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Ensayo sobre la falta de lugares

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Academic year: 2020

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ENSAYO SOBRE LA FALTA DE LUGARES José Luis Pardo

La distribución de las cosas y personas en lugares —llámense o no naciones— es un fenómeno totalmente accidental y epidérmico, aunque sea también un fenómeno extremadamente importante. La formación de lugares —históricos, geográficos, culturales— es siempre algo derivado y no originario, el resultado de una negociación, de un acuerdo, de una relación de fuerzas o de un enfrenta-miento violento, nunca un producto espontáneo de la naturaleza o del espíritu (salvo en la medida en que lo sean todas estas cosas mencionadas). Las actuales fronteras de España, de Cuenca o de Tegucigalpa son el fruto de largos y com-plejísimos procesos de tanteo (en los cuales, sin duda, también ha intervenido la naturaleza, con sus transformaciones primarias, secundarias y terciarias), pero no es la tradición lo que legitima esas fronteras —no es el hecho de «haber sido» o el de ser «cosa del pasado»—, fronteras que nada tienen de natural o genuino, sino los acuerdos internacionales que comprometen —mientras com-prometan— la obligación y el derecho de respetarlas. O sea, que en cierto modo son ficciones, pero ficciones consolidadas por la convención y el sometimiento voluntario. Por eso siempre resulta confusa la invocación de la Naturaleza o del Espíritu —y, en suma, de la tradición— como motivos para modificar las fron-teras o ampliar los poderes.

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De modo que lo local no es del todo la vestimenta natural (o espiritual, o cultu-ral) del mundo, tiene al menos una mancha, una tacha o un roto en el vestido por el cual deja al descubierto sus vergüenzas (su vergonzosa falta de naturali-dad o de espiritualinaturali-dad, su artificialinaturali-dad, su falsenaturali-dad), tiene un punto flaco, una debilidad. ¡Ah! —nos decimos—, ¡de eso se aprovechará el astuto Mr. Nada para minarlo! Pero ahondemos un poco más en esta herida: si no hay lugar que no tenga ese defecto, esa impureza, entonces es que, entre las notas definitorias del lugar hay una que hasta ahora no habíamos identificado: que todo lugar se define por una falta (el roto en el vestido) o por una sobra (el parche con el que se tapa artificial y provisionalmente), que en todo lugar falta uno —el mejor, el auténtico, el verdadero— y sobra otro —el espía, el traidor, el impostor—. Y, al no ser ésta una característica accidental, sino un rasgo distintivo del lugar, eso quiere también decir que todo lugar tiene un agujero por donde amenaza ruina, por donde corre peligro de vaciarse completamente de su identidad, una grieta por donde se le escapan su naturaleza y su espíritu y penetra ese aire pútrido de algo que no es naturaleza, no es espíritu y no es cultura, algo que no es del lugar propio ni, probablemente, de ningún otro lugar. Esto refuta la ingenua creencia, antes mencionada, según la cual hubo un tiempo en el que cada uno estaba en su lugar y había un lugar para cada uno. Es al contrario: en el origen, el lugar ya se definía porque faltaba uno y sobraba otro, porque no todo estaba en su lugar.

Y esto se puede justificar de muchas maneras: notando, por ejemplo, que, si el lugar no existe a menos que sea reconocido por otros (lugares), entonces los otros (los otros lugares, los ajenos) están necesariamente incluidos en la iden-tidad del lugar propio y la debilitan; o bien se puede señalar que, si todo lugar nace de trazar un círculo —¿hermenéutico?— que distingue entre lo interior y lo exterior, puesto que es precioso nombrar lo excluido para excluirlo, y aun-que sea de ese modo tan paradójico, lo exterior forma parte de la definición del interior. Gitta Sereny le preguntaba al ex comandante de Treblinka, Franz Stangl, que «puesto que iban a matarlos a todos, ¿qué significado tenían las humillaciones, la crueldad?». Y Stangl respondía que «Servían para preparar a los que tenían que ejecutar materialmente las operaciones. Para que pudiesen hacer lo que tenían que hacer». Macabro homenaje del verdugo a su víctima: a pesar de haberla excluido totalmente del lugar (en el campo de exterminio, en donde sólo están quienes no tienen donde caerse muertos, quienes no tienen lugar), todavía sigue reconociendo en ella un incómodo signo de parentesco que le impide hacer su trabajo.

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de connotaciones o sentidos implícitos de la cual no podemos extraer una deno-tación, una interpretación recta o un significado explícito: si algo no se puede hacer con una obra de arte, ese algo es precisamente un círculo, sobre todo her-menéutico, porque ella nos arrastra hacia desviaciones que nunca retornan al origen, que siempre se bifurcan y vagabundean. Así que, en cierto modo, tiene razón Heidegger, aunque sea a su pesar (si es que lo es): las obras de arte nos permiten corroborar que no existimos históricamente en el origen, nos hacen constatar nuestra impureza.

Esto nos ahorra la melancolía. No es que no les encontremos un significado pro-pio o una función primaria a las obras del pasado porque sus lugares culturales hayan sido devastados por la historia y constituyan algo así como un «retorno de lo reprimido» (el testimonio de los crímenes que no queremos recordar), no es por culpa de los museos —esos campos de concentración para lo que no tiene lugar de origen—, no es la famosa globalización ni nuestra falta de memoria lo que nos hurta su fundamento, es que nunca lo tuvieron, nacieron ya huérfanas. Así que, cuando recomendamos su preservación como «patrimonio histórico-artístico» porque las suponemos hijas de alguna cultura, de alguna naturaleza o de algún espíritu, porque suponemos que alguna vez tuvieron algún significado recto (que laboriosos eruditos atesoran en viejos legajos y en tratados de Historia del Arte) o pertenecieron a algún lugar y ahora reposan —descansan en paz— y es mejor no perturbar su sueño, no mostramos mayor dignidad ni más conocimiento que aquellos que afirmaban que el rey iba gloriosamente ataviado a pesar de que le veían miserablemente desnudo. Y esto mismo vale para esos críticos —tan abun-dantes en el ambiente restauracionista que nos invade— que sienten nostalgia de aquellos bellos tiempos en los que las obras de arte estaban en su lugar, tenían un sentido recto y una función primaria, y acusan al arte contemporáneo de que ya no se atreve a expresar el espíritu colectivo de un lugar y repite incansablemente las letanías vanguardistas (repetición de la cual estos críticos acusan —¡cómo no!— a Mr. Nada, también conocido como Mr. Money y Mr. Moda, reproducien-do un argumento ya utilizareproducien-do por Hitler, que también se sentía incomodareproducien-do y se quejaba: el arte se ha convertido en una moda como la confección: un estilo cada temporada; un año cubismo, otro surrealismo, otro dadaísmo… y siempre pingües beneficios), como si esa pérdida de significado propio también fuese culpa de la globalización y no el origen mismo de la obra de arte.

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el traslado tiene de pérdida de la propia esencia, de la propia identidad, del pro-pio espíritu y de la propia cultura, con lo que tiene de desnaturalización y de fal-sificación. Sí, podemos ahorrarnos la nostalgia del lugar, al menos en ese modo tan extendido de pensar que hemos derrocado —con tanta globalización— los lugares y los hemos sustituido por los no lugares o espacios de tránsito. Podemos ahorrárnosla porque estos no lugares no son sólo tan antiguos como los lugares sino incluso, como acabo de decir, lógicamente previos a ellos.

El arte es un ejercicio de traslación, de traducción; siempre versión, nunca origi-nal, enseña a los hombres de un lugar su falta de originalidad y, además, tiene una función primaria: les permite no ser originales, tomar distancias con respecto a su lugar. Del campo de concentración de Westerbork, en Holanda, salieron, durante la Segunda Guerra Mundial, 93 trenes, cada uno de ellos con unos mil deportados, trenes que hacían el trayecto hasta Auschwitz en cuatro días y tardaban otros cuatro en regresar para recoger una nueva carga. Al cabo de unos cuantos viajes, un ayudante de la enfermería del campo holandés se dio cuenta de que siempre eran los mismos trenes los que hacían el transporte. A partir de ese momento, los deportados dejaron mensajes ocultos en los vagones, mensajes que volvían a los trenes vacíos y que avisaban a sus sucesores de que debían llevar víveres, agua y todo lo necesario para sobrevivir. Pero no quedaron supervivientes de los primeros viajes, de aquellos en que los deportados no estaban sobre aviso y ha-bían partido a ciegas, en la creencia infundada de que los verdugos les proveerían automáticamente de lo preciso para subvenir a las necesidades más elementales de un viaje de cuatro días. Ellos no pudieron siquiera dejar una nota. Las obras de arte se parecen a esas notas: están siempre en lugares de tránsito, frecuentados por viajeros que, como los deportados de esta historia, no son ya de ningún lugar, están en paradero desconocido, en el no lugar, vienen de un lugar que no es nin-guno (¿o es que acaso un campo de concentración es algún lugar?) y, aunque ellos no lo saben, van a otro sitio que tampoco es un lugar; los artistas no son mejores que ellos, tienen su mismo origen y su mismo destino (o sea, ninguno), simple-mente hicieron el viaje primero y dejaron esas inscripciones para que quienes les sucedieran pudieran vivir algo que, de otro modo, resultaría insufrible, les dejaron esas instrucciones para sobrevivir al no lugar, para hacer mínimamente habitable lo esencialmente inhóspito, para inventar un modo de vivir allí donde no se puede vivir. Por eso digo que les permitieron sobrevivir al permitirles no ser originales: les enseñaron que su dolor, su falta de refugio, no era el primero, que no era origi-nal sino repetido, que ya había otros hombres que lo habían padecido y que ahora ellos, los nuevos viajeros, podían mirarse en esas notas como en un espejo en el cual llegar a sentir su propio dolor que, entonces, se convertiría en un dolor co-mún, compartido. Eso —las notas de los trenes con destino a Auschwitz, las obras de arte— no libra a nadie de su dolor (porque, dicho sea de paso, no hay cosa en el mundo que pudiera librarnos del dolor), simplemente permite vivirlo, permite alentar, seguir respirando a pesar de la desolación, la muerte, la mezquindad y la estupidez y en medio de ellas. Puede que esas notas parezcan muy poca cosa, casi nada. Pero son literalmente vitales para quienes estamos en ese tren o sabemos que algún día habremos de hacer ese viaje.

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UNA DE FANTASMAS. Lucia Magi.

Algo así solo podría suceder en Nápoles. Una historia de fantasmas en un museo ar-queológico en obras. Un arquitecto convencido por las sombras de una fotografía que se resistiría a cualquier análisis científico. Los reporteros y las cámaras de televisión, agolpados a las puertas del museo, pese a que su directora lo niega todo. Y los napoli-tanos, divididos entre escépticos y creyentes. De momento, en la ciudad más supersti-ciosa del país, la noticia de una presunta aparición, afirman, ha alargado las colas en las oficinas de la lotería.

«Arquitecto, aquí en la obra tenemos problemas. Dicen los obreros que pasan cosas raras, que hay fantasmas... ¿Qué hacemos?». La llamada le hizo saltar de la silla al arquitecto Oreste Albarano, responsable de los trabajos de restauración de una parte cerrada del Museo Arqueológico de Nápoles. Quizás presagiaba que con aquella alarma empezaría una aventura algo extraña que llevará, a principios de septiembre, a caza-fantasmas aficionados a buscar espectros entre los andamios, según reveló el diario local Il Mattino.

Albarano abandonó a toda prisa su despacho en el Ministerio de Cultura, en Roma, cogió el primer tren y una hora y media más tarde se encontraba intentando calmar a los albañiles: «Venga, chicos, dejaos de bromas. Los espíritus no existen. ¡A trabajar!». Pero ellos insistían. Cada uno tenía su encuentro que contar: carretillas que se doblan por un lado y se caen por sí solas; un cubo lleno de agua que al día siguiente está vacío; una pala y otras herramientas abandonadas en un sitio y que aparecen en otro lugar. «No me convencieron. No había ninguna prueba de que allí vive un fantasma al que le gusta gastar bromas. Me quedé con mi opinión», recuerda el funcionario.

Ya que había viajado hasta allí, el arquitecto pensó en tomar algunas fotos, para certifi-car de manera informal el estado de los trabajos. Ese edificio, que se yergue al lado del museo que custodia el tesoro de Pompeya y Herculano, lleva en obras desde 2000 y su nuevo estreno aún queda lejos. «Saqué mi móvil y tomé varias imágenes». Albarano volvió a Roma, dejando a los obreros rechistando. A los 10 días pasó las fotos al orde-nador. «Las vi más grandes y en una noté una silueta de una niña en segundo plano». Entonces sí se preocupó, aunque no porque hubiera perdido su fe científica: «Llamé para regañar a los hombres. ‘No llevéis a vuestros hijos a la obra, es peligroso’, les rogué». Cuando estos le explicaron que ningún niño había estado allí, el funcionario se asustó.

«La niña está allí. Era por la mañana cuando hice la foto, no puede ser un reflejo de luz. Además se perfila con claridad, hasta se distingue el pelo recogido y rizado, la falda apenas por encima de las rodillas», se defiende el arquitecto. Imprimió la imagen para estudiarla mejor.

El siguiente paso fue informar a los expertos del sector, «prestigiosos catedráticos», según Alberano. Primero, aceptaron que la imagen no es fruto de un buen retoque con el Photoshop. Los cazafantasmas enviados por el Ministerio de Cultura visitarán ese ala del edificio a principios de septiembre.

«Más que fantasmas, lo que esperamos por aquí son turistas de carne y hueso», zanjó la directora del Museo Arqueológico, Valeria Sampaolo. «Es algo carente de cualquier fundamento, pura fantasía. Nos gustaría que se hablase del museo por su actividad». «Nadie dice que la niña y sus pequeños berrinches no acaben constituyendo un atrac-tivo más para el centro exposiatrac-tivo», se ríe Alberano.

El País, 23 de agosto de 2011.

Serie fotográfica Celda 163 del trabajo Proyecto para cárcel abandonada, Patricia Gómez y María Jesús González, 2010.

Desde 2002 Patricia Gómez y María Jesús González trabajan juntas desarrollando proyectos que tratan de rescatar la memoria de lugares en procesos de abandono y desaparición. El Proyecto para cárcel abandonada está basado en la recuperación de la memoria impresa sobre los muros de la Cárcel Modelo de Valencia, desalojada desde 1992 y actualmente en remodelación para uso administrativo. En ella han trabajado con intervenciones in situ mediante técnicas de arranque mural, fotografía y vídeo que han dado lugar a instalaciones, grabados y series fotográficas. «Durante tres días recorrimos todas las celdas de la cárcel. Parecían iguales; cinco metros cuadrados, una única ventana horadada en la gruesa tapia, techo de bóveda de cañón, un pequeño lavamanos suspendido sobre la fina pared que delimitaba la zona del retrete y, cerrando el horizonte, la gruesa puerta de acero. Casi quinientas celdas diseñadas para ser idénticas, y cada una cuenta una historia diferente». En los trabajos de demolición de la antigua Cárcel Modelo, se encontraron, entre los muros divisorios de la celda 163, algunos periódicos guardados desde 1920, La Libertad y Solidaridad Obrera, y una pequeña caja de madera que contenía una bala». Los sucesivos estratos del palimpsesto muestran entre otros mensajes de momentos diversos: el dibujo de un Cristo trazado a lápiz, un embudo, una Natividad y un gran «YO» pintado en el hueco de un desconchado. La acción de arrancado de la película superficial de los paños de paredes, una suerte de stacco a massello

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