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EL PENSAMIENTO DE GUILLERMO DE OCKHAM

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EL PENSAMIENTO DE GUILLERMO DE OCKHAM (Resumen de La Filosofía en la Edad Media, de E. GILSON)

El siglo XIV es un siglo de crítica de la Filosofía por parte de la Teología, o por sí misma a instancias de la Teología, y ello como consecuencia de las “síntesis” entre ambas realizadas en el siglo XIII por S. Buenaventura, quizá San Alberto Magno y, sobre todo, Sto. Tomás de Aquino.

Este espíritu de crítica aparece ya en Duns Scoto y culminará en Ockham con la disolución del propio escotismo. Por otro lado, no es sólo Ockham quien destruye la “síntesis”: averroístas (cada vez más claros en su “descreimiento”) y místicos contribuyen, cada uno a su manera.

Un hecho importante ocurre al tiempo que se destruye la “síntesis” medieval: aparecen los primeros descubrimientos de la Ciencia Moderna, precisamente en los ámbitos “filosóficos” que están llevando a cabo dicha disolución.

El punto de partida de Ockham, no nuevo en sí pero nuevo en la radical aplicación que él hace, es: probar una proposición, demostrarla, consiste en mostrar bien que es inmediatamente evidente, bien que se deduce necesariamente de una proposición inmediatamente evidente.

El otro elemento que ayuda a entender su filosofía es su afán por el hecho concreto y por lo particular, expresado en uno de los empirismos más radicales que se conocen.

1. Conocimiento abstractivo e intuitivo. Sólo éste último puede proporcionar una proposición que garantice a la vez su verdad y la realidad de lo que afirma, porque sólo éste proporciona una evidencia inmediata. El conocimiento intuitivo es, por tanto, el punto de partida del conocimiento experimental; mejor aún: es el mismo conocimiento experimental y es el que nos permite formular seguidamente, en virtud de una generalización del conocimiento particular, esas proposiciones universales que constituyen los principios del arte y de la ciencia.

2. Sin la preeminencia dada al conocimiento experimental no se entendería el abundante uso que Ockham hace de su principio de economía: la única garantía que tenemos de la existencia de una cosa es la experiencia directa de la existencia de esa cosa. Por eso se dedica a “limpiar” el campo filosófico de esencias y causas imaginarias que lo obstruyen: ¿existe una esencia? Hay que tratar de comprobarla, con lo que se verá que coincide con lo particular; ¿se quiere afirmar con certeza la causa de un fenómeno? Bastará con experimentarlo. Se reconoce la causa de un fenómeno cuando, puesta ella y quitado todo lo demás, el efecto se produce, mientras que si no se pone la causa, aun cuando se ponga todo lo demás, el efecto no se produce. De aquí resultará, entre otras consecuencias, la sospecha lanzada por Ockham sobre las pruebas clásicas de la existencia de Dios.

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3. Consecuencias de esta actitud respecto a la teoría del conocimiento. Ciencia tomista: trata sobre lo general, lo que implica el reconocimiento de alguna realidad al universal y de los instrumentos necesarios para que el conocimiento humano pueda apoderarse de esa realidad.

Posición ockhamista: no se trata tanto de alcanzar una ciencia de lo general, sino la evidencia de lo particular. Para impedir que la razón se asigne como objeto lo universal será preciso, por tanto, establecer la irrealidad del universal y atribuir a la inteligencia humana las facultades necesarias y suficientes para que sea capaz de captar lo particular.

4. La posición ockhamista ante los universales.

No hay más realidad que lo particular; las únicas sustancias son las cosas individuales y sus propiedades. Lo universal existe en el alma del sujeto cognoscente y solamente allí. Fuera del pensamiento no tiene ninguna realidad (aunque habrá que preguntarse en qué medida existe en el pensamiento). Esta posición, así expresada, no es original de Ockham: la encontramos en Aristóteles y su distinción entre sustancia y sustancia segunda.

Lo característico de Ockham es que parece haberse considerado como el primero en no conceder verdaderamente al universal ninguna existencia real. Él se creyó el primero no en intentar tal cosa, sino en conseguirla.

Para él, concebir un universal realizado en cosas, sea del modo que sea, conduce al absurdo: o bien el universal es uno, y entonces no se entiende cómo puede haberse desmenuzado en cosas, o bien está multiplicado en las cosas particulares, y entonces no se comprende cómo puede ser uno.

Desde esta posición, Ockham critica todas las posturas realistas, aunque se detiene sobre todo en la crítica a Duns Scoto.

Si el universal no tiene realidad fuera del alma, ¿la tiene en el alma? ¿Cuál es la naturaleza de esta realidad? Para contestar, hay que definir claramente en qué consiste el conocimiento: existen proposiciones verdaderas y proposiciones falsas; existe, pues, lo verdadero y lo falso. Por otro lado, sólo lo verdadero puede ser objeto de ciencia. Habrá que investigar, pues, qué se puede querer decir cuando se pretende saber qué expresa una proposición como “el hombre es mortal”.

Nuestro saber está hecho de proposiciones; sólo sabemos proposiciones y éstas se componen de términos (pensados, hablados o escritos) que son los universales. Estos términos sólo pueden entrar en proposiciones objeto de ciencia porque tienen una significación: un término significa el objeto en lugar del cual está en la proposición. Esta función del término se llama suposición. Hay tres clases:

Suposición material: el término significa la palabra misma que lo constituye. P.e.: Hombre es una palabra.

Suposición personal: el término significa individuos reales. P.e.: El hombre corre.

Suposición simple: el término significa algo común. P.e.: El hombre es una especie.

¿Qué corresponde a eso “común” designado por el término de una proposición en el caso de una “suposición simple”? La metafísica surge con esta

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pregunta; mejor dicho, quizá, con la respuesta, siempre que ésta contenga algún tipo de realismo, por mínimo que sea. Ockham niega todo realismo. Por ello, comienza por establecer que cada cosa real es individual con pleno derecho: todo lo que es real fuera del pensamiento es individual, es un individuo, y no lo es en virtud de ningún “principio de individuación”, sino que lo es por el solo hecho de existir.

El problema que se le plantea ahora, el mismo que ya había tenido Pedro Abelardo, es explicar cómo a partir de esos individuos que no tienen nada en común forma el pensamiento las nociones de géneros y especies. Ockham cree que la respuesta está contenida en el planteamiento de la cuestión. Sus datos principales son:

1º. Si todo lo real es individual, géneros y especies no son nada fuera del pensamiento.

2º. Sin embargo, los individuos se prestan a ser clasificados por el pensamiento en géneros y especies.

3º. La única solución correcta al problema así planteado consiste en no añadir nada a los datos y comprender que nos encontramos ante un hecho, más allá del cual es imposible remontarse. Es decir: Platón y Sócrates coinciden por algo (por lo que cada uno de ellos es) y no en algo. La única realidad que corresponde a los universales es, pues, la de los individuos. Así, los términos o nombres con que formamos las proposiciones de las que está hecha nuestra ciencia son otros tantos signos, o sustitutos, que en el lenguaje hacen las veces de los individuos correspondientes.

Hemos visto que las palabras representan (“suponen por”) ya otras palabras, ya conceptos, ya cosas. Dejando a un lado la primera “suposición”, podemos profundizar el significado de las otras dos: ¿qué diferencia hay entre significar conceptos y significar cosas? Cuando se niega existencia real al universal, la respuesta es previsible: si solamente existe el singular, las palabras que significan conceptos deben:

- o no significar nada en absoluto

- o significar individuos, aunque de otro modo

Esto último es lo que en realidad ocurre: todo objeto puede determinar al entendimiento a concebirlo o confusa o distintamente (un concepto confuso es aquel por el que el entendimiento conoce las cosas sin ser capaz de distinguir los objetos particulares entre sí; un concepto es distinto cuando nos permite distinguir el objeto que significa de todo otro objeto). Ahora bien, es evidente que si las cosas particulares son las únicas reales, sólo ellas estarán en el origen tanto de unos como de otros conceptos. Por ejemplo: si de Sócrates sólo tengo una impresión confusa, al verlo no concibo más que el concepto de hombre y, efectivamente, la palabra “hombre” sólo representa un concepto, ya que lo significado por esa palabra no me permite distinguir a Sócrates de Platón. Pero si la visión de Sócrates es tal que lo concibo distintamente, como un ser real y distinto de todo otro ser, le doy el nombre de “Sócrates”, que designa un ser real y no ya un simple concepto. La conclusión es: los términos que designan conceptos significan, pues, objetos confusamente conocidos; los que designan cosas significan los mismos objetos, pero distintamente conocidos.

Con esto se ve, al mismo tiempo, la relación que puede establecerse entre los conocimientos generales y los conocimientos particulares: afirmar lo general de lo

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particular es afirmar lo mismo de lo mismo bajo dos aspectos diferentes: confuso y distinto.

Solamente queda un problema referido al ámbito del conocimiento: determinar la relación que el acto de conocimiento establece entre el intelecto y la cosa particular que es su objeto propio. También aquí el problema es sencillo si se eliminan todos los intermediarios fantásticos que los filósofos se han creído obligados a invocar, es decir, si se afirma que para conocer sólo se necesita un sujeto que conoce y un objeto conocido, ya que con esos dos elementos habremos asignado todas y las únicas causas que son necesarias. Las “especies” (de Duns Scoto, sobre todo) son rechazadas por dos razones:

no es posible explicar su función

la experiencia nada nos enseña de la existencia de especies y tampoco es evidente que existan.

Así, objeto y entendimiento bastan para explicar la intuición sensible; bastan igualmente para explicar el conocimiento abstracto que de ella resulta. En efecto, la intuición sensible ha de dejar en el entendimiento alguna huella, ya que, después de la intuición, el entendimiento es capaz del conocimiento abstracto correspondiente, mientras que antes no lo era. Ese algo es la imagen, simple ficción mental: su única realidad es la del alma misma que la produce. Como hay cosas semejantes, se forman imágenes comunes que valen para todos esos objetos. A esta comunidad se reduce su universalidad, la cual se engendra, pues, por sí misma en el pensamiento, bajo la acción de las cosas individuales, sin que el entendimiento tenga que producirla.

5. Apliquemos ahora este instrumento de conocimiento a los problemas tradicionales que nos plantea la teología natural: ¿qué respuestas nos permite darles? La mayoría, inevitablemente, serán negativas o dubitativas, ya que no se puede ir más allá de las comprobaciones experimentales.

Ockham acepta cualquier proposición que se presente como objeto de fe, ya que éstas se fundan en la Revelación, pero no soporta que se presenten como verdades demostrables. Por tanto, habrá en él un vivo sentimiento de la independencia absoluta del filósofo como tal y una acusada tendencia a relegar todo lo metafísico al ámbito de lo teológico; por último, un sentimiento no menos vivo de la independencia del teólogo, el cual puede prescindir de la ayuda de la metafísica. Un ejemplo claro de lo que se pretende decir lo constituye la discusión del valor de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios:

La existencia de un Primer Motor queda reducida a una simple probabilidad, la prueba por el recurso a una Causa Primera no es suficiente para hablar de Dios. Asimismo, no son más que probables la unidad de Dios y su infinitud, es decir, todos los atributos de Dios. Todas estas afirmaciones sólo son ciertas en el ámbito de la fe y la razón no las contradice, pero no puede demostrarlas: sólo puede aportar probabilidades en su favor.

6. Aplicando con rigor el criterio de la certeza racional, Ockham trastorna la Psicología tan profundamente como la Teodicea: elimina, en primer lugar, la posibilidad de que podamos conocer la existencia de un alma sustancial e inmaterial,

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pues no tenemos de ella ninguna intuición, ni interior ni exterior. Que la poseemos lo sabemos por fe, no por razón.

7. A parecidos resultados llegamos si aplicamos los mismos métodos al problema de los principios morales y nos preguntamos si son necesarios. Evidentemente, no lo son. Ockham somete todas las leyes morales a la pura y simple voluntad de Dios: creo en Dios omnipotente.

Esto no significa que en Dios haya una potencia distinta de su entendimiento y de su voluntad (meros “nombres divinos”), sino que nada debe ser concebido como limitando la eficacia de la esencia divina, ni siquiera “desde dentro” (como sucedería si la “potencia” divina fuera distinta del “entendimiento” y de la “voluntad”, porque tendría que estar supeditada a éstos). Lo que implica que Dios no debe “obedecer” ni siquiera a las Ideas: para conseguirlo, Scoto las había subordinado a Dios; Ockham las suprime, suprime la realidad de los universales incluso en Dios.

8. Un Universo en el que ninguna necesidad inteligible se interpone, ni siquiera en Dios, entre su esencia y sus obras, es radicalmente contingente, no sólo en su existencia, sino también en su inteligibilidad.

En ese Universo las cosas ocurren de cierto modo regular y habitual, pero ésto sólo constituye un estado de hecho: todo lo que es hubiera podido ser de otra manera si Dios lo hubiera querido así.

La herencia del pensamiento griego interpretado por el Cristianismo entendía que las Primeras Causas sólo pueden producir sus efectos últimos mediante Causas intermedias y que la existencia de los efectos está ligada necesariamente a la de las causas.

Ockham se rebela contra este “necesitarismo” al afirmar que Dios puede hacer inmediatamente lo que hace mediatamente (no necesita causas intermedias) y que basta con que dos cosas sean distintas para que, al menos Dios, pueda hacer que una exista sin que exista la otra. Las consecuencias son muy relevantes en su análisis de la relación (Dios podría, p.e., que alguien fuera hijo sin tener padre) y de la causalidad (Dios podría producir cualquier efecto sin necesidad de que existiera su causa).

9. Consecuencias del ockhamismo:

- Para la Teología: concentración de la Ciencia Sagrada sobre sí misma, estableciéndose como autosuficiente.

- Para la Teología Natural: probabilismo (lejos, pues, de Tomás de Aquino)

- Para la Metafísica: escepticismo (libre de escrúpulos, pues se compensa en Teología con el fideísmo)

- Para la Ciencia: orientación hacia investigaciones empíricas. Ficcionalismo, probabilismo.

Referencias

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