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Zelmar Acevedo Diaz - El Tiempo a La Deriva

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Acevedo, Zelmar

El tiempo a la deriva : cuentos / Zelmar Acevedo ; dirigido por Marisa Nera ; edición literaria a cargo de Alejandro Schmid. - 1a ed. - Chaco : El Apagón, 2010.

182 p. ; 19x14 cm.

ISBN 978-987-25548-3-5

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Nera, Marisa, dir. II. Schmid, Alejandro, ed. lit. III. Título

CDD Cu863

Copyleft, El Apagón. 2010. Resistencia - Chaco - Argentina Para saber acerca de las licencias de este

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La mejor noticia editorial

No hay otra forma de decirlo. Asistimos a uno de esos mo-mentos en que la vida de una editorial hecha a fuerza de sue-ños y persistencia, cosecha su siembra. Tenemos el inmenso placer de contarle a nuestros amigos y lectores que por estos días estamos finalizando la edición de “El tiempo a la Deriva” el libro de cuentos de un grande: Zelmar Acevedo Díaz. Es muy posible que su nombre no repique en sus bibliote-cas, incluso que ni siquiera hayan oído hablar de él. Para que esto fuese de otro modo deberían haberse tomado un tren. Deberían habérselo tomado entre las 8 y las 12 de la noche. Tendrían que hacerlo en una estación porteña. Todo esto para que Zelmar les hubiese podido entregar en mano uno de sus cuadernillos.

Hace un año, Tito Arrúa, editor de No Hay Vergüenza Edi-ciones, en ocasión de una cena en su casa me entregó uno de esos cuadernillos mágicos, con la excitación propia de todo editor conciente de que tiene algo entre manos. Me dijo (casi textual) el tipo es un grosso, los vende en los trenes, léelo vas a ver, habría que editarlo, ustedes tendrían que editarlo. Tito por esos días

todavía mantenía su viejo y ahora archivado empleo, se veía incluso lejos de poder encarar el proyecto, pero ya vislumbra-ba y atizavislumbra-ba el posterior encuentro.

Casi un año después, he vuelto a su casa, esta vez a por un par de noches. La conversación sobre la calidad literaria de Zel-mar no se hizo esperar y del mutuo acuerdo y otras necesida-des varias, fue el propio Zelmar quien nos envío un correo.

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Grata sorpresa, enorme. El escritor tiene, además de una plu-ma exquisita, una lista de pergaminos que incluyen: el Premio de Casa de las Américas en novela, el Manuel Llano en cuen-tos, la faja de honor de la Sade, el José Boris Spivacow, y una larga lista que por su heterogeneidad y calidad no dejan lugar a dudas.

¿Qué lleva a un escritor multipremiado nacional e interna-cionalmente, a vender sus obras en los trenes? Casi lo mismo que lleva a un cómodo empleado privado a abandonarlo todo para dedicarse a la edición, esa fue la buena noticia que me dio Tito: “Largué el laburo, me dedico de lleno a esto”, me dijo.

Zelmar es encuadernador, corrector literario, pero ante todo es escritor y como nosotros un buen día decidió conocer a sus lectores, encontrarlos, provocarlos, hacerlos existir, más allá de un escaparate.

Ahora nos toca a nosotros, que venimos desde muy abajo, aprendiendo, encontrando y generando lecturas y discusio-nes, encuentros y rechazos, nos toca ahora, digo ser el puente casi invisible, entre Zelmar y otros nuevos lectores.

Tendremos un libro nuevo en la mesa, uno que llevaremos a todos lados, un no chaqueño, un ciudadano de honor del país de la literatura. Y lo haremos con nuestras manos, como debe ser, así como hacemos los libros, así como los hace Zelmar. Y ni siquiera piensen que podrán encontrarlo en las librerías, no porque nos resistamos a ello, sino porque tendría que dar-se el caso que dar-sean los libreros, hartos que la gente lo pida, quienes vengan a la feria siguiente a llevarse 10 ejemplares para reventa.

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En esta publicación conoceremos el mundo de Zelmar, don-de tiempo y espacio jugarán una pasada kafkiana, entre re-membranzas que nos pueden recordar a los más grandes es-critores de habla hispana, obra que toca el policial, el absurdo, el borde mágico de estas tierras y el paisaje propio de quien traza una cartografía exquisita de su lugar en el mundo. Sabemos que no se arrepentirán, como todos nosotros, de tenerlo entre sus manos, de pasarlo, y recomendarlo.

Es así, están los que producen, los que hacen, los que aman, y esta vez se dio el encuentro, la noticia más linda que podía-mos darles. Es verdad; de los encuentros nacen bellezas.

Gracias Zelmar, gracias Tito Alejandro Schmid Resistencia, Chaco, Julio 2010

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ÍNDICE

El hombre que quedó solo ... (11)

Quién vive en el fondo de la noche ... (27)

La máscara ... (49)

Nunca nadie ... (65)

Ejecución ... (79)

Los años felices ... (97)

El tiempo a la deriva ... (117)

La estancia ... (137)

Cena de Navidad ... (153)

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El Hombre Que Quedó Solo

Solo en la oscuridad/ como un animal de la selva,/ sin teogonía, sin pared desnuda/ donde apoyarte,/ sin caballo negro/ que huya al galope,/ vas yendo, José, ¿hacia dónde?

Carlos Drumond de Andrade Esa tarde, al regresar, en vez de su casa se encuentra con un supermercado. Un supermercado amplio, moderno, bien ilu-minado, abarrotado de mercadería y con muchas ofertas. Bo-nito supermercado. El que hubiese querido tener en el barrio si no fuese porque está ocupando el predio del edificio de departamentos que dejó por la mañana.

No deja caer el portafolios, ni se friega los ojos, ni se lleva las manos a la cabeza, ni abre la boca en un gesto de estu-pefacción. No, nada de eso. Sólo retrocede unos pasos para tomar distancia hasta dar con un automóvil estacionado. Mira hacia las esquinas, reconociendo la cuadra. Todo está en su lugar. La sastrería empotrada en una casona de principios de siglo, el quiosco abierto las 24 horas, la despensa, la nueva torre con sus ciento quince departamentos aún no habilita-dos, la escuela nacional en la vereda de enfrente. Todo, sal-vo ese supermercado. Camina hacia la esquina para constatar qué. El señalador indica la calle correcta. No hay dudas. Es la cuadra que recorriera cientos de veces, día tras día, en los últimos años. Regresa frente al supermercado. Vuelve a mirar sus detalles, los tubos de iluminación, la distribución de las

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estanterías, mientras una bolita asciende con lentitud desde su estómago y queda atascada en la garganta.

Qué situación ésta. Conservar la mente fría, el raciocinio intacto, no dejarse arrastrar por impulsos desesperados que en nada ayudarían a esclarecer nada. Tiene ganas de llorar. Tose un par de veces llevándose la mano a la boca en forma de embudo. Ya han cerrado pero todavía un grupo sigue den-tro recorriendo los pasillos. Los rezagados de siempre, mien-tras las cajeras se muestran apresuradas por terminar el día. Una gran puerta de vidrio con un cartelito que dice salida es custodiada por un hombre con uniforme informal: pantalón azul y camisa arremangada. Avanza unos pasos pero, ¿qué iba a preguntarle? ¿Dónde está su casa? ¿Qué hace ese super-mercado ahí? No hubiese tolerado que lo mirase como a un enajenado porque sabe que no lo es, porque reconoce perfec-tamente que es imposible demoler un edificio de departamen-tos y construir un supermercado en su lugar en menos de diez horas, y aunque hubiera sido posible, ¿qué disparate es ése de desalojar a más de cuarenta familias sin previo aviso, echarlas a la calle y montar un supermercado a una velocidad insólita? ¿Y los muebles? ¿Y Elvira y los chicos? Elvira tendría que haber llamado de inmediato ante cualquier situación extraña. Y tan luego extraña como ésa. Tal vez no pudo comunicarse. No importa, habría ido a la oficina, desesperada, con el rostro desencajado, nos están demoliendo la casa, ¿qué cosa?, que nos están demoliendo la casa, dicen que van a hacer un su-permercado. Pero Elvira no había aparecido y cuanto más lo piensa, más la realidad se parece a una gelatina acuosa que se escurre entre los dedos.

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demasiada decisión al hombre que custodia la puerta, perdón señor, pero ya cerramos, no sabe cómo empezar, tal vez con algunas palabras genéricas, que no despierten recelo, ¿usted quién es? -balbucea, y antes de terminar siente la pregunta como lo más estúpido que podía habérsele pasado por la ca-beza. ¿No era eso, acaso, una expresión de desequilibrio? Por una fracción de segundo siente la comezón de la duda pero no se atreve a darle lugar aunque su corazón bombee al pun-to de sentir los latidos como golpes en el pecho, aunque un sudor frío y repentino tome su piel por asalto. El hombre lo mira sorprendido, soy el encargado. Hay un silencio y ambos permanecen observándose. Más que observarse, es un estu-dio en la mirada del otro, porque sus movimientos ya habían llamado la atención del custodio, ese ir y venir, fijarse en la fachada del supermercado con la curiosidad de un arquitecto. No sabe cómo seguir a pesar de que una cascada de preguntas le alborote el cerebro, acuciándolo con pinchazos de alfiler. La deja escapar porque ya no cabe en su boca y porque la curiosidad no existe, es un miedo abroquelado que provoca dolor en las mandíbulas: qué está haciendo este supermerca-do aquí.

-Disculpe, no entiendo...

¿A qué estaba jugando? No el encargado sino él. Un super-mercado está en lugar de su casa y sin embargo sigue musitan-do un interrogatorio tímimusitan-do, incompleto, tan ridículo como la misma escenografía. La lanza con la impunidad de un vómito contenido le pregunto qué hace este supermercado aquí, en este lugar estaba mi casa hoy por la mañana. Se repite el si-lencio pero algo cambia en la mirada del custodio, como si le estuviesen haciendo una broma de mal gusto, y duda en sobre el modo de encarar a ese hombre que no parece un

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demen-te, a ese hombre vestido de traje y corbata, que sostiene un portafolios y que tiene los zapatos lustrados. Hubiese querido un mendigo andrajoso, que cantase a los gritos y bailase una tarantela, vamos vamos, fuera de aquí y déjese de molestar, pero no, hasta en sus palabras ofuscadas había corrección, entonces se recompone, algo incómodo, y le dice que eso no es posible, que hace más de tres años que trabaja en este lugar y que el supermercado ya estaba aquí antes de que él viniese y que es evidente que se ha confundido de calle. Al mismo tiempo ve que el hombre pierde el color y que los ojos se le abrillantan hasta transformar la pupila en una figura difusa. En ese instante sale una señora arrastrando un changuito y queda petrificada al escuchar las palabras enrojecidas de ese hombre ¡usted está loco, se está burlando de mí! y el custodio que retrocede, asustado, hasta dar con el changuito y rodar por el suelo junto a algunas manzanas y papas y un par de botellas rotas.

Corre algunas cuadras hasta sentir que las piernas se le aflojan, como si los huesos ya no pudiesen soportar el peso del cuerpo empapado en sudor, la camisa pegada a la piel, levemente aireada por el saco desabrochado, entonces es un sudor frío que acompaña a la respiración, esforzándose por llevar oxígeno a los pulmones, y la nariz que se dilata y con-trae cuando se ve obligado a cerrar la boca para tragar un poco de saliva que humedezca la garganta.

Se apoya en un muro con una leyenda de punta a punta pe-rón vive - evita capitana, al principio de costado y luego como un niño en penitencia, qué travesuras las de esta vida, señor, ¿se siente mal?, es un muchacho, no llega a los veinte, pero no le contesta y sigue su camino, débil, tambaleándose, igual a un

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aunque al cruzar la calle escucha nítida la frenada y algo que debió de ser un insulto, ¿de dónde venían los coches?, debió mirar para el otro lado.

A mitad de cuadra se detiene. ¿Qué hace ahí?, ¿caminando a dónde? Quiere, decide calmarse. Piensa. Sólo hay dos posi-bilidades: que el supermercado exista o que no exista. Si no existe y su casa sigue estando en su lugar y Elvira lo está espe-rando con la comida servida, es porque ha perdido la razón, un rapto de amnesia, de arteriosclerosis repentina y ya no re-conoce dónde está parado y quizá convenga ir a la policía, o a un juzgado, que pasen el aviso por la radio, o por la televisión, de ésos que se ven a veces sobre personas extraviadas. ¿Y si el supermercado existe? Parece cosa de película -se dice, forzan-do una sonrisa. Íntimamente desea la primera posibilidad, un alienado, haber enloquecido así como así, recibir los cuidados de Elvira, de su madre, de vez en cuando la visita de los chi-cos o de algún compañero de oficina, hasta que le diesen de alta. Justo ahora que estaba levantando vuelo.

Decide no regresar. No hubiese tolerado de nuevo la visión de ese supermercado. Si volviese a verlo -piensa- se tiraría de-bajo del primer colectivo. Hurga en el bolsillo del pantalón y saca un par de fichas telefónicas mientras trata de imaginarse la reacción de Horacio, y la historia increíble, inexplicable, fuera de toda lógica. Casi puede sentir el silencio de Horacio del otro lado de la línea, oyendo con atención, tratando de descifrar sus palabras, escuchando más allá de la historia. El bar está poblado a medias a esa hora. Algunas parejas y unos pocos parroquianos con un blanco o un fernet. El te-léfono está cerca del mostrador. Hay un hombre hablando y una señora que espera. Piensa en decirles por favor, es urgen-te, pero el hombre cuelga rápido y además ¿con qué motivo?

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Se siente atado al absurdo, impedido, si por lo menos fuese un incendio, un accidente, sí sí es urgente, los bomberos la policía una ambulancia, decide esperar su turno. El portafo-lios pesa y la manija resbala de a poco por la mano sudada. Lo deja en el suelo ¿hola, Marisa?, soy yo... yo, Teresa. Qué tal, cómo te va, ¿tus cosas bien?, me alegro, mira el reloj, casi las nueve, Horacio debe de estar cenando, pero cómo, viejo, qué me estás diciendo, por favor, no me digas nada, necesito ver-te, estoy desesperado, no, en tu casa no, mejor en el boliche, el de la esquina, tengo que verte rápido, lo antes posible, sí, ya sé que es increíble, no quiero seguir en el teléfono, salgo para allá Gustavito ya entró en tercero, ¡ah!, no te imaginás el esti-rón que pegó... y sí, a esta edad es una barbaridad, no te ima-ginás lo que come mejor así, agarrarlo solo, ¿si no qué podría pensar ella? La mujer de Horacio nunca le había caído bien y él a ella tampoco para ser sincero, con la mirada le diría ¿ves?, ¿ésta es la clase de amigos que vos tenés?, ¿son todos como éste?, se aprovecharía de la situación la muy turra, nunca deja escapar la ocasión de echarle algo en cara, qué revancha dios mío, y más sobre él, que nunca había dado que hablar Alfredo más o menos che, el viernes chocó, mejor dicho lo chocaron, uno de esos colectiveros brutos que se creen los dueños de la ciudad, casi se agarran, dejó el taxi en el taller de Espíndola, el que está a la vuelta de ¿qué pasa Horacio?, le preguntaría, pero Horacio es un tipo reservado, un amigo, parece que tie-ne problemas, ¿y te los tietie-ne que contar ahora, en medio de la comida? tiene para una semana, imaginate, una semana sin trabajo. Y bueno, son gajes del oficio yo sé que vas a pensar que estoy loco, y lo lamentable es que posiblemente sea cierto, existe una sola forma de averiguarlo, no es difícil, que vengas

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que encontremos mi casa y que me internen esta misma no-che, bueno, calmate, todo va a pasar, no vamos a encontrar ningún supermercado ahí, no sé si internarte pero seguro que necesitás de unas buenas vacaciones, con vacaciones no hago nada, de cabeza a un hospital siquiátrico, estoy loco, Horacio, completamente loco, eso no es cierto, los locos no reconocen su locura, estás cansado, agotado, yo te dije que no tenías que tomarte el laburo tan en serio qué te cuento que la Norma se sacó un televisor, sí, qué me decís de la suertuda ésa, y pensar que el año pasado nomás se azulejó todo el baño con lo de la quiniela, ¿te acordás?, ¿y si le dice que corte de una vez?, que se vaya a la mierda con sus historias, esta gente que cree que un teléfono público es para contarse la vida, se ubica al lado y la mira fijamente pero la mujer sigue en lo suyo, ni se da cuenta de su presencia. Mira al resto de la gente. También cada uno en lo suyo, y se pregunta cómo es posible que todo sea normal, que las personas conversen amigablemente, que el mozo atienda los pedidos, que el mundo siga girando. La mujer abandona, por fin, el teléfono. Disca. Sus dedos se atoran, tiesos, endurecidos, el índice resbala antes de llegar al tope. Tiene que volver a discar. Lo atiende una voz de mujer. No es la voz falsamente amable de la esposa de Horacio, es una voz seca, la de alguien que ha sido importunado, ¿quién es?, ¿está Horacio? -pregunta antes de esperar respuesta, está equivocado, y cuelga. Estás nervioso, confundido, calmate, hacé las cosas bien. Introduce la otra ficha. Tal vez tendría que haber comprado otras en la caja del bar, puede cortarse la comunicación. Cuando lo decide ve que una muchacha se ubica detrás de él, ¿si deja el teléfono tendría que esperar otra vez el turno? Y si ésta se pone a hablar con el novio, dios mío. De todos modos -recuerda- a esta hora la comunicación ya

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no tiene tiempo límite, lo intenta de nuevo concentrándose en cada número, hola, ¿está Horacio?, no señor, ya le dije que está equivocado -le repite la misma voz de mujer, es que... ¿ha-blo con el treintayunocuatrocincotresocho?, sí, pero aquí no vive ningún Horacio, siente que la mujer está por cortar, debe ser rápido, lo primero que se le cruce por la cabeza, perdón... no es posible, hace años que llamo a ese teléfono casi todas las semanas, señor, no insista, ya le dije que está equivocado, ¿y Amelia?, ¿tampoco está Amelia?, ella es la esposa pero... ¿y usted quién es?, hasta que escucha el clic del otro lado de la línea ¡no me colgués hija de puta! ¡no me colgués!, al tiempo que oye un chistido que resalta entre el repentino silencio de la gente del lugar y cuando levanta la vista advierte que todas las miradas están concentradas en él, el mozo que se acerca, la muchacha que ha retrocedido un par de pasos, el dueño pegado a la registradora con cara de qué pasa ahí y la burbu-ja que termina de inflarse en el estómago, endureciéndole el vientre, cortándole la respiración. Corre al baño y se encierra en un reservado, de cuclillas, el inodoro que recibe el vómito crema, sustancioso y homogéneo, el sanguchito con el café de las cinco, hasta que ya no le queda nada, pero las convulsiones siguen, una tras otra, y por último un hilo espeso, mezcla de bilis y de saliva, une su boca con la superficie fría y blanca del inodoro, puente de baba que por momentos se corta y vuelve a reconstruirse.

Sale del bar sin mirar a nadie, con la vista hundida en el suelo, todavía aturdido, y la calle que lo recibe como una bendición del señor, el aire fresco y una brisa que lo despeja. Si pudiese no pensar en nada, sentarse en el banco de una plaza, la men-te en blanco, poder salir, emerger de esa pesadilla, tierra

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de-querido meterse en la cotidianeidad de cualquier otro, aunque fuese la del inválido con el brazo estirado esperando que una moneda caiga sobre su palma de vez en cuando, meterse en la cotidianeidad de su desesperanza, en la cotidianeidad de su vida sin sentido, en su miseria cotidiana.

Todo parece adquirir un tono distinto, el follaje amarillento de los árboles, el gris de las paredes, el sonido de sus pasos. Una sensación de vacío en el estómago ha remplazado a la náusea y cree notar que del cuerpo le surge un olor desagra-dable. Piensa si es el olor de la transpiración o es el olor del miedo que sólo perciben los animales, un olor exacerbado al punto de haber sensibilizado su propio olfato.

Sin darse cuenta, ha llegado a la plaza terminal de micros, de donde parten también algunos suburbanos. Reconoce el verdinegro que va para Lanús, donde vive su hermano. ¿Por qué el conductor lo mira de ese modo? Al pagar el boleto había sentido las manos vacías, era el portafolios, lo había olvidado en alguna parte. El conductor lo sigue por el espejo hasta que se pierde entre la gente. Se esfuerza, hace memoria, fue en el bar del teléfono, ahí dejó el portafolios. Lo único importante eran las planillas con las estadísticas, pero había copias en la oficina.

Es algo tarde ya pero los micros suburbanos siguen aba-rrotados. Recién a la altura de Puente Alsina consigue asiento. Después de cruzarlo es cuando descarga lo más importante y se descongestiona y una pequeña marea humana invade la avenida principal. Más tarde sigue por calles de barrio, se-mioscuras, de antiguo empedrado, techadas por la arboleda. No era frecuente que tomase un micro para ir a casa de su hermano. Solía hacerlo en tren. Pero ¿en qué estaba

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pensan-do? En cualquier cosa, el portafolios, observando el paisaje, atendiendo al conductor a quien de vez en cuando descubre vigilándolo con una mirada fugaz. Sí, cualquier cosa que lo aleje de esa posibilidad aterradora. Había perdido su casa, su mejor amigo parecía haberse esfumado, ignoraba lo ocurrido con su familia. Y no sólo habían desaparecido, todo parecía decirle que no habían existido jamás. ¿Y ahora qué? ¿En vez de la casa de su hermano encontraría un taller de chapa y pintura? ¿O tal vez una parroquia? Cierra los ojos con fuerza y al abrirlos se halla frente a un paisaje difuso y lagrimoso. De tanto en tanto una ráfaga de aire frío se filtra por la ventanilla abierta a medias y le golpea la cara para recordarle que sigue en este mundo. Abre el portadocumentos y observa la foto-grafía con atención. Aún conserva los colores firmes a pesar de contar con un par de años o más. Los chicos se ríen por-que alguna monería habría hecho al sacarla. Elvira está en el medio con una sonrisa de ocasión pero evidentemente feliz. Qué increíble. Y pensar que unas horas antes había estado todo el día con los tres, el domingo enterito dedicado a ellos, sin la siesta, sin la tele, a caminar por los bosques de palermo y después al ital park, y después los panchos y una coca para cada uno, salvo él que pidió un choripán con cerveza. Cómo el día anterior podía convertirse, súbitamente, en algo tan le-jano, tan distante.

A esa altura el micro está casi vacío y una vegetación cada vez más frondosa va impregnando el aire. Desciende. La casa de su hermano está a nada más que tres cuadras. Las cami-na despacio porque a la ansiedad por llegar se contrapone el miedo a no encontrarla. ¿No encontrarla? Entonces ha ter-minado por aceptar la presencia de esa irrealidad, o de esa

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de despojarse de esas ideas y apura el paso, aunque sigue sin-tiendo la presión de esa cuerda atada al cuerpo que tira en sentido contrario, no llegar, no llegar nunca, no confirmar esa pesadilla, ese sueño de horror que parece haberlo trasladado a otra dimensión, a un mundo ajeno, despertar de una vez, que todo haya sido un susto, una evidencia de su mente enferma, sí, eso es, su mente enferma, porque allí está la casa, real, pal-pable, con su fachada blanca y el contraste de las rejas negras protegiendo las ventanas, las tejas a dos aguas, el jardín del frente plagado de jazmines. La casa inconfundible que podría describir hasta en los detalles más insignificantes, el pasillo de cerámica, las habitaciones amplias en los laterales, el patio al fondo con la parrilla para los asados y la chicharra estruendo-sa que tanto le deestruendo-sagradaba y que se filtra ahora en sus oídos como la música más hermosa. Aguarda. Su hermano y su cu-ñada son de quedarse hasta la medianoche, raro que se acos-tasen. Insiste, una y otra vez. No hay nadie en casa. También es raro que decidieran salir un lunes. Se sienta en el cordón de la vereda. No va a moverse de ahí, va a esperarlos el tiempo que sea necesario, hasta que aparezcan. Si la casa existe, su hermano también existe. Es irrisorio, a dónde ha llegado el razonamiento, es como para pellizcarse, mirarse al espejo: sí, soy yo, ningún otro me ha remplazado, sigo siendo yo, con mi departamento en el quinto piso, mi trabajo, mi familia, dicen que si a una rata le tapan el agujero de su cueva termina volviéndose loca tratando de encontrarla, no recuerda dónde escuchó una vez ese método de exterminio.

Ha refrescado y se levanta la solapa del saco, protegiéndose el cuello. Su cuerpo acurrucado y encogido. El barrio parece desolado a esas horas y el silencio sería absoluto si no fuese por el canto de los grillos y de algunas ranas esporádicas. En

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la esquina, la única lamparita comunal oscila su luz débil, me-cida por el viento.

Todo está allí, como siempre ha estado, las cosas no pueden cambiar de lugar así como así. De vez en cuando se voltea y mira la casa, su fachada, su presencia contundente, insobor-nable. Tiene la sensación de haber recobrado la lucidez. Algo ocurrió con mi mente, por qué ese desequilibrio repentino, si no tengo problemas graves, todo venía bien, el ascenso en la empresa, la salud, la familia, qué cosa ha sido ésta, no me lo explico, y sabe que si regresase a su casa esta vez no se encon-traría con ningún supermercado porque caminó por una calle cualquiera creyendo que era la suya, y si tuviese fichas y un te-léfono público cerca podría dar con Horacio porque cuando lo llamó discó cualquier otro número, y en estos momentos Elvira debía de estar preocupadísima, la comida recalentada, chicos a la cama, habrá llamado a la oficina suponiendo horas extras pero nadie respondió porque todos se retiraron y la oficina permanece silenciosa y desierta.

Se incorpora al escuchar el teléfono en la casa. Es Elvira, Elvira llamando a todo el mundo, Elvira que trata de ubicar-lo, mi marido no volvió del trabajo, no sé nada de él, ¿no ha llamado por ahí?, no, por aquí tampoco, estoy preocupada, siempre me avisa si no puede venir a tiempo, Elvira del otro lado de la línea, tan cerca, a pocos metros, tal vez si entrase por el jardín, pero no, la puerta del fondo también estará ce-rrada, el garage es independiente, sin comunicación directa con la casa, el teléfono que no afloja, insistente, alarmado, es Elvira, no hay duda, y si salta y lo ve un vecino podría pensar cualquier cosa, hace como media hora que está ahí, alguien debe de haberlo visto ya, de pronto se siente observado,

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vigi-y él en ese lugar merodeando como un extraño, un intruso. El teléfono ha cesado. Comienza a lloviznar. Es una de esas garúas finas, que suelen durar días. Se refugia bajo un árbol al que el otoño lo le ha arrebatado la densidad del follaje. Mira el reloj: pasadas las once. La llovizna ha humedecido todo con rapidez, oye el chasquido de un automóvil que da vuelta la esquina hasta detenerse junto al cordón de la vereda. El corazón bombea como nunca y el automóvil permanece con los faros encendidos, quieto, agazapado. Se dirige hacia él, de frente, para que lo vean, pero él no puede ver nada, ¿por qué no bajan?, soy yo, tu hermano, las luces se apagan y él se de-tiene, expectante, los ojos pronto se habitúan a la oscuridad, no es el viejo peugeot de su hermano, es un coche nuevo, desciende un matrimonio de mediana edad, el hombre está por decirle algo pero se arrepiente y va hacia el garage, abre la puerta y vuelve al automóvil. Casi no puede hablar, siente el cuello rígido, endurecido hasta el dolor. Ustedes... ¿viven aquí? La mujer se acerca al hombre y se aferra a su brazo, el hombre tarda en responder hasta que por fin murmura un tímido sí. Por unos segundos permanecen rígidos, observán-dose con atención. Repentinamente el cuerpo se le afloja y siente que de un momento a otro rodará por el suelo como una marioneta no sostenida ya por los hilos y abandonada a un costado. No obstante hace un esfuerzo, se recompone, da media vuelta y comienza a alejarse a paso lento, encorvado y casi arrastrando los pies, con la sensación de la mirada del matrimonio clavada en la nuca y un susurro inaudible a sus espaldas. ¿Buscaba a alguien? Y trata de contestar que no con un leve movimiento de cabeza.

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vez una hora, o más, como un sonámbulo, un autómata diri-gido hacia algún lugar por un recóndito sentido de la orien-tación. Llega a una plazoleta. Todo está a oscuras y sólo unas pocas ventanas encendidas denuncian la presencia de edificios cercanos. Apenas si distingue las siluetas de los árboles mien-tras sus pies crujen sobre una superficie de hojas secas hasta dar con un banco. Las varillas de madera mojada agudizan el fresco de la noche y trata de hundirse dentro del saco con las manos en los bolsillos. Así, por primera vez toma conciencia del desamparo y siente lo que no había sentido nunca: pena de sí mismo. Y las lágrimas corren por la cara libremente, y el moquillo atraviesa los labios con lentitud para terminar, también, goteando bajo el mentón. Llora sin pensar en nada, o con el pensamiento confundido y disuelto en encrucijadas indescifrables, con la impunidad y la inocencia de un niño al que el viento le arrebató el globo.

Al rato siente el paso del tren. La estación no debía de estar lejos. Al ponerse de pie, lo hace con la sensación de que algo se rompió dentro de él. Camina hacia las vías. El frío se ha agudizado y el saco es una cubierta empapada envolviendo el cuerpo, que tirita. Al toparse con el entretejido de alambre que bordea las vías, lo sigue hacia el norte. No tarda en llegar a la estación. Un hombre con la apariencia de obrero vigila la po-sible llegada del tren. Una pareja de jovencitos indiferentes a todo salvo a ellos mismos, se hacen arrumacos y se dicen, qui-zá, palabras de amor. Y echada sobre un banco, al fondo del andén, una mujer de edad irreconocible y cubierta de harapos duerme un sueño incómodo. De la quietud pasa al sobresalto, como si de tanto en tanto sufriese pequeñas descargas eléc-tricas. La observa, embelesado, porque esa mujer habita un

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manojo y sus ropas corroídas por el uso, la mugre y el tiempo. Y recuerda que es frecuente ver en esas personas cierto des-equilibrio, hablando a solas o gritándole insultos a la gente, viviendo en esa tierra de nadie donde el pasado y el presente se confunden en una masa sin forma, aisladas de todos y de todo, como si la soledad y la locura fuesen inevitablemente de la mano. Y varias veces en las últimas horas había tenido esa sensación extraña penetrando en su mente para volver a salir, expulsada una y otra vez, sacando fuerzas quién sabe de dónde, pero sintiendo también que quedaba una esquirla, y que en cualquier momento, cuando menos lo esperase, esa esquirla podría tomarlo por sorpresa y transformarse en un tumor sin resistencias, una sensación parecida a la de caminar hacia el umbral que separa la vida de la muerte y detenerse en el último instante. Porque lo cierto es que tiene miedo de vol-verse loco y que tal vez ese miedo le impide atravesar el um-bral del que, sabe, no regresará jamás. Y al mirar a esa mujer piensa que enloquecer es morir. Morir con el aire invadiendo los pulmones, morir con el corazón palpitando y la sangre corriendo por las venas sin sentido alguno, morir invocando todas las maldiciones que caben en una vida, morir y moverse y caminar hacia ninguna parte. Sí, es cierto, nadie lo sabía, pero en ese banco, cubierto por restos ennegrecidos, estaba durmiendo un cadáver convulsionado esporádicamente por el último y remoto vestigio de lucidez: el de los sueños. Escucha el silbato, todavía distante, y se acerca al borde del apeadero. El tren es sólo esa luz lejana que se agranda y se agranda y que irrumpe en un gigantesco círculo luminoso que lo absorbe todo, oscureciendo el contorno y transfor-mando la locomotora en figura abstracta, inexistente, sólo la luz que avanza convertida no se sabe si en ángel exterminador

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o fuerza demoníaca surgida del mismo infierno. Lo ha deci-dido. Flexiona las piernas, inclina algo el cuerpo, preparando el impulso, pero la locomotora y los vagones pasan delante, y él congelado en esa pose ridícula, hasta que se detienen pesa-damente, como un gusano enorme y perezoso que refunfuña quejidos metálicos.

Tarda en reaccionar. No reconoce si es él el que está pa-rado ahí, frente al vagón, o si en realidad no es más que una masa sangrante retorcida entre los rieles, y que algo, otra cosa, persiste consciente en este mundo. Otra vez el silbato y un cuerpo que no parece el suyo sube por la escalinata. Hay baja tensión y el coche está casi a oscuras y vacío. Ocupa un asien-to para dos. Cuando el tren sale de la estación se da cuenta que no sabe en qué sentido viaja. O que no lo recuerda. O que no le importa.

Abre el portadocumentos y, entre sombras, alcanza a ob-servar algo de la fotografía. Allí están Elvira y los chicos. Por suerte -piensa- les había dedicado el domingo.

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Quién Vive En El Fondo De La Noche

Extrae la carpeta de la caja fuerte con mayor celo que si se tra-tase de una enorme suma en billetes, o una pistola sin seguro y de gatillo sensible, y tampoco puede, esta vez, reconocer si se trata de un acto de coraje o de debilidad. Una licencia que se permite sólo de tanto en tanto, atrapado por la irresistible seducción de tenerla entre las manos, de contemplarla ilumi-nada por esos segmentos de luz que se filtran entre los trave-saños de la persiana y que cruzan el cortinado

La carpeta, finalmente, ha quedado sola en la caja des-pués de mudar ciertos valores, documentos, algún dinero, un prendedor de su mujer, como si cualquier cosa que pudiera guardar junto a la carpeta corriera el riesgo de contaminarse. En cierto modo, la caja fuerte se ha transformado en un san-tuario y la carpeta en un símbolo de naturaleza desconocida o en dios absoluto y despótico que no admite compañía en las fronteras de su reino. Tener aquella carpeta en las manos es responder a cierto oscuro deseo de asomarse al vacío, la atrac-ción del vértigo, y abrirla en una página cualquiera se le figura tirar un cascote en un abismo sólo para quedarse escuchando el silencio y constatar que es un fondo sin límite.

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Todavía faltaba algo menos de un mes para que expirase la fecha límite de presentación en el concurso, cuando el di-rector del departamento de cultura fue notificado que uno de los miembros del jurado se hallaba indispuesto, que por favor fuesen a buscar las carpetas con los cuentos porque era muy probable que no pudiese continuar. El director preguntó qué podía significar, con exactitud, esa indisposición, a lo que su secretaria respondió que no tenía ni idea, pero que debía de ser algo delicado desde el momento que un profesor como Quinteros se desentendía de un compromiso como ése.

-¿Así le dijo? ¿Nada más que estaba indispuesto?

-Bueno, en realidad no hablé con él, sino con la esposa. Algo grave debió de ocurrir porque estaba muy alterada y se ve que no quería hablar sobre el asunto.

No pensó que se tratara de una situación muy seria, a ve-ces surgían cierto tipo de compromisos... pero no dejaba de resultar extraño que una persona tan formal y con el sentido de responsabilidad de Quinteros abandonase su lugar en el jurado sin encararlo ni decírselo frontalmente. Claro que no lo conocía sino por referencias, pero lo consideraba con la suficiente sensatez como para no andarse con vueltas en algo que, después de todo, tampoco las merecía. Tal vez era cierto lo de la indisposición, aunque también fuese curioso el título que le habían dado a alguna dolencia o una enfermedad que le impedía seguir participando como miembro del jurado.

-¿Está tu padre? -No. Está internado.

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La cara del niño parecía conservar un resto de asombro. Su hermana estaba detrás de él, apenas dejándose ver, como ocultándose tras el cuerpo del muchacho.

¿Podrías darme con tu madre, entonces? -Mi mamá está con él.

Cuando vio a la mujer surgir del fondo de la habitación, supuso que los chicos le estaban mintiendo y que lo único que se proponían era que se fuese de una vez.

-Soy una vecina. La madre me encargó que los cuidase mientras está con el marido.

-¿Podría decirme dónde se encuentran? -Usted...

-Soy el director de cultura de la municipalidad. -En la clínica San Cristóbal. ¿La conoce?

El sólo hecho de oír aquel nombre le produjo una tur-bación que tal vez no haya conseguido disimular del todo, una caricia helada que le erizó la piel, y no porque fuera un lugar siniestro ni de mala fama, al contrario, gozaba de cierto reconocimiento por la atención y el nivel de sus profesiona-les, sino -sencillamente- porque se trataba de un centro para enfermos mentales.

Los pasillos de la clínica estaban desiertos, apenas si se cruzó con un par de enfermeras que le parecieron un segmen-to más de esa atmósfera reluciente y aséptica. El extremo del pasillo daba a un ventanal fijo y cuadriculado que se extendía del piso al techo, por donde entraba un diluvio de luz y que

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daba al jardín arbolado y lleno de hondonadas. La habitación de Quinteros era la última del pasillo, pegada al ventanal, por lo que dedujo debía de ser uno de los sitios de privilegio. Gol-peó la puerta, apenas entonada y que se abrió prácticamente sola. La mujer estaba sentada junto a la cama y de espaldas a la puerta, pero no se volvió. Se presentaron.

-Sí, yo fui quien lo llamó para que fuesen a buscar las carpetas.

-Le agradezco que haya podido pensar en eso.

-No sé cómo estas cosas pasan así, de repente. Es un misterio.

-¿Lo encontró en este estado?

-Así como lo ve. No ha vuelto a moverse desde entonces. Quinteros permanecía con la boca y los ojos abiertos, sin pestañear y hasta parecía que sin respirar, quién diría mimeti-zado con un cadáver, como si quisiera pasar desapercibido, no llamar la atención siquiera con un mínimo movimiento, con ese inquietante gesto de quien ha descubierto algo, un dato extremo, un informe, una revelación, y que por algún moti-vo ha decidido guardarlo en el encierro de su mente. Porque no había estupor en ese rostro, sino la contemplación de un conocimiento que ha llegado hasta él de manera imprevista, un gesto de sorpresa y de éxtasis perdido en lo más hondo de su mirada. Era imposible descifrar con exactitud el contenido de ese gesto, acaso una extraña, inexplicable combinación de reposo, de alarma, desamparo y sabiduría que daba la opor-tunidad de escoger entre los fantasmas propios a quien lo

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Quiso sostener con la esposa una amable charla de oca-sión antes de retirarse, pero ella no estaba para eso y de al-gún modo le dio a entender que su presencia la importunaba. Durante su visita, no se movió de la silla junto a la cama y tampoco soltó la mano de aquel cuerpo inerte que parecía de-batirse entre un singular estado de conciencia y la condición vegetativa. Quedaron en que pasarían a buscar las carpetas con los cuentos concursantes al día siguiente. Ella asintió con sólo un movimiento de cabeza.

Debió admitir que la escena en la clínica lo había dejado realmente conmocionado pero, funcionario dado a resolver los aspectos prácticos, regresó al despacho pensando en el urgente remplazo del profesor Quinteros como miembro del jurado.

Tal como lo prometió, al otro día las carpetas se apila-ban en un rincón de su oficina, pero por un llamado desde la casa de Quinteros debió enviar un cadete en busca de una última carpeta que había quedado apartada en un sillón del escritorio, manuscrito que posiblemente el profesor estuviese leyendo poco antes del lamentable episodio, según la vecina. Dejó caer aquella carpeta sobre las demás.

La cuestión vino más complicada de lo que suponía. Ofreció la responsabilidad a tres personas, una salía de viaje ese fin de semana, otra estaba saturada de compromisos y a la tercera no le interesaba porque había tenido experiencias ne-fastas en este asunto de los concursos literarios, no entendió bien por qué ni tuvo ganas de escucharla.

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Como si los problemas fuesen pocos, un nuevo hecho vino a agravarlos, pero esta vez de características más dra-máticas. Tan sólo un par de días más tarde, vino a enterarse que otro de los miembros del jurado, la poeta Ema Schurtz, a quien conocía por diversos eventos culturales y como in-tegrante de la Academia de Letras, había sufrido un brote, tal vez relacionado a alguna tragedia familiar, ya que su hija estaba también involucrada en una reacción parecida a la de la madre. El término “brote” siempre le había provocado un re-chazo visceral, tal vez porque esa palabra le sonaba mezquina y hasta despectiva, más emparentada con un fenómeno pro-pio de arbustos y de verduras que con aspectos complejos y dolorosos del alma humana. Pero así era la ciencia, y él no era quién para dudar de la legitimidad de ese diagnóstico. Además no podía reconocer el nivel de gravedad de la situación ni en qué había derivado aquello. Parece una maldición, se atrevió a conjeturar su secretaria, con cierto tono de esoterismo que no le cayó nada bien, pero el tema había empezado a preocuparlo de tal forma que ni siquiera tuvo fuerzas para una observa-ción. Decidió ir a la casa. Lo atendió un joven.

-Soy el hijo.

Lo hizo pasar como si esperase su visita.

-Ahora estoy solo. Vivíamos los tres. Mi vieja se divorció hace siete años.

El muchacho era parco de palabras, le costaba expresarse, y en verdad tenía aspecto de ser uno de esos chicos que se pasan horas pegados a la pantalla del monitor, pero respondía a interrogantes que no le hacía y percibió en él una gran

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nece--Dijiste que estás solo -al recorrer con la vista el orden de la habitación.

-A veces viene mi tía. Hace las compras, me prepara la comida, limpia un poco la casa. Pero en realidad la han acon-sejado porque dicen que necesito contención.

-¿Tu madre y tu hermana están internadas cerca de aquí? -No están internadas. Se fueron a una cabaña que tene-mos en la laguna de Chascomús, lejos del pueblo.

-Me comentaron que tuvieron...

-Un brote sicótico. Pero no es así. Es mucho más grave. No puede imaginarse lo que es aquello. Un infierno.

-¿Hubo alguna cuestión familiar? Perdoname que te haga estas preguntas. No tenés que contestarme si no querés.

-Puede hacerme las preguntas que quiera. No hubo nin-guna cuestión familiar. Estábamos bien. Cada uno en lo suyo, igual que siempre, pero bien. Todo ha sido por culpa de ese cuento.

-¿De un cuento? No entiendo...

-Yo fui a preguntarle a mi madre no me acuerdo qué cosa, y ella estaba leyendo uno de esos cuentos que llegaron para el concurso. Estaba tan concentrada que supongo ni me escu-chó. Insistí, pero no hubo caso. Parecía que nada pudiese sa-carla de la lectura. Entonces decidí dejarla tranquila hasta que terminase. Al rato empezamos a escuchar que lloraba. Era un llanto histérico que se mezclaba con gritos que le salían como arcadas. Graciana y yo corrimos, intentamos calmarla, pero mi madre seguía llorando de una manera descontrolada y

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ca-minaba de una punta a otra de la habitación con pasos que más bien parecían zancadas. Era como si no pudiese ver nada, se tropezaba con los muebles, se caía y volvía a levantarse sin soltar la carpeta que tenía agarrada con las dos manos y que apretaba contra el pecho.

En ese instante, como si dos escenas pudiesen caber en un mismo espacio, la imagen de la mujer encerrada en su des-esperación se confundió con la mirada profunda y perdida del profesor Quinteros.

-Se imaginará que no sabíamos qué hacer, si agarrarla para que no se siguiese golpeando, si pedir ayuda, pero ayuda a quién, a la policía, a los vecinos, algún servicio de emergen-cia...

-Dónde está la carpeta.

-A eso voy. Al final mi madre quedó en tal estado de ago-tamiento que quedó medio desmayada, y ahí pudimos sacarle la carpeta. Yo también estaba como enloquecido y corrí al teléfono a llamar a mi padre, pero el viejo no entendió la si-tuación, pensó que era una de esas rabietas que le daba antes, cuando estaban casados, un ataque de nervios, como él decía, y que ya bastante había soportado a “tu madre”, para seguir haciéndose cargo de ella. Cuando volví, encontré a mi vieja casi sin conocimiento y a Graciana leyendo la carpeta. Le pre-gunté si no estaba loca poniéndose a leer en un momento así, pero era como si no pudiese dejarla, ya iba por no sé qué pá-gina, y en el momento que quise sacársela la agarró con todas sus fuerzas, pegó un aullido de animal, me mordió la mano y se fue a un rincón a terminar de leerla.

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A esa altura del relato hizo una pausa, como si tuviese la necesidad de tomar aire para continuar.

-No se imagina el momento que pasé. En realidad no sabía si ocuparme de mi madre o de mi hermana. Mi madre estaba en el piso, seguía llorando y babeaba. La abracé, pero no parecía ni reconocerme, o es que estaba tan lejos de todo que no podía saber quién la estaba abrazando.

-¿Cuándo ocurrió esto?

-Fue el domingo por la mañana. Entonces vino lo peor. Mi hermana también se puso a llorar, aunque no fue de una manera tan desesperante como la vieja. Era más bien un llan-to silencioso, un llanllan-to hacia adentro. Le grité, creo que les grité a las dos. Me daba bronca y terror verlas así. Entonces Graciana corrió a abrazarse con mi madre. A ella sí, la vieja parecía reconocerla porque quedaron apretadas, una llorando en el hombro de la otra, a veces se desprendían y se miraban a los ojos y yo me di cuenta que se estaban diciendo cosas que solamente ellas comprendían y volvían a abrazarse y a llorar sin poder detenerse. Se hizo una especie de entendimiento, de complicidad entre las dos, mientras yo me sentía cada vez más afuera.

-Es necesario que me des esa carpeta.

El muchacho la extrajo de un cajón del aparador. La cu-bierta plástica era transparente. El título del cuento le pareció vagamente familiar, Quién vive en el fondo de la noche, dónde lo

había leído... ni siquiera era muy original, había una obra de Céline, otra de O’Neill... enseguida lo recordó, la carpeta que ordenara buscar al cadete y que dejó caer encima de las demás.

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-Comprenderá que yo estaba muy asustado. Cuando aga-rré la carpeta para esconderla, sentí como si llevase una grana-da que fuese a estallar entre mis manos. La tentación de leerla era enorme, pero pude resistirme.

-Cómo lograron llegar a la cabaña.

-Me obligaron a llevarlas. Iban en el asiento de atrás y no dejaron de llorar ni de mirarse ni de abrazarse en ningún mo-mento. Creo que ese apoyo mutuo impidió que enloqueciesen completamente. Estuve dos días con ellas. No quería dejarlas solas. A veces parecían calmarse, entonces yo les preguntaba, pero ninguna me dijo nada. Cada tanto volvían a la histeria, empezaba una y de inmediato la seguía la otra, igual que si se alimentasen recíprocamente. Durante esos dos días casi no comieron nada de lo que les preparé, tampoco se bañaban y empezaron a tener un olor muy fuerte y desagradable, pero nada de eso parecía importarles. Yo me iba a caminar seguido por ahí porque no aguantaba el clima ni el desorden que em-pezó a haber en la cabaña. Era como si nada les importase, como si se hubiesen desprendido de las cosas de este mundo. Noté que mi presencia las incomodaba, que estaba de más y que ya nada tenía que ver con ellas. Una vez mi madre me tomó la cara con las dos manos, tan fuerte que me hizo doler las mejillas, y me miró como si sus ojos entrasen en los míos. No reaccioné porque ése fue el único momento de comuni-cación entre mi madre y yo. Quedé espantado. Por un lado era la mirada de alguien desconocido, la de un extraño, y por otro había un brillo lejano donde todavía podía reconocerla, y ese brillo me estaba diciendo que se iba, que ya no podía regresar, que aquel gesto era una despedida. Al final mi madre me obligó a que las dejase solas. No me lo dijo directamente,

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-De todos modos, no debés dejarlas abandonadas en ese estado. Sería conveniente que vuelvas a comunicarte con tu padre y le des una idea clara de lo que ha sucedido.

-Escuche... Voy a decirle algo, pero le pido por favor que no lo comente con nadie. Creo que hice algo muy feo.

El muchacho hizo una pausa. Había una gran pugna den-tro de él. Todavía estaba a tiempo de arrepentirse, de negarle esa revelación.

-Todo este asunto es realmente delicado. Es necesario que confíes en mí.

-Me resultaba difícil creer que unas simples hojas escritas pudiesen tener un efecto como ése. Quise pensar que habían tocado algo muy personal de ellas dos, un recuerdo, un secre-to que les pertenecía. Por supuessecre-to que no me animé a leerlas, pero sentí la necesidad de comprobar si el efecto podía ser general.

-¡Santo Dios! Le diste la carpeta a alguien.

-Yo sé que fue un acto de cobardía. No sabía a quién pe-dirle disculpas. Ahora se las pido a usted.

-No te preocupes. Nada de lo que aquí se diga va a salir de esta habitación. Pero no se trata de descargos sino de que nadie más resulte afectado.

-No es tan simple. Hice sacar una fotocopia y le di el cuento a un compañero de la facultad. Le dije que lo había escrito yo y que necesitaba su opinión.

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-Peor. El chico se colgó. Estuve con los padres este me-diodía. Estaban destrozados, pero igual me animé a decirles que mi compañero se había quedado con unos apuntes muy importantes de la universidad, que ni siquiera eran míos sino de un jefe de cátedra. No me miraron con buena cara, pero de todos modos me permitieron revisar el cuarto. No pudimos encontrarlas. Ya no es posible saber si alcanzó a destruirlas, si han ido a parar a otras manos o si las fotocopias simplemente han desaparecido.

Cuando ganó la calle, pensó que lo primero que debía hacerse era advertir a los restantes tres miembros del jura-do de que no fuesen a leer Quien vive en el fondo de la noche.

Considerando la fuerza de la curiosidad, claro que no podía hacerlo en esos términos. Diría que el autor notificó que el cuento debía ser excluido del concurso sin más explicacio-nes, presuntamente porque ya habría sido premiado en otro certamen o porque quién sabe el motivo, que iría a retirar la carpeta personalmente esa misma tarde. Con los dos prime-ros tuvo suerte y se la entregaron con una sonrisa de cordia-lidad, que no se hubiese molestado, que él mismo se la habría llevado al despacho, que no veía la prisa. Al arrimarse a la casa del tercero, en un elegante barrio de las afueras, vio ese titilar multicolor tras un cerco de gente, policía, bomberos, ambulancias, y debió actuar con cierta brusquedad para poder acercarse. El frente de la residencia, de dos plantas, estaba chamuscado, con lenguas de carbón que se elevaban hasta la terraza. Había objetos de mobiliario desparramados en la ve-reda que algunos bomberos terminaban de arrinconar contra la pared, sillas, floreros, lámparas, cajones, libros, un televisor, una pequeña mesa, partes de computadora, tal vez un cuadro,

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hizo falta que preguntara. Los vecinos seguían hablando entre ellos cosas que tal vez el otro supiese, pero que necesitaban ser dichas, y así es como estuvo en el medio de una informa-ción cruzada, que empezaron a escucharse ruidos estrepito-sos, un alboroto que madre y señor mío, que cuando salieron a ver qué pasaba ella estaba tirando la casa por el balcón, que varios autos se habían detenido, a una distancia prudencial, por supuesto, que era periodista y directora del suplemento cultural de un diario tan importante, que enseñaba no sabía qué cosa en una universidad privada, un monumento a la cor-dura y de pronto la impresión de verla así, completamente loca, que algunos vecinos quisieron entrar, pero parece que la puerta estaba trancada por dentro, que yo ni siquiera lo inten-té, quién sabe cómo podía reaccionar, mire si tenía un arma, que después vino el incendio, que la casa empezó a arder en-seguida, no me pregunte por qué, los cortinados, el parquet, los muebles, que ella no abandonó el lugar y seguía entrando y saliendo y volviendo a entrar en medio de las llamas, que sí, que recién ahí llegó la policía pero tampoco pudo entrar, que entonces vino lo más horroroso, que salió un par de veces más al balcón con el vestido encendido, que desde abajo le gritaban que se tirase, que si no no podían ayudarla, que eso no parecía importarle gran cosa, solamente le interesaba gri-tar y volver para encontrarse con las llamas, que no, que no le gritaba a nadie en particular, le gritaba al aire, al espacio, al viento, que si hasta parecía un acto de inmolación y que al ra-tito nomás llegaron los bomberos, que destrozaron la puerta. No fue fácil. El fuego había tomado toda la planta alta y se estaba extendiendo a la baja.

Mientras escuchaba esta historia, supuso que ya habían retirado el cadáver y que una ambulancia se mantenía en el

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lugar por precaución. Error. Ni la habían retirado ni era ca-dáver. No fue el único testigo que sintió el impulso de retro-ceder cuando sacaron el cuerpo en la camilla, cubierto hasta el cuello con una sábana que ya empezaba a teñirse de rojo, la cabeza sin pelo, sólo algunos jirones chamuscados como mata de paja abrasada por la sequía, y el rostro quemado en más de la mitad. Decidió, entonces, olvidarse de la carpeta. Ya no había nadie a quien preguntarle y posiblemente estaría incinerada.

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Si en ocasiones (no muchas, ésta sería la tercera o cuarta vez) tiene la necesidad de extraer la carpeta de la caja fuerte, no es para desafiar su voluntad sino para estimular la gran cantidad de suposiciones que pueden hacerse sobre el contenido. Tan-to el profesor Quinteros como la poeta Schurtz y su hija no parecían tener el mínimo empeño en salir de esa región cuya frontera habían traspuesto sin pasaje de regreso, decididos a mantenerse, geográfica o mentalmente, lejos del mundo, y no era posible reconocer si lo hacían para excluirse de un mundo amenazante o para proteger al mundo de una amenaza que debía ser custodiada bajo llave en el arcón de sus cerebros.

Había intentado un seguimiento a través de los datos que figuraban en la plica. El autor decía ser de una provincia de la región de Cuyo, pero no le fue posible constatar esto a causa de que los sobres impresos con los matasellos postales iban a parar a la basura. El teléfono no correspondía a la persona y la dirección del correo electrónico no existía. También se comu-nicó con las autoridades de aquella ciudad sólo para verificar lo que ya suponía: el domicilio era real pero en la casa residía una familia que no conocía ese nombre. Tampoco figuraba

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en los archivos de la policía. El autor (o el agente transmisor) había decidido optar por el anonimato y no se propuso rédito alguno, si de rédito podía hablarse. Jamás se sabría si el texto era suyo o lo había enviado en un acto de represalia porque a su vez alguien se lo hizo llegar a él, como aquellos contagia-dos de sida que se encargan de diseminarlo por cuanto cuerpo pueden hacerlo, si lo hizo por advertencia ante algo que debe ser conocido, o tal vez por desesperación, sin ser por comple-to consciente de sus accomple-tos y habiendo entrado ya en esa zona sin retorno. Cuál había sido su intención, hasta dónde tuvo la fantasía de llegar enviando a concurso un texto como ése, no era posible deducirlo, y cuanto más indaga en el asunto, más interrogantes se le presentan. Ninguna respuesta, ni un solo dato categórico. Quizá habría sentido temor de ser acusado de algo, incitación al suicidio, apremio sicológico, homicidio culposo, quién sabe, pero ni siquiera esto era posible: cómo un juez podría condenar por un texto sin conocerlo. Tendría el instrumento del delito, el arma asesina en sus manos, y no serviría como elemento de prueba. Por cierto que nadie se atrevería a indagar en su contenido, nadie podría verificar si el arma había sido disparada, no habría peritos que pudiesen revisarla ni tampoco testigos, y los únicos involucrados serían víctimas: muertos, quemados, exiliados, enloquecidos, la per-fecta operación de la mafia, el crimen perfecto.

Porque comenzaron a haber desgracias no intencionadas en combinación con otras que parecían responder a hechos premeditados; doce personas más afectadas por el texto apa-recieron en puntos distantes del país. Las carpetas siempre llegaron por correo, y se comprobó un caso en que dos en-víos fueron hechos el mismo día, con pocas horas de dife-rencia, en receptorías distanciadas por cientos de kilómetros.

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Había más de una persona desparramando carpetas en todas direcciones y el temor fue que el texto empezara a reprodu-cirse como un virus, al punto que la advertencia a la pobla-ción se hizo a través de las autoridades sanitarias. Once de los ejemplares correspondían a fotocopias y sólo uno a impreso original. Se supo que, en ciertos casos, la lectura se produjo por descuido, pero el fenómeno más interesante fue el de una empleada doméstica, escasamente alfabetizada y de poco o ningún apego a la lectura. Resultaba claro que el texto debía de ser muy simple, directo y de contenido comprensible a la mayoría.

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Lo cierto es que Quién vive en el fondo de la noche, ficción,

do-cumento, mensaje, lo que fuere, despertó un enorme interés. No podía ser leído ni tampoco ignorado. Con excepción de tres, los demás ejemplares fueron destruidos. Se los guardó en la bóveda de un banco nacional cuyo nombre permaneció secreto, en algún sector de la Secretaría de Inteligencia y en un lugar no identificado. Por supuesto, aparte del suyo, que logró apartar de las fauces de los servicios de seguridad, a riesgo de perderlo todo.

No obstante, luego de intensas deliberaciones de las que él no participó, se decidió intentar la lectura por parte de un notable, escogido de una lista de ciento treinta y ocho. Fi-nalmente quedaron cinco, de los que tres no aceptaron. El compromiso cayó en Giancarlo Mondello, de la universidad de Milán, filólogo, un par de volúmenes sobre la correlación entre la conducta y el lenguaje, profundos conocimientos de teología y avezado en lengua española. Se hizo de su

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foto-grafía y de una idea de su perfil en los archivos de dos de los periódicos más importantes de la ciudad, ante la tarea de recibirlo en el aeropuerto.

La seguridad y la autosuficiencia de Mondello eran arro-lladoras. Él dio las órdenes a los maleteros, ni siquiera le pre-guntó dónde quedaba la oficina de cambio: fue directo hacia ella, él parecía el dueño de casa que estaba en el aeropuerto para recibir un visitante, debió apurar el paso para caminar a la par, el sobretodo descansaba sobre sus hombros desaboto-nado y con las mangas vacías, mientras le hablaba no apartaba la vista del horizonte que tenía por delante, era alto, con ca-bellera al estilo de senador americano y de un elegante plati-nado en la sienes, los dos hicieron señas a un taxi distinto, y por supuesto que Mondello desistió del suyo en un gesto de espléndido renunciamiento.

Mientras le explicaba la situación, no era seguro que Mon-dello lo estuviese escuchando, más concentrado en la ventani-lla y en las condiciones sociales del paisaje que en su intento de informe. Era a la vez frío y muy amable, un racionalista ácido y desfachatado que solía reírse de todo, en especial de sí mismo. También tenía reputación de escéptico, y eso le ins-piraba confianza. El escepticismo suele funcionar como un excelente blindaje.

-En realidad, no veo qué tiene de extraño todo esto. -¿Le parece que no es extraño? A la gente le sucede cosas terribles después de leer ese texto.

-Es el mágico, irresistible poder de la palabra. Detrás de cada civilización, de cada batalla, de cada viga de un puente, de la lumbre en la choza más apartada del África subtropical, está la palabra.

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-Disculpe, pero creo que esto distinto. No hay registro de un fenómeno como éste.

-Hay textos que han servido de justificación a los funda-mentalismos más irracionales y que han enloquecido a pue-blos enteros.

-Está bien... de todos modos, se han tomado las precau-ciones necesarias.

-No tiene de qué preocuparse. Si llego a perder la razón ya tengo reservado mi lugar en un asilo que da a una soberbia vista de los Alpes suizos.

Se trataba de una habitación pequeña, apropiada a la inti-midad del caso. La única luz que se destacaba era la de la lám-para de pie junto al sillón donde Mondello recibió la carpeta con Quién vive en el fondo de la noche, mientras el resto se

mante-nía en una apartada semipenumbra, cuestión que su presencia distrajera lo menos posible. Tuvo la idea de que Mondello se sintiera cómodo y relajado, casi como en la biblioteca de su casa, para lo que montó una escenografía elemental con una pequeña estantería cerca del sillón, donde se colocaron los li-bros que Mondello siempre llevaba consigo y que constituían buena parte de su equipaje. Mondello y el corro de testigos y controladores eran lo más parecido al diseño de una bande-ra islámica, donde los testigos ebande-ran la medialuna y Mondello -por supuesto- la estrella.

Los primeros segundos fueron los más densos, princi-palmente cuando Mondello, con la misma serenidad que si fuese a evaluar el examen de uno de sus alumnos, abrió la carpeta y se puso a leer. Lejos de esa ansiedad por devorarse el texto, sus ojos recorrían con lentitud cada línea, de extremo

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para releer una frase, una oración, incluso parte de un párrafo. Luego de una eternidad, Mondello pasó a la segunda página. Quién pudiera decir que esa simple maniobra, los dedos de Mondello acariciando las hojas, el ruido del papel, no pro-dujeron una estremecimiento en el corazón de los testigos, y sin embargo el silencio y la quietud continuaron impertur-bables y cualquiera de ellos hubiese preferido ahogarse antes que echar un estornudo. Mondello siguió leyendo en medio de una calma chicha que no dejaba de sorprender a los con-troladores, dispuestos a levantarse en masa y a arrebatarle la carpeta apenas notasen el mínimo síntoma de desequilibrio. De tanto en tanto, Mondello abandonaba la lectura, levantaba la mirada y se quedaba observando un horizonte que estaba más allá de los rostros de los testigos y de las paredes mis-mas de la sala, una mirada que se perdía en la infinitud de su propio razonamiento y que de alguna manera les aseguraba a los testigos que la materia con que estaba construido aquel texto no era necesariamente mortal ni enloquecedor, no al menos para cierta clase de espíritus. Por cierto que la lentitud de Mondello resultaba exasperante, no sólo por la cadencia de la lectura sino por esos largos segmentos de reflexiones, pero todos allí comprendieron que era ése un aspecto totalmen-te secundario y que respondía a ansiedades y apresuramien-tos propios, cuando en verdad lo único que importaba era el trascendental dominio de la situación por parte de Giancarlo Mondello, universidad de Milán, filólogo, escritor, teología, lenguas varias, aunque cualquiera de ellos hubiese ofrecido una parte de su vida por un comentario ínfimo, o tan solo por una palabra, una palabra clave que diese una idea del conte-nido de aquellas páginas, el tema, premonitorio o indetermi-nante, mágico o real, posible o ilusorio, inminente o

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remo-to, terminal o infinito. Pero Mondello parecía estar en otro mundo, por completo desinteresado de las inquietudes que podrían o no consumir al grupito de hombres y de mujeres que se mantenían pendientes de él en condición de fósiles. Al menos nada denotaba en Mondello una pérdida del control ni un abandono hacia regiones oscuras (o quién sabe, tal vez colmadas de una enceguecedora luminosidad) desde donde fuese difícil, sino imposible, extraerlo y volver a instalarlo en el mundo habitado por los sencillos y corrientes mortales. Al contrario, su mirada se iba cargando de penetración y de inte-ligencia, y un brillo realmente hermoso comenzó a tomar sus pupilas. Nunca había visto una mirada tan bella en un rostro humano. Parecía que toda la grandeza del hombre, desde la prehistoria hasta ese preciso instante, se concentraba en los ojos de Mondello.

Ocupó unos cuarenta minutos en leer cerca de la mitad de la obra y algo menos, unos treinta, en la otra mitad. Dejó la carpeta sobre los muslos en una acción de camaralenta, igual a una pluma que un ave hubiese dejado caer desde la rama de un árbol. Y ciertamente, la mirada de Mondello se desprendió de la carpeta como de un objeto que ya no importa porque la sustancia le ha sido arrebatada. Mondello permaneció pen-sativo. A los cuatro minutos, algunos testigos comenzaron a reacomodarse en los asientos. Pasados los seis, uno de ellos se levantó y puso la mano sobre un hombro del profesor.

-Señor Mondello, ¿ se encuentra usted bien? **********

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La luminosidad que proviene de la ventana ha comenzado a palidecer rápidamente. Enciende la luz de la lámpara de mesa que inunda el despacho con la tonalidad de su pantalla aper-gaminada. La carpeta descansa dentro del círculo de claridad limitado por la pantalla. Quién vive en el fondo de la noche. Ya no es posible saberlo. Mondello fue regresado a Milán en una silla de ruedas. Podía sostenerse en pie, pero no caminar, y hasta donde tuvo noticias, no volvió a hablar ni a comuni-carse con nadie. El título, el mezquino y misterioso título, es lo único que queda para desentrañar alguna conjetura. A qué noche hace alusión. Qué puede ser, con exactitud, esa noche. Tal vez un conocimiento, una revelación sobrevenida desde lo más hondo del tiempo, donde tal vez ni el hombre ni las cosas existiesen aún. Qué oscura verdad podría estar señalan-do. Para él, esa noche se le figura apenas una sensación, una noche que escapa a los límites del mundo, del sistema, de la galaxia, incluso del Universo, una noche tan absoluta que ni siquiera contiene reminiscencias lumínicas, que ya no puede transmitir ondas de ninguna especie, una noche sin un des-graciado asteroide que la visite, sin una insignificante partícu-la de hielo, ni siquiera un átomo, una noche hecha de Nada, sin referencia y sin tiempo, una noche que nunca comenzó y que se pierde en la vastedad de la propia noche, quizá aterrada de sí misma. El concepto último de la noche. Y sin embargo, alguien vive en ese lugar sin lugar, alguien y no algo porque la pregunta es quién y no qué vive en esa Nada donde la vida es imposible, alguien palpita con un corazón de niebla, alguien la habita aprisionado por barrotes de sombras en un sitio que ni siquiera es sitio y donde tampoco existen las sombras, un ente, una esencia recluida en un espacio sin nombre porque no hay vocablo capaz de nombrarlo. La pregunta quién vive contiene una afirmación, la de que, en efecto, alguien vive. En

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cierto modo, la pregunta consagra una respuesta, tanto más estremecedora cuanto que parte de esa evidencia. Desde esa visión, tal vez todo pierda sentido, la vida misma, el origen, los mitos, la historia. Todo lo que nos rodea, el confort, la familia, la amistad, la propia persona, podría desmoronarse en chatarra sin valor. Quizá alguna conciencia había cometido la temeridad de revelar una noción que sólo debe pertenecerle a Dios porque no existe mente humana capaz de contenerla.

Si el título en sí es a tal extremo perturbador, trata de imaginar el pavoroso conocimiento que abrazará página tras página, un abrazo creado quién sabe con qué sustancia y que puede conducir a un diferente estado de lucidez, un estado donde la autoreclusión, la locura y la muerte son disposicio-nes más francas y más cercanas a la naturaleza que este tópico concepto de la vida .

Escucha los golpes en la puerta, señal de su secretaria para entrar y anunciarle que se retira, que si precisa algo. Tam-bién es su hora de irse. Regresa la carpeta a la caja fuerte. Y en ese acto tan simple, el aire del despacho parece recobrar su estéril inocencia.

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La Máscara

El mar ha salvado el cuerpo del náufrago; pero ha secuestrado su nombre

Carlos Fuentes Llegaste a la ciudad huyendo del campo, escapándole a esa vida chata de angustias por la helada, por los nubarrones que pasan de largo sobre la sed de la tierra, o de diluvios que terminan anegando el suelo, huyendo, Bernardo, de tristezas en la mesa con papá y mamá y tus hermanos y hermanas y el tío Santia-go y Jeremías que apareció una tarde casi noche rengueando y golpeado y babeando sangre y cuatro costillas rotas, todos juntitos en la cocina envueltos por la luz del farol y el olor del guiso padre nuestro que están en los cielos el pan nuestro de cada día, huyendo de retos y castigos por nimiedades, cosas de chicos, cosas de muchachos que me ensucian las sábanas y después soy yo quien tiene que andar lavando, de inquietudes cada amanecer por los girasoles que crecen enanos y flacos entre manchones de tierra porque la tierra está cansada de siempre lo mismo y ya le dijeron que el monocultivo estropea el suelo pero él nada, cabeza dura como siempre, huyendo de ansiedades y desconsuelos y mortificaciones según pasan los años y un día cualquiera la gente se va del mismo modo que vino, sin que su paso por el mundo se diferencie del bosque-cillo de acacias sobre la colina, así fue con el abuelo Fabricio y con la abuela Tulia que apenas llegaste a conocer Bernardo, y con la negra Herminia que ayudaba a mamá en la cocina y en la huerta y en alimentar los cerdos y las gallinas y que ya era

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vieja y sorda y muda cuanto tú naciste, entonces un día que fue una mañana cualquiera le dijiste adiós a los desvelos de tu infancia y al aire agridulce de tu adolescencia y pusiste en una maleta tus diecinueve años y algo de muda interior y un par de camisas sin olvidar el abrigo y los lagrimones de mamá y el abrazo de oso de papá y las aventuras de sandokán la vuelta al mundo en ochenta días los viajes de simbad, y también algo de ese miedo que te apretaba la garganta junto con todos, to-ditos tus sueños Bernardo, entonces rumbeaste con la maleta liviana pero llena de tanto equipaje para el lado de la carretera que era la dirección del viento y de las nubes que pasaban rosadas sobre la campiña y debiste tirar cuántos cascotes a milton empecinado en seguirte hasta que al final comprendió o se rindió y te quedaste con sus ladridos desdibujados en la distancia, y luego de días y noches de camionetas destartala-das, pueblitos dormidos, caminos solitarios, cuando por fin llegaste a la ciudad y viste Bernardo, esas tropas de lengua extraña, tanques asomándose por las esquinas, grupos de sol-dados que te miraban pasar como si tú fueses el intruso, una ciudad diríase vacía, te preguntaste entonces dónde están los hombres, dónde los jóvenes, dónde están todos, sólo viejos y niños y algunas mujeres con apuradas bolsas de compra tam-bién vacías, apenas un repollo, un pan redondo, algún manojo de acelga sobresaliendo como cabelleras mustias.

Habrá sido por tu asombro de paisano, tu maleta gas-tada en los bordes, por tus ojos de campesino asustado que no te detuvieron, que no te interrogaron. Y después de todo, qué habrían de decirte en ese idioma incomprensible de vo-cales ausentes, de consonantes que se tropezaban unas con otras, ese lenguaje seco y duro, parco de saliva, labios como

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