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Vivir con virus : Relatos de la vida cotidiana

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Vivir con virus

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Vivir con virus

Relatos de la vida cotidiana

MARTA DILLON

LAMADA

l£dulp

'Editorial de laUniversidad de La Plata

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Dillon, Marta

Vivir con virus: relatos de la vida cotidiana / Marta Dillon. - 1a ed. - La Plata: EDULP, 2016.

194 p.; 21 x 15 cm. ISBN 978-987-1985-79-1 1. Crónica Periodística. I. Título. CDD 070.44

Vivir convirus

Relatosde la vidacotidiana

MARTA DILLON

Foto de tapa: Adriana Lestido

Editorialdela Universidad Nacionalde La Plata (Edulp)

47 N.° 380 / La Plata B1900AJP / Buenos Aires, Argentina +54 221 427 3992 / 427 4898

edulp.editorial@gmail.com www.editorial.unlp.edu.ar

Edulp integra la Red de Editoriales de las Universidades Nacionales (REUN) Primera edición, 2016

ISBN N.° 978-987-1985-79-1

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11723 © 2016 - Edulp

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A mi hija, Naná. A mi hijo, Furio. A la amorosa memoria de Lohana Berkins.

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Agradecimientos

A todas las personas que leyeron y pasaron de mano en mano estos textos y me convencieron de que valíala pena volver a tenerlos

disponibles.

ARaquelRobles, que se cargó al hombro esta edición.

A los amigos, pero muy especialmente a lasamigas que a diario

me salvan lavida. A Lucrecia Rojas.

A Adriana Lestido. ASilvia Maldonado.

Ala vida misma.

Aestefuego que arde enmipecho y no se apaga nunca.

A quien sea que haya que agradecer por la chance de poner en

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Prólogo

Este libro empezó a escribirse hace más deveinteaños. El punto finaldel texto que sigue fue puesto hace más de diez. En el medio, la rutina de escribir cadadomingola columnaque saldríapublicada en el suplementoNo, deldiarioPágina/12.

Una enorme ternura me envuelve frente ala nueva puesta enpa­

pel de estared de palabras que unavezme salvaron lavida. Ternura por esa que fui,por la ingenuidad quesobreviveentre líneas, por las

comas y los puntos que sobran por todoslados, por esa heterosexua-

lidad convencida dela que me fugué con tanto placer.

Todo está dicho enlaspáginas que siguen,conservé elprólogo de

la edición original, del año 2004,en honor aesa sucesión de presentes que hilvananuna trayectoria vital. Muchas cosashan cambiadodes­ de entonces, ahora sabemos que los tratamientos parael vih-sida son

realmente efectivos, que el estigma se ha morigerado al mismo tiem­

po que se aplazólaamenazademuertey que hasta se puede prescin­

dir de los condonescuando la carga viral permanece indetectable.

Otras siguenigual,hay cuerpos que importan y otros que no, quienes

mueren porcausas relacionadasal vih sida son en su enorme mayoría pobres, personas trans,indi*s,negr*s;excluid*s. Pero notengointen­ ciones dehablarsobre sida, aunque ahí estáel origen de esta trama.

Este es unlibrosobre el dueloylafiesta. El duelo recurrenteque se instala cada vez que aparece, comoeldibujodeunrayosobre el te­ lón dela noche, la conciencia de lamuerte.Lafiesta que alumbra ese

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contraste, la intensidad que ofrece saber que todo setermina, todo pasa,no hay nada más queestar presente. Ahora.

Sé, sin ninguna jactancia, que estelibroha acompañado a muchas

personas.Y cadauna de ellasmeha ayudado a mí en eltránsito de

los años, los amoresy los desamores, las pérdidas y las conquistas. Asícomo aprendí que no esposibleapresar más que este latido fugaz

que ahora mismo dice minombre, aprendítambién que no hay vida para mífuera de la tramacolectiva,de la amistad, delafecto,del re­ conocimiento en los ojosde otra,de otro.Esenla comunidad donde existo, resisto, amo. Aunquelas constelaciones mutenysusdiseñosa vecesse tracen sobre heridas. Perseguir sueños es tan vital comoestar

despierta, ahora mismo, en esta encrucijadacotidiana de tiempo y espacio, carne y hueso, amor y dolor.

¿Soy la misma que escribiólo que sigue? ¿Cuánto mehe transfor­

mado con el paso delos años? Mi cuerpo acusa el paso del tiempo, mi deseo se despegadela linealidad que impone contar los años de

a uno en uno. El deseointacto, la sedde poesía,el cuerpo, este que tengo con todassusmarcas, susarrugas, sus fortalezas y debilidades;

todo eso está dispuesto. Eso no ha cambiado y poreso es que me animo a esta reedición, aofrecerla ingenuidad de cuando era joven

ahora que no losoy.Porque sé que esagema que descubrí undíaestá ahí,alumbrando. Es esefuegode la tapa, el fuego queguardamos en

el corazón. El calor que nos impulsa cada día, a un día más.Ya otro,

aotro más.

MartaDillon

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Prólogo a la edición 2004

Recibí mi diagnóstico de vih positivo en el Hospital Ramos Mejía,

después deunacorta internación y a pocos meses de haber asistido

a la muerte de una amiga. Esa agonía lenta pero amable -si es po­

sible usar esa palabra- ya me había cambiado la vida. Con algunos

vaivenes, había empezado a desprenderme de lo que me hacía mal y yo asumía como una condena necesaria,vaya a saber por qué. La muertese había impuesto comounanoche polar que meobligabaa encender candelas a cualquier horapara rasgar su manto. No había tiempo que perder.

Ese tiempo en que la despedida erauna frontera ala que nos acer­ cábamos como exiliados quienes estuvimos cerca de LilianaMaresca

-un desgarro yun alivio-fuecomotirar piedras en el caminoparano

perderme cuando metocaratransitarlo otravez.

Sinembargo,salícorriendodelconsultorio en el que medieron la

noticia sin ofrecerme unasiento. Necesitaba aire,cielo, tierra donde podervomitar,devolver esoque no podía correspondermea mí.

Fueunaleve arcada, al final. Unas cuantas convulsiones dellanto.

Es que la muerte, tan próxima que sela podía oler,era inexorable entoncesparaquienesvivíamos con vih.

¿Cuánto podía faltarpara que lamía encontrara sudiseño?Cal­ culé diez años, diez años de sobrevida, para usar el léxico médico

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sobrevida, ni siquiera devivir más. Yo quería vivir bien. ¿Yqué es eso?Losdiez añosse están cumpliendoal fin de2004 yla respuesta

sigue siendo tan imposible de sujetar como un jabón enlabañera. Nunca es tantrascendente comosupuse en el primer instante, cuan­

dola despedida teníaun nombre y hastaunafecha detrás dela postal quedejaría enla memoria de misamores. Pero elcontraste delprin­

cipio, esa nitidezabrumadoracon la que podía ver la belleza delos actos cotidianos, sentirelabrazo de los amigos, el mareo delamor, la

fortunade ayudar a crecer a mi hija, el milagro de que amanezca cada

vez, eso lo conservo como untalismánal que pidofuerza enlos días malos. Cuando la pena meobliga arecordar cuánto vale.

Empecéaescribirla columna Convivir conVirusen el suplemento

No dePágina/12 en octubre de 1995, mientras trabajaba como una obrera sobre mi cuerpo para resistir lo inexorable. No existían los

cócteles de tres drogas que cambiarían la historia -todavía no sa­

bemos cuánto- y yo me negaba a tomar la medicación disponible.

¿Para qué? La gente semoríaa mi alrededor.Cadavez que lo pienso

me sorprendo de cuánta gente que conocí murió de sida. Pasaron los ochenta con su breve euforia de final de dictadura y dejaron un tendal sin que sehaya podido digerir que unos pocos juegososcuros,

que sí,probablemente fueran un coqueteo con la muerte,sehayan

vuelto absurdamente literales. Yo no quería quedar pegada en esa foto. Yoquería vivir, al menosel tiemposuficiente como para tallar

minombreenalgúnlado, que tuvierasentido este paso por la Tierra.

Quería distinguirme del abrupto destino de mi madre -heroína de

ojosazules que nunca envejeció-. Lasecuestraron en 1976y todavía está desaparecida.

Las columnas, entonces, eran comouna soga tejida con palabras

que daba seguridad a mis pasos. Cada domingo mesentaba frente a lacomputadora y me obligaba apensarenlospequeñoscambios,los mínimos premios que metraíala conciencia de que vivir era una su­ cesión demomentos quemerecían ser saboreados. Después, después

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Eltiempodomestica ese fulgor de los primeros días, lo convierte enun rescoldoen elque es posiblecalentarse las manos y conservar

laesperanzadel fuego que vuelvea encendersecada tanto, que ave­

cesme consume pero nunca tanto como para agotar el combustible quearderá otravez.Y otra más.

El tiempo, es cierto, vino de la mano de unas cuantas drogas, y deese deseo siempre despierto que me ayudóa tomarlas atiempo,a soportar lasnáuseas,losinconvenientesdigestivos,lanostalgia de no apagarme cuando todavía era una estrellarefulgente y las transfor­

maciones demicuerpo delatan que envejecer no serátan romántico

como creía, menosen estascoordenadas de tiempo y espacio en las queel fulgor es unfósforo encendido ala intemperie.

A pesar de los resultados, sigue habiendo quien prefiere mirar

hacia otro lado y no atenderse, como si las pastillasfueran un recor­ datorio diario de esaamenaza latente que anida enla propia sangre.

De hecho lo son, y no sólo para quien las toma; también para

quien lasdescubre, por ejemplo,en mi mesa de luz. Pero endefinitiva esa es mi realidad y desde el principio entendí que la única manera

de defenderme del rechazo era haciéndomecargo.Y tal vez paraaho­

rrarme algunos pasos es quedecidí escribiren las columnas en pri­

merapersona. Por lo menos tendría algoescrito para ahorrarme pa­ labras que a veces quedanen lagargantacomounaespina atravesada.

Releyendo lasprimeras columnas, lavergüenza acudecomo un to­

rrente de sangre sobrelas mejillas. Me siento como un pastor con un

megáfonoen una plazacualquieracontandocómo dejé las drogas.Pero está bien así, yo creía que teníaalgo que comunicar y lo cierto es que siempre sentí que había alguien del otro lado del papel de diario.Durante los tres primeros años recibí muchas cartas,manuscritas, con estampilla

y remitente. Despuésempezaronallegar los mails; yanadieescribecar­

tas,muchomenosa losdiarios.Así de vertiginosoesel tiempo.

De ese ida yvueltasurgieron muchas historiasque están en estas

páginas, que me dieronel ejemplo y tambiénme llenaron deimpo­

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entrequienespueden decir lo que les pasa y quienes no. Entre quienes comemostodos los días y quienes apenas loconsiguen. Entre quienes podemostrabajar a pesar de lo que digannuestrosanálisis clínicos y quienes encuentran ahíuna barrera que los deja en el margen. El

viaje interiorque significaba Convivircon virus, entonces, se abrió a otros rumbos,otras voces, otros escenarios. Las columnashablaban

de mí y dequienescomo yo vivían con vih y de quienes no, porque

en definitiva estamostodos obligadosa convivir y losencuentrosse

producensinpedirle permiso al virus. Yo aprendía sentir elmiedo

en los otroscomo un olor, unolor que me da una náusea quetengo que contenermientras pido pacienciapara ver si hayalgo más allá. Y locierto es que sí, haymás.

Muchas cosas cambiaron desde que empecé a escribir las colum­

nas. Algunas permanecen, como fotos, fijas en el tiempo. Ciertos

estereotipos parecen tallados enpiedra, inmóviles, mostrandoimá­ genes remanidas, atadas a camas de hospital, a una sexualidad en

particular, a un modo de emprender lavida a garrotazos.Todavía

el silencio es una constante para quienes viven con vih, como son constantes y progresivas lasnuevas infecciones. Claro que cada vez los que se infectan son más pobres, más marginales; y en este grupo cadavez son máslas mujeres. Sin embargo, todavía nose ha con­

seguido asegurar laeducación sexual en las escuelaspara que cada cual pueda decidiren libertad cómoy con quién desearelacionarse. Y aunque parezca un chiste, la Iglesia Católica todavía insiste en

que no sepuede fomentar el uso de preservativos. Por eso, aunque

haya dejado de escribir las columnas cada semana, sigo creyendo

que está buenoponer algunas cosasen palabras paraarrancarlasdel territoriodel miedo, para quitarles solemnidad, para darnos abrigo.

Eso fue lo que intenté en estos años, entre elpesimismode algunos días y la euforia deotros es posible encontrarunequilibrio. Yobus­

colaorientaciónenese talismán del principio, y en el recuerdo de

mis amigos muertos. Ellos viven en mi corazón y en cada una de

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me enseñaron y porque elijo creer que algún día me esperarán del

otro ladoy nos reiremos juntos ypara mí no será tan difícil el paso.

Cadauno elige creerenlo que puede. Yo creo que mientraselde­ seo estédespierto siempreseencuentran frutos para calmarlo, hasta

que pida más y haya que volver a buscar. Queelamor es elperfume,y

que lo exuda tanto mihija como miamante, mi familia, mis amigos. Esa es mi clave, mi contraseña para cuando me olvido. Es el deseo lo que brilla enlos ojos. No hay pastillasque alcancen si se pierde la ilusióny elhambre de que eldía descubra su sorpresa, aunque a veces haya queremontarlo desde el fondo deunojo oceánico.

MartaDillon

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C

recer duele.Desde que vivircon vih me trajo la conciencia dela

muerte,lossurcosque he transitadohasta ahorapara sentir no me conducen. Detanto en tanto alguna certeza nuevaseenciende. Pero no es más que el reflejo de una nube en elrío. Sientovértigo. Tengo

queaprender de nuevo lo que es el amor, la vida, la muerte.Palabras

demasiado grandes para el lentopasar de losdías. Unas pocas letras para dibujarel sol que se enciendeen micorazón cadavez que des­

pierto a mi hija para ir al colegio. Hoy tengo ganas de llorar, hace

un año que laluzde Liliana Maresca, mujer, artista plástica, amiga,

cambiaba deforma. Lloviznaba enla Chacarita mientras sus amigos

aplaudíamos el adiós desucuerpo. Ayer lavien unvideodocumental

(Vivir,de Pablo Reyero)contando su experiencia como seropositiva. No sentí dolor. De cada uno desusgestos se desprendía la vida. “El

amor es el perfume de laflor”, dice en un momento, y recuerdoque

no le gustó escuchar esa frase después del último desengaño. Pero serodeó de perfumemientrasse preparabapara su viaje. Y antes de partir selló su amor con letrasrojas sobre amarillo:profundis matri­ monio, escribióenel acta. Ya no puedotirarmeensu cama allorarle

mis pequeñaspenas.Pero deella aprendí que se puede vivir hasta el

último momento.Que de la mismaforma en que muta el virus, no­

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niendovida ala sentenciademuerte queparece inexorable. Y no lo es. Cuando terminó el video,después de escuchar los testimonios de

otras personas afectadas, sentí una necesidad urgentede comunicar algo, algo bueno. Me pregunto qué pasaríasi le quitáramos la fe al virus, si dejáramos de creer en su poder de muerte. El miedo hace el 50 por ciento del trabajo de esta enfermedad. Y esa herramienta

sípodemos quitársela. Hayquien diceque el sidaes la enfermedad

de la falta de amor. Puedo reconocerme en el desamparo de tantas noches entregándolo todoa cambio dela ilusión de que me quieran. Hoyaprendo de nuevo aamar.Yle ofrezco un nido a los amores que

no me piden nada. No meduelela ausencia de mi amiga, su paso por

aquí me sigue alumbrando. Es la nostalgia por lasviejas formas lo

que dea ratos me anuda la garganta. Esel miedodesaber quetengo

muchas oportunidades en las manos,que mividano depende solo de los avances de la ciencia. Y que el tiempo es lo de menos si uno

cierra los ojosala conciencia.

N

osencontramosun domingo, alahoraen que las nubes ardenen la hoguera del atardecer. Hacía casi diezaños que no charlábamos y mientraslalunacomouna sonrisa se dibujaba enel cielo nos fuimos

poniendo aldía.Teníamos algunas cosas quecontarnos. Younahija,

él cuatro. Ambosdosparejas, distintas profesiones,viajes, amigosen común, proyectos en marcha.Salimos a caminar,rápido, al ritmo de

las palabrasque tejían y destejíanhistorias como frenéticas arañas. Le conté que teníavih, que me estaba cuidando mucho, que había

cambiado mi dietay que porprimera vez en mucho tiempo sentía que estabatrabajando por mí. “¿Sabés? -le dije-. A veces asocio este estadode gratitud hacia la vida conmi embarazo. Soy consciente de

cadacosa que mesucede. Escucholo que mi cuerpo tratadedecirme

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gestando algo, una vida distinta, me estoy pariendo aunque sea con dolor”. Él se entusiasmó. Me contó que hace dosaños tuvo que dejar

de fumarpor un edema. El cigarrillo o la vida, le había sentencia­

do un colega (Juantambiénes médico). Entonces dejó el cigarrillo

y aprendió otra vez a respirar. “Para mí también fue nacer de nue­

vo”, dijo. De alguna manera nos sentimos más juntos. Unidos por un cordónque nosaferra ala vida, aunque a veces sea parca y nos dé el placer con cuentagotas. Esotoño en Buenos Aires, el sonido queacompaña nuestros pasos, el airefrío enla cara, unahojadorada

que se enredó en mi pelo se me antojanpresagios. Cierta sensación

de que cada uno de mis pasos puedeser trascendente me acompaña todo el tiempo. Es como si cada momento feliz estuviera amenazado

por unas sombraslocas que me hacen burladel otro lado del cristal.

Juan insisteen saber más. “¿Qué es -me pregunta-, qué es lo que cam­ bió para vos?” Me obliga a pensar, a liberarme de esos dedosfríos quesin quererme atenazaron lagarganta. Creoque lo primeroque

mepasófue que se me desempañó la mirada. El dolor, el miedo, que hasta entoncessiempre me habían dejado sola, se transformaron en

unvínculo incorruptiblecon otrosque como yo estuvieronparados en el borde dela vida.Sindecir una palabra me doy cuenta de que por primera vez me permití escuchar mideseo acostumbrado a la

mordaza dela culpa y la utilidad.

Hoy me alcanza que salga el sol, que la manito de mi hija haga un dibujo sobre mi cara, que la gente siga peleando por tener una

vida digna. Durante la larga pausa en quemastico mi respuestades­ cubroquele quité al virus su carga de muerte, no le creo quepueda

matarme y me permito esa utopía. “¿Sabésqué? -le digo-. Creo que

ahoramepermito soñar con la secreta feen que todos los sueñosson

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Cl

umier podría serClark Kent. Es alto, usa anteojos y además se

ejercitó enelperiodismodurante algunos años. Solo que debajodesu ropade calle nollevael traje deSuperman, sino undelantaldeenfer­ mera. Así se sienteJorge GumierMaier,a quien le tocó convivir con el vih sin estar infectado. Algunos de susamigoslo están, ysupareja

murió de sidahace dos años. Pero no le quedan lamentos en el co­ razón sino “algo de serenidad, cierta responsabilidad frente al amor”.

“A mí me regalaronuna nueva forma de gozar-dice Jorge-, porque yo también asimilé la idea de que me voya moriryeso lo cambia

todo. Eléxito,la carrera,son conceptos que están desplazados demis urgencias”. Gumier es artistaplástico ycurador dela galería dearte

delCentro Cultural Ricardo Rojas. Su trabajo le permitió observar la

obra de algunosartistas que ya noestán y de otrosquesiguen desa­ fiando al virus con trabajo. “Enla Argentina no hay obra que se cen­ tre exclusivamenteenla temática del sida, pero hayartistas que viven

con vih. Lo llamativo -cuenta Gumier Maier- es que a diferenciade lo que sucedeenlos Estados Unidos y otrospaíses,lo que comunican

estos artistasno es ningúnbajón. Suobra estámás relacionada con celebrar lavida quecon enseñarel dolor”.Mientras conversamos,un mediodía tranquilo enun restorán desierto, los dos coincidimos en

que de algunamanera es lógico que en este lado del mundo los ar­ tistas, acostumbrados por lahistoriaa muertes violentas,encuentren modos de celebrar que están vivos ahora,quehay un intervalofértil antes del silencio total. Muchasveceshe fantaseado con que me gus­

taría morir rápido, sin dolor, sin darme cuenta. Sinembargo, conver­

sando con Gumier se afianzan otros valores. “No hubieraacortado ni unminutolaagonía de Omar(su pareja), él se preparó parapartir y eso le llevó un tiempo. Sus sueños, susfantasías lo iban acercando

a ese paso que tenía que dar”, dice y se asomael dolor sutil de los buenos recuerdos. Paraél,acortar el sufrimiento delenfermo es una excusa. “En realidad, lo que se quiere acortar es la impotencia del que

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la mejor etapade surelación con Omar. “Perdimos toda vergüenza, soloquedó enpielo fundamental; dejamos de tenertiempo para las

boludeces y así pudimos vivir la gran historia de amor”. Es bueno conversar con Gumier, se siente calentito el corazón cuandoestamos con alguien capaz de transformar sus heridas y dispuesto a donarlo

que aprendió.

L

ucreciada rodeos. Me cuenta que tuvo algunos problemas fami­

liares, que su novio la bancómuybien, que ahora sesiente mejor...y

nadamás. Nome imagino qué puede haber pasado queno se anima acontar. Cocohacelo mismo, otro día, otrasemana. No me contesta cuando le pregunto de dóndevieney acambio ensaya una mueca con intenciones de sonrisa. Pero los datosse cuelan: ojos mustios, laca­ misa que reemplaza ala remera. Alosdosles tocó despediraalguien en estos días.Lucreperdió un tío. Coco, una amiga. Y yo me doy

cuenta de que ambosme retacean alguna información.Aunquenose

conocen ellos mantienen entre síel tácito acuerdo de no mencionar a quienesmurieron por alguna causa asociadaal sida. Algo parecido sucede cuando alguien atraviesa algún síntoma que delata al virus: misamigos me protegen,pero la vida sigue sucediendo. Noenterar­

me no resuelve mi miedo a la muerte. Omejor, nuestro miedo a la

muerte. Tengocasi treinta añosy gran parte de mivida pasó envuelta ensilencio. Y cada vez que la verdad, por más estridenteque fuera, lastimó mis oídos,sentí un gran alivio.

Me acuerdo de lanocheanterior arecibirel resultado de mi vih. Puedo volver a vivir eseúltimo insomnio entre sábanas pegoteadas

deansiedad. Estuvedándolepuñetazosala almohada hasta que pude reconocer al miedo agazapado entrelos restosde oscuridad. Recién entonces me dormí. Al otrodíael miedo solo cambiaríade nombre,

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menos para atormentarme. Estavez, saber tambiénfue para mí un ali­ vio. Ahora tengo untrabajourgente que hacer, no perderme ni un bo­

cado de vida.Aunque este seofrezcamientraslavolosplatos. La som­

bradelamuerte le da brilloa cada instante yla verdad le da relieve. Tal

vez no tengan por qué importarme las enfermedades omuertesajenas,

pero quiero formar partedela red que yo también necesito.

S

entadaenel desierto delagalería dearte me dejo envolver por la

tibieza delasobrasdeFeliciano Centurión. Tengo la sensación de ha­

ber llegado a un oasis. En lacalleel calor agobia,y sobre la Avenida de

Mayomiles de fotosde desaparecidos acompañanalasMadresen una

nuevaMarcha de la Resistencia.Unadeesasfotosesla de mimamá.A ellala arrancaron de su sueño de transformar el mundo en un chupa­ dero delaprovincia de Buenos Aires.La violencia galopóenmi cora­ zón durantelasúltimasveinte cuadras. Pero necesito curarme. Agra­

dezco que el aire acondicionado le ponga un límite ami transpiración.

Los trabajos deFeliciano se meocurrenventanas, fragmentosde

una intensa actividad interior. Éltambién tiene vih y lo cuenta.Por­ que el virus le sirvió delupa:una lente quele dibujabordes concre­ tos alamor. Sobre retazosde frazadasel artista bordó concariñode abuela sus afirmaciones. Acompañada por estos cuadros encuentro

consuelo para mi dolor. Unas pocas frases me devuelven ala alegría. “Dejó que elamor nos guíe”, me dice después de mostrarme sobre un

mantelito otros pequeños placeres: “Teregalo una flor”. El alimento,

el llanto, el pulso de la sangre. Un grito. No hay cómo defenderse

de estos pedidos urgentes de la vida que Feliciano imprimió sobre

superficiesen las que encontramos abrigo. Sus obrasson cerbatanas

que disparansemillasa mi corazón. Mi corazón detierrafértil. Estos pequeños actos expuestos son losque le dannitideza mi vida. “Dan calortus manos”, leo yafirmo: todo tienesentidosi puedo sentir la

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temperatura de otra piel. Esbueno sentirse acompañada. Sé que en estegesto exhibicionistaFeliciano sedescargadeun gran peso. Hasta

hace poco convivió con el virus sin contarlo.Preservándose. A pesar

de quemuchas cosas han cambiado, una huellaprofundanos mar­

ca. El“algo habrán hecho”,aquella famosa frase que intentó explicar

elhorror en lacomplicidad de las víctimas, sigue cobijandoalgunos

miedos. No puedo evitar cierta sensación de culpa cada vezque la curiosidadde alguien empuja lapreguntasobre el origendelvih. Mu­

chos de los que se fueron de la mano de esta enfermedad llegaron hastael final creyendo que la vida les estaba pasando la cuenta. Hoy

todavía son muchos los que obedecen el mandato dela culpa y siguen

callando. Centurión se dona en susobras y nos daun refugio. Pode­ mos sentir el valor de ser humanos enla suave vibración de su alma. Y nadamás importa. Porque la única cuenta quepuede pasarnos la vida eslade haber transcurrido sordos asulatido.

N

o era la primera vez que lo escuchaba pero la angustia que me

cerró lagargantateníala fuerza de aquello quese siente por primera

vez. “Está demostrado científicamente -mediceel doctor detrás de la corbata-: los quetoman tratamientosantiviralesvivenmás”. La vie­

ja discusión volvía a plantearme dudas. Tomar o no tomar AZTera

eltema. Pero yo nopodíahablar. Los pormenores de las ventajas y desventajasde los medicamentoseran una música de fondo. Todo lo

queocupaba mi cabeza eranesas dos palabras:viven más. Esa refe­ rencia a mi tiempo limitado de vida no me dejaba escuchar. Marcelo, el doctor,con una paciencia que parecía obviarlalarga cola de pa­

cientes queesperaban para verlo en ese pasillo del Hospital Ramos

Mejía, intentaba hacerme razonar sobre la necesidad de prolongar

el “estar bien”: ayudar a subirlas defensas, recibir los beneficios de

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a ningún acuerdoen esa charla.Salí del consultorio lo antes posible. Me avergonzabaun poco de mi llanto. Tanto trabajo para estar bien, yde pronto me caigo ante la tácita mención de la muerte. Mi pro­ piamuerte. Por supuesto quequiero vivir mucho; es más, quieroser

abuela yver pasar los atardeceres sin urgencia.Pero sobre todo quiero

vivir bien. Eltiempo esinasible.Ninguna cantidad propuesta sería su­

ficiente para mí.¿Quésignificamás?¿Más que quién?Solo tengo entre

las manos estemomento único en elque estoygolpeando el teclado.

Nada más puedoaferrar, aunque pasemos lavidaintentando acumular

cosas,esbozando señalesde nuestro efímeropaso sobrelaTierra, solo nosvamos a llevarlo quetrajimos: nada. Cada verano, igual que hoy,

las peras se caen del árbol frente ami ventana.Cada pera es distinta

pero se caen yse pudren dela misma manera. No tengo respuesta so­

bre el AZT. Pero tengootra certeza.Novoy aresignarlacalidaddemi momento presente. Estoysegurade que mivida no dependede unas cuantaspastillas. Las comprobaciones científicas no contemplan cada

caso. Y yo soy única, como cada uno. El tratamientoqueelija tendrá

poderenla medida en que yo selootorgue. Talvez termine tomando

esas pastillas. U otras. En cualquier casoestoy segura de que es el amor

alavidalo que me salva dela muerte. Ynohablo de dejarde respirar

sino del silencio que mequeda enel almacuando pierdo el asombro cada vez que una pera seestrellacontraelpasto.

Enero-julio de 1996

P

or momentos sientoque eltiempo se me escapa. Que la única oportunidad que tengo se diluye entre lastenazas del proceso na­ tural del virus que se aloja en mi sangre. Entonces tengo una des­

esperada necesidad de dejar mi marca. De grabar mi nombre en cada piedra. De sujetar los médanos hasta inmovilizarlos. Quisiera

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ser unnido donde el vientose aquieta. Que por favor se detengan

losplanetas. Que me espere eltiempo hasta que seaviejita. Hasta que crea que ya estábueno, que por fin puedo soltar las amarras y convencerme de que también puedo ser aire. Hacepoco mi hija me preguntó, siguiendo el ritmo de un antiguojuego: “¿Tenés mamá?”.

“No”,le dije sin pensar. “Sí tenés, peroestá enotro lugar”, retrucó ella con una seguridad que meda confianza.Tal vez mi mamá estéen mí. Enalguna formaespecial de decir las cosas. En algún gesto. Liliana Marescame decíaque lo único que quedaba denosotros después de

lamuerte era laobra.Mientras, siguiendo su oficio, seempeñaba en

mezclar coloressobreun papel. Yo insistía en que no, en que quedaba elamoren los seressobre los que lo habíamos derramado.La obra,

cualquier obra, sobrevive si nos donamos a ella. Sigo sintiendo lo mismo. Cuando veosus esculturas porque alguna muestra las sigue trayendo, encuentro el sentido de su belleza en la mujer que respi­

ra detrás de cada muesca.La obra: lo que queda es ese espacioque abrimos sobre el mundo para poder expresar nuestro deseo. Como

un machete que seblandesobrela maleza, cadaunova dejando una

senda. Esa sinuosa huella puede hacerse camino si cada vez que el filo deshace los obstáculos nos deja más cerca de nuestrossueños. Sentada aquí, mientras miro el fuego,descubro que de los leñosque

ayerardieronen el hogarsoloquedan algunas cenizas. Pero antes de

reducirse donaron su energía a los que ahora están dándome calor. A veces resulta tentador entregarse a lo que íntimamente sabemos que es inútil.Abandonarse ala soberbia eintentarel caprichode una

inmortalidadcon nombre y apellido. O tal vezanestesiarse,emborra­ charse hasta caer confiando en que sin conciencia se fluye sin resis­ tencia sobreelrío delavida.No creo que hayaunasolarespuestaso­ bre lo que quedade nosotros cuandoel cuerpo deja de funcionar. En todocasoahora funciona. Ymepermitoconvencermede que aquello

que sobreviva demí cuando mi corazón deje delatir noseráotracosa

que esta necesidad,esta garra,este deseo permanente deseguir blan­ diendo elmachete aunenlaselva más cerrada.

(30)

^M

e gusta pensar que paramítener vih fue como escuchar undes­ pertador. Demasiadasimágenes poblaban mi cabeza comopara dejar

pasarlanoticia sin novedad.Salídelletargodeuna vida anestesiada.

Empecé a tener conciencia decada unode mis pasos,misafectos,mis

posibilidades.Pero mantenerse despierta resulta,aveces, un trabajo

agotador. Algunos días me consume el hambre y avanzo a grandes pasos.Montadasobrebotasdesiete leguas paso días atareadaen dis­ tintas cosas, arrebatada por las ganas de dejar mi marca. Otros, sim­

plemente me aíslo en mi rincón yno puedomás quemirar el cielo. Lo que no cambia. El sol, lasnubes,lalluvia. En este vaivénde mar

se acuna mi deseo.Unritmo de olas que avecesme desborda. Se de­

rrama.Y después de la rompientese lleva mis efímerosentusiasmos como objetosque arrastra la inundación.Perodespierta como estoy

sé que no puedo lamentarme por lo que no tengo. Estoy obligada a

encontrarme también el despojo. Es enel silencio cuandomejores­

cucho milatido. Vuelveaalumbrarmela certeza delo que no cambia. Elcieloahí mirándome. Elfríoyel calor. La única rosa deljardínen invierno. El abrazodequien no inviertesino que dona. Ese pulso esla

únicaconstantedeesteir y venir estoyviva.Ynotengo otra fidelidad.

E

l me mira con esos ojos que acarician y con la mayor suavidad posible medice: “Medaun pocode miedo”.Yo metransformo frente a él. Me crecen pelos enla cara, la piel se mepone verde y las uñas me llegan al piso.Me siento un monstruo. Otra vezlavieja sensación

de ser un container de residuos tóxicos. Sin poder hablar me digo

lo-que-ya-sé-pero-me-olvido:“No esa míaquien teme, esal virus”. Pero dalacasualidad deque el virus y yo andamos juntos por lavida yenmomentos comoeste ya somos dos los que tenemos que convivir con él. Lo primero que digoes una boludez: “¿Miedo de qué?”. Él tam­

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bién está atragantado. Nuestraprimera noche juntos ya forma parte de los recuerdos más dulcespero esamañanaelsolsoloalcanzópara alargar sombras.No lo dice. “Con respecto al tema, a tu tema”, ensaya. Yo elijo palabras que no uso. “Estás hablandode sida”,lo desafío para

darme tiempo, paraquecrea que yo no tengo miedo. Intentéexpli­

carle que habíamos tomado las precaucionesdelcaso, que estuviera

tranquilo que todoestaba bien. Pero fueronsolo intentos. En realidad lo que queríamosera escapar. Esa noche no pude dormir. Llegué a

pensar que mejor hubiera sido no decir nada; al fin y al cabo, mis

intenciones no ibanmás allíde un buen momento. Pero recordando

sus pestañas que caencomounatormentasobremimemoriamedoy

cuenta de que el silencio hubiera sidoinútil. ¿Cómo decirle la verdad más tarde? ¿Cuándo? ¿Ala segundaoala tercera vez?Me digo para

tranquilizarme que si el miedo lo detiene igual nadahubieratenido

sentido. Pero la impotencia es unatenaza. Su miedo no esindividual. “Nunca estuve en una situación como esta,en realidad nosé cómo es”, me había dicho. Tampoco pudo enterarse de otra forma:la in­ formación concreta sobre lo que sepuedehacer y lo que no, no se consigue enlos quioscosni en laslibrerías. Cuando nos volvimos a

ver medi cuenta de que le debíaalgomás.Lepedí que mepreguntara

si teníaalguna duda. Pude decirle por ejemplo quepor ser yo la que tiene elvirus no hay ningún riesgo si guardo su sexoenmi boca. Que el preservativo es unaverdaderabarrera,y que en nuestros besos no hay más peligro que encruzarlacalle. Nos costómucho ahuyentar a losfantasmas. Cada vez que nos separábamos creía que yanoquerría

verme más. Él tampoco estaba tranquilo,no temía a ningún acto en

particular, sino al “tema”, algo oscuro ygeneral que remitía a cuar­ tos de hospital y camas vacías. Ninguno de los dos abandonó. De a

poco nos fuimosdandocuentade que podíamos inventar mil formas

de enredarnossin tener que caer en el viejo mete-saca(aunque no pienso resignarningunabandera). No es fácil. La primera noche de

pasión se transformó enun lento arroyito que nos traíaotramúsica,

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obliga a volver por más. La última vez que lovime dicuentade que el sexo tiene para mí unriesgo mayor que cualquiera. En esemoroso

transitar de caricias, esa necesidad de hablar y de escuchar, de res­

petar los tiempos, de aprender, germina en mi corazón. Y contra el amor no hay ningún preservativoque resista.

H

oy quierollegar a vos. Quiero estar con vos y decirte que no hay

peor virus que el miedo.Que nada es tan poderosocomolo que crece en laoscuridad. Algunas noches no puedo dormir. Las débiles que­

jas de los muebles me mantienen alerta. Losladridos delosperros.

Una voz que escucho nítida, tan cerca de mi ventana, y luego se aleja acompañando los pasos sobre la vereda. Una sombra, un gato que llora su penade amor. Cada ruido de la noche, en el silenciode mi

cama, me parece unpresagio horrible. Meparaliza el miedo y en la sombra me quedo esperando que alguien derrumbe la puerta ymi casa se transforme en el escenario de una noticia de policiales.En­

toncesenciendolaluz y me levanto. Notengo otra formade conciliar el sueño. Si tengo que preocuparme por algo, quiero saber qué es, aun cuando después no pueda hacer nada por evitarlo. Vos me de­

cís que note animás a hacerte el análisisy te aseguro que sé de qué hablás.Antes de recibir mi diagnóstico pasé muchas noches dando

vueltas, sospechando si la transpiraciónquehumedecía mis sábanas

era un síntoma o solo la adrenalina que meproducíael miedo a te­ ner vih. Entonces no tenía sentido encenderla luz. Elfantasma que

alimentaba mi insomnio vivía dentro de mí. Era una voz que pasaba

lista a cada encuentro enlos que no me había cuidado. Que traía a mi almohada viejas campañas de televisión con camas de hospital

vacías o aquella famosa imagen de Benetton en la que una familia

lloraba alrededor de un enfermo terminal. Algunas noches ese re­ paso por mi vida me daba negativo. Otrassentía que mi universo se

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derrumbaba,quemis díasestabancontados, que tal vezesatos, ese

leve cansancio...Después lafuerzadel día diluía un poco el miedo o por lo menos lo silenciaba conlos ruidos de la cotidianidad. Pero,

como vos ahora, ya sabía que la única luz que podía encender era

la verdad. Si elvirus estaba en mi sangre no iba a desaparecer solo porque no quisiera pensar en él. Cuando finalmente supe que estaba infectadafuecomouna piñaen el estómago. Mesentéen un banco,

en el jardín del hospital,yvomité.Unas horas después me di cuenta de queallí, en el pasto, había dejado tambiénal fantasma que no me dejaba dormir. Simi universo se habíaderrumbado entoncespodía juntarlospedazosy construir denuevo. Ahorateníaunacerteza que

me obligaba a buscarotras: este presentecontinuo en el que vivo y me proyecto, mis afectos, en los que siempre encuentro consuelo y energía. Ya no siento que tenga los días contados. Los días vienen de

a uno y me regalan la promesade mañana.

L

a mamá deDiego se desmayó cuando le contaron que suhijo tenía

vih. Recibió el famoso directo a la mandíbula enun pasillodehos­

pitalmientras Diego se recuperaba deuna apendicitis.Él no quería

que ellalosupiera. Pero reconoce que es unalivionotener que seguir

guardando esanoticiacomo unsecreto. Ahora Diego empiezaa fan­

tasear con que más gente lo sepa. Tal vez con la posibilidad de que

ese sabersirva paraalgo,para alguien. De alguna manera, animales

decostumbre,todosaprendemosaconviviry aceptar lo que creíamos imposible. La muerte, la vida,los pequeños y los grandescambios,

todo pasay se regenera. Como la química en el cuerpo, el ciclo de

las flores,las horas del díay los cambios dela luna, las emociones se transformanylas pérdidas nosenseñan. Ningún dolor,ninguna lu­

chaes peor que la que se emprende solo. Es en el intercambio dinámi­

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te. Talvez estas palabras estén llenas de lugares comunes. La vida es

un lugar común al que todosasistimos.Y más que nuncabuscamos eselugar común, ese lugarprotegido por abrazos, ese lugardonde el

afecto es el salvavidasyelaguaenla que queremos ahogarnos. Esta vezDiegova arecibir elaño conuna certeza nueva. Lade sumadre

acompañándolo.Sinla amenaza de quealguna vez se entere.Es más fluido el amor cuando se construye sobrela confianza. Yo tuve que repetírmelo miles deveces antes de enfrentar los grandesojos de mi

hija y explicarle qué era eso de “lasida” como ella lollama. Muchos fantasmas se esfumaron paramí. Talvezparaellatambién.Yaningu­

na información alarmista podráasustarla. Puede preguntarme lo que

desee. Estoy aquí para contestarle. Y aun cuando las cosas puedan ponerse difíciles,ella sabrá que está integrada ami mundo, dela mis­

mamanera queestá integrada con mis amigos, conmisamores. No, no es fácilsonreír cuando las ausencias senotancomo nunca, porque

cadasilla vacíalastima. Pero nosotrasestamos juntas, másjuntas que

antes,porqueyanotengo que hablarconla puerta cerrada.

T

odavía estoy envuelta en el vértigo del cambio. Todavía no en­

tiendodeltodohaciadónde y desdedónde muto. Sicasitodoparece

igualy lentamentemishábitosseacostumbranala eternidad del ins­ tante que no deja sitioalsilencio.Elmiedose repliega con el correrde

los días yen esta confianza descanso para olvidar que algo semovió

sinretorno. Me guste o no me guste, no soyla misma. Todo lo que

da también quita.Lasopciones son peligrosasporqueahí seacaba la

duda.Loscaminosse abrenpero yotomo unoy descartoelotro¿Para

qué sirve añorar la encrucijada? El primer paso desencadena el resto y mi huella sigue la inercia de suelección.Me resigno a que a vecesno

hay ni bien ni mal. Las cosas son asíynada más puedo acomodarme

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elrío, quesoporta su corriente yde tanto en tanto se deja mecer por el agua, abandonada al relajo de la mano que la tiende. Cada tanto

estoy obligadaala firmeza. Nopuedo olvidar que vivir es una gracia y ante ese dios me inclino limpiándome de enojos pasajeros. ¿Qué cambia cuando una se entera de que vive convih? ¿Quécambióen

mí?Todo dolor quearrasa deja en limpio laspocascosasconlas que se puede contar.Enesos momentos,cuando la herida está fresca, los valoresse reordenan fácilmente. Peroel correr de los díasme deja de

nuevo abandonadaalasensacióndelainmortalidad. A mi alrededor

también cambiaron algunas cosas.Y demasiado a menudo me olvi­

do de que, como decía Feliciano: “Soy el flujo del tiempo que no se detiene”. Las anécdotas adquieren dimensiones de montaña. Enton­

cesme rebelocontra el entorno. Loqueno puedo cambiarme duele. Me enojo con el miedo que provoca el virus en alguna gente. Con

esaanécdota. Pero es así. Esunhecho y yo ya hice una opciónpara enfrentarloy como en todaopción, se pierden cosas. Enojarme no las recupera. Claro que puedo mirar lo que tengoylo que me falta. Cuando meenojo miro lo que falta, pero lentamente, como elcalor deuna manta con la que alguien nos cubre durantela siesta, empiezo

a contar con lo que tengo.Ydenuevo mepermito pensar que todoes posible y que así, con la fragilidad delo que cambiapermanentemen­

te,también es bueno.

Julio-diciembre de 1996

E

lsoldeagostoleda a Javierunabuena excusa para que los ante­ ojos negrosborren la expresión de sucara. Es mediodía.Élme acom­ paña abuscarunosanálisis: el famoso recuento de CD4, esas células enlas que elvihse aloja para desorientar al sistemainmunológico.

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médicos intentan convencernos de que esacifra que prontovoya re­

cibirenun papel de laboratorio no dice nada definitivo,es inevitable

hacer algunas asociaciones. De hecho se hace indispensable tomar algunos medicamentospor debajo de cierto nivel de CD4. El Bac- trim, por ejemplo, un compañero indispensable cuando lasmedicio­ nes quedan por debajode los 200. Más allá delos detallestécnicos,

que no llegoa entender deltodo,recibir mi recuento siempre fue un

momento desagradable. Mi médico me recomendó más deuna vez llegaralconsultorioy recién allíenterarme delos resultados. Pero es imposible:sealo quefuere siempre elegísaber.Dehecho elrecuento anteriorlo recibí en el consultorio y esono modificó en nada el po­ der que tuvo la noticia. Habían bajado más de lo que esperaba. Ese día estaba sola y salí del hospital devastada. Sentía que mi tiempo tenía un límite, que teníaque acelerar mis proyectos, que elvirus no me pedía permiso para avanzar, aun cuando no lo notara. Por eso le pedí a Javierque me acompañara. Pasara lo que pasara ninguna

noticia podía ser tandura si teníadóndeapoyarme.Suscien kilos de peso yde ternura me resultaban un muro suficiente para nodesmo­

ronarme. Él noentiende nada delinfocitos pero sabe que compartir el dolorlo transforma en energía. Esa certezanosmantiene juntos.

De hecho nosdamos ánimo mutuamente. Yo lo convenzo yél me convence a mi delo buenaque va a ser esta cifra. Que yo estoy bien,

que ningún número puede alterar esaverdad que él yyo podemos ver aunqueno entendamos nada de medicina. Cuando llegamos al

laboratorio no puedoevitarun temblor que prefiero atribuir al subte,

que a esa altura ya no pasa por debajo de la Avenida SantaFe. No

lo miro a Javier, pero su brazo cuida mi espalda. Del otro lado del mostrador dellaboratorio un señor de delantal blanco se preocupa

por contar varias veces los seis billetes de cienpesos que tengo que abonar. Estamos transpirando mientras el señor sigue ocupado en

sus cuentas. Salimos de allícorriendo. Enla vereda nos abrazamos. Esta vez hayalgo que festejar: las famosas células se duplicaron. Pero no es loúnico. Hablar mesirve, estoy acompañada. Este impulsode

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socializar lo que me pasa tiene vuelta.Siento a mis amigos como un

colchóndondepuedo desparramarme cuando algo me golpea. Y que se convierte en camaelástica cadavez quealguna anécdota nos sirve para saltar de alegría.

É

l fue la primera persona en quien pensé cuando recibímidiag­

nóstico. Esamismatarde nosencontrarnos en su taller,rodeados de sus obras, cálidas, enlas quebordaba mensajes de esperanza. Él me consoló, me acercó labuenanoticia que traía saber que tenía que ha­ cerme cargo de estarbien, de cuidarme, devolver a creer enmí,en los demás. Meregaló sonrisas, susmanos voladoras, largas,ágiles como

palomas llegaron hasta mí,me limpiaron las sombras, me calmaron. Hoy haceunasemana que Feliciano partió. Nos despedimos de él por

última vez y tantas palabras se hicieroncenizas junto con su cuerpo.

Otravez,otravez despedirse cuando yanadieesperaba un entierro,

cuandose habla de convertir el vih-sida enunaenfermedad crónica. Feliciano nocreyó enesa posibilidad.No pudo quitarse el corset con

el que loaprisionó su dietamacrobiótica,laidea tandifundidade que

los medicamentosmatan más rápido queel sida, la premisa a priori

que dice que la alopatía intoxica y rompe el equilibrio natural. Es dolorosodespedirse, pero más dolorosa esesta sensación deque fue en vano, de que podría haber estado bien, de que tuvo laoportunidad

y no quiso tomarla. Sentadas en la sala de velatoriosAlejandra me dice: “¡Qué suerte que estés tomando todas tus pastillas!”, como para

ahuyentaralgún fantasma que siemprese cuela enestos casos. Varios

artistas plásticos como Chano organizan una reunión para juntar di­

nero que soporte los medicamentos de tantos otros que tienen ahora su oportunidad derecibirlos, de bajar el nivel delvirusen lasangre. Algo cambió, me digo, desdela última vez. PeroFelicianoya no es­ tará allí;talvez susobras participen de alguna subasta, pero élya no

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estará. Y aunque los quenos reunirnos cercade su cuerpo, envuelto

en encajes como en unacrisálida, tratemos deconvencernosde que

fuesu decisión, yo no termino decreerlo. Siento que se entregó a la soberbia denegarlo que le sucedía. Que quedó atrapado enla nece­ sidad de aparentarque todo estaba bien, que él podía controlar su

propiocuerpo. Pienso enotroscomoél,enel hermanode César, que

también había convencido asu familia de que nada podíapasarle y en

un mes se lollevólatuberculosis.Amíme costó decidirme a recibir

eltratamiento. Tuve que desandardistintas teorías, admitir que sola no podía,que aveces es buenodejar algo enmanosde otros sin per­ der el mando de mi propio equilibrio.Pero no pude transmitírseloa él, que me acercó el consuelo cuando yo lo necesitaba.Me queda un

dejo debronca, algo de impotencia. Ya no habrá sonrisas de marfil

para acompañarlas sopasque Chano preparaba con esmero. Adiós

Feliciano,y buenviaje.

E

l teléfono insisteen sonar. Sucede cadavez que eldiariotraeuna

bomba deltipo “Nuevo remedio que hacedesaparecer el vih de la

sangre”. Es verdad. Mesiento halagada por la preocupaciónde mis

amigos que quieren saber si yo también leí el diario. Pero después

de uninicial “Sí, lo leí”, no tengo mucho más para decir. Del otro lado de la líneael entusiasmo se congela. Este tipo de noticias no

se parecen mucho a loque me rodeacada vez que voy alhospital.

Cuarentadías de esperapara tener losresultados de un análisis de

hepatitis B o cuarenta pesos para comprarlos reactivos que sue­

len faltar. Un plazoparecido para saber si tenés o novih (bancate esa espera). Desesperadas cadenas telefónicas para conseguir me­ dicamentos que hace tiempo están aprobados y, sin embargo, no

abundan o requieren de cientos de pesos por semana. Hace unas semanas se conocieron los resultados del tratamiento con inhibi­

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dores de proteasa. Los detalles técnicos exceden este espacio pero hay consenso en quees uno delos mejores posibles. Sinembargo, se necesitan 600 dólares mensuales para poder comprar este medica­ mento enlos Estados Unidos. Sería obvio hacer cifras sobrela canti­

dadde beneficiarios posibles. No es mi intención empañar las buenas noticias. Pero la información que tenemos a mano nos ofrece una realidadfragmentada. ¿De quéhablan los medios cuando hablande

sida? Números signadospor la sombra de la muerte. Sobre losque

de pronto llega Papá Noelcondescubrimientos último modelo. Una tarde, duranteun taller con otros compañeros que tambiénviven con

el virus, hablamos sobre las formas en que procesábamos la infor­ mación que cada tanto aparecía sobre vih/sida. Unos optaban por

ignorarla. Otros la leíandesde la más absoluta faltade compromiso. Alguien confesó que no podía evitar el sentimiento de que tal vez

podía hacer algo más por su salud y no lo sabía.Una mamá aseguró:

“Leotodopero sin pensar, nipor un momento, que eso tienealgo que ver con Martín”. Tal vez estas noticias,que por fin nos dejansuponer

que la medicina puede controlar el virus, terminen con esacarga de

condenaamuerte que tiene eldiagnóstico positivo devih.

V

oyal hospital después de dos meses. Esuna mañanafresca, no tengo ninguna mala noticia que contar, subí depesoynohay pro­

blemas con mi tratamiento. El doctor Lossolucesu habitual ymo­ derado buen humor. Mientras mehacelas órdenes para losanálisis que aúnno cubre la obra social ala que pertenezco,hablamossobre la falta de medicamentos. No puede evitar contarme la desidiade

las causas, las licitaciones mal hechas, la pasividad del ministerio.

“¿Y qué pasa conla gente?”, lepreguntoalgoincrédula. Él, habitua­

doa disimular laimpotencia,me contesta: “Si no tienen obra social, semueren”.

(40)

S

e suben al colectivorepleto y hablan dos palabras conelchofer.

Una llevaun bebé enbrazos. Las dos tienen másde 30 años, están

bien vestidas y hablan correctamente. Les cuentan a los pasajeros que tienen vih, que no tienen intención de mendigar pero que se

ven obligadas a pedir ayuda para solventar tratamientosque debie­

ron suspender porque en el hospital ya no lesentregan las medi­

cinas necesariaspara ponerle un límite al virus. Todos colaboran; algunas personas llegan a desembolsar hasta diez pesos. No hay vergüenza en sus caras, solo una firmedeterminación de no entre­ garse. Cuando bajan, un chico de no másde seis años les pide una

moneda para comprarseun pancho. Son lastres dela tarde y hace

un día queno come.

M

aríalo cuenta como sise derramara. Tiene la cabeza casi apo­ yada sobre las rodillas y sus palabras caen directamente al piso,

igual que el ánimode quienes escuchamos, súbitamente mudos des­ pués de una conversaciónentre expertosenvivir con vih. Estamos amontonados en la sala de espera en esa banqueta de madera que ya conoce todas las formasposibles de sentarse. Marcelo se toma sutiempo con cada uno de sus pacientes ylas esperassonintermi­

nables. “Tenía ese vih y no sabíanada”, dice ella,58 años, empleada doméstica. Diceque se cortóundedo cocinando,porque para picar

lacebolla notiene cuidado, hay quetrabajar rápidopara poder lle­

garatiempo aotracasa.Esedíabalearonal hijo dela patrona yella

se empapó las manosconlasangredelchico. Nunca tomó encuenta ese detalle, hasta que hace poco, internada en el Hospital Ramos

Mejía, el doctor le pidió que hiciera memoria, porque su vih era

positivo. Esta es suprimera visita al consultoriodespués de que le

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demoverse: se lasrefriega una contra otracomo si quisieralavárse­

las o quitarse los restos de angustia que la mantienen inmóvilsobre esebanco de hospital. Nuestro intercambio de experiencias queda detenido en un intervalo que solo termina cuando María entra al consultorio. “Por lo menos yo pude habérmelo buscado...”, dice al­

guien. Nadie se lo buscó, me enojo en silencio, pero nada puede

borrar esasensacióndeinjusticia que dejó su relato. No es diferente

de Marcela,pienso, que asegura que en sus 21 años solo tuvo dos

parejasy también se infectó sin pensarque esa posibilidad podía

ser real. OFacundo, o Andrea, que siempresecuidaron hasta que seenamoraron y creyeron que elamorno tiene que ver con los pre­ servativos. Antesde salir del hospital vuelvo acruzarme con María. Es una islaen el mardegente que rodea la guardia. No pudo llegar a lapuerta, se quedó allí sin saber qué hacer. Desembarco ensu costa y ellavuelve a derramarse. Tienemiedo, tantomiedo.Piensa ensus

hijos-cómo decirles-, en el barrio y sus chismes, enesa tos que ya se le antoja un presagio. Fui su mamá enese momento, ella noera

más queuna nena quese despertaba sola de una pesadilla.Me dejó un charquito enla remera y lasganas de decirle tantas cosas. Que no se quedesola,quenocuide a sus hijos dela noticia: son ellos los

que tienen que cuidarla.Que la vida le está pidiendoque renueve

sus votos, que diga “sí,quiero; sí quiero estar acá con los que amo,

tomar mate por las tardes, sentir elalivio deldía que termina”. Vivir

es mantener el deseo despierto, María, mientras eso sea así todo va a estar bien. Sí, es difícil, más cuando las urgencias cotidianas

nos obligan a trabajar doce horas diarias. Vamosa estarbien María, todos vamos a estar bien.Hoy hay muchas posibilidadespara eso.

Solo hay que tomarla decisión yempezar a exigirlo que es nues­

tro derecho: unavida plena, el acceso ala salud. No tengas miedo María,somos muchos comovos, desgraciadamente cadavezsomos

más. Perotodos nos recuperamosdeesedirecto ala mandíbula que eseldiagnóstico. Y de a pocoempezamos asacarle lustre de nuevo

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L

a tarde del domingo caía sintragedia mientras tomábamos una

cerveza en el jardín. Losúltimos rayos del sol jugabancon la cabeza semirrapada de Raquel mientras meleíauna carta de Anabella. “Es­ cribir sobre un amigo muerto de sida es nuevo para mí, peroal mis­ mo tiempo siento que somos tantos los que podríamos escribir sobre eltema que se está volviendo unlugarterriblemente común. Y me preocupa quenos ganela costumbre”. Elritmodeldía queda deteni­ do. Las palabras de Ana haceneco ahídondenuestrocorazón quedó irremediablemente partido. Cada despedida se llevauna parte. Cada

despedida nos devuelvea esearroyo donde, comoagua que fluye, el

dolor nos da a todosla misma identidad. “No hace un año que ese amigo noble, compañero, el único capaz dehacermereírdela muerte

y protegerme con sus casi dos metros partió. Ylo extraño”. Escucho

y ledoy la mano a Raquel. Tantos huecosque llenar. No puedo lle­

gar hasta Ana, pero de alguna manera enese contacto con miamiga

seborran las ausencias o se alojan entre nosotras para nodejarnos olvidar que el entramadode la vida sesigue tejiendo. Quecada hue­ co nos enseña cómo volvera enhebrar cuando perdimosun punto,

una hilera, esa hebra que tanbien combinaba con nuestra formade seguir adelante. “Cuando llega la primera noticiauno imagina que

muere mañana, pasa de sobreprotegerlo a retarlo como a un niño,

despuéste das cuenta de que no es así,seencuentraunequilibrio que

permite sostenerlo cuando aparece alguna oportunista, cuando no

hayAZT,cuando hay que buscar dinero o remedios. Ya sostenernos

nosotrosante el miedo a que se muerao quesufra”. Podría cambiarle losnombresasu historiay encontrarme cercadel cuarto deLiliana, de Chano, de Martín,enesosmomentosen que lavidaes tan frágil yala vez tan transparente, tan cierta. “Para quieneslo rodeábamos

fuetodounaprendizaje, con eltiemposupimosde hospitales, decui­ dadosy sobretodo de ayudarlo a vivir. Sinromanticismo,porquelos

problemas son muchos y hay que saberpedirayuda para que la red solidaria puedaprotegernuestros saltos”. Esa red que naturalmente se

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anudaentre quieneshacenhuella por el mismosendero. “Se internó en el Muñiz. Mientras Gus estaba bien jugábamos a que íbamos a La Biela cuando nos sentábamos en el barcito frente a laSala 17. Le dábamos de comer a Charly, que estaba solo y tenía pocas visitas;

conocimos alTurco, que tenía tanta malaleche que cuando salió de Caseros entró enel Muñiz, y nos hicimos amigasdelNegro y su mu­

jer. Así pasábamos las tardes entre la solidaridady las noticias del día” Estedetallecala muy hondo en mipecho. Me acuerdo deChano,

organizando muestras desde el teléfono público del hospital, cuando

apenas podía caminar. “Lo más duro fue entenderque los amigos

también se pueden morir. No lo había pensado nunca. El erajoven

y hermoso y yo soñaba con quemis hijos que todavía no existenle

dijeran tío Gus. Lástima, hermano, pero igual nada grave,como de­

cíamosjuntos, sololo inevitable, inevitable paracualquiera. Así que

Gus, simplemente ‘Chauvieja, te queremos'” Ana se despide, acota

quesonrecuerdos nada más. Yyo queintento nollorar mientras es­ cribo me pregunto para qué entregar estos recuerdos, para qué sirve lamemoria. Sin soltarnos delamano, un segundo, antes de que el sol se despida, Raquely yo nos contestamos: paraaprender.

^A

hora mismo, antesdesentarmea escribir, me acuerdo de que me olvidé de tomarlas pastillas. Melevanto, voyala cocina, alguien lla­

ma por teléfono. Hablo unrato, algunos comentariosdelafiestade la

noche anterior, la promesa devolver a hablar cuando termine. Vuelvo a la cocina, hago un mate, sin querer como una medialuna. Error.

Todavía nome tomé las pastillas y necesito unahora deayuno antes

y después detomarlas.

Decido tomarme las otras, las que sí van con la comida(el AZT y el 3TC). Ya tengo unlío. Elindinavir-lasprimeras pastillasen las que pensé- tengo que tomarlo tresveces por día, cadaochohoras.Son las

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once.Eso quiere decir que puedotomarloalas doceparacumplir con el ayuno. Lapróxima toma tendría queser alas ocho de la noche. Y

la siguiente alas cuatro de la mañana. Por lo menos alamadrugada notengo problemas con elayuno. Dejo el mate y me llevo una botella

deaguaa la computadora. Pienso en lo que voyaescribiry tomo el

medio litro correspondiente con cada toma (tengo quellegar a dos

litrosy medio por día y tomo pastillas cinco veces cada 24 horas).

Antes dela primera líneame dan ganas de hacer pis. Voy al baño y cuando paso por la cocina aprovecho para comer otra medialuna.

Diez minutos más, diez minutos menos. Ya queestoy tomo el Bac- trim,que me cae pesado si no tengo algo en el estómago. La toma del indinavir ya tendrá que ser a las doce y media. Voya buscar el despertador.Nome puedo olvidar. La semanapasada fui almédicoy le pregunté qué pasaba con lastomas que me olvidaba.El doctorno me tranquilizó. Intentamoshacer cuentas. Cuántas veces me había

olvidado, cuántas pastillas me sobraban a fin demes. Medijo que si tomaba dosis menores podía favorecerla resistencia viril.Que pronto llegará ala Argentina el cuarto inhibidor dela proteasa, elnelfinavir,

que son solo dos tomas yque un laboratorio está sintetizando elAZT

el 3TC para que vengan enunsolo comprimido. Pero que no me va

a servir si no tomo las que tengo quetomar ahora. Igual no puedo hacer nada por las que yanotomé.Tengo que ponerme laspilas para

no olvidarmás tomas. Anoche tuve un cumpleaños.Quiero escribir sobreJorge, quetiene que comprar sus remedios aunque podría cu­ brírselos suobra social, pero su jefe tiene contactosallí y yaechóa un

compañero cuando se enteróde que tenía vih. En elcumpleañostuve

que tomaruna dosis.Fui discretamente a la cocina. Alguien mevio

con los cuatro comprimidosreglamentarios,apunto de llevármelos

ala bocatodos juntos.“¡Nena, cómotedrogás!”,dijo.Y yo que pensé que había dejado las drogas. “¡Qué linda cajita!” dijo alguien más que

vio mi pastillero. Al descuido lo abrió yle cambió la cara: “¿Qué es esto? ¿Un cóctel?” Claro, es el cóctel.¿Cómo haráJorgepara quena­

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Cuando nos vamosdel cumpleaños Arielme compra un chocolate; se lo agradezcopero nolocomo.Mepregunta si no eraquenecesitaba

comergrasas para tomar lasbenditas pastillas. Eso era antes, cuando tomaba saquinavirs. Ahora lo que necesito esmedio litrode líquido.

Ariel cambia elchocolate por unagua mineral. Las pastillas me están tomando a mí.

M

ientras habla me miroen sus ojos. Escucho frases que conozco, algo como “ahora me doycuenta” o“estoy mejor quenunca”.Es fácil creerle. Lo primero que siento es ganas deabrazarla, de consolarla.

Como si hubiera alguna distanciaposible entre lasdos. Comosi no estuviéramos involucradas enla misma historia. Inés supoque tenía vihcuando se hizo la primera rutina de análisisdeunembarazo lar­

gamente buscado. Su cuerpo apenasdenunciaba elincreíble proceso que terminaría en un niño. Podría haber abortado. Pero no lo hizo. Pasó nueve meses resistiendo al miedo. Tomó AZT durante el emba­

razo y su hija nació hace cinco meses. Recibió los anticuerpos de la madre perono tiene virus circulante. Lo más probable es que pronto sus análisisdennegativo. Inés me está contandouna historia feliz y

sinembargo siento el corazónapretado comoun puño. Ella no para

dehablar.Todavíasiento fragilidaden sus nuevas certezas: elmundo

gira, el amor existe. Peroencuentra unmotorenesas frases trilladas.

Una vez que nació suhija,ella y sumarido exigieron a su prepaga que

lescubrieraeltratamiento y latan mentada carga viral.Estademanda terminóen juicio y obligóalEstadoa hacerse cargode medicamentos y estudiosclínicos. Pero aún así la directora del ProgramaNacional

de Lucha contrael Sida se negó haciendo hincapiéen que los jueces

no son médicos.Finalmenteconsiguieronlo que querían.Lesdijeron

que cadavez que necesitaran podrían pasar por un despachovarios pisos más arriba dellugar donde se acumula la gente enintermina­

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bles colas para obtener, algunas veces, el mismo tratamiento. “Yo no

quiero un tratamiento diferencial, quieroque todos puedan acceder”, dice con bronca. Sentada ala mesa de unbar en el que intentamos

reconocernos, Inés me habla deuna red de solidaridad“under”, que nunca imaginó que podía existir. Me cuenta que hace poco le pre­

guntaron cómo habíahecho para hacerle un juicio al Estado y su

respuesta fue:“Un día me subíal tren y fui a hacerle una consulta al

abogado”. Lo hizo siguiendoesemismo impulsovital que la consoló

durantelos nuevemeses en que suhija creció en su panza. Ese im­ pulsoque nos enseña a gatear y acaminar.A cazar los sueños como

aluciérnagas. Me miro en sus ojos verdesque de a ratos amenazan con empañarse. No es nada malo. Solo que aveces los sentimientos

quedanala intemperie. Iguallas dos sabemos de qué setrata. Las pa­ labras fluyen hasta que el tiempo se queda atrás y tenemos que despe­

dirnos.Medavergüenzaabrazarla y le golpeo torpemente la espalda.

Mevoycorriendo y me subo auntaxi.Recién entonces me entrego a laagradable sensacióndehabertejido juntas un nudomás enlared.

E

lla pasa la mano sobre mi hombro yme habla al oído. Pero su voz me llega como el eco de una piedra que cae en un aljibe. “No

podés ponertemal, no tenés tiempopara eso”, dice conciertacom­ plicidad. Desde elfondo del pozo escucho la arenga, reconozcoque

meestádandoalgo de mipropia medicina ¿Por qué nopuedo,por qué? Aprendo también arespirar allíabajo. Nisiquiera en el fondo dejo de sentir la intensidad de este corazón que late sin remedio, abandonado alavida.A este despojo de estar vibrando al ritmo del mundo y también a otro más secreto, sin retorno, huérfano. Aun teniéndolo todo, comiendo todos los días, sin frío, con moderado

calor. Aun cuando me cubrenvoces como mantas, manos alcoba

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cerse un sinsentido de repeticiones yyo acurrucarme en esta

la-tencia de la que me gustaríasalirperoesparte de estarviva. ¿Qué es el tiempo más que este ahora? Escurrido de ahoras fijos como estrellasen uncielo constante, constelado debellezas efímeras que sedejan volver cadavez. No, no es bueno para el sistema inmuno-lógico este deseo de espaciar la conciencia hasta que sea solo un chispazo, un fósforo en unanoche sin lunaqueno me deje ver más quelo pequeñoquetraetibieza y la añora. No me hace bien que la vidametraiga este marenlas venas,quese derrama de mí, medes­ borda en cualquier palabra, secae de mis ojos. Pero siempre vuelve

la ansiedadde losinstantes que van a prenderse comobroches en el cielo.Yasípasan losdías.“Raquel, no tepreocupes -quisiera ha­ berte dicho-, es nada más que esteimpulso de mar que aveces se retira dela euforia y deja una playa desierta enla que igual anida el

recuerdo y la posibilidad devolvera ser ellechode cardúmenes. Es solamente eso. Yavaapasar.Pero no te muevasde mi lado. Ningún

otrotriunfo pasajero podría curarmemejor de la angustia que tu imperiosa orden de que me sienta mejor. Aun cuando no pueda

contestar. Aun cuando me recuesteunpoco sobremi depresión in-munológica pararetenerteen esta noche que me hace su fantasma. Notepreocupes,lalluvia lava lasheridasdel alma ycomo elolor de

latierra mojadase presentaelmilagro de estar enel mundo”. Noes

posible blindarse aldolor.Solo puedo darmepermiso para sentirlo.

Y talveztransformarlo, aunque seaen un montón depalabras que tejan una soga por dondetrepar ala superficie.

C

laudiaestaba un poco afiebrada el viernespasado. Pero tomó el treny elsubte paraviajarde JoséC. Paz ala Facultad de Filosofía y

Letras.La cátedra deDerechos Humanos la había invitado parauna

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ciosamente: cuando estaba embarazada de Nicolás, quehoy tiene cuatro años, le hicieronelanálisisde vih. Pero nunca vio el resul­

tado. Ledijeron que sehabía perdido, pero que igual no era para

hacerse problema. Al año su marido enfermó y murió. Ella y su

hijomenorestán también infectados. El auditorio se convierteen unaarrugasobreelentrecejo. Algunosdicen que no conlacabeza, como si no les pareciera posible lo que escuchan. Claudia tiene

dos hijos más, uno de ellosestácon ella. Ella lopresenta y él son­ ríe desde un costado delasala. Ella cuenta que su último recuen­ to de CD4 era bajísimo. Que Rodrigo se preocupóy le preguntó: “¿Cómo podemos hacer para subirte las defensas, mamá?”. Ella

contestósin esperanza: “Necesito lasdrogas,y no las tengo,no me las dan”. Rodrigo igualhizola comidapara sus hermanitos y no la

dejólimpiar. El nene se pone colorado. Esanoche vio el Obelisco

de cerca por primera vez y está contento.Claudia seenredacon su

testimonio, tiene mucho para contar. Noquiere olvidarse de decir

que estuvo en Tucumán y afirma“esto es verdad” antes de relatar

cómoa los que mueren a causa del sida no está permitidovelarlos

y los envuelven en bolsas de nylon para enterrarlos. No quiere olvidarse de contar eltrabajo que se está haciendo en el Hospital de San Isidro donde ella, con sus nueve CD4 puso su teléfono a disposición de todos los pacientespara aclarar dudas y encontrar

laforma de recibir loque necesitan: lamedicación. Claudia insis­

te, necesita las drogas. Hoy. Pero el gobierno no las entrega. No lavenaClaudia. No ven a los cientosde Claudiasque hacen cola

todos los días en Lima 340 para retirar medicación que no está. ¿Cuántas veces puede ser estonoticia en el diario? ¿Cuántas veces

se puede hacer la misma denuncia? Tal veztendrían que bajar de

los despachos y mirarla calle, asomarse a la vereda delMinisterio de Salud. Allí pueden encontrar a Claudia, esa chica bajita que sabe quela únicaforma devivir es con dignidad,yentonces sigue exigiendo. Esachicaque tiene tres nenes, a los que no quieredejar solos.

(49)

T*

iroel I Ching. Me pidepaciencia. Me pide perseverancia. Loque

subyacea todaelección.Estábien.Vuelvoacaminar después de queun nuevo rechazo me hacecaer demis botas de cuero. Y ya nome duele.

Ya no me quedo como una muñeca rota quenecesita un corazón de

fantasía. Entiendo que soy yola que apuntamal. Que quiero recuperar causasperdidas. El amor andaporotrossenderos. No quiero escuchar

más mentiras.Nuncapensé que el vih fuese tanbuenaexcusa para la histeria. Quémejor para no comprometersequetener miedo de algo que nose ve,que nose sabe, que puedeser mortal.Siquerés comprar lo que te venden, yo te avisé. Como dice la propaganda en la tele.Yo

te avisé, yo tecuidé. Podría no haberlo hecho. Eso eslo que me criti­

canmis amigos que sabende qué se trata. Ellos eligen cuándo dar la

información. Yo nopuedo elegir callar. Mepesa demasiado, no estoy acostumbradaa lasmedias tintas. Si nopuedocontarte lo que atraviesa

mis díasnopuedo encontrarme convos. ¿Cómo haría para respetar el horario dela medicación si nocuento con vos, del otro lado? Jorge se quejade que me expongo demasiado. Adriana me dice que no puedo evitar decirlo, porque alomejor él quiere utilizar una protección extra. El problema es que la protección extra no funcionacon el corazón. Y

contrael virus,no hace faltamás que lo que dicta elsentidocomún, un forro. No dos. Esuna estupidez buscarmásvueltasalasunto. Siquerés defenderte buscando una excusa médica, como si faltaras a trabajar, está bien para vos. Yosigo mi camino. Me quedanloslabios rojos con­

geladoscomo los brotesenuna mañana deescarcha. Pero nome pidas que entienda. En todo casoentendemea mí. Preocupatepormí.Sisoy

yo la quelleva la peor parte. Soyyo la quetoma lasveinte pastillas diarias,la que pone límitealosexcesos. Soy yo la que se atreve a soñar

cuando alguna información oportunista como las enfermedades nos hablade erradicación del virus y de dejarlamedicación. Me cuido de

vos comome cuidode lo que dicenlosdiarios sin pensar qué pasaen

losinteresados como yo.Que nosabemossi correr abuscar un pasaje a Francia oincrepar a nuestros médicos para ver cuánto hay de verdad,

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