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González Luis, María Lourdes C.
Universidad de La Laguna mlgonzal@ull.edu.esPerera Méndez, Pedro
Universidad de La Laguna ppereram@ull.edu.esGonzález Novoa, Andrés
Universidad de La Laguna agonzaln@ull.edu.es Artículo recibido: 18 Marzo 2019 Aprobado para publicación: 18 mayo 2019 Resumen Los cambios en las sociedades han generado toda una serie de consecuencias para las perso‐ nas que habitan los distintos territorios. La prioritaria base económica en todas las decisio‐ nes ha conllevado unas modificaciones sustanciales en todas las interrelaciones humanas y han descrito el espacio de lo común a modo de espacio sumativo, parcializado, guetizado. La educación como proceso social y político ha asumido dicha lógica abandonando teleologías que le eran inmanentes y se ha lanzado de lleno a la construcción de ciudadanías en las que lo común se asemeja al escaparate. La cuestión planteada tiene que ver con la necesidad y con la posibilidad de introducir cambios en lo educativo para responder a discursos políticos y pedagógicos que se adornan con conceptos como gobierno abierto, transparencia, partici‐ pación y democracia.Palabras clave Ciudadanía, Gobierno Abierto, Políticas Educativas, Pedagogía, Ética. Abstract Changes in societies have generated a whole series of consequences for people who inhabit the different territories. The priority economic basis in all decisions has led to substantial changes in all human interrelations and have described the space of the common as a sum‐ mative space, biased, ghettoized. Education as a social and political process has assumed this logic by abandoning teleologies that were immanent and has launched fully to the construc‐ tion of citizenships in which the common resembles the shop window. The question raised has to do with the need and the possibility of introducing changes in education to respond to political and pedagogical discourses that are adorned with concepts such as open govern‐ ment, transparency, participation and democracy.. Key words Citizenship, Open Government, Educational Policies, Pedagogy, Ethics.
Preámbulo
En la era de las reformas, de los cambios, las transformaciones, a un segundo de que el futuro se consume en otro presente que se traga la obsolescencia programada, en este momento en el cual el neoliberalismo celebra haber derrotado al perro de las tres cabezas (hambre, guerra y enferme‐ dad) y apunta a la conquista de la inmortalidad, la perfección y la felicidad es cuando la democra‐ cia podría prescindir de su lexema y transformarse en un algoritmo capaz de ordenarnos como datos. Habrá que pensar antes de continuar avanzando como pollos sin cabeza que los destinados a la papelera del escritorio son personas y en cantidades inquietantes.En este parque de atracciones de optimismo digital donde el homo sapiens suspira por ser un homo deus, la ciudadanía, ese proyecto moderno para la construcción de una comunidad donde podamos vivir juntos se desmorona, se desintegra, pasa de la solidez al estado gaseoso y con su evaporación se resquebraja el Estado‐nación y el vínculo con lo público. La culpa parece ser de la democracia social y del Estado de Derecho, son costosos e ineficaces y como nos muestran sus detractores, tienen peligrosos vínculos con las tesis socialistas que con la caída del muro de Berlín consumaron su fracaso como alternativa.
Y en este vodevil la democracia se halla sin la ciudadanía como un cuerpo sin osamenta. Por un lado los gurús de la política recetan tranquilizantes, cirugías plásticas y hormonas que rejuvenez‐ can y dopen a la paciente a la que han diagnosticado vejez e idealismo y por otro lado, surgen quienes proponen reconstruirla mediante implantes para actualizarla como tecnocracia‐cuántica‐
5G. Y entre toda la oferta de soluciones siempre aparece la importancia de la participación de la ciudadanía y entre todas las voces nadie explica qué debe saber la ciudadanía, cómo debe ser esa ciudadanía, que escuela se merece esa ciudadanía o de forma más sencilla, cómo esa ciudadanía va a recuperar su vínculo con lo social y a defender la democracia si no le explicamos qué es la demo‐ cracia y cómo funciona. Las políticas educativas que emanan de las recomendaciones de los in‐ formes trasnacionales inciden en abordar las reformas de los sistemas educativos en torno a lo mesológico, la gestión y la introducción de tecnologías; pero ninguna supone un paso adelante en la democratización de la escuela ni en la transformación de la escuela como el lugar donde se edu‐ ca a la ciudadanía. Y muy pocas suponen una defensa de lo público, al contrario, la tendencia es a la privatización y a priorizar las libertades de enseñanza frente a la equidad, retornar al sistema dual de educación y abortar el proyecto de la escuela comprensiva. Alegan incompatibilidad con el orden económico.
Pero nos es imposible imaginar un gobierno abierto como profundización de la democracia sin abordar seriamente qué políticas educativas deben posibilitar esa ciudadanía vinculada a lo comu‐ nitario que permita responder con ilusión a la pregunta sobre si podremos vivir juntos y añadien‐ do a Touraine, en un planeta que nos aguante a todos. Proponer la no ruptura de la complicidad entre política y pedagogía para que la ética sea hospedada en las escuelas y estas dejen de funcio‐ nar como algoritmos de selección (y por ende, de exclusión) y aspiren a transformar la realidad con eso que se ha dado llamar «transferencia social del conocimiento».
La ruptura del mito moderno en torno a la ciudadanía.
« ¿Cómo podría hablarse aún de ciudadanía y de democracia representativa cuando lo los re‐ presentantes electos miran hacia el mercado y los electores hacia su vida privada?» (Tourai‐ ne, 1996:13) Esta pregunta expresa, a nuestro juicio, la inquietud por la desintegración de la política tal y como ella fue pensada y realizada desde la lógica de sentido inherente al proyecto de la Modernidad, pues a su destino se liga la relevancia atribuida a la política, en cuyo ámbito dicho proyecto se tra‐ dujo en un determinado modo de resolver el problema de la comunidad.La pregunta de Alaine Touraine arrastra consigo un nuevo cuestionamiento en torno a las condi‐ ciones en las que emerge el interrogante, esas condiciones que mueven a plantearnos cómo no hablar hoy de ciudadanía, tanto en el sentido de lo que ya no es posible decir sobre ella, como en el de lo que nos sigue interpelando como problema.
En efecto, se trata de una pregunta de la cual se hacen cargo no pocos análisis acerca de las radica‐ les transformaciones que caracterizan a las sociedades contemporáneas. Porque entre los asuntos en juego está el de los efectos de dichas transformaciones en las formas mediante las cuales los hombres establecen sus relaciones y, por ende, las condiciones que posibilitan la convivencia de‐ mocrática. A lo cual se vincula el renovado interés por la idea de ciudadanía orientado hacia su resignificación, una vez reconocida la insuficiencia de la concepción tradicional frente a la eclo‐ sión de fenómenos tales como: la disolución de fronteras relativas a los flujos de producción y con‐ sumo, en cuanto efecto de los procesos crecientes de planetarización que ponen en jaque el papel
central de los Estados‐nación y las nítidas demarcaciones entre lo público y lo privado; la fragmen‐ tación de la vida social y de los significados que constituyen el ámbito de la cultura cotidiana; la pérdida de legitimación de las tradicionales organizaciones como instancias de representación y mediación entre el Estado y los individuos ‐partidos políticos, sindicatos, gremios, etc.‐; la disolu‐ ción de las claves que funcionaron como ideas‐fuerza de la acción colectiva, etc.
Los caminos por los cuales transita dicha resignificación son diversos; no obstante, puede apre‐ ciarse la presencia de un corpus de interrogantes que recorren tal diversidad. Como ejemplos, pueden citarse las siguientes: ¿Es posible vivir juntos? y ¿cómo hacerlo?, es decir, ¿será necesario reinventar la comunidad? ¿Es posible y de qué manera articular lo común y lo distinto? ¿A qué remite la convivencia política en el entrecruzamiento de las radicales transformaciones que expe‐ rimenta el espacio público?
Preguntas, en fin, que recolocan sobre el tapete de la discusión el tema de la ciudadanía. No es nuestro propósito responder a tales interrogantes, solo buscamos situar las consideraciones dirigi‐ das a mostrar algunas de las condiciones en cuya trama se inscribe el desvanecimiento de los lími‐ tes de la idea moderna de ciudadanía, la pérdida de su capacidad en tanto fuerza integradora con‐ figuradora de identidad política, para luego proceder a trazar ciertos fragmentos del nuevo mapa intelectual en el que se procede a su redefinición. Lo que hoy se revela es la paradoja constitutiva del modo en que el discurso político moderno pre‐ tendió resolver el problema de la comunidad. Paradoja que, como bien lo observa Pietro Barcello‐ na, consiste en haber proyectado la realización de dicha promesa «en la dialéctica entre el Estado‐ sociedad política (lugar de la comunidad abstracta y del “deber ser” del Bien común) y, por otra, la sociedad civil como esfera de la contingencia (de la producción y reproducción de la vida confiada al acontecer de los intereses y necesidades privadas)» (Barcelona, 1996:19).
Con esta paradoja, también se muestra la imposibilidad inherente a la pretensión de realizar la comunidad mediante su reducción al Uno, bien bajo la forma de estatización de la vida social, bien bajo la forma de la articulación de intereses privados, regulados por el derecho o por el mer‐ cado.
Resquebrajada la promesa de realización de la comunidad tal y como ésta fue proyectada por el discurso moderno, la idea moderna de ciudadanía y su configuración como fuerza integradora, no parece sobrevivir. Especialmente, cuando se tiene presente el entrecruzamiento de fenómenos que, de hecho, la ponen en cuestión. En efecto, si junto a la atribución de identidad política a los individuos, la idea de ciudadanía constituyó una fuerza por la cual la identificación con la Volun‐ tad General implicaba un sagrado deber para los individuos en cuanto ciudadanos; entonces, no es difícil comprender que las nociones de ciudadanía y ciudadano confronten serias dificultades cuando se las enfrenta a los cambios culturales y políticos característicos de las sociedades occi‐ dentales de este nuevo tiempo. Cambios, en cuya trama se advierte la disolución del moderno concepto de ciudadanía como referente del sentido de pertenencia a una determinada comunidad política. Sobremanera, porque el carácter de los cambios refiere precisamente a la desintegración de los confines práctico‐institucionales y discursivos de la ciudadanía moderna.
Por ello, hablar de las condiciones en las cuales replantearse la pregunta por la ciudadanía signifi‐ ca hacernos cargo de ese cambio de época en el cual se produce el entrecruzamiento de fenóme‐
nos que han dado pie a la emergencia de lo que actualmente se denomina y caracteriza como es‐ cenario cultural posmoderno, entre cuyas expresiones podemos indicar las siguientes: El fenómeno de globalización económica y cultural, las exigencias de integración global de las economías nacionales y, al mismo tiempo, la acentuación de demandas nacionalistas y de los procesos de fragmentación social. La ubicuidad del pensamiento único –neoliberal‐ y, simultáneamente, la reivindicación del pluralismo cultural en cuanto valor central de la profundización de la experiencia democrá‐ tica y la “despolitización” de los movimientos sociales. La avalancha de medios de información y comunicación instantánea y. al mismo tiempo, el debilitamiento de los vínculos comunicativos. El empeño por perseguir intereses nacionales y la profunda desilusión con las políticas na‐ cionales. Los llamados a las sociedades competitivas y un mundo en el cual enormes contingentes de la población siguen condenadas a la segregación. Las posibilidades emancipatorias ligadas a los descentramientos y la experiencia del estar en todas partes y en ninguna, o para decirlo con palabras de Mandela, no saber «con certe‐ za ni dónde terminan los países, ni dónde comienza la gente». (Mandela, 1996: 293‐299) La massmediatización de la esfera pública. El fin de la “religión del deber”. A dichos fenómenos, entre otros, se articula la desintegración del espacio público moderno, “el fin de la cultura pública”, para decirlo con palabras de Sennet.
Desintegración entre cuyas expresiones más contundentes pueden citarse, por una parte, el va‐ ciamiento de los lazos socio‐políticos fundados en los principios‐ideales de interés general, identi‐ dad nacional, conciencia autónoma, voluntad general, ciudadanía, y en la «discusión racional y argumentación pública, sobre la base de la libertad formal y de la igualdad de derechos» (Ferry, 1992: 13‐27). Y, por otra, el creciente desinterés por los asuntos que se consideraran públicos, no sólo en razón de que se supusieran como asuntos que atañen a todos/as y cada uno/a de los individuos sino, en lo fundamental, a partir del supuesto de que en ellos se ponían en juego el destino de las sociedades, de sus instituciones y de sus ciudadanos/as. La pérdida del confín de la ciudadanía concierne, así, a la disolución de sus referentes fundaciona‐ les. Especialmente, el relativo al Estado‐nación cuyas fronteras se tornan porosas y su pretendida unificación desaparece frente a la globalización y a la creciente fragmentación de los vínculos so‐ ciales y culturales. Y, aunado a ello, su declive como forma política de la soberanía y de la igualdad de los ciudadanos, lo cual torna cada vez más precarias las articulaciones entre ciudadanía y Esta‐ do‐nación. Para expresarlo de otra manera, con la pérdida del relato de la comunidad política na‐ cional que definió un horizonte político y moral, y una voluntad para todos/as de forma individual y como grupos pertenecientes a una nación, se pierde el concepto moderno de ciudadanía en tan‐ to forma moderna de identidad política.
Intentamos pues concretar algunas de las condiciones en las que se inscribe esta pérdida, tal y co‐ mo se definió en el horizonte del discurso político moderno. Particularmente considerando tres aspectos fundamentales, a saber: el fenómeno de la globalización y las prácticas de pluralización cultural, la instauración de la lógica posmoralista y, finalmente, la massmediatización de la esfera pública. La transnacionalización económica y cultural, esta última vinculada no sólo a las migraciones ma‐ sivas de población sino a la circulación de esquemas de percepción y de comportamiento, vía me‐ dios de comunicación satelital, anuncian el declive del Estado‐nación como forma de organización política moderna, y con ella la de la ciudadanía como figura de identidad política, anclada en sus confines. El avance hacia una era postnacional parece tornar impertinente la tarea de pensar la ciudadanía apegándonos a la lógica fundacional de las esencias que definirían de una vez y para siempre lo que significa el ejercicio de la ciudadanía.
Así, desde la consideración de fenómenos como lo indicados, todo ocurre como si los cambios cul‐ turales vinculados a ellos se conjugaran para volcar nuestra atención hacia el carácter plural y heterogéneo de los vínculos mediante los cuales es posible re‐crear comunidades irreductibles a una identidad homogeneizadora. Y, con ello, hacia lo que, hoy significa el reconocimiento del plu‐ ralismo cultural como valor y como campo de luchas por los derechos de las minorías estigmati‐ zadas o discriminadas (casi siempre se dan ambas cosas). Pluralismo al cual se articula también su interpretación como una forma de desestructuración de la homogeneidad social, jurídico‐política y cultural de la nación y del concepto de ciudadanía, cuya crisis se hace patente en la debilidad de las mediaciones institucionales que, en otros tiempos, tenían capacidad de fundamentar y promo‐ ver tal homogeneidad.
De ahí que entre las cuestiones centrales para el pensamiento político se encuentra la de cómo interpretar las nuevas articulaciones entre lo global, lo local, el espacio urbano, las formas de la diversidad cultural, las nuevas modalidades de exclusión y de resistencia, la democracia y la re‐ composición del espacio de la ciudadanía. El debate que se produce al respecto incluye diversas perspectivas. Para unas, se trataría, no de la pérdida del concepto moderno de ciudadanía, sino de intentar readaptarlo a las nuevas condiciones mediante la búsqueda de síntesis entre el liberalismo y la defensa de valores comunitarios de tipo cultural. Para otras, se impondría dotar de mayor fuerza la autonomía y responsabilidad de los/as ciudadanos/as frente a la sociedad, sin la mayor injerencia del Estado. Las más radicales, rechazan cualquier intento de reducir el pluralismo cultu‐ ral en sociedades determinadas sobre el fondo de cualquier tipo de homogeneización inherente a la idea de ciudadanía como identidad política, lo cual involucra que su redefinición tome como eje central dicho pluralismo, no sólo reconociéndolo como un hecho, sino considerándolo como un valor, un derecho y un campo de lucha de las minorías por el reconocimiento de su diferencia. En este último caso, no se trata de reivindicar una especie de ciudadanía diferenciada respecto de un fondo de identidad común, sino la pluralidad y heterogeneidad de formas de pertenecer y par‐ ticipar en las diversas comunidades de un mundo crecientemente interconectado, en el cual el horizonte de la identidad del/la ciudadano/a como miembro de un Estado‐Nación se torna cada vez más precario, es decir, en un mundo en el cual la determinación jurídico‐política de la comu‐ nidad de ciudadanos/as iguales ante la ley, se desmorona.
La imposible recuperación de la idea moderna de ciudadanía, anclada en la obligación hacia la comunidad nacional, parece configurarse como uno de los efectos más decisivos de las mutaciones experimentadas en la trama socio‐cultural y política, el cual tiene que ver con la pérdida del senti‐ do único y último de los lazos colectivos. La indiferencia hacia los asuntos públicos y la ausencia de fe colectiva movilizadora muestran la caducidad de “la ética prometeica de mejoramiento del género humano” (Lipovetsky, 1994: 21‐57), y, a la vez, la emergencia de una “ética mínima” (Corti‐ na, 2000: 80‐82). Una ética en virtud de la cual, por ejemplo, el compromiso con causas colectivas no se considera un deber del/la ciudadano/a, pero sí se enfrenta y reprueba cuanto amenaza la seguridad individual y colectiva, como la violencia en sus múltiples formas.
Sin embargo, la pérdida del sentido de obligación hacia la colectividad, característica de la cultura neoindividualista, provoca la inquietud planteada por Lipovetsky (1994: 21‐57) bajo las siguientes preguntas: « ¿Hacia dónde van nuestras democracias desembarazadas de toda ‘religión civil’, de toda fe en los proyectos colectivos?» « ¿qué puede mantener unidas a sociedades que carecen del senti‐ miento individual de obligación hacia el conjunto social?»
Las democracias posmorales, afirma, no han dicho su última palabra, aunque entre las distintas posibilidades pueden advertirse dos aspectos que minimicen los riesgos entrópicos: el acuerdo sobre «el valor del pluralismo democrático y la exigencia de ética y de respeto del derecho a la dife‐ rencia».
Se dibujan democracias menos heroicas y voluntaristas, pero más atentas al pluralismo cultural, más descentralizadas y más reguladas por el derecho y el principio de responsabilidad individual, que por la moral del deber. Podemos o no estar de acuerdo con Lipovetsky, pero lo que no cabe obviar, desde su análisis, es que las democracias posmorales comportan la fatiga del colectivo ciu‐ dadano basada en la religión del deber y la configuración de un nuevo tipo de ciudadanía, cuyo carácter es justamente uno de los problemas a dilucidar en nuestro presente. El desmoronamiento del imaginario político moderno y la progresiva instauración de lo que viene nombrándose como videocracia, encuestocracia, tele‐Estado, mercado electoral y la pugna por la monopolización de las telemiradas del público telespectador, constituyen, así, parte fundamental de las condiciones que la pregunta actual por la ciudadanía no puede obviar, sobre todo cuando se tiene presente el carácter efímero de experiencias políticas que movilicen vínculos de pertenencia, del ejercicio de la opinión pública, y la progresiva reconfiguración de Estado sin Nación o las na‐ ciones con Estados precarizados o ausencia de Estado; en cualquier caso, sin finalidades circuns‐ critas a los confines de lo nacional, lo que vulnerabiliza notablemente a las ciudadanías. En este escenario, la esfera política es transformada por el contundente impacto de los medios y de la cultura de la encuesta, no sólo porque sin los massmedia y sin las encuestas hoy nos parece posible pensar el ejercicio de la política, sino porque el espacio político mismo se ha massmediati‐ zado (Lanz, 1995:192‐209). Las repercusiones de este hecho en la esfera pública son inapelables. A título de indicación puede señalarse, por ejemplo, que no se trata sólo de que el espacio audiovi‐ sual reemplace los tradicionales lugares de vinculación de los individuos con la política, sino de que ésta ha modificado su formato y su discurso; de manera que aún las formas de protesta social no parecen tener contundencia sin su capacidad para seducir más que para convencer. En el mis‐ mo sentido, no se trata sólo de que la política haga acto de presencia en los espacios televisivos o
las redes, sino de que hoy tienen más credibilidad esos medios que los propios agentes políticos; ni que los sondeos de opinión sustituyan a los mensajes, sino que los medios masivos y los sondeos (a pesar del reconocimiento invasivo de las fake news) devienen alternativas frente a las otrora instancias de comunicación política entre las ciudadanías y el Estado, como los partidos y el par‐ lamento. Estamos asistiendo al tiempo de la Posverdad. El modelo político de comunicación que se instaura es, pues, el modelo mediático, con inevitables repercusiones en la erosión del sustrato del espacio público moderno: el debate público en torno a los asuntos públicos no puede obviarse ya que a él estuvo ligada la lucha misma por la construc‐ ción de sociedades democráticas. Pero ya no podemos pensar el poder desde los viejos dispositivos con los que las clases privilegia‐ das o el capital perpetuaron su dominación. Lo hegemónico, hoy, se diferencia, distancia y com‐ plejiza respecto de aquella tradición. Los análisis que desentrañaban la alienación, la opresión y la mistificación (S. XIX y XX) y daban cabida al giro dialéctico que acabaría con la relación amo‐ esclavo, ya no nos sirven; la cuestión es que la destrucción de los vínculos sociales basados en el dominio ya ha tenido lugar: se ha realizado técnicamente mediante la emancipación virtual (gene‐ ralización del intercambio, reconciliación de contrarios con la asunción de los Derechos Humanos y abolición de todos los valores…). Ahí radica la instalación de la hegemonía, que llegó para quedarse. Los predicados de la domina‐ ción han desaparecido y, contradictoriamente, se interioriza la posición del amo por parte del es‐ clavo emancipado y se resuelve todo en una paradoja: la liberación total, la resolución de los con‐ flictos y la libre disposición de uno mismo nos han llevado a someternos al orden mundial hegemóni‐ co (Baudrillard, 2006: 12). Se trata de una dicotomía radical: Hegemonía implica el fin de la Dominación (y casi, consecuen‐ temente, el fin de las Resistencias). El poder mundial no sólo se apropia de la riqueza económica, sino que ha logrado hacerse con las conciencias y con la propia realidad. “Se ha producido una confiscación generalizada –de la soberanía y de la guerra, de los deseos y de las voluntades secretas, del sufrimiento y de la rebeldía‐ a través de una inmensa simula‐ ción, un gigantesco reality show, en el que todos nos limitamos a interpretar un vergonzoso papel” (Baudrillard, 2006: 12‐13)
La realidad quedó subordinada al orden económico, y ya nada puede pensarse desde otro lugar. He aquí el aldabonazo definitivo perpetrado por el capital. Al margen de la constatable permanen‐ cia y expansión de la explotación material del mundo, el fenómeno clave a nivel planetario ha sido el secuestro de las conciencias, el sometimiento de las mentes a un modelo único; de manera que, a partir de entonces, resultará inconcebible cualquier otra perspectiva, apertura o apuesta simbóli‐ ca también a nivel. Aquí es donde se sitúa el tránsito de la dominación a la hegemonía. El resultado es que ya no estamos sometidos a la opresión, a la desposesión o a la alienación, sino a la profusión y al tutelaje incondicional. Hemos sucumbido a quienes nos pueden colmar y ter‐ minamos abrumados con una deuda infinita, imposible de saldar. Esto nos lleva a una revisión radical de las relaciones tradicionales entre el bien y el mal.
No podemos concebir un nivel simbólico en el que la gente se rebele por recibir demasiado, por recibirlo todo sin posibilidad de devolución, por ver reconocida una libertad total que conlleva, al mismo tiempo, la entrega del uno mismo de forma integral; la totalidad del yo junto a la pérdida del sí mismo. “Nos encontramos en un mundo virtualmente banalizado, neutralizado, donde, por una suer‐ te de terror preventivo, ya nada puede tener lugar. De forma que, aquí dentro, todo lo que abre una brecha produce acontecimiento. Un acontecimiento que puede pertenecer al orden del pensamiento, de la historia, del arte quizá, pero que en la actualidad, adopta la forma espec‐ tacular del terrorismo” (Baudrillard, 2006: 18). O, lo que en palabras de Castoriadis, sería el ascenso de la insignificancia: ”El imaginario de nuestra época es el de la expansión ilimitada, es la acumulación de la baratija –un televisor en cada habitación, un ordenador en cada habi‐ tación‐; esto es lo que hay que destruir. El sistema se apoya en este imaginario.” […]”lo que caracteriza al mundo contemporáneo son las crisis, las contradicciones, las oposiciones, las fracturas; peor lo que más me llama la atención es sobre todo la insignificancia” (Castoriadis, 1996). Con la cancelación del orden de la dominación se clausura la modernidad y también desaparece el lugar para el trabajo histórico de lo negativo; se inaugura la era de la hegemonía, el imperio virtual del bien, la positividad total y en esta realidad integral el pensamiento crítico ya no puede subver‐ tir el sistema desde dentro. Es el fin de las contradicciones, de las relaciones de fuerza: el fin de la violencia revolucionaria. La disolución de la negatividad en el corazón del sistema es más bien una colusión, un consenso definitivo, un circuito integrado de globalidad. Pero, precisamente, a causa de ese exceso de positividad, también ha llegado la hora de la agonía del poder. Como señalábamos antes al hablar del peligro que corrían las democracias que alcanzando su completud, resbalarían en su opuesto contrario, así, en el momento de su realización definitiva, el sistema se vuelve inca‐ paz de superarse e inicia su proceso de disolución. Es la estrategia fatal de un sistema que incapaz de impedir la realización de su destino, aboca en una suerte de autodestrucción. El trabajo de due‐ lo sustituye el trabajo de la revolución
Quizá el destino fatal del capital sea precisamente llevar el intercambio al límite, una consuma‐ ción total de la realidad. En cualquier caso, el vértigo del intercambio generalizado y disperso en circulación desenfrenada, una realidad que pierde su principio de realidad y un frenesí comunica‐ tivo e informativo, son las marcas de la hegemonía.
2. La necesaria recuperación del vínculo social o de cómo reinven‐
tar la comunidad.
Los diagnósticos que, desde diversas ópticas, se hacen sobre la actualidad coinciden en desta‐ car como nota distintiva la desafección frente a los grandes referentes de sentido del proyecto político moderno. Se trata, como ha destacado Lipovetsky, entre otros, de la disolución de los proyectos prometeicos que movilizaron la aspiración a la vida democrática y de la credibilidad en las promesas demiúrgicas de transformación del mundo. No ha podido, pues, quedar incó‐ lume el moderno modo de resolución del problema de la comunidad, esto es, de su conforma‐ción ad unum, traducido en la promesa de la comunidad de ciudadanos libres e iguales ante la ley que, bajo la impronta del universalismo de la razón, construyó un modo de estar juntos identificado con el Estado‐Nación en cuanto instancia de la comunidad del deber ser del Bien común (Téllez, 2001). Hace unas décadas que entramos en la agonía de una lógica que se había configurado desde la dis‐ tinción amigo‐enemigo sustentada en los supuestos de “la inclusión del amigo” (construcción de lo mismo); y la “exclusión del enemigo” (alterador de un orden). En segunda instancia, aparece la lucha con ‘el otro’ como enemigo público, como hostis, pero al fin y al cabo es ese externo que nos reconoce y es reconocido, por el cual nos identificamos y él nos identifica como su otro, en recí‐ proca relación de enemistad. Tras los acontecimientos acaecidos en los últimos 30 años a nivel de reorganización geopolítica del globo, este trazado ha ido disolviéndose al tiempo que se desdibujaban las fronteras. Con la caída del Muro de Berlín, definida por Esposito como la expresión más contundente del desvanecimiento de dicha lógica, no sólo han desaparecido las fronteras sino la idea misma de frontera como línea demarcatoria entre campos exteriores que se enfrentan uno a otro, no sin consecuencias sobre la distinción amigo‐enemigo. Porque una vez pulverizada esta línea des‐ aparece no sólo el enemigo externo sino también el amigo, no sólo el otro exterior sino tam‐ bién el mismo: «con el Otro desaparece también el mismo. Con el adversario, también el Hermano». Y porque el riesgo de la invasión y de la explosión es sustituido por el de la des‐ composición y la implosión, toda vez que «el otro —los otros— no han desaparecido», se han transfigurado. Así, pues, el enemigo ya no es el otro externo, el afuera claramente identificado y visible como enemigo exterior; sin embargo, esto no significa que la percepción del otro co‐ mo presencia amenazadora haya desaparecido y, con ella, los sentimientos, actitudes y com‐ portamientos negativos que provoca. Significa que —una vez perdida la identidad resultante de la clara identificación del otro como enemigo que nos identificaba claramente como su otro— el enemigo se construye de otro modo, transformado en la amenaza interior del orden, en el intruso al que se está permanentemente expuesto, en el enemigo que no se tiene afuera, enfrente, sino dentro, al lado. El enemigo externo es sustituido por el «enemigo interno… el extranjero interno —el inmigrante, el mestizo, el apátrida, el prófugo, el refugiado—» que en‐ carna la amenaza, provoca el miedo, el rechazo y el odio reactivos (Téllez, 2001: 15). La figura alterativa y alteradora que ahora emerge de ese otro es mucho más difícil de gestionar. Por ello, precisamente, da más miedo. …porque no se le puede responder ni con una lucha frontal, ni con un aceptación indiscrimi‐ nada. No queda sino mantenerlo en el umbral que él ha cruzado ya, amenazando continua‐ mente con expulsarlo, pero sin ninguna posibilidad real de hacerlo (Exposito, 1999:74) A lo que se responde con nuevas formas de contención que, como prosigue Esposito, aprendimos a erigir nuevos muros internos donde se sitúan las nuevas formas de dominación cuyo ejercicio demuestra que el mecanismo sacrificial siempre está preparado para entrar en escena.
Surgen de aquí algunos interrogantes esenciales: ¿qué ocurre entonces cuando ya el mito del cum‐ plimiento de la comunidad total no es posible por haber perdido los anclajes en las ideas de Pue‐ blo y Nación? ¿Qué están haciendo las nuevas versiones comunitarias con la democracia y la polí‐ tica? Son estas cuestiones las que nos remiten a los discursos que están arraigando –y hasta saturando‐ hoy el seno de nuestras sociedades. Se trata de la idea condensada en la definición de la política como arte de lo posible, en la cual arte viene a decir técnica de gestión, y posible, ese realismo de los objetivos y medios para la solución de necesidades siempre postergables de los individuos y grupos sociales(Téllez, 2001:17).
Aquel metarrelato de una comunidad de destino nacional y hasta universal que alumbró el “con‐ trato social” como metáfora fundadora de la racionalidad política moderna que presidió las formas de gestión y organización de la vida social, ha dejado paso a un nuevo relato, el de un “estado límbico de lo político” asociado a la llamada ‘democracia consensual’ o, como prefiere llamarla Rancière, la ‘posdemocracia’.
Surge aquí la paradoja que atraviesa lo que hoy llamamos Democracia, a saber: la exaltación de la práctica del consenso operando como borradura de las formas de obrar democrático.
Porque se trata de esa práctica que opera legitimando un modo de democracia que ha queda‐ do reducida al juego de los dispositivos estatales y las búsquedas de equilibrio entre los inter‐ eses parciales, una vez liquidado el litigio político fundamental concerniente a «la cuenta misma de las partes», al conflicto por la cuenta de los sin parte y sin cuenta (Téllez, 2001:17). Entramos así en el dispositivo que ha construido el decir político y lo ha estandarizado; y es a este advenimiento estándar al que se asocia la llamada auténtica participación política masiva que co‐ bra tintes de espectáculo en su visibilización mediática. La política se reduce a noticias, entrevis‐ tas, sondeos de opinión, tweets…Es decir, las formas de participación política mutan a ecos de pre‐ sencialidad, a ruido mediático. Ello traslada a su vez el arte de lo posible a simples formas de ges‐ tión de la opinión, imposición de un orden discursivo, penetración de un decir político, al que Baudrillard denomina ‘el orden del simulacro’. Una vez suprimido todo destello político solo que‐ da la ficción de ‘una opinión pública’.
De ahí que el régimen posdemocrático de la opinión, bajo el orden del simulacro, al hacer de la opinión un objeto que depende de su producción y consumo masivo, liquida la dimensión política de la opinión pública y el espacio público de aparición del litigio político (Téllez, 2001:18). Lo que aquí está en juego es justamente la disolución de la comunidad como comunidad de litigio político y su constitución como un balance de las partes ya dadas en cuanto reflejo de la esencia de una comunidad jurídicamente determinada. En este balance, la ciudadanía «local y asociativa» es postulada como empresa que torna visible la identidad entre la comunidad así constituida y el in‐ dividuo concebido como «el microcosmos del gran todo», el gran todo conformado por el inter‐ cambio de derechos y opiniones. De este modo, contrariamente a lo argumentado por las tesis
comunitaristas, los planteamientos de Rancière apuntan a mostrar, con gran acierto, que no se trata del reinado del narcisismo como desencadenamiento del individualismo sin límite, pues: En el espejo de Narciso lo que se refleja es la esencia de esta comunidad. En él se ve el ‘indivi‐ duo’, en él se le exige verle como militante de sí mismo, pequeña energía contratante que corre de vínculo en vínculo y de contrato en contrato al mismo tiempo que de goce en goce. Lo que se refleja a través de él es la identidad de la comunidad consigo misma, la identidad de las re‐ des de la energía de la sociedad y los circuitos de legitimación estatal (Rancière, 1996: 144) En este punto, resultan cruciales las siguientes preguntas hechas por Esposito: « ¿Cómo desfondar esta lógica opresiva y opresora? ¿Cómo utilizar el potencial de transformación que el tránsito del enemigo externo al enemigo interno lleva dentro, sin resbalar hacia una nueva, y más incontrola‐ ble, forma de xenofobia?» (Exposito, 1999:75). Tales interrogantes reclaman la tarea de repensar la comunidad, pues está en juego la apertura a la cuestión de la alteridad, a la cual se anuda un nuevo trazado de comunidad liberado de la impron‐ ta de lo uno, incluso en el reconocimiento de la diferencia cuando se la entiende bajo tal impronta como su fondo común. En estas preguntas resuena la invitación a considerar la comunidad como uno de esos problemas cuya contemporaneidad no consiste en su adaptación a las circunstancias del presente sino en su abrirse al ejercicio del pensamiento «inactual» en el sentido nietzscheano; es decir, el pensamiento que no busca restaurar, reafirmar o re‐formar sino fracturar las figuras que permiten instalarnos cómodamente en el presente, moviéndose contra aquello que en él tiene la fuerza de lo incuestionable, haciendo estallar lo homogéneo, disolviendo totalidades, fracturan‐ do lo continuo, multiplicando los trayectos, dispersando y diseminando el sentido. Así pues, la comunidad de la cual nos habla Esposito es la comunidad incompleta, sin preten‐ sión de cumplimiento total y, por ello mismo, la comunidad irrepresentable e indecible, la que no disuelve, en nombre de la organicidad y la absoluta transparencia, sus diferencias, friccio‐ nes y conflictos. Es, en fin, la comunidad que desafía la obsesión por la inclusión de las prácti‐ cas sociales en un único y orgánico cuerpo social, en un único núcleo político, jurídico y cul‐ tural, en un único sistema simbólico. Y, consecuentemente, la comunidad en y por la que la experiencia democrática rompe la forzosa homogeneidad, las múltiples formas de oculta‐ miento y cancelación de la diferencia y la alteridad, si acordamos con este autor entender la democracia como aquello de lo que no existe esencia en nombre de la cual proceder a su re‐ fundación (Téllez, 2001:28) Retomar hoy la resignificación de lo político, reconceptualizar la democracia, apostar por el regre‐ so del vínculo social, reinventar la comunidad sin proyecciones totales y totalitarias, desprendién‐ dose de los metarrelatos fracasados y las promesas incumplidas. De la reflexión sobre estas premisas y la toma de conciencia ciudadana frente a los desafíos de los modelos de gobernabilidad al uso, emergerán las necesidades a cubrir en esa ciudadanía a la in‐ temperie. Pasará necesariamente por una revolución de las conciencias, una nueva cultura política participa‐ tiva, donde el papel de lo pedagógico –como discurso y como praxis‐ será fundacional.
3. Políticas educativas para el Gobierno Abierto. La ciudadanía
abierta.
Apuntan los ideólogos del Gobierno Abierto que los tres pilares que se precisan para la profundi‐ zación en la democratización de los sistemas políticos actuales son la participación, la transparen‐ cia y la colaboración. Los tres apuntan a la ciudadanía como protagonista de la política que puede y debe participar de lo público, a la que se le debe rendir cuentas desde las administraciones y con la que hay que cooperar para abordar el incremento de conflictos que desafían al Estado de Dere‐ cho. Desde el proyecto Eramus+ TOGIVE (2016‐2019) se proyectaron los tres pilares que fundamentan el paradigma político del Gobierno Abierto hacia el escenario de la ética; conformándose un marco de principios que debía encarnar el trabajador público, sea o no funcionario, y la ciudadanía. La integridad, la probidad, la lealtad, la confiabilidad, la equidad y la coherencia resultaron cualida‐ des necesarias para la construcción de un modelo de ciudadanía que actuase en lo público con responsabilidad intersubjetiva. Lo ético sin embargo no predomina en el marco conceptual predominante del Gobierno Abierto que incide, para la reforma de las administraciones públicas, en lo económico como límite de lo posible y en lo tecnológico como plataforma de lo facilitador. Los contenidos habitan en las zonas umbrías de lo metodológico que concentra el eje de los discursos de transformación política en los “open data” y en los “open action”; suponiendo que la tecnología será la conditio sine qua non para la democratización definitiva. Si consideramos que la política es la acción mediante la cual una persona, o un grupo de ellas, to‐ ma decisiones que afectan a los demás y la ética la reflexión en torno a la bondad o maldad de di‐ cha acción para la comunidad, surgen preguntas que desde la pedagogía se deben esgrimir como estrategia para deliberar cuál es el papel de la educación en la conformación de esa ciudadanía que debe recuperar su vínculo con lo social ¿Cómo deben ser las políticas educativas que favorezcan la transparencia, la participación y la co‐ operación? ¿Qué educación posibilitará una ciudadanía integra, honesta, leal, confiable, justa y coherente?Analizando las tendencias actuales en torno al cómo reformar las administraciones públicas y es‐ tudiando las políticas educativas que emanan del Consenso de Washington y que se extienden en un proceso de uniformización como superestructura de la globalización económica, nos encon‐ tramos con cuatro teorías que parecen brotar del metarrelato neoliberal. Los neotayloristas abo‐ gan por romper las diferencias de gestión entre lo privado y lo público (Gault, 2004) sin tener en cuenta que un sector persigue objetivos y el otro encuentra su sino en los procesos. En otro senti‐ do se hallan los que defienden la teoría de la elección pública que establece el futuro de lo público en clave de competencia, elección, transparencia y control (Criado, 2016). Desde la teoría de la agencia se aboga por la descentralización y la externalización de servicios y desde la teoría de los costes de transacción se confía en la eficacia matemática y la psicoeficiencia para que lo estadístico conforme las soluciones de una democracia algorítmica infalible.
¿Cómo han incidido las cuatro teorías en las políticas públicas? ¿Qué modelo de educación pro‐ yectan? ¿Qué ciudadanía diseñan? ¿Qué democracia imaginan?
El neotaylorismo propone una reinvención del gobierno en clave de eficacia eficiencia, adaptabili‐ dad e innovación con una fuerte apuesta por un modelo gerencialista que escinde la gestión de lo político. ¿Qué significa o cómo sería una educación eficaz, eficiente, adaptativa, innovadora y apolítica? De partida rompemos con la teoría freiriana que atribuye una naturaleza política a la educación. La teoría neotayloriana diseña una escuela que no aborde la educación en torno a las libertades positivas en beneficio de la formación de un modelo de individuo que se adapte a las demandas profesionales del mercado de trabajo. Fijémonos en que los conceptos eficacia y eficien‐ cia no solo se atribuyen al modelo de gestión sino a las cualidades con las que debe desempeñarse el individuo a lo largo de su vida. Una vida cuyo principio se fundamenta en no perder el tiempo que vale oro. Y para salvaguardar o facilitar el buen hacer es la tecnología la que encarna el papel de los hombres grises de Michael Ende, exprimiendo los segundos para maximizar la productivi‐ dad y optimizar los resultados.
Las políticas educativas que responden a esta mirada en torno a la educación provienen de una pedagogía positivista que diseñará la educación como una empresa antes de la empresa. Opta por un saber positivo que responda a la realidad sin cuestionarla, que sincronice los sistemas educati‐ vos a las demandas del modelo productivo en tiempo real. Supone un trasvase de la formación profesional a la educación básica y ello explica el surgimiento del modelo de competencias y su extensión en los procesos evaluativos de la enseñanza en base a resultados medibles. También la aparición de agencias transnacionales de evaluación y la selección de competencias en base a in‐ tereses del mercado. Veamos un ejemplo sobre este aspecto sobre el que inciden las políticas edu‐ cativas en base a los planteamientos neotaylorianos. Desde la pedagogía se abordan los desafíos de la globalización sobre tres vértices fundamentales; la competencia informacional que representa las capacidades para analizar y seleccionar información veraz y significativa para transformarla en conocimiento; la competencia convivencial que incluye los elementos comunicativos y las habili‐ dades para cooperar con grupos heterogéneos y la competencia de autonomía que versa sobre la toma de decisiones, la iniciativa y la emprendeduría. Observamos que poco o casi nada de lo refe‐ rido es evaluado por las agencias transnacionales que diagnostican la salud de los diferentes siste‐ mas educativos. ¿Qué están evaluando? ¿Para qué? ¿Se puede evaluar los resultados de la educa‐ ción a través de los ítems seleccionados por el informe PISA? Otro elemento que resulta interesante estudiar desde las propuestas neotaylorianas es la confianza en un modelo gerencial para la reforma de las administraciones públicas. Podemos observar la tendencia a cambiar el modelo democrático de elección de equipos directivos de las escuelas por la introducción en los mismos de figuras con experiencia en gestión de organizaciones e institu‐ ciones. Se desplaza el foco de interés desde las cuestiones pedagógicas hacia las económicas y la vara de medir la calidad de gobierno de una escuela son sus cuentas y claro, sus resultados en los mencionados informes de las agencias evaluadoras. La solución contra la denostada burocratiza‐ ción de las administraciones públicas no es la reducción de la burocratización sino la sustitución de los expertos en educación por burócratas. La pregunta que subyace en base al principio de par‐ ticipación que vertebra el Gobierno Abierto es; ¿se puede favorecer la construcción de una ciuda‐ danía para la democracia desde una escuela menos democrática? ¿menos política?
En el caso de los teóricos de la Public Choice (Jones, 1998) recordemos que insistían en la necesi‐ dad de fomentar la competencia entre instituciones, favorecer la externalización y aumentar los controles de la burocracia (Peiro, 1994). Responde con más sombras que luces al constante recla‐ mo tanto desde el neoconservadurismo como desde el neoliberalismo a las libertades educativas que emanan de las libertades negativas del liberalismo; la libertad de creación de centros y la liber‐ tad de elección de centros. Resulta arriesgado afirmar lo contrario a que una familia no pueda elegir la mejor educación para sus hijos pero, ¿qué criterios siguen para tomar esa decisión? El estudio “Who Benefits from Edu‐ cational Choice? Some Evidence from Europe” (Ambler, 1997) destacó tres que condicionan con mayor impacto el centro educativo por las familias: la proximidad a su residencia habitual, que la clase social media de la escuela fuese igual o superior a la suya y que tuviese suficientes extraesco‐ lares para favorecer las incrementadas jornadas laborales y la incorporación de la mujer al merca‐ do de trabajo. No encontramos entre los tres criterios elementos pedagógicos. (Frago, 2001) Se da además una cuestión que resulta ladina y que enmascara con marketing los discursos funda‐ dos en la libertad de opción que emanan del neoliberalismo. En un escenario de libertad de elec‐ ción de centros y de libertad de creación de centros, si el Estado no favorece un sistema público de educación suficiente para la demanda poblacional lo que surge, como sugieren los teóricos de la teoría de la elección pública es que se dé todo lo contrario, que sean los centros los que terminen eligiendo al alumnado. Si añadimos que los centros públicos están obligados por las diferentes legislaciones educativas a aceptar a todo el alumnado sin matices y los privados no, podemos ima‐ ginar cómo incidirá esta situación en los baremos de medición basados en resultados objetivables y medibles.
Las políticas educativas que se derivan de la teoría de la libre elección se verbalizan en sustantivos como excelencia y calidad restableciendo un sistema dual de educación que profundiza las dife‐ rencias socio‐económicas y mediante pruebas de acceso e itinerarios favorece una división social del trabajo orientada, tras el sustantivo innovación, a la capacitación de la nueva generación obre‐ ra al uso de las nuevas tecnologías tanto como sustrato productivo como activos de consumo. Es por ello que las palabras eficacia y eficiencia aparezcan en el discurso de partidos conservadores y liberales al mismo tiempo, responden al requisito capitalista de la minimización de costes. Los partidarios de la teoría de la agencia confían en la figura del gestor como mediador entre polí‐ tica y educación, observando que la crisis de los sistemas educativos públicos es organizativa y gerencial (Esteve, 2011), que el déficit económico se sorteará desde la innovación en la gestión y la optimización de los recursos. La externalización y la descentralización son las estrategias que tor‐ naran los sistemas educativos en competitivos y resolverán el fracaso escolar mediante políticas de selección temprana para una progresiva incorporación del alumnado al mercado laboral en base a sus calificaciones, es decir, en el su lenguaje, como resultado a sus capacidades. De forma sintéti‐ ca, contemplan el sistema educativo como un ordenador que valga la redundancia, ordena los in‐ puts en la casilla que les corresponde por naturaleza. Nos resta esbozar los criterios que defiende la teoría de los costes de transacción que contemplan el sistema educativo como si fuese un ente financiero susceptible de ser interpretable con los mismos algoritmos que el mercado de valores. Podemos intuir sus orígenes en los fisiócratas del
siglo XVIII, mención destacada al escocés Adam Smith que introduce en el lenguaje político y mo‐ ral lo económico; de manera que brotan conceptos como recursos naturales y recursos humanos. La teoría del capital humano entiende la educación como una inversión que será recuperada con beneficios en un periodo de tiempo concreto; es rentable. En este escenario tiene su peso la llega‐ da y extensión de la psicología en lo educativo que junto a lo matemático, como lenguaje de lo económico, sitúa al alumnado como responsable del éxito o del fracaso escolar y los resultados de este, espejo ecuánime de su esfuerzo y valía. Las políticas educativas que proponen van desde los préstamos educativos hasta a la estructura de créditos para la transformación de la educación en un mercado donde el conocimiento es envasado y tratado como una mercancía, siendo el alumna‐ do un consumidor que elige a la carta y en base a su cuenta bancaria su educación como elige su compañía de teléfonos o su seguro Es importante reseñar que las cuatro teorías escinden la educación de la política lo que despeja de la ecuación cualquier esperanza en que el fin de esta sea la transformación de la realidad. Siquiera un planteamiento conservador de lo que ya hay en relación a las mejoras sociales conquistadas. ¿Para qué entonces la transparencia, la participación y la cooperación? ¿Cómo sería un sistema educativo y una educación para el gobierno abierto? ¿Qué políticas educativas debería esgrimir? La respuesta a estas cuestiones no es fácil y obliga a una reflexión pausada y holística de la visión política de la escuela. Una política no escindida de la necesaria visión pedagógica sino imbuida de ella para afrontar retos de construcción de ciudadanías y no de consumidores ajenos a procesos vitales de la sociedad. La transparencia es un deber de las instituciones sea cual sea su naturaleza sociopolítica. La participación el requisito indispensable para una realidad democrática y común. La cooperación el fin último de dicha realidad asumida como medio. La necesidad de una pro‐ puesta ética que no puede estar fuera de lo educativo se hace perentoria en todos los ámbitos so‐ cioculturales para poder intentar el reto de convivir.
Referencias/References
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