UN CUENTO DE BÁSQUET QUE VALE LA PENA LEER Y COMPARTIR
CARLOS ALTAMIRANO
Le tiemblan los labios a Matías. No los puede contener. Quizá tampoco quiera. Con el revés de su mano se saca las lágrimas, una verdadera catarata que inunda sus pómulos segundo a segundo.
Acaban de pasar sólo algunos minutos del momento más feliz de su vida, el que soñó desde el mismísimo momento en que pisó por primera vez ese club de barrio que, primero, lo formó como persona, y luego, le regaló al básquet cómo deporte base. Porque, se sabe, en los clubes barriales la elección de UN deporte recae, casi obligatoriamente, en la continuidad de lo que papá alguna vez jugó, aunque las opciones para quemar calorías y encender la felicidad se entremezclan en un ratito de fútbol improvisado con dos sillas (hasta que alguien de la comisión directiva lo nota y acaba el juego con un grito), otro rato de beach voley (sin arena, lógico) y largos minutos de pelota paleta (con la red de vóley ajustada delicadamente a una altura poco convencional). Todo es válido para fundir las horas y entrelazar, firmemente, esa amistad con el grupo de pibes que será, por los siglos de los siglos, el contacto más fuerte con los más maravillosos signos de solidaridad y afecto.
Se trata de ese grupo de pibes que comparte la coca del pico, incluso con aquel que pocas veces cuenta con monedas para que la “baquita” convenza al kiosquero de la esquina. Ese grupo de pibes que en épocas estivales se regocija en la pileta desde las diez de la mañana hasta las ocho de la noche. Ese grupo de pibes que cada viernes, antes del partido de la Primera del Club, toma como religión destrozar cientos de diarios que horas más tarde llenará la cancha de papelitos. Ese grupo de pibes que comparte la primera cerveza, el primer cigarrillo, la primera noche de boliche, las primeras vacaciones sin familia...
Y ahí está Matías. Destrozado. Recordando precisamente todo aquello que lo llevó a conocer el verdadero significado de la amistad. Es la una de la mañana y el silencio, paradójicamente, lo aturde.
Él eligió estar en ese lugar. Fue un impulso, una corazonada. Siente que se le mueve el piso, que le explotará el pecho, que debe hacer fuerza para poder respirar. Su viejo, compinche, entendió el mensaje. Sportivo Belgrano acaba de ganar su primer título de liga local con un triple de Matías en el último suspiro del partido. Pero él, siente la necesidad de pedirle a su padre que lo lleve al más espantoso de los lugares...
Leonardo cayó casi por casualidad a Sportivo. Su madre, recién mudada al barrio, tuvo dos opciones para elegir; y aunque Atlético Rivadavia le quedaba a sólo dos cuadras, llevó a su hijo a Sportivo, a quinientos metros de su casa. En menos de una semana, ese pibe de siete años, respetuoso pero poco tímido a la vez, para el grupo ya era Leo. Y si bien su vínculo con esa camada de mini fue estupendo desde el primer minuto, sintió que alguien en particular comenzaría a ser su mejor amigo.
A esa edad no hay nada en especial que genere mayor apego. Ni un estilo musical, ni un equipo de fútbol, ni la relación entre sus padres. Es simplemente una cuestión de piel, algo que llega sólo, sin reparos, sin exigencias. Leandro y Matías se conocieron en el mural de la chapitería en pleno verano.
Tardaron treinta segundos en sacarse la vergüenza. Y otros segundos más en compartir las primeras risas.
Hubo algo que desde las primeras prácticas de básquet los diferenció: Leo tenía cualidades estupendas con la pelota. A Matías, en cambio, los detalles técnicos le costaban horrores. No picaba bien la bola, hacer una entrepierna o una faja era como pedirle una auténtica pirueta. Y de meterla en el aro, mejor ni hablar. Desde aquella vez en que anotó 26 puntos en el comienzo del torneo de minis (13 bandejas, obvio), Leo se transformó automáticamente en la estrellita del equipo, el talento de la camada, el mimado.
Matías jamás sintió celos de su amigo. Por lo contrario, era el primero en apoyarlo. Asumió que, carente de idoneidad, su plan B se recostaría en ser un perro de caza, en jugar siempre al límite, en defender con el cuchillo entre los dientes como arma letal. Una virtud que le sirvió sólo unos años, pues en cadetes, cuando ya no era obligatorio para los entrenadores usar a todos los jugadores al menos un cuarto, pocas veces pisaba la cancha. Matías arrastró por años una espina clavada en la espalda: nunca le podía ganar los uno contra uno a Leo. Tampoco al 21. Menos al reloj. Lo dicho: su tiro era pésimo. La única forma en la que ganaba picados, era cuando compartía equipo con Leo. Se complementaban genial. Caía de maduro: la afinidad fuera de la cancha se potenciaba dentro.
Esa pandilla de Sportivo Belgrano arrastró un karma: durante los siete años de categorías inferiores, jamás pudo ser campeón. Tres veces quedó en el camino en semifinales. Las restantes cuatro, perdió en la final. Y las cuatro, causalmente, ante Atlético, el clásico rival. Leonardo era quien más sufría.
Infinidad de veces fue tentando por diferentes clubes, pero nunca se le cruzó por la cabeza abandonar a sus amigazos. Es más: Sportivo era el único club del barrio que aún no había podido reemplazar al viejo piso de mosaico, pero ese detalle no estaba a la altura de los sentimientos. De las cuatro finales perdidas, la última fue la más dolorosa. Era la despedida de la etapa de juveniles, el tercer año de la categoría. El equipo se había jurado dejar la vida por ser campeón. Y a lo largo del año, las cosas habían salido estupendas: primeros en la etapa regular, barrida en semis a Gimnasia y Esgrima y ventaja deportiva en el bolsillo para buscar desquitarse, al fin, de Atlético. Para colmo, Leo estaba endemoniado. Treinta y cuatro puntos de media. En el promedio de la temporada, dos clubes de la Liga Nacional lo habían tanteado. No ha lugar. Él tenía claro su destino:
la medicina era su carrera a futuro, y un campeonato con Sportivo le quitaba el sueño a su presente.
¡Sí, 34 puntos de promedio! No había plan defensivo que pudiera frenarlo. Matías, suplente eterno, se sentía parte de ese logro: durante todo el año, los siete días de la semana, fue quien potenció a su amigo. Primero, convenció a los dirigentes para que le den una copia de las llaves del club. Y segundo, fue quien le alcanzó una y mil veces la pelota a Leo en su afán de ser cada día un mejor tirador. Rulo Tedini, el entrenador de Atlético, tuvo que pedir su último tiempo muerto a falta 35 segundos para que termine el partido. Sportivo, luego de estar doce puntos abajo en el despertar del último cuarto, se puso a un punto, obvio, con un triple de Leo, que llegó a la friolera de 41 tantos.
Pero la alegría era doble: en uno de los pocos minutos que Matías estuvo en cancha en esa gran final de juveniles, fue él quien, con un bloqueo fulminante, le limpió a Leo el panorama para que gatille desde el eje de cancha. No hace falta explicar el festejo que se desató cuando Matías se tiró de cabeza al piso para recuperar la pelota en la siguiente posesión de Atlético. Juegazo: 88 a 87 y Sportivo, con 14 segundos, tenía la última bola. El plan diagramado por Carlos Mazzelli, histórico DT
de las formativas de Sportivo Belgrano, fue seguido al pie de la letra: Andrés, el base, consumió los segundos necesarios.
Luciano y Federico, los rústicos pivots, le dieron a Leonardo un doble bloqueo para que salga a tomar el tiro final. Y ahí fue. No tan limpio. No tan claro. El cambio defensivo lo obligó a buscar ángulo de tiro con un bote de balón. Leo hizo técnicamente todo perfecto. Mató el pique, ejecutó su exquisito jump y tiró con su distinguía elegancia...
Daniel, eterno planillero del club y capitán del equipo que logró el ascenso a la “A” en el 67, perdió la cuenta de la cantidad de partidos que vio en su vida. Pero jura que fueron más de dos mil. También jura que nunca jamás vio semejante capricho de un balón para negarse a entrar al canasto. Seis veces rebotó la pelota en el aro. ¡Seis! Pum, pum, pum, pum, pum y pum. ¡Seis! Y con la bocina de fondo, cayó redonda por fuera.
Durante meses, nadie vio a Leonardo regalando una mínima sonrisa. Fallar el tiro final y perder su cuarta final fue demasiado. Ni siquiera haber comenzado su carrera de medicina, su gran pasión, le había cambiado el ánimo. Estaba destrozado. E incluso llegó a pensar, firmemente, en no comenzar la temporada de Primera división. En verdad, ya había tomado la decisión de dejar el básquet. Pero Matías, su fiel amigo, su máximo confidente, en una de esas tardes de mates al borde de la pileta, lo convenció para continuar.
No fue sencilla la pretemporada del equipo. Cuatro juveniles, entre ellos Leo y Matías, eran parte del nuevo plantel de Primera que, a decir verdad, no era candidato en el torneo superior. Sportivo, club de barrio sin presupuesto, jamás apostó a ganar un título de la máxima división. Sus pocas monedas siempre fueron destinadas a un plan consistente en las divisiones menores. Pero hubo un detalle que complicó más aún las cosas: para sorpresa de todo el club, Matías y Leo rompieron, de sopetón, su relación de amistad...
Morocha. Fina. Nada de exuberancias ni medidas estrambóticas. De verdad muy fina. Rostro blanquito, ojos achinados color noche, cinturita de muñeca, sonrisa de poster. Laurita era La belleza del club. Diosa por donde se la mire, con una figura armada durante doce años ininterrumpidos de vóley. Eso sí: casi sin analizar el motivo se puso como objetivo nunca noviar con alguien del club, pese a que tenía, sin exagerar, un auténtico club de fans en la palma de su mano. Todos estaban enamorados de Laurita. Pero Matías tenía un amor especial por ella. Un amor jamás expresado.
Nadie sabía de su devoción por la morocha.
Nadie salvo Leo, claro. El 20 de febrero fue la fecha del quiebre. Una amistad puede tardar años en formarse, y sólo un segundo en romperse: en Sportivo, el habitual baile de carnaval para despedir el verano estallaba. ¡Más que nunca! Matías, presidente del jurado que elegiría al mejor disfrazado, ya había tomado su decisión. Leo había sido el hazmerreír de la velada escondiéndose tras el atuendo de don Jacinto, el querido don Jacinto, ese personaje de todo club de barrio que se dedica a nada en especial, pero que hace todo dentro del club. Luego de 25 minutos sin encontrar a su amigo, Matías se llevó una amarga sorpresa cuando vio a Leo junto a Laurita en el quincho del fondo, besándose apasionadamente. Fue un shock. Un golpe al alma. Ese 20 de febrero marcó un antes y un después en la vida de ambos. Matías, destrozado, decidió romper la relación. Así de lapidario...
El octavo puesto al cierre de la etapa regular del torneo de Primera no sorprendió a nadie en Sportivo. Era una ubicación lógica, pues el equipo estaba plagado de jugadores del montón, más un
verdadero crack, un asesino: 31,5 puntos de promedio tuvo Leonardo en su debut como jugador mayor. Era el sostén del plantel. Matías, tan dolido como desde aquella vez en que sintió aniquilado su corazón, seguía mirando cada partido desde el banco de suplentes.
Los ánimos cambiaron de golpe cuando Sportivo Belgrano dio la primera gran sorpresa de los playoffs al eliminar a Azules Unidos, el mejor equipo de la fase regular y el que más dinero había gastado en pos del título. Una serie al mejor de tres partidos posibilita eso: robar el primero de visitante y apostar a la localía para cerrar la serie. Leo había estado impreciso en el primer juego, de goleo bajo; pero la rompió en el segundo con 48 puntos.
Descomunal. Jugar una de las semifinales no estaba en los planes de nadie. Ni de propios, ni de extraños. Atlético volvía a ser el rival. Pero nada podía contra el temperamento de Sportivo, decidido a arrasar a quien se le pusiera en frente. Otra serie barrida. Otro 2 a 0 tajante. Otra gran sorpresa, y con una yapa: ganarle al clásico rival, a ese equipo que en las inferiores fue un permanente verdugo.
¿Leo? Crack: 33 puntos en el juego de ida, otros 33 en el de vuelta. Sarmiento, el rival de la final, tampoco se había preparado para estar en la definición. Para todo el ambiente, el duelo caminaba entre lo asombroso y lo admirable.
Sarmiento fue claro en los dos primeros juegos de la serie al mejor de 5: 88 a 66 y 79 a 62. En su casa, Leo había estado intratable durante toda la temporada, siempre por encima de los 30 puntos, y esta vez no fue la excepción. Metió 37 en el tercer punto de la eliminatoria y llevaba 32 a falta de 2 minutos para que termine el cuarto juego, con Sportivo cómodamente al frente por 92 a 74 y el juego liquidado. Osvaldo Maya, el coach de Sportivo, quiso ser solidario con Matías y darle esos instantes del cierre del pleito a modo de premio.
Matías era de esos tipos constantes que nunca faltaba a un entrenamiento, que siempre tenía palabras de aliento para el equipo aun sin pisar el campo de juego. De hecho, era el capitán...
Segundos más tarde, lo único que se escuchaba en el estadio era el sonido de una ambulancia.
Tendido sobre el suelo, sin reacción alguna, Leonardo dejó mudo a todos. Cayó de golpe, seco.
Matías fue el primero que llegó en su ayuda. Lo tomó fuerte de la cabeza, le gritó, lo zamarreó. Una y otra vez. Ni Matías ni los médicos pudieron evitar la tragedia. Paro cardíaco. La noticia se dio a conocer a las 2 de la mañana. Leo, aquel pibe que aprendió los sabores de la vida a los siete años cuando pisó por primera vez Sportivo Belgrano, encontró la muerte en el lugar y el momento menos esperado. Imposible describir con palabras la sensación de impotencia que recayó sobre el club. En realidad, sobre todo el barrio.
Imposible describir la sensación de muerte en vida de Matías. Ni siquiera había podido reconciliarse con su mejor amigo habiéndolo pensado mil veces. No se sentía culpable. Se sentía vacío. Luego de debatirlo durante dos semanas, los dirigentes de ambos clubes, en honor a Leonardo, decidieron jugar el quinto partido de la final para conocer al campeón de la temporada. No era un partido normal desde lo emocional hasta los instantes finales. Allí, cada uno quería su porción de historia.
Sportivo tenía un doble problema: la salida por faltas de gran parte de su plantel y una desventaja de 4 puntos a falta de 39 segundos. A Maya, el coach, no le quedó otra que meter a Matías por primera vez en el partido. Matías devolvió esperanzas al robar una bola en la primera línea y darle un pase gol a Andrés, el base, que de contragolpe descontó la brecha: 80 a 78, 27 segundos. La aguerrida defensa en bloque de Sportivo llevó a Sarmiento a perder la pelota con sólo 8 segundos por jugar. Tiempo muerto...
Estaba clara la acción: generarle un aclarado a Andrés, que venía derecho con el aro, para que resuelva con un rompimiento y busque el suplementario. Y así fue. Desde el eje de cancha, rompió la primera línea pero, en cuanto la defensa se cerró, se quedó sin ángulo de tiro. Casi al límite perderla, se desprendió de la bola hacia una de las esquinas, improvisando una situación que jamás había sido parte del plan. En la más absoluta de la soledad, Matías recibió la pelota y, sin pensarlo, tiró al canasto, justo antes de que sonara la bocina final. Fueron sus primeros tres puntos en el partido, sus primeros tres en la serie, sus primeros tres en todo el torneo. Suficientemente importante para darle el triunfo a Sportivo en el más dramático cierre de temporada de la historia de la liga.
Desencajados, sus compañeros edificaron una montaña humana sobre él. Sportivo Belgrano había conseguido su primer título, y el desenfreno en el festejo era lógico. Pero Matías tenía otro deseo.
Corrió hacia su padre, y juntos, salieron del club...
Le tiemblan los labios a Matías. No los puede contener. Parado frente a la tumba de Leo, sólo deja caer su camiseta, como si fuese agua entre sus dedos. Con el revés de su mano se seca las lágrimas.
De regreso, siente que el piso se mueve, que su garganta se le quiebra, que le cuesta respirar.