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Cada tiempo y cada lugar exige unas circunstancias, tanto políticas como económicas y sociales

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Academic year: 2021

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“Cada tiempo y cada lugar exige unas circuns-tancias, tanto políticas como económicas y so-ciales…” (I. A: 2019)

Estudiaba el grado en Lengua y Literatura cuando una profesora me dedicó esta frase (sin duda, los pro-fesores suelen ser gente inteligente). Frase, sin pesta-ñeo alguno, que supuso la respuesta a mi pregunta de: “por qué en este contexto tenemos ciertos poderes políticos” […] Supongo que se trataba de algo tan sencillo como que “el hambre llama al hambre”. Mi relato no versará sobre temas políticos porque cuando de pequeña me preguntaron qué quería ser, contesté: “Ave libre que surque los mares y los cielos”.

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P r e l u d i o

Acababa de cumplir los 40. Por primera vez, Lucía se percató de que el mundo no le encajaba y ella tampoco encajaba en él. Con la certeza absoluta -aun a pesar de que el lenguaje no son solo pa-labras- de que nada de lo hecho tuviese mucho valor. Nada que a ella le hiciera crecer en su intento de asombrarse. Nada valioso a los ojos de una sociedad competitiva y capitalista. Nada a los ojos de una civilización, de empresas y de colectivos, que conti-nuamente trataban de captar personas “especiales”.

Lucía tan solo sabía hablar. Sabía hablar mucho como Dori, la compañera de Nemo en la película Buscando a Nemo. Película que siempre la entusiasmó. La maravillosa cualidad de aquella pez para hablar y hablar sin descanso, olvidándose al momento de lo dicho, le parecía una cura enviada por dioses solo a especies privilegiadas. Ahora, en el olvido de mi recuerdo trato de darle sentido a todas aquellas palabras que se pronunciaron y que tenían una inten-ción. ¿Cuál? La anestesia que cada una utiliza para los tormentos de su memoria es la medicina más cierta y como la palabra escri-ta, que siempre realiza su función, así acostumbré a pronunciar-las y escribirpronunciar-las para después borrarpronunciar-las y olvidarpronunciar-las. De no ser así el mundo podía haber sido una tragedia más grande.

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P r i n c i p i o

Lucía llevaba dos años inmersa en la misma causa, aunque bue-no, es la potestad que te otorga una pandemia, decidir qué hacer con tu vida y hacia dónde dirigirte.

Eran tiempos complicados. La gente revuelta, la realidad casi su-peraba la ficción y aunque nada pintaba como en las películas del fin del mundo, había miedo. Más miedo que antaño. Y el miedo inmoviliza. El miedo atrae espanto y como broche, el miedo lla-ma al miedo (o eso dicen ahora).

El miedo, científicamente entendido, era un instinto natural de nosotros humanos, que en su moderna evolución de la doctrina del antropocentrismo equivocó el resultado, pero conforme a las extendidas corrientes positivistas que arraigaban en pleno siglo XXI, este, además de no ser lícito ni útil, se catalogó como algo fruto de personas sin intención ni coraje ni valentía.

A Lucía toda esta amalgama de filosofía no le provocaba asom-bro alguno. Pensaba que el miedo era el motor de cambio y el motor que impulsaba la huida. Un interruptor, que en ella muy a menudo se disparaba sin más y cuyo deficiente funcionamiento trataba de disimular con oratoria elocuente acerca de lo fascinan-te que resultaba el mundo que habíamos creado.

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Era el día de reyes, el seis de enero de dos mil veintiuno. Ese día marcó un antes y un después. Observando la imagen de los Reyes Magos de Oriente -estos se merecen la mayúscula-, pa-sar en un todo terreno saludando a niños pero sin posibilidad alguna de lanzar regalos, besos ni caramelos removió en ella un extraño sentimiento de compasión, de humanidad compartida. El recuerdo de un niño pequeñito, con su gorro de lana verde y enfundado en un peto de colores, que con ilusión y desde los ba-rrotes del balcón de una alta torre de pisos decía adiós a aquellos seres mágicos, retrató en su memoria una imagen por siempre y así, un atisbo de duda al respecto de toda la moralidad y los valo-res que había considerado como humanos. Valovalo-res que solo eran propios de los occidentales o incluso en los tiempos que corrían ya ni eso, dado que aunque el momento fuese mágico aun así el mundo seguía dividido.

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C a p í t u l o I

TIC TIC TIC….despierta. Su jefe pasó por su lado y sin duda, sin hacerle gracia alguna, llamó su atención sugiriendo que vol-viera a su sitio y acabara con aquella larga pila de papeles que llevaba meses en el despacho.

– Quiero que revises todos los expedientes, Lucía. No dejes ni uno o ambos lo lamentaremos.

Cuatrocientas páginas de expedientes, ni más ni menos, pero es-taba claro que iba a hacerlo. Pagaba el precio de su último error, cuando por despiste o ensoñación no recordó anotar el plazo para la presentación de un recurso ante el Supremo. Aquel era el premio a su honestidad y eficaz trabajo. Como suele decirse: “casi siempre te juzgarán por tus errores”.

– Vale Pepe. Mañana sin falta te diré qué encuentro.

Se trataba de encontrar una posible defensa o más bien, tal y como funcionaba el sistema judicial peninsular, de buscar una escapatoria en los defectos de forma de cada expediente de de-rribo tramitado contra chabolas y viviendas que rodeadas de un mar, debió extenderse libre.

Era media tarde, sus amigos festejaban y Lucía debía cumplir con aquella larga pila de papeles. Irma Amaya llamó diciéndole:

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– Lucía, tienes que revisar los expedientes con cuidado y lupa. Detrás de la historia de esas cuevas y chabolas también está la reputación de una parlamentaria canaria. Vamos a necesitar que el Sr. Rocko se luzca y que la política sea una heroína, salvar a un pueblo y seguir viviendo del prestigio de la honra y la justicia.

La verdad es que de aquel tinglado de la “gallina de los huevos de oro”, que resultaba el despacho del Sr. Rocko, vivíamos muchos. Cierto era también que de manera bastante honrada y contraria a los valores que primaban entre abogaduchos.

– Perfecto Irma, lo tengo en cuenta. Mañana intentaremos darte una defensa sin apurar hasta el último momento. Pasaron las horas y se hizo media noche. Lucía se encontraba en-tre papeles. A veces presente y a veces ausente, pero con el ansia de terminar porque su tribu, en el bar de abajo, disfrutaba como siempre del gran acontecimiento que resultaba vivir.

Con los años recordaría aquel momento, siempre similar cual

dejà vu, todos disfrutando relajados y ella cumpliendo algún

cas-tigo, o eso le parecía claro, porque las responsabilidades de su existencia sobrepasaban por el doble a su edad.

A veces, si con antelación o por arte de magia supiéramos lo que el futuro nos depara, comprenderíamos que todo lo que tenía-mos era lo único imprescindible y el problema existencial sería menor, pero he ahí la complejidad de la que el lenguaje dotó a la existencia del humano.

Lucía pronto aprendió y gracias a la escuela de la calle, que el ser humano es social por naturaleza. Al contrario de lo que sucedió en la Torre de Babel y por castigo de nuestro mejor paisajista,

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podíamos disfrutar aun hablando distintas lenguas, de empare-jarnos o formar comunas para disfrutar del amor.

El amor, algo tan antiguo y por lo único que quizá valiese la pena morir. Una invención de nuestro lenguaje apodando al fenóme-no más maravilloso de un escalón de la evolución.

Por esto para ella resultaba tan dramático no estar rodeada de los suyos, de su clan, de su manto y guarida.

Cuando terminó de revisar todos los expedientes se asomó a la terraza para coger un impulso de aire. Aquel aire que se mecía li-bre en el entorno del exterior. Desde aquel espacio íntimo podía contemplar el centro de aquel turbio pueblo en toda su inmensi-dad. Pueblo al que cerraba el mar por el este y la antigua monta-ña coronando su norte. Pueblo donde dicen que el caballo de un gran rey conquistador posó su zarpa. Cosa que en aquella tierra era un motivo más de jolgorio y celebración deísta. La alegría, disfrazada de fiesta católica, era típica de aquella comarca con alegre clima mediterráneo.

Siguió observando. Al calor y resguardo de la noche callada se percató del coloso, estaba encendido. Aquel monasterio, prota-gonista de una larga historia de monjes mercedarios llevaba años sujetando los cimientos de su existencia, el nombre de dios y la fe de sus habitantes. También a ella la dotó de sentido, la calmó en las noches de soledad y falta de entendimiento, o incluso en esos momentos en que el dolor fue tan grande que no pudo ver con claridad.

Las campanas no sonaban, pero existía un extraño toque de que-da que devolvía a caque-da alma a su lugar. Al infierno o al paraíso. De entre esas almas, sus amigos resultaban elegidos, porque de

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noche y siempre cuando es de noche, preferían degustar el delei-te de cualquier ilusionista a creer con ojos ciegos en el espectá-culo de aquella divina providencia. Nadie habitaba lugar alguno, solo las mentes que aún están por soldar y aquellos que en sueños dormidos vivían en cada uno de sus reposos las ilusiones rotas, las ilusiones vivas, las historias de amor, las penas, las alegrías y cualquiera de los premios con los que Orfeo pudiera bendecirte. Desde aquel lugar y con aquella perspectiva, Lucía podía ima-ginar y recrearse en el día a día de cada uno de los que adorme-cidos en sus hogares, sentía. Poseía esa facultad para evadirse de su propia vida y entrar en la de los demás. A la tenue luz de un candil o cualquier cosa que le ofreciese calma, podía imaginar una cantidad inverosímil de historias de personas, con las que tan solo había cruzado una mirada. Quizá, esto fuese gran parte de la trampa que años después la envolvería en una tela de araña, de la que le resultó difícil zafarse. Sobre todo teniendo el mar tan lejos. Al que siempre conoció y quien con el impulso y la perse-verancia de sus olas, le prestó su manto.

Pensaba en Irma y en Pepe. No olvidaba su realidad ni su res-ponsabilidad, pero a ella le gustaba imaginar cosas que no eran ciertas porque así se escapaba del drama. Una sombra que por instantes fugaces mostraba vestigios de su acechante existencia. Pensaba en pleitos, procuradores, tribunales y lejos de ser una historia de ficción, resultaba ser verdad. Una verdad gratificante: “luchamos porque no les arrebaten sus hogares”. Ese feroz ar-tefacto llamado Estado, que con aquella Ley buscaba intereses, derribando y expropiando, adueñándose de vidas enteras, de le-gados, de sueños de amor y de hambre, de historias de muerte y

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nacimiento. Y aunque la sensación de cada sentencia favorable y de los llantos al son de: “Gracias, gracias por ayudarnos” inyecta-ba energía por cada poro de su piel, también resultainyecta-ba una gota menos de vida y un aliento menos que suspirar.

¿Era una verdad por la que mereciese la pena vivir? Sí, aunque fuesen años que la vida te hurtase, porque quien decide como Quijote entre Molinos, batallar contra las vergüenzas humanas termina por ganar perdiendo su vida y retroalimentándose de las ajenas. Fue un gran invento, la poderosa y aberrante máquina del estado capitalista.

Irma Amaya era una procuradora de los tribunales de Canarias. El perfecto retrato de una mujer fuerte y valiente. No se achicaba ante los percances de última hora ni de los documentos que no llegaban cuando toda una sala estaba esperando. Ni siquiera el hecho de tener que lidiar con tanto opuesto del sexo contrario, y aunque se perdiese por ellos, era motivo para hacerla perder la compostura saliendo airosa de la nota conflictiva y la huella discordante que suponían los retrasos en las defensas del letrado

de la bufanda de rayas, conocidas ya en la islas y parte de la

pe-nínsula.

Pepe, el Señor Rocko, simulaba anacrónico y aun pretendiendo preservar, cual pacto con el diablo, su figura de dios del Olim-po ni el mucho bótox ni las dietas provenientes de monjes del Himalaya, cambiaban su aspecto quijotesco. En el fondo esto a Lucía la enternecía y la impulsaba para seguirle como Sancho. Él le enseñó gran parte de lo que sabía, sobre todo le mostró y guiada por su mano, lo ridículas que sonaban cada una de esas autoridades con las que a diario lidiaban. Cual feria de circo eso

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resultaban. Una auténtica tragicomedia de aquellas en las que antiguamente el pueblo romano hubiese dejado que los leones se comiesen a los cristianos para animar al público. Público, que ante una estrepitosa diversión, reclamaba víctimas.

Algo tan serio como la lucha en el mismísimo Tribunal de De-rechos Humanos no era sino un teatro de marionetas en el que cada uno interpretaba, o mejor aún, alzaba los brazos y hacía muecas según le indicaban. Leyes de costas, desahucios, minis-terios de medio ambiente y toda una jerarquía tan pesada en número como en nombre. En el fondo personas. Personas que lloraban porque de repente sus casas se las llevaba el viento, o con suerte, el mar. Adinerados, empobrecidos. Algunos perdían una segunda vivienda. Otros perdían su identidad y su vida al amparo de nadie.

Nadie ni nada sino el lenguaje y sus artificios fueron quienes die-ron nombre a ese holocausto.

Llegado el día del pleito a la canaria - así lo apodó Lucía-, se nombraron victoriosos. Resultaba poco creíble que magistrado alguno no admitiese aquellos argumentos y declarase nulo el procedimiento. Todos y cada uno de los expedientes de expro-piación fueron notificados dejando al procedimiento legal en el olvido. Obvio, trámites administrativos y el sistema en sí, cosa de guasa.

Como tantas veces, aquello supuso la alegría de muchos, el llanto de otros y una rueda de prensa con la noticia en portada de aquel semidiós, que habitando entre los mortales liberaba a todas aque-llas chabolas de un derribo inminente. Y así una historia más que contar. Fama y victoria. En aquel entonces el mundo funcionaba

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de este modo cuando lo cuerdo no era la norma. Mucho ruido o algún defecto escandaloso y caso resuelto.

Lucía abandonó el infierno y volvió al palacio donde realmente podía ser la hechicera que soñaba. A veces se preguntaba, si tan solo ella era capaz de sentir con tanta intensidad cada uno de esos sucesos. El tiempo se lo contaría.

Colgó su sombrero, se quitó la máscara y se dirigió al punto de encuentro: el templo de Delfos, su guarida. Aquella donde ya-cían como auténticas maravillas del mundo, considerados patri-monio de una turbia humanidad y ajena a la realidad de los nor-males. Realidad que para ellos era el simple hecho de los buenos días y las buenas noches. Una fiesta siempre entre amigos. Una auténtica comuna de hippies llenos de amor. El sistema de vida frenético en el que cada uno abordaba sus obligaciones y sus pla-ceres sin pensar en el mañana. Y cuando ya los gatos se volvían pardos, las risas, el delirio y las noches llenas de placer. Por eso Lucía se sentía bien allí. En aquel mágico mundo no penetraba nadie, de no llevar colores claros que degradasen el gris oscuro que el fondo de ella yacía desde tiempos inmemorables.

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C a p í t u l o I I

Pastisse cerraba con prisa la puerta principal del garito preten-diendo en vano que Lucía traspasara el umbral del delirio y se abandonase al mundo para quedarse en el festival de despedida y cierre de temporada. Hacía días, había anunciado que se mar-chaba cediendo el proyecto de Mahade.

Dedicar más de un cuarto de vida intentando cambiar los sueños y las mentes de personas resultó algo devastador. Personas, que en su segunda niñez y lejos de haber tenido vidas fáciles, acu-dieron a aquel paraíso llamado Mahade para tener una segunda oportunidad.

A pesar de la insistencia de Pastisse, Lucía prefirió abandonarse al mar. No le gustaban las fiestas ni las despedidas. Los inicios ni los finales. Le molestaba nuestra concepción del tiempo.

Como siempre, acompañada por Sauron y el ir y venir acompa-sado de las olas, caminó durante horas, aquello que siempre la hizo indestructible. Aquello que traía a su memoria los recuerdos de tiempos pasados, que como tal, allí debían permanecer. Dicen que hay un puente en la memoria que enlaza el pasado con el futuro para poder disfrutar plenamente del presente. Y aunque en aquella idea empeñó mucho esfuerzo con la gente que

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