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I Concurso de relatos Aullidos.COM. El Ruido. Tu respiración hace más ruido que el ruido que creíste haber escuchado en la planta

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Academic year: 2021

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El Ruido

Tu respiración hace más ruido que el ruido que creíste haber escuchado en la planta baja. Para tranquilizarte, te dices que sólo fue tu imaginación. Sólo eso. Ni siquiera te levantas de la cama para encender la luz. Para qué, si no fue más que un ruido, y en el caso de que no lo hubieras imaginado, de cualquier modo tendría una explicación lógica. Un gato, que por cierto no tienes, un ratón, aunque sabes que las trampas y el veneno acabaron con todos, un acomodamiento natural de la casa o un objeto que simplemente se cayó al piso gracias a los campos electromagnéticos o a las vibraciones psíquicas o a la pura casualidad. Suspiras. Ya has logrado calmarte lo suficiente como para que, una vez más, intentes conciliar el sueño.

El Ruido, en la planta baja.

Te incorporas, no lo imaginaste. La certeza te abruma y quisieras estar sordo para no haberlo escuchado. Pero lo escuchaste, por segunda ocasión. La evidencia le cierra la boca a tu voz mental. No hay objetos que se caigan dos veces, no hay acomodamientos naturales tan cínicos y estridentes, a menos que se avecine un derrumbe. Eso, a lo mejor está temblando. Le das una ojeada a las cortinas, pero se hallan tan quietas que parecen a prueba de viento. La oscuridad no te permite hacer un profundo análisis de los cuadros o del vaso de agua que dejaste sobre el buró antes de que te dedicaras a tratar de dormir.

Ahora sí es prudente que enciendas la luz. Lo haces. Observas la recámara. Lo único que se mueve es tu pecho de arriba a abajo, desbocado. Tienes miedo. Ignoras si tendrías menos miedo si en realidad estuviera temblando, pero no es así. Debes dejar esa vieja teoría para concentrarte en lo que sea que ande merodeando en la planta baja de tu casa. Los vericuetos cerebrales te llevan precisamente adonde no querías llegar. Un

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escalofrío te lame la espalda ante la idea de que haya alguien adentro. Alguien, no un gato ni ratoncitos ni estupideces. Alguien real, un asaltante, un asesino, un tipo de dos metros de altura con músculos hasta en las caries. Alguien con una pistola, una navaja, una ametralladora, una bazuca. O qué tal que no sea alguien, sino algunos. Sientes que la recámara da vueltas a tu alrededor y buscas la orilla de la cama para sentarte y resistir la cubetada de adrenalina. Respira. Respira. Serénate, enfría tu cabeza. Te encuentras en una emergencia, en una situación límite que requiere de tu ecuanimidad. No permitas que el pánico te arrincone y te obligue a llorar y a llorar y a olvidar que, si quisieras, podrías salvar tu vida. Entiendes que es tu vida la que está en riesgo. Te levantas de un salto y apagas la luz. Lo primero que vas a hacer es cuidarte de que él o ellos no se enteren de que los oíste, así gozarás de la ventaja del factor sorpresa. Eso es pensar objetivamente. Cuál es el segundo paso. Descubres que hay varias opciones. Una de ellas consiste en salir sigilosamente de la habitación, bajar las escaleras en silencio y acechar. Sin embargo, qué vas a hacer cuando lo veas, o los veas. Escupirles no te será de mucha ayuda. Lo que te ayudaría en estos momentos sería un arma. Lamentas no haber comprado el revólver que te ofrecieron el año pasado. Ni modo, no querías armas en tu casa, eres pacifista y, al parecer, poco precavido. Un arma. Invéntala, recuerda que incluso un calcetín puede ser un arma letal en las manos correctas. Aunque tus manos no son precisamente letales. Acuérdate de la última pelea en la que te involucraste. No te fue muy bien. Nada bien, tanto, que a partir de ahí te volviste pacifista. Cómo podías saber que aquel fulano era un experto en artes marciales. Mejor no te acuerdes de esa pelea, porque te vas a desmoralizar. Descartas la opción de salir sigilosamente de la recámara para matarlos. Entonces podrías llamar a la policía. Eso es lo que hace la gente civilizada, llamar a la policía y atrincherarse en el cuarto hasta que lleguen. Lástima, te cortaron el teléfono. Haz memoria. Dijiste que había otras prioridades en tu

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presupuesto, como las visitas diarias a bares y cantinas, así que no te importó dejar de pagar algunos servicios. Eso no fue muy inteligente de tu parte, pero sólo hasta ahora lo descubres.

El Ruido, al pie de las escaleras.

Contienes la respiración. Corres a un lado, luego al otro, luego regresas al punto del que partiste. Va a subir, va a subir, casi gritas que va a subir. Pronto, haz algo. Reacciona.

Deja de correr como un desquiciado y prepárate.

El Ruido, en el tercer escalón.

Aguzas el oído porque no estás seguro de que sean pasos. Se trata más bien de un sonido como de. No sabes. Admítelo. No tienes ni idea de qué produzca el ruido. Es como si algo se arrastrara o. No sabes. Más bien es como un rechinido, como cuando un león acaricia el cristal de una ventana. Estás fantaseando, y no sabes.

El Ruido, a la mitad de las escaleras.

De pronto crees que sí son pasos, y muchos, como un regimiento. Tus piernas tiemblan.

Estás francamente aterrado. Vergonzoso, patético.

El Ruido, en el último escalón.

Te liberas del trance y corres hacia la puerta, pones el seguro y te recargas en ella con la esperanza de que eso se vaya a otra parte, al baño, al estudio, a la azotea, al carajo. El ruido es como un chasquido, no, como una gotera, no, como. No sabes.

El Ruido se acerca a la recámara.

Cierras los ojos con ganas de que tus párpados te envuelvan el cuerpo, para que eso no te vea, para que desista. Eres un cobarde. Antes no eras así, qué te pasó. Te justificas con el hecho de que conoces la maldad, el sufrimiento, el hambre. Has visto cosas grotescas, las ves todos los días, tienes que convivir con ellas. Y sí, te has endurecido en apariencia, pero por dentro te has vuelto frágil. Estás consciente de que eres apenas una

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escama en el gigantesco dragón de la sociedad. Eres vulnerable. Cualquiera te puede matar, en cualquier momento. Tú puedes matar a cualquiera, en cualquier arranque de ira. Basta, no te disculpes, no tiene caso que lo hagas.

El Ruido, en la puerta.

El ruido es como el estertor de un moribundo. No. El Ruido es como un tintineo de monedas. No. Sigues sin saberlo, pero está frente a ti, muy cerca, apenas dividido por la madera podrida. Debiste cambiar las puertas, ya tienen, cuánto, quince años, treinta y cinco. Más. Ya estaban aquí desde antes de que compraras la casa. Debiste cambiar las puertas, son importantes. Mírate. En calzones, sudado, despeinado, con todo tu miedo sosteniendo una puerta carcomida.

El Ruido golpea la puerta por todos lados, la recorre.

A cada golpe te sobresaltas y aprietas los dientes. Qué es, quién es el pinche ruido. Tu cobardía le cede el paso al desconcierto. Qué quiere, por qué a ti. Quién es. Qué está pasando. Te saturas de preguntas. Y es entonces cuando una palabra se ilumina en tu diccionario personal. Venganza. Te dices que de eso se trata este asunto, de una venganza. Haces un recuento de personas y llegas a la conclusión de que no tienes enemigos. Está ese imbécil del trabajo al que le haces la vida imposible, pero de ahí a que se haya declarado una franca enemistad entre ustedes, no. También está aquel otro ingenuo que te prestó dinero en alguna navidad. Nunca se lo regresaste, ni tienes la intención de hacerlo. Además se fue a vivir a otro país. Y le fue bien, ya ni se ha de acordar del dinero que te prestó. Ni de ti. Lo tachas de la lista. Quién más. Todos los conductores a los que les has mentado la madre no cuentan. Tampoco el niño que atropellaste por accidente, ya que nadie se enteró de que fuiste tú, mucho menos el niño, quien estaba drogado, metamorfoseado en un limosnero, en un payaso diminuto y saltarín. No pudo haberse llevado un último pensamiento de venganza a la fosa común.

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El Ruido se mueve del otro lado de la puerta.

Por un instante se te figura que el ruido es igual al de tus pesadillas, al del sonido de los huesos que se fracturan bajo las llantas. Eso no está nada bien. Sientes que estás enloqueciendo. Fue un accidente. Un terrible accidente. Sería absurdo pretender que un niño muerto haya venido a vengarse de ti. Sin embargo, te pones espiritista y hablas con lo que sea que se encuentre allá afuera. Dices niño, niño, eres tú. El ruido no contesta.

Lo vuelves a intentar, dices niño, si eres tú, déjame saber qué quieres. El Ruido guarda silencio. Te sientes ridículo, por lo que tu preocupación aterriza en el campo de las realidades. Piensas en aquella muchacha con la que anduviste. Le llevabas flores y diez años. La embarazaste, la abandonaste y ella a cambio abandonó los estudios y su casa.

Olvidaste su nombre, por lo que dices al tanteo Marcela, Luisa, Tere, eres tú, contéstame.

El Ruido bufa en el resquicio de la puerta.

Concluyes que no es Marcela Luisa Tere quien se encuentra del otro lado. El bufido te sonó como al de un animal. Quizás un perro. Evocas la imagen del pueblo donde naciste, donde te criaste. Tú y tus amigos jugaban a apedrear a los perros. Y hubo uno en particular al que, un día, le rompiste una pata por accidente. Puntualizas lo del accidente. El juego consistía en asustarlos, en ponerlos en fuga, sólo eso. El que tu piedra le hubiera dado en la pata fue una horrible equivocación. Un perro cojo ha venido del más allá a apedrearte. La idea te hace gracia. A pesar de la situación, o incluso por ella, sonríes. Quién es el ruido, te preguntas, ni siquiera ha de existir, es solamente mi imaginación, tienes el descaro y el cinismo de engañarte en estos términos. Y todavía te muestras más hipócrita al volver a la cama a esconderte bajo las cobijas. De cualquier modo sabes que mañana no vas a ir a trabajar. A lo mejor vas a faltar toda la semana, o

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todo el mes. Depende. El que no tengas provisiones de comida en la recámara te parece un gran problema, pero confías en que se te ocurrirá algo en el momento oportuno.

Mientras, El Ruido se queda junto a la puerta, dispuesto a esperar.

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