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Francisco Rico - En torno al error

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Academic year: 2021

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En torno al error: copistas, tipógrafos,

filologías

Francisco Rico

—[7]→

Una primera versión de las páginas siguientes, en italiano, fue presentada en el seminario «Filologia e critica letteraria», dirigido por Franco Brioschi en Gargnano del Garda, del 26 al 28 de abril del 2001. El texto revisado que ahora se publica sirvió de ponencia de clausura del I Congreso Internacional del Instituto de Historia del Libro y de la Lectura, en Salamanca, el 2 de noviembre del 2002.

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Sabíamos hace tiempo que el «método» presuntamente «de Lachmann» tenía de veras poco o nada del gran Karl Lachmann, y sí mucho de sombras hoy tan olvidadas como Ritschl, Boeckh o Madvig. En los últimos años hemos reparado además en que la formulación eficaz y efectivamente memorable de la estrategia genealógica guiada por los errores comunes ha sido de hecho la de Joseph Bédier, hasta el extremo de que la imagen más ordinaria del lachmannismo se reduce a acoplar el marco conceptual esbozado por el ilustre savant y la casuística fijada en el catecismo de Paul Maas. Hemos aprendido asimismo que Bédier, en un enésimo ajuste de cuentas con su maestro a la par que con el Segundo Reich, caracterizaba como «celle qu'on appelle aujourd'hui communément la méthode de Lachmann» una práctica editorial cuya consolidación era en realidad mérito de Gaston Paris, mientras Gaston Paris abominaba de la práctica de Lachmann, y con tanta mayor razón cuanto que Lachmann despreciaba la recensio mecánica, militaba en favor del codex optimus y juzgaba que las reglas son deletéreas para el arte («keine Wissenschaft, sondern eine Kunst») de la crítica textual: «die Principien sind für sie Todt».1

Esa comedy of errors, ese ballo in maschera en que Gaston Paris se nos presenta disfrazado de Lachmann y Lachmann resulta ser tan bedieriano como Bédier, se diría que está invitándonos a dilucidar con más ahínco los supuestos tácitos del lachmannismo, —10→ y a preguntarnos en particular hasta qué punto han restringido y distorsionado la forma convencional de enfrentar y editar unos textos que quizá no encajan en las coordenadas originarias de «el método». Todo él, de hecho, ha ido elucubrándose para remontarse hacia atrás, hacia un texto perdido y a través de otros pocos textos conservados. ¿Qué podrá decir cuando tenemos ante los ojos todos los textos y el problema es justamente seguirlos hacia adelante, hacia el último válido?

Conviene no perder de vista la presión decisiva que ejercieron la materia y las necesidades propias de la Altertumswissenschaft y del medievalismo, cuna y hogar de adopción de la estemática. Cierto: convertidos el griego y el latín a lo largo del Ochocientos en lenguas definitivamente muertas, y volcados Gaston Paris y sus pares en los frutos literarios más agrios y más ásperos para el paladar contemporáneo, ni clasicistas ni medievalistas podían pensar en otros destinatarios que los filólogos de profesión, ni aspirar a ofrecer otra cosa que objetos de estudio, no de lectura.2 Al contagiarse el lachmannismo a las filologías modernas, acaso por la inexistencia de otras propuestas orladas con análogo fulgor de «scientificità», también en ellas, sorprendentemente, se procedió como si se tratara con lenguas muertas o remotas y la labor debiera confinarse a la esfera de los especialistas.

La verdad es que media una enorme distancia entre concebir la edición de textos sólo como fabricación de meros productos —11→ para eruditos o como tarea apuntada además a asegurar que una obra artísticamente viva y digna de estima siga cumpliendo en nuestros días el objetivo a que en los suyos la encaminó el autor. La concentración lachmanniana en la primera posibilidad apenas ha dejado espacio a la reflexión sobre la segunda, no ya más amplia (porque la contiene, incluidos,

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naturalmente, los modos y los medios de la «edición crítica»), sino la única en que pueden plantearse con solvencia todas las cuestiones de una auténtica ecdótica:3 es decir, una visión completa y articulada, por más que siempre provisional, reajustable y reajustada caso a caso, del conjunto de operaciones intelectuales y materiales anejas al designio de transvasar un discurso desde un sistema de referencias hasta otro, desde los códigos de una cultura hasta los de otra, y de cuáles son las implicaciones de cada una de tales operaciones para el comprometido e imprescindible equilibrio entre la voluntad del escritor, las singularidades de la obra y las conveniencias de los receptores.

Por ahí, el papel preeminente que el credo atribuido a Lachmann viene ocupando en filologías como la italiana o, con renovada fogosidad, la española ha constituido una seria rémora al desarrollo de perspectivas más dilatadas y más oportunas para la edición de textos.4 A nadie se le oculta que la estemática, nacida —12→ de la limpia exigencia de remontarse a unos originales inaccesibles, es una técnica limitada y propedéutica, y con el lastre de una teoría lógicamente cristalina pero sólo aplicable en contadas ocasiones. Mientras se mantiene, pues, en el ámbito y ante los especímenes que le son favorables, y en la medida en que ella misma contribuye a diagnosticar cuáles no lo son, resulta una herramienta o una brújula sobremanera útil. Pero la ecdótica no se agota en ese estadio preliminar, ni siquiera cuando la suerte sonríe con un estema que promete una reconstrucción idealmente automática: todavía quedan por transitar entonces multitud de tramos no menos delicados del quehacer editorial.

En las filologías de marras, no obstante, y en parte por el carácter inextinguible de las cavilaciones y forcejeos que suscita la contradicción entre silogismos y realidad textual, el lachmannismo ha cobrado una centralidad que ha inclinado a dar por universales problemas o soluciones específicamente suyos y a ignorar por completo infinidad de otros, a menudo capitales.5 Que, por ejemplo, los manuales sigan hablando de la eliminatio —13→ codicum descriptorum como una operación correcta, o simplemente digna de ser considerada, bastaría a demostrar los perversos efectos de tal centralidad. Son muchas las obras, probablemente las más, la filiación de cuyos testimonios es conocida y diáfana, y que nos proponen abundantes dudas, pero ninguna que pueda resolverse con las rutinas de la recensio;6 sin embargo, tampoco ellas dispensan de recorrer esos numerosos tramos que todo editor tiene por delante incluso frente al texto literalmente más estable. No es lo mismo editar un texto transmitido por manuscritos que otro transmitido por impresos, una obra recóndita que un clásico perenne, un libro bueno que un libro malo: los métodos y las metas de la edición han de ser diversos para Cervantes Saavedra y para Cervantes de Salazar.

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No las debilidades de la estemática, sino el desenfoque de proyectar o exportar incógnitas y dificultades que le son propias a obras o tradiciones de diverso orden, llevando así a postergar los asuntos que les atañen de manera más intensa, es el reproche real que puede hacérsele a la prole putativamente «de Lachmann».

Para restituir esas obras y esas tradiciones al terreno ecdótico que les corresponde, un paso necesario es deslindar sus peculiaridades en relación con los parámetros lachmannianos. Tomemos, por vía de ensayo, uno de los esenciales (y sin embargo peor

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desbrozados), la noción de 'error', y preguntémonos cómo se presenta, por ejemplo, en el campo de la transmisión impresa.

La versión canónica de Maas separa A de B en virtud de la presencia en A de un error que, «de acuerdo con nuestros conocimientos sobre el estado de la crítica conjetural en el lapso de tiempo entre A y B, no puede en ese lapso haber sido eliminado por conjetura».7 Un error, en cambio -forzosamente hemos de inferirlo-, que sí puede ser apreciado por el humanista o por el editor contemporáneo. En breve: Poliziano o Housman, contra el copista carolingio.

Pero en principio (y lo subrayo), si nos atenemos a la definición de la Textkritik, y asimismo a la luz de la tipología más pertinente y cuestionable (es decir, los posibles errores que comportan dilemas semánticos, no las lagunas o deterioros físicos palpables, por otro lado en su momento harto más fáciles de sanar por cotejo, al ser las obras vernáculas también harto más accesibles que las clásicas), ese género de error no puede producirse o dejarse distinguir en los textos romances, porque entre —15→ A y B no se interpone ningún «lapso de tiempo» relevante: por el contrario, amanuenses y tipógrafos están poco menos que en igualdad de condiciones con el autor o, si se quiere, tienen regularmente competencia sobrada (desde luego, superior a la nuestra) para reconocer los hipotéticos errores de los testimonios que manejan y recuperar la lectura del original o bien salvar la falta que sospechan en la copia de modo que sea no ya imperceptible para nosotros, sino capaz de inducirnos a privilegiar la copia frente al original, tal vez interpretándola como redacción de autor.

En principio, repito, o por principio, la transmisión romance es, pues, rebelde a la noción de 'error' asumida por la estemática. Sumémosle la evidencia de que determinadas tradiciones han sido en alto grado insensibles si no inmunes al error entendido como 'desvío' o 'innovación' respecto al modelo, y han procedido más bien en analogía con la dirección propia de la oralidad, en cuyo marco los hablantes se transmiten informaciones sin intentar reproducir los términos en que las han adquirido. No nos es preciso recurrir a los conceptos de mouvance ni variance, lanzados con tanta perspicacia y oportunidad como normalmente mal digeridos, sobre todo por la 1ew Philology y —16→ sobre todo con miras a la edición de textos:8 ya Gaston Paris, en un locus classicus, explicaba de maravilla que en la Edad Media nadie se hacía escrúpulo «de remplacer les mots vieillis ou peu connus par des expressions plus usitées, les tournures insolites par des formules habituelles, les idées même de l'auteur ... par celles qui ... semblaient préférables», ni tampoco faltaban, como en otros períodos, «renouveleurs» virtuosos y aficionados que gustaban de hacer la página más intrincada, ingeniosa o atractiva.9 Los romanistas suelen hoy dar por imposible restaurar la grafía de un original de la Edad Media, y no se equivocan (otra —17→ cosa es que sea válido arroparse en los paños calientes de un «bon manuscrit»):10 lo impide la libertad de la escritura de entonces (y de mucho después), que concedía a la ortografía un margen de variación tan mayúsculo como a la caligrafía personal. Pero el margen que incluso una copia 'respetuosa' toleraba al contenido no era imparangonablemente menor que el consentido a la forma: y lo más grave es que nosotros estamos siempre en peligro de tomar por susbstantives los accidentals del pendolista medieval y acoger como de autor no ya las variantes, sino las lecciones de un transcriptor bien encaramado en el árbol genealógico.

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Con esas limitaciones a parte obiecti y a parte subiecti, las certezas teóricas se derrumban. Para un poema como la Vie de Saint Alexis o el Lai de l'Ombre, sin ir más lejos, ¿cuál es la probabilidad de identificar un número y una distribución de errores comunes con la calidad y la contundencia suficientes, no digamos para reconstruir un arquetipo «avec ... procédés pour ainsi dire mathématiques»,11 sino sencillamente para no trazar una filiación viciada y editar en consecuencia un texto falso desde las raíces?12 —18→

He querido volver un momento sobre cosas tan sabidas, pues tenerlas presentes ayuda a poner en su sitio las peculiaridades de la transmisión impresa, ciertamente menos familiar a los apegados a la estemática,13 y no sólo porque clasicistas y medievalistas se las ven predominantemente con códices: para Lachmann el impreso era precisamente la vulgata, el textus receptus cuyo imperio se trataba de derribar; para Gaston Paris, se encarnaba en los descocados rajeunissements de hacia 1500. Pero a quien se haya paseado con igual curiosidad por la literatura anterior y posterior a Gutenberg no puede no llamarle la atención, por ejemplo, la restricción de campos que subyace al lapsus tan anecdótico como típico de la escuela cuando manuales y monografías discurren en abstracto sobre asuntos textuales pero aluden a los testimonios concretamente como «manuscritos».14 ¿Por qué «manuscritos»?, se sorprende uno: la forma de transmisión más —19→ frecuente es la impresa; la inmensa mayor parte de los libros que constituyen el caudal de nuestra cultura, y con seguridad los más influyentes, nos ha llegado exclusivamente a través de la imprenta. Una teoría cabal de la edición de textos debiera, por tanto, fijarse en la transmisión impresa con preferencia a la manuscrita (pero sin olvidarla, claro está). Aquí, como en otros casos, el lachmannismo instituye la regla a partir de las excepciones, contemplando el vasto paisaje de la ecdótica desde el campanario de aldea de los hechos menos corrientes (los errores incontrovertibles, los estemas que se libran de ser bífidos, las tradiciones manuscritas...), y por ende desguarnecido de doctrina para los más contumaces.

Pues bien, la individuación del error en la transmisión impresa es todavía más ardua que en la manuscrita. El rasgo que hace un instante evocaba como propio de la tradición romance en general, vale decir, la paridad de competencia lingüística y literaria en transcriptores y autores, se acrecienta y (valga la palabra) se institucionaliza en el reino de la tipografía (me refiero siempre a la época manual) porque el «lapso de tiempo» que separa a unos y otros es inexistente, mínimo o, en definitiva, menor que el usual entre gran parte de las copias medievales. Tal paridad, en primer término, conspira tanto para engendrar variantes indistinguibles de las lecturas del autor cuanto para encubrir con enmiendas plausibles los errores del modelo. Nunca se remachará bastante que es ése el problema radical en la crítica de textos vulgares y (desdramaticémoslo con una cursilería) el arrecife en que se encalla la audaz carabela de la estemática.

Desde luego, a los gazapos inherentes a toda copia, la imprenta añade los propios de una elaboración rudimentariamente industrial, con las sempiternas prisas del oficio.15 Pero esa enfermedad endémica trae consigo la medicina, para el filólogo —20→ acaso tóxica, de multiplicar las defensas contra el error. Tanto o más que «il banco del tipografo» importa ahora «lo scrittoio del curatore».16 No tenemos que alzarnos a las cimas de un Aldo o un Plantino: el hombre de imprenta medio trabaja con voluntad de ser fiel al original, por responsabilidad frente al escritor o al mecenas, por orgullo y conciencia profesional, por provecho, hasta por imperativo religioso.17 De ahí, por un

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lado, y por otro de las exigencias del proceso tipográfico, que el inédito que llega al taller (como norma, una transcripción ad hoc del autógrafo)18 no vea la luz de las librerías sin pasar por una larga serie de filtros destinados a limpiarlo de máculas: regularmente, —21→ preparación del original, lectura en plomo, revisión de galeradas y correcciones en prensa; y, si hace falta, recomposición de formas o pliegos, modificaciones a mano o impresas y pegadas en el lugar conveniente, fe de erratas...19 Ese camino de perfección lo recorren con frecuencia patrones y regentes, correctores y cajistas, con riesgo de sanciones económicas o laborales,20 y cada etapa les brinda la ocasión de evitarlas sanando los errores patentes, pero introduciendo también, por supuesto, todos los desvíos que les sugieran la suspicacia y el exceso de celo.21

Un espléndido libro de Paolo Trovato ha mostrado que «a distanza di varie ristampe gli errori congiuntivi rilevabili nelle riedizioni più antiche possono essere scomparsi o quasi» gracias —22→ a la criba de los correctores, de manera que, pongamos, «se non conocessimo l'esemplare di tipografia [del Decameron de 1527], che consente di seguire passo dopo passo il lavoro dei filologi mobilitati dai Giunti, non disporremmo di un solo errore patente che consenta di connettere alla buona stampa del 1522 quella eccellente del '27». De nuevo Trovato, Stoppelli y Sorella, entre otros, han razonado contundentemente que tras los supuestos rifacimenti de autor no hay a menudo otra cosa que revisores quisquillosos.22

La mera existencia de la corrección editorial sería suficiente para marcar fronteras, pero no sólo por ahí la feliz intensificación de los conocimientos sobre las imprentas de antaño nos señala cada día más nítidamente que no es legítimo tratar la transmisión impresa con los mismos criterios que la manuscrita. Las circunstancias que producen el error no son iguales en cada tipo de tradición, y, por tanto, no lo son tampoco los errores, ni el sentido que el filólogo debe concederles. Una página en blanco, repetida o desordenada tiene en un manuscrito diferente diagnóstico que en un impreso,23 o bien la contaminación puede responder a causas, producir efectos y requerir soluciones totalmente diversas en uno y en otro medio, porque en obras de éxito no era raro que los varios componedores que bregaban simultáneamente con una reimpresión manejaran distintas ediciones, y en determinados casos es probable que el corrector empleara todavía otra. Es obvio que semejante uso había de desembocar en textos irremisiblemente híbridos, viciados no ya por la convencional contaminatio lachmanniana, sino por una azarosa mezcolanza tanto más ardua de reconocer y desentrañar cuanto que —23→ el recurso a una edición o a otra dependería muchas veces únicamente de las contingencias y necesidades del quehacer, sin someterse a lógica o regularidad alguna: en cualquier momento, según anduviera la tarea, a un cajista podía tocarle secundar a otro recomponiendo apenas tres o cuatro líneas para rematar una forma, rehacer una plana o acoplarla con la inmediata, etc., etc., y ello, naturalmente, sin servirse del mismo original que su compañero estaba utilizando para el segmento contiguo, sino viéndose obligado a echar mano de otro ejemplar, que bien podía ser de una edición diferente.24 Pero es fenómeno bien atestiguado, por paradoja inscrita en el abecé del bibliógrafo, que de una obra de éxito es fácil que se hayan perdido ediciones enteras, ordinariamente entre las más antiguas, o sea, de las ramas más altas, como ocurre, por aducir un par de libros emparentados y próximos en fecha, con el Innamoramento de Orlando (olim, el Orlando innamorato) y el Amadís de Gaula.25

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En parejas condiciones, ¿cómo dibujar un árbol que se tenga en pie? ¿Qué queda de la consabida máxima de acuerdo con la cual «basta un solo error» para garantizar una filiación?26 Según como se repartan, pueden no bastar ni centenares (vid. —24→ n. 24). Con la aludida paridad de competencia en transcriptores y autores; con la generalización de las revisiones editoriales y la fácil intervención de los escritores en estadios posteriores al autógrafo y al original; con las correcciones en prensa que una edición innoble puede recoger de ejemplares hoy desaparecidos;27 con las visitas ocasionales a la imprenta, y por ende con los posibles retoques no menos ocasionales, por parte de un Marino, un Quevedo y tantos más,28 ¿qué queda de la eliminatio codicum descriptorum? ¿Qué queda, si es que jamás ha habido algo, del mito lachmanniano del arquetipo?29

Los datos que hacen extremadamente difícil o del todo imposible detectar errores en los textos romances y en especial en una tradición impresa no pueden considerarse accidentales: son elementos constitutivos del material con que trabajamos; no definen una anomalía, sino la norma de que debemos partir. Traducida a términos operativos, esa situación de principio supone que en la selva de divergencias que nos deparará el cotejo de unos testimonios no encontraremos corrientemente sino variantes adiáforas. —25→

Tildarlas de «adiáforas», claro está, es sólo un modo de hablar. En la realidad impersonal (demos por bueno que la hay) no existen variantes indiferentes: hasta el desvío más pequeño, la introducción de una mínima tilde, resulta tan significativo como el error más abultado si puede certificarse como mudanza respecto a un modelo. La adiaforía reside en nuestra habitual incapacidad de hacerlo, mientras el recurso a una piedra de toque fehaciente convierte una presunta adiáfora en innovación distintiva a todos los efectos, trátese de ordenar o de enmendar.

Pero ¿cómo se identifica una innovación incontestable? El lachmannismo no tiene enseñanza al respecto, salvo en la medida en que juzguemos lachmanniana la asimilación en estado gaseoso del sensato empirismo que arranca de los humanistas. Si uno recurre a los mejores manuales, comprobará que para reconocer «che un passo è veramente errato» Franca Ageno se contenta con ofrecer unas vaguísimas recetas («L'autore non può avere scritto una cosa apertamente assurda e contraria alla logica e al buon senso», «che violi le leggi della lingua» o disuene «da quanto consta che l'autore pensava») y enumerar un par de tipos de corruptela (laguna, repetición o anticipación del contexto), mientras Avalle y Balduino apenas pasan de glosar o remitir a la insigne estudiosa.30 Para elegir entre variantes, y de hecho para discernir las válidas de las erróneas a cualquier propósito, la misma Ageno resume en dos líneas la opinión que es lícito calificar de ortodoxa: «La scelta ... è affidata al iudicium dell'editore, e si applicano i criteri, soprattutto, della lectio difficilior e dell'usus scribendi».

Tropezamos por enésima vez, de sobra lo sabemos, con los pies de barro de la estemática: de poco vale que el error sea en —26→ la teoría prueba cierta de relación, si en la práctica no se puede determinar ciertamente, si la mayoría de las veces queda fiado al iudicium individual, a una vaporosa crítica literaria. Es inevitable insistir en que el factor subjetivo que el lachmannismo quería echar por la puerta vuelve aquí a

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colarse no ya por una ventana, sino por el patio de honor. Con toda la razón del mundo, estimando que la «storia de la tradizione» no se dirige simplemente a ilustrar la fortuna del texto en los anales de la cultura, antes bien es indispensable «per il testo stesso», predicaba Pasquali la urgencia de buscar nuevos criterios que, «accanto a quelli dell'usus scribendi e della lectio difficilior e con più oggettiva sicurezza che non essi», sirvieran «a dirimere divergenze nel caso di recensione aperta» o de conflicto de variantes: principios como la perspectiva geográfica, según la cual las lecciones que concuerdan en testimonios provenientes de áreas lejanas entre sí tienen una probabilidad grande de ser genuinas; y apoyos como el análisis codicológico, cuando por ejemplo permite confirmar el parentesco de dos manuscritos en que las apostillas «si susseguono in un ordine o sono tagliate in un modo che in uno di essi è richiesto dallo spazio».31

Con mayor o menor resolución, Pasquali estaba invocando indicios externos como la procedencia o la mise en page de un códice, indicios del género que el lachmanniano arquetípico ha contemplado siempre con notorio recelo,32 quizá como herencia de los tiempos en que no se podían examinar todos los testimonios y nunca era hacedero tenerlos simultáneamente a la vista (ni siquiera en reproducciones), de suerte que todos venían al cabo a difuminarse tras unas siglas y percibirse únicamente (a menudo a través de colaciones ajenas) como 'portadores —27→ de variantes' compelidas a deponer por sí solas.33 Por fortuna, ese recelo va disipándose a paso cada día más ligero, hasta en reductos proverbialmente conservadores, según cada día asimismo van prodigándose, uno diría que codo a codo, las demostraciones de la efectividad de las señales externas y de la falibilidad de las internas. Valeria Bertolucci ha hablado de una «filologia del codice»,34 y Otto Kresten ha bautizado como «kodikologische Stemmatik» a la que construye trechos cardinales de la recensio sobre la observación de la materialidad, la confección y la apariencia de los manuscritos:35 merced no ya a los rasgos que inicialmente denuncia el texto sin más -las sólitas lagunas que resultan coincidir con los deterioros de un modelo —28→ o las confusiones que se explican por las características paleográficas de otro, palestras en que en su época se lució el mejor Lachmann-, sino también a los no textuales, de los formatos y las ilustraciones a la foliación y las signaturas.

El propio Kresten recomienda adoptar el enfoque con precaución y no asignarle más que una «subsidiäre Funktion» frente al texto en sí.36 Es imperioso acompañarle en la prudencia, pero igualmente lo es matizar que, dada la usual precariedad del planteamiento, el papel subsidiario puede muy bien tocarle a «il metodo», y aun lo más común tal vez sea que sólo la suma de estemática codicológica y textual llegue a proponernos, con modestia, unos resultados verosímiles. No es poco que el «physical setting»37 de un códice nos ayude a bosquejar mejor las ramas de un árbol (o una floresta de arbustos) o a decretar (quien se atreva) una eliminatio. Sin embargo, tampoco tenemos por qué quedarnos ahí. Vale la pena dar varios pasos al frente para delimitar y estudiar sin timideces la tipología de un fenómeno todavía más interesante: los casos en que la presentación material es la clave de un problema tan estrictamente textual cuanto irresoluble desde el texto estricto.

Las tradiciones impresas constituyen en ese sentido un observatorio privilegiado. «Le manuscrit est le domaine de l'un». La epigramática formulación de Pascale Bourgain38 no deja de ser verdad por muchas excepciones que postule, y sin duda la

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hace verdad cuando menos relativa la comparación con las manufacturas de la imprenta. Durante más de tres siglos, con límites cambiantes según los sitios, la fabricación del libro obedeció a unos procedimientos sustancialmente iguales y sobre todo sustancialmente —29→ regulares.39 En muchos aspectos, desde luego, el factor humano, la variable individual -digamos- que provoca la variante textual, es tan relevante en el impreso como en el manuscrito; pero incluso en tales aspectos el impreso está condicionado de una manera específica por el componente mecánico y por la organización del trabajo de acuerdo con unos patrones que se prestan a escasas licencias. Cuando importa dar por cierto un error, para decidir entre unas lecciones o delinear una genealogía, esa regularidad y esa mecanicidad con frecuencia proyectan sobre los lugares embarazosos la luz de la «oggettiva sicurezza» reclamada por Pasquali: los motivos intrínsecos a la técnica explican la fluctuación interna del texto, la evidencia de la ratio typographica impone rotundamente ésta o aquella solución avalada por la uniformidad de las prácticas editoriales.

El prurito de tomar en cuenta sólo el «texto en sí», la semántica desnuda de las lecciones en juego (vid. n. 33), se ha llevado al extremo de desdeñar hasta la elucidación paleográfica del origen de una corruptela. «Una congettura -se ha dicho- non divien migliore perchè la si può spiegare paleograficamente».40 Para quien no comulgue con semejantes ruedas de molino, el hecho de que la explicación propiamente tipográfica no se funde en «symbols instantaneously to be resolved into meaningful concepts in the mind», sino en «simple inked shapes, imprinted on paper from pieces of metal», es por el contrario la mayor garantía de acierto frente al subjetivismo del iudicium y la interpretatio, de la lectio difficilior y el usus scribendi, que demasiadas veces no son en resumidas cuentas otra cosa que apodos scientifi —30→ de las veleidades de la crítica literaria o «the whims of personal taste», los antojos del paladar personal.

Las citas que acabo de hacer, de Fredson Bowers y G. Thomas Tanselle,41 son un minúsculo homenaje a la textual bibliography. El mérito principal de la magnífica escuela angloamericana quizá consista en haber desbordado sus propias fronteras y, guiada no obstante por su atención definitoria a los impresos, a los libros más cercanos al común de los lectores, haber desarrollado, paralela a ella e impulsada de manera decisiva por sus grandes protagonistas, una reflexión tan rica de suyo cuanto fecunda por las discusiones que con mejor o peor fortuna continúa suscitando sobre la naturaleza, los fines y los medios de la edición de textos.42 No poco debemos agradecerle por otra parte su infatigable insistencia en que la conformación y la elaboración material del testimonio, de la especie que fuere, acarrean casi ineluctablemente consecuencias textuales.43 Pero la más atractiva —31→ concreción de ese principio está en las primorosas artes que nuestros bibliógrafos han desplegado para poner los datos físicos de un impreso al servicio de la reconstrucción del original.

Es obvio que entre el manuscrito y el impreso, como entre padres e hijos, hay abundantes similitudes,44 pero importa distinguir cuáles son ocasionales en uno y constantes en otro. Charles Samaran tituló «Manuscrits imposés à la manière typographique»45 el admirable artículo en que revelaba la existencia de códices cuyos pliegos eran escritos por ambas caras antes de ser doblados y cortados. Título justo: tales manuscritos emplean un sistema propio de la tipografía, porque en ellos es ocasional el recurso constante en los impresos, vale decir, la imposición o distribución, en un solo plano, de las páginas que corresponden a una de las dos formas del pliego, de modo que en su momento caigan en el orden y la posición de lectura. Está en debate si

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los manuscritos impuestos se caligrafiaban respetando ese orden y esa posición, o bien copiando sucesivamente todas las páginas que al ir girando un modelo aparecían con su orientación natural. Cuesta imaginar que nunca se siguiera la segunda posibilidad — 32→ o que códices que nos constan como reproducciones de otros no se sirvieran de las ventajas de la imposición.46 Como fuera, si un amanuense no trabajaba según el uso corriente, empezando una plana cuando había completado la anterior, sin reparar en la paginación de ningún exemplar, sino que debía duplicar fielmente otro manuscrito o petia, llegaba a suceder que le faltara o le sobrara espacio y tuviera que apelar a una artimaña. Si le faltaba, podía, por ejemplo, «ajouter une ligne supplémentaire au bas de sa page» o apretar los últimos renglones; si le sobraba, acaso copiaba impertérrito «les mots qui doivent normalement figurer à la page suivante, cela jusqu'à ce que sa dernière ligne soit pleine; après quoi il barre les derniers mots qu'il vient d'écrire et qui feraient double emploi, et commence la page suivante exactement comme dans le modèle».47

En los manuscritos, las constricciones forzadas por la perentoriedad de atenerse a un exemplar son de índole esporádica, y la respuesta caprichosa que se les da en casos como el recién aducido sugiere elocuentemente la libertad y la flexibilidad con que se actuaba. En los impresos, no caben extravagancias como tachar unas frases y repetirlas después, y en cambio es permanente la necesidad de acomodar el texto a un espacio predeterminado, no porque haya que ceñirse a un modelo (al revés: la tarea se allana notablemente si lo hay), sino porque así lo reclama la composición por formas.

En efecto, cuando se procede por formas, según la costumbre prevaleciente durante el entero período de la imprenta manual,48 la secuencia de composición no coincide con la secuencia de lectura, porque la escasez de tipos y la buena coordinación —33→ de la tarea obligan a componer, por un lado, las planas que se imponen en una forma y se imprimen en una cara del pliego, y, por otro lado, las que integrarán la otra forma y la otra cara. En un pliego en cuarto, pues, la forma externa contiene los folios 1, 2v, 3 y 4v,

y la interna, los folios 1v, 2, 3v y 4. Como cada forma se elabora con independencia de la

otra, sea por sendos cajistas, sea por uno solo en distintos momentos, es preciso tantear y marcar previamente las partes del original que han de ir en las respectivas páginas. Pero como tal cuenta (casting off) nunca puede ser cabal del todo, salvo cuando un libro se reimprime con la falsilla de otro impreso (y en algunas obras en verso), continuamente ocurre que los componedores se quedan cortos o superan el espacio preasignado, unas veces a tiempo de hacer en ambas formas los ajustes indispensables para asegurar la perfecta continuidad de las planas, y otras teniendo que contentarse con introducirlos únicamente en una de las formas, porque la otra se ha tirado ya o está en la prensa. La gama de esos ajustes no daba demasiado de sí: cabía adulterar el formato con una línea de más o de menos, comprimir o ensanchar unos renglones, jugar con las abreviaturas, la grafía, la puntuación o las mayúsculas; y, si no bastaba o cuadraba ninguna de tales tretas, no había más remedio o que cortar el texto por lo sano o que añadirle, inventándolas, las palabras o frases de relleno, insípidamente neutras, que hicieran falta.

A primera vista, la situación no difiere gran cosa de la manifiesta en ciertos manuscritos que repiten un modelo o se sujetan a una pauta rigurosa, pero la diferencia es sustancial, máxime para el filólogo, y no sólo porque esos manuscritos difícilmente

—34→ pueden seguir un dechado para el formato, la mise en page, etc., y otro para el texto, según tantas veces pasa en la tipografía.49 Sobre todo entre las obras en vulgar (aparte unas cuantas de prestigio y magnitud extraordinarios), los códices de ese género

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son una exigua minoría,50 y el copista debe resolver caso por caso los problemas que le surgen, como el estudioso debe reconocerlos ponderando circunstancias y condicionamientos diversos, examinando cada coyuntura con una óptica singular, que permite un amplio margen a la duda.51

En la imprenta manual, por el contrario, el componedor trabaja siempre, pliego tras pliego, con las cortapisas del espacio prefijado, y las vías para superarlas son también incomparablemente más regulares. Cuando dos manuscritos discrepan en una lección de no mucho volumen ni trascendencia que se deja entender como adición del uno o como poda del otro, sólo por excepción y con abundancia de pruebas podemos pensar que el desacuerdo obedece a las exigencias de un exemplar o a una coerción material: generalmente habremos de registrar el pasaje en el insondable inventario de las adiaforías, irreductibles según un criterio —35→ como el usus scribendi. Si los testimonios son impresos, ante un dilema análogo podemos presumir, por el «postulado de la normalidad»,52 que el origen de la variante está en la composición por formas; y en multitud de ocasiones nos bastará observar su ubicación y entidad tipográfica, sin entrar en consideraciones semánticas ni estilísticas, para establecer cuál es la lección originaria.

Pienso que en el fascinante abanico de tácticas apuntadas por la textual bibliography es ésa la más prometedora. «Dal lavoro umile e paziente della collazione del maggior numero possibile di esemplari superstiti di una stessa edizione» salen en ocasiones textos mejorados en aspectos nada despreciables.53 Pero el examen de la composición por formas nos abre perspectivas mayores, porque nos arma para afrontar el problema más grave de muchas obras capitales: la imposibilidad de distinguir entre redacciones o correcciones de autor e innovaciones de la transmisión.

Escalonaré un par de ejemplos. La tradición de la Primera parte del Quijote, por cuanto ahora nos afecta, no podría ser más clara. A la prínceps de 1605 (de hecho, rematada en 1604) siguió a distancia de unos meses una segunda impresión, cuando menos en varios puntos revisada personalmente por Cervantes, a veces para introducir descomunales errores en la secuencia narrativa. A esa segunda impresión se atiene la tercera, de 1608, que remedia algunos de tales y de otros errores y aporta un cierto número de variantes que a menudo se han juzgado de autor: idea tanto más digna de consideración cuanto que Cervantes vivía entonces —36→ a cuatro pasos del taller de la firma «Juan de la Cuesta» (y de la tienda del editor) y gustaba de fisgonear por las imprentas.54

Así, en el capítulo XIX, la primera y la segunda edición leen

... esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta de que los venció sola una persona, y, corridos y avergonzados desto, volviesen a rehacerse y a buscarnos y nos diesen en qué entender. El jumento está como conviene; la montaña, cerca; la hambre carga: no hay qué hacer sino retirarnos con gentil compás de pies, y, como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza.

(12)

En la tercera, el pasaje aparece como se apreciará en la aneja reproducción de la página K2v (fol. 74v), con las adiciones (coma incluida) que pongo de negrita: «nos diesen muy

bien en qué entender», «la montaña es cerca», «no hay qué hacer más, sino retirarnos». ¿Cómo determinar si esos pequeños retoques, con otros análogos, se deben o no a un Cervantes que de vez en cuando se distrajera una tarde en corregir un pliego en la oficina de Cuesta? Podemos inclinarnos por una opción o por otra, pero ninguna razón estilística ni de mayor o menor dificultad nos dará una respuesta con las suficientes garantías. Tampoco la indudable autoridad de la edición llega hasta el extremo de presentárnosla como un codex optimus repasado renglón a renglón por el novelista. Una elemental exploración tipográfica de la página nos muestra en cambio que las últimas líneas están notablemente más espaciadas que las anteriores, es decir, que son bastante más generosos los espacios entre palabras y particularmente antes y después de los signos de puntuación.

(13)

—38→

Notemos también que es en esa plana 2v donde el texto del pliego exterior del

cuaderno K llega a enlazarse (en K3) con el del pliego interior. En un volumen en cuarto conjugado -con cuadernos, pues, de dos pliegos-, la práctica normal era componer primero la forma interior del pliego interior (fols. 3v, 4, 5v y 6) y luego la

forma exterior (fols. 3, 4v, 5 y 6v). Si ésta ya se había tirado o se estaba tirando antes de

haberse acabado de componer la forma exterior del pliego exterior (fols. 1, 2v, 7 y 8v),

podía suceder y sucedía con frecuencia que se hubieran calculado mal, por exceso o por defecto, los segmentos del original que debían entrar en 2v; y, según veíamos, el único

arreglo posible era una composición tipográfica más apretada o más holgada, o bien, si ello no bastaba, abreviar el texto o alargarlo con aditamentos del corrector.55

Ese segundo es puntualmente el caso de nuestro pasaje en el Quijote de 1608. Para abaratar el precio de un libro cuya estrella comenzaba a declinar, Francisco de Robles decidió que se compusiera en páginas de a treinta y cuatro líneas, dos más que en la segunda edición, que, por tanto, no podía servir de modelo a plana renglón. Pero el casting off sobre el original de esa segunda edición se hizo con llamativo desacierto (¿fue quizá una de las consecuencias de la huida de Juan de la Cuesta?): tanto, que en no pocos lugares hubo que falsear el texto con cortes o añadidos ajenos a Cervantes. El ejemplo más escandaloso está igualmente en la forma exterior de otro pliego exterior (en el cuaderno L1), para cuya primera página (1 = fol. 265) se fabricaron ex novo hasta diez líneas, mientras en la cuarta (2v = fol. 266v) la situación era tan desesperada, que la

mitad de la plana se dejó en blanco.56 En el fragmento que nos ocupa, es meridiano que el cajista, al llegar (o próximo a llegar) a la marca que en el original (16052) le señalaba

dónde tenía que acabar la —39→ página K2v de 1608 y descubrir que se había

quedado (o se iba a quedar) corto, acudió al corrector y, de acuerdo con sus instrucciones, rehizo (o fue modificando) la composición de los ocho últimos renglones, para 'abrirlos' con cuadratines y completarlos con adiciones de poco relieve, hasta cerrar y justificar la plana en el punto debido.57 Las variantes, en consecuencia, no son de Cervantes, sino de los tipógrafos.58

Creo que el ejemplo, por su sencillez, ilustra bien la tipología de un fenómeno que es crónico en la edad de la imprenta manual y afecta a obras que sólo al Quijote ceden en calidad y permanencia. Tomemos la más alta, La Celestina.59 Por cuanto —40→ aquí nos interesa, de La Celestina existen fundamentalmente dos redacciones: la Comedia de Calisto y Melibea, publicada hacia 1500, en dieciséis actos, y la Tragicomedia de Calisto y Melibea, en veintiuno, que verosímilmente saldría un par de años después. La diferencia principal entre ambas versiones radica en que la Tragicomedia intercala en la Comedia cinco actos enteros y buen número de adiciones significativas y funcionales pero de volumen relativamente menor. La incógnita que nos concierne, sin embargo, no está en esos añadidos extensos y grosso modo pacíficos, sino en las decenas y decenas de pequeñas variantes, unánimes en las ediciones conservadas, que en la Tragicomedia acribillan dispersa pero continuadamente las partes comunes con la Comedia y que en principio tienden a estimarse salidas de la misma pluma que las interpolaciones más corpulentas.

Un amigo cuya muerte todavía nos aflige, Stephen Gilman, juzgaba esas variantes de la Tragicomedia «las correcciones ... que mejor revelan el sentido que tenía Rojas del estilo», y daba una relevancia especial a las que coinciden en añadir una mención

(14)

expresa de la persona a quien se está hablando.60 Así, para no ir más allá de su primer ejemplo, donde la Comedia trae simplemente

¿Qué pensabas? ¿Habíame de mantener del viento?

la Tragicomedia inserta además un vocativo:

¿Qué pensabas, Sempronio? ¿Habíame de mantener del viento?

Para el llorado maestro de Harvard, las intercalaciones de ese tipo respondían a un deseo de modular el lenguaje «en función tanto del hablante como del oyente», de que «cada palabra se apoye en un yo y en un tú» y realce «el encuentro de dos vidas». Pero nosotros ¿debemos o no atribuírselas a Fernando de Rojas y, por tanto, incluirlas o no en el texto crítico?

—41→

Ningún análisis del usus scribendi, ni con los elegantes anteojos de la crítica literaria ni con el microscopio de la estadística informatizada, nos permitirá resolver el dilema, pero el planteamiento tipográfico nos pone ante unos hechos seguros. Puedo resumirlos rápidamente, sin volver sobre otros no menos locuaces pero harto más complejos, porque en un trabajo aún reciente los he expuesto y comentado con más calma.

Restablezcamos sin más en su contexto el primer ejemplo que da Gilman de las supuestas adiciones en la Tragicomedia:

... de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado. En nacien | do la mochacha, la hago escribir en mi registro, y esto para que yo se | pa [para saber Com.] cuántas se me salen de la red. ¿Qué pensabas, Sempronio? ¿Había | me de mantener del viento?

Para dar a nuestra cala y cata más alcance ejemplificativo, notemos ahora uno de los casos de supresión del vocativo (en realidad, frente a lo que Gilman podía percibir con las ediciones que circulaban en 1956 y en 1974, las supresiones de ese tipo en la Tragicomedia respecto a la Comedia son incluso un poco más frecuentes que las adiciones):

(99.4)

(15)

... la que solía morar a las tenerías cabe el río? CEL. | <Señora>, hasta que Dios quiera. ME. Vieja te has parado; bien dicen que los | días no <se> van en balde. Así goce de mí, no te conociera sino por esa | señaleja de la cara.

Subrayemos, en fin, el común denominador de uno y otro locus: cuando el vocativo es una adición, la línea contigua contiene asimismo una adición; cuando el vocativo es una supresión, la línea contigua es igualmente una supresión.

Exactamente lo mismo podríamos advertir a propósito no ya de los vocativos de quita y pon cuyo presunto sentido tanto se ha recalcado, sino de multitud de otras variantes de similar envergadura, siempre con escasa carga semántica: que concuerdan en añadir o suprimir dos, tres o unas pocas palabras agrupadas —42→ en contextos de un renglón o de unos renglones inmediatos o cercanos. Simplemente con esos datos, es posible concluir, como hacíamos para el Quijote de 1608 y por idénticos motivos, que las innovaciones en debate no son retoques introducidos por Rojas al preparar la redacción en veintiún actos, sino meros ajustes que los impresores hicieron en la primera edición de la Tragicomedia para cuadrar unas formas, salvando los desvíos en la cuenta del original: pequeñas composturas que permitían ganar o perder unos cuantos espacios en las últimas líneas (aunque no sólo en ellas) y acoplar correctamente la plana de una forma con la que le correspondía en la forma complementaria.

Entre las tres únicas ediciones que nos han llegado de la Comedia,61 la toledana de 1500 (C) ofrece un buen número de lecciones que la comparación con las otras dos y el diagnóstico tipográfico delatan al punto como nacidas de la problemática que venimos viendo y debidas exclusivamente a la imprenta. No tengamos, pues, la menor duda de que también la prínceps de La Celestina en veintiún actos añade o suprime texto cuando tropieza con las mismas dificultades, ni de que en la prínceps tuvo que suceder así con especial frecuencia, porque el cálculo de líneas, el casting off, se complicaba con los cambios realizados por Rojas en el ejemplar (o los pliegos) de la Comedia que entregó al taller para sacar a luz la Tragicomedia.

De ahí la paradoja aparente y la verdad ecdótica: frente a las exégesis apoyadas en la apreciación literaria o doctrinal o bien en un usus scribendi no menos equívoco, frente la explicación que a primera vista propone el historial genético de La Celestina, frente a la tradición concorde de la redacción larga, frente —43→ a la fe ingenua en los estemas,62 el análisis tipográfico nos obliga a entender que en la mayoría de las copiosas variantes análogas a las que acabo de ejemplificar es la Comedia la que acoge el texto que el autor quería para la Tragicomedia.

No cabe ya seguir ilustrando las virtualidades de una atención sostenida a la entidad tipográfica de los testimonios. La adiaforía inherente a la transmisión manuscrita de las obras romances crece y se agrava en la transmisión impresa por la mayor cercanía entre autores y transcriptores y por la intervención sistemática de (121.17 y 18)

(16)

correctores especializados en salvar los errores e introducir por su parte desvíos imperceptibles. Pero, frente a las tradiciones manuscritas, las variantes producidas por las manipulaciones propias de la imprenta se nos revelan con notable frecuencia cuando nos familiarizamos con el cómo y el porqué técnico. En las tradiciones impresas se dejan así conjurar muchas veces la maldición lachmanniana de los estemas bífidos y el ubicuo fantasma de las posibles intervenciones del autor en las varias ediciones de una obra moderna.

En algunos aspectos y en algunos sentidos, la indagación tipográfica puede equipararse a la típica 'filología material', pero en otros aspectos y en otros sentidos, los de mayor alcance desde un punto de vista no austeramente bibliográfico, es a la vez material y textual: las «simple inked shapes, imprinted on paper from pieces of metal» se convierten en un segundo momento en «symbols ... to be resolved into meaningful concepts» (n. 41); y en esa doble condición, en esa duplicidad congénita, residen su pertinencia y su capacidad explicativa. Ni que decirse tiene, sin embargo, que la ratio typographica no es en absoluto mecánica y que las consideraciones orientadas por la perspectiva genérica de la imprenta nunca nos dispensarán de la crítica singular de cada variante. Creo poco dudoso, no obstante, que tal ratio puede llevarnos a un grado de «oggettiva —44→ sicurezza» que difícilmente se dará con tanta regularidad en la transmisión manuscrita.

La especifidad de la transmisión impresa se hace presente desde la primera hasta la última fase en la elaboración del libro: para no remontarnos al original caligrafiado expresamente para servir de modelo en un taller, con todas las peculiaridades y consecuencias que ello implica (cf. n. 18), digamos que podemos observarla desde la composición, desde la errata propiamente dicha, es decir, desde el tipo de error exclusivo de la tipografía (tan exclusivo y distintivo como para permitirnos reconocer el manuscrito copiado de un impreso),63 hasta las correcciones en prensa, a través de las cuales, y con pruebas tan fehacientes como el progresivo desgaste de un tipo o la presencia de otros fenómenos análogos, se pueden ordenar unas variantes que sin la lumbre de la tipografía nos situarían ante la tenebrosa sima de las adiáforas.64

Desde siempre se ha repetido que cada texto y aun cada locus es un caso especial. Con idéntico énfasis hay que decir otro tanto de cada medio de transmisión. En mayor o menor medida, en efecto, el medio no puede dejar de configurar el mensaje. No en balde comenzaba yo recordando que el pecado original del lachmannismo, al pie del árbol del bien y del mal, de la verdad y el error genealógicos, ha sido proponer o imponer como potencialmente universales unos patrones que sólo valen, —45→ cuando valen, en determinadas condiciones. Si en concreto he insistido en la especifidad de la transmisión impresa es justamente por eso, porque la fascinación de la estemática ha sido de hecho un obstáculo para la exploración de otros horizontes, y, en particular, para la observación adecuada del territorio más feraz de las letras europeas, de los libros más vivos y por ende más necesitados de una ecdótica cabal.

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