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RACIONALISMO: DESCARTES ... 1

I.LAAUTOSUFICIENCIADELARAZÓNCOMOFUENTEDECONOCIMIENTO ... 1

II.LACONSTRUCIÓNDELUNIVERSOENLAFILOSOFÍARACIONALISTA ... 2

1. Descartes ... 2

A. La unidad de la razón y el método ...2

a) La unidad del saber y de la razón. ...2

b) La estructura de la razón y el método. ...2

B. La duda y la primera verdad: «Pienso, luego existo»...3

a) La duda metódica. ...3

b) La primera verdad y el criterio. ...4

C. Las ideas...4

a) Las ideas, objeto del pensamiento. ...4

b) La idea como realidad objetiva y como acto mental. ...5

D. La existencia de Dios y del mundo ...6

E. La estructura de la realidad: las tres sustancias ...7

III.LAMATEMÁTICACOMOMODELODESABER ... 8

IV.RAZÓNYLIBERTAD ... 9

1. Raíces antropológicas de la filosofía racionalista ... 9

2. La experiencia cartesiana de la libertad ... 10

A. Las pasiones...10

B. El yo como pensamiento y libertad ...10

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RACIONALISMO: DESCARTES

I. LA AUTOSUFICIENCIA DE LA RAZÓN COMO FUENTE DE CONOCIMIENTO

Los términos «racionalismo» y «racionalista» son utilizados a menudo no solamente en filosofía, sino también en la lengua y conversación comunes. Si preguntáramos a cualquier persona ajena a la filosofía qué significan estos términos, tal vez nos contestaría que el racionalismo es aquella actitud que confiere una importancia, un valor fundamentales a la razón. Esta definición no es, desde luego, desatinada, pero peca de excesiva generalidad e imprecisión. No basta, en efecto, con indicar vagamente que se confiere a la razón un valor de fundamento, de principio supremo, sino que es necesario establecer qué se entiende por razón y respecto de qué se la considera principio. Lo uno y lo otro solamente puede ser definido si se señala con precisión: a) a qué factores o instancias se niega el rango de principio concedido a la razón (ya que conceder la primacía a un factor implica, obviamente, negársela a otro u otros factores); y b) en qué campo o esfera se concede a la razón el rango de fundamento y principio.

De las observaciones precedentes se deduce con facilidad que cabe hablar de racionalismo en distintos campos o esferas y que en cada una de éstas el término

«racionalismo» adquirirá un significado específico y concreto. Consideremos solamente un ejemplo. A menudo se habla de racionalismo religioso. El término «racionalismo» se aplica en este caso a una esfera determinada, la esfera de lo religioso, y viene a significar aquella teoría que concede la primacía a la razón en la fundamentación y formulación de las ideas religiosas, negándosela a los dogmas y a la fe. El racionalismo religioso así entendido pretende construir una religión natural y universal, de la cual queden excluidos todos los dogmas y creencias que no sean estrictamente racionales. (Como vimos en el capítulo sexto, este racionalismo religioso surge ya en el Renacimiento con el platonismo y se extiende ampliamente durante los siglos XVII y XVIII.)

A pesar de que pueda recibir distintas acepciones específicas y aplicarse en esferas distintas, el término «racionalismo» suele utilizarse primordialmente para denominar aquella corriente filosófica del siglo XVII a la que pertenecen Descartes y Leibniz, Espinoza y Malebranche. En este caso el racionalismo suele oponerse al empirismo, a la filosofía empirista inglesa del siglo XVIIÍ. Quizá la mejor forma de entender esta oposición sea referir ambas corrientes a la cuestión del origen del conocimiento. El empirismo sostendrá que todos nuestros conocimientos proceden, en último término, de los sentidos, de la experiencia sensible. Por su parte, el racionalismo establece que nuestros conocimientos válidos y verdaderos acerca de la realidad proceden no de los sentidos, sino de la razón, del entendimiento mismo. En la esfera del conocimiento, la filosofía racionalista del siglo XVII concede a la razón la principialidad en cuanto fuente y origen de los mismos, negándosela a los sentidos.

Para comprender esta afirmación característica del racionalismo (nuestros conocimientos válidos y verdaderos acerca de la realidad proceden del entendimiento mismo) es conveniente tener en cuenta el ideal y el método de la ciencia moderna. El ideal de la ciencia moderna es el de un sistema deductivo en que las leyes se deducen a partir de ciertos principios y conceptos primeros. El problema fundamental consiste en determinar de dónde provienen (y cómo es posible formular) las ideas y principios a partir

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Ante este problema no cabe más que de dos posibles contestaciones: a) los principios, ideas y definiciones, a partir de los cuales se deduce el resto de las proposiciones científicas, provienen de la experiencia sensible, su origen se halla en la información que nos proporcionan los sentidos, y b) su origen no se halla en la experiencia sensible, sino que el entendimiento los posee en sí mismo y por sí mismo.

Esta última es la respuesta del racionalismo. Las ideas y principios a partir de los cuales se ha de construir deductivamente nuestro conocimiento de la realidad no proceden de la experiencia. Ciertamente los sentidos nos suministran información acerca del universo, pero esta información es confusa y a menudo incierta. Los elementos últimos de que ha de partir el conocimiento científico, las ideas claras y precisas que han de constituir el punto de partida no proceden de la experiencia, sino del entendimiento que las posee en sí mismo. Esta teoría racionalista acerca del origen de las ideas se denomina innatismo, ya que sostiene que hay ideas innatas, connaturales al entendimiento, que no son generalizaciones a partir de la experiencia sensible.

Dos son, por tanto, las afirmaciones fundamentales del racionalismo acerca del conocimiento: en primer lugar, que nuestro conocimiento acerca de la realidad puede ser construido deductivamente a partir de ciertas ideas y principios evidentes; en segundo lugar, que estas ideas y principios son innatos al entendimiento, que éste los posee en sí mismo al margen de toda experiencia sensible.

II. LA CONSTRUCIÓN DEL UNIVERSO EN LA FILOSOFÍA RACIONALISTA

1. Descartes

A. La unidad de la razón y el método a) La unidad del saber y de la razón.

En la primera de sus Reglas para la dirección del espíritu afirma Descartes:

«Todas las diversas ciencias no son otra cosa que la sabiduría humana, la cual permanece una e idéntica, aun cuando se aplique a objetos diversos, y no recibe de ellos más distinción que la que la luz del sol recibe de los diversos objetos que ilumina.» Las distintas ciencias y los distintos saberes son, pues, manifestaciones de un saber único.

Esta concepción unitaria del saber proviene, en último término, de una concepción unitaria de la razón. La sabiduría (bona mens) es única porque la razón es única: la razón que distingue lo verdadero de lo falso, lo conveniente de lo inconveniente, la razón que se aplica al conocimiento teórico de la verdad y al ordenamiento práctico de la conducta, es una y la misma.

b) La estructura de la razón y el método.

Puesto que la razón, la inteligencia, es única, interesa primordialmente conocer cuál es su estructura, su funcionamiento propios, a fin de que sea posible aplicarla correctamente y de este modo alcanzar conocimientos verdaderos y provechosos.

Dos son, a juicio de Descartes, los modos de conocimiento: la intuición y la deducción. La intuición es una especie de «luz natural», de «instinto natural» que tiene

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por objeto las naturalezas simples: por medio de ella captamos inmediatamente conceptos simples emanados de la razón misma, sin que queda posibilidad alguna de duda o error. La intuición es definida por Descartes del siguiente modo (Regla III): «Un concepto de la mente pura y atenta, tan fácil y distinto que no queda duda ninguna sobre lo que pensamos; es decir, un concepto no dudoso de la mente pura y atenta que nace de la sola luz de la razón, y es más cierto que la deducción misma.»

Todo el conocimiento intelectual se despliega a partir de la intuición de naturalezas simples. En efecto, entre unas naturalezas simples y otras, entre unas intuiciones y otras, aparecen conexiones que la inteligencia descubre y recorre por medio de la deducción.

La deducción, por más que se prolongue en largas cadenas de razonamientos, no es, en último término, sino una intuición sucesiva de las naturalezas simples y de las conexiones entre ellas.

Puesto que la intuición y la deducción constituyen el dinamismo interno, la dinámica específica del conocimiento, esta ha de aplicarse en un doble proceso o movimiento: 1) en primer lugar, un proceso de análisis hasta llegar a los elementos simples, a las naturalezas simples; 2) en segundo lugar, un proceso de síntesis, de reconstrucción deductiva de lo complejo a partir de lo simple. A uno y otro momento se refieren respectivamente las reglas segunda y tercera del Discurso del método: «Dividir cada una de las dificultades en tantas partes como sea posible y necesario para resolverlas mejor (regla segunda del Discurso del método).» Y «conducir por orden mis pensamientos comenzando por los objetos más simples y fáciles de conocer, para subir poco a poco, por pasos, hasta el conocimiento de los más complejos; suponiendo incluso un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros (regla tercera del Discurso del método)».

Esta forma de proceder no es, pues, arbitraria: es el único método que responde a la dinámica interna de una razón única. Hasta ahora, piensa Descartes, la razón ha sido utilizada de este modo sólo en el ámbito de las matemáticas, produciendo resultados admirables. Nada impide, sin embargo, que su utilización se extienda a todos los ámbitos del saber, produciendo unos frutos igualmente admirables.

B. La duda y la primera verdad: «Pienso, luego existo»

a) La duda metódica.

Como indicábamos anteriormente al caracterizar el racionalismo, el entendimiento ha de encontrar en sí mismo las verdades fundamentales a partir de las cuales sea posible deducir el edificio entero de nuestros conocimientos. Este punto de partida ha de ser una verdad absolutamente cierta sobre la cual no sea posible dudar en absoluto.

Solamente así el conjunto del sistema quedará firmemente fundamentado.

La búsqueda de un punto de partida absolutamente cierto exige una tarea previa consistente en eliminar todos aquellos conocimientos, ideas y creencias que no aparezcan dotados de una certeza absoluta: hay que eliminar todo aquello de que sea posible dudar. De ahí que Descartes comience con la duda. Esta duda es metódica, es una exigencia del método en su momento analítico. El escalonamiento de los motivos de duda presentados por Descartes hace que aquélla adquiera la máxima radicalidad.

1.° La primera y más obvia razón para dudar de nuestros conocimientos se halla en las falacias de los sentidos. Los sentidos nos inducen a veces a error; ahora bien,

¿qué garantía existe de que no nos inducen siempre a error? Ciertamente, la mayoría de los hombres considerarán altamente improbable que los sentidos nos induzcan siempre a

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error, pero la improbabilidad no equivale a la certeza y de ahí que la posibilidad de dudar acerca del testimonio de los sentidos no quede totalmente eliminada.

2.° Cabe, pues, dudar del testimonio de los sentidos. Esto nos permite dudar de que las cosas sean como las percibimos por medio de los sentidos, pero no permite dudar de que existan las cosas que percibimos. De ahí que Descartes añada una segunda razón

—más radical— para dudar: la imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño.

También los sueños nos muestran a menudo mundos de objetos con extremada viveza, y al despertar descubrimos que tales mundos de objetos no tienen existencia real. ¿Cómo distinguir el estado de sueño del estado de vigilia y cómo alcanzar certeza absoluta de que el mundo que percibimos es real? (En este caso hemos de hacer la misma observación que en el caso de las falacias de los sentidos: Por supuesto, la mayoría de los hombres —si no todos— cuentan con criterios para distinguir la vigilia del sueño; pero estos criterios, sin embargo, no sirven para fundamentar una certeza absoluta.)

3.° La imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño permite dudar de la existencia de las cosas y del mundo, pero no parece afectar a ciertas verdades, como las matemáticas: dormidos o despiertos, los tres ángulos de un triángulo suman 180 grados en la geometría de Euclides. De ahí que Descartes añada el tercer y más radical motivo de duda: tal vez exista algún espíritu maligno —escribe Descartes— «de extremado poder e inteligencia que pone todo su empeño en inducirme a error» (Meditaciones, I).

Esta hipótesis del «genio maligno» equivale a suponer: tal vez mi entendimiento es de tal naturaleza que se equivoca necesariamente y siempre cuando piensa captar la verdad.

Una vez más se trata de una hipótesis improbable, pero que nos permite dudar de todos nuestros conocimientos.

b) La primera verdad y el criterio.

La duda llevada hasta este extremo de radicalidad parece abocar irremisiblemente al escepticismo. Esto pensó Descartes durante algún tiempo hasta que, por fin, encontró una verdad absoluta, inmune a toda duda por muy radical que sea ésta: la existencia del propio sujeto que piensa y duda. Si yo pienso que el mundo existe, tal vez me equivoque en cuanto a que el mundo existe, pero no cabe error en cuanto a que yo lo pienso;

igualmente, puedo dudar de todo menos de que yo dudo. Mi existencia, pues, como sujeto que piensa (que duda, que se equivoca, etc.) está exenta de todo error posible y de toda duda posible. Descartes lo expresa con su célebre «Pienso, luego existo».

Pero mi existencia como sujeto pensante no es solamente la primera verdad y la primera certeza: es también el prototipo de toda verdad y de toda certeza. ¿Por qué mi existencia como sujeto pensante es absolutamente indubitable? Porque la percibo con toda claridad y distinción. De aquí deduce Descartes su criterio de certeza: todo cuanto perciba con igual claridad y distinción será verdadero y, por tanto, podré afírmalo con inquebrantable certeza: «En este primer conocimiento no existe sino una percepción clara y distinta de lo que afirmo; lo cual no sería suficiente para asegurarme de la certeza de una cosa, si fuera posible que lo que percibo clara y distintamente sea falso.

Por tanto, me parece que puedo establecer como regla general que todo lo que percibo clara y distintamente es verdadero (Meditaciones, III).»

C. Las ideas

a) Las ideas, objeto del pensamiento.

Tenemos ya una verdad absolutamente cierta: la existencia del yo como sujeto pensante.

Esta existencia indubitable del yo no parece implicar, sin embargo, la existencia de ninguna otra realidad. Volvamos, en efecto, al ejemplo anteriormente utilizado: «yo pienso

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que el mundo existe»; tal vez el mundo no exista, decíamos (podemos, según Descartes, dudar de su existencia); lo único soberanamente cierto es que yo pienso que el mundo existe. ¿Cómo demostrar la existencia de una realidad extramental, exterior al pensamiento? ¿Cómo conseguir la certeza de que existe algo aparte de mi pensamiento, exterior a él?

El problema es enorme, sin duda, ya que a Descartes no le queda más remedio que deducir la existencia de la realidad a partir de la existencia del pensamiento. Así lo exige el ideal deductivo: puesto que la primera verdad es el «yo pienso», del «yo pienso»

han de extraerse todos nuestros conocimientos, incluido, claro está, el conocimiento de que existen realidades extramentales.

Antes de seguir adelante con la deducción es necesario detenernos con Descartes a hacer balance e inventario de los elementos con que contamos para llevarlo a cabo.

Este balance nos muestra que contamos con dos elementos: el pensamiento como actividad (yo pienso) y las ideas que piensa del yo. Volvamos por tercera vez al ejemplo:

«yo pienso que el mundo existe». Esta fórmula nos pone de manifiesto la presencia de tres factores: el yo que piensa, cuya existencia es indudable; el mundo como realidad exterior al pensamiento, cuya existencia es dudosa y problemática, y las ideas de

«mundo» y de «existencia» que indudablemente poseo (tal vez el mundo no exista, pero no puede dudarse de que poseo las ideas de «mundo» y de «existencia», ya que si no las poseyera, no podría pensar que el mundo existe).

De este análisis concluye Descartes que el pensamiento piensa siempre ideas.

Es importante señalar que el concepto de «idea» cambia en Descartes respecto de la filosofía anterior. Para la filosofía anterior, el pensamiento no recae sobre las ideas, sino directamente sobre las cosas: si yo pienso que el mundo existe, estoy pensando en el mundo y no en mi idea de mundo (la idea sería algo así como un medio transparente a través del cual el pensamiento recae sobre las cosas: como una lente a través de la cual se ven las cosas, sin que ella misma sea percibida). Para Descartes, por el contrario, el pensamiento no recae directamente sobre las cosas (cuya existencia no nos consta en principio), sino sobre las ideas: en el ejemplo utilizado, yo pienso no en el mundo, sino en la idea de mundo (la idea no es una lente transparente, sino una representación o fotografías que contemplamos), y ¿cómo garantizar que a la idea de mundo corresponde una realidad: el mundo?

b) La idea como realidad objetiva y como acto mental.

Antes de seguir adelante es necesario detenerse, siquiera brevemente, a considerar la naturaleza de las ideas. La afirmación de que el objeto del pensamiento son las ideas, lleva a Descartes a distinguir cuidadosamente dos aspectos en ellas: las ideas en cuanto que son actos mentales («modos del pensamiento», en expresión de Descartes) y las ideas en cuanto que poseen un contenido objetivo. En cuanto actos mentales, todas las ideas poseen la misma realidad; en cuanto a su contenido, su realidad es diversa: «En cuanto que las ideas son solamente modos del pensamiento, no reconozco desigualdad alguna entre ellas y todas ellas parecen provenir de mí del mismo modo; pero en tanto que la una representa una cosa, y la otra, otra, es evidente que son muy distintas entre sí. Sin duda alguna, en efecto, aquellas ideas que me representan sustancias son algo más y poseen en sí, por así decirlo, más realidad objetiva que aquellas que representan solamente modos o accidentes (Meditaciones, III).»

c) Clases de ideas.

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Hay, pues, que partir de las ideas. Hay que someterlas a un análisis cuidadoso para tratar de descubrir si alguna de ellas nos sirve para romper el cerco del pensamiento y salir a la realidad extramental. Al realizar este análisis. Descartes distingue tres tipos de ideas:

1.° Ideas adventicias, es decir, aquellas que parecen provenir de nuestra experiencia externa (las ideas de hombre, de árbol, los colores, etc.). (Hemos escrito:

«parecen provenir», y no: «provienen», porque aún no nos consta de la existencia de una realidad exterior.)

2.° Ideas facticias, es decir, aquellas ideas que construye la mente a partir de otras ideas (la idea de un caballo con alas, etc.). Es claro que ninguna de estas ideas puede servirnos como punto de partida para la demostración de la existencia de la realidad extramental: las adventicias, porque parecen provenir del exterior y, por tanto, su validez depende de la problemática existencia de la realidad extramental; las facticias, porque al ser construidas por el pensamiento, su validez es cuestionable.

3.° Existen, sin embargo, algunas ideas (pocas, pero, desde luego, las más importantes) que no son ni adventicias ni facticias. Ahora bien, si no pueden provenir de la experiencia externa ni tampoco son construidas a partir de otras, ¿cuál es su origen? La única contestación posible es que el pensamiento las posee en sí mismo, es decir, son innatas. (Henos aquí ya ante la afirmación fundamental del racionalismo de que las ideas primitivas a partir de las cuales se ha de construir el edificio de nuestros conocimientos son innatas.) Ideas innatas son, por ejemplo, las ideas de «pensamiento» y la de

«existencia», que ni son construidas por mí ni proceden de la experiencia externa alguna, sino que me las encuentro en la percepción misma del «pienso, luego existo».

D. La existencia de Dios y del mundo

Entre las ideas innatas. Descartes descubre la idea de infinito, que se apresura a identificar con la idea de Dios (Dios = infinito). Con argumentos convincentes demuestra Descartes que la idea de Dios no es adventicia (y no lo es, evidentemente, ya que no poseemos experiencia directa de Dios) y con argumentos menos convincentes se esfuerza en demostrar que tampoco es facticia (tradicionalmente se ha mantenido que la idea de infinito proviene, por negación de los límites, de la idea de lo finito; Descartes invierte esta relación afirmando que la noción de finitud, de limitación, presupone la idea de infinitud: ésta no deriva, pues, de aquélla; no es facticia).

Una vez establecido por Descartes que la idea de Dios —como ser infinito— es innata, el camino de la deducción queda definitivamente expedito:

a) La existencia de Dios es demostrada a partir de la idea de Dios. Entre los argumentos utilizados por Descartes merecen destacarse dos: en primer lugar, el argumento ontológico, al que ya nos hemos referido en el capítulo tercero, al ocuparnos de San Anselmo; en segundo lugar, un argumento basado en la causalidad aplicada a la idea de Dios. Este argumento parte de la realidad objetiva de las ideas a que hemos hecho referencia en el apartado anterior y puede formularse así: «la realidad objetiva de las ideas requiere una causa que posea tal realidad en sí misma, no sólo de un modo objetivo, sino de un modo formal o eminente» (respuestas segundas), es decir, la idea como realidad objetiva requiere una causa real proporcionada; luego la idea de un ser Infinito requiere una causa Infinita; luego ha sido causada en mí por un ser Infinito; luego ej ser Infinito existe.

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b) La existencia del mundo es demostrada a partir de la existencia de Dios:

puesto que Dios existe y es infinitamente bueno y veraz, no puede permitir que me engañe al creer que el mundo existe, luego el mundo existe.

Dios aparece así como garantía de que a mis ideas corresponde un mundo, una realidad extramental. Conviene, sin embargo, señalar que Dios no garantiza que a todas mis ideas corresponda una realidad extramental. Descartes (como Galileo, como toda la ciencia moderna) niega que existan las cualidades secundarias, a pesar de que tenemos las ideas de los colores, los sonidos, etc. Dios solamente garantiza la existencia de un mundo constituido exclusivamente por la extensión y el movimiento (cualidades primarias). A partir de estas ideas de extensión y movimiento puede, según Descartes, deducirse la física, las leyes generales del movimiento, y Descartes intenta realizar esta deducción. Aplazamos una consideración más detenida de la interpretación cartesiana del mundo hasta el capítulo décimo, epígrafe II, bajo el título «La máquina cartesiana del mundo».

E. La estructura de la realidad: las tres sustancias

De lo anteriormente expuesto se comprende fácilmente que Descartes distingue tres esferas o ámbitos deja realidad: Dios o sustancia infinita, el yo o sustancia pensante y los cuerpos o sustancia extensa. (Ya hemos señalado que, según Descartes, la esencia de los cuerpos es la extensión: Descartes niega la realidad de las cualidades secundarias.)

El concepto de sustancia es un concepto fundamental en Descartes a partir de él, en todos los filósofos racionalistas. Una célebre definición cartesiana de sustancia (que no es la única ofrecida por Descartes, pero sí la más significativa) establece que sustancia es una cosa que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir. Tomada esta definición de un modo literal, es evidente que sólo podría existir una sustancia, la sustancia infinita (Dios), ya que los seres finitos, pensantes y extensos, son creados y conservados por Él. Descartes mismo reconoció (Principios I,51) que taI definición solamente puede aplicarse de modo absoluto a Dios, si bien la definición puede seguir manteniéndose por lo que se refiere a la independencia mutua entre la sustancia pensante y la sustancia extensa, que no necesitan la una de la otra para existir.

El objetivo último del pensamiento de Descartes al afirmar que alma y cuerpo, pensamiento y extensión, constituyen sustancias distintas, es salvaguardar la autonomía del alma respecto de la materia. La ciencia clásica (cuya concepción de la materia comparte Descartes) imponía una concepción mecanicista y determinista del mundo material, en el cual no queda lugar alguno para la libertad. La libertad —y con ella el conjunto de los valores espirituales defendidos por Descartes— solamente podía salvaguardarse sustrayendo el alma del mundo de la necesidad mecanicista y esto, a su vez, exigía situarla como una esfera de la realidad autónoma e independiente de la materia. Esta independencia del alma y el cuerpo es la idea central aportada por el concepto cartesiano de sustancia.

La autonomía del alma respecto de la materia se justifica, por lo demás, en la claridad y distinción con que el entendimiento percibe la independencia de ambas:

«puesto que, por una parte, poseo una idea clara y distinta de mí mismo en tanto que soy

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tanto que es solamente una cosa extensa y que no piensa, es evidente que yo soy distinto de mi cuerpo y que puedo existir sin él». (Meditaciones, VI.)

III. LA MATEMÁTICA COMO MODELO DE SABER

Tras la exposición precedente de los temas más importantes de los filósofos racionalistas, podemos ahora señalar cuáles son los rasgos fundamentales del racionalismo que derivan de su aceptación de las matemáticas como saber modelo.

a) En primer lugar, hemos de señalar como característica fundamental del racionalismo su ideal de ciencia deductiva siguiendo el modelo matemático, es decir, la convicción fundamental de que es posible deducir el sistema de nuestro conocimiento acerca del universo a partir de ciertas ideas y principios evidentes y primitivos.

b) La influencia del modelo matemático se muestra además en dos convicciones fundamentales del racionalismo, a las cuales hemos aludido también con anterioridad.

1.° La convicción de que el ámbito de la razón, del pensamiento, es necesario: los tres ángulos de un triángulo valen necesariamente dos rectos, tal propiedad se deduce necesariamente de la naturaleza del triángulo. No es que sea así, pero pudiera ser de otro modo. El razonamiento matemático se desarrolla como una cadena, donde todo es como tiene que ser y no puede ser de otro modo.

Ampliada esta necesidad desde las matemáticas al ámbito de la realidad entera, las ideas de libertad y de contingencia resultan difíciles de mantener. (Un acto libre es precisamente aquél que no es necesario, que es así, pero podría ser de otro modo;

igualmente, contingente es aquello que no es necesario, es pero podría no ser.) Hemos visto cómo Leibniz pretende hacer un hueco en su sistema para la libertad y la contingencia, distinguiendo entre verdades de razón (necesarias) y verdades de hecho (contingentes), pero hemos visto también cómo esta distinción es difícil —si no imposible— de mantener dentro de un sistema racionalista. Espinosa fue más radical y coherente y negó abiertamente que haya nada libre, contingente: todo lo que sucede, sucede —según Espinosa— necesariamente.

2.° La convicción de que el ámbito del pensamiento se corresponde exactamente con el ámbito de la realidad. Espinosa decía que «el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas». En esta convicción se basa, como vimos, la definición racionalista de la sustancia: lo que se puede concebir por sí mismo, sin necesidad de recurrir a la idea de otra cosa, existe por sí mismo e independientemente de tal cosa. Resultado de esta convicción y de la consiguiente definición de la sustancia son el «ocasionalismo» de Malebranche, la «armonía preestablecida» de Leibniz y el «panteísmo» de Espinosa.

c) Esta última convicción de que la realidad se corresponde con el pensamiento lleva lógicamente a un notable menosprecio de la experiencia: no será necesario recurrir a ésta, ya que el pensamiento por sí mismo es capaz de descubrir la estructura de la realidad.

Este menosprecio de la experiencia se muestra en la tesis típica del racionalismo, según la cual el pensamiento posee ideas y principios innatos, no extraídos de la experiencia, a partir de los cuales puede construirse el edificio de nuestro conocimiento.

Igualmente, se muestra en la utilización, por parte de todos los filósofos racionalistas del argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios.

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d) Existe, en fin, una última característica común a todos los filósofos racionalistas:

su recurso a Dios para garantizar la correspondencia entre el orden del pensamiento y el orden de la realidad. La garantía de esta correspondencia es, en Descartes, el Dios perfecto y veraz que no puede engañarnos; en Leibniz, el Dios que

«armoniza» el universo de forma tal que la correspondencia no falle («armonía preestablecida»); en Espinosa, en fin, Dios es también la garantía última de la correspondencia entre el pensamiento y el mundo corpóreo, ya que Dios es la única sustancia, y el pensamiento y la extensión no son sino dos atributos suyos.

IV. RAZÓN Y LIBERTAD

1. Raíces antropológicas de la filosofía racionalista

En las páginas precedentes hemos insistido preferentemente en los aspectos relativos a la teoría del conocimiento racionalista: innatismo de las ideas, ideal de un sistema deductivo cuyo prototipo es el saber matemático, concepción de la realidad como un orden racional, etc. Se trata, sin duda, de aspectos esenciales y significativos del racionalismo. Sin embargo, es importante señalar que la motivación última de la filosofía racionalista no se halla tanto en su interés por el conocimiento científico- teórico de la realidad, cuanto en una honda preocupación por el hombre, por la orientación de la conducta humana, de modo que sea posible una vida plenamente racional.

Esta honda preocupación por la conducta humana aparece explícitamente afirmada por Descartes en la primera parte del Discurso del método, al exponer la trayectoria de su propia actividad filosófica: «sentía continuamente un deseo imperioso de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, con el fin de ver claro en mis acciones y caminar con seguridad en esta vida». El objetivo último que Descartes persigue a través de la filosofía es, pues, la solución de un problema antropológico: el de fundar en la razón el uso de ja libertad, a fin de que el uso racional de ésta haga posible alcanzar la felicidad y la perfección humanas.

A pesar de la frialdad aparente de su sistema, construido en la forma árida de un sistema geométrico deductivo. Espinosa' tiene también como objetivo último el hallazgo de la «felicidad suprema». No es casual ni arbitrario que su obra fundamental se titule Etica (Ética demostrada al modo geométrico): las cuatro últimas partes, de las cinco que componen la obra, se ocupan de la naturaleza humana, de las pasiones o afectos, de la libertad y del entendimiento, es decir, de la determinación de que sea el «bien verdadero», la felicidad y la perfección humanas; en la primera de las cinco partes, la Ética de Espinosa trata de Dios (de la estructura y orden de la totalidad de lo real = Dios o Naturaleza), lo que muestra claramente que el conocimiento de la realidad es para Espinosa una condición previa para el conocimiento de la naturaleza humana y de la felicidad que nos es propia.

La motivación profunda del Racionalismo es, pues/antropológica. En la exposición que viene a continuación no nos ocuparemos, por lo demás, de todos los aspectos de la antropología de Descartes y Espinosa, sino solamente de un tema relevante de la misma:

el tema de la libertad. Ambos filósofos estudian la libertad en una doble relación: 1) relación de la libertad con el cuerpo, bien se entienda éste como sustancia, como cosa extensa (Descartes), bien como un modo de la extensión (Espinosa), y 2) relación deja libertad con el entendimiento o razón interpretados, tanto por Descartes como por

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posible la libertad y de cómo ha de entenderse su ejercicio y la consecución de la felicidad.

2. La experiencia cartesiana de la libertad

En el capítulo segundo («Hombre y Sociedad en el pensamiento griego»), al ocuparnos de la concepción platónica del alma, señalábamos las dificultades con que se encuentra Platón a la hora de explicar las relaciones existentes entre la parte racional del alma y las partes inferiores de la misma. Indicábamos entonces cómo esta misma dificultad aparecería posteriormente en Descartes, entre otros filósofos modernos y contemporáneos. En efecto. Descartes separa el alma del cuerpo de una manera más radical aun que lo hiciera el platonismo, considerándolos sustancias autónomas y autosuficientes. De este modo se agudiza el problema de la relación, calificada por Descartes como «combate», entre las partes inferior y superior del alma, entre los apetitos naturales o pasiones, de un lado, y, de otro, la razón y la voluntad. ¿Cuál es el origen de las pasiones, cómo afectan a la parte superior del alma y cuál es el comportamiento de ésta respecto de aquéllas?

A. Las pasiones

Entiende Descartes por pasiones aquellas percepciones o sentimientos que hay en nosotros y que afectan al alma sin tener su origen en ella. Su origen se halla en las fuerzas que actúan en el cuerpo, fuerzas denominadas por Descartes «espíritus vitales».

Las pasiones, por tanto, son: 1) involuntarias: su aparición, su surgimiento, escapa al control y al dominio del alma racional, ya que no se originan en ellas; 2) inmediatas, y 3) no siempre racionales, es decir, no siempre acordes con la razón; de ahí que pueda significar para el alma cierta servidumbre: «las pasiones agitan diversamente la voluntad, y así hacen al alma esclava e infeliz».

Descartes está tocando en este punto un tema típicamente estoico: el tema del autodominio, del autocontrol. La actitud de Descartes ante las pasiones no es absolutamente negativa, por lo demás. No se trata de que haya que rechazarlas o erradicarlas por principio, por el mero hecho de su existencia. A lo que hay que enfrentarse es, no a las pasiones como tales, sino a la fuerza ciega con que tratan de arrastrar la voluntad de un modo inmediato, sin dejar lugar para la reflexión razonable. La tarea del alma en relación con las pasiones consiste, pues, en someter- las y ordenarlas conforme al dictamen de la razón. Es la razón, en efecla que descubre y muestra el bien que, como tal, puede ser querido por la voluntad. La razón suministra no solamente el criterio adecuado respecto de las pasiones, sino también la fuerza necesaria para oponerse a ellas: las armas de que se vale la parte superior del alma, escribe Descartes, son «juicios firmes y determinados referidos al conocimiento del bien y del mal, según los cuales ha decidido conducir las acciones de su vida».

B. El yo como pensamiento y libertad

Con el término «yo» expresa Descartes la naturaleza más íntima y propia del hombre. Del yo poseemos un conocimiento directo, intuitivo, claro y distinto que se manifiesta en el «yo pienso». El yo como sustancia pensante (res cogitans) es centro y sujeto de actividades anímicas que, en último término, se reducen a dos facultades, el entendimiento y la voluntad: «todos los modos del pensamiento, que experimentamos en nosotros, pueden reducirse, en general, a dos: uno es la percepción u operación del entendimiento; el otro, la volición u operación de la voluntad. En efecto, el sentir, imaginar y el entender puro no son sino diversos modos del percibir, así como desear, rechazar, afirmar, negar, dudar, son distintos modos de querer» (Principios de la filosofía I, 32).

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La voluntad se caracteriza por ser libre. La libertad ocupa un lugar central en la filosofía de Descartes: a) la existencia de la libertad es indudable; es —dice Descartes—

«tan evidente que ha de considerarse una de las nociones primeras y máximamente comunes que hay innatas en nosotros» (ibíd. I, 39); b) la libertad es la perfección fundamental del hombre (ibíd. I, 37); c) el ejercicio de la libertad, en fin, constituye un elemento esencial del proyecto de Descartes: la libertad nos permite ser dueños tanto de la naturaleza (el objetivo último del conocimiento para Descartes como para Bacon es el dominio de la naturaleza) como de nuestras propias accionas. (Entre las acciones significativas que hacen posible la libertad figura la duda, la decisión de dudar de que, como vimos, parte toda la filosofía de Descartes.)

¿En qué consiste exactamente la libertad, su ejercicio? A juicio de Descartes, la libertad no consiste en la mera indiferencia ante las posibles alternativas que se ofrecen a nuestra elección: la pura indiferencia entre los términos opuestos de mi elección no significa perfección de la voluntad, sino imperfección e ignorancia del conocimiento. La libertad no consiste tampoco en la posibilidad absoluta de negarlo todo, de decir arbitrariamente a todo que no. La libertad consiste en elegir lo que es propuesto por el entendimiento como bueno y verdadero.

Es el entendimiento el que descubre el orden de lo real, procediendo de un modo deductivo-matemático. La libertad es, pues, no la indiferencia ni la arbitrariedad, sino el sometimiento positivo de la voluntad al entendimiento.

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