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LAS MANCHAS DE RORSCHACH

LAS MANCHAS DE RORSCHACH

DAC Daniel

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4 ISBN: 978-0-557-89837-4

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LAS MANCHAS DE RORSCHACH

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A los hombres y mujeres de esta Tierra;

en especial, a los afligidos, empobrecidos y

derrumbados, que nunca cumplieron sus sueños.

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9 “¿Y qué ve usted en esta mancha…?”

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11 “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Juan 3:16 Nuevo Testamento La Biblia

"La libertad es uno de los más preciados dones que a los hombres dieran los cielos." Miguel de Cervantes Saavedra El Quijote.

“Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.” Camilo José Cela La Familia de Pascual Duarte.

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Tendrían que pasar exactos treinta años para que, como me lo había

prometido, cumpliese con exponer las emociones, las actitudes y los

pensamientos de aquellos a quienes llamo “los pequeños mundos”. Los

seres que cuentan sus vidas tal cual son, sin miramientos ni miedos. Los

seres que, llegado el momento de relatar sus experiencias, no se esconden en

caretas, y se sientan en mi diván a mostrarle al mundo lo que fueron y lo que

son.

Mi nombre es Dante del Solar, y, desde hace más de tres décadas,

me dedico a la psicología forense. Aunque, si soy más exacto, debo decir

que me dedicaba. He decidido dejar la profesión que tantas ganancias me ha

otorgado para abocarme al retiro. Un retiro que se hacía necesario después

de mis innumerables casos alrededor del mundo. Lo cierto es que no he

querido desaparecer de esta Tierra sin dejar de dedicar el resto de mis días al

registro de los principales casos criminales en los que me tocó participar.

Antes deseo dejar en claro que un psicólogo forense no se dedica a

esclarecer quién es el autor de tal o cual crimen, o si una víctima se

convierte en victimario, o viceversa. Un psicólogo forense cumple el mismo

rol de un psicólogo tradicional; es decir, le indica al o los inculpados –que

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también son tratados por pacientes– que se recuesten en el diván, y

expongan sus vidas de la forma que deseen. El paciente puede comenzar el

relato desde su niñez, o desde el momento que estime. Lo importante es

otorgar un clima de acogimiento y relajo. Así se van detectando las

actitudes, las posibles razones por las que se cometió el crimen, y el

equilibrio mental del inculpado. La idea es explorar la mente lo más posible,

con la aplicación de algún test, sólo como forma de completar la labor

profesional.

Fue precisamente con uno de esos test que comenzó mi vida

profesional de psicólogo forense. Era 1975, y yo, que ya era un graduado de

psicología, había finalizado la especialización en psicología forense en los

Estados Unidos, y retornaba a mi país natal, Chile, para hacerme cargo de

un caso criminal que el Gobierno Militar de ese entonces, comandado por

Augusto Pinochet, había clasificado por “Las Manchas de Rorschach”, en

alusión al uso del famoso test psicológico, el Test de Rorschach, que era

conocido de forma popular por “Las Manchas de Rorschach”. El caso me

fue encargado por la sencilla razón de que yo era el primer especialista en la

materia que llegaba a Chile. No era una tarea fácil, ya que en ese tiempo las

situaciones de tortura y detenimiento a los disidentes políticos, que

provenían del derrocado Gobierno de Salvador Allende, se hacían notar, y,

en el exterior, la alarma de represión de los militares era algo mucho más

difundido que en el propio Chile, debido a la situación de exilio de muchos

ciudadanos.

Cuando me tocó analizar la mente de los inculpados en el caso, en

una sala de un cuartel militar, fui descubriendo que ese test, el de Las

Manchas, significaba mucho más que un simple test para aquellos

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apresados. Algo que para la psicología es una herramienta de trabajo se

mostraba como un símbolo de vida y de relevancia para las generaciones y

los familiares de los victimarios. Los relatos, iniciados por el principal

inculpado, el joven Victorio de Lorca, me marcaron de tal forma que,

aunque después recorrí varios países, y me enteré de las vidas de muchas

situaciones tan particulares como ésta, el caso de “Las Manchas” quedó

grabado en mí por dos motivos esenciales: uno, era mi primer caso; y dos, la

fuerza del contexto histórico y social de los involucrados, quienes narraban

sus vidas con mucha convicción y mucho orgullo, a pesar de saber que

habían cometido crímenes.

Es por todos estos motivos que yo no seré quien relate la historia de

Las Manchas, sino que sus propios protagonistas: los apresados. Ellos nos

harán retornar a 1975, y, como hábiles relojeros que tienen la capacidad de

retroceder el tiempo, volverán a expresar sus historias de vida, con la misma

fuerza que lo hicieron en su momento, en una franca exhortación de

pensamientos, anhelos, creencias y sensaciones.

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INFORMACIÓN PREVIA

Acerca del Test de Rorschach

Las Manchas de Rorschach forman parte de una técnica y método

proyectivo de psico-diagnóstico llamado Test de Rorschach, creado por

Hermann Rorschach (1884-1922). Se publicó por vez primera en 1921 y

alcanzó una amplia difusión no sólo entre la comunidad psicoanalítica sino

en la comunidad en general.

El test se utiliza principalmente para evaluar la personalidad.

Consiste en una serie de 10 láminas que presentan manchas de tinta, las

cuales se caracterizan por su ambigüedad y falta de estructuración. El

psicólogo pide al sujeto que diga qué podrían ser las imágenes que ve en las

manchas, como cuando uno identifica cosas en las nubes o en las brasas. A

partir de sus respuestas, el especialista puede establecer o contrastar

hipótesis acerca del funcionamiento del sujeto.

Básicamente es un test proyectivo aunque a partir de él se ha

estudiado su cuantificación. Entre 1935 y finales de los años 1950 se

desarrollaron cinco intentos de cuantificación de las respuestas. Los

máximos exponentes de estos intentos fueron Beck, Klopfer, Hertz,

Piotrowski y Rapaport. Este último le sugirió a John Exner (Jr.) la

conveniencia de conocerlos todos, y de allí Exner extrajo la idea de reunir

toda la información internacional y los distintos sistemas interpretativos en

uno solo: así creó el llamado Sistema Comprehensivo. Mediante una red de

rorschachistas en todo el mundo, se fue constituyendo una impresionante

base de datos de protocolos individuales que permitió un estudio y

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reinterpretación de estos sobre la base de los descubrimientos que se iban

haciendo. Otra contribución fundamental para el desarrollo científico de la

herramienta fue la creación de un Resumen Estructural, en el que el

psicólogo, una vez codificadas las respuestas obtenidas, vuelca los datos y

obtiene una configuración de la personalidad del sujeto.

Actualmente el Sistema Comprehensivo es el más extendido y fue

aportando datos muy importantes para la valoración de la personalidad y el

descubrimiento de estructuras mentales opacas a otros sistemas de estudio

de la personalidad.

Es por ello por lo que se le considera una de las pruebas más

completas. Pero su mayor logro es la amplia difusión que posee, ya que a

partir de ella existe una amplia cantidad de investigaciones y casuística. El

material actual disponible es inmenso.

Junto con el MMPI, es uno de los test psicológicos más ampliamente

difundidos en el ámbito jurídico-forense. También se aplica en el ámbito de

la selección profesional.

A continuación, las diez láminas principales del Test de las Manchas

de Rorschach:

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EL HIJO

Victorio

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Yo me sentía un extraño sentado en un rincón de la sala, mirándolos

todo el día, escuchándolos todo el día, teniendo que responderles a todo lo

que me preguntaban. Mi cabeza parecía que fuese a explotar de tanta rabia

que tenía con ellos. Les veía las narices cochinas y me daban asco. Esos

niños chicos que no tenían ni lo más mínimo de educación me miraban

como si yo fuese alguno de sus familiares. Pero yo no los quería ni ver. Eran

todo lo que yo no quería haber terminado ser: un perdedor, un inútil, un don

nadie, que se tiene que conformar con ser un practicante, y aceptar todo lo

que le decía el profesor guía; aceptar y aceptar. Por eso hice lo que hice, no

fue por otro motivo, y yo se lo voy a contar con lujo de detalles, porque no

quiero que salgan diciendo que soy un asesino. No quiero que esos

estúpidos profesores de esa estúpida universidad se rían de mí, y digan: “ese

imbécil terminó como pensábamos, siendo un miserable”.

Mis manos estaban llenas de sangre viva cuando me había liberado

de mi mayor enemigo: mi madre. La había matado con mis propias manos,

sin ayuda de nadie. Usted se preguntará por qué, es sencillo. Ella era una

bestia. Una mujer del campo muy brusca y maloliente. Eso es lo que más

me da rabia de las personas, que huelan y hablen mal. No sé cómo la pude

aguantar tanto tiempo. ¿Sabe qué más? Era puta. Sí, se acostaba con todos

los hombres del pueblo. Yo lo que menos acepto en una mujer es que venda

su cuerpo. El cuerpo es sagrado, el cuerpo no se debe vender. Además, uno

se puede pescar muchas enfermedades. Pensándolo bien, a lo mejor, a ella le

hice un bien, le saqué el pecado que tenía en su cuerpo, y la mandé al

purgatorio. Usted sabe que los pecadores que mueren por causa de otro

pecador, en este caso, yo, no se van al infierno. Yo nunca he sido muy

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religioso, yo pienso que soy ateo o agnóstico, aunque igual pienso que debe

haber un cielo y un infierno. ¿Me entiende o no me entiende?

Le hablo del asesinato de mi madre porque ahí empezó todo. Ahí me

tuve que transformar, me tuve que volver “bueno”, como dicen en el campo.

Pero esa era la pura apariencia. Yo siempre había sido malo, a mí me

encantaba doblar las hojas y retorcerlas, me imaginaba el cuello de las

víctimas, quebrajándose de a poco. Eso lo hice hasta después de haber

matado a mi madre, cuando iba por una calle vacía del pueblo, y encontraba

un poco de plantas sueltas, antes de que me diera por llorar. Es que a los

asesinos nos gusta matar, pero, al final, terminamos llorando igual que

Magdalenas. Somos llorones los asesinos, y lloramos harto. Lloramos

porque quienes matamos son parte de la vida de uno, y se nos vienen a la

cabeza todas las cuestiones vividas con el muerto. Si yo le contara todas las

imágenes que me hicieron acordar de mi madre, ese atardecer. Me acordé

hasta de cuando me mecía en la cuna. Bueno, es un decir, no crea que me

acordé de tanto, pero más o menos así fue no más.

Yo pienso que hubiese estado llorando toda la tarde de no ser por el

cura del pueblo, que pasaba por el pasaje donde se me había ocurrido llorar,

y me preguntó qué me pasaba. A los curitas yo les tengo miedo. Pienso que

son como los jueces de Dios. Si tú le cuentas tus pecados a un cura, te

puedes dar por liberado, pero hay que saber hacerlo. Yo me sequé las

lágrimas, e hice lo que siempre hago cuando veo que no tengo otro remedio:

mentir. Le dije que me había golpeado en el pie, y que me dolía mucho. El

curita se lo tragó todo, cayó redondo, y me dijo que podía acompañarlo a la

parroquia para que me pusiera alcohol y una venda. Yo le tuve que

obedecer, y caminamos por la calle de tierra del pueblo.

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Adentro de la iglesia me sentía cuestionado por las estatuillas de

Jesús y las de los santos. Era como si me estuviesen culpando de la muerte

de mi madre, como si me estuviesen apuntando. Yo pensaba que era una

buena estrategia lo de estar en la iglesia, así nadie despertaría sospechas,

pero me decía, para mí, “el lugarcito donde se te ocurre meterte después de

matar a alguien”. Lo que más me tenía nervioso era que el cura estaba

buscando algo para sanar mi supuesta herida, y yo no tenía nada. Por

mientras, yo me intentaba rasgar con la punta de un palo de madera viejo,

para que se me hiciese una herida.

El cura se acercó con una tinaja de agua fría y una venda. Tenía una

mirada de desconfianza que no se la sacaba nadie. Yo no sabía si pedirle la

tinaja primero o la venda, pero él mismo me entregó la tinaja. Se me

imaginaba todo lo que debiera estar pensando. Tenía un presentimiento de

que sospechaba algo. ¿Se ha fijado de esos momentos silenciosos que se

cortan con tijera, y donde uno no sabe si hablar sea bueno? Así me sentía

yo, asustado con la cara del religioso. Hasta que habló y me dijo:

- ¿Por qué no me dices la verdad, mejor? Así nos ahorramos tiempo,

y los dos nos liberamos.

- ¿A qué verdad se refiere? Yo ya le dije que tengo una herida en el

pie porque me caí en el camino.

- Acuérdate que yo soy sacerdote, y, si te confiesas, te sacas todo lo

que llevas dentro, y aquí nadie supo nada. Yo tengo el secreto de confesión.

- Pero eso no me asegura que no vaya a hablar con alguien.

- Si eres sincero, te puedo ayudar. No me costaría mucho…

- ¿Y cómo me puede ayudar un cura? Si usted es más pobre que

yo…

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- Los curas somos pobres, pero tenemos influencias, y muchas…

Hay curas, y ése. Porque, si yo era malo, ese cura era el doble de

malo que yo. Me llevó a la parte trasera de la iglesia, y, adentro de una pieza

chica, tenía a una mujer en una cama; la mujer estaba desnuda, o, por lo

menos, yo le vi los pechos, y hasta me saludó como si fuera algo de lo más

común. Me dijo que lo esperara un poco, y que volvía luego. Yo había

vivido en el mismo pueblo por más de treinta años, y no tenía idea de que el

cura tenía esas costumbres. Por mientras, miraba para todos lados,

ignorándola un poco. Es que causa incomodidad estar viendo a una mujer en

la cama de un cura. Él, cuando apareció de nuevo, venía medio traspirado, y

traía una maleta vieja. Me llevó otra vez adentro de la iglesia, y me pidió

que me confesara. Yo nunca me había confesado, y se lo dije. Le dije que yo

no era religioso, y que sólo respetaba a los creyentes. Pero el cura era

porfiado, y me obligó a la confesión.

- Acúsome, padre.

- Dime cómo te llamas, hijo.

- Victorio de Lorca Sánchez, padre.

- ¿Qué hiciste, hijo?

- Maté, pero maté porque tenía mucha rabia, y el muerto me hacía la

vida imposible.

- ¿Quién era el muerto?

- Mi madre…

- Doble pecado, hijo… Mataste al seno y la carne…

- Ella era una bestia, padre, a mí me daba asco verla…

- ¡Bestia eres tú, que matas a tu propia madre! ¡Sal del confesionario,

y recibe la maleta!

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El cura me dijo que las casualidades no existían. Que él estaba

buscando un peón, y peón se había encontrado. Ese peón era yo, y él me iba

a manejar a su antojo. Me pasó la maleta, y me dijo que tenía que ir a la

ciudad lo más pronto posible. Ese cura llevaba la sotana de pura apariencia.

Él sólo quería que yo obedeciera y no le dijese ni lo más mínimo. ¿Y las

manchas? Bueno, fue ahí cuando las sacó. Las tenía guardadas en esa maleta

vieja. Él me mostró la misma que usted me mostró hace poco, y yo le

respondí lo que vi apenas me lo preguntó.

- ¿Qué ves en estas manchas? – Me dijo.

- No veo mucho, porque está muy borrosa. – Le respondí.

- Pero esfuérzate, y dime lo primero que se te viene a la cabeza.

- Veo una mariposa, una mariposa chica…

- ¿Y dónde la ves?

- En la mitad de la lámina…

- ¿Por qué dices que es una mariposa?

- Por las alas, las alas desplegadas…

- ¿Ves algo más?

- No, lo demás se ve muy borroso…

No entendí para qué me mostró esas manchas, pero, después de eso,

me entregó la maleta, y me dijo que tenía que salir lo más pronto posible del

pueblo, y que debía ser ese mismo día. Yo pensé que, por lo menos, me

llevaría en su auto viejo a la estación del tren, pero, nada. Me arrastró

corriendo a la salida de la iglesia, abrió el portón, y me pidió que esperara

unos minutos. No habrán pasado ni dos, cuando apareció un tipo a caballo, y

el cura le dijo que me llevase a la estación. Me subí a la grupa, y partimos

hechos una bala. El hombre no hablaba ni media palabra, y llevaba la cara

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tapada. Por supuesto que era extraño ver a un cura hablando con un hombre

de ese tipo. Lo peor de todo es que el cura sólo me había dicho que debía

seguir las instrucciones que aparecían en un libro adentro de la maleta.

El tren estaba vacío cuando me subí. Sólo estaba el maquinista, y

una que otra persona. Yo no sabía que seguía funcionando el tren a esas

horas. Como nunca había salido del pueblo, no conocía los horarios, pero

tenía una idea de que el servicio sólo funcionaba hasta cierta hora. El tren

estaba helado, y me senté en un vagón solo. No tenía ni la menor idea de

adónde iba, supuse que eso lo diría el maquinista, o el típico inspector del

tren.

Si usted me lo pregunta así, de forma directa, yo me sentía más libre

que antes, por eso no se me ocurrió descubrir si todo lo que pasaba estaba

planeado, o si todo era por bondad del cura. Un cura es un cura, por lo

menos, eso deja ver la sotana. Las cosas que supe después de él las conocí

cuando ya había pasado todo esto, y era muy tarde para arrepentirme. Un

amigo me dijo que el cura me había utilizado, que había sacado

conclusiones de mi personalidad, con esas manchas que me mostró, y que

yo calzaba con el perfil que él andaba buscando. Pero ¿usted cree que yo

estaba para pensar en cosas malas del cura en ese momento? Yo había

cometido un crimen, había matado a mi propia madre, y no me quedaba más

que obedecer al religioso, que me estaba haciendo hasta un favor con

sacarme del pueblo.

No sé cómo me quedé dormido tanto rato. Porque, cuando desperté,

ya era de día. El inspector del tren me había dicho que debía bajarme, que el

tren sólo llegaba hasta esa estación. Mi cabeza daba vueltas, y estaba muy

mareado. Se supone que tenía que bajarme del tren, aunque la pregunta era

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¿y qué hacía después? No tuve más opción que bajarme, y quedarme

sentado en una de las bancas de la estación.

¿Que Cuándo apareció Bautista? Ahí mismo, cuando estaba sentado

en la banca del tren. Me dijo si acaso yo era Victorio Sánchez, y yo le dije

que sí. A lo mejor, tendría que haberle dicho que no. Por lo menos, eso me

hubiese permitido averiguar dónde estaba, y arrancar a otro lado por las

mías. Pero le dije mi nombre, así que él me respondió:

-Te vas ahora conmigo para mi casa. Yo ahí te digo lo que vas a

hacer tú.

-Pero dígame, por lo menos, cómo se llama usted. Recién lo estoy

viendo, y ya tengo que hacerle caso.

-Me llamo Bautista. Y te vienes para mi casa. Y no se hable más.

El pueblo estaba sumido en una procesión a la Virgen del Santo

Socorro, por eso, las calles estaban atestadas de gente. Tuve que levantar la

maleta por arriba de mis hombros, y pedir permiso a cada rato para poder

pasar. Me daba más rabia estar ahí, en medio de tanta vieja gorda y sucia,

que escuchar los gritos de mi madre. El hombre del pueblo era bajito de

estatura, y andaba vestido con un gorro aplanado. Algunas de las mujeres lo

saludaban, y él se levantaba un poco el sombrero, en señal de aprobación.

La muchachada estaba aglutinada al máximo, y me empujaban para todos

lados; hasta se me cayó el bolso en una ocasión. Gente estúpida, creyente de

unas estatuas de cal y yeso. Yo no veneraría ni a mi santa abuela ya muerta,

que había sido una buena mujer; la única que se acordó de mí cuando estuve

en el servicio militar, donde me sacaban la mugre a puros correazos. Esos

gendarmes de mierda, me acordaba de ellos a cada rato, en medio del

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tumulto, porque las mujeres me daban golpes en los costados, que los tenía

apolillados de tantas patadas que me dieron en su tiempo esos animales.

Ya lejos del tumulto, el hombre abrió la puerta de su casa, una choza

más chica que la porquería de casa que yo tenía. En el interior, casi no había

muebles. El hombre tenía una mesa antigua, con unas simples sillas de

madera, y unos cuantos cuadros mal pintados. Yo miraba la casa y ya me

daba asco de nuevo. Sé que suena como si todo me diera asco, pero es así.

Esa casucha, además, olía pésimo. Parece que el hombre no había limpiado

en años. Él se sentó a la mesa y se cruzó de brazos. Y si lo que vi me dio

asco, lo que hizo ahora el hombre me dio mucho más. Se escupió las manos,

se las frotó, y me dijo:

- ¡Bueno!, ¿te vas a sentar o no? ¡Quiero ver lo que hay dentro de

esa maleta, y quiero verte en bolas!

El hombre estaba loco, o estaba drogado o estaba borracho. Quería

que me sacara la ropa delante de él. Yo no le quise hacer caso, y le tiré la

maleta encima de la mesa. Yo no iba a estar dispuesto a sacarme la ropa

delante de un tipo que ni conocía. El hombre, eso sí, no se inmutó. Abrió la

maleta, y empezó a verificar lo que había dentro. A cada rato, decía “Bien”,

“bien”, “bien”. Parecía que estuviese comprobando que todo estaba en

orden. Hasta que pasó lo que me obligó a sacarme la ropa. El hombre sacó

del interior una pistola bastante grande, la apuntó hacia mí y gritó:

- ¡Sácate toda la ropa, mierda!

El hombre estaba decidido a meterme las balas por el pescuezo, así

que tuve que sacarme toda la ropa. Quedé desnudo, o pilucho, como me

gusta decir, mientras él me seguía apuntando con la pistola. Me ordenó que

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fuera al baño que tenía en su casa, y que me diera una ducha, porque decía

que yo olía horrible.

Cuando salí del baño, el hombre seguía sentado en la mesa, y me

dijo que sacara toda la ropa que había dentro de la maleta. Era un traje de

dos piezas, de tela negra y bastante bien cuidado. También había una

corbata roja y uno zapatos de charol que brillaban. Yo miraba con mucha

rabia toda esa ropa; me enfurecía tener que obedecer las órdenes de un

desconocido. Iba a negarme una vez más a seguir sus palabras, cuando, de

improviso, gritó:

- ¡Ahora sí; amárrenlo!

Sin saber de dónde ni cómo, dos hombres aparecieron por detrás de

mi espalda, y me cogieron de los brazos y las piernas. Eran hombres mucho

más grandes y corpulentos que yo, por lo que no me podía soltar de ellos.

Me pusieron boca abajo, en la mesa donde estaba sentado El Bautista. Los

hombres vestían el mismo traje negro que había en la maleta, y, por lo poco

que pude ver de sus caras, mantenían la cerviz arrugada, como si fuesen

mafiosos. Pensé que me daría de latigazos o que me maltratarían con algún

otro elemento; eran hombres que podrían haber partido en dos a quien

quisiese, pero no fue así: lo único que hicieron fue amarrarme en la mesa, y

dejar mi espalda al descubierto. Mientras, yo veía que El Bautista sacaba

una caja con varios utensilios; parecía armar una máquina pequeña, que no

podía saber para qué era. Eso me hacía poner más inquieto, y les gritaba a

los hombres que no me siguieran amarrando, porque no iban a salirse con la

suya. El rostro de risa irónica que tenía el Bautista me hacía sentir más rabia

y más deseos de golpearlos a todos. Actuaban como verdaderos cobardes,

que contra un hombre para que se les facilitara las cosas.

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Cuando los hombres terminaron de amarrarme, El Bautista les pidió

que se alejaran un poco, porque debía comenzar su trabajo. Al escuchar es

última palabra, “trabajo”, me inquieté todavía más, y le exigía que me

soltase, y que actuara como un hombre, sin amarras ni cobardías. Él se

agachó a la misma altura de mi cara, y, mostrando una especie de

manguerilla de punta fina, me dijo:

- Esto lo hago para asegurarme que toda la vida estarás marcado

con la Mancha de la Mariposa. Así lo ha pedido El Pequeño

Gigante, y así se hará.

Tenía tanta furia contenida, que no dudé un segundo en escupirle en

la cara al miserable. No me interesaba quién había ordenado que me

amarraran, ni que me diera un golpe por escupirlo; sólo deseaba que se

muriese, igual como lo había hecho con mi madre. Él, en cambio, siguió con

su risa socarrona, y se levantó de inmediato. Parecía tener mucha prisa por

hacer lo que tenía que hacer. Pasó su mano por mi espalda, y dijo dos o tres

veces:

- Es una espalda amplia y larga. La Mancha quedará muy bien

marcada en esta espalda.

Casi sin darme tiempo para preguntarle qué pretendía hacer, empezó

a pasar la punta de la manguerilla por mi espalda. Yo no quería dejarme

hacer nada, y me movía de un lado a otro, para que dejara de pasarme la

manguerilla. Fue ahí cuando llamó a los hombres corpulentos otra vez, y les

dijo que me agarraran de los hombros y de las piernas, y que no me soltasen

para nada. Amenazaba de matarme si yo seguía moviéndose. No tuve más

opción que quedarme quieto, y consentir que siguiera pasando la

manguerilla por mi espalda. Era algo muy doloroso, parecía que el hombre

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me estuviese marcando con fuego la espalda, y, a pesar de que intentaba

aguantar, no podía dejar de gritar del dolor. El Bautista, entre risas, me decía

que aguantase como hombre, que si me había gustado matar a alguien, tenía

que aceptar todo lo que viniese para escapar de los juicios. Pero yo no

quería saber nada. Más hablaba, y más me daban deseos de matarlo. Sólo

deseaba estar libre para golpearlo.

Después de más de una hora, El Bautista dejó de pasar la

manguerilla por mi espalda, y les pidió a los hombres que me soltaran, y que

trajeran dos grandes espejos. Yo seguía desnudo, y me sentía igual que un

miserable que es tratado como un perro. El Bautista sospechaba de mis

intensiones de atacarlo, y me decía:

- Sé que quieres matarme, animal; pero ni lo intentes; estos

corpulentos hombres te pueden quitar esas ganas en un

segundo… Ten paciencia…

Los hombres corpulentos llegaron con los espejos, y los pusieron

uno delante y otro detrás de mí. Así pude ver que en mi espalda estaba

tatuada una enorme figura de la misma mancha que el cura me había

mostrado en la parroquia. El Bautista la llamaba la Mancha de la Mariposa,

y se jactaba de que esa marca debía quedar ahí como señal de pertenecer a

una casta familiar sin fin. Yo le pregunté por qué me había marcado con esa

figura, y él me respondió que eso no era parte de su trabajo, y que, cuanto

antes, debía ponerme la ropa que estaba en la maleta. Tuve que ponérmelo

todo, con la atenta mirada de los hombres corpulentos. No podía creer que

estuviese siendo manejado al antojo de una tropa de personajes extraños y

salidos de un libro de delincuentes. Yo había matado, pero ellos tenían en la

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sangre el deseo de eliminar a cualquiera. A veces pensaba que era parte de

un castigo por matar a mi madre, y eso aumentaba más mi rabia.

En la mitad de esos pensamientos de impotencia y furia, El Bautista

me ordenó ir al baño de nuevo, a peinarme y enjuagarme la boca con una

pasta dental.

Al salir del baño, los hombres corpulentos ya no estaban. El Bautista

estaba solo, y me miraba de frente. De la nada, se puso a dar unas grandes

carcajadas. A mí eso no me gustó, nunca me ha gustado que se rían de mí.

Le pregunté por qué se reía tanto, y me respondió:

- Me asombra verte vestido como la gente, y eso me causa risa. Que,

de un momento a otro, cambies tanto tu aspecto. Hasta te ves bonito.

- Si no tuvieras esa pistola, yo no hago nada de lo que dices.

Debieras ser más hombre, y actuar con tus propias manos.

Enojado por lo que le había dicho, lanzó la pistola a uno de los

costados del sillón viejo, y se puso en pose intimidatoria, como para que yo

ahora no tuviera excusas de poder atacarlo. A los malos, nos comen las

manos cuando vemos a la posible víctima al borde de la indefensión. El

hombre me las estaba dando fácil; sin arma, sin nada que lo pudiera

proteger. A lo mejor, yo no lo hubiera atacado, pero cuando me gritó, ahí sí

que no pude aguantar la rabia:

-¡Así que le enterraste un cuchillo a tu madre, y arrancaste, y me

vienes a decir a mí que soy un cobarde! ¡Tú sí que eres un marica, y de los

grandes!

Me abalancé sobre el Bautista, y lo agarré por el cuello. Se lo

apretaba muy fuerte, igual que cuando maté a un perro que intentó

morderme. El hombre se ponía de todos colores. Rojo, verde, amarillo,

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morado, y hasta negro. Intentaba hablar, pero no podía, y movía las manos

para todos lados, como si estuviera aleteando. No sé qué me pasó en ese

momento, sólo puedo decirle que me dio compasión. Tenía ganas de matar

al hombre, y tenía ganas de soltarlo. Pensaba en mi cabeza: lo suelo, no lo

suelto, lo suelto, no lo suelto. Donde terminara, ahí se iba a quedar. Lo

suelto, no lo suelto, ¡lo suelto!

El Bautista casi no podía ni respirar cuando lo solté. Tosía muy

fuerte y seguía moviendo las manos de un lado a otro. Yo me sacudí y me

arreglé el traje, y retrocedí un poco. Tenía ganas de tomar la pistola y darle

sus buenos balazos, y arrancarme. Me contuve sólo porque, con el tumulto

de afuera, iba a ser muy difícil correr, menos en un pueblo desconocido.

Quise esperar algunos minutos, hasta que el hombre pudiera hablar

bien:

- Sabía que ibas a reaccionar así, animal. Las bestias del campo son

todas iguales, se arrepienten de atacar cuando les entra miedo a la sangre.

- Sólo quiero que me digas luego para qué estoy aquí. No estoy para

perder mi tiempo.

Pienso que el Bautista se enojó con esas palabras, porque se

incorporó en dos segundos, y empezó a dar vueltas alrededor de mí. Había

agarrado la pistola, y daba vueltas alrededor de mí. Sus ojos eran igual que

brazas. Se notaba que estaba ardiendo de rabia por lo que había hecho. Pero

a mí me daba lo mismo. El hombre era más bajo de estatura que yo, por lo

que, si se ponía muy bravo, iba a reaccionar para quitarle la pistola. No hubo

necesidad, eso sí. El hombre me encañonó con la pistola, y me dijo que

agarrara la maleta. Abrió la puerta de la casa, y me dijo que saliera, que él

ya había cumplido su parte, y que podía ir a la estación del pueblo, que ahí

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me esperaba alguien más. No quise seguir lidiando con el Bautista. El

Bautista sólo estaba haciendo su trabajo; eso era lo que pensé al final. Le

pregunté cómo llegaba a la estación, y me dijo que tenía que ir en dirección

contraria a la procesión. Antes de salir de su casa, me gritó algo que no

entendí muy bien, pero que era parecido a:

-¡Cuídate, animal!, ¡eres joven, y todavía puedes cometer errores!

Ahora que estoy aquí, y puedo sacar cuentas claras, pienso que el

muy miserable lo hizo con su qué, porque, cuando me tuve que meter entre

la muchedumbre, que seguía oliendo a viejas gordas y con hedor de

mariscos, me llevé una de las mayores vergüenzas de mi vida. El sacerdote

que iba por delante de la procesión, que se veía muy joven, dio un gran grito

de alerta a los feligreses, que me puso los pelos de punta:

- ¡Miren, hermanos, a esa oveja descarriada que arranca con una

maleta llena de desesperanzas y de dolor! ¡Miren a ese que ha cometido

pecado y arranca por el mundo!

Todos, sin excepción, giraron sus cabezas hacia mí, y lanzaban una

exclamación de asombro, como si yo fuese parte de los infiernos. En

general, yo soy respetuoso de las ideas religiosas, no soy ni de aquí no de

allá, pero, cuando me encienden la color, yo soy peor que una fiera. Si mi

madre había quedado ensangrentada la última vez que la vi, a este cura, el

segundo que me tocaba ver después del asesinato, no le quise aguantar que

me usara para sus prédicas.

Porque yo le digo una sola cosa, a los malos no nos vienen a

embaucar con los cuentos de los santos patrones ni de lo negativo de la

sociedad. Los malos somos así porque nosotros queremos, no porque la

humanidad nos ha llevado a esto ni porque existe una voz interior que nos

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dice “tienes que robar, tienes que asesinar, tienes que odiar”. A mí me gusta

ser malo porque saco toda la rabia que llevo dentro, y me siento bien. Me

sentí bien matando a mi madre; me sentí bien doblando las hojas del campo;

me sentí bien dándole golpes al niño de la sala de clases. Y ya voy para allá,

antes, tengo que explicarle lo que le respondí al cura.

Dejé la maleta en el suelo un rato, para no cansarme. No quería gritar

porquerías con el cuello a dos manos. Respiré un poco, y miré a todo el

gentío que estaba a mi alrededor; las caras de estupidez, de asco y de

ignorancia se repetían. Viejos con las narices sucias, con pelos en las orejas,

con arrugas, con sudor, con un olor a fierro fundido. Carraspeé un poco, y le

grité al cura:

- ¿Por qué no se fija en las ovejas descarriadas de su rebaño, y deja

tranquilo a los que no molestamos? Si soy una oveja descarriada,

lo soy, y a mucha honra. Y tenga cuidado, porque esta oveja

descarriada se puede acriminar con usted, curita.

Uno de los hombres, viejo tenía que ser, reaccionó con total enojo

por mis palabras hacia el cura, que me dio hasta un poco de miedo. El viejo

gritaba mucho, me decía improperios, me decía que yo era un pecador, me

decía que yo debiera desaparecer del pueblo, me decía que yo era un

imbécil. La turba empezó a enardecer; los ánimos empezaron a enardecer, el

murmullo se transformo en barrullo, y ya casi todos estaban gritando que

saliera de la procesión. Se supone que yo tenía que salir del pueblo sí o sí,

por lo que me daba lo mismo si los tipos gritaban, lloraban o se retorcían de

rabia. Di un fuerte grito para acabar con el asunto:

- ¡No se preocupen, yo no soy de este lugar, y me voy ahora

mismo, pero ay de él que me dé la espalda cuando me retire de

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este lugar, porque se convertirá en una estatua de sal, como la

esposa de Lot, en Sodoma y Gomorra!

Era lo único que se me podía ocurrir para sacarme de encima a esos

vejestorios. Yo no tenía idea de las historias bíblicas, pero de algo me

acordaba, así que saqué a relucir lo que mejor podía. Usted hubiera visto a

los hombres y las mujeres, ninguno quiso dar vuelta la cabeza cuando

avanzaba entre ellos. Todos con la cara quieta, y mirando hacia el cura y la

estatua de la virgen. Tenía la maleta por encima de mi cabeza, y prefería no

mirarlos mucho, hasta salir del tumulto. El barullo se había acabado de

inmediato, y el silencio era sepulcral.

La estación de trenes del pueblo estaba muy cerca, tal como me lo

había dicho el Bautista. Me quedé parado un rato, con la maleta a uno de los

costados; el hombre me había dicho que alguien me vendría a buscar, y en

eso estaba, esperándolo. Pasaron una, dos, tres, cuatro horas, y yo seguía

sentado en uno de los bancos de la estación. Ya me estaba dando hambre y

sed, y rabia, por supuesto. Creí que era una mentira de Bautista. Me iba a

devolver a preguntarle si era cierto lo que me había dicho, cuando apareció

un hombre vestido de traje de dos piezas, parecido al mío, que se bajaba de

uno de los trenes que había llegado recién. Caminó hacia mí, mirando hacia

los lados, y me hablo un poco despacio:

- Usted es Victorio de Lorca Sánchez, ¿cierto?

- Sí, yo soy. ¿Usted es quien me viene a buscar?

- Sí, te vas conmigo ahora mismo para la ciudad. Ahí te esperan los

decanos.

- ¿Qué decanos? Yo no conozco a ningún decano.

- En el camino te explico, sube rápido al tren.

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Debo confesarle que yo no sabía qué era un decano. Nunca había

escuchado esa palabra. Si le respondí así a ese hombre fue porque estaba

muy desconcertado, y casi no sabía qué hacer. De haber sabido que, gracias

a ese hombre, iba a terminar como estoy ahora, no me subo ni amarrado al

tren. Yo, en ese tiempo, era un hombre que arrancaba, no un esclavo. Yo

supuse que ese hombre sabía algo acerca del crimen de mi madre, pero,

después, me enteré que él no sabía nada de nada.

Era la primera vez que salía del pueblo a la ciudad. Tal vez eso era lo

único que me aliviaba por dentro. Porque, por si usted no lo sabe, para

alguien a quien la vida le ha dado puros colores negros y rabias y sudores y

pobreza, llegar al mundo civilizado es como soñar despierto. El hombre de

traje de dos piezas sentía algo de eso, porque, a veces, cuando lo miraba,

parecía sonreír un poco, como si estuviera leyendo mis pensamientos, y me

dijese sin hablar “Muchacho, también me alegro que por fin salgas de la

pobreza”.

Iba pensando estas cosas y más, y me imaginaba lo nuevo que

vendría. Me imaginaba los edificios, me imaginaba las calles pavimentadas,

me imaginaba las gentes. Nadie, ni yo mismo, se iba a imaginar que ese tren

sería el camino a la perdición, el camino a más crímenes.

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Mentira. Yo nunca estuve muerta; él creyó que yo había muerto, que es muy distinto. Debe haber sido porque, cuando me enterró el cuchillo en la mitad del abdomen, yo grité tanto de dolor y me salió tanta sangre, que, del susto y de creer que con eso me mataba, salió corriendo de mi habitación, y de ahí no lo vi nunca más. Yo pienso que él quería quitarme mi casa; quería matarme y quedarse con mi casa. Mi casa, yo la defiendo con dientes y uñas, así que, cuando se trata de que alguien me la quite, me pongo fiera, y no dejo que nadie me ataque. Ese día, él me pilló en el baño. Yo me estaba afeitando los pelos que me crecen arriba del labio superior, porque ya tengo sesenta años, y me están saliendo pelos donde antes no me salían, y había dejado la puerta junta. Yo tengo un sexto sentido, que no es el sexto sentido de las madres, y sentí unos pasos fríos detrás de mí. Supuse que era él, si es el único que vivía conmigo desde hace 25 años; el muy estúpido no había logrado nada en la vida, así que yo lo mantenía en parte, porque él, a veces, trabajaba en unas siembras que estaban en las afueras del pueblo. Grité su nombre varias veces, “Victorio, ¿eres tú?”, “Victorio, ¿ya llegaste?”, pero nada. No respondía nadie, y yo estaba segura de que había escuchado unos pasos. Hasta que pasó lo que pasó. La puerta del baño se abrió con mucha fuerza, y él, mi propio hijo, entró con un cuchillo enorme, y me lo quería clavar por la espalda. Yo lo vi por el espejo, y me corrí lo más rápido que pude. Él estaba enfermo, colérico, yo pienso que hasta se había drogado o andaba tomado. Su cara estaba desfigurada, tenía las venas del cuello muy sobresalidas, y tenía algo de espuma por la boca. Yo ni siquiera le pregunté qué le pasaba, sólo atiné a escabullirme por el suelo, y salir del baño lo más rápido posible. Subí por la escalera, y me encerré en la habitación. Pero, usted sabe, mi casa es una casa de campo, y las casas de campo tienen unas puertas de madera muy endebles, por lo que Victorio pudo romperla de una sola patada. Yo estaba sobre la cama, y pude ver por completo cómo estaba su cuerpo y su ropa, toda magullada. Su rostro reflejaba más enojo, más furia. La cuchilla la tenía afirmada a dos manos, y se notaba que tenía algo de temor. Desde ahí, sólo me acuerdo de la clavada que me dio, en la mitad del pecho. A lo mejor, yo estaba

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muy exaltada, porque grité del dolor unos minutos después de que me sacará la cuchilla. Ahí, yo intenté moverme de la cama, y le grité algo, no me acuerdo muy bien, pero parece que le dije “Esta es mi casa, y no te quedarás con ella”. Él salió corriendo, y yo me caí al piso. De lo demás, supe cuando uno de los vecinos me habló a la mañana siguiente, y me contó que lo habían visto hablar con el cura del pueblo. Ese hijo mío debió haberse puesto más malo de lo que era. Lástima que supe de sus crímenes después del tiempo. Algunos me habían dicho que a él lo conocían en otros pueblos, con otro nombre, y que había matado a algunas personas, o a unos perros.

Quiero aclararle de partida que yo no soy una puta. Victorio creyó que yo era una puta, pero no lo soy. Él se llevó esa impresión cuando un día me vio encamada con tres hombres en la misma semana. A mí los hombres me salen al camino sin que yo se los pida. Soy una mujer que se ha sabido mantener pese al paso de la edad, y a los jóvenes les gusta la experiencia, les gusta que los acaricien y que una se sacuda lo mejor posible en la cama. Yo pienso que el sexo no es pecado; si, al final, todos llegamos a este mundo gracias el sexo. Por lo demás, ese hijo que tuve era malo, y no tenía por qué alarmarse si veía a su madre con hombres en la cama. Yo soy viuda, y puedo hacer lo que quiera, no engaño a nadie haciendo lo que hago.

Ayer, por ejemplo, me acosté con cuatro jóvenes al mismo tiempo. Ellos me lo propusieron; me agarraron en una esquina, me empezaron a decir palabras bonitas, me dieron algunos besos debajo de la oreja, que me gusta tanto, y me dijeron que fuéramos para la casa. Esto se lo voy a decir despacio, entre nosotros, así que acérquese un poco, porque me da algo de vergüenza decirlo fuerte: me sentí como una muchacha de 17 cuando estaba desnuda con ellos. Y me trataron muy bien, y se reían mucho conmigo.

El cura, que después me habló de los últimos minutos que estuvo con Victorio, me dice que yo debo dejar esas prácticas, que parezco una mujer cualquiera. Pero el curita es un religioso, y, aunque yo sé que él se acuesta con

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algunas señoras –porque el hombre es un humano también– debe meterse en sus asuntos, y dejar que los no religiosos cumplan sus deseos. Además, yo ya viví toda una vida de trabajo y sudor. ¿No le parece que llegó mi tiempo de disfrutar?

Si me da rabia algo, es que, después de que los vecinos me llevaron al hospital y me pude cuidar de mi herida, empezaron a echarme la culpa de todo lo que Victorio hizo. Me decían que yo era una mala madre, que había actuado sólo para satisfacer mis gustos, y que lo había pasado a llevar. Así que tenía al cura y a los vecinos del pueblo hablando mal de mí, y con las palabras en la cabeza: “Pecadora, pecadora, pecadora”.

No me arrepiento de nada de lo que hice, aunque el cura y los vecinos me los digan. Lo comido y lo bailado no me lo quita nadie. Si no hubiera sido una vieja corajuda, ahora estaría muerta. Pero, como soy una perra desde que tenía 10 años, estoy aquí, vivita y coleando. Lo que pasa es que los vecinos, y más bien, las vecinas, tienen envidia de mí. Ellas son unas viejas gordas, llenas de grasa, que se la pasan comiendo y acostadas en sus casas, y, cuando llegan sus maridos de la siembra, tienen que servirle la comida, plancharle, lavarles, igual que esclavas. Yo no. Yo soy libre. Yo no tengo hombre. Yo me mando sola. Y me conservo. Por eso tengo este cuerpo que usted ve. Por eso, no le hice caso al cura, cuando me dijo:

-Eva Luna, tu hijo está así por tu culpa. Si hasta yo sentiría rabia de ver que mi madre se acuesta con todos los hombres jóvenes del pueblo.

-Si el Victorio se puso así, es cuestión de él. Él es un adulto, y ya está bien grandecito para saber que su madre es una viuda, y no está muerta. Él quiso que yo estuviera muerta, pero no fue tan fácil. Yo soy perra, yo resisto.

Después, me mostró una lámina, y me preguntó qué veía ahí: -¿Ves alguna forma, algún color?

-Veo una mariposa chica, lo demás se ve muy borroso… -¡Ya sabía yo! ¡Cortados por la misma tijera!

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Con el tiempo, supe que esas láminas sirven para saber si alguien tiene un trastorno de personalidad. Por eso yo le digo que sí le voy a contestar lo que veo en esas manchas, pero quiero que sepa que yo no estoy loca. Mi forma de ser es así: resuelta, directa, sin pelos en la lengua. Si estuviera loca, hace tiempo que estaría en un manicomio. Mi hijo intentó cometer crímenes por su cuenta; yo no lo obligué a nada.

Yo estoy enojada con mi hijo. Sé que el anda diciendo que yo huelo horrible y que digo palabras feas. Yo nunca fui al colegio, por eso soy poco letreada, y lo acepto, no sé hablar muy bien. Lo que sí estoy segura es que no soy hedionda. Huélame, usted; ando olorocita, recién me bañé y me embetuné en perfume para venir acá. A mí no me gusta que anden mintiendo, menos que digan tonteras de mí. Esa fue la mayor rabia que me dio cuando pasaron unos días de la desaparición del Victorio. Porque ese hijo mío hizo que mis encuentros con los jóvenes se divulgasen por todo el pueblo, más aún cuando a todos les dio una enfermedad de no sé qué.

La cuestión empezó con la Coliflor. Yo a esa vieja le tengo unas ganas, que, mejor, ni le explico. Esa vieja me echó la culpa de que yo le había pegado la sífilis a su hijo, el Pancho. Él, como todos los jóvenes, no se pudo estar callado, y le dijo que yo había estado con él y sus amigos en un encuentro en mi casa. Los amigos también se habían pegado la sífilis, y también les habían dicho a sus madres que habían estado conmigo. Las viejas se fueron como un tropel de caballos a mi casa, y empezaron a golpear la puerta y a gritar. Estaban hechas unas yeguas que sólo buscan venganza, y gritaban fuerte:

-¡Sal, vieja Luna, que tú tienes la culpa que nuestros hijos estén enfermos! ¡Por eso tu hijo casi te mata, porque eres una vieja caliente y cochina!

-¡Yo no salgo a ninguna parte; esta es mi casa, y yo no aguanto que unas viejas gordas y feas vengan a amenazarme! – Les dije desde la ventana del segundo piso.

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Fue en ese momento cuando apareció la Pascuala, la yegua más yegua que yo he visto en toda mi vida. Era igual a mí, pero con cuarenta años menos. Grande, alta, de pelo rubio y largo, casi que le llegaba al suelo. No sé por qué le dio por aparecer en frente de mi casa, pero las perras del campo olemos a distancia los lugares que nos interesan. A la Pascuala yo la terminé queriendo como una hija, la hija que nunca tuve. Al principio, cuando la vi por unos cuantos días, me daba envidia. Es que, si a mí los hombres se me acercaban, a ella la perseguían, pero ella se hacía de rogar. No le gustaba que los hombres la tuvieran a su antojo. Nadie más que ella podría haber domesticado al bruto de mi hijo. Aunque ella tampoco hizo méritos para no buscarlo. Mi hijo era bien malo, eso lo sé yo, que soy su madre. Lo que sí nunca supe es que fuese mujeriego. Es más, supe que algunas mujeres lo forcejeaban, y él no se dejaba. Hay que decir que mi hijo no era feo. Algo de bueno habrá tenido el haberme juntado con su padre, que en paz descanse. La Pascuala andaba detrás de mi hijo, y eso yo no lo sabía, hasta que me lo dijo. No sabía que a ella le interesaran los hombres mayores, porque mi hijo ya tenía 25 años, y ella sólo 16. Ella venía a proponerme algo y yo la tuve que escuchar. Antes, pude ver cómo me sacó a las viejas gordas del frente de mi casa:

-¡Esos hijos que ustedes han parido, que se hacen los angelitos, anduvieron detrás de mí como perros falderos! ¡Yo les di la pasada, y se contagiaron de la sífilis que yo tenía! ¡Pero aquí les traigo un remedio para que vayan y se los den a sus vástagos! ¡Yo me lo tomé, y aquí me ven, más feliz que perro con pulgas! ¡Váyanse a sus casas, y dejen tranquila a esta señora!

La Pascuala golpeó la puerta, y yo le dije que le esperara, y que le abría luego. Le dije que se sentara en la mesa del comedor, y que soltara todo lo que tenía que decirme. Ella aseguró que sabía dónde estaba el Victorio, dijo que lo había visto montado en un caballo, con un hombre desconocido, y que lo había visto tomarse un tren a otro pueblo. Ella pensó que yo iba a sentirme agradecida de que me diera esa información, pero, yo ya le dije, a mí me daba lo mismo qué suerte había corrido. Una madre, después de que el hijo la intenta matar, siente

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como un resquemor dentro, como una desconfianza y una rabia de darle unas patadas en el lomo, que lo hagan recapacitar. La Pascuala me decía “Pero si es su hijo, usted debe estar interesada de saber dónde está”, y yo le repetía que, si fuese por mí, no deseaba verlo nunca más. Era la pura verdad. La Pascuala no tenía nada más que hacer ahí, y se paró de la mesa y me dijo con una voz fuerte:

-Yo me voy a buscar a su hijo. Pero quiero que sepa algo: si él se fue del pueblo es porque estaba harto de tener una madre como usted. Es de esperar que, en la ciudad, le deparen tiempos mejores.

A nosotras, las madres, nos pueden decir que somos ladronas, asesinas, perras, yeguas y todo lo que usted quiera. Pero, cuando nos dicen que somos malas madres es como si tuviéramos un trabajo y el jefe nos dijera “Usted trabaja mal”. Ahí se nos enciende la brasa interna de pura rabia, y esa rabia se convierte en comprensión y en entender que estábamos actuando equivocados. La Pascuala tenía razón, yo había dejado de lado mi labor de madre, y me había preocupado de hacer mi vida. Empecé a ceder en las peticiones de la muchacha, sobre todo por su forma de llamarme. Ella me decía “Patrona”. Nunca me dijo señora Eva o señora Luna o señora Eva Luna. No. Yo, para ella, era su Patrona. A lo mejor, lo hacía para ganarse mi cariño, y que yo consistiese que la dejase estar con mi hijo. Aunque, pensándolo bien, no creo. Mi hijo ya tenía 25 años, y no tenía ninguna necesidad de preguntarme si podía salir con tal o cual mujer. Quizás con cuantas yeguas había salido en el pasado, y yo no tenía idea. Lo cierto es que, de pie, me hizo una pregunta extraña, que la hizo con una suavidad, que yo no me pude resistir:

-¿Quiere que le tiña las canas del pelo mientras usted me cuenta la historia de su hijo?

-Bueno, pero quiero que me quede bien teñido. – Le dije yo.

Con el Lucho, mi marido, que en paz descanse, habíamos cumplido un año de matrimonio, cuando decidimos irnos al pueblo de Chillán. Yo estaba gorda como un globo, con el embarazo del Victorio. El crío me había hecho sufrir la gota

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gorda con sus antojos, y los problemas que tuve. Si hasta una vez, en la casa de los padres del Lucho, me había caído guarda bajo de la escalera, y casi creí que lo perdía. La espalda ya no me daba más de dolor, y yo estaba que me reventaba, porque sentía que, en cualquier momento, nacía. Mi marido fue a preguntar por todas a las personas del pueblo, a ver si había alguna matrona, y sólo se encontró con una mujer que, por lo que le habían dicho, se encargaba de sacar a las criaturas del vientre. La mujer trajo una cuchara de madera, por si era necesario hacer palanca, hasta que el Victorio salió muy rápido, y como no lloró, sólo le dio el palmazo de siempre a los recién nacidos.

El pueblo de Chillán había sufrido una gran transformación después del terremoto del 1939. Ya no era el pueblo de siempre. Le habían puesto Chillán Viejo, y el nuevo Chillán se había convertido en una ciudad más grande, que se había trasladado más hacía el norte, y donde había incluso una catedral católica muy grande y bonita. Pero los hombres del pueblo seguían llamando Chillán a Chillan Viejo, porque, según decían, ellos habían nacido en Chillán y se iban a morir en Chillán.

A mí nunca me interesó la historia del pueblo. Es más, pienso que los pueblos debieran olvidarse de su pasado y hablar del futuro, así se dejan de ser tan anticuados, y se fijan en las novedades. Yo pienso que eso fue lo que causó sensación en el pueblo, cuando llegamos, porque, cuando tuve al Victorio, yo no grité ni gemí ni me dolió nada. Por eso digo que soy una perra, y bien perra. Hasta se me ocurre que estoy lista para una guerra cuerpo a cuerpo. Lo malo es que esta situación, para las viejas del pueblo, fue la novedad del año. Todas le preguntaban a la matrona si había sido cierto que no me había dolido las entrañas cuando nació el crío. Yo les respondía con la verdad. Les decía que el niño había nacido con toda la naturalidad del mundo, que casi se me había deslizado por las verijas, y que yo no había sentido nada. Mejor ni le digo lo que pasaba con el crío. Las viejas lo tocaban y lo mimaban, igual que si fuera un Jesús Nazareno; esas ridiculeces siempre las he odiado. Las leyendas, los refranes, los días de fiesta a los santos

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católicos, las fiestas deportivas. Pareciera que las viejas y los viejos del pueblo estaban creados para hacer caso a seguir esas tonterías. Lo único que yo no quería era que no me ojearan al Victorio. No creo en todo lo demás, menos en lo del mal del ojo. Yo he sabido que las brujas andan sueltas en los rostros más cándidos y alegres, y una de esas gordas podía ser muy bien una de esas mujeres. Al Lucho tampoco le gustaban esas mujeres, y debo decirle que fue por eso que yo consideré siempre a mi esposo el mejor hombre del mundo, porque, ante cualquier petición que yo tenía, él acudía con total prestancia, y cumplía lo que yo le pedía. Yo, en ese día, le dije que me sacara a todas esas viejas de ahí, y le dije que las asustara con algo con lo cual nunca volviesen a molestarme. Así fue que el inteligente de mi marido las asustó con algo que ni a mí se me hubiese ocurrido:

-¡A ver, señoras! ¡Aparten la vista y sus manos de este niño, porque él es la quinta reencarnación de Jesús en la Tierra, él es alguien santo!

Por más que a las viejas se les hizo callar, no fue posible. Se asustaron de una forma descomunal, aunque hubo otras que gritaban alabanzas al cielo. El Lucho les abrió la puerta a las escandalosas, y, de a poco, las que gritaban alabanzas se pusieron en pie, y se fueron retirando. Lo que pasó después, eso sí, fue tal vez, la peor de las consecuencias. Usted sabe que, a veces, el remedio es más malo que la enfermedad. El Obispo de la diócesis venía junto con el sacerdote que, en ese entonces, estaba en el pueblo, para saber si era verdad lo del niño reencarnado. Los curas no son igual que los pueblerinos. A los curas les enoja que se anden inventando historias, porque eso después causa confusión en los creyentes, y porque tampoco se puede andar divulgando así como así que alguien viene de un linaje divino cuando se ve a claras luces que es más humano que la misma humanidad. Así que los religiosos golpearon la puerta de la casa, y se lanzaron sin miramientos en dirección al Lucho:

-¡Hombre hereje!, ¿acaso no te da vergüenza estar sembrando el pánico y las mentiras en el pueblo? ¡Nuestro Señor Jesucristo es único, nadie puede reencarnarse en él! ¿Dónde está tu mujer, que también es una hereje?

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Los curas, el Obispo y el sacerdote incluidos, estaban corroídos por la furia interna. Desde ese momento, mi odio hacia los religiosos se acrecentó, porque agarraron al niño de las piernas, y lo examinaban como si fuese un animal del campo. Yo les decía que lo soltaran, que habíamos inventado esa historia por los ojeos de las mujeres gordas. A lo mejor, como vieron que yo era una mujer que había parido hace poco, se apiadaron de nosotros, y se fueron por donde habían entrado con sólo una advertencia:

-¡Ay de ustedes si sabemos más noticias de este tipo!

Dentro de todo ese inicio, los años siguientes no fueron tan extraños ni diferentes para el Victorio. Se puede decir que creció como un niño común y corriente. Tenía enfermedades; tenía sus días malos y buenos; tenía sus inquietudes. A su padre nunca lo conoció como un niño debe conocer al padre. El Lucho se murió joven. Tenía menos años de los que el Victorio tenía cuando abandonó el pueblo. A los 23 años se me fue mi marido. Mi guacho, le decía yo. Lo enterramos entre pocos. Sólo estaba su madre y uno de sus hermanos. No supe por qué se había muerto tan luego. Dicen que hay personas que vienen al mundo para cumplir sus sueños, y cuando éstos se cumplen, se sienten llenos, y se le va el espíritu. Yo lo digo porque el Lucho siempre me decía que haberse casado conmigo y tener al Victorio por hijo eran lo único que el deseaba en la vida, y ya con eso era suficiente. De un día para otro se le fue el aire de los pulmones, y ya no respiró más.

El resto de la vida joven del Victorio fue bastante común; común, hasta que se volvió adolescente. Nunca lo supe muy bien, pero creo que fueron las influencias. Hubo muchos hombres adultos que influyeron en el pensamiento de mi hijo, y ellos le metieron ideas en la cabeza acerca de mí. Le decían que yo cometía pecado por acostarme con otros hombres; le decían que yo era una vieja sucia. Él se fue adecuando a esas historias falsas, porque él nunca se acercó a preguntarme por qué yo me acostaba con otros hombres y yo, en realidad, nunca fui una vieja que oliese mal. La vida me ha enseñado que el jabón y el agua deben formar parte

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de una mujer sí o sí. ¿O cree que los muchachos se hubiesen acercado a mí si yo hubiera sido cochina y maloliente?

La Pascuala había dejado de teñirme el pelo cuando ya le había contado toda la historia del Victorio. Pero ella me interrumpió, y me dijo unas palabras con la misma suavidad que antes:

-Usted no me ha contado todo, mi Patrona. Yo quiero que usted me diga si es verdad lo que dicen en todo el pueblo acerca de su hijo.

-¿Qué dicen en todo el pueblo? – Le dije yo.

-Que su hijo es virgen. Que nunca se ha acostado con una mujer. -¿Eso dicen? Yo, en realidad…

-¡No sea mala, mi Patrona! ¡Dígame si es así; usted es la madre; usted debe saberlo!

-¡Bueno, bueno, ya, no exageres tanto! ¡Sí, mi hijo es virgen; porque dice que todas las mujeres de este pueblo son unas bestias del campo, y no le agrada ninguna!

Esas palabras fueron como una noticia de júbilo para la Pascuala. Me dio un beso en la mejilla, me besó las manos, y me dijo que yo era una buena mujer. Antes de irse, me entregó una cajita de dulces, y me dijo unas palabras muy decisivas:

-No se preocupe, mi Patrona. Yo voy a buscar a su hijo por donde sea, y le explicaré que usted es una buena mujer.

Las mujeres sabemos cuándo otra mujer actúa por el deseo de la carne o por eso que llaman amor. Cuando vi que esta muchacha salió con una alegría desbordante por la puerta de mi casa, en busca de alguien a quién no conocía mucho, me dio la impresión de haber cometido errores en el trato hacia mi hijo. Yo lo había apartado del cariño de las madres, que siempre debe estar presente, aunque uno piense que tener un hijo es un estorbo. Eso causó que, después de haberla visto salir por la puerta, me diera una especie de pena enorme, unas ganas de llorar por todo lo cruel y mala madre que había sido. Pero, al mismo tiempo, me pregunté, ¿y

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para qué? Yo había querido ser una perra, y perra me iba a quedar. No quise hacerle caso a ninguna idea, y se me metió el instinto asesino no sé de dónde. Tenía ganas de matar a todas esas yeguas que se habían atrevido a tildarme de enferma; tenía ganas de que esas mujeres sufrieran lo mismo que yo había sufrido. En ese minuto, en ese maldito minuto, se me ocurrió la idea de matar a los jóvenes hijos de esas viejas gordas. Tenía miles de ideas de planes en mi mente, muchas ideas de cómo atrapar a esos muchachos, y bañarlos de sangre; todas esas ideas pasaron por mi mente como una lluvia de opciones, hasta que se me ocurrió la que más causaría pena a las mujerzuelas.

Cerca de la salida del pueblo vivía una mujer que se dedicaba a vender infusiones. Una vez había pasado por ahí, y me ofreció unas hierbas aromatizadas, y se las compré, para ver cómo eran. Ese mismo día le hablé sobre mis andanzas con los hombres del pueblo. Yo no soy de contar esto con todos, pero la vieja me dio algo de confianza, y me distendí un buen rato. La mujer, la Sinforosa, me dijo sobre una infusión que ella llamaba “yumbina”. La yumbina era la cura de los campesinos de las siembres cuando los toros no querían juntarse con las vacas. Les daban un poco de esa infusión, y los animales se ponían como leones feroces, que sólo deseaban tener a una vaca a su lado para concluir el acto sexual de la mejor forma posible. La Sinforosa me aclaró que la yumbina también era para los humanos, y que quizás en éstos era donde mejor se conseguía resultados. Los hombres sentían deseos de estar con una mujer y con otra, y su potencia no se disminuía por muchas horas, incluso después de sufrir un colapso. Yo le pregunté, cómo qué tipo de colapso, y ella me respondió:

-Esta infusión supera a la misma muerte; hasta un muerto podría acostarse con una mujer, y sentir el placer de los cuerpos…

Dejé pasar unos cuantos meses, para que el pueblo dejara de vociferar de mí y los muchachos se sanaran de la sífilis. Debo decir que hasta se me había olvidado lo que pasó con el Victorio. El tiempo lo cura todo, dicen. Aunque, de todas formas, yo estaba segura de que esas mujeres todavía sentían dentro de sí el

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