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La literatura, el arte y el pensamiento en época de Tolstói

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Semana cultural

I CENTENARIO DEL FALLECIMIENTO DE LEÓN TOLSTÓI, AUTOR DE ANA KARENINA

La literatura, el arte y el

pensamiento en época de

Tolstói

Conferencia de:

María Isabel López

Martínez

Profesora titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada Facultad de Filosofía y Letras

Universidad de Extremadura

Organizado por el Club de Lectura y Cine “Leer en imágenes” Biblioteca Pública de Mérida “Jesús Delgado Valhondo”

18 de noviembre de 2010

www.bibliotecaspublicas.es/merida http://clubdelecturaycine-merida.blogspot.com/

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LA LITERATURA, EL ARTE Y EL PENSAMIENTO EN ÉPOCA DE TOLSTÓI María Isabel López Martínez

Universidad de Extremadura ESQUEMA

1. La crisis del pensamiento europeo en la segunda mitad del siglo XIX 2. El arte

3. La literatura

3.1. Los precursores de Tolstói 3.2. Los contemporáneos

4. Panorama de Rusia en la época de Tolstoi 5. Vida y obra de Tolstói

6. Textos sobre literatura europea del siglo XIX

1. LA CRISIS DEL PENSAMIENTO EUROPEO EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX

1851, Feuerbach, Conferencias sobre la esencia de la religión 1867, Marx comienza la redacción de El capital

1870, Bakunin, El estado y la anarquía 1883-1885, Nietzsche, Así habló Zarathustra 1891, Husserl, Filosofía de la Aritmética 1896, Bergson, Materia y memoria

2. EL ARTE

- Ascenso al poder de la burguesía y ruptura con la voluntad artística de creadores inconformistas.

- París es el centro de la vida artística. - Tendencias:

A. Realismo. Coubert (1819-1877). Protesta contra los convencionalismos. Ej. “Bonjour, Monsieur Coubert”.

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B. Prerrafaelistas. Dante Gabriel Rossetti (1828-1882). Vuelta al espíritu de la Edad Media, a lo primitivo, pero caen en una artificiosidad extrema. Ej. “La Anunciación”.

C. Impresionismo. Pintar “à plein air”, confiar en nuestros ojos y no en las enseñanzas recibidas, revolución cromática, formas en movimiento, ángulos de visión inusitados, aspecto abocetado, escenas de la vida cotidiana.

Gustave Manet (1832-1883). Obras: “El pintor Claude Monet trabajando en su barca”, “Olimpia”.

Claude Monet (1840-1926). Obras: “Nenúfares”, “La estación de Saint-Lazare de París”.

Auguste Renoir (1841-1919). Obras: “Baile en el Moulin de la Galette”, “En el concierto en un palco de la ópera”.

Edgar Degas (1834-1917). Obras: “Bailarinas”, “El ajenjo”.

3. LA LITERATURA

3.1. Los precursores de Tolstói:

Los grandes genios de la novela realista francesa, especialmente:

- Balzac (1799-1850). Obras importantes: Papá Goriot (1835), Las ilusiones perdidas (1843).

- Sthendal (1790-1840). Obras importantes: Rojo y negro (1830), La cartuja de Parma (1839).

3.2. Los escritores contemporáneos:

- Flaubert (1821-1880). Obras importantes: Madame Bovary (1856), La educación sentimental (1869).

- Victor Hugo (1802-1885). Obras importantes: Los miserables (1862).

- Émile Zola (1840-1902). Obras importantes: Nana (1880), Germinal (1885).

- Fiódor Dostoievski (1821-1880). Obras importantes: Crimen y castigo (1866), Los hermanos Karamazov (1880).

- Antón Chejov (1860-1904). Cambia el teatro con obras como La gaviota (1896), Tío Vania (1897), El jardín de los cerezos (1903). Fue un gran revolucionario del cuento, pues tiende a una síntesis capital y, partiendo del realismo en apariencia aséptico, aborda una profunda crítica social.

- Eça de Queiroz (1845-1900). Obras importantes: El primo Basilio (1875), El crimen del padre Amaro (1875).

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4. PANORAMA DE RUSIA EN ÉPOCA DE TOLSTÓI - Sistema autocrático e injusto que se mostró incapaz de modernizarse.

- Presión revolucionaria. Organización de grupos en torno a la ideología marxista que acabaría dando lugar a la Revolución soviética.

- Alejandro II decretó la abolición de la servidumbre en 1861. Éxodo a la ciudad.

- Cataclismo social que dio lugar a una gran variedad de corrientes ideológicas entre las que destacaba el populismo. Los populistas temían que el progreso material acabara con los eternos valores espirituales del pueblo ruso.

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6. TEXTOS SOBRE LITERATURA EUROPEA DEL SIGLO XIX

a. LEÓN TOLSTÓI, Guerra y paz

“Algunas docenas de miles de hombres vestidos de uniforme yacían muertos, en distintas posiciones, en los campos propiedad del señor Davidov y de los campesinos del Tesoro, en aquellos campos y en aquellos prados donde durante siglos los campesinos de los pueblos de Borodino, Gorki, Schevardin y Semeonovskoie recogían sus cosechas y hacían pastar a sus rebaños.

En las ambulancias y en el espacio de una deciatina, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. La muchedumbre de heridos y soldados de diversas armas con cara de espanto marchaban a Mojaisk o hacia Valuievo. Otros, atormentados, hambrientos y conducidos por sus correspondientes jefes, avanzaban hacia delante. Otros quedábanse donde estaban y empezaban a tirar. Por todos los campos, antes tan bellos y alegres, se confundían las bayonetas y las humaredas brillantes al sol, la niebla, la humedad y el acre hedor de la pólvora y de la sangre. Las nubes se habían acumulado y una lluvia menuda empezaba a caer sobre los muertos y los heridos y sobre la gente espantada y cansada, que dudaba ya, como si aquella lluvia quisiera decir: «¡Basta, basta! ¡Hombres, deteneos, sosegaos, pensad en lo que hacéis!»

Los hombres de uno y otro ejército, fatigados, hambrientos, empezaron a dudar igualmente de si era preciso continuar matándose los unos a los otros; en todos los rostros se observaba la vacilación, y cada uno se planteaba la pregunta: «¿Para qué? ¿Por qué he de matar o ser matado? ¡Matad si queréis, haced lo que queráis, yo ya estoy harto!» Hacia la tarde, este pensamiento maduraba por igual en el alma de cada uno.

Todos aquellos hombres podían, en cualquier momento, horrorizarse de lo que estaban haciendo, abandonarlo todo y huir.

Pero, a pesar de que al final de la batalla los hombres sintieran ya todo el horror de sus actos, con todo y que se hubieran sentido muy contentos deteniéndose, una fuerza incomprensible, misteriosa, continuaba reteniéndolos, y los artilleros, sudando a chorro, sucios de pólvora y de sangre, reducidos a una tercera parte, sin poderse tener en pie, ahogándose de fatiga, continuaban conduciendo cargas, cargando, apuntando, encendiendo la mecha y las balas, que, con la misma rapidez y la misma crueldad, continuaban volando de una parte a otra y destrozaban cuerpos humanos. Esta obra terrible, que se hacía no por voluntad de los hombres, sino por la voluntad de aquel que dirige a los hombres y al mundo, continuaba cumpliéndose. […]

No era solamente Napoleón el que experimentaba esa sensación propia de un sueño, de la mano que cae impotente, sino que todos los generales y todos los soldados del ejército francés, hubieran participado o no en el combate, después de la experiencia de todas las batallas precedentes, en las que el enemigo huía

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siempre después de esfuerzos diez veces menores, experimentaba un sentimiento parecido al horror ante un enemigo que después de haber perdido la mitad de su ejército, al final de la batalla continuaba tan amenazador como al principio. La fuerza moral del ejército francés que atacaba se había agotado. Los rusos no obtuvieron en Borodino la victoria que se definía por unos harapos clavados en palos elevados en el espacio, que se llaman banderas, pero obtuvieron una victoria moral: la victoria que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de su propia debilidad. La invasión francesa, cual bestia rabiosa que ha recibido en su huida una herida mortal, se sentía vencida, pero no podía detenerse, de la misma manera que el ejército, dos veces más débil, tampoco podía ceder. Después del choque, el ejército francés todavía podría arrastrarse hasta Moscú, pero allí, por un nuevo esfuerzo del ejército ruso, había de morir desangrado por la herida mortal recibida en Borodino. El resultado directo de la batalla de Borodino fue la marcha injustificada de Napoleón a Moscú, su vuelta por el viejo camino de Smolensk, la pérdida de un ejército de quinientos mil hombres y la de la Francia napoleónica, sobre la cual se posó en Borodino, por primera vez, la mano de un adversario moralmente más fuerte”.

b. FIÓDOR DOSTOIEVSKI, Crimen y castigo

“Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía.

«Debí suponerlo -se dijo con amarga ironía-. No sé cómo me atreví a hacerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el hacha y derramé sangre... Debí preverlo todo... Pero ¿acaso no lo había previsto?»

Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nuevo pensamiento.

«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador, uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad, por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de carne.»

De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.

«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo... ¿Cómo admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo podría admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente imposible: sus sentimientos estéticos se oponen a ello... ¡Un Napoleón introducirse debajo de la cama de una vieja...! ¡Inconcebible!»

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«La vieja no significa nada -se dijo fogosamente-. Esto tal vez sea un error, pero no se trata de ella. La vieja ha sido sólo un accidente. Yo quería salvar el escollo rápidamente, de un salto. No he matado a un ser humano, sino un principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he sabido dar. Me he quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar. Y ni siquiera esto lo he hecho bien del todo, al parecer... Un principio... ¿Por qué ese idiota de Rasumikhine atacará a los socialistas? Son personas laboriosas, hombres de negocios que se preocupan por el bienestar general... Sin embargo, sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad universal. Ante todo, quiero vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferible no tener vida. Al fin y al cabo, lo único que he hecho ha sido negarme a pasar por delante de una madre hambrienta, con mi rublo bien guardado en el bolsillo, esperando la llegada de la felicidad universal. Yo aporto, por decirlo así, mi piedra al edificio común, y esto es suficiente para que me sienta en paz... ¿Por qué, por qué me dejasteis partir? Tengo un tiempo determinado de vida y quiero también... ¡Ah! Yo no soy más que un gusano atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada más.» Al pensar esto estalló en una risa de loco. Y se aferró a esta idea y empezó a darle todas las vueltas imaginables, con un acre placer.

«Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y segundo, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satisfacciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta moderación en la ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y, en segundo, al matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el dinero estrictamente necesario para emprender una nueva vida. Nada más y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad de la vieja)... En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas -añadió rechinando los dientes-. Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me diría esto mismo que me estoy diciendo... ¿Hay nada comparable a este horror? ¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza...! ¡Qué bien comprendo al Profeta, montado en su caballo y empuñando el sable! "¡Alá lo ordena! Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura." Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es cosa tuya... ¡Oh! Jamás, jamás perdonaré a la vieja.»

Sus cabellos estaban empapados de sudor, temblaban sus resecos labios, su mirada se fijaba en el techo obstinadamente.

«Mi madre... mi hermana... ¡Cómo las quería...! ¿Por qué las odio ahora? Sí, las odio con un odio físico. No puedo soportar su presencia. Hace unas horas, lo recuerdo perfectamente, me he acercado a mi madre y la he abrazado... Es horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella supiera... ¿Y si se lo contara todo...? Me quitaría un peso de encima... Ella debe de ser como yo.»

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Pensó esto último haciendo un gran esfuerzo, como si no le fuera fácil luchar con el delirio que le iba dominando.

«¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara... ¡Pobre Lisbeth! ¿Por qué la llevaría allí el azar...? ¡Qué extraño es que piense tan poco en ella! Es como si no la hubiese matado... ¡Lisbeth...! ¡Sonia...! ¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mirada...! ¡Queridas criaturas...! ¿Por qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una mirada resignada y dulce... ¡Sonia, dulce Sonia...!»

c. ANTÓN CHEJOV, Relatos, “El álbum”

El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:

- Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...

- Durante más de diez años -le sopló Zacoucine.

- Durante más de diez años... ¡Hum!... en este día memorable, nosotros, vuestros subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque vuestra noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honréis con...

- Vuestras paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso -añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente-. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.

- Y que -concluyó- vuestro estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.

Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima. - Señores -dijo con voz temblorosa-, no esperaba yo esto, no podía imaginar que celebraseis mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Creedme, amigos míos, os aseguro que nadie os desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades... ha sido siempre en bien de todos vosotros... Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, dijo unas cuantas palabras más, muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche

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abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.

En su casa le esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos, le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiese sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente. - Señores -dijo en el momento de los postres-, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción. Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.

-¡Qué bonito es! -dijo Olga, la hija de Serlavis-. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!

Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios tirándolos al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de pensión. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo más que colorear recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de cerillas y lo llevó colocado así al despacho de su padre.

-Papá, mira un monumento.

Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.

-Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también”.

d. GUSTAVE FLAUBERT, Madame Bovary

“Llegaron a hablar más frecuentemente de cosas indiferentes a su amor; y en las cartas que Emma le enviaba hablaba de flores, de versos, de la luna y de las estrellas, recursos ingenuos de una pasión debilitada que intentaba avivarse con todas las ayudas exteriores. Ella se prometía continuamente, para su próximo viaje, una felicidad profunda; después confesaba no sentir nada extraordinario. Esta decepción se borraba

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rápidamente bajo una esperanza nueva, y Emma volvía más entusiasmada, más ávida. Se desvestía brutalmente arrancando la cinta delgada de su corsé, que silbaba alrededor de sus caderas como una culebra que se escurre. Iba de puntillas, descalza a mirar otra vez si la puerta estaba cerrada, después con un solo gesto dejaba caer juntos todos sus vestidos; y pálida, sin hablar, seria, se dejaba caer contra el pecho de su amante con un prolongado estremecimiento.

Sin embargo, había en su frente cubierta de gotas de sudor frío, en sus labios balbucientes, en sus pupilas extraviadas, en sus abrazos, algo extremado, vago y lúgubre, que a León le parecía deslizarse entre los dos sutilmente, como para separarlos.

León no se atrevía a hacerle preguntas, pero al verla tan experimentada, pensaba que ella había tenido que pasar todas las pruebas del sufrimiento y del placer. Lo que antes le encantaba ahora le asustaba un poco. Además, él se sublevaba contra la absorción, cada vez mayor, de su personalidad. Estaba resentido contra Emma por esta victoria permanente. Incluso se esforzaba por no quererla; después, al oír el crujido de sus botines, se sentía cobarde, como los borrachos a la vista de los licores fuertes.

Ella no dejaba, es cierto, de prodigarle toda clase de atenciones, desde los refinamientos de la mesa hasta las coqueterías del traje y las languideces de la mirada. Traía de Yonville rosas en su seno, y se las echaba a la cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta; y, a fin de retenerlo más, esperando que el cielo tal vez le ayudaría, le puso al cuello una medalla de la Virgen. Se informaba, como una madre virtuosa, acerca de las compañías que frecuentaba. Le decía:

No los veas, no salgas, no pienses más que en nosotros; ¡ámame!

Ella habría querido poder vigilar su vida, y se le ocurrió la idea de hacerle seguir por las calles. Había siempre cerca del hotel una especie de vagabundo que abordaba a los viajeros y que no rehusaría... Pero su orgullo se rebeló.

¡Eh!, ¡qué le vamos a hacer!, que me engañe, ¡qué me importa!, ¿es que me interesa?

Un día que se habían separado temprano y ella volvía sola por el bulevar vio los muros de su convento; se sentó en un banco a la sombra de los olmos. ¡Qué calma la de aquellos tiempos! ¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que trataba de imaginarse a través de los libros! Los primeros meses de su matrimonio, sus paseos a caballo por el bosque, el vizconde que valseaba, y Lagardy cantando, todo volvía a pasar delante de sus ojos... Y de pronto León le pareció tan lejano como los demás. Sin embargo, le quiero se decía.

¡No importa!, no era feliz, no lo había sido nunca. ¿De dónde venía aquella insatisfacción de la vida, aquella instantánea corrupción de las cosas en las que se apoyaba?... Pero si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo encontraría ella?

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¡Oh!, ¡qué dificultad! Por otra parte, nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta.

Un estertor metálico se arrastró por los aires y en la campana del convento se oyeron cuatro campanadas. ¡Las cuatro! Le parecía que estaba allí, en aquel banco, desde la eternidad. Pero un infinito de pasiones puede concentrarse en un minuto, como una muchedumbre en un pequeño espacio.

Emma vivía totalmente absorbida por las suyas y no se preocupaba del dinero más que una archiduquesa. Pero una vez un hombre de aspecto enclenque, rubicundo y calvo entró en su casa diciéndose mandado por el señor Vinçart, de Rouen. Retiró los alfileres que cerraban el bolsillo lateral de su larga levita verde, los clavó sobre su manga y alargó cortésmente un papel.

Era un pagaré de setecientos francos, firmado por ella, y que Lheureux, a pesar de todas sus promesas, había endosado a Vinçart. Emma mandó a la muchacha a casa de Lheureux. Éste dijo que no podía ir.

Entonces el desconocido, que había permanecido de pie, dirigiendo a derecha y a izquierda miradas curiosas disimuladas por sus espesas cejas rubias, preguntó con aire ingenuo:

¿Qué respuesta da al señor Vinçart?

Bueno respondió Emma , dígale... que no tengo... Será la semana que viene... Que espere..., sí, la semana que viene.

Y el buen hombre se fue sin decir palabra”.

e. ÉMILE ZOLA, Germinal

“Eran las cuatro de la mañana. La noche fresca de abril iba templándose a medida que se acercaba el alba. En el cielo sereno palidecían las estrellas, mientras que la claridad de la aurora ponía el horizonte de color de púrpura. Esteban seguía con paso rápido el camino de Vandame. Acababa de pasar seis semanas en una cama del hospital de Montsou. Aunque pálido todavía y muy delgado, se sentía con fuerzas para marcharse, y se marchaba. La Compañía, que, fiel a sus proyectos, continuaba despidiendo gente con prudencia, le había dicho que no podía darle trabajo en las minas. Lo único que le daba, al mismo tiempo que le ofrecía una ayuda de cien francos, fue el consejo paternal de que abandonase el trabajo de las minas porque para el estado delicado de su salud era demasiado penoso. Esteban había rehusado los cien francos. Una carta de Pluchart contestando a otra suya, acababa de llamarle a París, y de llevarle el dinero para el viaje. Aquella era la realización de sus sueños. La noche antes, al salir del hospital, había dormido en casa de la viuda Désir. Se levantó muy

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temprano, porque deseaba despedirse de sus compañeros antes de ir a tomar el tren que salía a las ocho de Marchiennes.

De cuando en cuando Esteban se detenía en el camino a respirar el aire puro de la primavera. No había vuelto a ver a nadie; solamente la viuda de Maheu estuvo un día en el hospital; sin duda luego no pudo volver. Pero sabía que toda la gente del barrio de los Doscientos Cuarenta trabajaba ahora en Juan-Bart. Poco a poco los desiertos caminos iban poblándose; mineros y más mineros pasaban junto a Esteban dirigiéndose silenciosos a su trabajo. La Compañía, según públicamente se aseguraba, abusaba de su triunfo. Después de dos meses y medio vencidos por el hambre, tuvieron que pasar por todo, incluso por la tarifa nueva, aquella disimulada disminución de los jornales, más odiosa ahora, porque había costado la vida a muchos compañeros. Les robaban una hora de trabajo, les hacían faltar a su juramento de no someterse, y este perjurio, impuesto e inevitable, les amargaba. Ya se trabajaba en todas partes; en Mirou, en La Magdalena, en Crevecoeur, en La Victoria. Pero en el ademán sombrío de aquellas masas de obreros que se encaminaban a las minas, se adivinaba que todos rechinaban los dientes con disimulo, que sus corazones rebosaban de odio y deseo de venganza, y que en su actitud no había más resignación que la impuesta por las necesidades del estómago.

Cuanto más se acercaba Esteban a la mina, mayor era el número de obreros que encontraba. Casi todos iban solos; los que iban en grupos caminaban en silencio, cansados de sí mismos y de los demás. Cuando llegó a Juan-Bart, aún no había amanecido del todo. Entró en la mina, y atravesó la escalera del departamento de cernir, para entrar en el de la boca del pozo.

Empezaban a bajar los obreros. Un momento permaneció inmóvil en medio de la agitación y el ruido que siempre se produce mientras dura esa operación; porque entre la multitud de gente que allí había no vio ninguna cara amiga. Los que estaban esperando turno en el ascensor le miraban con cierta inquietud, y bajaban enseguida la vista, como si su presencia les causara vergüenza. Sin duda le reconocían, y no le guardaban rencor. Antes al contrario, parecían temerle y avergonzarse ante la idea de que su antiguo jefe pudiera tacharlos de cobardes. Aquella actitud le conmovió, y ya perdonaba a aquellos miserables que le habían insultado, y casi acariciaba de nuevo la idea de transformarles en héroes, de dirigir aquel pueblo, al cual consideraba como una fuerza natural que se devoraba a sí mismo. Cuando aquella tanda de obreros desapareció por la boca de la mina, y entró en la sala una nueva tanda, vio a uno de sus lugartenientes durante la huelga, uno que había jurado morir antes que someterse.

-¡También tú! -murmuró Esteban asombrado.

El otro palideció y con voz temblona le contestó: -¿Qué quieres? Tengo mujer. Sus amigos y conocidos fueron llegando unos después de otros. -¡Tú también! ¡Tú también! ¡Tú también! - decía a cada momento.

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