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LA FILOSOFÍA Y EL PROLETARIADO

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PALABRAS INICIALES

¿Qué es la filosofía? Para muchas personas es una actividad intelectual extraña a la vida cotidiana, a la cual se dedican los que quieren apartarse del mundo para conocer su esencia y transmi-tirla a sus semejantes.

Para otras, es una actitud de indiferencia ante los hechos que ocurren en el seno de la sociedad y la preocupan y la movilizan, porque son problemas secundarios si se comparan con el interés supremo del hombre que es el de conocer su destino.

Para otras más, la filosofía es la dedicación al estudio de lo que existe, al cual sólo pueden llegar los privilegiados por su cultura y por su desdén hacia las cosas que interesan al común de los mortales.

Esa concepción vulgar de la filosofía hace de ella una disciplina esotérica, reservada para unos cuantos, cuyo valor es la satisfac-ción que proporciona el manejo de las ideas, que constituyen el galardón principal del hombre.

Pero al lado de las opiniones superficiales, de las que participan los individuos que no han tenido la oportunidad de recibir una preparación superior, y coincidiendo con ellas en cierta forma, las escuelas del pensamiento que se han sucedido en el curso del tiempo hasta hace poco afirmaban que la filosofía tiene como único fin el conocimiento de la realidad, la parte substancial de la vida y del hombre.

Curso dictado a alumnos de la Universidad Obrera de México, el mes de abril de 1962. Publicado como libro por esa institución. México, D.F., 1962.

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Si esa fuera la meta de la filosofía, no pasaría de ser una actividad académica, sin vínculos con los apremios de la sociedad humana. Sin embargo, la filosofía no es sólo el conocimiento de la esencia y de las manifestaciones de las cosas, sino un medio para cambiarlas en provecho del hombre. Desde que Carlos Marx afirmó: “los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de diversas maneras; lo que importa ahora es transformarlo”, la filosofía adquirió un carácter trascendental y se convirtió en arma de los hombres que quieren transformar la sociedad en que viven. Y esos hombres son los inconformes con su existencia, los que revolucionan la comunidad humana, los que impulsan el progre-so, los que luchan contra el pasado de miseria, de dolor, de injusticia, de ignorancia y de falta de libertad verdadera.

En nuestro tiempo, dentro de la sociedad dividida en clases sociales, es la clase obrera, la clase mayoritaria, la inconforme con el mundo y, por tanto, la que está resuelta a transformarlo. Por eso al proletariado le interesa más que a ninguna otra clase social el estudio de la filosofía y su utilización práctica.

¿Podrá la filosofía ayudar a resolver los grandes problemas de nuestra época? Esta pregunta equivale a saber si el pensamiento humano tiene eficacia para guiar a la sociedad, a los pueblos y a las naciones, y resolver sus discrepancias y conflictos.

En cada etapa del desarrollo histórico los hombres han tenido que enfrentarse a problemas que, a la luz de sus necesidades y preocupaciones, son para ellos los más importantes de todos los tiempos, y buscan la manera de resolverlos con el deseo vehemen-te de hallar la felicidad, que ha sido y seguirá siendo el acicavehemen-te principal del pensamiento y de la conducta.

La época en que vivimos es para nosotros la más compleja, la más dramática y, también, la más prometedora de todas. ¿Porque es la nuestra? En parte sí; pero también porque la característica actual del mundo es la interdependencia cada vez mayor entre los pueblos que lo habitan. Ante una carta geográfica comproba-mos que el área de las primeras civilizaciones era tan pequeña, que aparecen no sólo aisladas las unas de las otras, sino perdidas en medio de la naturaleza infinita, dura e indomable. Miles de años han tenido que transcurrir para que las sociedades humanas pudieran relacionarse entre sí y, también, para que la naturaleza fuera cediendo ante los hombres que la han conquistado.

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El panorama del mundo de hoy es distinto. La ciencia y la técnica han acercado a los continentes y los mares han dejado de ser obstáculo para los transportes y las comunicaciones. El hom-bre se empieza a sentir, por primera vez, con orgullo y plena conciencia de su poder, el amo de la naturaleza. Todos los días descubre el carácter y el desarrollo de las fuerzas que la integran y las pone a su servicio. Ahora puede proponerse ya el descubri-miento del cosmos, escapando a las leyes de la gravedad de la Tierra y emprendiendo los vuelos siderales con los que soñó desde su infancia.

Pero al mismo tiempo que se ha hecho al mundo más pequeño, porque puede recorrerse en breves horas y los conocimientos de que disponen son considerables, los hombres se debaten en me-dio de conflictos que los dividen más que en el pasado y amena-zan, por el invento de medios destructivos tremendos, con ani-quilar lo que han construido en su penoso ascenso de siglos incontables en la búsqueda del bienestar material, la libertad y la justicia.

¿De qué medios pueden servirse los hombres para evitar una catástrofe para todos y garantizar la paz entre las naciones, única base del progreso? ¿Cuáles son los instrumentos más eficaces para el entendimiento entre los pueblos y su convivencia sin acudir a las armas?

Con ser el problema de la comprensión entre los pueblos, para evitar un desastre general, el más importante de todos, otras cuestiones nos preocupan también. Los pueblos más atrasados del mundo, muchos de los cuales no han salido todavía de las primeras etapas de la civilización, se han levantado reclamando su independencia, su derecho a vivir libremente, para dejar de ser esclavos de otros y disfrutar de una vida mejor. La revolución se ha encendido en el último cuarto de siglo en África y en Asia. Las naciones poderosas que explotaron las riquezas naturales y el trabajo de los países atrasados, tratando de sofocar el levanta-miento de las masas populares de sus colonias han llevado la guerra a ellas, aumentando el conflicto y haciéndolo dramático. ¿De qué medios puede servirse la humanidad para resolver de una manera justa ese problema?

Los pueblos que conquistaron su independencia política hace tiempo, como los de la América Latina, se hallan hoy en pleno

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combate por su independencia económica. Para lograr su objetivo tienen que destruir grandes obstáculos: su estructura económica, con supervivencias feudales y con ligas de sometimiento hacia el exterior, que desnaturalizan y retrasan su progreso autónomo. ¿Qué elementos pueden utilizar esos pueblos para hacer posible su desarrollo progresivo sin graves conflictos?

El escenario de nuestro tiempo no termina ahí. En 1917 estalló en Rusia la primera revolución socialista de la historia. La clase obrera llegó al poder, abolió la propiedad privada de los instru-mentos de la producción económica, espina dorsal del régimen capitalista, construyó y consolidó el Estado socialista y, en pocos años, el proletariado de otras naciones edificó también el socialis-mo, desde la Europa central hasta las costas orientales de Asia, formando un mundo nuevo ininterrumpido en el que viven alrededor de mil millones de seres humanos.

El mundo socialista ha cambiado la correlación de las fuerzas en el escenario internacional. Sin lucha de clases en el seno de los países que lo integran; sin crisis económicas; sin trabajadores desocupados; sin derechos individuales que se opongan al interés común y con el empleo creciente de la ciencia y de la técnica para desarrollar las fuerzas productivas sin obstáculos, tiene un ritmo de crecimiento sin paralelo en el pasado, en contraste con el desarrollo de los países capitalistas sujeto a recesos de la produc-ción, a periodos de expansión seguidos de depresiones, al desem-pleo crónico, a la reducción del poder de compra de los salarios y a otras dificultades que se salvan momentáneamente y en parte, sin escapar a la crisis general en que se encuentran desde hace tiempo.

Ante estos intereses antagónicos surge la pregunta: ¿pueden coexistir los regímenes capitalista y socialista de un modo pacífico o ha de resolverse por medio de la guerra el conflicto que ha creado su opuesto sistema de producción, que se refleja en mane-ras distintas de concebir la vida y las relaciones humanas?

En el campo de las ideas nuestra época está llena también de contrastes que producen polémicas encendidas y plantean inte-rrogaciones múltiples que no encuentran una sola respuesta. ¿Será posible llegar a una manera única de apreciar lo que ocurre y encontrar un camino que en lugar de ahondar las

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contradiccio-nes del pensamiento lo unifique en los aspectos esenciales del conocimiento y de la conducta?

La gran cuestión estriba en saber si el hombre es capaz de crear su propia existencia y de modificarla de acuerdo con sus cambian-tes necesidades y deseos.

Si todo lo que ha ocurrido y lo que acontece hoy es el resultado del destino, de una voluntad omnipotente que gobierna a los hombres a su antojo, no hay otro recurso que el de ganar el favor del ser supremo para que les evite sufrimientos ni otra actitud que la de resignarse a la suerte que les imponga.

Si los hombres tienen la convicción de que pueden construir su vida libremente, no sólo de acuerdo con sus ambiciones, sino con el modelo de la vida que han imaginado, sin tomar en cuenta el mundo que les rodea, surge en ellos la ilusión de imponerle a la historia las órdenes de su conciencia.

Aceptar la incapacidad de construir la vida y darle la forma que exigen los diversos periodos del desarrollo de la sociedad, o considerar que los hombres todo lo pueden, sin preocuparse por la realidad que se halla fuera de su espíritu es adoptar actitudes idénticas. Porque en uno y en otro caso, el de la impotencia y el de la posibilidad irrestricta, los hombres se substraen, a veces sin saberlo, a la naturaleza de la cual forman parte, y que discurre de acuerdo con leyes que la gobiernan.

La doctrina de que el hombre nada puede hacer por sí mismo, porque no es sujeto de creación, sino de obediencia, significa que le está vedado el conocimiento directo del universo, del mundo y de la vida.

La tesis de que el hombre no necesita, para construir su exis-tencia, sino de su propio pensamiento, significa que renuncia al examen de la realidad que lo circunda y llega inevitablemente a la afirmación de que lo único real es su opinión y el resto de las cosas tienen sólo el valor que su juicio les otorgue.

El “yo nada puedo” y el “yo puedo todo”, obedecen a una misma postura mental, a una actitud irracional frente al hombre mismo, a la vida y al mundo. Irracional porque desdeña a la razón como instrumento del conocimiento y de la posibilidad de edificar el camino que el hombre quiere seguir. Irracional porque descan-sa en el supuesto mandato de una fuerza sobrenatural que el

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hombre recibe. Irracional porque se basa en la primacía de la conciencia sobre todo lo que existe fuera de ella.

En los dos casos el hombre cree ser ajeno a la naturaleza, extraño para ella y, por tanto, a las leyes que la rigen. Se siente subordinado a un poder que no es el suyo, o se considera con facultades irrestrictas para forjar su existencia sin participar en el proceso del mundo. En ambas posiciones tiene que admitir que su incapacidad o su supuesta facultad ilimitada de acción le llega de afuera.

Para quienes así piensan, la historia es un proceso prestableci-do: lo que ocurre es lo que debe acontecer. Porque así está man-dado por el que dirige la existencia humana. Por eso se parecen tanto la renuncia y la actitud irracional y desorbitada frente a la vida. Porque no es la voluntad propia del hombre la que condi-ciona su conducta, sino una voluntad contra la cual nada puede. Quienes así discurren —el pesimista y el optimista ignorante— como todos los que se suponen predestinados, resultan víctimas del destino, que no es el suyo, porque ambos parten de lo subje-tivo para interpretar lo objesubje-tivo, deforman la realidad o la inven-tan y actúan sobre lo que no existe.

Pero al lado de ellos están los que creen en sí mismos, en su capacidad de conocer y de actuar como parte de la naturaleza. Los que saben, como decía Protágoras, uno de los primeros pensado-res de la Grecia clásica, que el hombre es la medida de todas las cosas, tanto de las que existen como de las que no existen. Los que así razonan han descubierto que la realidad es una sola, sujeta a principios generales; que la historia es producto del hombre, pero también que el hombre es producto de la historia.

Esas posturas —la racional y la irracional— han sido los térmi-nos opuestos del desarrollo de las ideas a través del tiempo. Ante el mundo de hoy actúan como lo hicieron en el pasado remoto y en el periodo anterior al que vivimos. Por eso es importante examinarlas, porque de ellas depende, en última instancia, la suerte de la humanidad. Los hombres no obran ciegamente: o se sienten conducidos o son conductores, y saben a dónde van, porque su porvenir depende de un dios o del hombre mismo.

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HOMO CREATOR

¿Cuál es la característica fundamental del hombre? ¿Hasta dónde llega su poder para conocer el mundo del que forma parte y transformarlo? Este ha sido el tema esencial de la filosofía a lo largo de los siglos.

Cuando se examinan retrospectivamente el proceso de la so-ciedad y las formas en que ha expresado sus necesidades apre-miantes y sus ideales, el primer hecho que miles de años, en que el hombre se ha ido diferenciando, llama la atención es la forma paulatina, que abarca de la animalidad, hasta transformarse en un ser distinto a todos los dotados de vida.

Todavía hoy sobreviven hábitos, costumbres e ideas de la etapa primitiva de la sociedad, cuyo origen ignoran los pueblos que las practican y las usan. Porque los frutos del pensamiento cambian con gran lentitud y se mantienen agazapados en el espíritu del hombre, aun cuando el sistema de la vida social del cual surgieron haya desaparecido por completo.

La ciencia ha venido, en ayuda de la verdad, informando sobre los primeros pasos de la vida material y espiritual de la comuni-dad humana, y ha avanzado de tal modo que es fácil reconstruir con certidumbre su pasado remoto. Pero cada hallazgo de la ciencia tropieza con los restos del pensamiento primitivo conver-tidos en prejuicios. A este hecho se debe que la utilización del conocimiento no sea fácil, porque además del inmenso esfuerzo que significa descubrir las leyes que gobiernan la realidad objeti-va, tiene que vencer la oposición o las reservas que los prejuicios le enfrentan.

La cuestión principal es la de saber si el hombre es un resultado de la evolución de la naturaleza o si es un ser de excepción en el seno de ella. Este problema es el más importante de los que conciernen no sólo a la ciencia, sino a la filosofía y aun a las diversas ramas de la expresión estética. Porque si se acepta que el hombre no es el producto de la naturaleza, se tiene que admitir que tiene un origen sobrenatural. Si, por el contrario, se llega a la conclusión de que es un fruto de la evolución de todo lo que existe, el mayor de todos, sin duda; pero al cabo y al fin un efecto y no una causa de la realidad, la tesis de lo sobrenatural para conocer al hombre carece de valor.

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Algunas teorías afirman, pretendiendo ser una transacción o posición intermedia entre aquéllas, que el hombre es, en su aspec-to biológico, un resultado de la evolución de las especies, pero que siendo el espíritu lo fundamental del ser humano y no pudiendo explicarse por la biología, hay que admitir que formaron al hom-bre dos factores distintos: la materia, de la cual está hecho su cuerpo, y el espíritu, introducido en la materia por una fuerza o un ser distinto a la naturaleza. Esas teorías, sin embargo, se identifican con la que postula el origen sobrenatural íntegro del ser humano, puesto que si su característica fundamental es su conciencia, su manera de entender y valorizar el universo y el mundo, de ese atributo no participa ninguno de los otros indivi-duos dotados de vida.

Las teorías de lo sobrenatural corresponden al largo periodo en que el hombre no había descubierto todavía que nada en el seno de la naturaleza ocurre arbitrariamente, sino de acuerdo con leyes que alcanzan tanto a los cuerpos inanimados como a los dotados de movimiento. Lo mismo a la tierra que a las aguas, al aire, al sistema astronómico que tiene como núcleo el sol alrededor del cual giran nuestro planeta y otros, que a la vida de la sociedad, al proceso del hombre en todas sus manifestaciones y, por tanto, a su pensamiento.

Y como el hombre desde un principio tuvo que darse una explicación del mundo y de su propio ser, que hoy resulta inacep-table, pero que para el primitivo tenía un gran valor, el de ajustar a ella su conducta, las reflexiones iniciales sobre la vida y el mundo no podían tener más fundamento que el de la imaginación, el de inventar las causas de los fenómenos que más le interesaban.

Los sueños tuvieron un gran valor en el mundo mental del hombre primitivo. Al despertar tenía la sensación de que mientras dormía, su alma, la parte sutil de su ser, se había desprendido de su cuerpo y realizado excursiones afuera para regresar a su alber-gue habitual. Este supuesto desdoblamiento de la persona fue el principio de la idea de la concurrencia de la materia y del espíritu y, también, de la intervención de un factor ajeno a la naturaleza y superior a ella en la formación del hombre. Así se llenó el pensamiento de los antiguos de ideas absurdas para nosotros, pero verdaderas para ellos, como la existencia de fantasmas —al-mas que aparecen— la realidad de las sombras distinta a la de los

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cuerpos, la inmortalidad del espíritu y las relaciones constantes entre las almas de los muertos y los seres vivientes.

Pero hoy podemos saber de una manera cierta el origen del hombre y los diversos grados de su evolución. ¿En qué momento deja de ser individuo con cualidades propias, pero sin diferencias biológicas substanciales con los animales superiores, especial-mente con algunas variedades de monos que ya no andan con sus cuatro extremidades, sino que se yerguen a ratos sobre las piernas, emplean utensilios y actúan razonando muchos de sus movi-mientos y sirviéndose de su memoria?

Una de las primeras teorías que trataron de explicar el paso de los antropoides al ser humano, afirma que la característica de éste es su facultad de pensar. Fue la teoría del Homo sapiens; pero la investigación científica continuó progresando hasta comprobar que no sólo el hombre posee el atributo del pensamiento, sino otras especies también, si la inteligencia consiste, principalmente, en la asociación de las ideas que surgen de la experiencia que proporcionan los sentidos y en su examen crítico. El perro, el caballo, el elefante, entre otros animales, piensan, con limitacio-nes; pero son capaces de conducir sus actos de acuerdo con los mandatos de su cerebro. El pensamiento no es, por tanto, la característica única del hombre.

Continuando su labor de investigación del pasado, varias cien-cias, entre ellas la geología —que estudia la formación de la Tierra y sus transformaciones— la paleontología —que analiza los fósiles de las plantas y de los animales— la antropología —que averigua la formación de las primeras sociedades humanas— coincidieron en afirmar que el carácter distintivo del hombre es el atributo que tiene de hacer utensilios para multiplicar su fuerza física y hacerla más eficaz. Así surgió la teoría del Homo faber, del hombre que hace instrumentos. El sabio norteamericano Benjamín Franklin llamó al hombre: “Toolmaking animal”, animal fabricante de útiles.

El hombre piensa —Homo sapiens— forja instrumentos —Homo faber; pero también los animales fabrican útiles y emplean algunos de los materiales del lugar en que se hallan para ayudarse a vivir. La diferencia consiste en que los animales proceden por instinto, en tanto que el hombre proyecta sus obras y las realiza de acuerdo con el plan que se ha trazado.

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Por esa facultad de planear su trabajo, de pensarlo y ejecutarlo, de la que no participan los animales, ni los antropoides más evolucionados, la característica verdadera del hombre es su poder de creación. Yo estimo que podría llamarse Homo creator.

¿Cómo fue el tránsito de la animalidad hasta el Homo creator? ¿A qué causa debe atribuirse ese prodigioso ascenso?

Al trabajo. Los geólogos, los biólogos, los paleontólogos, los antropólogos, los fundadores del socialismo científico —Carlos Marx y Federico Engels— y sus continuadores, han hecho apor-taciones decisivas para la reconstrucción del salto de la animali-dad a lo humano. En síntesis, el proceso fue el siguiente.

La naturaleza no es un todo idéntico a sí mismo. Nada hay en ella inmóvil, como Newton lo afirmaba de los cuerpos celestes. Todo cambia. Las especies de seres organizados no son inmuta-bles como lo creía Lineo. El sistema solar se formó por la transfor-mación de una nebulosa. La Tierra ha cambiado su estructura y su forma en millones de siglos que tiene de existir y aun cuando ha llegado a cierta estabilidad sigue variando constantemente.

Todo lo que hay en el universo, en el mundo y en la vida, tiene historia. Pero esta historia no es una simple repetición periódica de fenómenos, sino un proceso creador. La flora y la fauna que habitan hoy nuestro planeta se han renovado muchas veces. Especies y grupos enteros de especies se han extinguido y otras han aparecido en el curso del tiempo. La configuración del globo también ha variado. Para clasificar esta evolución, se ha dividido la historia geológica en cuatro grandes periodos: la era primaria, la era secundaria, la era terciaria y la era cuaternaria.

La era primaria duró millones de siglos. Se caracteriza por la formación de numerosas y gigantescas cadenas montañosas, la aparición de los primeros peces, después de los primeros batracios y de los primeros reptiles y de las plantas superiores.

La era secundaria es más breve que la anterior. Su duración se ha calculado en docenas de millones de años. Dominan la Tierra numerosos reptiles, algunos de ellos gigantescos y de formas extrañas, como los pterosaurios, que volaban, y los ictiosaurios que nadaban en los mares. Había moluscos enormes. Al fin del perio-do esas especies desaparecieron y surgieron los primeros mamí-feros, las primeras aves y las primeras plantas y flores.

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La era terciaria dura sólo algunos millones de años. Nuevas cadenas montañosas surgieron, como la de los Alpes. Las especies animales marítimas ya eran semejantes a las de hoy. En la tierra dominaban los mamíferos en cantidad y en formas muy supe-riores a las que conocemos.

La era cuaternaria es en la que vivimos. Su duración no excede de algunos millones de siglos; pero ha registrado la desaparición y la aparición de muchas especies zoológicas. La era cuaternaria es la era de la formación del hombre.

La teoría de Carlos Darwin acerca del origen y la evolución de las especies constituyó un gran paso de la ciencia para el conoci-miento de la formación y el desarrollo de todos los seres vivos, entre ellos el hombre. Por las investigaciones posteriores se ha confirmado plenamente su valor. Nadie duda en la actualidad que de los animales que conocemos, los más parecidos al hombre, son los grandes monos, los antropoides, como el gorila y el chim-pancé del África, el orang de Malasia y algunas especies de gibones de la gran región de la India y de los territorios orientales contiguos. El hombre está emparentado con los antropoides actuales, pero no desciende de ellos. La fórmula simple que afirma que “el hombre desciende del mono”, es una vulgaridad.

Los primeros antropoides vivieron en terrenos que correspon-den a la época terciaria y, según los estudios científicos, remontan a dos o tres millones de años; pero existen ejemplares más recien-tes. Correspondiendo al periodo cuaternario se han hallado fósi-les humanos. El más antiguo es el pitecántropo, descubierto en Java en 1890. Su fémur es de tipo humano, lo cual indica que fue un bípedo perfecto; sus dientes se parecen a los del orang y al del hombre evolucionado; su cavidad craneana, intermedia entre el gibón y el hombre. En 1927 se encontraron cerca de Pekín 25 cráneos parecidos al del pitecántropo. A ese tipo de antropoide se le ha llamado el sinántropo. Su cráneo es completamente humano, con algunos detalles simiescos; la mandíbula está desprovista de mentón y se parece a la del chimpancé; sus dientes son compara-bles a los del hombre.

Otros fósiles más han sido descubiertos en distintas regiones del planeta; ayer mismo, en la región de Eslovaquia y, por sus características, se llega a la conclusión de que no hay una evolu-ción gradual idéntica entre los monos de inteligencia superior

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hasta llegar al hombre. Este es reciente, porque el pitecántropo apareció sólo hace doscientos mil años, lo cual quiere decir que el pensamiento humano es un producto tardío en la evolución del mundo.

El trabajo, como lo precisó con toda claridad Federico Engels, es la condición básica y fundamental de toda la vida humana, a tal punto que se puede decir que el trabajo ha creado al hombre mismo.

Los monos antropomorfos, como consecuencia directa de su género de vida, al trepar fueron dando a sus manos funciones distintas a las de los pies, hasta que prescindieron de ellas al caminar por el suelo, adoptando cada vez más una posición erecta. Y este hecho fue decisivo para el tránsito del mono al hombre. Los monos evolucionados que conocemos, andan a ve-ces en posición erguida y sus manos les ayudan para construir nidos y aun tejados entre las ramas, para defenderse de las in-clemencias del tiempo, como el chimpancé, y cuando se encuen-tran en cautivado realizan con ellas varias operaciones que copian de los hombres. Pero entre la mano de los antropoides y la del hombre hay una gran diferencia, porque la de éste se perfeccionó por el trabajo durante centenares de miles de años. La mano del hombre más primitivo es capaz de ejecutar multitud de operacio-nes que no pueden ser realizadas por la mano de ningún mono. Transcurrió un periodo muy largo de tiempo, difícil de precisar, antes de que la mano del hombre adquiriera habilidad y destreza; pero cuando la mano fue libre, esta cualidad se transmitió por herencia y cada generación contribuyó a perfeccionarla.

Por eso afirma Engels que la mano no sólo fue órgano de trabajo, sino también producto del trabajo. Gracias a su esfuerzo, por la adaptación a nuevas y numerosas funciones, y por la transmisión constante del perfeccionamiento adquirido por los músculos y aun por los huesos, la mano del hombre alcanzó un grado tal de perfección que no sólo multiplicó los utensilios para que el ser humano fuera dominando el medio, sino que con el correr del tiempo llegó hasta la creación de las obras más grandes del arte.

Otro factor contribuyó a la formación del hombre: la vida en la comunidad. El hombre no nació como un ser individual y aislado. La más rudimentaria de las sociedades humanas era una sociedad

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animal cuando comenzó a adquirir la técnica y a hacer los prime-ros instrumentos de trabajo. La necesidad que tenían sus inte-grantes de comunicarse entre sí fue transformando los órganos de dicción, y mediante modulaciones, cada vez más perfectas, les fue posible pronunciar los sonidos articulados. Fue el trabajo también, en consecuencia, el que contribuyó a la formación del lenguaje, que influyó en el cerebro del hombre rudimentario hasta diferenciarlo del cerebro del mono. Esta transformación alcanzó a todos los sentidos: el lenguaje desarrolla los órganos del oído; el ojo humano percibe más detalles que el de los animales con visión poderosa, y así ocurre con el olfato, que puede captar en el hombre muchos más olores que los animales con mayor capacidad perceptiva.

Cuando los primeros grupos humanos se diferencian franca-mente de las manadas de monos, es otra vez el trabajo el que los hace evolucionar. Los primeros instrumentos que construyen son los que realizan la principal función social y corresponden al periodo de la caza y de la pesca. Con esos utensilios cambia la alimentación del hombre: de vegetal se transforma en alimenta-ción mixta. El consumo de la carne proporcionó al organismo los elementos esenciales para su metabolismo, es decir, para el inter-cambio de materia y de energía entre su cuerpo y el medio exterior, mediante el proceso de asimilación y de desintegración simultáneas de esos factores.

Conforme se alejaba el hombre del reino vegetal, más se eleva-ba sobre los animales. La combinación de la carne con los vegeta-les aumentó su fuerza física y contribuyó, de una manera directa, a perfeccionar su cerebro. Pero no sólo esa influencia extraordi-naria tuvo la dieta combinada, sino que el consumo de carne hizo posible el empleo del fuego y la domesticación de los animales. Los alimentos cocidos, especialmente la carne, ayudaron al pro-ceso de la digestión, y los animales domésticos proporcionaron la leche, que aumentó nuevamente la riqueza de la dieta, contribu-yendo a diferenciar más al hombre de los animales superiores.

Otro efecto trascendental, dice Engels, tuvo el cambio de la alimentación: la posibilidad para el hombre de vivir en cualquier clima. Se extendió por toda la superficie habitable de la Tierra, siendo el único animal capaz de hacerlo por propia iniciativa. Este hecho creó nuevas necesidades al hombre, al obligarlo a buscar

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habitación y a cubrir su cuerpo para protegerse del frío y de la humedad. Mediante este proceso no sólo los individuos, sino la sociedad humana, fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más complicadas y a proponerse y alcanzar objetivos más elevados.

A la cacería y al cuidado del ganado, vino a sumarse la agricul-tura y más tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la alfarería y la navegación. De este proceso surgieron las activida-des que pudiéramos llamar contemporáneas: los oficios, las artes, las ciencias y el comercio. Se desarrollaron las primeras formas del derecho y la política y, también, “el reflejo fantástico de las cosas humanas en el cerebro del hombre: la religión”.

El progreso de la técnica y de los medios para explotar la naturaleza, ha seguido un ritmo más rápido que el de la compren-sión de las causas por las cuales ocurren los fenómenos que rodean al hombre y los de su propio ser interior, porque mientras la técnica no tiene otro objetivo que el de multiplicar las fuerzas humanas, al conocimiento del universo, del mundo y de la vida sólo se llega mediante el descubrimiento de las leyes que los rigen. Lo que importa por ahora es subrayar el carácter creador del hombre, su facultad de construir, de acuerdo con ideas previas, los instrumentos que hicieron posible su alejamiento de la anima-lidad y, también, su cuaanima-lidad de imaginar, aun cuando fuera de una manera fantástica, las causas de los fenómenos que afectaban a su vida individual y colectiva.

El hombre fue un creador de su propio poderío sobre el medio del cual surgió, en virtud del trabajo, lo mismo construyendo sus primeras armas que mejorando su dieta, aumentando su fuerza física e intelectual, estableciéndose sobre la Tierra, organizando la producción económica permanente, elevando las relaciones entre los individuos de la sociedad de la que siempre formó parte e inventando las causas de la acción de los fenómenos naturales sobre su existencia.

El hombre fue el creador, desde un principio, de sí mismo y de los dioses, y poco a poco se ha ido elevando por el trabajo social hasta considerarse el único y verdadero amo de todo lo que existe.

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MAGIA Y RELIGIÓN

El hombre hace su religión. La religión no hace al hombre, afirma Marx. Pero no el hombre abstracto, ajeno al mundo, sino el hombre como es y ha sido siempre: el hombre unido a sus seme-jantes. La sociedad humana es la creadora de la religión.

El origen de la religión se debe a una concepción falsa de las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Si la mayor parte de los hombres de hoy viven todavía en un mundo lleno de amena-zas, de peligros, de fuerzas y seres sobrenaturales, hijos de su ignorancia, que angustian su vida y los obligan a buscar su mise-ricordia o su perdón, es importante meditar por un momento en lo que fue el mundo mental de los hombres primitivos.

Los primeros hombres eran seres desdichados, sin paz interior, perseguidos de día y de noche por mil adversarios, visibles e invisibles, que intervenían en su conducta, imponiéndoles penas y sacrificios innumerables o privándolos de la vida. Prácticamente desnudos, además, sin armas eficaces para defenderse de las fieras o de los incendios, sin la más elemental noción de las causas que originan los fenómenos naturales, reflejaron ese mundo duro y triste en su mente e imaginaron la existencia de fuerzas supe-riores a la suya; pero semejantes a ella, que los gobernaban a su antojo.

Con el fin de atraer en su favor a esas fuerzas que su imagina-ción había creado, los hombres primitivos forjaron la religión, y antes de ella la magia.

El antropólogo James George Frazer, dice acertadamente que la magia está fundada en la idea de que lo semejante produce lo semejante o que los efectos se parecen a sus causas, y en que las cosas que una vez estuvieron en relación directa actúan recípro-camente las unas sobre las otras, a distancia, aún después de haber desaparecido todo contacto físico entre ellas. Por esta idea, el mago no duda de que las mismas causas producirán siempre los mismos efectos, ni de que la práctica de las ceremonias, acompa-ñadas de los conjuros apropiados, serán inevitablemente segui-das por los resultados que se esperan. La religión, en cambio, supone la existencia de poderes más altos que los del hombre, pero que participan de sus atributos en escala infinitamente ma-yor, a los que se puede persuadir de que sean benévolos.

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La magia y la religión estuvieron asociadas durante largos siglos y todavía se mantienen revueltas en forma de superviven-cias mentales y de prácticas extrañas en el mundo de hoy que llamamos civilizado. Ejemplos de ellas son el fetichismo, la creencia en que la posesión de un objeto que representa a un espíritu, obliga a éste a someterse a los mandatos del que tiene su símbolo; el totemismo, culto a un totem, a un supuesto antepasado no humano, que se apoya en la idea de que entre el alma del hombre y la de los animales y aun la de las plantas, no hay diferencia esencial; el shamanismo, oficio del shaman o brujo, basado en la convicción de que existen dioses que habitan en un mundo propio y cuyos favores pueden lograrse; la idolatría, sumisión humilde del hombre a la figura de una deidad, y el culto a los muertos. Muchos emblemas de ciudades, los blasones de ciertas familias y sus mismos nombres, son supervivientes totémicas. Los “miste-rios”, los oráculos y las sibilas de la Grecia y la Roma antiguas, al igual que las consultas actuales al zodiaco y a los adivinadores del porvenir son ceremonias, ritos y métodos para lograr la bondad de los dioses ocultos. Las visitas a los cementerios en los primeros días de noviembre y las “ofrendas” de nuestros indígenas, de los alimentos que más gustaban a los que se fueron, constituyen restos del culto a los desaparecidos cuyas almas siguen viviendo. Si se comparan las formas del pensamiento de los pueblos primitivos se verá que todas coinciden, con pequeñas variantes, y que su evolución sigue el desarrollo de los conocimientos que el hombre va logrando por su propia experiencia y su reflexión sobre el mundo en que actúa. Tal similitud en el proceso del pensamiento entre los diversos pueblos de la Tierra, permite comprobar la génesis de las primeras ideas fundamentales en todos ellos.

La cosmología, la explicación del mundo, es la primera cuestión que se plantea el razonamiento del hombre en formación. ¿Qué es el mundo? ¿Cómo nació? ¿De qué manera influye en la vida humana? Ninguna de las sociedades elementales careció de una teoría acerca del mundo, porque esa explicación habría de servir también para conocer el origen del hombre.

A falta del conocimiento de la realidad, los hombres inventaron los mitos, ficciones alegóricas, fábulas que han persistido de dis-tintas maneras no sólo en la literatura, sino en las creencias

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religiosas de nuestro tiempo. De los primeros mitos uno fue el de la substancia de que está compuesto el mundo y otro el de la formación del hombre. Respecto del primero, todas las sociedades primitivas dieron a los fenómenos de la naturaleza que más los afectaban, el carácter de esencia del mundo. Entre los pensadores de la Grecia antigua, eran el agua, la tierra, el fuego o el aire los componentes de la realidad objetiva. Antes y después de ellos, otros pueblos manejarían las mismas nociones.

Con relación al origen del hombre, los mitos difieren sobre la materia de que fue compuesto el primer individuo; pero todos coinciden en que fue una voluntad sobrenatural el que lo creó.

La primera idea que surge de la mente primitiva, después de suponer la esencia del mundo, es la de que todo es inestable, porque el universo ha sufrido numerosos cataclismos y está con-denado a desaparecer. Esta opinión se basa, sin duda, en el relato nebuloso transmitido de generación en generación, acerca de los cambios sufridos por la Tierra en el curso del tiempo. Los indíge-nas que poblaron la parte central de México mantuvieron, hasta la llegada de los españoles, el mito de los Cuatro Soles, anteriores al actual, que corresponde a la creación del mundo realizada por una pareja divina.

La dualidad de un dios varón y de una diosa mujer, es común a todas las antiguas civilizaciones, porque la procreación de las especies, observada de una manera atenta durante miles de años, y comprobada por la propia experiencia humana, sólo es posible por la unión del macho y la hembra.

Esa creencia entraña un importante problema: ¿la especie hu-mana tuvo uno o varios centros de formación? La teoría que afirma que hubo uno solo se llama monogenista. La que sostiene la existencia de distintos lugares de aparición del hombre se llama poligenista. La ciencia ha demostrado que en toda la Tierra hay estratos de la era cuaternaria, en la que la sociedad humana surge, y los fósiles de los antropoides y de los hombres se han hallado en distintas zonas tan alejadas las unas de las otras, que no se puede admitir esta dispersión sino aceptando el fenómeno de las emigraciones en una época en que, por muchos motivos, era imposible que ocurrieran.

Entre los indígenas Ometecutli era el señor de la dualidad, y Omecíhuatl la señora de la dualidad. Con otros nombres, además

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de esos, los aborígenes habían inventado la existencia del Ome-yocan, lugar del cielo, que era la morada de la pareja divina.

Partiendo de esa creencia, los mexicanos desarrollaron su mi-tología. La pareja celeste produjo los primeros dioses, de los que nacieron los otros: el Tezcatlipoca rojo, dios del sol que se levanta; el Tezcatlipoca negro, del norte, del frío, del cielo nocturno; Que-tzalcoatl, dios blanco del oeste y del sol que se oculta, y Huitzilo-pochtli, el dios guerrero, pintado de azul, sol del mediodía.

Los primeros soles, es decir, los primeros cuatro mundos ante-riores al actual, que terminaron en cataclismos, estaban formados por el tigre (Ocelotonatiuh); por el viento (Eecatonatiuh); por la lluvia (Quiauhtonatiuh), y por el agua (Atonatiuh), a semejanza de casi todos los mitos de otros continentes que se basaron en la tradición de los cambios sufridos en su primera época por el planeta.

Y como en las mitologías de otros continentes, las leyendas cosmológicas de México estaban vinculadas íntimamente a las necesidades de la población, primero errante, en la época de la caza y la pesca, y después sedentaria, basada en la agricultura. Por eso se parecen tanto entre sí los dioses de todos los pueblos antiguos. La tierra, madre de lo que existe; el Sol, sin el cual es imposible la vida; la lluvia, que garantiza las cosechas; el aire, que ayuda a la fertilidad de lo que puede reproducirse, y la Luna, que por su aparición y ocultación periódica, coincidiendo con la mens-truación de la mujer, se le atribuía una influencia grande sobre la especie humana, fueron las deidades más importantes de nues-tros antepasados.

Asombra ver cómo, con un desarrollo incipiente de las fuerzas productivas debido a los instrumentos rudimentarios que em-pleaban, sin conocer el hierro y hallándose aún en el periodo de la piedra pulida, algunas de las tribus indígenas de nuestro país habían llegado antes del descubrimiento de América a manifesta-ciones culturales de alto nivel. En el manejo de los números, en el cómputo del tiempo, en el estudio de los astros, estaban por encima de muchos de los pueblos europeos del siglo XIV. En las artes plásticas, incluyendo la arquitectura, rivalizaban con las obras de las grandes civilizaciones de otras regiones. Pero, en cambio, en la explicación de las ligas entre el hombre y la natura-leza no habían salido de la magia y de una religión cuyos mitos,

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descontando su valor poético, inherente a todas las concepciones de la primera época de la humanidad, no eran sino obras de su imaginación atormentada.

Las tribus mexicanas más desarrolladas estaban dedicadas a la agricultura. Para garantizar las cosechas, que constituían no sólo la base de su economía, sino de toda su vida social, necesitaban el conocimiento de las estaciones del año y de la influencia de los astros sobre la Tierra, especialmente del Sol. Su mitología era, por eso, una mitología rural, como la de Egipto, la de los pueblos de la Mesopotamia y la de Grecia y Roma. Su diferencia con ellas, especialmente con la mitología helénica, estriba en el progreso que los antiguos griegos habían alcanzado largos siglos antes que las civilizaciones americanas.

Un régimen basado en la esclavitud, como el de Grecia, hizo posible que los propietarios de esclavos abandonaran las labores manuales para dedicarse a la especulación filosófica y a las artes. A este hecho se debe y, además, al empleo del hierro y de instru-mentos bastante elaborados, que sus mitos alcanzaran el valor literario que han reconocido todas las generaciones posteriores.

Nada puede servir mejor para comparar, dentro de su simili-tud, la diferencia que había entre la civilización griega y la de los antiguos mexicanos —tomados en su conjunto y en el punto máximo de su cultura— que el cotejo del escudo con mosaico de turquesas encontrado en ChichénItzá, y el escudo que, según la Iliada, hizo el artífice Hefestos para Aquiles, el héroe de la epopeya. El escudo de Chichén Itzá, que por ser ceremonial posee el carácter de una joya hecha por hábiles manos, tenía en el centro un círculo dentro del cual se encontraba una figura que pro-bablemente fue el rostro del dios solar o alguno de sus símbolos. A los lados del disco hay cuatro dragones de fuego que, de acuerdo con la concepción indígena, son los que cargan al Sol o lo conducen durante su camino. Cierra el dibujo de los dragones un círculo de color rojo. El escudo se prolonga un poco a la manera de ceja, que remata una línea con ondulaciones uniformes. El fondo del escudo, excepto el círculo central, está cubierto de turquesas de azul brillante.

Esa pieza, como todas las obras maestras del arte, es de una belleza extraordinaria por su riqueza de color y de forma. Pero es

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el producto de una cultura limitada, por la pobreza de las bases materiales, económicas y técnicas que le servían de sustento.

El escudo de Aquiles —imaginario o no, pero que pudo haber sido construido como lo describe Homero, porque así lo demues-tran las piezas del tesoro descubierto hace unos años en Plovdiv, Bulgaria —compuesto de grandes recipientes y vasos de oro macizo con figuras humanas cinceladas de manera prodigiosa— estaba hecho de bronce duro, de estaño, de oro y de plata. Cinco capas tenía. En la superior grabó el dios Hefestos muchas figuras: la Tierra, el cielo, el mar, el Sol y la Luna llena; las estrellas, las Pléyades, las Híades, Orión y la constelación de la Osa llamada el Carro. Representó también dos ciudades: en una se celebraban bodas y festines; la otra aparecía cercada por dos ejércitos. Con-tenía un campo fértil que labraban muchos campesinos guiando las yuntas, y al llegar al fin de la labor un hombre salía a su encuentro y les daba una copa de vino. Grabó, asimismo, un campo de mieses crecidas, que los jóvenes segaban con hoces afiladas. Talló una hermosa viña de oro, cuyas cepas cargadas de negros racimos estaban sostenidas por manijas de plata. La rodea-ban doncellas y mancebos que llevarodea-ban las uvas en cestos de mimbre, mientras un muchacho tañía suavemente la armoniosa cítara y entonaba un hermoso himno que todos le acompañaban cantando. Representó luego un rebaño de vacas de erguida cor-namenta: los animales eran de oro y estaño, los pastores y los perros de oro puro. Además, un prado en un valle hermoso en donde pacían las ovejas. Una danza en la que los bailarines cogidos de las manos llevaban vestidos de lino sutil y se tocaban con guirnaldas de flores, mientras un inmenso gentío hacía un círculo a su alrededor y un trovador inspirado cantaba. En la orla del sólido escudo, el artista representó la corriente del Río Océano. El escudo nuestro era la visión cosmológica, estilizada, que el pueblo tenía. El griego, una composición poética, en metales preciosos, del género bucólico, que llegaba ya a la serenidad y a la dulzura de la vida.

La literatura de los indígenas de México, lo mismo la que contienen los pocos documentos que se salvaron de la destrucción que llevaron a cabo los españoles, que las de las pinturas murales, las inscripciones en piedra y la recogida por los informantes de los primeros historiadores, como los que ayudaron a fray

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Bernar-dino de Sahagún, revelan su mundo mental lleno de quejas y de esperanzas situadas en un país ideal en el que la vida sería el contraste de la que llevaban.

El estudio del humanista, el sacerdote Ángel María Garibay K., precisa los caracteres del pensamiento indígena: era un pensa-miento colectivista, el que corresponde a una tribu que se hallaba en el periodo medio de la barbarie, organizada todavía de acuerdo con los principios de consanguinidad de la comunidad primitiva. Sus dioses debían servir para ayudar a los hombres a vivir en la Tierra; pero aquí la existencia es dolorosa y transitoria. Hay, sin embargo, un paraíso de delicia, morada de paz y de dulce abun-dancia: el Tlalocan. La mejor representación de esta idea, es la pintura descubierta en Tepantitla, en la región arqueológica de Teotihuacan.

Numerosas corrientes de agua surcan el paisaje. Sobre un fondo rojo destacan plantas, mariposas y hombres en distintas actitudes, jugando o nadando. Un hombre llega al Tlalocan; la vara seca que se le había colocado al morir ha reverdecido y él llora de contento. De su boca salen cinco volutas que representan la palabra elocuente. Sobre el cuadro una gran figura de Tláloc, llena de atributos, deja caer de sus manos grandes gotas de agua, y una araña que cuelga de su hilo lo comunica con la faja celeste. En otro muro, una procesión de sacerdotes de Tláloc, bien vesti-dos y tocavesti-dos, camina arrojando semillas. Así era el Tlalocan, “donde las cosas siempre germinan y verdean”, allá “donde de algún modo se vive”.

Los indígenas del Perú hacen todavía, para su uso personal y para la venta, retablos con figuras de barro colorido que repre-sentan el mismo concepto de esta vida y de la otra. En la parte inferior de la caja de uno de ellos que poseo se encuentran los campesinos actuales llenos de congoja por la miseria en que viven, rodeados de mujeres escuálidas y de perros esqueléticos. En la parte superior, que representa el cielo, los panes son tantos que se acumulan sin que nadie los toque, los hombres y las mujeres robustos y los perros gordos.

Para los pueblos primitivos la concepción mítica de la vida, la única posible por su desconocimiento de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, era espontánea y lógica. Estaban justifi-cados los cantos a la tristeza; las ceremonias para que el astro

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principal no se extinguiera nunca; las ofrendas y los sacrificios a la fuente de la vida, al sol, y a los demás cuerpos celestes que según ellos influían en su existencia; a los dioses que encarnaban en hombres, en animales, en plantas, y en fenómenos naturales, disfrazándose de mil modos e interviniendo con su bondad o con su enojo en la vida de los mortales, y también explicable la creencia en una vida posterior a la muerte, en la que desaparecen las fatigas y los sufrimientos.

Dentro de ese mundo fantástico vivieron nuestros antepasados y todos los pueblos primitivos. Mitos, deidades superiores y de poder menor, manifiestas u ocultas, transmutaciones imprevisi-bles de los seres dotados de vida de los unos en los otros, tabús —cosas inertes o vivas intocables— y ascendientes minerales, vegetales y animales del hombre, condicionaban su conducta y reducían su campo de acción. De ahí la importancia de los ritos mágicos y religiosos para expulsar de su cuerpo y de la sociedad a los elementos perniciosos y atraer el favor de las fuerzas positivas. Aun cuando la experiencia demuestra que el Sol nace y se oculta todos los días, describiendo un arco que se alarga o se reduce según las estaciones del año, para los primitivos era vital que el Sol no fuera a acabarse. De ahí el culto al fuego y, junto a éste, a las demás fuerzas naturales.

El culto al peyote, que produce un alcaloide que aumenta las energías del cuerpo y que, tomado en exceso, engendra alucina-ciones; y a otras plantas con propiedades alimenticias o curativas; las fiestas populares coincidiendo con la siembra de las semillas y la recolección de los frutos; la veneración de los animales útiles al hombre; los conjuros para atraer la salud y ahuyentar el mal, y otras prácticas con semejantes propósitos, constituían su vida mental.

Todavía hoy el mundo interior del pueblo mexicano, especial-mente el que habita en el campo, indígena o mestizo, está plagado de nahuales y apariciones de muertos, de cosas prohibidas y de métodos complicados para ahuyentar a los demonios que causan males; de respeto a la Luna; de miedo a los eclipses; de remedios mágicos que curan lo mismo los dolores físicos que las penas de amor. Y si a este mundo terrible se agregan las prácticas religiosas, los prejuicios y las supervivencias de su pasado remoto, que trajeron a nuestro país los europeos, podrá apreciarse la magnitud

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del problema que tiene ante sí el pueblo mexicano de hoy, para pasar de la ignorancia al conocimiento verdadero del universo, del mundo y de la vida.

En la Europa actual existen también supervivencias correspon-dientes a la primera etapa de la civilización. La idea de la muerte y de la resurrección, que es una de las bases del pensamiento mágico y especialmente del religioso, se encuentra personificada en el carnaval, que coincide con la aparición de la primavera, propicia para depositar en la tierra las simientes. El carnaval significa la expulsión de la muerte, representada por el invierno, y se le “entierra” para atraer al verano, la estación de la vida plena. Otra de las supervivencias es la celebración de la Navidad. Con los nombres de Osiris, Tammuz, Adonis y Attis, los pueblos de Egipto y del Asia Menor representaron la decadencia y el desper-tar anual de la vida, en particular de la vida vegetal, que personi-ficaron en un dios que muere cada año y vuelve a nacer. En Egipto y en Siria, el 25 de diciembre los celebrantes de la Navidad salían a medianoche gritando: ¡la virgen ha parido! ¡la luz está aumen-tando! Los Evangelios no dicen nada respecto del nacimiento de Cristo y, por esta razón, la Iglesia de los primeros tiempos no lo celebraba; pero como los cristianos de los países del Mediterráneo oriental sí, unidos a todo el pueblo, la Iglesia optó por fijar el nacimiento de su fundador en la misma fecha.

Otra de las supervivencias es la personificación del grano —tri-go, cebada, etcétera— que da el sustento, en una diosa madre. Entre nosotros la madre era el maíz y en el Lejano Oriente el arroz. Con los primeros frutos se hacían panes que representan el espí-ritu de la mies. Este es, probablemente, el origen de la eucaristía cristiana.

Otra más de las supervivencias del pasado es la ceremonia que se practica en algunos países de Europa para expulsar a las brujas. La noche de Walpurgis tenía ese objeto, lo mismo que la quema de resina de pino en Navidad y en el Año Nuevo, para que el humo espante a las brujas de las casas. Los fuegos pascuales de resurrección aún se realizan. Su propósito originario fue el de aumentar la fuerza del Sol que decae, para que pueda garantizar las cosechas.

Es fácil comprender, por lo expuesto, por qué la magia y la religión, surgidas de la ignorancia acerca de las relaciones

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verda-deras entre el hombre y la naturaleza, pudieron dominar la mente humana durante siglos incontables hasta hoy, y por qué sólo el conocimiento de las leyes que gobiernan la realidad exterior al hombre y explican su origen y sus posibilidades dentro de esa realidad, puede elevarlo hasta convertirlo en un ser libre, que pueda hacer uso de su facultad de creador sin obstáculos insuperables.

EL PARAÍSO

Las sociedades primitivas creyeron en otra vida distinta a la terrena, en la existencia de un lugar en donde sus sufrimientos concluyen, como una fuga de la amarga realidad; pero no como una sustitución de sus deseos y esperanzas. Por eso lucharon siempre por un paraíso en este mundo y no en otro.

Los hombres quieren vivir como son, con sus exigencias bioló-gicas y espirituales. La felicidad consiste en satisfacerlas de un modo pleno. El lugar imaginario en donde pueden ser felices es una descripción de la tierra en que habitan y no una desfiguración de ella y en la que sólo el espíritu prevalezca. Cuando la religión, pasando por alto la demanda más profunda y sentida de los seres humanos, les ofrece la visión de un sitio que sólo deben habitar las almas, los creyentes pueden aceptarla como una parte mínima de lo que ambicionan; pero no como el modelo de la vida que querrían llevar. Un breve repaso a las ideas del paraíso comprueba esta opinión.

Veamos la mitología griega. Antes de todas las cosas sólo existía el Caos, como afirmaban todas las cosmologías antiguas. La No-che, sin ligas con ninguna divinidad, echó sobre el mundo una serie de potencias maléficas: el Sueño, la Muerte, el inflexible Destino, las sombrías Parcas, las terribles Furias, y todas las malas Pasiones.

Unida la Noche a su hermano Herebo, concibió dos niños: el Día y el Éter, que representaban la altura del aire y la luz. De estas dos divinidades nació Urano, llamado también el Cielo. Desposó con Titea, que representaba la tierra, la cual le dio dieciocho hijos: los Titanes. El más ambicioso de ellos, Saturno, destronó a su padre Urano, se unió a su hermana Rea, de la cual tuvo tres hijos: Júpiter, Neptuno y Plutón, y una hija, Juno.

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Saturno fue arrojado del cielo y precipitado por su hijo en el Tártaro. Según algunos autores, como compensación por su po-der perdido, obtuvo un reino en el Lacio, en donde reunió a los habitantes salvajes que vivían dispersos por las montañas, e hizo que reinara en ellos la Edad de Oro.

Ningún hombre poseía nada que le fuera propio; ninguno estaba al servicio de otro, y la tierra era fecunda, producía todo por sí misma, satisfaciendo las necesidades de todos.

Hacia el final del reino de Saturno comenzaron a relajarse los rigurosos principios de la equidad y de la verdad. A la Edad de Oro sucedió la Edad de Plata, durante la cual la naturaleza, hasta entonces pródiga, disimuló sus frutos y se dejó cultivar.

Terminó el reino de Saturno. La iniquidad levantó la cabeza y la Edad de Plata fue reemplazada por la Edad de Bronce. Estallaron conflictos y guerras. Los bienes de la tierra no fueron ya comunes a todos. La propiedad fue creada y con ella las leyes con amena-zantes penas.

En la Edad de Hierro, que vino después de la del Bronce y que todavía dura, el crimen se despertó por todas partes: la mentira, el fraude y la violencia triunfaron. El Poder sano, la invariable Justicia, la Buena Fe y la tenaz Esperanza, que eran las últimas potencias divinas que permanecían aún sobre la Tierra, huyeron. La vida de los mortales fue entonces dura y miserable.

Estos periodos sucesivos de la evolución de la sociedad huma-na, que la mitología griega concibió como resultado de la obser-vación de los hechos y de una apreciación intuitiva de ellos, explican con claridad la causa que ha movido a los hombres a buscar el paraíso: el regreso a la edad idílica, cuando nadie explo-taba a nadie y los bienes eran de todos, en un ambiente de felicidad y de paz, o la decisión de construir la sociedad modelo en cualquier lugar y en cualquier tiempo.

En el viejo Egipto, el piadoso, al morir, iba al paraíso, “donde hay más agua que en este mundo y las espigas de trigo tienen más altura que la talla de un hombre”. El muerto vivía ahí eternamente con los dioses, en el barco del sol, que se deslizaba sobre el mar subterráneo y gozaba los manjares divinos.

Uno de los Salmos de Acción de Gracias que contienen “Los rollos del Mar Muerto”, anterior a la Biblia, dice:

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Te agradezco, oh Señor, porque me has puesto

en un manantial de aguas corrientes en medio de la tierra árida, un surtidor de agua en una tierra de sed,

canales que riegan un jardín de delicia, un lugar de cedro y acacia,

unidos al pino para tu gloria,

árboles de vida en una fuente de misterio, escondida entre todos los árboles que beben agua. Ellos harán brotar una rama para una eterna siembra, que enraizará antes de que ellos florezcan.

Ellos extenderán sus raíces hasta la corriente; su raíz quedará expuesta a las aguas vivas y ésta se convertirá en fuente eterna.

En el Antiguo Testamento, Jeremías se lamenta así:

Acuérdate, oh Jehová, de lo que nos ha sucedido: ve y mira nuestro oprobio... Nuestra heredad se ha vuelto a extraños... Nuestras casas a forasteros... Huérfanos somos sin padre... Nuestras madres como viudas... Nuestra agua bebemos por dinero... Nuestra leña por precio compramos... Persecución padecemos sobre nuestra cerviz... Nos cansamos y no hay para nosotros reposo.

Pero en el Deuteronomio existe esta promesa:

Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes, de abismos que brotan por vegas y montes... Tierra de trigo y cebada, y de vides e higueras, y granados; tierra de olivas, de aceite, y de miel... Tierra en la cual no comerás el pan con escasez; no te faltará nada en ella; tierra que sus piedras son hierro, y de sus montes cortarás metal... Y comerás y te hartarás, y bendecirás a Jehová tu Dios por la buena tierra que te habrá dado.

John Milton, recogiendo el unto bíblico y desarrollándolo poéti-camente, nos entrega esta visión del paraíso:

Satanás, entre tanto, prosiguiendo su aventura, ya ha llegado del Edén a las llanuras deliciosas; mira y ve en suave cuesta un extenso collado, que coronan, compitiendo con sus ramas fornidas y frondo-sas, los bosques que recorren su ladera; densos entre ellos, mil entretejidos arbustos, con su verde follaje espesan más aquellos escondidos asilos de una sombra impenetrable, y su lozana y rústica

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abundancia, la entrada impide a la feliz morada. Subiendo más arriba con ascenso gradual, el fresno altivo, la apreciable y triunfadora palma, el cedro inmenso y el piramidal pino, aquel obscuro, agreste anfiteatro circundado y aumentado, sombra sobre sombra forman un majestuoso y verde muro, que el vasto espacio del Edén rodea; pero de dentro el hombre domina su inmensa cerca, alegre, contem-plando a lo lejos su nuevo y extendido imperio. En el paraje más subido del collado, su cumbre coronando se extiende una arboleda innumerable de fecundos frutales escogidos. A un tiempo junta lo útil y agradable. En sus ramas, que mece un soplo dulce, junto a la abierta flor, el botón crece y la recién nacida fruta ya madura, nueva esperanza al apetito brinda. El influjo del Sol, que con dulzura y abundancia sus rayos las depara, las sazona, y varía, con los bellos colores del hermoso celeste iris, a tenebrosa nube... Cuanto más Satanás, a la encantada arboleda se acerca, más percibe de un céfiro suave la pureza; aire divino, con el cual revive, de aquel fértil terreno la agotada fuerza, y conserva toda su belleza; puro aliento, remedio soberano para todos los males exceptuada la desesperación: ¡para ello inútil! Alrededor de Satanás respira balsámica la alegre prima-vera: el dulce viento por las plantas rueda, o de las aguas sobre la ligera y clara cima plácido resbala. Su soplo exhala un néctar delicio-so y al delicio-sonido de sus blandas alas, revive el verde campo adormecido; las flores va besando inconstante, con su ámbar ambas alas perfu-mando; murmurando después, vuela inocente, a contar a todo otro vientecillo que halla, cuánto es la tierra deliciosa donde recogió su preciosa carga.

Los griegos tenían sus Campos Elíseos, en los que reinaba una eterna primavera, resplandecían los astros sin interrupción y el ruiseñor cantaba, sólo interumpido por las voces de los grandes poetas y de los músicos más célebres. Las suaves ondas del Leteo hacían olvidar las sombras de la vida. Homero y Hesíodo lo situaron en la extremidad de la tierra, a orillas del océano; otros autores más allá de las columnas de Hércules, en las campiñas de Bética y algunos en las Islas Canarias, llamadas Afortunadas, en Islandia, la antigua Thulé, y en las Islas Blancas del Ponto Euxino. Pero los Campos Elíseos no eran los únicos. La idea del paraíso surge espontáneamente en la leyenda y, más tarde, en las obras filosóficas y literarias más altas de la civilización helénica. Una de ellas es Dafnis y Cloe, de Longus. Dos bellos adolescentes que se aman, adolescentes para siempre, amantes para siempre, con fe

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en la vida, sin dogmas, ni lugar ni tiempo, son los personajes del relato. Su vida es perfecta no sólo en sí misma, sino porque se funde con la vida universal: la savia se transmuta en la sangre y la sangre en la savia, pues en tanto que el hombre está cerca de los ruiseñores, de los árboles y de las bestias, más se acerca a la verdad.

He aquí el cuadro del paraíso que se ha prometido a los hombres piadosos, según el Corán, el libro sagrado de los musulmanes:

Ahí están “los ríos de agua que no se secan jamás; los ríos de leche cuyo gusto no se altera nunca; los ríos de vino dulce para beber; los ríos de miel pura... Aquellos que han tomado el paso en el mundo de la fe, tornarán el paso antes que los otros... Y habitarán el jardín de las delicias... descansarán en sillas decoradas con oro y pedrería... Serán servidos por niños dotados de una juventud eterna... Les presentarán manjares y copas llenas de vino exquisito... Su vapor no se subirá a la cabeza ni obscurecerá su razón... Recibirán todas las frutas que deseen... Y la carne de las aves más raras Cerca de ellos estarán huríes de bellos ojos negros parecidas a perlas en su nácar. Tal será la recompensa de sus obras... No escucharán ni discursos frívolos ni palabras criminales... No oirán más que las palabras: paz, paz.

Virgilio recoge en su Eneida el mito griego de la Edad de Oro. El poeta, que personifica el orgullo de Roma, recuerda que Saturno, huyendo de la victoria de Júpiter, llegó al Latium en donde reunió a los hombres indóciles y dispersos en la comarca, con quienes fundó una sociedad perfecta en la que florecieron la paz y la justicia.

Entre los antiguos mexicanos, ya lo hemos dicho, el paraíso era una visión idéntica a las que acabamos de mencionar. Las palabras textuales de Sahagún son estas: “El Tlalocan en el cual hay mu-chos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna, nunca jamás faltan las mazorcas de maíz verdes, y calabazas y ramitas de bledos, y ají verde y jitomates, y frijoles verdes en vaina, y flores... En el paraíso terrenal había siempre verdura y verano”.

La leyenda recoge también la pintura del paraíso correspon-diente al ciclo Tenochca; pero situado aquí, en la Tierra:

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Quetzalcóatl reinaba en Tula, dice. Todo era abundancia y dicha, no se vendían por precio los víveres, todo cuanto es nuestro sustento. Es fama que eran tan grandes y gruesas las calabazas y tenían tan ancho su contorno, que apenas podían ceñirlo los brazos de un hombre abiertos. Eran tan gruesas y largas las mazorcas del maíz, cual la mano del metate. Por todas partes rodaban, caídas cual cosa inútil. Y las matas de los bledos, semejantes a las palmas, a las cuales se podía subir, bien se podía trepar en ellas. También se producía el algodón de mil colores teñido: rojo, amarillo, rosado, morado, verde, verdeazulado, azul marino, verde claro, amarillo rojizo, moreno y matizado de diferentes colores y de color de león. Todos estos colores los tenía por su naturaleza, así nacían de la tierra, nadie tenía que pintarlos. También se criaban allí aves de rico plumaje: color de turquesa, de verde reluciente, de amarillo, de pecho color de llama. Y aves preciosas de todo linaje, las que cantan bellamente, las que en las montañas trinan. También las piedras preciosas y el oro eran vistos como si no tuvieran precio: tanto era el que todos tenían. También se daba el cacao, el cacao más rico y fino, y por todas partes se alzaban las plantas del cacao. Todos los moradores de Tula eran ricos y felices, nunca sentían pobreza o pena, nada en sus casas faltaba, nunca había hambre entre ellos, y las mazorcas mal dadas sólo servían para calentar el baño.

En la mitología tarasca, Mauina encarna a Xarátanga, como Diosa del Amor, y es semejante a Xochiquetzal, la “Flor preciosa” de la religión de los mexicanos, que habitaba en lo más alto del cielo, en una región llena de belleza y de placeres. Mauina vivía bajo el Arco Iris, el dios principal de Pátzcuaro, Curicáneri, Dios Azul de las Aguas, que tuvo su templo en la isla de Pacanda, porque desde ahí tenía que gobernar el paraíso, habitado por el Dios del Agua; lugar muy fértil, con aguas transparentes, frutos abundantes, mariposas multicolores, pájaros de ricos plumajes y dulces cañas de maíz.

El paraíso de los mayas era lo mismo: un lugar de deleites, en donde no había sufrimientos ni penas, sino al contrario, abundan-cia de buenos alimentos, de bebidas dulces, y en donde crecía el yaxché o ceiba, el árbol sagrado, bajo cuyas ramas y sombra pue-den descansar los hombres para siempre, cesando de trabajar.

En su obra titulada El Paraíso en el Nuevo Mundo, don Antonio de León Pinelo, aquel judío portugués enamorado del espléndido paisaje de la gran cuenca del río Amazonas, dice que, a su juicio,

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el auténtico paraíso estuvo en las inmediaciones de Iquitos. Im-pugna a los autores que han sostenido la existencia del paraíso en regiones ultraterrestres y, también, a los que afirman que estaba situado en una región indecisa, sin localización geográfica. Era “una región cálida de buen temple, de bienes saludables, de suma amenidad, deleite y frescura; los hombres con sus casas, sus montes y bosques sin conocer discordias ni experimentar enfer-medades, y que no mueren sino después de una larga vida y en prolija vejez, cuando ya cansados de vivir, coronados de flores, entre fiestas y júbilos, se arrojan al mar, que les sirve de sepultura y túmulo”.

“El discutido árbol de la ciencia del bien y del mal”, no fue el plátano, dice Pinelo, grosera tesis sostenida por el padre Pacífico, ni la higuera índica, como supuso Goropio Becano, sino la grana-dilla, la que en México llamamos granada de China. Así, con gran fundamento, podemos afirmar, agrega el autor, que fue la fruta con la que Adán quebró el precepto divino. En cuanto a los cuatro ríos que salían del río que regaba el paraíso, según el texto bíblico, pueden identificarse así: el río de La Plata es el Phisón; el Amazo-nas, el Gehón; el Hidekel o Tigris, el Magdalena, y el Perath o Eufrates, el Orinoco.

Los guaraníes también tenían su paraíso. Según el escritor Natalicio González, era un país rumbo a Yvaga, poblado de árboles frutales —Yvaga quiere decir lugar de frutas— ubicado hacia el poniente, más allá del mar tumultuoso, junto a un otero divino. Ahí, en ese sitio de eterna ventura, penetraban los seres, memo-rando sus hazañas terrestres y velando por el ilustre destino de su raza.

Cristóbal de Molina de Castro en su “Relación de las Fábulas y Ritos Incas”, recoge la siguiente oración a Jeniracocha, en deman-da del paraíso:

Que multiplique las gentes; que los pueblos y tierras estén sin peligros; que los hombres vivan sanos con sus hijos y descendientes andando por caminos derechos y sin pensar malas cosas; que ya que los hombres comen y beben, se les acrecienten las comidas y frutos de la tierra y las papas, para que no padezcan hambre ni trabajo; para que todos se críen; que no hiele ni granice; que las gentes vivan largo tiempo; no mueran en su juventud; coman y vivan en paz.

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Pero la idea del paraíso no se limitó a los antiguos. En la medida en que la sociedad evoluciona y progresa, y pasa de un régimen injusto por atrasado a otro mejor, la idea de la felicidad resurge. El Renacimiento es pródigo en utopías.

Los pensadores de la última etapa de la Edad Media y de los siglos XVI y XVII, no se limitan a descubrir la Grecia clásica. No hablan ya de una república ideal como la de Platón, basada en la esclavitud y en la que sólo una minoría selecta tenga el derecho de gobernar; una república en la que “los filósofos sean reyes o los reyes y príncipes de este mundo tengan el espíritu y poder de la filosofía”; una república en la que persista la propiedad privada, porque “sería demasiado pedir a hombres nacidos, alimentados y educados, como lo son hoy en día, que nuestros ciudadanos repartan entre sí la tierra y las habitaciones”. Los renacentistas hablan de una sociedad ideal en la que no exista la raíz de todos los males.

Tomás Moro en su obra denominada Utopía, dice que

donde quiera que exista la propiedad privada y se mida todo por el dinero, será difícil que el Estado obre justa y acertadamente, a no ser que se piense que es obrar con justicia el permitir que lo mejor vaya a parar a manos de los peores y que se viva felizmente ahí donde todo se haya repartido entre unos pocos que mientras los demás perecen de miseria disfrutan de la mayor prosperidad.

En la isla en donde viven los utópicos, que cuenta con numerosas ciudades grandes y magníficas, la vida social está organizada de una manera perfecta para que no se provoquen ni conflictos ni dificultades pequeñas. Los ciudadanos están exentos de trabajo corporal el mayor tiempo posible, en cuanto las necesidades públicas lo permitan, para que puedan dedicarse al libre cultivo de la inteligencia, por considerar que en esto estriba la felicidad de la vida...

La virtud consiste en vivir conforme a la naturaleza.

En Utopía no se conocen pobres ni mendigos y sus habitantes son ricos aunque nada posean. Porque, ¿hay mayor riqueza que vivir con ánimo alegre, tranquilo, desposeído de cuidados, sin tener que preocuparse del sustento, ni aguantar las quejumbrosas peticiones de la esposa, ni temer la pobreza para el hijo, ni buscar

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