburador y algunas otras partes. Infló las ruedas y sacó brillo al espejo retrovisor. Cuando parecía que ya la tenía lista, probó a arrancarla mientras se decía: «¡De ésta me las llevo a todas de calle!»
Tras varios intentos que resultaron fallidos, Alberto decidió que, definitivamente, estaba obligado a seguir investigando esta «flor de asfalto». Después de darle vueltas y vueltas al tema, concluyó que la solución tenía que pasar por el sistema eléctrico. El problema era que Alberto no sabía nada de electricidad. Se concedió un momento de reflexión, tras el cual llegó a la conclusión de que lo mejor era informarse. Para eso nada mejor que darse una vuelta por la biblioteca de su padre a ver qué encontraba.
No tuvo que buscar mucho para dar con un libro que llevaba por título Electricidad básica al alcance de toda la familia.
Comenzó a leerlo con mucho interés. Al final del primer capítulo descubrió un ejercicio práctico sobre cómo hacer un circuito simple para que se encendiera una bombilla. Se decidió a construirlo y olvidó el tema de la moto.
Corrió hacia el desván y allí encontró una caja de herramientas con todos los materiales que necesitaba.
Dibujó el circuito que aparecía en el libro y se dio cuenta de que algo no le terminaba de convencer.
—Con lo lentamente que se aprende en este libro y lo simples que son sus ejemplos, me parece que arreglo mi moto cuando las ranas críen pelo, de modo que voy a experimentar por mi cuenta.
Subió otra vez al desván y volvió al rato cargado de cables, bombillas e interruptores. ¡El circuito que iba a diseñar sí que estaría a la par de los de la NASA! Se puso manos a la obra, y cuando estaba a punto de terminar, apareció su amigo Iñaki acompañado del repelente Borja.
—Hola, Alberto. He venido en mi GTI blanco con Iñaki porque esta noche en casa de Chechu hay una fiesta que va a ser la más-más y la muy-muy. Pero ¿qué estás haciendo? —le preguntó de pronto el repelente con curiosidad.
—Se trata de la primera fase de una historia que se me ha ocurrido, pero es mejor no hablar de ello por el momento. No obstante, te adelanto que esta parte del proyecto la forman un complejo circuito eléctrico, dos bombillas y una pila para encenderlas —dijo Alberto adoptando un tono de voz parecido al de los científicos que salen en la tele para explicar el funcionamiento de una central nuclear.
—¡Menuda tontería! —le respondió Iñaki—. Yo en mi casa tengo un libro que se llama Electricidad básica al alcance de toda la familia, y en el segundo capítulo cuenta cómo hacer un doble circuito de la manera más sencilla. ¡Vámonos para la fiesta, que por lo menos nos podamos poner hasta arriba de minis de cerveza!
Alberto se puso tan colorado que parecía que fuera a echar humo de un momento a otro. —Por Snoopy, me imagino que para encender las bombillas querrás cerrar el mínimo número de interruptores —continuó Borja palpándose la gomina del pelo.
¿QUÉ INTERRUPTORES DEBERÍAN CERRARSE PARA ENCENDER LA BOMBILLA A? ¿CUÁLES PARA LA B?
¿CUÁLES PARA ENCENDER LAS DOS BOMBILLAS A LA VEZ?
¿CUÁL ES EL MÍNIMO DE INTERRUPTORES QUE SE DEBEN CERRAR PARA PROVOCAR UN CORTOCIRCUITO?
Borja había desencadenado un reto fatal. Se olvidaron de la fiesta y dedicaron el resto de la tarde a hacer experimentos eléctricos, mientras que la moto de Alberto quedaba definitivamente para chatarra.
16. Y todo por quedar bien…
EL JUEGO DE LAS CARTULINAS
Un día, durante una hora muerta en el bar, alguien sacó un juego de cartulinas numeradas, y propuso a Yvonne y al resto de contertulios jugar con el fin de matar el tiempo. A causa de la presencia de la muchacha, un corro de chicos se fue formando alrededor de la mesa. Iñaki se encontraba colocando las ocho cartulinas sobre la mesa, y fue en esto que apareció Alberto quien, de pie, pudo ver la colocación de las cartulinas de la misma forma que se muestra en el dibujo.
Iñaki alzó la mirada de la mesa diciendo: —La pregunta es sencilla:
1. ¿CÓMO SEPARAR LAS CARTULINAS, EN DOS GRUPOS DE CUATRO CADA UNO, DE FORMA QUE AMBOS GRUPOS SUMEN LO MISMO?
Iñaki añadió que la solución habría que encontrarla en un tiempo breve, ya que la siguiente clase no tardaría en comenzar. Todos los compañeros de la clase que se encontraban allí empezaron con sus cavilaciones entre miradas de soslayo a Yvonne, que parecía divertirse de lo lindo.
A Alberto se le estaba poniendo la punta de la nariz roja de tanto apoyar el dedo en ella. Él también miraba de reojo a Yvonne que, sentada, no paraba de hacer cálculos mentales.
«Me acercaré a la mesa y me pondré a mover las cartulinas en diferentes posiciones hasta dar con la solución», pensó Alberto.
Cuando estaba con las manos en la masa, ¡zass!, lo hizo con tan mal tino que las cartulinas se le cayeron al suelo.
—¡Qué mala pata! —dijo Alberto, que, nervioso, las volvió a colocar en la mesa ante la correspondiente risotada de todos, especialmente de Yvonne. Pero, de pronto…—: ¡Anda! —soltó Alberto mirando los resultados.
Efectivamente, el milagro se había producido. Alberto había tenido buena suerte.
17. Cuestión de cumpleaños
EL JUEGO DE DESCUBRIR LOS SECRETOS EN
LAS FECHAS
Alberto estaba en casa de Iñaki pasando la sobremesa de un sábado, cuando les cayó un marronazo inesperado. Los padres de Iñaki se proponían ir a visitar a unos parientes que hacía tiempo que no veían, y por aquello de quedar bien, sugirieron a Iñaki que les acompañara, cosa que a Iñaki no le hacía ninguna gracia. Este, a su vez, le sugirió a Alberto que no lo dejara solo, y como Alberto no parecía muy convencido, Iñaki le empezó a contar las excelencias que había en esa casa: que si una biblioteca muy grande, con muchos libros que curiosear; que si… Y además el primo menor de Iñaki era muy divertido, pero sobre todo algo retorcido. Alberto debió pensar finalmente que acompañando a Iñaki la tarde resultaría algo más soportable y, caramba, para eso están los amigos.
Una vez en la casa, reunidos todos en la biblioteca, Alberto, Iñaki y su primo menor sirvieron la merienda mientras los padres se dedicaban a hablar de sus cosas. Los tres chavales no prestaban demasiada atención a los asuntos de los mayores, puesto que se estaban poniendo morados con una tarta que les había sobrado de un cumpleaños muy reciente: el del primo de Iñaki.
Al cabo de un rato comenzaron a darse cuenta de cómo los mayores iban alzando el tono de voz. No le daban importancia, puesto que mientras quedara tarta tenían otras prioridades. El caso es que, a medida que los muchachos acababan el pastel, los mayores se iban acalorando más y más. La verdad es que aquello se parecía cada vez más a una jaula de grillos o a una terapia de grupo, pero sin director de terapia, que al salón de una casa con su estupenda biblioteca. La situación llegó a tal extremo que a los chavales no les quedó más remedio que interrogarse sobre qué tema era éste que podía levantar tantas pasiones.
Los tres prestaron atención y entendieron un poco lo que pasaba: los padres estaban hablando de política y de las futuras elecciones. Lo único que sabían Alberto e Iñaki sobre elecciones es que ellos pasaban bastante del tema y de votar. Sin embargo, los dos preguntaron al primo pequeño cuándo podría él hacerlo, dado que era bastante menor que ellos. Fue entonces cuando el primo hizo una mueca y les dijo:
—Anteayer tenía quince años, pero el año que viene podré votar en las elecciones porque ya tendré dieciocho.
Alberto e Iñaki se quedaron boquiabiertos. Le dijeron que eso no era posible, pero el primo insistía afirmativamente.
—No me puedo creer que si tenías quince años hace dos días, puedas llegar a tener dieciocho años tan pronto —dijo Iñaki con una gran seguridad.
Iñaki pensó que su primo les estaba tomando el pelo y le dijo que eso sólo era posible por arte de magia, pero que ellos eran mayores y ninguno de los dos iba a ser tan tonto como para creer que tuviera poderes mágicos.
El primo les sonrió con suficiencia y les dijo:
—La solución es muy simple, puesto que con los datos que os he dado podréis deducir fácilmente estas dos preguntas que os planteo. ¡Y os aseguro que me vais a dar la razón!
Alberto e Iñaki se pusieron a cavilar, aunque tardaron un buen rato en encontrar la solución. Y esto fue así porque las preguntas que les hizo el primo de Iñaki eran las siguientes:
¿QUÉ DÍA SON LAS ELECCIONES? ¿QUÉ DÍA ES HOY?
18. ¡Qué discusión con el cuaderno!
EL JUEGO DE LA ESPIRAL
Al lado de la facultad de Alberto hay unos grandes almacenes donde se vende todo tipo de artículos de consumo culturales. Posiblemente sea el lugar al que más le gusta ir a Alberto. En él puede pasarse ratos interminables contemplando las novedades literarias, los discos, todo tipo de publicaciones, vídeos y, en definitiva, todos los artículos de papelería «de diseño».
Alberto es un auténtico devorador de rotuladores, lápices y cuadernos. Enseguida que cae uno en sus manos comienza a llenarlos de bocetos, de textos que se le ocurren, o de juegos. Alberto es realmente un experto «cuadernero», de lo más exigente, que mira, remira y evalúa el material que compra.
El otro día tuvo que reponer sus existencias. A la salida de clase se encontró con Iñaki e Yvonne, y los tres juntos fueron a los grandes almacenes.
Cuando llegaron, los tres se separaron para contemplar los objetos que a cada uno más le llamaban la atención.
Yvonne, naturalmente, se dirigió al departamento de música, donde estaban los discos de jazz. Iñaki permaneció justo a la entrada, donde se encontraba una enorme estantería con todo tipo de publicaciones, y Alberto acudió directamente al mostrador de papelería y objetos de oficina en busca de cuadernos.
—¡Hey, chicos! ¿Qué os parece éste? —preguntaba Alberto, aunque los otros no le hacían ni caso—. ¿Y este otro de anillas?
Definitivamente, Alberto no parecía tener mucho público, pero se fue poniendo tan pesado que Yvonne e Iñaki terminaron por acercarse a él.
—¡Venga, Alberto, cómprate el que quieras y seguimos mirando discos y libros! —le pidió Yvonne.
—Pero si yo lo único que os pido es un consejo. ¿Qué os parece éste de espiral?
Iñaki e Yvonne le dijeron que consideraban que era el más idóneo, y ahí fue donde cometieron su error, ya que Alberto empezó a evaluarlo, con la consiguiente pérdida de tiempo.
—Mirad, tiene veinte centímetros de largo y una espiral que atraviesa el cuaderno por cuarenta agujeros. Me convence aunque, umm, no sé, no sé… —dijo Alberto apoyando su pulgar en la punta de la nariz.
A Iñaki se le ocurrió una idea. Puesto que era muy mañoso y le encantaban las construcciones de figuritas con alambre, cuando el cuaderno estuviera terminado podría encontrarle alguna utilidad:
—Yo que tú me compraba éste, y cuando se te gaste me lo das para utilizar el alambre. Ya conoces mi habilidad para fabricar colgantes y todo tipo de cosas, cuando me aburro en clase.
A Alberto le pareció acertada la idea, y añadió:
—Pues pensándolo bien obtendrías un trozo bastante largo al estirarlo. Date cuenta de que si sacamos la espiral, podría pasar justo por un círculo de cuatro centímetros de perímetro.
Yvonne afirmó:
—No creo que el alambre tenga mucho más de cincuenta centímetros de longitud. —Los superará —dijo Alberto sonriendo con suficiencia.
Iñaki, que estaba mucho más interesado en los cálculos, expuso taxativamente: —Pues yo creo que tienen que ser 40X4, o sea 160 centímetros exactamente. Alberto volvió a observar el cuaderno de arriba abajo y concluyó:
—Pues me parece que tiene que ser más todavía, aunque has acertado en las centenas.
¿QUÉ LONGITUD TOTAL EN MILÍMETROS TIENE EL ALAMBRE DE LA ESPIRAL DE ESTE CUADERNO AL ESTIRARLO?
19. ¿Quién tendrá mejor puntería?
EL JUEGO DE LOS DARDOS
Cerca de la facultad de Alberto hay un pub inglés, pero que muy inglés, tanto que parece un trozo de tierra británica trasladado a España. Naturalmente, el lugar tiene todo lo que debe tener, desde camareros ataviados con chalecos escoceses, a cervezas de todos los tipos, decoración típica y, lógicamente, los juegos de salón con los que los hijos de Gran Bretaña pasan las tardes desde hace decenas y decenas de años.
Una tarde, a la salida de clase, Borja andaba comentando lo agradable que era el mencionado local.
—Me recuerda mis veraneos en Irlanda e Inglaterra, cuando acudía a esos colegios tan selectos y carísimos gracias a los cuales disfruto de mi elevado dominio del inglés. Además, por si fuera poco, hasta se organizan competiciones para ver quién es capaz de beber más pintas de cerveza Guinness —añadió el repelente con aires de superioridad.
Iñaki se quedó con la copla de lo de la competición, mientras Alberto pensaba en marcarse un detalle de originalidad con el que deslumbrar a su amada Yvonne. El caso fue que cuando la muchacha salió de su clase, los dos amigos la esperaban con la propuesta de irse a tomar unas pintas.
—Pues me parece bien la idea, porque en mi Bruselas natal acudía mucho a un sitio así para jugar a los dardos —respondió entusiasmada.
Ni Alberto ni Iñaki habían jugado en su vida a los dardos, pero por el simple hecho de estar acompañados por su musa ya merecía la pena el intento.
Cuando llegaron al lugar, descubrieron que el sitio, aunque algo cutrón, bien merecía una visita.
—Creo que para dar más emoción al juego podríamos dar un premio al que tenga mejor puntería —dijo Alberto con una media sonrisa de travieso, para luego añadir—: ¿Qué os parece si el campeón se gana tres pintas de cerveza?
Iñaki dijo que sí inmediatamente, ya que sin lugar a dudas esto haría que aumentara la concentración y el interés por el juego.
Después de pedir la caja de dardos a Stuart (el inglés borrachín y pelirrojo dueño del establecimiento), Alberto los contó. Había seis para cada uno.
Los tres muchachos los observaron atentamente e hicieron algunas pruebas de entrenamiento.
Como iban a jugar en un sitio cerrado, no habría riesgo de que los dardos se desviaran por el viento. Cuando los tres se sintieron preparados, se colocaron en posición y fueron tirando uno detrás de otro. Tras los momentos iniciales de tensión, los tres se quedaron mirando el resultado. Todos los dardos habían hecho impacto en la diana, y ahora tenían que clarificar quién sería el ganador.
Alberto, satisfecho, dijo:
—Yo soy el que mejor puntería ha tenido, porque he dado en el centro de la diana.
Yvonne no andaba muy convencida de que fuera el asunto tan sencillo, por lo que añadió: —Yo creo que debe ganar aquel que más puntos consiga, independientemente de que dé o no en el centro de la diana.
Iñaki, con los ojos abiertos como platos, se quedó mirando y concluyó:
—En ese caso me parece que cada uno se puede ir tomando tranquilamente su pinta, porque hemos sacado los tres los mismos puntos.
Antes de terminar la frase, Iñaki ya se disponía a apretarse el primer lingotazo de cerveza. Después de tragar y con los morros llenos de espuma, concluyó con satisfacción:
—Tengo que decir que mis dardos son, en conjunto, los que más alejados han quedado del exterior.
20. Hoy, como los detectives
EL JUEGO DE LOS RETRATOS-ROBOT
Una vez durante cada curso viene a la facultad de Alberto un fotógrafo para retratar a los alumnos. Es una ocasión muy especial, porque ese día, además de perder algunas horas de clase, los chicos se divierten mucho posando, pero sobre todo vacilando al pobre fotógrafo mientras curiosean con los instrumentos que éste despliega. Al final de la jornada son muchos los chavales que salen diciendo entre bromas que aunque el fotógrafo ponía interés, el tema se le quedaba grande.
Primero se hace una foto a toda la clase y luego otra individual para cada alumno. Mientras los chavales hacen cola para ser retratados, las bromas se suceden en la fila sobre quién saldrá más feo, quién con la cabeza más grande o quién saldrá bizco.
—Ten cuidado, Borjita, que seguramente el material no es importado de París y no va a estar a tu nivelón —se escuchaba desde el bareto.
Días después llegan las fotos reveladas y son entregadas a los alumnos. Estas vienen en sobres grandes que, naturalmente, se entregan al final del día para evitar nuevas movidas.
Cuando llegaron las fotos de Alberto y sus amigos, éstos llevaban ya un rato largo bromeando, y es bastante lógico que todas las bromas apuntaran al más ganso de todos: Felixín er granaíno.
Cada cual abrió su sobre, y las carcajadas fueron morrocotudas. Alberto, Iñaki, Yvonne y Felixín se fueron caminando calle abajo mientras continuaban con las bromas, pero la verdad es que Felixín se estaba empezando a hartar.
—Ji, ja, ju, Felixín ha salido en todas despeinado —decía Yvonne.
—¡Pues anda, reina, que tú, con esos mofletes, no entiendo muy bien cómo has podido caber en el retrato! ¡Vamos, como para que mandes la foto a Bélgica! —se defendía Felixín.
—Sí, pero, tronko es que tú, además, ¡has salido con legañas! —le repetían Alberto e Iñaki. La verdad es que los cuatro tenían algo de gracioso en sus fotos. Una vez que llegaron al colegio mayor en el que residía Yvonne, donde pensaban tomar algo, Alberto recordó de repente una película de detectives que había visto. En ella la Policía realizaba retratos-robot para descubrir la cara del malo. Enseguida se lo contó a sus compañeros.
—¿Por qué no hacemos lo mismo con nuestras fotos? —le preguntó Alberto a los demás—. ¡Seguro que va a ser mucho más divertido!
A todos les pareció bien la idea. Cogieron unas tijeras, una regla y las cuatro fotos.
Alberto se quedó meditando un momento y les propuso cortar cada foto en cinco trozos. En cada uno de ellos habría una parte de la cara: el pelo, los ojos, la nariz, la boca y la barbilla. De esta manera tenían cuatro pelos diferentes, cuatro ojos, cuatro narices, cuatro bocas y cuatro barbillas.
Cuando las fotografias estuvieron recortadas comenzaron a hacer combinaciones con el pelo de uno, los ojos de otro y la boca de un tercero…
¡Ahora sí que se estaban divirtiendo un montón! Probaban una posibilidad y acto seguido cambiaban a otra.
Alberto les dijo:
—Los detectives de verdad se quedan observando las fotos un rato para así poder sacar de ellas detalles singulares. Os propongo que miremos cada retrato-robot un minuto y lo vayamos analizando tranquilamente.
Así pues, se quedaban observando cada combinación e iban haciendo comentarios cada vez más ocurrentes. De esta forma la diversión era mucho mayor.
Cuando ya llevaban un rato largo sin parar de reír, Alberto dijo:
necesitaremos para ver todas las posibilidades? ¿Una hora? ¿El resto de la tarde?