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Salvación

con letras de Juan Pablo González y arte de Pedro Mesa

I’ll be back. Guys like me die caught.Guys like you die Bloody

. Game over

,

man. GAME OVER. Y ipee-Ki-Yay #$%

Let me tell you about my mother

...

No, Mr

. Bond, I expect you to die.

Never send a boy to do a man’s job. If it bleeds we can kill it...

Good? Bad? I’m the guy with the gun.

Say hello Fill your hands you son of a bitch!

N

one of you understand. I’m not locked up here with you. Y

ou’re locked in here with me.

Dyin’ ain’t much of a living, boy .

Go ahead, punk, make m

With great power comes great responsibility!

If only those brick

s could talk…the things they’d say would help build better prisons in the futur

Words and pictures are yin and yang. Mar

ried, they produce a progeny more interesting than either

Comics are a gateway drug to literacy. I send them to hell. I sleep just fine.

I’m the best at what I do,and what I do isn’t Vengeance is but the last resor

t of the unthinking!

Insanity is defined by its cultural milieu.

I bring you a gospel of oblivion. What do you think the “

A” on my head stands f

or? France?

Never com

promise. N

ot even in the face of Ar

mageddon.

Barely twenty hours back in the city and I’ve already gone madder than a bastard on Silence. I am watching television.

Paranoids are just people in possession of all the facts.

You’re miserable, edgy and tired. Y ou’re in the per

fect mood f or jour

nalism.

Life is a disease: sexually transmitted, and invariably fatal. Lif

e isn’t divided into genres. It’s a hor

rifying, romantic, tragic, comical, science-fiction cowboy detective novel. I despise the comic industr

y, but I will always love the comic Good evening, London. I thought it time we had a little talk.

There’s no f

lesh or blood within this cloak to kill. There’s only an ide

Men are only so much use. Men are boys.

Have faith, Herr Starr.

Why is it the g

reatest cham

pions of the white race always tur

n out to be the worst exam

ples of it? YOU! Where the fuck is your CHIN?

Come with me if you want to live. It’s just the way of it, son. We all sell our souls

sooner or later

. Son of God or son of man, Marseille:

you can’t fuck your sister and expect much good to

come of it. Gaze upon the face of war

. Hum

perdid

oo

!

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Esta página es dejada en blanco de manera intencional. I steal from every single movie ever made. If people don’t like that, then tough tills,

don’t go see it all right? I steal from everything. Great artists steal, they don’t do homages.

—Quentin Tarantino

We must realise that man’ s nature will remain the same so long as he remains man; that civilization is but a slight coverlet beneath which the dominant beast sleeps

lightly and ever ready to wake. — H.P. Lovecraft

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El pesar de

los monstruos

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SALVACIÓN

“ The path of the righteous

man is beset on all sides by the

inequities of the selfish and

the tyranny of evil men. ”

— Jules Winnfield

Muchas historias comienzan con un judío bajo la lluvia. Nuestro judío camina empapado y con la mirada clavada en el piso, por un barrio que su pueblo abandonó tiempo atrás. El frío cala hondo. Sus botas ya no son las de antes y, con cada paso por entre los charcos, se inundan tras un agudo chillido de succión. Su nombre era Mordecai Levy, pero quienes lo conocen lo llaman simplemente “Lev”. Faltan unos minutos para el amanecer. Las luces de los postes, que parpadean ocasionalmente, y el crujido de la basura atrapada entre los desa-gües parecen ser las únicas señales de vida en esas calles; pero él, que sabe donde buscar, encuentra movimiento en los pequeños callejones. Bajo el piso mana un murmullo: son los habitantes del subsuelo. Las alcantarillas son el lugar que han escogido por hogar y en las noches lluviosas abandonan las profundidades de las cañerías por temor a ser arras-trados por las inundaciones.

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EL PESAR DE LOS MONSTRUOS

Más adelante, cubiertos por las sombras de un edificio en ruinas, dos hombres llevan a cabo una transacción. La mujer cuya dignidad compra-ron con puño y cuchillo apenas se queja con cada embestida. Lev aprieta su mandíbula y sigue su camino. Ninguno de ellos es el hombre que está buscando. Un ave negra, el único testigo de este crimen, los acompaña con su llamado, pero emprende el vuelo al posar sus ojos sobre Lev.

Al fondo de la calle se escuchan cinco campa-nazos y el judío levanta la mirada con este recuerdo de su único amigo. El capellán tampoco duerme en las noches. A veces, durante sus caminatas, lo ve en lo alto de la capilla, observando las calles desde una ventana redonda. Cuando se lo encuentra le re-crimina en silencio su comodidad, que haya escogido refugiarse tras los muros viejos de la iglesia. Pero es cierto que esas calles no son el lugar para un viejo capellán, y tampoco para un simple judío.

Y es que algunos han decretado que los suyos ya no son bienvenidos por esas calles, pero nunca sabrán que Lev infringe esa norma secreta pues su rostro ya no existe...

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SALVACIÓN

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EL PESAR DE LOS MONSTRUOS

El judío, abrumado por el recuerdo, deja que el cigarrillo se consuma. Las cenizas se van flotando en los pequeños ríos de lluvia que se derraman por sus piernas. Al cabo de un rato, se para con dificul-tad y abre la puerta de su edificio. Ha sido otra noche desperdiciada.

Las escaleras de madera vieja crujen bajo su peso. El ascenso es lento: sus músculos están para-lizadas por el frío, sus rodillas oxidadas con la edad, pero puede tomarse el tiempo que quiera para subir. Nadie más usa las escaleras porque el edificio lleva años abandonado. Solía ser un hotel de piezas ba-ratas y mujeres casi gratis, de manchas incómodas y gritos en la noche. Con el tiempo, los inquilinos dejaron de llegar, y un día el dueño desapareció. El judío nunca supo qué había sido de él.

Casi ahogándose, Lev alcanza la puerta de su pequeño apartamento, el

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un número obviamen-te arbitrario pues no hay más de cinco apartamentos en el piso. Cuando recupera el aliento enciende otro cigarrillo.

Adentro no hay mucho: una cama, un baño, una ventana que deja salir los vapores de la cocina improvisada. Hay libros, pero mala iluminación. Re-cortes de periódico, pero sin lugar para pegarlos. Hay teléfono, pero nadie a quien llamar. Polvo.

Lev se quita el sombrero y la ropa empapada. Se acerca a la ventana —su balcón, la llama con me-lancolía— y mira su ref lejo en el cristal. Su risa es seca, casi como una tos, mientras se imagina a otro hombre preguntarse lo que piensan los quemados cuando se ven al espejo. Es obvio.

Pega su frente contra el vidrio y sus ojos oscu-ros se quedan fijos sobre la calle; está seguro de que el hombre que busca está ahí, en algún lugar. Obser-vando burlonamente su búsqueda. Escondiéndose a plena vista. Afuera, las columnas de lluvia se abren como un telón viejo y el gris de la madrugada reem-plaza al gris, ligeramente más azulado, de la noche. Lev golpea la ventana con una bocanada de humo, como intentando preservar la penumbra, y se tumba sobre su colchón. Otra noche desperdiciada y ya no le quedan muchas más.

Repite tres veces el nombre, como un conjuro, y cierra sus ojos. El hombre tampoco tiene rostro, es apenas una silueta alta que huele a whiskey y cecea al hablar. Sabe que debería tomarse sus pastillas o el dolor no lo dejará dormir, pero no le importa. Nada más abominable en ese momento que pararse, ir al baño, y abrir esa botella que dice Mordecai Levy. Su respiración se hace más lenta y se ve rodeado por el sueño rojo. Gritos angustiados. El rugido de la ma-dera incandescente. Sangre y gasolina envolviendo su cuerpo...

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EL PESAR DE LOS MONSTRUOS

Horas después lo despierta un timbre imposi-ble. El teléfono suena un par de veces y Lev se arma de valor. Al otro lado de la línea escucha voz fami-liar:

—Tenemos que hablar.

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SALVACIÓN

“ You’ll pretend you were men instead

of babies, and you’ll be portrayed

in the movies by

Frank Sinatra and John Wayne

or some of those other glamorous,

war-loving, dirty old men.

And war will look just wonderful,

so we’ll have a lot more of them.

And they’ll be fought by babies like

the babies upstairs. ”

—Mary O’Hare

A veces tengo pesadillas, así que me sirvo una copa y pongo una película y me esfuerzo por que-darme despierto. Lentamente la botella se va aca-bando y en la mañana no recuerdo nada de la noche anterior. No está del todo mal, pues mi profesión más o menos gira en torno al vino. Y es que, después de la guerra, alguien me dijo una vez que sólo había dos lugares para encontrar a Dios: en la iglesia o al fondo de una botella. No es de extrañarse, entonces, que me pusiera la sotana.

Las noches de lluvia, como esta, son especial-mente difíciles. Me llenan con los recuerdos de la jungla, de los gritos ahogados por el viento, y ese olor dulzón que todo veterano teme, pero secreta-mente añora.

Las cinco. Por un rato, las campanas retum-ban en su torre desgarrando mis oídos, haciendo que vibre el piso, anunciando la resaca venidera.

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MKULTRA

Después sólo queda el rumor de la lluvia mientras inunda un barrio olvidable. Nadie viene a los ervi-cios matinales, pero el gesto de tañer las campanas es fundamental. Es una de esas ilusiones que nos deja seguir viviendo en paz, como jugar la lotería. Como votar.

Por primera vez noto las goteras después de un golpe gordo y mojado en la cara. Una vez las veo es imposible ignorarlas y me pregunto si tendré suficiente dinero para hacerlas reparar. Cuando la lluvia se va, las gotas siguen regándose sobre las bancas de madera lacada y la baldosa que alguna vez fue blanca.

Luego de hacer un par de llamadas, me llevo una botella a la cama. Ésta se va acabando y eso me asusta, y ya no me quedan más películas que ver. Cuando el sueño me atrapa es el mismo sueño de siempre: la oscuridad de la jungla me rodea, el olor a tierra húmeda abruma mi olfato. Hombres de mi pasado me rodean y tengo un arma en la mano...

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SALVACIÓN

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MKULTRA

Llegaron en la oscuridad de la noche. No eran más que niños, pero tenían granadas y la voluntad de hacerlas estallar. De pronto algún anciano les había dicho que la explosión no los mataría, de pron-to nunca les importó. No estaban lispron-tos para los sol-dados: hombres que habían olvidado cómo dormir, presos de la paranoia, rodeados por oleadas de en-emigos desconocidos, y con sus corazones bombean-do cocaína y otras drogas fabulosas especialmente

diseñadas para ellos.

Los experimentos habían comenzado años antes, después de Corea, copiados de ideas llevadas a los libros, al cine. El gobierno necesitaba sujetos de prueba y al otro lado del océano, de vuelta en casa, abundaban los patriotas. Dentro de la tienda de cam-paña, estos patriotas podían oír los pasos de los re beldes. Luego de una señal del Capitán comenzó la ráfaga de plomo y sangre infantil.

Una de las granadas estalló, lejos de su objeti-vo, haciendo volar unos dedos pequeños. Las dulces vocecitas asiáticas profirieron gritos que mezcla-ban delicadamente el rencor y el miedo antes de ser silenciadas por un balazo. Tras el brillo de los dis-paros, los ojos de los soldados se mostraban pesados y ojerosos, pero calmados. Sus barridos eran lentos y metódicos, haciendo del genocidio una operación

poco más complicada que limpiar la casa. Después de tantos meses, matar se había hecho aburrido y solo querían dormir, pero habían olvidado cómo.

La defensa solo duró unos minutos. Luego, los patriotas salieron a recolectar trofeos. El Capi-tán era un coleccionista de orejas, como muchos en el pelotón, aunque nunca le gustó usarlas en un co-llar. En vez de eso las guardaba en una caja de madera que él mismo había tallado con sus cuchillos. Había otros que coleccionaban dientes o falanges. Unos, los más jóvenes, simplemente salían a asegurarse de que no hubiera sobrevivientes.

En las mañanas siempre escucho los mismos discursos: rameras seguras de que su fe las protege-rá mientras recorren las calles; la anciana conven-cida de que incluso cagar es un pecado; el hombre de negocios que tiene un amorío con su secretaria y el otro, más viejo, que a veces fantasea con su hija. Solía preguntarme si estas gentes buscan el perdón o sólo un cómplice, pues entiendo el deseo que tienen de narrar. A veces parecen venir a revivir sus crí-menes, a veces se van sin recibir la expiación. Con el tiempo me fui aburriendo y dejé de escucharlos, así que mientras concluyen sus sórdidos relatos me

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SALVACIÓN

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MKULTRA

entretengo tallando figuritas de madera. Pero esta mañana es especial: El Niño ha venido otra vez.

Todos en el barrio han oído ese nombre. Se tra-ta de Carlos, un cantra-tante joven y de facciones suaves ves que si hubiera nacido en otro lugar del mundo probablemente sería un actor bien pagado. En las noches lleva de bar en bar sus canciones tristes y, cuando canta, el mundo parece detenerse. Siempre lleva al hombro su guitarra y al cinto una Glock 17. Es un arma elegante, más apropiada para un miem-bro de las fuerzas especiales que para un asesino callejero, y le da un estilo a El Niño que no puedo sino admirar. Pocos saben cuál es su trabajo diurno, pero yo siempre tengo acceso de primera mano a todas sus aventuras.

Los patriotas caminaron por días en la jungla bajo el calor asfixiante, calor que añoran cada vez que la lluvia los golpea como un millón de piedre-citas, casi como si la tierra misma los estuviera linchando. El Cabo Marduk hacía reconocimiento mientras lo demás esperaban impacientes. Estar mucho tiempo detenidos significaría que los insectos encontrarían la manera de meterse bajo sus uniformes. Además les quedaba poco tiempo para llegar a su des-tino, donde debían interceptar un convoy enemigo.

—Capitán, es una aldea. ¿Órdenes?

Marduk era un hombre alto, ni muy ágil ni muy silencioso, pero había perdido una apuesta así que esta semana le tocaría ir siempre a la vanguardia.

—Lo usual: esterilizar.

— Pero capitán, no son combatientes.

La broma de Marduk casi le arranca una carca-jada a todo el pelotón. Avanzaron en silencio, algunos intentando contener todavía la risa. Lo primero que vieron al salir de la enramada fue a un niño jugando con una pelota de hule.

El Niño es el último cliente de la mañana y, cuando se va, llega la hora de limpiar el sótano. No sé cómo serán los sótanos de otras iglesias —o si esos sótanos existan—, pero éste más bien parece un qui-rófano o una carnicería. Es grande y rectangular, con piso y paredes de baldosa blanca y grandes tu-bos fluorescentes como lámparas. Al fondo del cuar-to hay un armario metálico pintado de azul, y juncuar-to a este una bolsa de lona negra. Mientras inspecciono el armario, en busca de mi caja de herramientas, el hombre atrapado en la bolsa se retuerce.

—¡Señor Wences, guarde esa muñeca! —¡Sí, Capitán!

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MKULTRA divertía jugando con una niña pequeña que llevaba un par de horas muerta. Tenía la mandíbula parcial-mente dislocada y le había arrancado los párpados para hacerla parecer un muñeco. Moviendo su ca-beza hacia los lados la hacía contar chistes pésimos. Sagawa era de esos miserables que, por mucho que lo intentaran, jamás lograrían ser graciosos. Por esta costumbre peculiar, El Capitán había optado por a-podarlo Señor Wences, como el ventrílocuo español.

Apenado, Sagawa lanzó a la niña sobre los otros cadáveres y se fue a ayudar a sus compañeros. Des-pués de apilar los cuerpos, mientras el humo se tra-gaba los gestos horrorizados de las caras amarillentas, Sagawa intentó otro chiste:

—¿En qué se parece un niño muerto a un in-surgente asiático?

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SALVACIÓN

“ Vigilantism is the spirit of permanent

counter-revolution, infinitely

variegated by place,

power, time, and circumstances.

In days of peaceful

social exploitation it is dormant.

In days of growing social unrest it

becomes more articulate and sinister. ”

—Benjamin Stolberg

La bota militar cayó pesadamente sobre la boca del asiático, convirtiendo sus gemidos en un denso chorro de baba y sangre.

—Es arroz frito, tío Benny, arroz frito,— le gritó Müller.

Müller amaba las pelis de Arma Mortal1. Por

eso, cuando patrullaba las calles en busca de inmi-grantes y otros indeseables, se sentía como el prota-gonista de una cinta de policías. Parecía hecho para el papel: era alto, fornido, de facciones fuertes, y

1 Una encuesta del 2004 desarrollada por la Liga Antidifamación en Estados Unidos reveló que 67% de los jóvenes afiliados a grupos neo-nazis o de supremacía blanca admiraban las habilidades actorales de Mel Gibson. A propósito de esta encuesta, el sociólogo George P. Burdell apuntó que, en términos ideológicos, hay un vínculo muy fuerte entre la figura del policía renegado en la cultura popular norteamericana y el estilo de vigilantismo calle-jero característico de grupos de supremacía blanca que operan en un contexto urbano.

Un par de meses después, en un giro inesperado, la popularidad de Mel Gibson entre estos grupos se redujo casi en un 50%, luego del estreno de su controversial —y supues-tamente antisemita— La pasión de Cristo. Algunos críticos señalaron que, debido a su fuerte carga de homoerotismo, la infame escena en que los guardias romanos azotan al mesías fue percibida como un sacrilegio —una suerte de violación de Dios— por integrantes de grupos neo-nazis como la Hermandad Aria. Por ejemplo, el fin de semana del estreno, Andrew MacDonald (líder de la Alianza Nacional, el grupo separatista blanco más notorio en los Estados Unidos) publicó un artículo en el que expresaba su rechazo por el trabajo de Gibson. Pasado un tiempo, el destacado comediante judío Mel Brooks recordaría este incidente y agregaría: “esa película fue tan terrible que hizo enojar hasta a los nazis, pobre Mel”.

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88

tenía una mirada azul, cargada de resentimiento, que aseguraba el desquite con el primero que diera la oportunidad. Los otros lo admiraban, Johanna también. Esa admiración, más que cualquier otra cosa, la había llevado a rasurarse totalmente el cabello.

Las botas negras y los jeans apretados vinieron después. Finalmente, para hacerse notar, tatuajes de águilas y runas que cubrían completamente su espal-da, y un par de esvásticas que ocultarían sus pezones para siempre.

Esa mañana de abril Johanna se miró al espejo horrorizada: estaba más bronceada que antes. Había gastado mucho en hacerse más pálida, comprando pomadas blanqueadoras y ácidos especiales. Incluso había conseguido un trabajo de medio tiempo y estaba ahorrando para una operación igual a la de ese can-tante negro años atrás. Iba tarde, así que se untó la pomada rápidamente mientras mordía sus labios para soportar el ardor. Mientras tanto, los músculos de sus brazos y espalda palpitaban resentidos por el riguroso entrenamiento de la tarde anterior. Andar con la gente de Müller tenía su precio.

Salió del baño, se puso una camiseta, se esforzó por meterse en sus jeans y se amarró las botas lo me-jor que pudo. Cogió su chaqueta roja, un poco brillante y anticuada, y bajó a despedirse de su mamá. Sobre

la cama dejó un sostén que no hacía falta y una manopla que no necesitaría hasta la noche.

—Me voy— gritó. No hubo respuesta.

Al pasar junto a la sala miró con tristeza un bulto gelatinoso que respiraba pesadamente sobre el sofá. El bulto se había pensionado un par de años atrás y ahora solo veía televisión. El movimiento de sus ojos ante los brillos de la pantalla era la única señal de que estaba consciente.

En la calle se enfrentó al ruido usual: los carros que pulverizaban las avenidas, vendedores que podían gritar por horas, una alarma desconocida destinada a sonar durante el resto del día. La lluvia de la noche anterior había transformado las aceras en lodazales y caminar se hacía difícil pues, a pesar de la punta metálica, sus botas eran decorativas y la suela esta-ba casi lisa. Los vecinos se habían agrupado en una esquina, alrededor de un cadáver. Alguien había muer-to durante la madrugada y la policía no había llegado a recogerlo2.

Después de mirar un rato al muerto, se apuró en su camino hacia el bar. Nunca había visto un cuerpo

2 El poeta Araki Yasusada, sobreviviente de la bomba atómica de Hiroshima, comentó alguna vez para la prensa inglesa sobre la fascinación que provoca en las multitudes la presencia de un cuerpo muerto. Ante el evidente horror de su entrevistador, se aventuró a agregar que en los barrios populares de Londres muchas veces el levantamiento de un cadáver servía para suplir las necesidades de entretenimiento de la población menos favorecida. Años después, fue confron-tado por el mismo entrevisconfron-tador, quien ahora se dedicaba a presentar un programa nocturno de comedia. Yasusada se defendió arguyendo que, en un primer momento, tenía pensado señalar que la totalidad del mundo occidental se había formado alrededor de la contemplación de un hombre crucificado, pero esto le había parecido realmente salido de tono. Era el 16 de abril de 1972, la última vez que el mundo escucharía la voz del aclamado poeta.

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88

agujereado por balas. Cruzó la calle y la alcanzaron los olores que provenían de la única panadería del barrio y deseó tener tiempo para detenerse y comprar algo caliente para desayunar. Pero la estaban esperando. Müller la estaba esperando.

Cruzó otra calle, dejando atrás el parque, y luego la calle de los músicos, quienes apenas salían de tra-bajar. Al pasar frente a la iglesia vio a un sacerdote sentado en las escalinatas. Era un tipo de rostro amable y un cuerpo viejo pero fornido. Hablaba con un hombre que iba de sombrero y abrigo, y que llevaba manos y brazos cubiertos por vendajes. Sintiendo repulsión por el leproso, Johanna continuó su camino.

Después de unos minutos miró hacia la derecha, a su lado andaba una prostituta. Esta llevaba sus zapatos en las manos pues se le había roto un tacón, y el lodo no era lo único que manchaba sus medias. Al llegar al bar encontró la puerta cerrada y debió entrar por detrás.

Cuando se sentó, el resto de Los 88 había llegado ya. El grupo se había reunido para darle la bienvenida a Müller, luego de su ausencia de casi dos años. Nadie estaba seguro de por qué se había ido. Algunos decían que tenía familia en Alemania y había ido de visita, pero otros afirmaban medio en broma que había cometido algún crimen y se había estado escondiendo.

El reencuentro fue un asunto solemne. Bajo la mirada azul de Müller, Los 88 se sintieron como un

grupo de soldados siendo inspeccionados por su coman-dante. Algunos, como Johanna, estaban nerviosos. Otros, miembros más antiguos, mostraban con tran-quilidad la alegría que les provocaba volver a ver a su líder.

En la tarde, como era usual, terminaron hablan-do del barrio: de crímenes y vagabunhablan-dos, de limpieza social. Los de la mezquita habían contratado como guarda-espaldas a un tal Mouzone, un matón de otra ciudad conocido por su sadismo. En las calles corría el rumor de que una balacera entre cantantes había dejado dos mariachis muertos. Un par de negros, desconocidos por todos en el barrio, habían violado por tercera vez en lo corrido del mes. En esta ocasión se trataba de una anciana que vendía hamburguesas en la calle; la mayoría de los presentes habían sido clientes suyos alguna vez. Peor aún, desde hacía un par de semanas, uno de los suyos andaba desaparecido. La última vez que vieron a Alberto fue una noche luego de una sesión de entre-namiento. Nunca llegó a casa.

Alguno dijo que debían organizar patrullas y trabajar con la policía. Eso despertó una risa genera-lizada; desde hacía semanas no veían agentes en las esquinas. Solo Müller permaneció en silencio, impa-sible, estudiando con sus ojos fríos a sus discípulos. Johanna jamás lo había visto reír.

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88

Más tarde abrieron el bar. Los borrachos de siem-pre se les unieron con unas cuantas cervezas y los ne-gocios dieron paso al placer. Alexander, el dueño del bar, hizo estallar los parlantes con rock duro y agresivo, y los más jóvenes entre ellos se pusieron a saltar y darse golpes. Johanna se les unió, buscando aceptación entre los puñetazos de sus amigos. De vez en cuando volteaba

buscando los ojos de Müller, buscando una sonrisa.

Más tarde comenzó la cacería.

Müller iba adelante, guiando el ataque. Los demás lo seguían cantando y gritando rítmicamente, sumidos por completo en su ritual callejero. Los takas corrían despavoridos sin saber que estaban rodeados. No habían cometido ningún crimen, salvo caminar por una tierra en la que no habían nacido, pero sabían lo que les es-peraba de caer en manos de Los 88. Johanna, por su parte, sentía un placer mórbido, una satisfacción in-descriptible al infundir terror en las mentes de los inmigrantes. Algo en el rostro de un hombre a punto de llorar la llenaba de excitación.

La historia de Alexander es, en muchos sentidos, indispensable para el desarrollo de esta novela. Este anciano de origen austriaco representó para el Eje lo que el mayor Kilroy para la moral del Ejército Aliado. Las historias de su valentía inundaron por muchos años los panfletos y propagandas radiales alemanas, haciendo del hombrecillo una leyenda. Ni siquiera la derrota definitiva del Tercer Reich

sirvió para acabar con su legado; incluso hoy, decenas de nazis alrededor del mundo levantan plegarias a Alexander para que su espíritu los proteja de los

asesinos de la Mossad.

Luego de correr un par de cuadras a los ama-rillos se les acabó el aliento. Las patadas llovieron sobre ellos mientras Los 88 aullaban iracundos, y cada golpe les robaba un poco la vida, regándola sobre el pavimento. Uno de los takas miró a Müller por debajo de sus párpados hinchados, intentando rogarle que parara, buscando su voz y encontrando solo tos ensan-grentada. Pronto se vio envuelto por correas ajenas y mordazas hechas con su propia ropa, y luego se vio elevado por encima de Los 88, como un conejo muerto u otro trofeo barbárico.

El otro había dejado

de moverse hacía un rato, salvo por un ligero temblor de sus dedos fracturados. A este le tocó la gasolina y la conflagración. Johanna tenía el encendedor y todos la miraban expectantes y con un ligero quiebre de su muñeca invocó la llamarada. Antes de desvanecerse, los ojos del taka denotaban sorpresa. Luego, su carne hecha humo se levantó hacia los cielos.

Alexander vio desde popa cómo se desvanecía la costa española. Estaba seguro de que

jamás regresaría a Europa y de que tendría que olvidar su

nativa Viena. Como muchos de sus colegas, había escogido el exilio luego del final de la guerra, y se dirigía hacia

Suramérica.

Iba disfrazado. En los circuitos subterráneos corrían rumores de campos de concentración esperando llenarse con fugitivos

alemanes y asesinos judíos que buscaban a los pocos que

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Kopinsky. Ese era su nuevo apellido, inscrito en el pasaporte

polaco que le había costado una fortuna. Había sepultado

su uniforme y sus medallas y ahora usaba un abrigo raído, cargado con el olor de la muerte.

Cada semana perdía peso, alimentándose solo con queso duro

y pan viejo. Cada día su rostro se hacía más huesudo, sus pómulos más marcados, y sus labios se recogían revelando poco a poco su dentadura

blanca. La tripulación lo miraba con pesar, seguros de que transportaban a un judío más, un judío que había logrado escapar con vida de la máquina de guerra

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Documento

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SALVACIÓN

“ Some people never go

crazy. What truly

horrible lives they

must lead. ”

—Charles Bukowski

—¿Qué tal un libro sobre vudú? Llevo años queriendo escribirlo.

El editor fijó sobre mí sus ojos extraños y vacíos, mientras sonreía con un simulacro malogrado de cortesía.

Era obvio que la idea le parecía detestable. Miré avergonzado hacia la mesa de mi sala y su desorden de revistas y libros viejos. Fingí por unos minutos estar detallando la portada de

Eddie Condon: dios del banjo, uno de esos libros

que se compran por impulso y que resultan cumpliendo una función netamente ornamental.

—Cuéntame más.

—Había pensado usar el poco material que conseguí en Nueva Orleans: toda la historia de Marie Laveau, su uso de la brujería para inf luenciar las decisiones de los jueces, sus apariciones y milagros después de muerta.

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DOCUMENTO SIN TÍTULO

— ¿La... la reina vudú de Nueva Orleans? ¿Enrique, crees que alguien acá podría inte-resarse por esas bobadas?

Tenía razón pero no iba a aceptarlo fácilmente.

—El vudú podría vender, estoy seguro. Siempre ha existido entre la gente una fasci-nación mórbida por las prácticas de la África ancestral, y la magia está de moda otra vez.

—Puede funcionar si la llenas de zombis. La gente ama a sus muertos vivientes. También tendrías que mover a Laveau hacia el trasfondo. En este país, con esta economía, no nos podemos arriesgar a publicar una novela con una protago-nista negra.

Tenía esa expresión de determinación a la cual tantas veces me había enfrentado, así que decidí rendirme. Pasó un rato antes de que fuera capaz de aventurar otra opinión:

—¿Otro? Después de los Sopranos y las novelas de Puzo, creo que ya se explotó todo lo que había por decir sobre la mafia.

—Si seguimos así, corremos el peligro de descubrir que ya se han contado todas las his-torias.

—Hasta puede que eso sea cierto. De pronto se acabaron las novelas, ya no queda qué escri-bir. Tendrás que dedicarte al cine.

—Me niego a creer eso. Mientras haya amas de casa aburridas habrá novelas.

—Y adulterio.

—¿Entonces, qué voy a escribir? ¿Una reflexión más o menos sesuda sobre la historia violenta del país? ¿Drogas, pobreza y prostitución infantil?

—A los demás les ha servido, al fin y al cabo es nuestra literatura nacional.

Decidí ignorar ese último comentario por temor a considerarlo seriamente.

—Dime entonces qué historias sirven. Eso es lo que hacen los editores, ¿no?

La discusión nos había tomado toda la ma-ñana y buena parte de la tarde. Las regalías de mis últimos libros se estaban acabando y todavía no se nos ocurría a qué proyecto le iba a dedicar el resto del año. Era un tema relativamente urgente porque las facturas seguían llegando y el pozo de la inspiración parecía estar completamente seco.

—Alguna vez escuché la historia de un judío que escapó de la muerte convirtiéndose en un ave

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DOCUMENTO SIN TÍTULO

y volando lejos de las llamas que intentaban en-volverlo— me dijo mi editor confiado.

—¿Seguro de que era un judío? Esa historia me suena familiar...

—Lo era. Cuando sus enemigos lo tenían ro-deado y su familia ya se había deshecho entre el fuego, juró venganza y se transformó ante los ojos de los hombres que habían ido a matarlo.

—¿Y ese libro sí vendería?

—Las historias de venganza siempre venden porque el público se siente identificado. Más de una vez han querido matar a alguien o al menos tortu-rarlo por alguna ofensa, por pequeña que sea. La venganza es el sentimiento más humano, ese libro podría volverse un best-seller si lo escribieras. Di- cen que, unos años después, el judío reapareció en las calles con otro nombre y otro rostro, y que uno a uno fue encontrando y matando a los responsables de la muerte de su esposa.

—Necesitamos un descanso—, le dije. —No es saludable trabajar tanto.

Serví un par de vasos de whiskey y puse un vinilo en mi viejo tocadiscos, el 2112 de Rush. Me dejé inundar por los sonidos de la banda canadiense y la ficción medio ridícula de la ópera espacial con-tenida en el álbum. No pude sino pensar que jamás escribiría ciencia ficción.

—Igual es un género muerto—, agregó mi edi-tor leyéndome la mente.

Habíamos sido amigos por años, primero en el colegio y luego en la universidad. Mientras yo hice mi recorrido por el mundo de las humanidades, él, siempre pragmático, estudió administración de negocios.

Tras largo rato se acabó la canción y sentí la necesidad de algo más moderno. Encendí el equipo de sonido y, casi al instante, comenzó la psicodelia con influencias medievales de Ayreon y su experi-mento final.

—Es una pena que no haya un vinilo de esta cosa—, me dije. —Los discos viejos siempre van a sonar mejor.

—Eso es como decir que una novela gustaría más si es mecanografiada.

Como era usual, tenía razón. Esa caracte- rística singularmente detestable había llevado a que nadie más en la universidad lo aguantara. Es cierto, muchos de sus compañeros lo admiraban, y sus profesores estaban de acuerdo en que era un estudiante excepcional, pero nadie —salvo yo— so-portaba siquiera tomarse un café con él. Y siendo el flaco como era, nunca le importó.

—La gente es muy boba—, me dijo alguna vez. —¿Cuál gente?

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SALVACIÓN

49

DOCUMENTO SIN TÍTULO

Fue durante una de nuestras muchas tazas de café con cigarrillo que le confesé mi secreto más oscuro.

—Flaco, tengo algo que decirte.

—Dale, Enrique, ya me imagino qué es—, res- pondió mirándome apenado.

—Yo... yo quiero ser escritor.

—Lo siento mucho, amigo. ¿Ya le contaste a tus padres?

—Pensaba hacerlo esta noche.

—No lo hagas. Ya están viejos y con esa noti- cia solo vas a lograr matarlos más rápido. Mejor te inventas que vas a trabajar conmigo mientras te vas de la casa, ya después puedes hacer lo que quieras.

Fue así cómo, sin saberlo en ese momento, El Flaco resultaría siendo mi editor. Al principio sólo le mostraba algunos cuentos cortos, la prosa densa y accidentada que todo escritor joven acostumbra, la cual apesta a idealismo y a izquierda política. Pero el flaco tenía buen oído y cinismo de sobra, y con su ayuda logré publicar mi primera novela.

—Eso del cuento está muerto—, me dijo hace diez años. —Me alegra que hayas dejado guardados los cuentitos en el cajón y te pusieras a escribir cosas serias, cosas que podemos vender—. Le alegraba, sobre todo, porque a él le tocaba el diez por ciento.

El álbum de Ayreon se fue acabando, igual que la botella de whiskey, y el flaco no había tocado su primer trago. Decidí encender un cigarrillo. El flaco había dejado el aburrimiento y ahora se ponía impaciente. Fue esa impaciencia la que, un martes hace un par de meses, lo llevó a incrustar su Mer-cedes en un árbol.

Esa noche su esposa me llamó desconsolada. —Se nos mató, se nos mató el flaco—, me dijo sollozando. Yo sólo podía pensar que el flaco nunca había sido suyo.

—Tranquila, ya voy para allá.

El entierro del flaco fue poco concurrido. El día estaba asoleado y había poco tráfico en la ciudad. De no ser porque estábamos sepultando a mi mejor amigo hubiera sido un gran día. El diluvio vino en la noche.

Bajo la tormenta luché armado con una pala oxidada contra el barrial que amenazaba con tra-garme. Pero necesitaba encontrar al flaco. Necesi-taba sus consejos y sus críticas, su humor seco y su hipocresía. Necesitaba la voz de mi amigo detestable para poder seguir escribiendo. Me llevé su cabeza en una bolsa de tela.

—Ya es hora de volver al trabajo—, susurró. Le devolví una mirada rencorosa y esa se-ñal ofensiva que me encanta hacer con los dedos.

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DOCUMENTO SIN TÍTULO

Apagué el equipo de sonido. Luego, me tomé su whiskey y recogí al flaco con delicadeza. El crá-neo se quedó en silencio, dejando caer su mandíbula como gesto de su enojo, mientras lo depositaba en la vitrina que aún hoy adorna la cabecera de mi biblio-teca personal.

—Hasta luego, flaco—, le dije a mi editor. —Hasta luego, Enrique—, espetó.

Esa tarde me enfrenté por primera vez en dos meses a la temible página en blanco y a ese encabezado burlón que atormenta a todo escritor

contemporáneo: Documento sin título. Mientras

tanto, el flaco me miraba en silencio desde su jaula

de vidrio.

Temporada

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SALVACIÓN

“ Thirteen months and fifteen days

The last ones were the worst

One minute I’d kneel down and pray

And the next I’d stand and curse. ”

—Dan Daley, Still in Saigon

El hombre de la bolsa me mira perplejo y rápidamente entiendo la confusión que debe estar sintiendo. Por una parte, indudablemente me tiene rencor por las torturas a las que lo he sometido du-rante las últimas semanas, pero también se siente reconfortado por mi presencia, habiendo sentido en carne propia el dolor del aislamiento prolongado. Le doy unos sorbos de agua y, aunque parecen arder al deslizarse por su garganta reseca, me pide un poco más. No soy capaz de rechazar su petición.

Después comienzan sus quejidos, que quedan atrapados por la piedra gruesa sobre la que fue cons-truida la iglesia, y su rutinario esfuerzo por soltarse de sus cadenas. Pero hoy algo es diferente: esa mi-rada que busca angustiadamente una salida es la mirada de un hombre roto. Seguramente si se soltara, mi huésped no sería capaz de llegar demasiado lejos.

Está listo para hablar, solo necesita mi ayuda

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a-SALVACIÓN

55

TEMPORADA EN EL INFIERNO

cerca el peor momento de su vida, e intento darle algo de esperanza.

—Cuando todo esto haya acabado te dejaré en libertad.

Me tomo el tiempo buscando en el armario, dejando que el hombre escuche los ruidos metálicos de algunas herramientas. Su respiración se acelera cuando finalmente le muestro los alicates.

El Capitán ignoraba lo que había sido de sus hombres. Con toda seguridad Sagawa había muerto luego de ser despedazado por la granada, pero el ene-migo los había rodeado y nadie había podido escapar. Luego lo golpearon en la cabeza y había despertado como prisionero.

La oscuridad era insoportable. Llamar celda al lugar de su cautiverio hubiera sido un cumplido; se trataba de un agujero profundo, ligeramente más ancho que su espalda, y cubierto en todo momento por una pesada tapa metálica. No había visto a nin-guno de sus guardias, ni siquiera sabía si estaba siendo custodiado. Una vez al día un soldado anóni-mo arrojaba sobrados fríos al agujero y El Capitán comía con voracidad. Habían pasado semanas y na-die mostraba señas de querer ejecutarlo. Tampoco habían intentado algún tipo de interrogatorio. No sabía qué estaban esperando.

Una mañana abrió sus ojos y se encontró con que un hombre delgado y viejo lo observaba desde arriba, detallándolo como a un espécimen científico. El Capitán se veía reflejado en los lentes oscuros que ocultaban su mirada.

Ayudo a mi huésped a salir completamente de la bolsa y me doy cuenta de lo sucio que está. San-gre y vómito, secos ya, le cubren el pecho ocultando unos tatuajes negros. Sus brazos y piernas están moreteados alrededor de las ligaduras, y los lugares de los que le arranqué pedazos de piel están empe-zando a oler mal. Su cabeza, rapada, tiene varias cortadas profundas que no han cerrado del todo bien y que no recuerdo haberle provocado.

—Necesitas un baño, no querrás que alguien te vea así.

Junto a la pared posterior del sótano hay una manguera que genera una buena cantidad de presión. La utilizo para lavar la baldosa cada vez que hay man-chas difíciles de quitar. Arrastro al hombre hasta allí y le arrojo algo de detergente.

—Restriégate como puedas—, le digo, y después enciendo la manguera.

Cuando ya está limpio y tiritando me inclino a su lado. Es hora de que comience a cantar, pero ne-cesita incentivos.

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SALVACIÓN

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TEMPORADA EN EL INFIERNO La oscuridad se fue adornando con los gritos de sus hombres; fue entonces cuando supo que mu-chos seguían vivos. Cada noche los enemigos venían por uno de ellos y cada noche los aullidos de dolor se prolongaban hasta el amanecer. Durante el día tenía otras preocupaciones. Había comenzado la temporada de lluvias y su agujero se inundaba constantemente. Los días buenos el agua le llegaba hasta la barbilla, pero durante los malos debía colgarse de las paredes de barro para no quedar completamente sumergido. Al atardecer olvidaba el agua y comenzaba la incer-tidumbre, el temor de ser el siguiente.

—Hay tres zonas en las que los alicates se usan con máxima eficiencia. ¿Quieres saber cuáles son? La primera, la más obvia, es en los testículos. Es me-jor no empezar por ahí porque puedes quedar en cho-que y eso no es lo cho-que necesito en este momento. Tal vez después. La segunda son los dientes. Eso tampo-co lo vamos a hacer ahora porque prefiero que puedas hablar con claridad. Además tendrías que tragar mu-cha sangre y eso no es nada saludable. Lamentable-mente solo nos quedan las uñas. Vas a querer desmayarte con cada jalón, pero el dolor intenso no te va a dejar. Es algo hermoso si lo piensas bien.

Las horas que siguen serán difíciles para los dos. Han pasado algunos años desde la última vez que usé los alicates y la tortura es un arte que se

ol-vida con facilidad. Si el hombre quemado no me lo hubiera pedido, es posible que los alicates se quedaran guardados hasta el día de mi muerte.

Me acerco a mi huésped, que tiembla por el frío y el miedo, pero todavía no comienzo el interrogato-rio. Necesita saber que estoy hablando en seinterrogato-rio. Aca-ricio suavemente la piel de su rostro con el metal frío del alicate y el hombre cierra los ojos. Mis caricias descienden por su pecho haciendo círculos alrededor de los tatuajes, y luego trazando el contorno de sus brazos macizos. Me detengo sobre su pulgar.

—No estés tan asustado, al menos decidí no usar el soplete para evitar dañarte los tatuajes.

El alicate atrapa su uña con firmeza y los gritos comienzan segundos después.

Una noche particularmente lluviosa, cuando ya había hecho las rondas por el resto de su pelotón, el hombre de los lentes oscuros mandó por El Capitán. Por primera vez le permitían salir de su agujero y ver el campamento en el que permanecía prisionero.

Eran unas chozas de madera enterradas tor-pemente en un claro lodoso, sobre las que crecían día que la luz del sol tocara las chozas y amenazaba con tragarse todo lo que allí habitaba. Algunas ramas parecían manos huesudas y torcidas que se exten-dían hacia los soldados enemigos. Rodeando al

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cam-SALVACIÓN

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TEMPORADA EN EL INFIERNO pamento estaban los hoyos en donde estaban enterrados los pocos amigos que le quedaban.

Dos hombres lo condujeron a rastras hasta la más pequeña de las chozas. Un perro debilitado por el hambre los siguió perezosamente, esperando tal vez comerse a El Capitán en caso de que muriera durante la tortura. Adentro, leyendo una revista, es-taba el anciano de los lentes.

Los gritos se detienen porque a mi huésped se le acaba el aliento. Sus ojos están rojos, hinchados por las lágrimas, y el desprecio en su mirada se ha ido, quedando reemplazado por miedo. Su mano izquier-da, un manojo de carne palpitante, ya no tiene uñas. Finalmente es hora de soltar la mordaza.

—Esta es tu única oportunidad de hablar, así que piénsalo bien. ¿Dónde está Müller?

—¿Qué es MKUltra?

Era todo lo que el anciano quería. El Capitán no tenía forma de saber si alguno de sus hombres había hablado ya. Mentir no le serviría para nada, solo le quedaba el silencio. El anciano continuaba hablándole en un español casi perfecto:

—Capitán, no tiene caso hacernos esperar. Le aseguro que tarde o temprano hablará. ¿No quiere

seguir siendo un hombre entero luego de que lo haga traicionar a su país?

El Capitán se negaba a mirar al anciano, tal vez por eso escogieron conectar la batería a su pecho. Cada vez que encendían la corriente su mandíbula se tensionaba, haciendo crujir sus dientes, y su carne expelía un fuerte olor a quemado. Cuando le permitían descansar podía sentir cómo su corazón se esforzaba por abandonar su pecho, a punto de explotar, y un ligero cosquilleo que se extendía hasta sus piernas. Luego volvían a encender la corriente.

—MKUltra, Capitán. Le advierto que el voltaje irá subiendo cada vez. ¿Está dispuesto a morir por sus secretos?

Después de torturar a un hombre es mejor a-segurarse de que muera. Esa fue la última lección que nos dieron antes de enviarnos a la jungla, y tenían razón. Nadie quiere ser parte de una historia de ven-ganza ajena. Tendrá que ser una muerte rápida, pues el hombre quemado no demora en llegar.

En el armario azul está la caja de madera. Pa-rece que en cualquier momento fuera a despedazarse, pero es perfecta para guardar mi Glock. Se la muestro al hombre arrodillado, pero no me atrevo a mirarlo a los ojos. No es necesario explicarle lo que está a pun-to de pasar. Me le acerco y apunpun-to, y mi huésped finalmente reúne el coraje para quejarse en voz alta:

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TEMPORADA EN EL INFIERNO

—¿Y la libertad que me prometiste?— reclama angustiado.

—Tendrás que conformarte con ser libre del sufrimiento terrenal porque no quiero problemas después.

Me paro detrás de él y cargo el arma. El soni-do de la bala deslizánsoni-dose dentro de la recámara hace que el hombre finalmente rompa en llanto.

—Por favor no.

—De verdad lo siento, Alberto, pero no hay otra manera. Gracias por todo.

—¿Me va a enviar al otro mundo, padre, sin siquiera una oración?

—No te pierdes de nada, créeme, el trono celes-tial está vacío…

¿Por q

ué?

¿Por q

ué?

¿Por q

ué?

¿Por q

ué?

¿Por q

ué?

¿Por q

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¿Por q

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¿Por q

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¿Por q

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ué? ¿Por q

ué?¿Por q

ué? ¿Por q

ué? ¿Por q

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ué? ¿Por q

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¿Por q

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ué?¿Por q

ué? ¿Por q

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¿Por q

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¿Por q

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¿Por q

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¿Por q

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¿Por q

ué?¿Por q

ué? ¿Por q

ué?

¿Por q

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é?

¿Por q

ué?

¿Por q

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ué?

¿Por q

ué?

¿Por q

ué?

¿Por q

ué?

¿Por q

ué?

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f

La historia de

Cuervo

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SALVACIÓN

“ Revenge is never a straight

line. It’s a forest. And like a

forest it’s easy to lose your

way… to get lost... to forget

where you came in. ”

服部 半蔵

El judío sostiene el auricular por un par de minutos. En el cuarto solo se escucha el pitido que indica el final de la llamada. Entra al baño y se toma un par de pastillas para el dolor, su piel está ardien-do. El nombre de Mordecai Levy se ha desvanecido de la botella, y en su lugar solo queda una mancha de tinta que a veces parece un par de ojos y a veces toma la forma de una mariposa. Luego de cubrir cui-dadosamente su rostro y brazos con vendajes para protegerse del sol, se lleva un cigarrillo a la boca. Los largos meses de búsqueda han acabado, pero antes debe alimentar a los pájaros.

El techo del hotel está cubierto por unas casas de alambre en las que se reúnen las palomas. Todos los días, al medio día, Lev sube con un pequeño bulto de granos y semillas para darles de comer. Lev riega la comida sobre unos platos de madera y las aves descienden a su alrededor.

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SALVACIÓN

67

LA HISTORIA DE CUERVO

Entre ellas hay un cuervo. Es casi completa-mente negro, salvo por un par de plumas blancas en sus alas. Lev lo espanta, amenazando con darle una patada, y el cuervo emprende el vuelo. Lejos del judío, escondido entre las nubes, el cuervo sobrevuela el edificio, esperando. Minutos después, cuando Lev de-ja el edificio, el cuervo lo sigue desde el cielo.

El judío camina rápido, ansioso. La iglesia no está muy lejos, pero la distancia se hace infinita. Pron-to sabrá la verdad que necesita. Repite tres veces el nombre y en su mente parpadean imágenes luminosas de esa noche, años atrás: los gritos infantiles y el ca-lor; el vidrio de la ventana cortando sus brazos y su cuerpo golpeando el asfalto; la vieja casa en llamas.

Al pasar junto a ésta en la calle siente un esca-lofrío. La casa es a la vez un símbolo de todo lo que amaba y un síntoma más de la descomposición de su ciudad. De la casa solo quedan ruinas y cenizas. Un laberinto kafkiano de grises y cafés, vigas rotas y paredes desplomadas, que invita a la muerte a sus visitantes con la promesa del colapso. Las autorida-des han decidido ignorar este peligro. Como el barrio, la casa muere y nadie con poder hace nada —nadie con poder sabe nada—, pues los poderosos se ocultan del hombre común tras complejas burocracias y

mu-rallas de cemento y asfalto. En la ciudad nada es más cierto que esto. Sin embargo, a veces puede ver que el barrio resiste, como la maleza que resurge luego de la quema.

En la calle de los músicos hay un hombre cie-go siendo acosado por ladrones. Se acercan a robarle lo poco que tiene, pero sus oídos le advierten. Se de-fiende con agilidad, esquivando manos ansiosas y devolviendo golpes de bastón. Pero no es suficiente y a cambio de sus esfuerzos recibe una paliza.

A su alrededor los comercios están llenos. Hom-bres y mujeres viviendo vidas honestas trabajan todo el día a cambio de unos centavos. Algunos miran hacia el cielo y se cuestionan, a sabiendas de que po-drían vivir mejor si ignoraran una ley o dos. Pero inclinan la mirada y escogen el hambre y continúan su día.

Frente a la iglesia se acumulan los fieles; es el único foco de esperanza en una calle gris y sucia. En unos minutos empezarán sus rituales y sus cantos, y soñarán con mejores días, y encontrarán sólo de-cepción. Pero seguirán cantando.

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SALVACIÓN

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LA HISTORIA DE CUERVO

***

El capellán espera a Lev frente a las escalinatas, de pie, casi ufanándose de su estatura imponente y espalda ancha. Viste su hábito negro y la estola blan-ca. Parece molesto. El judío se queda en silencio por un momento, asustado y agradecido por la informa-ción que está a punto de recibir. Se toma el tiempo para detallar la expresión del hombre, un gesto que simul-táneamente expresa alivio y tristeza a lo largo de las finas arrugas que recorren el rostro de su amigo. El capellán no lo sabe pero esa noche, dos años atrás, en que Lev llegó a la puerta de su capilla no fue una simple casualidad...

—Padre—, le dice a manera de saludo.

—Llegas tarde, ya casi tengo que comenzar— responde sonriendo. El capellán siempre sonríe cuando habla con el judío.

—Perdone, tenía otros asuntos—, responde Lev con lentitud. Su voz es profunda y casi un susurro. —Hace ya tiempo nos conocemos y he sido par-te de tu búsqueda desde que par-te encontré en la calle, quemado, sufriendo. Nunca he tenido la necesidad de preguntarte por lo que pasó esa noche, pero espero

que algún día, cuando algunas heridas hayan sanado, puedas contarme.

—¿Logró averiguar algo, padre?— la sed de ven-ganza del judío es perceptible en su voz, habla como un hombre sediento y desesperado.

—Müller. Müller está en la ciudad.

Lev aprieta sus puños con fuerza y debajo de sus vendajes se esboza una sonrisa. El capellán con-tinúa hablando:

—Parece que después de esa noche se fue, a Ale-mania tal vez, nadie sabe con exactitud. Su regreso estaba planeado para ayer en la noche y, con el ase-sinato de esos turistas asiáticos, podemos estar seguros de que ya llegó.

—¿Cómo sabe esto? ¿Está seguro?

—Una de mis… fuentes me lo reveló más tem-prano.

—¿El cabeza rapada?

—Sí, Alberto. Pobre muchacho, me tomó largo rato convencerlo de soltar la lengua. Usé los alica-tes, ¿sabes? Me...

—¿Y ya se deshizo de él? Me gustaría hablarle en persona— el judío, que se siente cada vez más agi-tado, interrumpe al capellán. —Necesito saber más, necesito...

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LA HISTORIA DE CUERVO

—Hace un momento tuve que ponerlo en el in-cinerador.

Por un momento los dos se quedan en silencio. Lev inclina la cabeza, como si le avergonzara el cos-to de su venganza. El capellán pone su mano dere-cha sobre su hombro, buscando reconfortarlo. Es la primera vez en casi dos años que alguien toca al judío.

—No hay nada que lamentar, Alberto estaba lejos de ser un inocente. Era uno de los seguidores de Müller después de todo.

—Lo sé, lo sé. Gracias por todo padre. Dígame, ¿dónde puedo encontrarlo? ¿Dónde está Müller?

—Hay un bar al otro lado del parque donde se reúnen, no es muy lejos de acá.

Desde la cruz que adorna la cúpula de la igle-sia el cuervo los observa. Sus ojos brillan con curiosidad. Han pasado meses desde la última vez que vio al hom-bre quemado y escuchó su voz carrasposa y su la-mento. Ahora el hombre ha acabado su búsqueda y una historia se acerca a su final. El cuervo escucha con atención.

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SALVACIÓN

75

—¿Esta misma noche? Es imposible, tienes que tener más cuidado. Müller no está solo y sus simpati-zantes son gente muy violenta—. Después de una larga discusión con el judío, al capellán se le ha borrado la sonrisa. Lo asusta que la terquedad implacable de su amigo acabe por matarlo.

—No puedo dejar que vuelva a escapar. Si no termino con él ahora, nada habrá tenido sentido, la búsqueda…

—Al diablo con la búsqueda. ¿Si murieras ahora, a quién vengarías? Entiendo tu afán, pero no tienes que acabar su sucio trabajo por ellos.

—Por lo menos moriría haciendo lo que debe ha-cerse, el trabajo de Dios.

El capellán se quedó en silencio un momento, abrumado por la ironía.

—Entonces déjame ir contigo, juntos podemos... —Imposible. Además, ¿cómo me arriesgaría a dejar a estos fieles sin su pastor?— Lev señala a los miembros de la congregación reunidos afuera de la iglesia. Todos miran disimuladamente al capellán mientras esperan a que comience la ceremonia.

—Después de hoy no nos volveremos a ver. Has-ta siempre, padre.

Lev se voltea y emprende el regreso hacia su hogar, necesita prepararse. El capellán se queda

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LA HISTORIA DE CUERVO

en su sitio, preguntándose si volverá a ver al hombre quemado. Pasados unos momentos un joven, parte de su congregación, se le acerca.

—¿Pasa algo, padre?

—Nada fuera de lo normal, hijo. Ven, entremos. Ya es hora de comenzar.

Detrás del judío, en la distancia, el cuervo planea en lo alto.

Desde el

subsuelo

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SALVACIÓN

Writer’s block? I’ve heard of

this. This is when a writer

cannot write, yes? Then that

person isn’t a writer anymore.

I’m sorry, but the job is getting

up in the fucking morning and

writing for a living.”

—Warren Ellis

—Flaco, deja la impaciencia.

Habían pasado unas cinco horas desde que me sentara frente al computador. El cursor parpadeaba rítmicamente en la pantalla, junto a una mancha de texto que me había tomado más esfuerzo que nunca. El Flaco me miraba cargado de resentimiento desde su jaula de vidrio y de vez en cuando murmuraba in-sultos que involucraban a mi madre en complejas pero ingeniosas posiciones sexuales.

Era fácil deducir la razón de su enojo. Cada vez que me proponía consignar algunas palabras en el documento surgía alguna distracción, como el vinilo del Alan Parsons Project que acababa de com-prar en un mercado de las pulgas, o la edición para

coleccionistas de Weird Tales de 1924 que contenía

el único cuento erótico de H.P. Lovecraft. La revista me la había prestado un admirador semanas atrás y solo hasta ese momento había decidido ojearla.

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SALVACIÓN

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DESDE EL SUBSUELO

Entre tanto, el Flaco murmuraba, el cursor parpadeaba, y la mancha de texto no mostraba señas de querer crecer por sí misma.

Era de noche, tal vez, pues el judío leía bajo la luz de su vieja lámpara.

—Una línea en cinco horas, y no es una línea muy buena, Enrique. A este paso vas a estar ente-rrado cuando publiquen la novela.

—Al arte no hay que apurarlo. Además es per-fecta. En esa línea están contenidos todos los grandes temas, todo lo que quiero decir con esta historia.

El flaco no me respondió nada, dejando morir la discusión y mi pequeña broma. Los dos sabíamos que la línea era una porquería.

—Estoy bloqueado. Honestamente, todavía no tengo una historia que contar. ¿Quién es este judío? ¿Por qué lo trataron de matar? ¿Quién va a leer esto? Vamos mejor por unas cervezas, hace meses no nos tomamos algo.

—¿Y no crees que alguien en el bar se moles-tará cuando se dé cuenta de que estás sentado hablando con un cráneo?

—Pues nos sentamos lejos de todos y ya está. Preferiblemente en un rincón oscuro, para que nadie me reconozca.

—No eres nada famoso, Enrique. Además, los rincones oscuros donde podías ir a beber solo para que nadie te molestara ya no existen. Ahora la gente va a los bares para untarse de pueblo, huyendo de su soledad y no para encontrarse tranquilamente con ella. Ya no hay mesas sino pistas de baile, ya no hay melancolía sino fiesta.

—Eso nos pasa por quedarnos en el trópico, don-de la gente baila porque no sabe tomar. Pero yo conozco un lugar...

Minutos después, salimos de mi casa y nos en-caminamos hacia uno de los barrios populares de la ciudad. Era de esos barrios peligrosos, sin policías, de vías mal pavimentadas y que parecen un pueblo incrustado bruscamente en medio de la ciudad. Era también, según me informaban los tabloides y un par de conjeturas, el barrio donde mataron al judío.

El Flaco iba asustado. Lo había sacado de su jaula para meterlo en un maletín viejo de cuero y el movimiento y la oscuridad lo ponían tenso:

—Si te roban el maletín me vas a perder para siempre y yo voy a terminar enterrado en una fosa común, o peor, como la nueva decoración en el cuarto de un adolescente.

—No va a pasar nada, Flaco. Tranquilo. Después de un breve recorrido en autobús nos bajamos frente al Urantia, un bar de mediados del

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SALVACIÓN

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DESDE EL SUBSUELO

siglo XX que permanecía casi intacto, sin ser corrom-pido por letreros de neón, música repetitiva o disc

jockeys.

—¿Cuándo conociste este sitio? ¿Por qué no me habías traído?—preguntó el Flaco desde su maletín.

—Siendo justos, cuando estabas vivo evitaba llevarte conmigo a cualquier sitio.

Media hora y tres cervezas después, un borra-chín llamado Horacio se sentó en nuestra mesa. No era muy alto ni muy flaco. Llevaba un bigote poblado sobre sus labios gruesos que permanecían doblados en un perpetuo gesto burlón.

—Yo lo conozco, usted es escritor.

Ese ligero gesto de reconocimiento fue suficiente para que le invitara un trago. Conversamos un rato, siempre incómodamente pues no teníamos nada en común y, como era de esperarse, no había entendido ninguna de mis novelas.

—Dígame la verdad don Enrique, ¿usted vino por las niñas, verdad?— me dijo señalando con la cabeza en dirección a la barra. Allí había algunas mujeres, unas jóvenes y otras viejas. Todas usaban vestidos cortos y transparentes que parecían confec-cionados para otros cuerpos.

—No, Horacio, no diga esas cosas. Vine por la cerveza, que es la más barata de la ciudad.

—¿Acaso usted no es escritor? Yo creía que ustedes tenían plata.

—Amigo, si un escritor hace bien su trabajo es posible que nunca vea un solo centavo. Los que se ga-nan la plata son los editores.

—Buena esa—, me respondió entre risas. —Pero ya, en serio, ¿qué hace por acá, tan lejos de casa?

—Vengo siguiendo una historia que ocurrió en este barrio, un judío que mataron hace un par de años.

—Esa no me la sé, pero conozco a quien puede ayudarlo—, me dijo mientras le hacía señas a una de las mujeres que estaba parada junto a la barra.

Era la prostituta más anciana del lugar. Tenía puesto un vestido de tela negro y unas medias de malla que dejaban a la vista sus piernas pálidas atravesadas por venas varicosas. Era muy voluptuosa y, mientras se acercaba, sus senos caídos saltaban alegremente al ritmo de sus pasos.

—Qué tal señora, ¿cómo se llama?— le pregun-té.

—Casandra.

—¿Y su verdadero nombre?

—Es un privilegio reservado para pocos. De pronto después de pasar un buen rato, si se porta bien, se lo doy—. Luego se volteó hacia Horacio. —¿Me tiene un cliente?

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SALVACIÓN

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DESDE EL SUBSUELO

—No Casandra, el señor no vino para eso. Lo que quiere es hablar con usted.

—Siéntese, por favor—, intervine. —Yo le pago el servicio de todas formas para que no sienta que está perdiendo el tiempo.

Luego de que le entregara unos billetes, la mujer se sentó con delicadeza en una de las butacas de nues-tra mesa y se quedó mirándome, esperando a que alguno de los dos hablara.

—Yo le estaba contando a don Enrique que usted conoce muchas historias del barrio porque ha vivido acá muchos años, por eso fue que la llamé.

—Estoy buscando a alguien que me cuente una historia particularmente violenta, la del judío al que quemaron hace un par de años en una casa de este barrio—, le dije.

—No conozco esa historia, pero si es violencia lo que quiere, yo le tengo una historia muy buena—, me respondió. Se tomó un trago de mi cerveza y sin que nadie se lo pidiera comenzó

Nadie sabe con exactitud de dónde vino ni por qué resultó en esta ciudad. Algunos dicen que había llegado de un país del norte, de picos desolados y frío perpetuo, donde había

sido marinero o soldado o con-trabandista, que era uno de tantos extranjeros que van en busca de aventura a lugares menos civilizados.

La historia del luchador

Su cabello era negro y sus ojos azules, su piel dorada y cubierta de cicatrices, sus músculos ma-cizos y palpitantes. Había en-contrado en el bajo mundo la aventura que buscaba y se había convertido en luchador. No peleaba en los grandes cuadriláteros, rodeado de lu-ces brillantes y la admiración de un público enloquecido por el espectáculo, sino en el duro piso de cemento de este bar, que años atrás era el escena-rio predilecto para las peleas ilegales.

No había guantes, ni jueces, ni descanso, solo el deseo de supervivencia y la promesa de un modesto premio en efec-tivo. Y la adrenalina. Alrededor de las luchas eventualmente se establecieron las apuestas, y por un breve par de años el ba-rrio y sus comercios florecieron bajo la influencia de las mafias que controlaban a los lucha-dores.

Pero el extranjero —Cruach, lo llamaban en un intento por pronunciar su nombre— no que-ría un dueño, y rápidamente se ganó la enemistad de aque-llos que buscaban comprar su talento.

Sólo en una ocasión lo vi pe-lear, cuando yo era todavía jo-ven y recién había comenzado a trabajar en el barrio. Fue la última vez que pisó este bar. Las apuestas estaban calientes y el licor fluía en abundancia. Cruach peleaba sin camisa, mos-trando con cierta vanidad sus músculos sudorosos. Su opo-nente había boxeado profesio-nalmente y era el consentido de Don Víctor, uno de los tantos mafiosos entre el público, famo-so por su generosidad con los pobres pero también por su naturaleza vengativa y cruel.

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SALVACIÓN

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DESDE EL SUBSUELO

Los puños del boxeador cho-caban con fuerza contra el cráneo de Cruach, pero su cabeza pare-cía hecha de piedra y no hueso. El extranjero le respondía con salvajismo, golpeándolo con sus codos y rodillas y, finalmente, escogiendo llevarlo al piso. En el piso los dos hombres se re-torcían como animales, pero Cruach era más ágil.

Sus brazos gruesos se en-volvieron alrededor del cuello del boxeador y este intentaba soltarse mordiendo al extran-jero. Pero Cruach no sentía el dolor y, después de unos minu-tos, el boxeador dejó de moverse para siempre. Las muertes eran habituales durante las peleas y a nadie pareció importarle mucho, pero mientras el pú-blico celebraba su victoria, el

extranjero se veía perturbado. Recogió sus ganancias y aban-donó temprano la celebración, acompañado por una mujer de la calle con la que había enta-blado una amistad reciente-mente.

Después de esa noche nadie volvió a saber de ellos. Algunos dicen que Don Víctor, resentido, acabó con sus vidas, y que sus cuerpos nunca serán encontra-dos. Otros, más optimistas, sos-tienen que Cruach finalmente consiguió el dinero que nece-sitaba para seguir con sus aven-turas y simplemente abandonaron la ciudad. Sin el extranjero las peleas perdieron su encanto, y pronto las mafias dejaron el barrio en busca de nuevas opor-tunidades.

—¿Y qué cree usted? ¿Qué habrá sido de ese hombre?

La mujer calló por unos segundos y me res-pondió lentamente.

—Creo... Prefiero creer que esa noche finalmente se hartó de portarse como un animal y ahora vive con la mujer en algún otro país. Un país mejor. Sos-pecho, sin embargo, que la realidad es otra. Bueno, hay otros clientes y tengo que irme, pero gracias por escucharme. Y por el dinero.

La vieja se acomodó el vestido apretado y se fue caminando lentamente. Por efecto de sus tacones, sus carnes traseras se movían placenteramente y Horacio emitió un chiflido bajo y largo.

—Puede que esté arrugadita, pero no me moles-taría pasar una noche con ella.

Pasó un rato antes de que Horacio volviera a hablar.

—Don escritor, si son historias del barrio las que está buscando, yo tengo una también. Es, de pron-to, la historia más famosa de por acá.

—Lo escucho, pero primero pidamos algo más de tomar—, le respondí.

Horacio se levantó y fue hacia la barra. Las mujeres que aun buscaban clientes lo rodearon y lo saludaron calurosamente.

—Es bastante ruidoso tu nuevo amigo—, me di-jo el Flaco desde el maletín. —No lo apruebo.

—Flaco, no te pongas tan celoso. Es un buen tipo buscando algo de compañía durante una noche de tragos. Las personas normales hacen eso.

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