• No se han encontrado resultados

La tercera palabra

N/A
N/A
Protected

Academic year: 2020

Share "La tercera palabra"

Copied!
56
0
0

Texto completo

(1)

Alejandro Casona 

La Tercera Palabra 

Acto primero

Exterior ante el porche de una vieja casa de campo con fondo lejano de montañas que asoman sobre el tejado. Una mesa sólida con algunos libros y cesto de labor, y algunas sillas rústicas. Quizá una parra o glicina. Quizá un nogal con arriate pero sin olvidar que estamos ante una casa de vivir, no en una casa de veranear. A la izquierda, tapia bardal con verja al camino, que seguramente no es carretera. A la derecha, la casa se prolonga y se pierde en un cuerpo más alto con salida abierta hacia el valle y el río.

Mañana de sol La escena, sola. Se oye la voz de tía Matilde que sale llamando.

Tanto la tía Matilde como la tía ANGELINA, que conoceremos enseguida son dos mujeres con más fantasía que razón marchitas por la soledad y la soltería. Tal vez su insobornable manera de vestir las hace parecer un poco más antiguas de lo que son en realidad, ya que -cortesía aparte- no se las debe suponer más allá de los cincuenta y tantos. Matilde más autoritaria, se inclina peligrosamente a la oratoria. Angelina, más prudente, prefiere la música. Son dos tipos pintorescos, con cierto aire de abanico y álbum familiar: pero el autor, que siente por ellas una irremediable ternura, prohíbe expresamente convertirlas en dos tipos ridículos. En cuanto al tí EUSEBIO, no pretende ser más que un discreto jardinero de teatro.

La acción, deliberadamente, no tiene tiempo ni lugar determinados; pero es seguro que un director inteligente la situaría en un paisaje lo más parecido posible al norte español.

y en cualquier época lo más cerca posible de la sonrisa y la paz. Izquierda y derecha, las del espectador.

MATILDE y EUSEBIO

Matilde - ¡Eusebio... Eusebio...!.

Voz DE Eusebio. - Ya va, señora, ya va...

Entra con unas ramas de almendro en flor y la cabeza descubierta vendada con un gran pañuelo.

MATILDE. - ¿Pero todavía aquí? El tren debe de estar llegando de un momento a otro. Eusebio. - Hay tiempo de sobra.

Matilde - ¿De sobra? El reloj del comedor tiene las diez y veinte.

Eusebio. - Pero el mío tiene las diez menos cinco. De manera que son las diez y cuarto en punto.

MATILDE, - ¿Y le parece tiempo de sobra las diez y cuarto para llegar al tren de las diez y veintidós?

(2)

veinticinco.

Matilde. - - ¿Y si se le ocurre llegar a tiempo precisamente hoy?

Eusebio. - No hay peligro. En lo que llevo de vida no recuerdo un caso de puntualidad como ese tren; ¡Treinta años llegando todos los días con el mismo retraso!

MATILDE. - De todos modos no hay tiempo que perder. ¿Está preparado el coche? EUSEBIO. - A la puerta.

MATILDE. - ¿Y esas flores blancas? Yo le había pedido ramas verdes.

EUSEBIO. - Cierto. La señora dijo que ramas y que verdes, pero la señorita dijo que flores y que blancas. Por eso he traído almendros, que son las dos cosas juntas.

Matilde - Por esta vez, pase. Pero no olvide que en esta casa la única que da órdenes soy yo. (Dispone los almendros en una tinaja junto a la ventana.)

EUSEBIO. - Mientras sea posible prefiero estar en paz con las dos.

MATILDE. - Mal sistema, Eusebio. A los que van por la derecha les tiran piedras de la izquierda; a los que van por la izquierda les tiran piedras de la derecha. A los que se quedan en medio se las tiran de los dos lados.

EUSEBIO. - El señor lo decía: es la tragedia de nuestra época. . MATILDE. - Y a propósito de piedras, ¿por qué lleva vendada la cabeza?

EUSEBIO (quitándose el pañuelo). - Nada. La señorita Angelina.

MATILDE. - ¡Cómo! ¿Le ha tirado una piedra mi hermana? EUSEBIO. - Me ha dejado caer una maceta desde el balcón. MATILDE. - ¡Esa niña!... La pobre siempre ha sido algo nerviosa, pero ahora, con la llegada de esta señorita, se ha puesto imposible.

EUSEBIO. - Yo en su lugar no la dejaría sola un día como hoy. Primero dejó corriendo el agua del baño hasta que inundó la escalera; después puso la mayonesa en la comida de las gallinas... (Se oye dentro tararear, muy discutiblemente, "Los bosques de Viena".) Y ahora, ¿no le recuerda nada ese vals?

MATILDE. - Strauss. Bastante desafinado, pero Strauss. ¿Tiene algo de particular?

EUSEBIO. - Fuerte olor a catástrofe. El día que se subió a darle cuerda y se le cayó encima el reloj del comedor, ¿qué estaba cantando? Strauss. ¿Y cuando echó pólvora negra en la chimenea creyendo que era carbón? Strauss.

MATILDE (legítimamente inquieta). -- ¿Pero adónde quiere ir a parar? ¿Qué está haciendo ahora la señorita Angelina?

EUSEBIO. - Dijo que iba a limpiar la vajilla antigua.

MATILDE - ¿La isabelina? ¡Dios mío!... (Grita nerviosa.) ¡Angelina! Se oye dentro un estruendo de cacharros. MATILDE se tapa los ojos.

EUSEBIO. - Era fatal. Ese señor Strauss no ha fallado nunca. Se abre la rentara y asoma ANGELINA.

(3)

Angelina - Tranquila, querida; no ha sido más que el susto. MATILDE. - ¿No era la isabelina?

ANGELINA. - La de plata. En un instante la recojo y la guardo en el armario.

MATILDE. - ¿Con la cristalería? No, por favor, no toques nada hoy ¡Sal con las manos en alto! (ANGELINA cierra.) Y usted, a la estación. ¡Pronto! ¿Recuerda el nombre?

Eusebio - Doctora Margarita Luján.

MATILDE. - Atiéndala como si fuera yo misma; pero si le hace alguna pregunta delicada, ya sabe; silencio absoluto. Eusebio - Pierda cuidado. Callarme es lo único que sé hacer bien. Lo aprendí con el señor.

Sale y a poco se oyen los cascabeles de un coche de caballos alejándose. Entra ANGELINA. Viste, ahora y siempre, absolutamente igual que su hermana.

MATILDE y ANGELINA

MATILDE. - Pero Angelina, hija, ¿cuándo vas a aprender a dominar esos nervios?

Angelina - Son estas dichosas manos; cuando me pongo así no sé qué hacer con ellas, como si me llenaran de hormigas. Matilde - Ahí tienes tu tricota; eso para ti es un calmante. ANGELINA. - Esta vez no creo; la cosa es demasiado grave. (Se sienta y teje nerviosa.) MATILDE. - Siempre es más terrible lo que se espera que lo que llega. Teje y piensa en otra cosa.

ANGELINA. - No puedo, Matilde, no puedo. Y cada minuto que pasa, peor. (Deja de tejer.) ¿Te das cuenta de lo que va a ocurrir cuando llegue esa pobre muchacha y sepa para qué la hemos llamado?

MATILDE. - Sin dramatizar. En primer lugar, no es una pobre muchacha: es una doctora, que conoce la vida. Y en segundo lugar, lo que va a encontrar aquí podrá ser un poco extraño, pero ni es una vergüenza ni tiene nada de espantoso.

Angelina - ¿Ah, te imaginas que se va a quedar tan tranquila, como si fuera lo más natural del mundo? MATILDE. - Tampoco digo yo tanto. Claro que la primera impresión será de miedo, y hasta es posible que trate salir corriendo. Pero al final será el corazón el que imponga, y aquí se quedará dispuesta a todo.

ANGELINA. - Ilusiones tuyas. Yo te juro que en cuanto se entere no se queda en esta casa ni un minuto.

MATILDE. - ¡Cómo se ve que no la conoces bien! ANGELINA. - ¿Tú sí?

MATILDE. - Me basta con una carta. Ahí está bien claro que es un espíritu fuerte.

Angelina - También los otros eran fuertes y doctores; y sin embargo, ninguno resistió una semana.

MATTILDE. - Los otros eran unos pobres hombres. ¡Esta es una mujer!

(4)

MATILDE. - Suficiente. Mi resolución está tomada y no admito discusiones. ANGELINA. - ¿Es que yo no tengo derecho a opinar?-

MATILDE Tú eres menor. ANGELINA. - ¿Menor? MATILDE. - Menor que yo.

ANGELINA. - ¿Todavía? Eso estaba bien en el colegio, cuando yo tenía nueve años y tú catorce. Pero cinco años a estas alturas...

MATILDE (irreductible). - ¡Aunque fueran cinco minutos! Soy la hermana mayor, y no hay lentejas bastantes en el mundo para comprar mis derechos de primogenitura!

ANGELINA (levantándose y alzando el tono en un ensayo de rebeldía). - ¿Vas a salirme ahora con los Evangelios?

MATILDE (más fuerte). - ¡Es el Antiguo Testamento! ANGELINA (desconcertada). - Ah. . , entonces está bien. Se sienta y teje de nuevo. MATILDE vuelve al tono normal.

MATILDE. - No se trata solamente de los años, Además de la edad, yo tengo a mi favor la experiencia. Tú eres señorita.

Angelina - ¿Y tú no?

MATILDE. - Yo también, pero de otra manera. Ante Dios y ante la ley soy una señora con su partida de matrimonio legalizada.

ANGELINA. - Bah, un casamiento por poderes, con el mar entre las dos, y a los ocho días la muerte del novio sin llegar a verse ni una sola vez. Si a eso le llamas tú una experiencia... MATILDE. - ¿Por qué no? Si mi pobre esposo no pudo dejarme una corta experiencia de casada, por lo menos me ha dejado una larga experiencia de viuda.

ANGELINA. - Y una hermosa renta para consolarte. Como matrimonio habrá sido una desgracia, pero como negocio... ¡Una semana en el cargo y cuarenta años de jubilación! MATILDE. - ¡Angelina!

ANGELINA. - Perdona. (Teje. Pequeña pausa. Se oye en el comedor una campanada. ANGELINA mira sobresaltada hacia adentro y teje más deprisa.) Las diez y media. Los últimos minutos tranquilos. Dentro de poco... Tararam, raram... ¡pam-paml

MATILDE. - ¡Por lo que más quieras, que Strauss no tiene culpa! ¿No puedes dejarlo en paz una vez siquiera?

ANGELINA. - ¿Y tú no puedes, una vez siquiera, volverte atrás? !Piensa En esa pobre mujer!

(5)

ANGELINA. - ¿Pero de dónde sacas todo eso? Yo he leído esa carta veinte veces y no recuerdo nada semejante. MATILDE. - Tú sólo miras lo que dicen las palabras. Lo importante es lo que dicen las letras.

ANGELINA. - Ah, ya: otra vez con tu grafología.

MATILDE. - No lo digas con ese tono superior. La grafología es una ciencia.

ANGELINA. - ¿Sí? A ver, ¿dónde está la voluntad? Deja su labor y estudian juntas la carta. MATILDE. - Aquí. Mira esos renglones levantados al final como una rebelión.

ANGELINA. - A lo mejor tenía torcido el papel al escribir ¿Y la generosidad?

MATILDE. - Fíjate en la separación de las líneas. Una mujer que escribe así es de las que se dan enteras: o todo o nada.

ANGELINA. - ¿Significa algo también esta letra tan inclinada? Matilde - Treinta grados a la derecha. Es la pasión. Toda la zona del "Yo" volcándose hacia la zona del "TÚ". ANGELINA. - Realmente, visto así es bonito. Pero en este caso puede ser peligroso.

MATILDE. - No tengas miedo. Por fuerte que sea la pasión, más fuerte es el espíritu de sacrificio. Si la condenaran afoso de los leones la verías morir hecha pedazos, pero sin una queja, con los ojos en alto... ¿Comprendes?

ANGELINA (impresionada). - Comprendo: "Fabiola o los mártires del cristianismo". MATILDE. - Exactamente.

ANGELINA. - Lo que no veo por ninguna parte es esa tragedia Infantil.

MATILDE. - ¿Pero es que estás ciega? ¿No ves todas estas letras partidas en dos? Eso quiere decir que los padres están divorciados y toda su vida ha sido una lucha desgarrada entre el amor al padre y el amor a la madre.

ANGELINA. - ¡Pero eso es horrible, Matilde! MATILDE. - ¡Horrible, Angelina! ¿Comprendes porqué la he elegido a ella precisamente? Sólo una mujer así puede salvar esta casa.

ANGELINA. - ¿Y si te falla la grafología?

MATILDE. - Imposible Mira esa firma grande y sin rúbrica "Margarita". Fíjate en esa barra de la "t" como un latigazo y en ese punto de la "i" alto como una oración. Si yo no supiera nada de esa mujer, me bastarían esta barra y este punto para entregarme a ella con los ojos cerrados.

ANGELINA (suspira). - Ojalá no tengamos que arrepentirnos MATILDE. - ¿Dudas de mí?

ANGELINA. - Recuerdo cuando me leías las rayas de la mano ahora por así,

Siempre me pronosticaste una boda feliz, una casa llena de hijos y una vida llena de viajes. Y mira el resultado: ni un solo viaje, un sobrino a medias y solterona por los siglos de los siglos.

(6)

Entra el señor ROLDÁN, administrador. Un zorro profesional con polvo de folios amarillos.

MATILDE, ANGELINA y ROLDÁN

ROLDÁN -( grandes aspavientos). - No puede ser, no puede ser, no puede ser. ¡Díganme ahora mismo que no puede ser!

MATILDE (hostil desde el primer momento). - No sé a qué se refiere, pero si a usted le parece imposible puede estar seguro de que es verdad.

ROLDÁN. - ¿De manera que es cierto?¿Una desconocida metida en esta casa?

ANGELINA. - Pierda cuidado; mi hermana la conoce como si hubieran ido juntas al colegio.

ROLDÁN. - ¿Pero es que han perdido el sentido de la responsabilidad? ¿Le han advertido de qué se trata a esa señora?

ANGELINA. - Señorita

Roldán. - ¿Señorita? ¡Ah, pero entonces el escándalo va a ser mucho peor! ¿Les parece decente proponer una cosa así a una señorita?

MATILDE. - No pretenderá darnos lecciones de moral.

ROLDÁN. - De moral, no; pero si me hubieran consultado podría darles un buen consejo. MATILDE. - Es inútil. Este es un asunto de familia y usted no es más que un administrador. Desde ahora, cada cual a su puesto.

ANGELINA. - ¡Muy bien, Matilde! MATILDE. - Gracias, Angelina. ROLDÁN. (cede terreno). - Está bien. ¿Es por lo menos mujer respetable? ANGELINA. - Según a lo que usted llame, respetable.

ROLDÁN. - Una edad, por ejemplo.

MATILDE. - De eso ya tenemos nosotras de sobra. ROLDÁN. - Una experiencia profesional.

MATILDE. - Es doctora con cuatro títulos.

ROLDÁN. - Una firmeza de carácter, una voluntad...

ANGELINA. - ¿Voluntad? Si usted se hubiera fijado barra de la "t" no diría tonterías. MATILDE. - ¡Muy bien, Angelina!

ANGELINA. - Gracias, Matilde.

ROLDÁN. - Ya veo, lo de siempre: ustedes sólo se ponen de acuerdo contra mí. Pero cuando se trata de una vida no se puede jugar. ¡Hay rara estos casos un consejo de familia! MATILDE. - El consejo ya se ha reunido y ha acordado por mayoría que sí.

ROLDÁN. - ¿Qué consejo?

(7)

ROLDÁN. - En fin, allá ustedes. Por lo visto, en esta casa la locura es una enfermedad contagiosa

Angelina (saltando).¡ Alto ahí! ¿Qué ha querido decir con esas palabras torcidos? MATILDE (lo mismo). - ¿Pretende insinuar que nuestro hermano murió loco?

ROLDÁN (retrocede). – No soy yo quien puede afirmarlo. Pero no creo que ningún hombre normal hubiera hecho con su hijo lo que hizo él con el suyo.

MATILDE (enérgica. avanzando). - ¡Basta! Si mi pobre hermano sufrió lo que sufrió, usted sabe mejor que nadie de quién fue la culpa. ¿Necesito recordarle el nombre de aquella mala mujer?

ANGELINA. - Por favor, déjense de historias viejas. Lo único que importa ahora es ese niño inocente.

Matilde ¡Por eso mismo! El niño es nuestro y no tolero que nadie se meta en su vida más que nosotras ROLDÁN. - ¿No tengo yo ningún derecho? Al fin y al cabo, si ustedes son las hermanas del padre, yo soy el hermano de la madre.

MATILDE (terminante). - ¡Ni una palabra más! ¡La única familia aquí es la nuestra!, ¿lo oye bien?, ¡la nuestra! (Rencorosa.) De la de la madre, por mucho que a usted le duela, será mejor no hablar. ¿Entendido?

ROLDÁN (encogiéndose). - Entendido. Ustedes tienen un barril de dinamita y ahora se empeñan en traer un fósforo. Perfectamente. Por mi parte, me lavo las manos.

MATILDE (seca). - Hace usted muy bien. Un administrador con las manos sucias no sería correcto.

ROLDÁN. - ¡Un momento, señora! ¡Indirectas, no! ¡Mis cuentas están claras y a sus órdenes!

Se oyen cascabeles acercándose.

ANGELINA. - Silencio... ¡El fósforo!. Quiero decir, el coche ROLDÁN. - ¿Ella?

ANGELINA. - Ella. (Teje velozmente.)

Roldán. - En ese caso supongo que mi presencia es ya perfectamente inútil, ¿verdad?

MATILDE. - Le felicito. Es la idea más brillante que ha tenido usted en estos últimos cuarenta años ROLDÁN. – Gracias. Siempre tan amable. Cascabeles más cerca.

ANGELINA. - ¿Puedo retirarme yo también?

(8)

Dichos, MARGARITA y Eusebio

Eusebio. (señalando vagamente). - La señora. ..., la otra señora..., el señor... MARGA. - Buenos días a todos.

MATILDE - Bienvenida a esta casa, señorita Luján. Mi hermana Angelina. MARGA. - Encantada.

MATILDE. - El señor Roldán, nuestro administrador. ROLDÁN. - Mucho gusto.

MATILDE. - En cuanto a mí, considero inútil toda presentación ¿Me permite que la mire un momento más cerca?

MARGA. - ¿Por qué no?

Avanza. MATILDE se cala sus lentes y la contempla largamente en silencio. Frunce el ceño.

MATILDE. - Es extraño. Llevo una semana esperándola y nunca me la había imaginado así.

MARGA. - ¿Así... cómo?

MATILDE. - Así; tan joven, tan atractiva...Una verdadera muchacha.

MARGA. - Muy amable. En todo caso, espero que eso no será un inconveniente para mi trabajo.

MATILDE. - Quién sabe. También la imaginaba animosa y resuelta pero no tanto. MARGA. - Perdón. ¿He hecho algo atrevido?

MATILDE. - He estado mirándola de frente con todas mis fuerzas y no he podido hacerle bajar los ojos ni un instante.

MARGA. - Es mérito suyo, señora. Mientras usted miraba mis ojos yo miraba los suyos, y no he visto en ellos más que un gran corazón.

MATILDE. - Gracias. ¿Quiere darme la mano? MARGA. - Con mucho gusto. (Se la estrecha.)

MATILDE. - No está mal. Un poco fuerte, quizá; pero no está mal. (Sonríe al fin.) Me parece que acabaremos siendo buenas amigas.

MARGA. - Por mi parte, desde ahora mismo.

Angelina (a Eusebio, que está inmóvil). - ¿Qué espera? ¿Por qué no sube el equipaje de la señorita?

(9)

Matilde -- ¿Le ha pedido nadie su opinión? Súbalo inmediatamente. Eusebio - Disculpen. (Entra en la casa con el equipaje.)

ROLDÁN. - Eusebio puede tener razón. Diplomáticamente la escena ha empezado muy bien; pero me gustaría ver el final.

MATILDE - No pienso darle ese gusto. ¿No tiene nada urgente que hacer en su despacho? ROLDÁN. - Permítame por lo menos un consejo. (Mira su reloj.) Señorita Luján: son las once menos cinco a las once cuarenta pasa un tren de vuelta. !Tómelo!

Sale con la mayor dignidad por la derecha, donde se supone el pabellón. MARGARITA le mira salir sorprendida.

MARGARITA, MATILDE y ANGELINA MARGA. - No parece muy optimista el señor.

MATILDE. - No hay que hacerle caso. Es de esos hombres que, a fuerza de estar entre números, ha llegado a pensar que en la vida dos y dos son siempre cuatro. Un pobre diablo. ¿Quiere sentarse?

MARGA. -Si no les parece mal, me gustaría antes que nada conocer al niño.

MATILDE. - Después. Primero tengo que hacerle unas preguntas. Quizá le parezcan algo extrañas, pero le ruego que me conteste sin vacilar.

MARGA. - Diga.

Se sientan primero las tías; luego Margarita frente a ellas, como en un examen. MATILDE saca la carta y mira a MARGARITA fijamente.

MATILDE. - A quién quería usted más, ¿a su padre o a su madre? MARGA. - ¿Cómo?

MATILDE. - Conteste sin pensarlo.

MARGA. - Realmente es un problema que no he tenido ocasión de plantearme nunca. ANGELINA. - ¿Nunca? ¿Ni cuando ellos se divorciaron? MARGA. - ¿Pero quién ha hablado de divorcio? Mis padres se adoraban y murieron juntos cuando yo era niña.

Matilde - ¡No es posible! MARGA. - ¡Puedo jurárselo! ANGELINA. - No hace falta; con su palabra bastó.

Matilde - No me explico el error, pero admitámoslo. Otra cuestión fundamental. Si usted hubiera vivido bajo el imperio de Nerón y la hubieran condenado al circo, ¿cuál habría sido su actitud?

MARGA. - No comprendo... ¿Es un juego? ANGELINA. - Conteste, por favor.

(10)

ANGELINA. - Usted ahí, arrodillada en la arena, con su túnica blanca...

MATILDE- - Las puertas se abren..., los leones avanzan...¿Qué habría hecho usted? MARGA. - No SÉ... Supongo que lo mismo que harían ustedes en mi caso.

Matilde (con entusiasmo de mártir). - ¡Muy bien dicho!

MARGA. - Echar a correr gritando como una loca, ¿no? Matilde (de pie, ofendida). - ¡Ah, eso sí que no! ¡Usted no tiene derecho a hacerme eso, señorita!

MARGA (levantándose también inquieta). - Perdón, señora, pero estoy empezando a sospechar que hay aquí alguna confusión. ¿Es usted la señora Matilde Saldaña?

MATILDE. - La misma.

LIARGA. - ¿La que me ha escrito ofreciéndome un puesto en esta casa? MATILDE. - Exacto. Y ésta es su contestación.

Marga - Entonces, ¿a qué vienen estas preguntas absurdas? Yo he sido llamada para encargarme de la educación de un niño huérfano, ¿no es así?

ANGELINA. - Así es.

MARGA. - ¿Dónde está el niño?

MATILDE. - Ahora vendrá. Ha salido al monte con la escopeta. MARGA (sorprendida). - ¡Con la escopeta! ¿él solo?

ANGELINA. - Con Bernardo y Fermín. MARGA. - Menos mal. ¿Dos criados? ANGELINA. - Dos perros.

MARGA. - ¡Pero no puede ser! ¿Es que yo me he vuelto loca? (Mira inquieta a las dos y retrocede.) ¡O es que ustedes. ..!

MATILDE. - Tranquilícese. Nosotras tampoco.

Marga - ¿Y les parece bien dejar así a una criatura sola, con una escopeta?

Matilde - El padre era un gran cazador y lo acostumbró a la pólvora desde que nació. Por ese lado no hay peligro.

Angelina - Lo grave ha empezado ahora, al quedarse huérfano. ¡Tiene que ayudarnos a salvar esa vida inocente!

Marga - ¿Su vida? Pero yo no soy doctora en medicina. Soy una simple maestra.

Matilde -Por ahí hay que empezar. Primero habrá que enseñarle a leer y a escribir. Después, los libros. Y después, todo ese misterio que es la vida.

MARGA. - ¿Tan atrasado está?

ANGELINA. - Una página en blanco. Criado en la montaña, es eso que se llama un chico natural, ¿comprende?

(11)

MARGA. - Comprendo, señora, comprendo. Y ahora me explico este refugio en el campo, y. tanto secreto. ¡Un chico natural!... ¿Suyo?

ANGELINA (ruborizada). - ¡Yo soy una señorita! Marga - Perdón. ¿Suyo?

MATILDE. - Tampoco. Yo, aunque viuda, soy señorita también. Marga - No entiendo.

Angelina - Cosas de la vida. Mi hermana estuvo casada ocho días... pero no llegó a ejercer MARGA. - En resumen, ¿puedo saber de quién es ese hijo natural?

Matilde -¿Quién le ha dicho que sea un hijo natural? MARGA. - Si no he entendido mal, ustedes ahora mismo.

MATILDE - Mi hermana ha dicho "natural" como lo contrario de artificial. "Natural", como producto de la Naturaleza. ¿Está claro?

MARGA (impaciente). - De acuerdo, señora; pero, por muy natural que sea, no se lo habrán encontrado en un árbol. Habrá tenido un padre y una madre.

Angelina - Eso sí. Su padre era nuestro pobre hermano. MARGA. - ¿Y su madre?

MATILDE. - ¿Es necesario hablar de ella?

MARGA. - Si ustedes lo prefieren, no. ¿Muerta también? MATILDE. - También. El mar se encargó de castigarla.

ANGELINA. - Es doloroso, pero a usted no debemos ocultárselo. Era una mujer indigna. MARGA. - Basta. Sé respetar la intimidad de la familia.

MATILDE. - Gracias.

MARGA. - ¿Y cuál es el problema especial de ese chico, que las tiene tan preocupadas? ANGELINA. - Lo primero, ya le hemos dicho: una ignorancia total.

MARGA. - Sí, sí, ya sé: leer, escribir, los libros... Hasta ahí todo es normal. ¿Y después? Matilde - Después, el carácter. ¡No se lo imagina usted! Indomable y peligroso como el mismo diablo. ¡Un rebelde!

MARGA. - No importa; a eso ya estoy acostumbrada. ¿Ha tenido otros antes que yo? ANGELINA. -.Tres hombres. Tres fracasos.

MATILDE. - El primero trató de amansarlo por la dulzura, y renunció a los cuatro días. El segundo quiso atraerlo por la razón y duró una semana.

ANGELINA, - El tercero se empeñó en dominarlo por la fuerza, y ahí empezó la tragedia. ¿Ve aquella ventana alta del pabellón? Por allí lo tiró.

(12)

ANGELINA. - El niño al profesor.

MARGA (desfallecida). - Un momento, un momento, que estoy empezando a marearme. De manera que el niño tiró al profesor por aquella ventana..: Pero entonces, ¿cuántos años tiene esa criatura?

Matilde (natural). - Veinticuatro.

MARGA (se levanta de un salto). - ¿¡Cómo!? (Aprieta los párpados y se pasa la mano por los ojos dominándose.) Perdón, señora..., creo que no he entendido bien. ¿Ha dicho cuatro años?

Matilde - Veinticuatro. MARGARITA se tambalea un instante. Se apoya en un respaldo. Angelina. - Tararam, tararam, tararam... ¡Pam-pam!

MARGA (reacciona al fin). - ¿Y para esto me han traído aquí? (Mira rápida su reloj.) ¿A qué hora ha dicho el administrador que pasaba el tren de vuelta?

Matilde - ¡No nos deje así!

Angelina - ¡Escuche, por lo que más quiera!

MARGA. - ¿Les parece que no he oído bastante ya? ¡Esto es una burla intolerable! (Grita.) ¡Mi equipaje! ¡Pronto!)

Las dos hermanas la rodean suplicantes.

MATILDE. - Espere por lo menos a conocerle antes de resolver.

MARGA. - ¿Para qué? ¿Qué puede ser un hombre que ha llegado a sus años sin aprender a leer ni escribir?¿Un enfermo? ¿Un retardado?

MATILDE. - Al contrario: ¡una inteligencia como una luz! MARGA. - ¿Entonces, qué? ¿Un salvaje?

ANGELINA. - No es suya la culpa. El padre se empeñó en educarlo así.

MATILDE. - Solo con él en la montaña, lejos de todo y de todos. Es una historia triste. MARGA. - Lo siento, pero yo no he venido a escuchar historias por tristes que sean.

Dichos y Eusebio

Eusebio (apareciendo). - El equipaje. Se oye lejos un disparo.

ANGELINA. - ¿Lo oye? ¡Qué rico! Es su manera de saludar.

MATILDE. - ¡Piense que está en sus manos la salvación de esa vida!

MARGA. - ¿Aquella nube de polvo que viene a galope disparando desde el caballo? Muchas gracias, señora; pero para esto no se llama a una maestra: se llama a una domadora. (Toma resuelta una maleta.) ¡Vamos!

(13)

ANGELINA. - ¡Una hora siquiera! ¡Usted no tiene derecho a privarnos del gran momento que hemos soñado tantas veces!

MARGA. - ¿Pero a qué gran momento se refieren?

MATILDE. - Al encuentro. ¿No se da cuenta? ¡Ese muchacho no ha visto nunca a una mujer joven y hermosa como usted..., como él!

MARGA. - ¡Ah! ¿Y les parece una noticia tranquilizadora para mí? ¿Se imaginan lo que puede ocurrir aquí dentro de un minuto?

ANGELINA. - ¡Lo más Hermoso! ¡Lo que quizá no ha presenciado nadie en la historia del mundo! ...

MATILDE. - ¡El hombre que ve por primera vez a una mujer, y cae de rodillas como un salvaje que viera por primera vez salir el sol!

El galope se acerca. Se oye un nuevo disparo, el ladrar de los perros y los gritos de Pablo azuzándolos.

ANGELINA. - ¡Ahí está!

Gritos - ¡Aijá..., aijalá..., cobra, cobra..., aijáaaa...!

MARGA (aterrada). - ¡Los perros, no... Por Dios, los perros, no ...!

Eusebio (sale corriendo a detenerlos). - ¡Quieto, Bernardo!¡Aquí, Fermín! ¡Quietos!

Pequeña pausa con un relincho, ladridos y las voces de Eusebio calmando a los perros. Voz DE PABLo. - Cuidado con el pequeño, Eusebio. ¡Esa maldita me lo ha alcanzado hasta la garganta! en la ¡Traidora hasta el final!

Entra PABLo como una tromba, radiante de salud, de fuerza y de alegría. Chaquetón de pana, camisa abierta, revuelto el cabello sudoroso y botas de montar. Canana, escopeta y zurrón.

MATILDE, ANGELINA, MARGARITA y PABLO .

PABLO. - ¡Hurra, tía Matilde! ¡Hurra, tía Angelina! Tres horas a caballo detrás de esa hija de Satanás, pero por fin cayó (Abraza a una y a otra alzándolas en vilo y dándoles vueltas.) ¡Hurráaaa!

ANGELINA. - ¿Quién? ¿Quién cayó?

PABLO. - ¡La loba parda! Catorce ovejas me costó, y la primera sangre del cachorro. !Pero ya es mía! ¡Ahora la piel, para colgar a la puerta! (Tira por lo alto la canana, que MATILDE recoge en el aire.) ¡Las patas, para mangos de cuchillos! (Tira el zurrón, que recoge ANGELINA.) Y las tripas, para cuerdas de guitarra. (Tira la escopeta, que recoge asustada MARGARITA.) ¡Aijá.. — aijalájalájalá...! Si hubieran visto al cachorro... (Dándose cuenta de pronto de la presencia de MARGARITA, cambia bruscamente el tono, señalándola con el pulgar.) ¿Quién es ésta?

MATILDE. - La señorita Margarita Luján.

MARGA (temblando, sin voz). - Mucho gusto, señor.

(14)

dirigiéndose a las tías y de espaldas a Margarita.)

¡Si hubieran visto al cachorro! Fue al amanecer, en la Cañada de Serrantina. ¡No hizo más que ventear el rastro y todos los pelos se le pusieron de punta como alfileres calientes! Después... (Se detiene, la misma transición.) ¿Qué viene ésta a hacer aquí?

MATILDE. - La señorita Luján es tu nueva maestra. PABLO. - ¡No! ¿Una maestra, esto? ANGELINA. - Un poco de educación, Pablo. Es una grosería llamarle "esto" a una doctora. PABLO. - ¡Ajá! ¿Conque doctorcitas a mí? (La toma de un brazo con fuerza haciéndola avanzar.) Ven acá. ¿Ves aquella ventana alta del pabellón?

MARGA. - Sí, sí, no se moleste ya me lo han contado.

PABLO. - ¿Ah sí? Pues si quieres estar en paz conmigo, ya lo sabes: de hombre a hombre. Y nada de esos trucos idiotas de mayúsculas y minúsculas y punto y coma. (Volviendo a su historia.) ¡Qué momento! Estaba empezando a amanecer. No hizo el cachorro más que ventear el rastro...

Matilde - No nos interesan ahora tus perros ni tu loba parda. La señorita ha venido para ocuparse de ti. PABLO. - ¿La he llamado yo?

ANGELINA. - Podías estar un poco más amable con ella. Decirle algo. PABLO. - ¿Qué, por ejemplo?

ANGELINA. - ¡Qué sé yo! ¿La has mirado bien? PABLO. - ¿Tiene algo raro? MATILDE. - Tú dirás. Mírala.

PABLO (la. mira largamente dando vueltas a su alrededor). - Psé... No está mal. ¡Un poco flaca, eh!

MATILDE. - ¡Pablo!

MARGA. - Déjele, señora. Comprendo perfectamente... y es mejor así.

Angelina. - ¿Pero qué va a pensar de ti la señorita? ¿Te has fijado bien en sus ojos? PABLO. - ¡Cómo no! ¡Tiene dos!

Dichos y Eusebio un momento

Eusebio. -- Señorito Pablo, señorito Pablo. Bernardo sigue perdiendo sangre. Tiene un zarpazo en la -garganta.

PABLO.. - Voy ahora mismo. Prepara unas buenas friegas de salmuera. Sale EUSEBIO.

MATILDE. - Para eso basta Eusebio. ¿No puedes dejar en paz a tus perros y atender a la señorita?

PABLO. - No veo por qué. A ella no le pasa nada, y en cambio el cachorro está sangrando. MARGA. - El señor tiene razón. Atienda, atienda a lo suyo. Yo puedo esperar.

(15)

PABLO. - A mi me es .. completamente igual la mesa es grande de sobra. ¿Cómo MARGA. - Margarita.

PABLO. - Muy largo. Si quieres quedarte aquí te llamarás Marga. MARGA. - ¿Es un capricho?

PABLO. - Nada de caprichos. Si tú estás en aquel monte y tengo que llamarte, ¿cómo quieres que diga? ¿"Margarita"? Los nombres largos no sirven para gritar. Los cortos, sí. (Hace bocina con las manos y lanza un grito hacia el monte como un relincho.) ¡¡"Margáaaa...!! ¿De acuerdo?

Marga. - Como usted disponga.

PABLO. - Así me gusta; las mujeres, obedientes. (Sonríe mirándola de arriba abajo.) Hasta luego, flaca. (Sale.)

MATILDE. - Tiene que perdonarle. El pobre está sin educar completamente.

MARGA (inmóvil, siguiéndole con la mirada). - Es increíble... Maravillosamente increíble...

ANGELINA. - Un poco bruto, ¿verdad?

MARGA. - Habría que encontrar otra palabra. También es brutal una paloma MATILDE. - ¿Le ha dado miedo?

MARGA. - Al contrario: nunca me ha tranquilizado tanto una mirada de hombre. ANGELINA. - Entonces, ¿por qué se ha puesto pálida?

MARGA. - Porque es el fracaso más hermoso que he sentido en mi vida. El salvaje ha visto por primera vez salir el sol, y no ha caído de rodillas. Esta vez es el sol el que ha visto un milagro. (Se vuelve.) ¿Cómo ha podido llegar al hombre con unos ojos tan limpios?

MATILDE. - Son veinte años allá arriba, en una casa de montaña, sin ver a nadie más que al padre.

MARGA. - ¿Pero, por qué hizo eso el padre? ¿Es que había perdido el juicio? Las dos hermanas se miran y bajan la cabeza.

MATILDE. - Sí, señorita, sí. A nadie le hubiera permitido esa palabra, pero esa es la triste verdad.

MARGA. - ¿Un loco. . . ?

MATILDE. - Pero no un loco como dicen los médicos. Loco como se vuelve un hombre cuando se ha entregado entero a una mujer y se ve traicionado.

aNGELINA - Loco de desesperación y de celos. Loco de amor. Marga. - ¿Y ella?

(16)

MATILDE: - Cuatro semanas estuvo ahí encerrado, destruyendo todo lo que pudiera recordársela; rompiendo cartas y retratos, desgarrando sus vestidos con los dientes, destrozando sus libros. Sobre todo sus libros, como si fueran los, culpables.

ANGELINA. - No se imagina lo QUE son treinta noches, oyendo llorar a un hombre grande, con una sola palabra repetida como un grito de fiebre: "¡Adelaida...- Adelaida... Adelaida ...!"

MATILDE. - Una madrugada el grito dejó de resonar por fin y le oímos subir como un ladrón a robar al niño dormido. MARGA. - ¿No pudieron impedirlo?

matilde - Imposible. "¡Mi hijo es mío sólo!", decía. "Vivirá limpio, sin mujeres y sin libros. Será un animal salvaje, pero un animal feliz." Quizá en el fondo no estaba loco del todo. MARGA. - Comprendo el arrebato del primer momento. ¡Pero veinte años! ¿Cómo no han reclamado a ese hijo por la ley?

ANGELINA. - El padre era más fuerte que ninguna ley. Habría sido capaz de matarse con él antes que entregarlo.

Matilde. - Ahora la vieja historia terminó. Ese muchacho. va a enfrentar su vida de hombre, y hay que prepararlo como si acabara de nacer.

MARGA. – Demasiada responsabilidad.¿Creen que yo puedo hacer algo? Matilde. - Toda nuestra fe está en sus manos. ¡Inténtelo por lo menos! ANGELINA. - Y pronto ya vuelve. ¡Dénos una esperanza, que siquiera!

MARGA. - Quién sabe... (Sonríe.) El peligro no siempre es un freno; también puede ser una tentación.

MATILDE. - ¿Por qué se sonríe así? ¿Se está burlando de nosotras?

MARGA. - No; estaba pensando que aquello que me dijeron al llegar, quizá no es tan disparatado como parecía. "Yo arrodillada, con mi túnica blanca..., las puertas se abren..., el león avanza..." (Repentinamente resuelta.) ¡Déjenme sola con él!

LAS Dos. - ¡Gracias, señorita, gracias ...! MATILDE. - ¿Podemos subir el equipaje? MARGA. - Súbanlo.

MATILDE. - ¿Qué te dije? No podía haber duda: ¡es la barra de la "t", Angelina! ANGELINA. - Y el punto, Matilde; ¡el punto alto!

Salen gozosas con el equipaje. MARGA se sienta de espaldas fingiendo leer con gran atención.

Pablo aparece mordiendo una manzana, se respalda contra el árbol y la mira largamente en silencio. La llama con un silbidito, sin resultado. Repite el juego. Entonces se mete dos dedos en la boca y lanza un silbido estridente de pastor. MARGA se levanta de un salto, sobresaltada.

(17)

MARGA. - Disculpe... Estaba tan entretenida leyendo...

PABLO. - Mientes. Me sentiste llegar perfectamente, y además, estabas mirando con el rabillo del ojo. Conmigo, juego limpio, y si no... (Castañetea los dedos.)

MARGA. - Tiene usted razón. La verdades que no sabía cómo empezar. ¿Era grave lo del cachorro?

PABLO. - Al cachorro no lo has visto en tu vida ni te importa un cuerno. ¿Por qué preguntas eso?

MARGA. - Porque sé que le interesa a usted. ¿Era grave?

PABLO. - Nada; le he frotado bien la herida con sal y vinagre, y ya está como nuevo. MARGA. - Pero le habrá dolido mucho.

PABLO. - Naturalmente. Y a mí también.

MARGA. - Sin embargo, no le he oído quejarse. PABLO. –

¿Para qué? Los animales mueren o se curan, pero no se quejan. Vete aprendiendo eso. (Muerde su manzana y. luego se la tiende.) ¿Quieres?

MARGA. - No, gracias. Después, a la hora de comer.

PABLO. - La hora de comer es cuando se tiene hambre. ¿Tú no tienes hambre? MARGA. - Pocas veces.

PABLO. - Así estás tú, que no tienes más que ojos. Va a haber que cuidarte a ti también, aunque te duela. (Se sienta a su lado en el suelo, mirándola burlón, mientras se quita las espuelas.) Bueno, bueno, bueno. De manera que muy calladita, muy modosita, y así como el que no quiere la cosa, maestrita, ¿eh?

MARGA. - Es mi profesión. ¿Le parece mal?

PABLO. - Será mejor poner las cosas claras desde el principio. A los maestros les gusta demasiado mandar, y aquí eso no marcha. Aquí el que manda soy yo.

MARGA. - Podríamos llegar a un acuerdo. PABLO. - ¿Cuál?

MARGA. - No mandar ninguno de los dos. Podríamos ser dos buenos amigos.

PABLO. - Mal negocio. Los amigos tienen que ser iguales y mirarse de frente. Tú bajas los ojos cuando yo te miro, y además eres mujer.

MARGA. - ¿Es algo malo ser mujer?

PABLO. - Mi padre decía que sí. Y él sabía siempre lo que decía.

Marga. - También yo podría decir lo mismo de los hombres, pero no seríamos justos ninguno de los dos. ¿No se siente usted demasiado solo?

PABLO. - Por lo pronto, no vuelvas a tratarme de usted. Yo he sido siempre "tú"- ¿lo oyes? "Tú"- Cuando oigo decir "usted" me parece que están hablando con otro-

(18)

PABLO. - Así suena mejor (Le da una palmada amistosa en la rodilla mientras se levanta.) MARGA. - ¿No crees que con un poco de voluntad podríamos llegar a ser buenos amigos? PABLO. - No me fío. También los otros maestros empezaban lo mismo; mucha sonrisita, mucho pasarte la mano por el lomo, y en cuanto te descuidas, izas!, la gramática. ¡Vas a contarme a mí!

MARGA. - Yo no pretendo enseñarte nada que no quieras aprender. Sólo trato de acompañarte.

PABLO. - La soledad no es mala; y ya estoy acostumbrado. MARGA. - Antes era distinto; tenías a tu padre.

PABLO. - Eso sí; con él no hacía falta más. Ahora los días empiezan a hacerse demasiado largos-

MARGA. - Y antes, de pequeño, ¿no has tenido ningún compañero? Pablo. - Una compañera. Rosina. Tenía ojos verdes, igual que tú. MARGA. - ¿Una niña?

PABLO. - Una corza. Vivía todo el año con nosotros, mansa como una cabrita, hasta que llegaba la primavera.

MARGA. - ¿Y en primavera no?

PABLO. - ¿No sabes lo que pasa allá arriba en primavera? MARGA. - No he estado nunca en la montaña.

PABLO. - Los animales se llenan de fiebre oliendo el aire caliente, y se les pone una mirada tan humana que en esa época está prohibido matarlos. Entonces Rosina saltaba la cerca y corría hacia el bosque, sin volver la cabeza.

MARGA. - Comprendo.

PABLO. - ¡Qué vas a comprender tú, infeliz, si no has visto nada en tu vida! (Soñador.) ¡Eran hermosas aquellas noches de luna oyendo bramar a los machos como una queja, o peleándose a muerte en los peñascos! Después, cuando Rosina volvía, nunca volvía sola. Venía mansita otra vez, y se recostaba junto al fuego lamiendo a su cría, con los ojos fijos, como recordando. (Ligera pausa-) ¿Cuántos hijos tienes tú?

MARGA (sorprendida de pronto). -- ¿Yo? Ninguno. PABLO. - ¡Qué raro! ¿Y por qué? MARGA- - Las mujeres tenemos que saber esperar-

PABLO. - Sin embargo, ya eres bastante grande. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?

MARGA. - En la Universidad, estudiando- PABLO. - ¿En primavera también?

MARGA- - ¡Para nosotras la primavera no es una razón! Si yo lo creyera así, todos dirían que era una mala mujer-

(19)

una mala corza.

MARGA (sonríe)- - Ya lo irás entendiendo. Hasta ahora hemos vivido en dos mundos completamente distintos. Eso es todo-

PABLO. - Y te han traído aquí para arrancarme del mío, ¿verdad? ¿Crees que puedes enseñarme algo que valga la mitad de lo que he visto yo?

MARGA. - ¿Quién sabe? También en los libros pueden caber muchas cosas hermosas. PABLO (tomando uno de la mesa)- - ¿Aquí dentro? Me gustaría verlo. Este, por ejemplo, ¿qué es?

MARGA. - Alguna novela de tus tías.

PABLO (lo abre al azar). - A ver; lee en voz alta.

MARGA. - "La condesa lloraba amargamente en el ala izquierda del castillo ... ".

PABLO. - No me interesan las condesas lloronas ni el ala izquierda de los castillos. (Tira el libro y le entrega otro.) ¿Y éste?

MARGA. - Los bárbaros- Caída del Imperio romano de Occidente. PABLO. - ¿Cuándo se ha caído eso?

MARGA. - Hace mil quinientos años.

PABLO. - ¿Y no han tenido tiempo de levantarlo otra vez? (Lo tira.) A paseo el Imperio romano de Occidente. Y van dos. ¿De qué trata este otro?

MARGA. - Son versos.

PABLO. - ¿Versos? ¿Y eso qué es?

MARGA. - No se puede explicar. ¿Quieres oír?

PABLO. - Dale. (Se sienta de un salto en la mesa con las piernas cruzadas.) MARGA. - ¿No estarías más cómodo aquí abajo sentado en esa silla?

PABLO. - Si estuviera más cómodo ahí abajo ya lo habría hecho. ¿O crees que soy tonto? ¡Dale!

MARGA (lee en voz alta y clara). -

"¿Qué es esto?, dijo un niño mostrándome la yerba. ¿Y qué podía responderle yo? Porque tampoco yo sé decir lo que es la yerba. Tal vez es la bandera del amor tejida con un verde de esperanza;

quizá un regalo que alguien perfumó... o tal vez un pañuelo para todos que ha dejado caer sobre la tierra Dios". (Pausa.) ¿Qué? ¿No dices nada?

PABLO. - Es extraño. No lo he entendido bien, pero he visto algo de repente, así como un relámpago... (Baja de la mesa.) ¿Dónde dice todo eso?

MARGA. - Ahí.

(20)

MARGA. - Un gran poeta. Walt Whitman. ¿Te gusta?

PABLO. - No lo sé todavía. ¿Quieres repetirlo más despacio? (Se sienta a sus pies, apoyado, en sus rodillas, con una naturalidad que ella no puede rechazar pero que la desasosiega.)

MARGA. - ¿Necesitas estar tan cerca para oír? PABLO. - ¿Te hago daño?

MARGA. - No. Pero... no quisiera hacértelo yo a PABLO. - Por mí no te preocupes. Lee otra vez.

MARGA dice nuevamente el poema, esta vez sin mirar libro. PABLO repite como un eco algunos versos, casi sin voz. MARGA. - "¿Qué es esto?, dijo un niño mostrándome la yerba.

¿Y qué podía responderle yo? Porque tampoco yo sé decir. lo que es la yerba...

Pablo. - Porque tampoco yo sé decir lo que es la yerba... MARGA. - Tal vez es la bandera del amor, tejida con un verde de esperanza; quizá un regalo que alguien perfumó... PABLO. - ...Quizá un regalo que alguien perfumó... MARGA. - O tal vez un pañuelo para todos... Los nos. - Que ha dejado caer sobre la tierra Dios". (Nueva pausa.)

MARGA. - ¿Lo has entendido ahora?

PABLO. - Ahora creo que sí. (Se levanta tomando el libro.) No era ningún imbécil el tipo éste, ¡eh! Habla de las cosas pequeñas como si fueran grandes; y además tiene el valor de la verdad.

MARGA. - ¿Por qué lo dices?

PABLO. - Porque yo conozco la yerba desde que nací; la he respirado toda mi vida, he llegado hasta morderla con mis dientes... y sin embargo, "tampoco yo sabría decir lo que es la yerba". (Hojea el libro como un horizonte desconocido.) ¿Es así todo el libro?

marga- Todo. La Tierra y el Hombre frente a frente. PABLO. - Estoy seguro de que a mi padre le hubiera gustado. ¿A ti también?

MARGA. - -Lo he leído cien veces. Es como un amigo. PABLO. - Entonces, ¿qué le vamos a hacer...? (Un poco como vencido.) Aprenderé a leer.

MARGA. - Gracias, Pablo.

PABLO. - ¡Un momento! ¿Este libro tiene mayúsculas?

Marga (sonríe). - Ninguna, estate tranquilo. Los poetas verdaderos no las necesitan.

PABLO. - Mejor. (Deja el libro en la mesa con respeto. Luego tiende una silla y cabalga sobre ella.)

MARGA. - ¿Sabes que estás adelantando mucho en poco tiempo? PABLO. - ¿Por...?

(21)

PABLO. - No te sonrías tanto, que la partida no ha terminado todavía. Te dejaré enseñarme a leer, pero de escribir ¡ni hablar!

MARGA. - ¿Por qué no?

Pablo. - ¿Podrías enseñarme este libro? MARGA. - No, así seguro que no.

PABLO. - Y si no se escribe así, ¿vale la pena escribir?

MARGA. - Puede ser útil. Es una manera de hablarse la gente desde lejos. ¿Recuerdas lo que me dijiste antes? Si yo estuviera en aquella montaña me llamarías gritando: "¡Mar-gáaa!". Pero si estuviera veinte montañas más allá, ¿de qué te serviría gritar?

PABLO. - Iría a buscarte a caballo.

MARGA. - Y si en lugar de veinte montañas estuviera veinte países más allá, al otro lado del mar, ¿de qué te serviría el caballo?

PABLO (la mira inquieto). - ¿Qué quieres decir? ¿Es que piensas marcharte? MARGA. - Hoy, quizá no; pero puede ser mañana. Algún día tendrá que ser.

PABLO (ronco). - Entonces, ¿por qué has venido? Si de marcharte es mejor ahora, ¡ahora mismo! MARGA. - Entiéndeme, Pablo, no se trata de eso. Te pregunto simplemente: si yo estuviera muy lejos y quisieras llamarme, serían inútiles el grito y el caballo... Tendrías que escribirme, ¿no?

PABLO. - Contesta tú primero. Si estuvieras en el fin mundo y yo te escribiera llamándote, - ¿vendrías? MARGA. - ¡Quién puede saberlo!

PABLO. - Contesta, Marga. Vendrías, ¿sí o no?

MARGA (le mira largamente. Baja los ojos y la voz). Vendría. PABLO. - Entonces, está bien: enséñame a escribir.

MARGA. - Gracias otra vez. ¿Quieres que empecemos ya?

PABLO (pasea agitado). - No; ahora, no. Son demasiadas cosas nuevas para un día solo. MARGA. - ¿Prefieres que hablemos de las tuyas?

PABLO. - ¿Cuáles?

MARGA. - Tu vida en la montaña. .., tu padre...

PABLO. - Eso sí; de mi padre me estaría hablando toda la vida sin cansarme. MARGA. - ¿Tanto le admirabas?

PABLO (vuelve a su lado). - Tendrías que haberle conocido. Alto, fuerte, hermoso, con la verdad siempre en la boca como la brasa de un cigarro. Cuando se lanzaba al galope, hasta los caballos más bravos le temblaban entre las espuelas. Pero después, junto al fuego, contaba historias prodigiosas, y me enseñaba el canto de los pájaros.

MARGA. - ¿Pero puede aprenderse el idioma de los pájaros?

(22)

comida, otra para desafiarse los machos y otra para llamar a la hembra. ¿Para qué quieren más?

MARGA. - ¿Y tu padre lo sabía?

Pablo. - ¡Mi padre lo sabía todo! Lo que no comprendo, ahora que te conozco, es por qué tenía tanto odio a las mujeres.

Marga. - ¿Nunca te habló de eso?

PABLO. - Nunca. A veces iban algunos -amigos a cazar con nosotros; entonces bebían vino y empezaban a hablar de mujeres... Pero en cuanto mi padre las oía nombrar soltaba una palabra dura y redonda como un puñetazo. Las tías dicen que es una palabra fea, que no se debe repetir. ¿La digo?

MARGA. - No, no hace falta; la imagino.

PABLO. - Después me hacía montar con él y galopábamos juntos horas y horas, como si llevara dentro una fuerza terrible que tuviera que derrochar. Hasta que se ponía el sol y caíamos rendidos en el pasto... ¿Cómo le llamaba ese poeta a la yerba?

MARGA. - El pañuelo de Dios.

PABLO. - Pues así—. (Se tiende en el suelo.) ... tumbados a escribir como el que hizo boca arriba en el pañuelo de Dios, viendo llegar la noche. Entonces mi padre me iba diciendo en voz alta los nombres de las estrellas: Aldebarán, la Perla, Andrómeda, las Tres Marías... De repente se le cortaba el aliento como si no pudiera seguir, y decía otro nombre, muy bajo, muy bajo: "Adelaida". (Se incorpora de pronto.) ¿Hay alguna estrella que se llame Adelaida?

Marga (conmovida; escondiendo el rostro). - No sé, Pablo, seguramente sí.

PABLO. - Entonces, si no es más que una, estrella, ¿por qué se le cortaba el aliento a mi padre cuando decía «Adelaida"? Tú, que has estudiado tanto, ¿no puedes contestarme eso? MARGA. - No sé..., suelta.

PABLO (tomándola fuertemente de los brazos). - ¡No, así no! ¡De frente! (La obliga a mirar. Baja la voz.) Pero, ¿qué te pasa, Marga? Estás llorando... ¿Te he hecho yo algo malo?

MARGA. - Al contrario. (Se levanta ) Estaba pensando que la vida puede ser mucho más hermosa de lo que yo creía. Y que soy una pobre maestra bien estúpida, que he venido aquí pretendiendo enseñar... y que no sé ni curar a un cachorro, ni el lenguaje de los pájaros, ni los nombres de las estrellas.

PABLO. - ¡júrame que era eso sólo!

MARGA. - ¡Te lo juro! Y ahora, déjame Es mi primer día al aire libre y estoy aturdida de sol.

PABLO. - Demasiado calor, ¿verdad? ¿Sabes nadar? MARGA. - Apenas. ¿Por qué?

(23)

MARGA. - No, gracias. En primer lugar, el agua debe estar fría como un témpano.

PABLO. - Naturalmente. No pretenderás que yo me bañe en agua caliente como las tías. ¿Y en segundo lugar?

MARGA. - En segundo lugar, no he traído malla de baño. Pablo. - ¿Para qué?'

MARGA. - Para vestirme. ¡No voy a bañarme desnuda!

PABLO. - Ah, pero tú, para meterte en el agua... ¿te vistes? No se me hubiera ocurrido nunca.

MARGA. - Es la costumbre de allá abajo..

PABLO. - ¿Y por qué no puedes bañarte desnuda? ¿No eres joven, sana, hermosa?... MARGA. - Aunque así fuera. No es por mí; es por ti.

PABLO. - Ajá. ¿De manera que ahora resulta que el que sobra en el río soy yo?

MARGA. - Es otra cosa, que ya irás aprendiendo tú solo. Anda, ve Hasta luego, Pablo. Se dirige a la casa. Se oye en las bardas de la izquierda el canto de un pájaro.

PABLO. - Espera. ¿Oyes?

MARGA (escucha un instante). - Maravilloso. ¿Un ruiseñor?

PABLO. - ¿Un ruiseñor? ¿Pero, qué demonios te han enseñado a ti en la Universidad? Es un jilguero.

MARGA. - ¿Y...?

PABLO. - ¿Sabes lo que está diciendo? Escucha.

MARGA (inquieta). -. No, por favor..., ¡no me digas que ese pájaro está hablando contigo, porque me caigo redonda aquí mismo!

PABLO. - Calla... (Escucha y comenta sorprendido.) No puede ser...

MARGA (mirando a uno y otro, sin voz,). - Pero tú lo entiendes... ¿de verdad?

PABLO. - Perfectamente. Lo que no comprendo es por qué. No es época todavía. (Calla el pájaro.) Y sin embargo, este calor de repente..., este aire cargado... (Se abre la camisa desasosegado. Respira hondo.) ¿A qué huele aquí?

MARGA. - No sé... Esas ramas, quizá.

PABLO (se acerca). - ¡Almendros en flor! (Radiante.) ¡Pero ese jilguero tenía razón! ¡Ya está aquí la primavera, Marga!

MARGA. - ¿La primavera, ya? (Retrocede inquieta.)

PABLO. - ¡Ahora comprendo este nudo en la garganta... y esa fuerza de los ojos! MARGA. - ¿Qué ojos?

(24)

nada tan hermoso (Avanza fascinado y ronco.) ¡Déjame mirarlos más de cerca!

MARGA (refugiándose detrás de la mesa). - Gracias, Pablo; pero vete al río ahora mismo. ¡Un buen baño frío va a sentarte muy bien!

PABLO - No, ahora, ya no. ¡Si vamos al río será juntos! (Avanza resuelto.) MARGA (casi en un grito). - ¡Por favor, Pablo, que aquí no estamos en el bosque! Trata de huir hacia la casa. Él le cierra el paso, de un salto.

PABLO. - ¡Quieta!

!MARGA. - ¡No me obligues a gritar!

PABLO. - ¡Quieta, digo! (La estrecha violentamente tapándole la boca con la suya hasta dominarla. Después la aparta bruscamente.) Ahora grita si quieres. ¡Pero aprende que aquí el que manda es el hombre! (Tirando su chaquetón contra el suelo y empezando a arrancarse la camisa.) ¡En el río te espero!

Sale. Ella le sigue hasta el centro de la escena llevándose a la boca el dorso de la mano. MARGA - ¡Bruto ..! ¡Bruto. ..! Salen las dos tías, aterradas.

MARGA, MATILDE, ANGELINA

ANGELINA. - No tiene nada que decirnos, señorita. Lo hemos visto todo. MATILDE. - ¡El muy salvaje! ¡Atreverse a besarla a la fuerza!

MARGA (-sin volverse, mirando en la dirección del río). - No, a besar no ha aprendido todavía... ¡Me ha mordido!

MATILDE. -- ¿La ha mordido? ¡Ay, Dios mío de mi alma!... (Cae sin fuerzas en un sillón.) ¡Angelina...!

Angelina. - No me digas más. (Llama en voz alta.) ¡Eusebio; el equipaje de la señorita! MARGA. - De ninguna manera. ¡Ahora es cuando me quedo!

MATILDE. - ¿No...?

MARGA - No sé si tendré algo que enseñar aquí... ¡pero tengo tanto que aprender! (Se oye otra vez el pájaro. MARGA se vuelve hacia él.) Si, hijo, sí, ya sé ... ¡La primavera! .ANGELINA. - Pero, ¿con quién está hablando? Con el jilguero.

Se oye retumbar lejos el grito montaraz de PABLO. - ¡Margáaaa...! MARGA radiante, alza la mano saludando y contesta en el tono. MarGA - ¡Pa-blóooo.. .l

Se quita la chaquetilla de viaje, que tira al suelo como él, y sale corriendo hacia el río, El jilguero sigue cantando con toda la sorna jovial de esos pájaros campesinos, que han visto tanto.

(25)

Interior de la casa, tiempo después. Al fondo, galería de cristales sobre el jardín, que corresponde al porche del acto anterior visto desde dentro. A la derecha arranca la escalera de gruesos barandales, y en primer término, chimenea de piedra con útiles de cobre. A la izquierda, puerta en primer término y vestíbulo en el segundo.

Maderas patinadas y terciopelos rojos. Toda la casa sugiere la agreste virilidad del padre, suavizada por los bordados, los arambeles y la ternura de las tías.

Son las últimas horas de una tarde de otoño. Tía Angelina, sentada ante una mesa llena de libros, cuerpos geométricos y apuntes al carbón, revisa encantada dibujos y cuadernos, oyendo al señor ROLDÁN con la tranquila amabilidad de quien oye llover. El señor ROLDÁN pasea agitado declamando.

ANGELINA y ROLDÁN

ROLDÁN. - ¡Ah, eso sí que no! ¡hasta ahí podíamos llegar! Uno es capaz de comprender y disculpar muchas cosas. Demasiadas. Pero para soportar esto haría falta toda la paciencia franciscana de un benedictino, y yo no tengo vocación de mártir. ¿Me oye?

ANGELINA (cortésmente). - Encantada. Creo que se ha hecho usted un pequeño lío con los benedictinos, los franciscanos y los mártires; pero en cuestiones religiosas yo soy muy tolerante. Siga, siga. (Toma otro cuaderno.)

ROLDÁN. - Estaba diciendo que si mi opinión ya no significa nada en esta casa tendré que presentar mi dimisión. ¿Qué otra salida puede tener una dignidad ofendida? ¡Sólo la dimisión)

ANGELINA. - Sí, señor. ¡Muy bien!

ROLDÁN. - Señorita Angelina. ¿Me está oyendo, sí o no? ANGELINA. - Perdón. ¿Decía usted...?

ROLDÁN. - Debí figurármelo. Hace media hora que le estoy presentando mi dimisión; pero, ¿para qué? Cuando tiene delante los cuadernos de "su niño" ni una explosión de grisú le haría volver la cabeza.

ANGELINA (atiende un momento). - ¿Qué me cuenta? ¿Ha habido en la casa alguna explosión de grisú?

ROLDÁN. - Hasta ahora, no; pero si las cosas siguen así, no me extrañaría nada que la hubiera cualquier día.

ANGELINA. - Vamos, vamos, no hay que exagerar. Pablo podrá ser todo lo rebelde que usted quiera, pero no me negará que es un muchacho encantador.

ROLDÁN. - ¿Le parece encantador entrar a caballo en mi despacho? Angelina. - ¿No me diga...? ¡Es de diablo!.

ROLDÁN. - ¿Y le parece manera de llamarme, cuando estoy durmiendo la siesta, tirar piedras a mis ventanas? ¡Ya no queda un cristal sano en todo el pabellón!

(26)

ROLDÁN- - Es posible, señora. Pero yo, cuando era niño, no tenía veinticuatro años. ¡Y si fueran solos los cristales!

ANGELINA. - ¿Hay algo más?

ROLDÁN, - Todo; esos gritos montaraces de pastor, esa falta de respeto a las personas sensatas, y sobre todo esa manera terrible de decir siempre lo que piensa.

ANGELINA. - Eso sí; es un vicio que no hay manera de quitarle. Cuando habla de usted no conseguimos que diga el señor administrador". Siempre dice: "ese viejo zorro".

ROLDÁN, - ¡Ahí voy yo! ¿Por qué ese odio contra mí? ANGELINA (embebida en su cuaderno). - ¡Es maravilloso ROLDÁN - ¿Ah, le parece?

ANGELINA. - Las cosas que se le ocurren, y esta manera tan suya de decirlas. Y la letra, ¿se ha fijado? Es la misma de ella, pero con la mano de un hombre. Dígame. ¿Europa es con minúscula?

ROLDÁN. - Con mayúscula.

ANGELINA. - Me lo estaba temiendo. Y América también,¿verdad? ROLDÁN. - Naturalmente. ¿Por qué va a ser América menos que Europa?

ANGELINA. - Es curioso: todas las cosas grandes las escribe con minúscula y en cambio "Mujer" siempre con mayúscula. ¿Se da cuenta de lo que significa esto?

ROLDÁN. - ¡Cómo no! Tres faltas de ortografía.

ANGELINA. -. De ortografía, quizá; pero, ¡qué galantería natural!

ROLDÁN. - Era lo que me faltaba oír. Ese energúmeno, ¡un ejemplo de galantería! ¿Cree que así como está se le puede presentar en sociedad?

ANGELINA. - Ya habrá tiempo; lo que importa ahora es el alma; el smoking vendrá después.

ROLDÁN. - Es decir, ¿que le parece bien esa educación que se le está dando, siempre de acuerdo con sus caprichos?

ANGELINA. - ¿Y por qué no si es feliz así? ¿No está usted de acuerdo con los métodos de la señorita Luján? ¿O es que tiene algo personal contra ella?

ROLDÁN. - Los hechos, simplemente. Hace ocho meses que esa señorita entró en esta casa, ¿y cuál es el resultado? Pablo sigue tan 'bárbaro como el primer día. Ella, en cambio, es la que ha aprendido a manejar la escopeta y a pescar truchas a mano debajo del agua. ¿Quién está educando a quién?

ANGELINA. - La señorita Luján conoce su profesión y sabe perfectamente lo que está haciendo. Si quiere un buen consejo, no se meta en territorio ajeno y vuélvase a sus números.

(27)

ANGELINA.- ¿Por la señorita?

ROLDÁN. - Por ese salvaje. De algún tiempo acá no hace más que revolver mi escritorio, revisando carpetas y tomando notas. ¿Puede saberse qué es lo que anda buscando?

ANGELINA (sonríe maliciosa). - Ah, vamos, ahora comprendo. Ese pobre "salvaje", que ha sido capaz de aprender en ocho meses lo que a usted le costó media vida, anda revisando sus cuentas... y naturalmente, a usted le ha entrado un miedo espantoso. ¿No es así?

ROLDÁN. - Mire, señora: mi paciencia no tiene límites, pero mi dignidad, sí. Si he perdido su confianza lo sentiré mucho pero me veré obligado a presentar ahora mismo y con carácter irrevocable...

ANGELINA. - Sí, sí, ya sé: su dimisión Siempre que habla de su dimisión me lo dice a mí. ¿Por qué no se lo dice a mi hermana?

ROLDÁN (secando el sudor de su noble frente). - No es lo mismo. Su hermana me odia, y sería capaz de olvidar, en un minuto veinte años de sacrificios.

Entra tía MATILDE, del jardín, con unas mimosas que arregla en un jarrón mientras habla.

ANGELINA, ROLDÁN y MATILDE

Matilde - Buenas tardes. ¿Qué, discutiendo, como siempre?

ROLDÁN. - Al contrario. La señorita Angelina y yo estamos de acuerdo en todo.

Angelina - En todo, no. El señor Roldán no está muy conforme con la educación de Pablo. MATILDE. - ¿Le parece que ha aprendido poco en ocho meses?

ROLDÁN. - De libros, sí. ¡Demasiado! Pero socialmente ya es otra cosa. ¿Se lo imaginan en una reunión de señoras, o en un palco de la ópera? ¡Sería como un caballo suelto en una cacharrería!

MATILDE. - ¡Un caballo! ¡Le exijo retirar inmediatamente esa palabra! ROLDÁN. - No es mía. Es de su propia maestra

MATILDE. - La señorita Luján no dijo un caballo. ¡Dijo un centauro!

ROLDÁN. - Es igual. Para mí un centauro no es más que un caballo con literatura.

ANGELINA. - Tiene usted unas ideas muy personales sobre la mitología. Según eso, ¿se atrevería a sostener que una sirena es una merluza con literatura?

ROLDÁN. - Yo no tengo por qué entender de mitología. Pero ya que han hablado de sirenas, mucho cuidado con ellas; son unos peces peligrosos, y en este caso es una gran fortuna lo que hay en el anzuelo.

MATILDE. - Sin palabras turbias. ¿Me hace el favor de aclarar ahora mismo esa historia de pesca?

(28)

manda en Pablo? Ella: una mujer que nadie sabe de dónde ha salido. ¿Necesito decirle además la moraleja?

Matilde (furiosa, empuñando un jarrón). - ¡La moraleja se la voy a decir yo sin palabras! Levanta el jarrón, Angelina la detiene espantada. angelina - ¡Ese no, Matilde, que es de la abuela¡ matilde - ¿El de la abuela, éste? (Se domina con esfuerzo.) Señor Roldán: agradezca a Dios estos dos grandes favores: que yo no he nacido hombre... y que el jarrón es de Sévres. Puede retirarse.

Va a dejar el jarrón amorosamente. Entra Eusebio, del vestíbulo. Dichos y EUSEBIO

eusebio - Señora; el señor Roldán acaba de llegar. Está encerrando el coche. MATILDE (sorprendida). - ¿El señor Roldán? ¿Qué señor Roldán?

EUSEBIO. - Su sobrino.

MATILDE. - ¡Mi sobrino! ¿Qué sobrino? eusebio - El hijo del señor.

ANGELINA. - Acabáramos. El señor Roldán” júnior", como diría la reina Victoria. MATILDE. - ¿Qué reina Victoria?

angelina - La de Inglaterra, Matilde..

MATILDE. - ¡Ajá!... ¿De manera que usted se permite invitar huéspedes a mi casa sin consultarme?

ROLDÁN. - Le juro que tampoco yo le esperaba Le he escrito hace tiempo, pero andaba de viaje y ésta es su primera contestación.

MATILDE. - Está bien. (Victoriana.) Que pase el señor Roldán "junior". (Sale EUSEBIO.) Supongo que viniendo de esa otra rama de la familia no tratarán de dar a esta visita ningún carácter íntimo.

ROLDÁN. - Ni hace falta. Cuestión de intereses simplemente. Recuerde que mi hijo es el abogado de la casa.

MATILDE. - Cierto. Se me había olvidado ese detalle. El padre el administrador, y el hijo, el abogado. Se habían repartido el terreno estratégicamente, ¿eh?

Entra JULIO ROLDÁN. Todavía joven y elegante, pero ya con la sonrisa visiblemente falsa.

MATIL DE, ANGELINA, ROLDÁN y JULIO

Julio - ¡Magnífico! Después de tantos barcos y hoteles, ¡el Julio y la familia otra vez! (Abraza al padre, que está más cerca.) ¿Qué tal esas fuerzas?

ROLDÁN. - Tirando, hijo, tirando.

Julio. - Querida tía Angelina. ¿Siempre sonriente y joven? (La abraza y la besa sonoramente.)

(29)

JULIO. - ¡Tía Matilde!

Le tiende la mano. Ella retira ostensiblemente la suya.

MATILDE. - Sin el parentesco. Con Matilde, basta. Y "señora Saldaña", mejor. JULIO. - ¿Todavía esos viejos resentimientos? ¿Pero hasta cuándo?

MATILDE. - Por mí hasta siempre. Si Pablo quiere reconocerle como de la familia, allá él. Yo puedo romperme, pero doblarme no.

ANGELINA - ¡Por favor!, después de todo, los muchachos son primos, ¿y qué culpa tienen ellos de nada?

MATILDE. - Basta. Estás hablando demasiado.

ANGELINA - ¡Pero si apenas he dicho cuatro palabras!

MATILDE. - Cuando tú dices cuatro palabras, siempre sobran tres. (A Julio.) En cuanto al capítulo de cortesía, cuanto menos diálogo, mejor. "Usted ha hecho un viaje maravilloso. No se ha olvidado de nosotros ni un momento mi salud es perfecta". Gracias, joven.

JULIO. - Francamente no esperaba esto. Creí que al llegar aquí venía a una casa mía.

MATILDE. - Eso, Pablo dirá, Por mi parte, lamento no poder acompañarles a la mesa, pero estoy segura de que esta noche voy a tener una jaqueca atroz.

ANGELINA. - ¿Y YO? ¿También a mí tiene que dolerme la cabeza?

MATILDE. - A ti, el hígado; te va mejor. Señor administrador. Señor abogado... Vamos, pequeña.

Sube dignamente con su hermana. Julio las mira salir mientras comenta sordamente y enciende un cigarrillo.

ROLDÁN y JULIO

Julio - ¡Tarasca ridícula! Algún día seré yo el que esté sentado aquí dentro, y tú a la puerta. (Se vuelve.) Parece que las cosas se presentan duras por acá.

ROLDÁN. - Más de lo que te imaginas. ¿Recibiste mi carta? JULIO. - Eso fue lo' que me extrañó. ¿Por qué tanta urgencia? ¡No irás a decirme que te dan miedo esas dos solteronas estúpidas!

ROLDÁN. - Ellas, no. El que se está volviendo peligroso es él. Julio. - ¿,Pablo? ¿Un salvaje que no sabe ni escribir su nombre?

(30)

ROLDÁN. -- Por si acaso. Con el padre loco y el hijo hecho una bestia nos confiamos demasiado, y ahora hay que revisarlo todo a fondo: las escrituras, la hipoteca, las firmas del padre...

. - Sin nervios. Todo está en forma perfectamente legal

ROLDÁN. - Por encima, sí; pero veinte años en la montaña dejan un olfato de perro, y ya anda escarbando a ver lo que hay debajo.

Julio. - Lo que importa ahora no es ese imbécil. Es ella ROLDÁN. - ¿Ella?, ¿quién?

Julio. - Esa maestrita caída del cielo. Según los datos de tu carta no puede haber duda: Margarita Luján, una chica sola, la Universidad...

ROLDÁN. - ¿La conoces?

JULIO. - Hemos sido buenos compañeros. Recuerdo lo que le costó terminar sus estudios; siempre sin un céntimo.

ROLDÁN. - Por ese lado no te hagas ilusiones. Una mujer así no se compra con dinero. Es demasiado orgullosa.

JULIO. - Cuando yo la conocí, muchas noches tenía que acostarse sin tomar un café... y entonces no era tan orgullosa. Déjala por mi cuenta. ¿Cuándo vence el último plazo?

Se oyen al fondo lejanos ladridos de perros.

ROLDÁN. - Silencio; ahí está Pablo. Vamos a mi escritorio.

Julio (saliendo con el padre por el vestíbulo). - Margarita. Luján Todavía la estoy viendo: tenía unos hermosos ojos verdes... ¡Margarita Luján!...

Un momento la escena sola. Los ladridos se acercan. Se oye un silbido y luego la voz de MARGA calmando a los perros.

Voz DE MARGA. - ¡Aquí, Fermín! Quieto, cachorro..., quieto... ¡Así!

La puerta del fondo se abre de golpe y entra MARGA, que cierra inmediatamente detrás de sí; los ladridos van calmándose fuera. Respira alegremente fatigada de haber corrido. Trae, en la mano una fruta, que muerde como PABLO en el acto anterior.

Se quita del hombro la escopeta, y la tira sin mirar sobre un sillón. Se acerca a la mesa y sentada en el borde, repasa por encima cuadernos y dibujos cobrando aliento. De vez en cuando un gesto de asombro y una exclamación de maestra satisfecha. Comienza a corregir, silbando entre dientes mientras hace su trabajo. De pronto, mira en torno como temiendo ser vista, se mete dos dedos en la boca trata de silbar estridentemente sin conseguirlo. Lo ensaya otra vez.

MARGA sola. En seguida, ANGELINA

MARGA. - Es inútil; esto no lo aprenderé nunca.

(31)

MARGA. - Buenas tardes, Angelina.

ANGELINA (bajando). -Creí que era él el que llegaba con los perros. ¿Ya no les tiene usted miedo?

MARGA. - Ahora somos grandes amigos. Hemos estado en la laguna disparando a los patos.

ANGELINA. - ¿Y Pablo?

MARGA. - Encerrado en la, biblioteca, estudiando. (Cierra el cuaderno y se acerca confidencial.) ¿Habló con tía Matilde?

ANGELINA. - Traté de convencerla, pero ya la conoce. Ella sigue pensando que lo mejor sería no hablarle de su madre nunca.

MARGA. - Antes era posible. Pero ahora, sabe que una madre es algo más que una palabra olvidada. Quiere saber quién fue la suya, y no tenemos derecho a seguir negándoselo. ANGELINA. - ¡No se le habrá ocurrido que podemos decirle la verdad!

MARGA. - Eso es precisamente lo que trato de evitar; que a fuerza de ocultársela acabe sospechándola. ¿Cómo vamos a explicarle que no quede en toda la casa nada suyo?

ANGELINA - ¿Ha vuelto a preguntarle?

MARGA. - Siempre. Necesita tener entre las manos algo que ella haya tocado con las suyas; un recuerdo, por pequeño que sea. Tiene que ayudarme, Angelina.

ANGELINA. - He estado revolviendo todos los armarios, los baúles viejos... MARGA. -- ¿Y no encontró nada?

ANGELINA. - Pequeñeces: un cofre japonés, una caja de música, y un medallón con un retrato.

MARGA. - ¿De ella?

ANGELINA - Con él cuando tenía cuatro años.

MARGA. - Pero eso es un tesoro. ¿Puedo decírselo a Pablo? ANGELINA. - ¿Sin permiso de Matilde?

MARGA. - Por esta vez, atrévase. No se puede ser tan humilde.

ANGELINA. - No es humildad, hija; en el fondo es comodidad. Yo nací para obedecer, que es lo más tranquilo. Mi hermana, en cambio, es de esas mujeres qué han nacido para mandar. Lo que pasa es que sólo estuvo casada ocho días, y no tuvo tiempo de demostrarlo. Se oye dentro el grito de PABLO llamando. GRITO. - ¡Mar-gáaa...!

MARGA (contesta igual). - ¡Pa-blóoo...! (Rápida, acompañándola.) Tráigame todo, por favor.

ANGELINA - ¿Y si Matilde se entera?

MARGA. - Vaya tranquila. Yo soy la responsable.

(32)

Diálogo rapidísimo y a tono brillante, como si se hablaran desde lejos. MARGA y PABLO

PABLO. - ¿Dónde ha estado mi capitana estos cuarenta siglos últimos?

MARGA. - ¡Corriendo por el monte con Bernardo y Fermín! PABLO. - ¿Buena cacería? MARGA, - El cachorro alcanzó una liebre a la carrera. PABLO. - ¡Bravo! Diez puntos al cachorro. ¿Contenta? MARGA.- ¡Feliz! Me he metido en la sangre todo el aire

del bosque y traigo un hambre feroz. PABLO. - Muy bien. ¡Cuadro de honor!

MARGA. - ¡Gracias, maestro! (Se dan la mano fuertemente, restallando las palmas. El diálogo va tomando poco a poco un tono normal.) ¿Y tú?

PABLO. - Yo he estado estudiando cinco horas seguidas, traigo la cabeza hinchada y he perdido "completamente el apetito.

MARGA. - Entonces todo va bien; cada cual en su puesto. ¿últimas novedades?

PABLO (dejando los libros sobre la mesa). - Dos libros nuevos y este cuaderno cazado en el escritorio del administrador. (Abre el Libro Mayor, que revisa mientras sigue el diálogo.) MARGA. - ¿Interesante el tema?

PABLO. - Apasionante. "Balance general. Debe y Haber". MARGA. - ¿Tanto te gustan los números?

PABLO. - Son como los perros; a veces muerden, pero siempre fieles. Un momento: tú me enseñaste primero a sumar y después a restar, ¿no?

MARGA. - Es el orden natural. ¿Por qué?

PABLO. - Porque me parece que a este viejo zorro le han enseñado al revés. (Dobla la pagina y tira el libro sobre la mesa.) Ya nos veremos las caras, compañero.

MARGA. - Y los libros, ¿qué tal?

PABLO. - De todo un poco. Lo que no he podido terminar es esta novela tan absurda. Mucho cambiar de personajes, pero siempre los mismos trucos, los mismos robos, los mismos crímenes...

MARGA. - ¿Qué novela?

PABLO. - Esta. La Historia Universal. ¿A ti te gusta la Historia? MARGA. - Regular. ¿Y a ti?

PABLO., - Demasiada memoria y ninguna imaginación. Este otro sí me ha interesado de verdad.

MARGA (mirando el libro). - ¡Ajá! ¡La vida es sueño!

PABLO. - Ahora comprendo por qué a veces mi padre me llamaba Segismundo. Un gran tipo ese Segismundo ¿eh? (Sentándose en una silla, pero al revés.) ¿Tú has visto representar esa obra alguna vez?

Referencias

Documento similar

La campaña ha consistido en la revisión del etiquetado e instrucciones de uso de todos los ter- mómetros digitales comunicados, así como de la documentación técnica adicional de

You may wish to take a note of your Organisation ID, which, in addition to the organisation name, can be used to search for an organisation you will need to affiliate with when you

Where possible, the EU IG and more specifically the data fields and associated business rules present in Chapter 2 –Data elements for the electronic submission of information

The 'On-boarding of users to Substance, Product, Organisation and Referentials (SPOR) data services' document must be considered the reference guidance, as this document includes the

In medicinal products containing more than one manufactured item (e.g., contraceptive having different strengths and fixed dose combination as part of the same medicinal

Products Management Services (PMS) - Implementation of International Organization for Standardization (ISO) standards for the identification of medicinal products (IDMP) in

Products Management Services (PMS) - Implementation of International Organization for Standardization (ISO) standards for the identification of medicinal products (IDMP) in

This section provides guidance with examples on encoding medicinal product packaging information, together with the relationship between Pack Size, Package Item (container)