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Buscando a Dios - Claudio de Castro

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Academic year: 2021

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CLAUDIO DE CASTRO

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DEDICATORIA

A Vida, mi esposa, y a mis hijos: Claudio Guillermo, Ana Belén y José Miguel.

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PARA EMPEZAR…

Cuando era niño leí un libro que me im​pre​sio​nó mucho. Se titulaba: Bus​can​do a Dios. Este libro recogía los pensamientos de Guy de Lari​gaudie, un explorador francés, quien mu​rió en el campo de batalla.

Ante un pensamiento como: “Tenemos el co​ra​​zón, a veces, triste de tanta nostalgia del cielo”, no podía creer tanto amor a Dios, ni tan​tos de​seos de estar siempre cerca de Él.

En uno de los bolsillos de su camisa en​con​traron una carta dirigida a una monja carmelita don​de se leía:

“Mi vida entera no ha sido más que una lar​ga búsqueda de Dios. Por todas partes, siem​pre, a todas horas, he buscado su huella o su pre​sencia. La muerte no será para mí más que un maravilloso encuentro”.

Este extraordinario libro reapareció cuando nue​vamente iniciaba mi búsqueda de Dios. Des​de entonces, han ocurrido muchas cosas, y ya mi vida no es, ni podrá ser nunca la misma.

Por eso he querido darle el mismo nombre a mi libro, pues iremos tras una búsqueda que en verdad vale la pena.

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¡QUÉ PESADA ES ESTA CRUZ!

Hoy, día de la Santísima Trinidad, me he sen​tado frente al computador para reflexionar so​bre Jesús. En mi casa tengo una estampita con su rostro, tomado del santo su​da​rio de Tu​rín. Se distinguen con claridad los golpes te​rribles que recibió en su cara, la nariz ro​ta, los pómulos hinchados, el labio superior desen​-ca​ja​do, las marcas dolorosas de la corona de espinas, etc.

Te golpearon sin misericordia, Señor, y no tuviste quién te consolara.

A veces me detengo a ver su mirada tierna y joven y debajo de su rostro, una frase me con​mueve: “Sé fiel continuador de mi obra”.

Se me ocurre decirle:

¿Cómo me pides esto, Jesús?

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¿QUÉ QUIERES DE MÍ?

Y su respuesta invariable siempre llega: “Que hagas el bien”.

Sabes, mi vida ha sido como un barco que na​​​vega en medio de una tormenta. Grandes olas lo golpean. Pero voy tranquilo. Feliz, por​que Jesús es el capitán. Me siento tenido en cuen​​ta; y amado por Él.

Que hay que hacer esto o aquello, y lo hago con gusto porque sé que Él me lo pide. Sin em​bar​go, de un tiempo para acá, ha pasado la tor​men​ta; el barco está anclado en aguas tran​quilas. Allí no encuentro al capitán y tampoco escucho su voz. Comprendí que antes nos sos​tenía su gracia, pero que ahora debe sostenernos la fe.

Cuando me parece que voy a tropezar, tu mi​seri​cor​dia, Señor, me sostiene;

cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos son mi delicia.

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LA LUZ SIEMPRE ESTÁ A LA VISTA

He estado un poco apesadumbrado, por​que como todos, también tengo pro​-blemas. Y a veces siento que no hay salida, pues es como estar acorralado. Pero creo que es​tas cosas vienen con la edad, sobre todo cuando pensamos mucho en los años que se fue​ron y que no supimos o no pudimos apro​ve​char. Momentos en que te ves al espejo y com​prendes que eres parte de aquellas per​-so​nas mayores que solías ver en las calles. Eres uno más de aquellos que no tiene las energías para vivir como antes, ni las fuerzas para remediar los errores. Parece que no podrás dar un paso más cargando esta cruz…

Con estos pensamientos fui a misa. Allí sentí que pasaba por un pequeño túnel, en tinieblas y sin esperanzas. Parecía ser una de esas irre​me​​diables noches oscuras. La mía era apenas de un kilómetro de ancho… La luz estaba a la vis​ta, y corrí hacia ella. Participé con devoción de la santa misa, me confesé y comulgué con devoción.

Esto fue para mi alma como haber en​con​tra​do un río de agua viva, después de haber caminado tres días perdido por el desierto. Te su​merges en él como estás, sin pensarlo mu​cho. ¡Qué alegría! Quisieras quedarte allí por siempre, con aquella brisa tan agradable, y esa corriente translúcida, pura, de la que bebes hasta saciarte. ¡Se está tan a gusto!

Quisieras no abandonar el templo, ni salir de ese hermoso oasis de los sacramentos. No qui​sieras tener ni un mal pensamiento, ni una pa​labra que ofenda a nuestro Señor. Desearías quedarte como estás, con el alma pura, libre de esa pesada carga de los pecados.

Para algunas personas esta carga es tan pe​sada, que a la hora de caminar les cuesta dar los pasos. Caen, resbalan, se golpean... Es un es​fuer​zo enorme poder levantarse. Sufren y no saben por qué.

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LOS PECADOS ME AGOBIAN

Sabes, hay un sueño de san Juan Bosco que siempre me ha impresionado. “Don Bosco encuentra al demonio des​can​san​do en la puerta del colegio. Sin problema se le acerca para preguntarle si ya no tiene interés en hacer pecar a los estudiantes. El demonio, sin inmu​tar​se, le respondió que no necesitaba entrar, porque en el colegio tenía unos secretarios que lo reemplazaban perfectamente.

— ¿Cuáles son? —Preguntó Don Bosco.

— Son los que tienen malas conversaciones. —Respondió el demonio—. Me basta que di​gan una frase de doble sentido o un chiste feo y ya obtengo un mal pensamiento”.

El diablo conoce nuestra debilidad y la apro​​vecha. Nos utiliza… y a veces lo dejamos.

Y es que pensamos poco en la eternidad. No medimos las consecuencias. No com​pa​ra​mos nuestra pequeñez frente a la grandeza de Dios… El buen Dios.

Mi esposa suele repetir un pensamiento que una vez leyó. Es el reflejo del que sabe y com​prende que la vida es un suspiro.

“¡Qué tristeza perder una brillante eternidad en cosas terrenales!”.

Dejamos de tener lo más grande y preciado, por unirnos a lo pequeño y pasajero. Nos lle​na​mos de pecados y desfiguramos nuestras almas cuando nos aferramos únicamente a lo material.

Nos cuesta todo… Como si lleváramos un costal pesado sobre la espalda donde echamos los pecados para esconderlos de la mirada de todos. Un costal donde irían: un pensamiento indebido de 200 libras; una reacción egoísta, 50 libras; una mala palabra, 120 libras; una broma indeseable, 170 libras, etc.

Y así, pecado tras pecado, vamos llenando el saco. Pero llegará un momento en que su pe​so es casi insoportable y no podremos más con él; entonces viviremos amargados, mal​ge​nia​dos; o tal vez sonreímos, pero por dentro sufriremos.

Lamentablemente, no podemos llevar so​bre​peso al cielo. Si no echamos a un lado los pe​cados, corremos el riesgo de pasar la eter​ni​dad alejados de Dios. Y la eternidad se cons​tru​ye en el camino de la vida.

Tal vez ahora, no lo comprendas, pero cuan​do empieces tu búsqueda, lo sabrás... Y te espantará esta posibilidad, por más lejana que parezca.

Solemos pensar que los pecados veniales no nos afectarán. Cuando pueda, me acercaré a con​f​e​​sarlos. Te diré que no hay pecado pequeño. To​dos ofenden a

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Dios, afectan nuestra alma y dis​mi​​nu​​yen las gracias que podemos recibir. El alma se enferma y entristece; va raquítica, desnutrida.

Sabemos de personas que han postergado tan​to la confesión, que cuando llaman al sa​cer​dote ya no pueden hacerlo, pues han perdido la voz, la voluntad, las fuerzas. Es como jugar apostando a perder…

San Juan de la Cruz solía comparar el alma en​ pecado con un pajarillo que no puede volar, atra​pado por un cordel invisible. El pecado mor​tal resulta ser como una cuerda gruesa, muy pesada. El pecado venial, del que poco nos cuidamos, es como una hebra finísima, tan delgada como el cabello de una mujer; pero el grosor, al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene? Igual, no podrá el ave remontar el vuelo.

Al confesarnos, cortamos las ataduras y nuestra alma queda libre nuevamente, llena de vida y de gozo. Es entonces cuando Dios nos recompensa y nos alienta con su gracia y su perdón.

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QUÉ BUENO ES DIOS

Hace unos días visité la capilla que es​tán construyendo cerca de mi casa. El sacerdote me mostró el lugar donde iría el confesionario. En broma le sugerí:

— Padre, ponga un letrero que diga: “La​va​to​rio”.

— Oh sí —respondió él y sonrió ilu​sio​na​do— Tienes razón: entramos sucios y salimos limpios.

Cuánta riqueza encontramos en nuestra Igle​sia. No la descubrimos ni la conocemos, por eso tantos la abandonan. No conocen la doc​trina, ni el efecto santificante de los sa​cra​mentos, ni los sacramentales, ni las indulgen​cias, ni la comunión de los santos...

Pierden el tesoro más grande, aquel que no tie​ne precio y que los ángeles, si pudieran en​vi​diar, nos envidiarían por poseerlo: la Eucaristía.

Juan Pablo II en repetidas ocasiones ha manifestado:

“La Iglesia y el mundo tienen una gran ne​ce​si​dad del culto Eucarístico. Jesús nos espera en este sa​cra​mento de amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contem​pla​ción lle​na de fe y abierta a reparar las faltas, gracias y de​​litos del mundo. No cese nunca vuestra ado​ración”.

Es sorprendente pensar que Jesús verdade​ra​mente está presente en la hostia consagrada, con mucha humildad. Está allí, sencilla​mente, es​pe​rando. Esto es lo que hace siem​pre: nos espera. Pero mientras lo hace, va derramando gracias abundantes en el mundo.

Un amigo me decía: “Yo no desaprovecho ninguna ocasión para darle gracias al Señor. Y cuando paso frente a una iglesia, hago esta comunión espiritual:

“Yo quisiera Señor, recibirte con aquella pureza, humildad y devoción con que te recibió tu santísima Madre, y con el espíritu y fervor de los santos”.

Cuánto amor de Jesús, al quedarse con nosotros, por ello a veces conviene implorar:

— ¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia!

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NO TENGO NADA QUE DAR

Una vez, un conocido me confesó que no asistía a misa porque el domingo lo necesitaba para descansar, y pensaba que lo que él pudiera hacer no iba a cambiar en nada el mundo, por tanto, mejor seguía su vida tranqui​la. Igual, nada tenía para dar a los demás.

Últimamente he pensado en él, porque es​toy leyendo la biografía de la Madre Teresa de Cal​cuta, la cual me ha dejado impresionado y sorprendido por la obra tan maravillosa que realizó, siendo ella tan frágil. En uno de sus pensamientos decía:

“Sé bien y lo saben cada una de mis hermanas, que lo que realizamos es menos que una gota de agua en el océano, pero si la gota faltase, el océano carecería de algo”.

¿Has visitado en tu país el hogar de las Mi​sioneras de la Caridad? Si pasas una mañana allí, con las monjitas, comprenderás la magni​tud de su obra. Entonces no tendrás ninguna excusa para callar o dejar de hacer algo por aquel que sufre.

Cuando conversas con aquellos que han trabajado como voluntarios de la Madre Te​re​sa, descubres en ellos una luz en sus miradas; algo diferente que antes no habías notado.

Recuerdo las palabras de un sacerdote que decía en su homilía:

“Si quieren estar cerca del cielo, visiten el hogar de la Madre Teresa. Allí se siente verdaderamente la presencia de Dios”.

...pero apenas te alcance el dinero, seguro dirás, “me falta tiempo… ¿Qué puedo dar?”.

Parece que la Madre Teresa también tenía una respuesta para tu inquietud: “Cuando menos poseemos, más podemos dar. Parece imposible, pero no lo es. Esa es la lógica del amor”.

Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer?

“Él me ha garantizado su protección, y ahora, no es en mis fuerzas donde me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo.

Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice?:

‘Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo’. Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer?

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SAN JUAN CRISÓSTOMO

¿Está cerca Dios?

He conocido personas que padecen en​fer​medades terribles, y ante ellas me sorprendo, porque ocultan con dignidad el dolor y la enfermedad. Sufren en silencio, ofreciendo al buen Dios esta cruz tan difícil de llevar.

San Pablo, a pesar de estar encadenado, pasando múltiples problemas, convencido de que todo aquello valía la pena, escribió una invitación que sigue resonando siglos después:

“Sigan ustedes mi ejemplo, como yo sigo el ejemplo de Cristo” (1Co 11, 1). Fue fácil para él —seguro dirás—, estuvo cer​ca de los Apóstoles, vivió los inicios de la Igle​sia… Yo, la verdad, estoy cansado de tanto sufrir. No lo soporto más.

Dios da gracias especiales para que lo​gre​mos imitar a Jesús; pero éstas hay que pedirlas con humildad.

En España tengo un amigo sacerdote que está muy enfermo. No sé de qué padece. Sin em​​bargo, a veces nos comunicamos por In​ter​net y pasamos horas conversando en un chat, al cual suelen entrar también otras personas para charlar.

Ocasionalmente él se cuestiona deciéndose: “¿Por qué a mí esta enfermedad? ¿Acaso no soy un sacerdote?”.

Él me cuenta que es muy penoso vivir así. Sobre todo cuando vienen las crisis fuertes de las que no sabe si sobrevivirá.

Por momentos nos interrogamos sobre la pre​sencia de Dios: ¿Está realmente cuando lo ne​ce​sitamos? ¿Su dulce presencia nos con​sue​la, o sencillamente, imaginamos que Él estu​vo en esos momentos tan difíciles?

Hablé de esto con él y me contó esta viven​cia sobrenatural:

“Tuve la experiencia de poder notar su presencia y de poder palpar al Señor. El sábado de Pentecostés, en la segunda misa, cuando consagraba, le gritaba: ¿Por qué a mí? Y antes de comulgar pude sentir como una suave brisa que me envolvía; y supe que era Él.

Y aunque sé que mis sequedades pueden seguir, estoy seguro de que Él habita en mí”.

La respuesta es un sí contundente. Dios está cuando lo necesitamos. Está allí, a nuestro la​do, porque su amor es eterno, porque nos ama y porque es nuestro Padre.

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Las respuestas están en la Biblia. Si sabemos buscar las encontraremos… Como en este caso:

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¿POR QUÉ ESE SILENCIO?

Frente a mi casa, el Opus Dei tiene una residencia estudiantil. Hay allí una capilla donde custodian al Santísimo. Jesús es mi vecino. Me gusta asomarme por la ventana y saludarlo. Pasa tan callado. Pareciera que quiere encontrarnos en el silencio.

Si lo piensas bien, nació una noche oscura, escondido para un mundo que lo esperaba ansioso. Pasó desapercibido para los grandes y poderosos. Solamente los pastores, que aquella noche cuidaban sus ovejas, y unos pocos privi​le​giados, recibieron la gran noticia. Un Sal​va​dor nos ha nacido…

Me sorprendo al pensar en María, la llena de gracia. ¿Qué habrá sentido cuando lo cargó por primera vez? Tener a Dios, hecho hombre, en sus brazos maternales.

¡Cuánta expectación en el cielo y en la tierra! La Virgen toma a Jesús por primera vez. En esos momentos calla la naturaleza, se paralizan las voces de los ángeles esperando ese instante, ese primer contacto, ese primer beso.

Podemos imaginar a la Virgen diciéndole con ternura a José: — No temas cargarlo.

Y le acerca a Jesús, tan pequeño y frágil.

Y san José adora a su Dios, ahora en sus brazos fuertes de carpintero.

La Virgen estuvo siempre al lado de Jesús. El papa Juan Pablo II, con justa razón, la ha llamado Memoria de la Iglesia.

Escucha... ¿Por qué ese silencio?

El trabajo callado de José y de María. Parece que es en el silencio donde encontramos a Dios, y en esta contemplación donde le agradamos.

Jesús, hijo de Dios todopoderoso, es así de pobre.

Hoy, al salir para el trabajo, miré hacia la capilla y pensé en lo natural que se ve. No hay carteles que anuncien: “Oigan, aquí estoy”. Ni nada que llame la atención a los que circulan frente a la residencia; ni siquiera imaginan que Jesús está allí, tan cerca de ellos.

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UNA LECCIÓN EJEMPLAR

Hay una anécdota de san Francisco de Asís que me gusta mucho. A él le en​-cantaba detenerse en las plazas de los pueblos pa​ra hablar del amor y la misericordia de Dios. El que lo veía llegar, no imaginaba que ese pobre fraile pudiera siquiera hablar correc​ta​men​te, pues no sobresalía en su aspecto. Cuando empezaba, era tal la fuerza y el fervor de sus palabras que los que estaban enemis​ta​dos se reconciliaban, los que vivían alejados de la Iglesia regresaban a ella y otros, la mayoría, le rogaban que los ayudara a dejar la vida mundana para unirse a él y vivir en santidad.

En esos días ocurrió que Francisco le dijo a un fraile: — Prepárese, porque mañana salimos a predicar.

En la madrugada arreglaron un morral con pan fresco para el camino y partieron hacia las montañas. Francisco andaba en silencio, con la mirada en el suelo y sobrecogido en oración.

Subieron y bajaron montes; pasaron por al​gu​nos pueblos sin detenerse, y en la tarde regresaron igual, sin que ocurriera nada.

— Padre Francisco —preguntó el fraile que lo acompañó—, ¿y la predicación? — ¿Te parece poco lo que hemos predicado?

El fraile lo miró sin comprender.

— Hemos hablado sobre la oración, el re​co​gi​mien​to, la humildad, el silencio, la obedien​cia, el amor...

Todos nos parecemos

A veces pienso que, muchas veces, es la persona menos pensada, la que en determinado momento nos dará una mano de apoyo. En cierta ocasión san Juan Bosco, recién ordenado sacerdote, se cayó del caballo en el que viajaba y quedó inconsciente. Cuando despertó, se encontró bien cuidado en la casa humilde de unos campesinos; y el dueño de la casa era justamente aquel hombre al que él le había salvado la vida años atrás.

Las lecciones que Dios nos da suelen ser incomprensibles, pero siempre derriban las barreras y nos unen, porque Él sabe sacar cosas buenas de cualquier experiencia.

Hace unos años conocí a Carlos, un joven que sufrió un terrible accidente en Costa Rica, en el cual casi pierde la vida. Al despertar del estado de coma estaba ciego, sordo, y pa​ra​lí​tico. Además, había perdido el gusto y el ol​fa​to. A pesar de este contratiempo nunca per​dió la confianza en Dios. Esto lo mantuvo vivo y le

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permitió recuperarse por completo. Y des​pués de su recuperación me contó esta sim​pática anécdota del que fue su compañero de cuarto, mientras estuvo hospitalizado:

«Las enfermeras no podían estar a mi lado a cada rato para bajarme de la cama, ponerme en la silla de ruedas y llevarme al baño. El señor que estaba al lado de mi cama era el que lo hacía. Así fue por dos semanas hasta que le dieron salida. Entonces me dije angustiado: “Dios mío, ¿ahora qué haré? ¿Quién me va a ba​jar de esta cama, quién me va a poner en la silla de ruedas, quién me va a llevar al baño...?”.

Pero el mismo día entró para llenar ese lugar, esa cama que estaba a mi lado, un señor al que no veía; pero que escuchaba, y sabía por ello que oraba.

En mi interior me decía: “Gracias, Señor, por haberme mandado a esta persona”.

Entonces lo llamé y él se acercó a mí; me contó que era pastor de una Iglesia evangélica, no recuerdo su nombre, pero pertenecía a los pen​te​cos​tales: sí, sí, Pentecostal, era pastor de una Iglesia Pentecostal... y yo católico a morir.

En la mesa del lado de mi cama, mi mamá había colocado algunas estampas de la Virgen. Él, al verlas me comentó:

— Tienes muchas estampas: ¿Eres también religioso? — Sí —le respondí—. Soy católico.

Entonces me dijo que ellos no creían ni en las imágenes ni en cosas por ese estilo. Él tenía su forma de llevar la religión. Yo era católico y él era evangélico, pero desde ese momento era él quien me ponía en la silla de ruedas, me lle​va​ba al baño, a la terraza y me sacaba a pasear. En ese momento me di cuenta de que realmente somos todos iguales. Y en ese momento, aunque él era evan​gélico y tenía un poco de apre​hensión hacia mi devoción a la Virgen, y yo era católico y tenía un poco de aprehensión acerca de muchas de sus creencias: nos unimos. Y desde ese instante él, sin ninguna reparación, me sirvió en todo lo que yo necesitaba.

Curiosamente fue él quien tuvo la iniciativa de formar un grupo de oración en la clínica don​de estábamos. Y como éramos cuatro per​son​as por cuarto, nos dijimos:

— Tendremos unos minutos de oración ca​da noche antes de dormir.

Entonces, entre los dos, comenzamos el gru​po de oración. Luego se nos unieron otros in​ter​nos, hasta que tres o cuatro noches después, a la hora en que iban a apagar las luces, teníamos el cuarto lleno de enfermos.

Cuando él dirigía la oración, solamente re​zá​bamos el Padrenuestro. Cuando era yo quien dirigía la oración, rezábamos el Padrenuestro y también el Avemaría. Esto era cada vez más interesante, porque él aceptaba plenamente lo que hacíamos; además eran tiempos de dolor y en esos tiempos es imposible

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dividirse. Por ello, en esos momentos lo más importante era hacer alianzas, y la nuestra era una gran alianza».

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MI HERMANO CÁNCER

A veces pasamos por experiencias que nos impactan y nos mueven a buscar a Dios. Nos transforman. Nos dan nueva vida. Y vemos el mundo completamente diferente. Por las mañanas, mientras conduzco hacia mi tra​bajo, me gusta escuchar la misa que trans​miten desde la Renovación Carismática Ca​tó​li​ca. Monseñor Alejandro Vázquez Pinto es muy elocuente en sus homilías y siempre cuen​ta anécdotas interesantes. Por ejemplo: de la vivencia de un cáncer del cual fue operado, ha dicho una expresión que sorprende:

“Mi hermano cáncer”.

Frase que ha hecho que otros enfermos hayan acogido su enfermedad y hablen ahora de “mi hermano cáncer”. Cuando monseñor los visita y les pregunta:

— ¿Cómo vas?, ellos dicen serenamente: — Aquí, con mi hermano cáncer.

Otra vez dijo: “Entré al Oncológico y no he salido de él”.

Ahora, es capellán del Hospital y vela como un buen pastor por las almas que allí se en​cuen​tran.

El sufrimiento nos acerca a Dios. Ahora lo sabemos.

Siempre tenemos algo que podemos ofrecer a Jesús. Sobre todo cuando sufrimos hallamos a nuestro alcance un ramillete de rosas que Él acepta gustoso. Muchos consideran incomprensible esto del sufrimiento, y nos dicen: ¡Ya Jesús sufrió y murió por nosotros! ¡Ya nadie tiene que sufrir! Sin embargo, san Pablo nos dice: Completo en mí los sufrimientos de Cristo.

Un sacerdote me contó esta anécdota que expresa con claridad lo que hemos dicho:

“En un encuentro de sacerdotes ciegos, uno dijo a su compañero:

— Debemos ofrecer un sacrificio a nuestro Señor durante la cuaresma. Privarnos de algo que nos guste.

El otro, sorprendido, replicó:

— ¿Te parece poco ofrecer nuestra ceguera?

— La ceguera nos vino de Dios —respondió el primero—. Vamos a ofrecer esta vez algo que venga de nosotros”.

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UN POCO DE HUMILDAD

Hace un año asistí a un retiro con mon​se​ñor Vásquez Pinto, en una finca de San Carlos, en Panamá. Recuerdo que por la ma​ñana nos levantamos para desayunar, y conversábamos amenamente. A un costado de la mesa había un gallinero cercado rústica​men​te con una malla metálica. Dentro se encontra​ban un pavo y siete gallinas. Las gallinas se ocu​paban en picotear despreocupadas los granos del suelo. Parecían muy hambrientas. El pavo, en cambio, olvidando los deseos de comer, hinchaba el pecho, erguía su plumaje y se mecía, produciendo ruidos guturales. Era como si gritara:

— ¡Mírenme! ¡Aquí estoy!

Se movía arrogante con esta actitud por todo el gallinero. ¡Atrevido!, llegó a empujar con su pecho a las gallinas para llamar su atención. Como ninguna le hacía caso, les lanzaba con más fuerza aquel “gurugurulú”.

Pobre pavo, me dije, tan convencido de su importancia y esas gallinas tontas ¡no lo tratan como merece!

Nunca antes había entendido el término “pavonearse” con tanta claridad.

Pensé, entonces, en cuánto nos parecemos al pavo. Les conté a todos y rieron de buena gana.

— Es verdad, a veces todos tenemos algo de pavos. ¿Pero la humildad...?

Sabes que estás cerca de la santidad cuando pasas la prueba de la humildad. ¿Cómo es esta prueba?

Muy sencilla mientras examines a diario tus actitudes. Por ejemplo, si vas a un supermercado y de pronto la cajera te trata mal: ¿Cómo reaccio​narías? Si llegas a una tienda para hacer un reclamo y el gerente te ignora, aunque tengas toda la razón: ¿te sale el pavo?

O si estás en la calle conduciendo el auto y alguien te grita una barbaridad haciéndote gestos desagradables: ¿Responderías al ataque?

Creo que tú y yo hemos pasado por este examen alguna vez. Por ello debemos “exami​nar​nos para ver si permanecemos en la fe. Debemos probarnos a nosotros mismos y así estar seguros de que Cristo Jesús habita en nuestro ser” (cf. 2Co 13, 5).

La humildad se da cuando:

v no te devuelves con ira gritando:

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v cuando vives tan unido a Dios que no pierdes la alegría y la serenidad; v cuando amas lo suficiente para decir:

— “Te perdono”, y pides a Dios por él.

San Esteban sacó las mejores calificaciones en humildad, pues mientras lo apedreaban, “se arrodilló y dijo con fuerte voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hch 7, 59).

San Francisco de Asís decía a sus hermanos que “la per​fecta alegría” consistía en soportar con pa​cien​cia y virtud, todo lo que les aquejara. Re​sis​tir con la hidalguía de un rey los golpes, los azotes, el hambre, etc.

San Francisco tenía muy presentes estas palabras de Jesús:

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HUMILDAD…

Recuerdo haber leído que cuando alguien insultaba a san Martín de Porres, o se burlaban de él, cabizbajo respondía:

“Si su merced me conociera, sabría que soy mucho peor que eso”. Si quieres ser santo

La clave para agradar a Dios es la humildad. Y entre humildad y confianza se encuentra el camino para la santidad.

San Agustín descubrió este camino, y sus palabras siguen resonando en nuestros co​ra​zones:

Si quieres ser santo, sé humilde.

Si quieres ser más santo, sé más humilde. Si quieres ser muy santo, sé muy humilde.

Nada agrada más a Dios que la santidad y el deseo de santidad de sus hijos. Es como un dul​ce aroma que se esparce por doquier transformando las almas.

Las Misioneras de la Caridad suelen rezar después de cada misa esta hermosa oración, que conviene aprender:

“Oh, amado Jesús,

ayúdame a esparcir tu fragancia por donde quiera que vaya...”.

Se dice que los estigmas del padre Pío tenían un olor perfumado muy agradable que sor​pren​día a todos y que las telas con las que cura​ban las heridas de sus manos, las cuales eran cuidadosamente guardadas por los monjes, exu​-daban este aroma, que no es otro que el olor de la san​tidad. Dios muestra su com​pla​cen​cia a los hijos que se esfuerzan en lograr la santidad obede​cien​do en todo. Les da muchos signos como los milagros, la elevación mien​tras están en oración, la multiplicación de alimentos, las curaciones, las visiones, etc. Y en ocasiones les deja un signo permanente, como un sello característico de su amor y santidad.

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¿DÓNDE VIVE DIOS?

“Debemos ser como niños para entrar en el Reino de los cielos”. Para per​-manecer cerca de Dios. Cuando pienso en esto, observo a mis hijos y veo que a medida que pasan los años, son ellos mismos los que van des​cu​brien​do el mundo. Y sin saberlo, ellos me ayudan a comprender estas palabras de Jesús. Son ino​cen​tes, puros de corazón, tier​nos, misericor​dio​sos, no dudan en compartir su juguete con otro niño. Si tienes un niño tris​te, basta que pongas a su lado a otro niño y aunque nunca en la vida se hayan visto, en pocos minutos estarán jugando como si se hubiesen conocido de toda la vida.

Los niños tienen una característica que tal vez es la que más me impresiona: su confianza ple​na y absoluta en sus padres. Saben que si pa​pá y mamá están cerca, nada malo les puede ocurrir.

Eso sí, todo lo preguntan: ¿Puedo hacer esto? ¿Puedo ir a tal lugar? ¿Dónde vive Dios? ¿Cuál es el apellido de Dios? ¿Yo fui un an​ge​li​to antes de venir a la tierra?, etc.

Mi hijo me escribió un poema que ilustra mejor esta confianza: “Para mí eres el mejor amigo,

porque me ayudas a perseverar, y yo siempre tu ejemplo sigo,

sabiendo que tú al bien me has de llevar”.

Hay que ser como niños, confiar en Dios, nuestro Padre, y vivir sabiendo que nos ama y sobre todo, procurar hacer el bien, pensando que desde el cielo nos ve con ilusión.

Dios ha sido en todo momento un Padre para mí. Y aunque no lo tuviera siempre pre​sen​te, Él nunca me abandonará. Me cuidó. Veló por mí. Y lo sigue haciendo, con la diferencia de que ahora tengo la certeza de que Él es quien logra que todo salga bien cuando pierdo la esperanza, quien endereza el camino cuando yo lo tuerzo. Es un verdadero Padre para mí.

Él nos cuida con la misma ternura que un padre a su hijo. — Es nuestro Padre.

— Somos sus hijos.

Parece que en algún lugar del camino nos soltamos de su mano y perdimos la inocencia, la pureza del corazón... Pero la Virgen, siempre animándonos nos dirá: Aún hay tiempo.

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niño. Quedaba enfrente de mi casa. Me encantaba porque celebraban misa a las seis de la mañana y podía asistir antes de ir al colegio. Cruzaba la calle simplemente y la felicidad inundaba mi alma de niño. Sabía con certeza que Jesús estaba allí. Esto era algo que sobrecogía el alma.

Recuerdo la banca donde me sentaba. Desde allí me maravillaba ante estos misterios.

Hace poco volví y visité la capilla. Entré co​mo un hombre, pero a medida que caminaba me hacía otra vez niño.

Ilusionado me senté en la misma banca, co​mo el niño que solía ir a visitar a Jesús.

—Es una gracia —pensé—, que Jesús nos mire como a un niño.

Fue una hermosa experiencia. Volver. Estar ante Jesús sin complicaciones, hablarnos con ter​nura, teniendo la certeza de que Él estaba allí, esperándome a través de los años. Por eso le dije:

“Déjame tener nuevamente el corazón puro, del niño aquel que se sentaba en esta banca y cu​ya alegría mayor era estar contigo. Jesús, cuan​do me mires, mírame como a un niño”.

Es verdad… aún hay tiempo… Podemos re​cuperar la pureza, es nuestra llave al Paraíso.

Si te esfuerzas, el día que mueras tendrás una gran alegría. Vendrá Jesús a tu encuentro, y seguramente te mirará a los ojos irradiándote de amor. Y para calmar tu temor a la justicia di​vina, sonreirá, extenderá su mano traspasada y te dirá con su dulce voz:

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LA HISTORIA DE TYLER

El padre Miguel Garrido me envió por Internet esta historia de Cindy Holmes. Está llena de ternura, por eso he querido com​par​tir​la contigo. Habla de la esperanza, las ilusiones y la pureza de un niño que confía plenamente en su madre y en Dios.

«En mi profesión como educadora y tra​ba​ja​do​ra de la salud, he tenido contacto con muchos niños infectados por el virus del sida... Las relaciones que mantuve con esos niños es​pe​ciales han sido grandes dones en mi vida. Ellos me enseñaron muchas cosas, pero des​cubrí, en especial, el gran coraje que se puede encontrar en el más pequeño de los en​vol​to​rios. Permíteme que te hable de Tyler. Tyler nació infectado con el VIH. Su madre también lo tenía. Desde el comienzo mismo de su vida, el niño dependió de los medicamentos para so​bre​vivir. Cuando tenía 5 años, le inser​ta​ron qui​rúr​gicamente un tubo en una vena del pe​cho. Ese tubo estaba conectado a una bomba que él llevaba en la espalda, en una pequeña mo​chila. Por allí se le su​ministraba una me​di​ci​na constante que iba al torrente sanguíneo. A veces también necesitaba un suple​men​to de oxígeno para complementar la respiración.

Tyler no estaba dispuesto a renunciar un solo momento de su infancia por esa mortífera enfer​me​dad. No era raro encontrarlo jugando y corriendo por su patio, con su mochila car​gada de medica​men​tos y arrastrando un carri​to con el tubo de oxígeno. Todos los que lo co​no​cíamos nos maravillamos de su puro gozo de estar vivo y la energía que eso le brin​da​ba. La madre solía bromear diciéndole que, por lo rápido que era, tendría que vestirlo de rojo para poder verlo desde la ventana cuando jugaba en el patio.

Con el tiempo, esa temible enfermedad acaba por gastar hasta a pequeños dínamos como Tyler. El niño enfermó de gravedad. Por desgracia sucedió lo mismo con su madre, también infectada con el VIH.

Cuando se tornó evidente que Tyler no iba a sobrevivir, la mamá le habló de la muerte. Lo consoló diciéndole que ella también iba a morir y que pronto estarían juntos en el cielo.

Pocos días antes del deceso, Tyler hizo que me acercara a su cama del hospital para susurrarme:

— Es posible que muera pronto. No tengo miedo. Cuando muera vísteme de rojo, por favor. Mamá me prometió venir al cielo. Cuando ella llegue yo es​taré jugando y quiero asegurarme de que me pueda encontrar»*.

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LOS NIÑOS SON PARA JUGAR

Tyler habla con tanta naturalidad de su muerte que sobrecoge al lector des​pre​-ve​nido. Tiene una certeza absoluta: “Dios exis​te”. No hay dudas en su corazón de que muy pronto hará una corta travesía hacia el cielo. Y allí seguirá jugando, distraído, hasta que su madre lo encuentre.

Recuerdo que una vez mi hijo estaba enfermo y en un descuido mío, se bajó de la cama y se quedó jugando en el piso.

— ¿No sabes que estás enfermo? —lo reprendí—. Debes cuidarte. — Papá —respondió— ¡los niños son para jugar!

Quedé desarmado, sin saber qué decir. Com​prendí que los niños son para jugar y para en​señar a papá y a mamá, las cosas im​por​tan​tes que con los años y la edad han olvidado.

Tal vez por esta inocencia que tienen los niños, nos pidió Jesús que fuéramos como niños.

Vivir sin tener prisas para crecer. Y si cre​ce​mos, mantenernos niños, en el fondo del alma: puros y buenos.

Cierta vez mi hijo, enfundado en su pijama de ositos, llegó al cuarto y preguntó preocupado:

— Papi, ¿cuándo voy a crecer?

Lo coloqué al lado del interruptor de la luz y le indiqué: — Cuando puedas alcanzar el interruptor, habrás crecido.

Recuerdo aún el gesto de su rostro el día que se acercó a mí y exclamó orgulloso:

— Mira, ¡ya crecí!

Y me lo mostraba tocando el interruptor. Mi esposa y yo lo aplaudíamos con un fuerte: — ¡Bravo, ya creciste!

Dios también nos aplaude y nos anima por nuestros logros, y aunque ya hayamos crecido y tengamos hijos, o seamos abuelos, o sa​cer​do​tes o religiosos, Dios aún se alegra por nosotros.

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¡QUÉ BUENO ES! ESCUCHAR AL MAESTRO

“Ustedes serán verdaderos dis​cí​pu​los míos si perseveran en mi Pala​bra, entonces conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 31-32).

Vivimos por su Palabra y su Palabra nos lleva al Padre. “En el principio era la Palabra,

Y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios.

Ella estaba ante Dios en el principio” (Jn 1, 1).

La Palabra. El buen Jesús. No hay nadie que escuche la voz del Maestro y permanezca igual. Por ello algunos le temen. Pues saben que los pue​de cambiar.

Debes escuchar la voz de Jesús, sin temor a lo que haga en tu vida.

Yo era de esos que le temía, porque sabía que Dios no pide las cosas a medias. Lo pide to​do. Y para un simple mortal, todo es mucho. Su mano es muy pesada, por ello nos es​ca​bu​lli​mos y buscamos miles de excusas. Pero, ¿dónde escondernos de Dios? ¿Bajo una mesa?, ¿en la lectura de un libro?, ¿en el trabajo?

El mismo Moisés se sobrecogió ante su gran​deza y suplicó:

“Mira, Señor, que yo nunca he tenido fa​ci​li​dad para hablar, y no me ha ido mejor desde que hablas a tu servidor: mi boca y mi lengua no me obedecen.

Le respondió Yahveh: ¿Quién ha dado la boca al hombre? ¿Quién hace que uno hable y otro no?

¿Quién hace que uno vea y que otro sea ciego o sordo? ¿No soy yo Yahveh? Anda ya, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de hablar.

Pero él insistió: por favor Señor, ¿por qué no mandas a otro?” (Ex 4, 10-14). Mejor busca a otro… Parece que en esto, to​dos nos parecemos un poco a Moisés.

Pero Dios quien todo lo ve, inclina su rostro ha​cia ti y te dice: “Te escogí, porque conozco tu corazón”. No hay explicaciones. Pero una ter​nura infinita nos inunda el alma. Sobran en​ton​ces las palabras.

Él tiene la respuesta antes de que for​mu​le​mos la pregunta.

En aquellos momentos en que decimos co​mo Moisés: “mejor busca a otro”, no debemos ol​vi​dar que Dios no cambia de parecer.

A Moisés le fue enviado por Dios su her​ma​no Aarón para que le ayudara en su misión. Eran épocas de profetas, pero Dios sigue igual, actuando en nuestras

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vidas. A Él no le importa ni el año, ni el mes, ni el día…

Tal vez a ti también te ha ocurrido que de re​pente Dios te envía una persona, en oca​sio​nes desconocida, para que se cruce en tu vida. Una leve intuición, como un susurro salido del co​razón nos muestra el camino, donde en​con​tra​mos lo que tenemos que decir, como debe​mos actuar.

Él tiene sus formas impresionantes de lla​mar​nos, muchas veces sin que nos demos cuen​ta. Giovanni Papini, fue un gran escritor, pero también un gran crítico de la Iglesia. Durante la Segunda Guerra, huyendo de la violencia, se fue a vivir con toda su familia a un pueblito enclavado en las montañas.

Los campesinos como no sabían leer le pedían que por las tardes les leyera la Biblia. Y él, trepado en una gran roca, en voz alta, les leía el Evangelio.

De tanto leerlo, conoció a Jesús, el consola​dor, el amigo, el maestro, y Papinni, el rebelde, se convirtió. Y contra todo lo que cualquiera hubiera podido esperar, trabajó en un libro hermoso, que le traería la admiración de muchos, el cual fue titulado: Vida de Jesús.

El que conoce a Jesús ya nunca podrá ser indiferente a la fuerza de su Palabra. Lo aban​do​nan todo por seguirle, llegando muchas ve​ces a obtener la corona del martirio, tan anhe​la​da por los grandes santos.

Edith Stein, recientemente canonizada por el papa Juan Pablo II, se atrevió a escuchar la dulce voz del Maestro. Y cambió su vida. Era hebrea, se hizo bautizar y posteriormente entró como carmelita en un convento. Su familia rompió con ella y sólo le quedó el consuelo de tener a su hermana y a su esposo celestial. En 1942 los nazis la llevaron a un campo de con​cen​tración donde murió mártir en las cámaras de gas. La conocemos ahora como: santa Te​re​sa Benedicta de la Cruz.

Edith escuchó la voz del Señor. ¿Te atre​ve​rías tú a hacer lo mismo? Ella se marchó en con​tra de la voluntad de su familia, y de un mundo que no podía comprenderla.

Qué difícil es comprender que mientras ellos arriesgaron su vida, nosotros apenas po​de​mos con los problemas diarios.

Jesús les dice: Síganme; y lo dejan todo y lo siguen sin mirar atrás.

Recuerdo que siendo apenas un niño, en una de esas tardes soleadas sister Ávila, una herma​na franciscana, nos contó esta hermosa historia de unos niños mártires:

En un país se desató una gran violencia contra los creyentes. Los enemigos de nuestra fe irrum​pieron un día en el orfanato católico; bajaron la gran cruz de la capilla y la tiraron en el patio. Luego llamaron a los niños y los amenazaron:

“Aquí está el crucificado. Vengan a escupir su ros​tro, o los matamos”.

El primer niño, temblando de pies a cabeza, se acer​​có y escupió el rostro de Jesús. El segundo, en cambio, se acercó y en vez de escupir se arro​di​lló y besó

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la frente de Jesús, y allí mismo, sin nin​guna compasión, lo mataron; igual ocurrió con el tercero, el cuarto y el resto de los niños que venían tras de él.

Entonces yo pensaba: ¡Qué hermoso morir por Jesús!

Y hubiera dado feliz la vida sabiendo que la entregaba por Jesús.

Santa Teresa, san Francisco de Asís, y otros muchos santos lo desearon, pero no a todos se les concedió.

Uno de los mártires de Barbastro, sabiendo lo grande que es el martirio, escribió en la en​vol​tu​ra de un chocolate:

“Nunca pensé ser digno de una gracia tan sin​gular”.

Y mientras lo llevaban para fusilarlo can​ta​ba y se despedía de todos con gran serenidad.

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¿TE PARECES A JESÚS?

Se cuenta que en una ocasión la Madre Teresa fue invitada a recibir un premio en Nueva York. Una limosina la recogió esa no​che en el Centro de las Misioneras de la Ca​ri​dad y la llevó al hotel, donde recibiría el pre​mio y dictaría una conferencia. Había tantas per​sonas en la entrada, que la Madre Teresa le dijo al chofer que la llevara por la parte pos​te​rior. Al girar en un callejón, encontraron una multitud de cartones que se movían. Debajo de estos, ancianos y personas sin hogar se guare​cían del frío de la noche.

— Deténgase —ordenó la Madre Teresa—.

Se bajó del auto con la hermana que la acom​pa​ñaba y pasó un tiempo confortando a cada uno de los que encontró allí. Los tomaba de la mano, les hablaba y los animaba.

El último al que se acercó respiraba con di​fi​cul​tad. La Madre Teresa supo que agonizaba y le pidió al chofer que lo cargara y lo subiera a la limosina. Éste obedeció y los llevó de vuel​ta al Centro de las Misioneras.

Así, mientras, la multitud esperaba ella pa​sa​ba la noche al lado de la cama de este an​cia​no, consolándolo, hablándole del amor de Dios. En la madrugada el hombre falleció.

Algunos no la comprendieron, pero otros co​mentaron que había sido la mejor con​fe​ren​cia a la que alguna vez asistieron. Dándoles ejem​plo, ella les habló del amor, de la mi​se​ri​cor​dia, de la ternura, de la esperanza, etc.

Esta es la forma como podemos mostrar el rostro de Dios: siendo misericordiosos y amando verdaderamente a los demás. Es en ese momento cuando somos verdaderos discípulos.

Con el ejemplo y el testimonio, nuestras palabras adquieren la fuerza que proviene del amor.

Algunos aún no lo comprenden. No basta la fe. Una fe sin obras es una fe muerta. Aún así ellos levantan sus voces hablando de Jesús. Se desgarran sus vestidos y claman al viento. Sus palabras están vacías, como el tañido de una campana. No son verdaderas, pero a veces con​funden y nos hacen dudar. A ellos y a no​so​tros Jesús nos increpa:

“¿Por qué me llaman: ¡Señor! ¡Señor!, y no ha​cen lo que digo?” (Lc 6, 46). Un amigo tuvo una experiencia para ser con​tada. Llegó a misa molesto por los pobres que suelen pedir limosnas y se escondió tras una columna. Allí se quedó hasta el momento de la comunión. Luego se arrodilló, abrió su libro de salmos y esto fue lo que leyó:

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“Feliz el que se acuerda del pobre y des​va​li​do, en el día malo lo salvará el Señor...”.

Fue un impacto grande para él saber que Dios en ese momento lo estaba mirando y que tiene sus formas de hablar con nosotros y corregirnos.

Aprendió de la manera más eficaz: a Dios le com​place ver que sus hijos sean misericor​dio​sos.

Un sacerdote lo confirmó:

“No hay ningún discípulo de Jesús, ningún seguidor suyo, que no tenga el corazón misericordioso”.

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PON ATENCIÓN

Escucha con atención. Jesús está ha​blan​do:

“Yo les digo a ustedes que me escuchan: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Al que te golpea en una mejilla, preséntale también la otra. Al que te arrebate el manto, entrégale también el vestido. Da al que te pide y al que te quite lo tuyo, no se lo reclames.

Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? Hasta los malos aman a los que los aman. Y si hacen bien a los que les hacen bien, ¿qué gracia tienen? También los pecadores obran así. Y si prestan algo a los que les pueden re​tri​buir, ¿qué gracia tienen? También los pecadores pres​tan a los pecadores para que éstos correspondan con algo.

Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán como hijos del Al​tí​si​mo, que es bueno con los ingratos y pecadores. Sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes.

No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados. Den y se les dará...” (Lc 6, 27-28).

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SÉ SANTO

La santidad no es un hecho aislado. Al​go exclusivo para sacerdotes y monjas. La Iglesia ha abierto el camino para que todos seamos santos, si nos hacemos el propósito y nos esforzamos por perseguir este ideal.

Guy de Laurigaudie muy acertadamente escribió: “Hace falta tan poco para que los buenos sean santos. Sólo un poquito más de amor”.

Hace algún tiempo el padre Segundo Cano me contó esta anécdota: participaba de un en​cuen​tro de sacerdotes en Italia. Le tocaba di​ser​tar y subió a la tarima. Cuando iba a em​pe​zar, un muchacho se le acerca y le entrega un papelito doblado.

— ¿Quién me envía esto? —preguntó el padre Cano.

El joven señala hacia un costado y allí estaba la Madre Teresa mirándolo fijamente, con sus manos unidas como en oración continua.

El Padre Cano desdobló el papelito y leyó:

“Dígale a los sacerdotes que sean santos, que si son santos todo se arreglará”. La Madre Teresa solía dejar esta nota a los que encontraba en su camino: “Sé santo, porque Jesús que te ama es santo”.

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¿TE GUSTARÍA SER SANTO?

El papa Juan Pablo II ha lanzado un llamado que sobrecoge:

“Jóvenes de todos los continentes: no tengan miedo de ser los santos del nuevo milenio”.

No debemos tener miedo. Es verdad. ¡Cómo temer si Jesús está con nosotros! Un amigo que desde pequeño quería ser santo, me ha dicho: “Mi mayor ilusión era llegar a ser santo, pero la vida se encargó de des​viarme del camino. Sin embargo, ahora quie​ro retomar el sendero; y seguir con mi ilu​sión de llegar a la santidad. No ser santo para que te señalen y digan: míralo, qué bueno es, si​no ser santo para agradar a Dios y para en​con​trarnos con Él en la eternidad”.

En muchos países ha florecido la santidad. México tiene 28 beatos, muchos de ellos mar​ti​ri​zados. Argentina tiene a la beata Laura Vi​cu​ña; Colombia a los beatos Arturo Ayala Niño, Juan Bautista Velázquez, Eugenio Ramírez Salazar y el padre Mariano Eusse; Ecuador al santo hno. Miguel; Brasil al beato José de An​chie​ta; Costa Rica a la sierva de Dios Sor María Ro​mero Meneses; Paraguay a san Roque Gon​zá​lez de la Santa Cruz; Perú a santa Rosa de Lima, a san Martín de Porres y a la beata Sor Ana de los Ángeles, y Venezuela a la beata María de San José.

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¿QUÉ DEBO HACER PARA SER SANTO?

Es muy sencillo: amar mucho. Amar más.

Amar un poquito más.

Todo se resume en amar a Dios y a los que te rodean. Por eso san Agustín decía: “Ama y haz lo que quieras”. El llamado de Dios

Dios se vale de muchas formas para llamar a las personas. A veces una en​fer​-medad, un problema familiar, la pérdida del empleo, la muerte de un ser querido, etc. Co​mo Padre generoso no escatima medios pa​ra sal​var​nos. A fin de cuentas eso es lo importante.

Jesús era más directo. A Felipe le bastó un “sí​gueme”, para dejarlo todo e irse tras de Él.

A los que pensaban que sería algo fácil les advirtió:

“Si alguno quiere venir a mí y no se desprende de su padre y madre, de su mujer e hijos, de sus hermanos y hermanas, e incluso de su propia persona, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26).

Y llegó incluso a reafirmar:

“El que no renuncia a todo lo que tiene, no podrá ser discípulo mío” (Lc 14, 33).

Hace un año se presentó en mi oficina una joven para informarme que abandonaba la empresa. Ante esto, sentí curiosidad y le pregunté: ¿Alguien te ha tratado mal?

— No, todos han sido muy amables conmigo. — ¿Algo te desagrada del trabajo?

— Al contrario, me encanta.

— Entonces, ¿por qué te marchas? Tienes futuro, estabilidad...

— Me voy a Venezuela para trabajar en el Movimiento de los Focolares. Conmovido por esta respuesta le pregunté:

—¿Con quién irás? — Sola — me dijo.

Era más de lo que mi sentido común com​pren​día. No se le veía preocupada. Me despedí de ella, aún sorprendido por este atrevimiento, este riesgo que ella

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estaba dispuesta a tomar.

Ya mi alma había sido impactada.

Salí al mediodía para almorzar, pero no pu​de probar bocado. Me dediqué a dar vueltas en el auto mientras pensaba:

¡Increíble! ¿Cómo pudo hacerlo? ¿De dónde sa​caba tanto valor?

Ella nunca lo supo, pero no pude evitar que los ojos se me humedecieran, como se me hu​me​de​cen aún cuando lo recuerdo.

Ahora una gran inquietud me hace decir: y tú, cobarde, ¿qué haces con tu vida?, ¿por qué no te atreves?, ¿qué esperas?, ¿acaso no has es​cu​chado que Él también te llama?

A Jesús le basta pasar cerca y decir: “Sí​gue​me”. Y muchos se van tras Él, eufóricos de alegría. Sin preguntar: ¿Para qué me quieres?, ¿a dónde me mandarás? Sencillamente lo si​guen. Mientras otros más precavidos no pone​mos el pie sin ver dónde vamos a pisar. No somos tan osados, o tal vez no amamos tanto.

Me consuela pensar que Él sabe de qué es​ta​mos hechos. Conoce nuestros pen​-sa​mien​tos y mira lo más profundo de nuestros corazones.

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“SÍGUEME”…

Creo que ya es tiempo... ¿Quieres seguirlo?

Dejar el refugio en el que nos escondemos; to​mar riesgos; olvidar el qué dirán, o qué pen​sa​rán de mí; seguirlo abiertamente, ir contra el mundo, de ser necesario.

Que todos lo sepan: “Somos de Cristo”.

La recompensa será grande y la alegría aún mayor.

Un amigo lo hizo, tomó el riesgo. A veces lo en​cuentro y siempre está feliz. Me sorprende ver su constancia. Me confesó emocionado:

“En mi corazón hay un sello. Y ese sello di​ce: Jesús”.

Me recuerda a Jeremías, porque no siempre salen las cosas como uno quisiera. Lo vez de​sa​ni​mado, pero es por poco tiempo.

Jeremías le declara a Dios: “Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir por ti”.

El buen Jeremías, cansado de recibir tantos golpes y de ser blanco de las burlas de todos re​suelve llamar su atención, aunque es inútil. Sabe que Dios ya lo ha conquistado. Y ex​te​nua​do le dice:

“Por eso, decidí no recordar más a Yahveh, ni ha​blar más en su nombre, pero sentía en mí algo así co​mo un fuego ardiente aprisionado en mis huesos, y aunque yo trataba de apagarlo no podía”.

Esto es lo que les ocurre a los que conocen a Jesús. Tienen dentro de sí ese fuego ardiente aprisionado en sus huesos, y aunque trataran de apagarlo nunca podrían.

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AMAR A DIOS

Se cuenta que estando muy enferma san​ta Teresita del Niño Jesús, las monjas del convento se le acercaban con papel y lápiz para anotar sus últimos pensamientos.

Cierta tarde, la hermana enfermera ob​ser​vó que Teresita se quedaba muy pensativa vien​do los libros de la biblioteca y en sus re​flexiones decía:

— Cuánto me pesaría haberlos leído.

— ¿Por qué? —preguntó la hermana—. Haberlos leído sería una riqueza que habrías adquirido.

Y Teresita, con su inocencia acostumbrada, le respondió:

— Es que de haberlos leído habría perdido un tiempo precioso que hubiera podido em​plear sencillamente en amar a Dios.

Si lees su biografía Historia de un alma, re​co​rrerás junto a ella, el camino que la llevó a Dios.

Si lo haces, encontrarás a tu alrededor mu​chas otras personas que buscan a Dios. El que me​nos piensas, tiene ese deseo oculto de en​con​trarlo. Es como si Dios les hubiese tocado diciéndoles:

“Desde hoy, sólo yo llenaré tu vida”.

Entonces todo lo pasado pierde im​por​tan​cia. Sólo importa el llamado, esa voz in​te​rior... que tratamos de comprender.

Vencido el miedo y calmada la confusión, em​prendemos el viaje; volvemos a misa; lee​mos libros que nos iluminan; cambiamos nues​tra forma de ser y de pensar; y redescubrimos algo maravilloso: No estamos solos, ¡Dios nos ama!

¿Has experimentado alguna vez la em​bria​guez que produce la presencia de Dios? ¿Lle​vas por dentro un gozo tan grande e inexpli​ca​ble que te lleva a compartirlo con otros? ¿Pa​san los días y lo amas todo: el viento, los ár​boles, las hor​migas, las piedras… porque todo es creación de Dios? ¿Todo lo bendices y todo lo agradeces? ¿Vives sumergido en la gracia de Dios?

Una vez que conoces a Dios, no cesas de buscarlo; nada sacia tu ne​ce​si​dad de estar cerca de Él.

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UNO Y DIOS

Qué difícil y lejano nos parece esto, pero si lo pides con fe, Dios te dará las fuerzas y las gra​cias necesarias para hacerlo.

Da al que te pida

Qué bueno es saber que Jesús no se fija en nuestro pasado y perdona con fa​-ci​lidad. Nos pide un cambio radical, pero también da las gracias necesarias y el cariño de un her​ma​no para que lo podamos lograr.

Nos anima constantemente, y nos recuerda: “Ustedes son la sal de la tierra, la luz del mun​do” (Mt 5, 13).

“Hagan, pues, que brille su luz ante los hom​bres; que vean estas buenas obras, y por ello den glo​ria al Padre de ustedes que está en los Cielos” (Mt 5, 14).

Él nos llama a ser misericordiosos y des​pren​didos de los bienes de este mundo. Siempre me ha impresionado este mandato de Jesús:

“Da al que te pida” (Mt 5, 42).

En un mundo en el que tantas personas se te acercan para pedirte algo, parece una con​tra​dicción.

Es doloroso saber que a diario ignoramos a tantos niños y ancianos que se acercan para pedirnos algo.

Alguien me ha dicho:

“Si doy a todo el que me pida me voy a quedar sin nada para mí”. No supe responderle bien. Sólo le dije:

“Ellos necesitan más que tú”.

Pero la realidad es que si das, acumulas un tesoro en el cielo.

A un Papa se le acercó un hombre a pedirle por caridad algunas monedas para comer. El Papa sin pensarlo le dio algunas monedas. Su secretario le advirtió:

— Su Santidad, el hombre es un estafador. ¿No se da cuenta que le miente? — Prefiero equivocarme, que cometer una in​justicia y negarle algo a un necesitado.

La enseñanza es clara: no debemos tener mie​do de dar, ni temor al juicio de los demás.

Da sin esperar nada a cambio; da con una her​mosa sonrisa. Comparte lo que tienes, por​que otros no tienen nada.

Es cierto, no es nada fácil al principio. Pa​re​cie​ra que todos te miran con rareza. Pero, ¿qué hacer? Eres la sal de la tierra y Jesús tiene sus esperanzas en ti; se

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¿QUÉ PIENSAS DE JESÚS?

Me agrada pensar en Jesús como un buen amigo, porque un amigo siem​pre está a tu lado cuando lo necesitas. Y Jesús siempre está cercano.

Es un rey que ha bajado del cielo para estar con nosotros y recordarnos: “Yo soy el buen Pastor” (Jn 10, 11),

“la luz del mundo” (Jn 8, 12), “el pan de vida” (Jn 6, 48),

“el pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6, 48), “la vid verdadera

y mi Padre es el labrador” (Jn 15, 1), “la vid y ustedes las ramas” (Jn 15, 5), “yo soy Rey” (Jn 18, 37).

Es un Rey que no sólo conoce nuestros corazones sino que nos comprende. Nadie lo puede sentir distante, porque Él también ha experimentado el hambre, el sueño, la tristeza, las alegrías, el dolor, el cansancio, la sed. Tuvo amigos y enemigos. Fue paciente, tierno, justo, bueno, obediente, sencillo, humilde... Murió, como moriremos nosotros y luego resucitó.

Me pasaría el día entero agradeciéndole por todo lo que ha hecho por mí, y por ti.

Me encanta saber que desde siempre nos ha tenido en su corazón. Incluso, sabiendo que iba a pasar por el tormento, nos siguió teniendo en su pensamiento. Oró a su Padre por los apóstoles y por nosotros también.

“Conságralos mediante la verdad: tu pa​la​bra es verdad. Así como tú me has enviado al mundo, así yo los envío al mundo; por ellos ofrezco el sacrificio, para que también ellos sean consagrados en la verdad.

No ruego sólo por éstos, sino también por to​dos aquellos que creerán en mí por su palabra” (Jn 17, 17-20).

Esos “aquellos” somos tú y yo.

En cierta ocasión le pregunté a un amigo: — ¿Qué piensas de Jesús?

Luego de un profundo silencio y con una ternura salida del alma me respondió: — Mi Salvador.

Y yo, emocionado también, sólo pude repetir: “Mi Salvador”.

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AMAR A MARÍA

Solía pasar las vacaciones del verano en la casa de mi abuela. Por las tardes nos sentábamos a tomar café y comer panecillos aún humeantes, untados con una deliciosa mermelada casera. Luego mi abuela solía re​cos​tarse en su cama, con el rosario en la mano. Y la veía desgranar uno a uno los misterios; sin prisa, pausadamente. Lo hacía con toda su naturalidad y hermosura.

Las abuelas son grandes maestras. Tal vez por eso llevo siempre conmigo un rosario.

Aprendí a perder el miedo a lo que otros pen​saran de mí. Y sé por experiencia que de​be​mos perder los miedos que llevamos dentro.

Ya monseñor Escrivá de Balaguer lo había dicho:

“Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre —Jesús— y a decirle que lo quieres” (Camino, 303).

Debes perder el miedo a vivir como ver​da​dero católico; a llevarle la contraria al mundo, a lo que otros piensen de ti; a que te digan que eres poco varonil, o que eres un tonto...

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AMAR A MARÍA ES AMAR A JESÚS

Reconoces que te pareces a Jesús, porque amas a su Madre.

El papa Juan Pablo II sorprendió al mundo cuando eligió el lema para su pontificado con las palabras: Totus Tuus (Todo de María). Un Papa Ma​riano, fueron las primeras im​pre​siones que re​cogieron los periódicos. Pero él fue más allá y se abandonó con filial afecto en su Madre celestial.

Y es que no podemos agradar a Jesús si no amamos a María. Es como si Jesús nos recordara:

“Quien honra a mi madre, me honra a mí”.

Todos los santos han sido grandes devotos de la Virgen; y a todos, ella los ha bendecido con su protección y afecto. Por ello se le llama la llena de gracia.

¿Quieres ser de Jesús? Sé de María

Los santos descubrieron y nos transmi​tie​ron su secreto: “El camino más corto y seguro a Jesús,

es a través María”.

Ser devoto de María es amarla mucho, pen​sar en ella, rezar el rosario, honrarla con pe​que​ños actos de amor, evitar las ocasiones de pecado, y, sobre todo, hacerle caso cuando nos pide:

“Hagan lo que Él les diga”(Jn 2, 5).

“No poseo el valor para buscar plegarias her​mo​sas en los libros; al no saber cuáles escoger, reac​cio​no como los niños; le digo sencillamente al buen Dios lo que necesito, y Él siempre me comprende”.

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HABLAR A JESÚS

¿Has visto alguna vez este signo?

Lo descubrí en la parte frontal de un altar de caoba. Estaba hecho con un material do​ra​do, brillante, que asemejaba el oro.

— ¿Sabes lo que significa? —me preguntó el sacerdote, al verme tan interesado.

— Cristocéntrico —le dije— Es un círculo con una cruz en el centro. — Así es: Cristo, el centro de todo.

Ocurre cuando nos acostumbramos a tener a Jesús como centro de nuestras vidas. Con​fia​mos en Él como se confía en el mejor de los ami​gos, y le hablamos con la naturalidad y la ino​cencia de un niño. Todo gira alrededor de Cristo. Y nuestra vida se renueva.

Una vez, cuando llevaba a mi hijo al colegio, se me ocurrió preguntarle: — ¿Qué día es hoy?

Se quedó pensando y dijo: — ¿Ayer qué día fue? —Martes.

Y muy seguro de sí respondió: — Miércoles es hoy.

Por lo general a él le gusta hablar mucho, por ello en el trayecto hasta la escuela co​men​ta​mos sobre sus compañeritos, cantamos, re​za​mos..., pero un día iba muy callado; algo lo perturbaba. Yo, de vez en cuando, lo miraba de reojo y lo descubría pensativo. En eso él rompió el silencio:

— Papi, cuando yo sea grande ¿también voy a ser calvo?

— No, mi rey —respondí—. Papá no es cal​vo. Lo que pasa es que mamá me corta el pelo muy bajito.

— Ahhhh —suspiró aliviado..., ¡qué bueno!

La inocencia, la pureza de corazón y la con​fian​za que mi hijo sintió con mi respuesta, es lo que Jesús pide a cada uno de nosotros. Es​tas cosas le agradan a Jesús. Y por las cuales se complace.

¿Crees que Jesús te negará algo que le pidas confiado?

Habla a Jesús como al mejor de tus amigos y tenlo como tal. En tu hogar, ¿cuántos son?, ¿cinco?

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PENSAMIENTOS

a Querer ser santo. ¡Vaya locura!... ¡Ben​di​ta locura!

a ¿Sientes a veces una oleada de ternura? Es Jesús que pasa.

a ¿Sufres tentaciones frecuentes? Aprende de los santos: conságrate a la Virgen y ella te protegerá.

a El que conoce a Jesús no puede más que amarlo.

a Las personas se desesperan, porque no conocen a Dios.

a Me gustan las palabras de Jesús a la sa​ma​ritana: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’ tú le habrías pedido a Él. Y Él te habría dado agua viva”.

a Qué amable es Dios. Nos crea, nos da un alma, pone a nuestra disposición un ángel de la guarda para que nos cuide toda la vida. Nos da a su Hijo y como si fuera poco, también nos da una madre en el cielo, que nos ama y vive pendiente de nosotros.

a A veces, cuando estamos acalorados, Dios en​vía una brisa deliciosa para refres​car​nos... ¡Qué bueno es!

a A veces llega la tentación como un lejano recuerdo de lo que éramos.

a Lo que nos falta es ternura: ternura, ino​cen​cia de niño, confianza en el Padre y conocer a Jesús.

a Si prestamos un poco de atención po​dre​mos conocer los designios de Dios. a El dolor de un simple pecado (¿acaso puede haber un pecado simple?), es tal que nos urge a la reconciliación.

a Cuando las palabras son inspiradas por Dios, nunca caen en sacos rotos. Son como la semilla que se siembra en el corazón del hombre y espera germinar.

a Algunas semillas germinan solas, otras necesitan cariño, agua y luz. Hay que abo​nar​las con el buen ejemplo y rociarlas con la esperanza.

a La paz en el corazón proviene del perdón. Por eso, hay que perdonar y ser perdonados.

a Perdonar a los que nos ofendieron y acer​carnos al confesionario para recibir el perdón de Dios.

a Perder la gracia de Dios y vivir la se​que​dad de un desierto, es como dejar de ser ni​ños. Olvidamos la alegría natural: el en​can​to de descubrir el mundo.

a Cuando empiezas a hacer comuniones es​pi​rituales, todo te parecerá dulzura, ter​nu​ra y alegría. Es como estar en una nube, fuera de este mundo.

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a Generalmente no alcanzamos a com​pren​der lo que Dios quiere de nosotros, porque no confiamos suficientemente en Él. Si con​fiá​ra​mos un poquito más, com​pren​deríamos un poquito más. Todo está en la medida de nuestra confianza.

a En el sueño escuché con claridad: “Si te sientes atacado, reza el Avemaría”. Y así, dormido, obedecí. Y pasó la tormenta.

a Esto es lo más difícil: “Vivir el Evan​ge​lio”. Curiosamente, vivirlo, es lo que más ale​grías da.

a Señor, tú sabes encender nuestros co​ra​zo​nes.

a Basta que pienses en Dios por las mañanas para que experimentes una felicidad que va creciendo a lo largo del día.

a No imaginas qué día tan estupendo he tenido. Y es que cuando empiezas el día con Dios, lo terminas también con Él.

a A pesar de que somos malos, no cesa Dios de depositar en nosotros sentimientos de ternura.

a Hay que ser como niños para entrar en el Reino de los cielos... ¡Ahora lo entiendo!

a Qué lejos estamos de la santidad. Pero, ¡ánimo! todos podemos lograrlo. a ¿Tiemblas y no sabes qué hacer con tu vida? Es que no eres un hombre de fe. No estás orando con el corazón. Tu oración es débil. Te distraes.

a Estás como los Apóstoles cuando murió Jesús: temeroso, asustado, escondido. Es que aún no recibes el Espíritu Santo.

a El Señor nos lleva a alturas insospechadas.

a Es muy sencillo: somos una familia y nuestra madre se llama María.

a El diablo usa todos los medios que tiene a su alcance para desanimarnos. a Te decides a buscar a Dios y por todas par​tes surgen personas que se aferran a tu pa​sa​​do como una cadena muy pesada. Cons​tan​te​mente te recuerdan lo que eras. Cuando esto ocurre, elévate con ellas para que las lleves también al cielo.

a La gracia de Dios nos permite ver y com​pren​der cosas que de otra forma nunca veríamos.

a No imaginas cuánto agrada al buen Jesús que lo visites en el Sagrario. a Recuerda: la oración es el lenguaje de Dios.

a De repente cae la oscuridad y te preguntas por qué. Entonces, sientes la ausencia de Dios; te entristeces; las cosas parecen ir mal. Y es que hiciste la pregunta equivocada. No es por qué sino qué debo hacer. Y la res​puesta que siempre surge es: oración.

a Cuando empiezas a rezar y el mundo se va iluminando, es porque pronto, la alegría está volviendo a surgir en tu corazón.

Referencias

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