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Fernández Retamar - Con las mismas manos. Ensayo y poesía

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Con las mismas

manos

Ensayo y poesía

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Con las mismas

manos

Ensayo y poesía

Roberto Fernández Retamar

Selección y presentación

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© Fundación Biblioteca Ayacucho, 2008 Colección Claves de América, No 34

Hecho Depósito de Ley Depósito legal lf50120088001393 ISBN 978-980-276-464-8 Apartado Postal 14413 Caracas 1010 - Venezuela www.bibliotecayacucho.gob.ve

Director Editorial: Edgar Páez

Coordinadora Editorial: Gladys García Riera

Jefa Departamento Editorial: Clara Rey de Guido

Coordinadora de Editores: Livia Vargas González

Editora: Kattia Piñango Pinto

Asistentes Editoriales: Shirley Fernández y Yely Soler

Jefa Departamento de Producción: Elizabeth Coronado

Asistente de Producción: Jesús David León

Auxiliar de Producción: Nabaida Mata

Coordinador de Correctores: Henry Arrayago

Corrección: Andreína Amado

Concepto gráfico de colección: Juan Fresán

Actualización gráfica de colección: Pedro Mancilla

Diagramación: Juan Francisco Vázquez

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BIBLIotECA AYACuCHo IX

PrEsEntaCIón

LA oBRA DE RoBERto Fernández Retamar (La Habana, 1930) es, desde hace varias décadas, un ejemplo de excepcional calidad literaria. A pesar de no haber sido privilegiada por los grandes monopolios editoriales, su ensayística, destinada en lo esencial a la reflexión sobre la identidad y destino del continente americano, ha logrado permear los más exigentes círculos académicos de Europa y Norteamérica; aunque no siempre estas páginas, agudas y eruditas, permiten descubrir la otra vertiente de su literatura: el quehacer del poeta que ha legado ya textos clásicos para la cultura cubana como “El otro” y la elegía “¿Y Fernández?”.

El escritor inicia su trayectoria vital en los años postreros de la dictadura de Gerardo Machado Morales, época definitoria como pocas en el panorama cubano. Aunque la revolución popular contra el tirano –que logró arrojarlo del poder en 1933– se frustra en lo esencial por la mediación de Estados unidos, se inicia, con gran resistencia por parte de los círculos conservadores un período de renovación de la vida nacional, que abarca desde la reforma de la enseñanza y las estructuras jurídicas del país hasta la consolida-ción del llamado “arte nuevo”, incubado por la vanguardia desde la revista Avance.

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1933 y 1939 vienen a remansarse hacia 1940 con la convocatoria de una Asamblea Constituyente, que abre un período de apenas doce años de frágil democracia, interrumpida, una vez más, a partir del 10 de marzo de 1952 por el golpe de Estado del general Fulgencio Batista. A la frustración derivada de la precariedad de una democracia corrupta, se sucedió la amargura por la imposición de un gobierno cuyas razones eran las del terror.

A pesar de estas circunstancias que no parecían favorecer el pensamiento y la expresión artística, se produce en esos años una verdadera eclosión creativa, a partir de la concurrencia de tres generaciones de creadores: los fundadores de la vanguardia, con una obra ya consolidada cuando Retamar entra en la palestra –los poetas Mariano Brull, Nicolás Guillén, José Zacarías tallet, Emilio Ballagas, los ensayistas Jorge Mañach y Juan Marinello–; una segunda generación, asociada en lo esencial con el Grupo Orígenes con el que el poeta tendrá cierta identificación –en este se agrupan, junto a su animador José Lezama Lima, Gastón Ba-quero, Cintio Vitier, Eliseo Diego, Fina García Marruz– y cuya obra fundamental comienza a hacerse más allá de 1936; y la propia generación del poeta, emergente a lo largo de los años cincuenta, en la que sobresalen Pablo Armando Fernández, César López, Rolando Escardó, José Álvarez Baragaño y Fayad Jamís.

EL PoEtA

La poesía es por esos años el género privilegiado en la lite-ratura cubana. Cuando el joven autor da a conocer sus primeros poemas, ya Emilio Ballagas ha dado a las prensas Nuestra Señora

del Mar (1943) y varios de los textos que aparecerán reunidos en su

libro póstumo Cielo en rehenes (1955), mientras Florit deriva desde

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BIBLIotECA AYACuCHo XI poemas (1956). A ellos habría que sumar los primeros poemarios

de Lezama: Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945) y La fijeza (1949), mientras Cintio Vitier entrega sucesivamente los cuadernos desde Sedienta cita (1943) hasta Sustancia (1950), Fina García Marruz muestra sus Poemas (1942) y Transfiguración

de Jesús en el monte (1947) en espera de Las miradas perdidas

(1951) y Eliseo Diego se decide, por fin, a sacar de la penumbra

En la calzada de Jesús del Monte (1949). “No recuerdo ahora si

fue a finales de 1950 o a principios de 1951, aunque esta última fecha me parece la más probable. Había ido a casa de Ballagas a llevarle mi primer cuaderno de versos. (...) A los pocos días recibí en mi casa (prueba de su generosidad) un recorte de periódico: una nota escrita por Ballagas sobre el cuaderno que le había llevado. Me dio con ello una gran alegría”1.

Se trataba de Elegía como un himno, extenso poema dedica-do a la memoria del escritor y líder comunista Rubén Martínez Villena, que un joven amigo, tomás Gutiérrez Alea –el futuro cineasta de talla continental–, le editó en una imprenta manual que tenía en su casa. Aunque es un texto primerizo, marcado por “poesía social” de los autores de la primera vanguardia, hay en sus versos un fervor y una tersa elegancia que anuncian ya una voz poética atendible.

Su cuaderno Patrias, conformado por textos escritos entre los diecinueve y los veintiún años, muestra todavía la huella del magisterio de autores de aquella vanguardia, como Emilio Ballagas y Eugenio Florit, en su vertiente más “escultórica”:

Yo decía que el mundo era una estrella ardiente, Laberinto de plata, cerrazón con diamante;

1. Roberto Fernández Retamar, “Recuerdo a Emilio Ballagas”, Recuerdo a, La Habana, Ediciones unión, 1998, pp. 10-11.

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Y ahora descubro el júbilo de la estancia minúscula, La vida emocionada del vaso entre mis labios (...).2

Su poesía puede colocarse, sin temor alguno, como una de las que abre la llamada “generación de los años 50”. En 1952, obtiene el Premio Nacional de Poesía con Patrias, cuando ninguno de sus contemporáneos ha publicado todavía un cuaderno definitorio –José Álvarez Baragaño da a conocer Cambiar la vida en 1952, pero en París; en 1953 aparecen el Canto a Martí de Carilda oliver y Salterio y lamentación de Pablo Armando Fernández, y en 1954 Los párpados y el polvo de Fayad Jamís–. Sin embargo, su poesía no parece responder a una definición grupal conscien-te, quizá porque no es un autor de manifiestos ni un habitual de tertulias y cenáculos.

Su orbe referencial es muy dilatado: va desde la poesía españo-la del Siglo de oro al múltiple quehacer de Juan Ramón Jiménez, que tan larga estela dejara en Cuba, y los autores de la Generación del 27, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Pedro Salinas; sin olvidar la presencia inevitable de Rubén Darío y la poesía cubana del siglo XIX, de Heredia a Martí, antes de beber en las fuentes de sus inmediatos antecesores, Nicolás Guillén, Emilio Ballagas, José Lezama Lima. No hay que olvidar tampoco que Retamar es un conocedor de la poesía en lengua inglesa, por lo que autores como Donne, Coleridge, Blake y t.S. Eliot no tienen secretos para él.

La multiplicidad de sus lecturas y su conocimiento minucioso y especializado de la poesía, dificultan el referirse a influencias específicas en sus versos; por ejemplo, ante sus “Décimas por un tomeguín”, es difícil asegurar si su aliento inicial deriva de

2. Idem, “Palacio cotidiano”, Versos, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2002, p. 16.

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BIBLIotECA AYACuCHo XIII

la voluntad neoclásica que ayudara a forjar Trópico de Florit, o bien el creador ha bebido de la poesía de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo –decimista por excelencia del romanticismo cubano– o si tiene presente el quehacer de los improvisadores populares de su tiempo:

Ligero nudo del viento, oro decidido agarra Su minúscula guitarra Y alza en rumor el momento. Vive de mejor sustento El aire allí detenido, Por el pequeño sonido Que desciende con su vuelo Como un diminuto cielo A música concedido.

Alabanzas, conversaciones (1951-1955), su siguiente

cuader-no, trae una mayor apertura al lenguaje coloquial. Están allí las preocupaciones de sus coetáneos: Escardó, Fayad. La poesía se busca ahora en lo cotidiano, fuera del ámbito mágico y selecto de los “origenistas”. La mirada se coloca ahora sobre lo aparente-mente vulgar y marginal. Precisaaparente-mente, textos como “Los oficios” vienen a resultar canónicos para la poesía de esos años.

Sin embargo, dos rasgos fundamentales distinguen la poesía de Fernández Retamar de la de otros autores de su tiempo, el que jamás cruza la línea de la llaneza coloquial hacia el prosaísmo deslavazado o hacia la expresión soez, y el uso elegante de la ironía que como en Martí puede convivir con la ternura y la com-pasión, como sucede en el poema “Los que se casan con trajes alquilados”:

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Los que se casan con trajes alquilados, Desmemoriados,

olvidados

De que dentro de dos días tanto principesco telar,

Acompañante de la gárrula tarde Y de las lágrimas aducidas al final,

Debe estar devuelto, lo menos ajado posible (El anuncio compartía una enorme pared Con un letrero absurdo, ¡y sin embargo!); Y recordando en cambio, sin duda, Que en cinco, seis horas yacerán gloriosos, Avanzan incorruptibles, pálidos

Como guantes.4

En la antología Poesía joven de Cuba, compilada por Reta-mar junto a Fayad Jamís, con motivo del Segundo Festival del Libro Cubano, el anónimo prologuista –que es el propio Rober- to– procura desentrañar los rasgos de su generación poética en esos años inaugurales del proceso revolucionario:

El lector observará que se reúnen en esta colección poetas de tono conversacional, poetas que todavía sienten chisporrotear con vio-lencia los ismos, poetas que no se han desprendido enteramente de los módulos herméticos. En todos, sin embargo, es dable percibir el intento de una nueva poesía. (...) De esas notas, debemos dar lugar principal a una: un manifiesto deseo de humanizar la poesía (sin olvidar las conquistas expresivas que son ya ganancia irrenuncia-ble), de devolverla aún más a los menesteres del hombre, alejándola todo cuanto sea posible de las aventuras formales de la exquisitez o herméticas de la trascendencia. No enseñan otra cosa los poetas que nos interesan. Y, sobre todo, no exigen otra cosa, los días que

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BIBLIotECA AYACuCHo XV

nos ha tocado vivir. La poesía tiende, a menudo laboriosamente, dolorosamente, a salir del enrarecido mundo a donde tuvo que ser llevada para preservar algunos objetos de la caída histórica (...) Así como pudo decir una voz lúcida, acaso algo precipitadamente, que a una poesía esteticista había sucedido entre nosotros una de aven-tura metafísica o mística, puede afirmarse, con el usual margen de error, que la poesía, de vuelta de esas aventuras, penetra en la vida cotidiana, a alimentarse de ella –y a alimentarla. No se eluden el prosaísmo, el tono conversacional, la violencia, la efusión sentimen-tal, la preocupación social o política (aunque no de modo mecánico o demagógico), el desdibujo, la impureza.5

El salto sustancial en su propia poética va a producirse con Sí

a la Revolución (1958-1962). En sus versos entra el cambio social,

la llamada de la historia –aunque esto hubiera sido anunciado ya en Elegía como un himno–, pero ahora no se trata de cantar la heroicidad ajena, sino de la complicidad y la participación, aun desde la insuficiencia personal, en la transformación de la propia nación y del mundo. Los versos procuran traducir la conciencia de una nueva responsabilidad y también de las dolorosas caren-cias particulares que enriquecen, como contraste, la circunstancia política y su reflejo en el arte.

El poema “El otro” ha resultado paradigmático, no sólo por su oportuno registro de una ruptura y la consiguiente transforma-ción radical y dolorosa que implica todo proceso revolucionario, sino porque es capaz de iluminar a la vez dos esferas: la exterior, donde más desembarazadamente actúa la historia, y la interna, más compleja y lenta en sus desplazamientos. En esos versos el sujeto lírico habla desde la sustitución: alguien debió morir para que el

5. Idem, “Prólogo”, Poesía joven de Cuba, La Habana, Segundo Festival del Libro Cubano, s/f, pp. 9-10.

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poeta pueda ganar una “sobrevida” y escribir estas páginas, ese reemplazo crea una religación, una deuda y coloca un imperativo ético particular en el escribiente:

¿Sobre qué muerto estoy yo vivo, Sus huesos quedando en los míos, Los ojos que le arrancaron, viendo Por la mirada de mi cara,

Y la mano que no es su mano, Que no es ya tampoco la mía, Escribiendo palabras rotas

Donde él no está, en la sobrevida?6

Este mundo nuevo no influye sólo sobre el contenido de los textos, sino que llega conscientemente hasta el lenguaje. En la Isla han sido intervenidos los clubes exclusivos, se han abierto al pueblo desde las universidades hasta las playas. A una excepcional Campaña de Alfabetización le sucede la creación de la Imprenta Nacional, miles de ejemplares de El Ingenioso hidalgo Don Quijote

de la Mancha se expenden en las calles por muy pocos céntimos.

Los intelectuales ganan una presencia decisiva no sólo en el nuevo debate cultural, sino que se insertan en la política, la diplomacia y los nuevos medios de comunicación.

Así como renacen el cine, el ballet, el canto lírico, la poesía busca nuevos derroteros; los autores andan en busca de una llaneza comunicativa que es una especie de “democratización de la expre-sión poética”, lo que favorece el reforzamiento del coloquialismo y en muchos casos una vuelta al empleo de ciertos códigos ex-presivos propios del neorromanticismo. La Revolución coloca las pasiones a flor de piel, hay un momento de exaltación, en la que el yo poético procura una sintonía con la euforia general y coloca en

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BIBLIotECA AYACuCHo XVII

segundo plano las preocupaciones individuales. un poema como “Con las mismas manos”, tan difundido, declamado, impreso y hasta parodiado, tiene la temperatura justa de la época.

Sin embargo, el testimonio que de su tiempo da el escritor, rebasa, gracias a su autenticidad y profundidad, el tono más o menos idílico de los primeros tiempos y gana apreciablemente en hondura. De hecho, su mirada parece seguir un proceso semejante al de algunos de los artistas plásticos más notables de ese momen-to –Anmomen-tonia Eiriz, Servando Cabrera, Chago Armada– quienes, marcados por la tradición expresionista, especialmente por el movimiento de la Nueva Figuración, ofrecen una mirada crítica de la cotidianidad y no vacilan en mostrar el lado grotesco y hasta monstruoso de esta. No es extraño que el escritor dedique su poema “Felices los normales” a Antonia, en tanto su manera de “pintar” parece tributar al estilo de la autora de Anunciación:

Felices los normales, esos seres extraños.

Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,

una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida, Los que no han sido calcinados por un amor devorante,

Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más, Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,

Los satisfechos, los gordos, los lindos (...).7

La ironía aquí se hace sarcasmo, al invocar precisamente toda esa variopinta “corte de milagros” humana, al revertir la noción común y convertir en excepciones a los “normales”, el autor se cura en salud de la habitual demagogia de retratar al pueblo con pince-les complacientes. Mirar el lado más amargo de la realidad, como

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Quevedo o como el Martí que escribiera: “yo respeto/ la arruga, el callo, la joroba, la hosca/ y flaca palidez de los que sufren”8, es ya

buscar un remedio digno para ella. Gracias a ese sentido realista y a la vez amorosamente cómplice, fortificado por un humanismo de larga tradición, escapa Retamar a los poemas complacientes pergeñados para conmemoraciones y a la forzada epicidad de los que hacen del tema civil una oportunidad retórica.

En sus poemas sorprendemos una doble mirada a la historia; por una parte, aquella que se recibe como herencia y arroja una imagen, un símbolo cultural; por otra la que deja una palabra para la ética del día presente. Esa es la que alienta, por ejemplo, en “Le preguntaron por los persas”, texto en cuya dedicatoria se unen el pintor Roberto Matta y también Rubén Darío, autor de “A Roosevelt” y “Los cisnes”, poemas incluidos en sus Cantos de

vida y esperanza (1905), con los que dialoga en estos versículos de

largo aliento, donde la imagen de los persas, codiciosos invasores de Grecia, son la alegoría de los Estados unidos, siempre listos para caer sobre América Latina y muy especialmente sobre Cuba. El escritor, que ha leído a Herodoto, a Jenofonte y Plutarco, sabe a qué atenerse en materia de guerras imperiales y la breve pero intensa vivencia de los habitantes de la Isla en revolución frente a su “vecino poderoso”, fortifica sus convicciones. La superposición de intenciones, el lienzo histórico de la antigüedad, que contiene en sí el gesto de alarma de Rubén y además la atmósfera que vive su propio país por esos días, contribuyen a dar una gravedad y densidad excepcionales al texto.

Del otro lado, está la visión de la historia como ese flujo invisible, que implica al hombre de todos los días en su belleza y sus agobios. Así deja constancia de ella en “usted tenía razón,

8. José Martí, “Bien: yo respeto”, Obras completas, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1975, t. XVI, p. 300.

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BIBLIotECA AYACuCHo XIX

tallet: somos hombres de transición”. No es gratuito que el poe-ma se dirija a José Zacarías tallet, poeta, periodista, uno de los fundadores de la vanguardia cubana y participante en las luchas políticas desde cuatro décadas atrás, cuando se producía en Cuba el llamado “despertar de la conciencia nacional”. tallet, es ya, cuando se escribe este texto, una figura “clásica”, admitida en los diccionarios y en los manuales de literatura, mientras Roberto es un autor en proceso de maduración; sin embargo, uno y otro forman parte de un fluir mayor, donde cualquier individualidad es transitoria si se le mira desde ese indetenible proceso dialéctico que alimenta la esperanza “de que las cosas pueden ser diferentes/ Deben ser diferentes, serán diferentes”9.

Eso no excluye ni los grandes sentimientos ni las pequeñas miserias de cada uno; las ilusiones y las insuficiencias de cada cual tributan también en este avanzar hacia el ideal, de ahí que a diferencia de esos libros donde sólo parecen hacer la historia los grandes héroes, para él los miembros de todas las generaciones contribuyen a ella y por eso mismo cada uno en su presente es provisorio, pues –valga la ironía– “quién sabe/ Si sólo los muertos no son hombres de transición”10.

Quizá estas mismas razones son las que impulsan al poeta a no congelarse en un estilo conseguido, a rehuir la “manera” ya lograda. Pareciera que no quiere encasillarse en una generación, sino que procura mantenerse al día, con los más nuevos. Si

Bue-na suerte viviendo –formado por poemas escritos entre 1962 y

1965– es uno de los cuadernos más maduros y profundos que un escritor de la “Generación de los 50” haya podido dar a la luz por esos años, a la vez que es uno de los conjuntos de más alto aliento

9. R. Fernández Retamar, “usted tenía razón, tallet: somos hombres de tran-sición”, Versos, op. cit., p. 107.

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y sostenida calidad dentro de la obra total del autor, su entrega siguiente Que veremos arder11 parece alinearse con las maneras y

preocupaciones de los autores de la generación siguiente.

Retamar no ha estado lejano a los empeños culturales de esos días: la fundación del tabloide El Caimán Barbudo, el Movimiento de la Canción Protesta, la eclosión del diseño gráfico que deja carteles que son admirable síntesis de la época, gracias al talento de artistas como Rostgaard, Frémez y Muñoz Bachs. De las aulas universitarias –o de cualquier otra parte– emergen voces nuevas, se discute lo mismo un filme de Fellini que una canción de Bob Dylan, y Allan Ginsgberg tiene admiradores, tantos como los de Nicanor Parra. Aunque las preocupaciones existenciales y ganancias ex-presivas que acarrea llegan intactas al nuevo cuaderno, Retamar parece haber adquirido de los más jóvenes cierto desenfado, no poca irreverencia, así como algunas concesiones al “prosaísmo” y guiños a la mal llamada “antipoesía”, sin hablar de determinados juegos intertextuales que por esos años distinguen el quehacer de un autor tan singular como Luis Rogelio Nogueras12.

Sin embargo, los mejores textos del conjunto son los que tienen mayor economía de medios, los que no se abandonan al

11. Este cuaderno apareció en La Habana, en la Colección Manjuarí de las Ediciones unión con tal título, mas en Barcelona, donde la censura franquista suprimió el poema que da título al conjunto, se denominó al libro Algo semejante

a los monstruos antediluvianos.

12. Luis Rogelio Nogueras (1944-1985). Autor emblemático de la primera gene-ración de escritores formada dentro de la Revolución. Su primer libro de poemas:

Cabeza de zanahoria, ganó el Premio David en 1967 y ganó merecido prestigio

por la riqueza de su juego intertextual y su humor singular, uno de los poemas de este libro: “Es lo mismo de siempre”, incluye a Roberto en su dedicatoria. En uno de los poemas de Que veremos arder: “La fille de Minos et de Pasiphaë” –título que deriva de un verso de la Fedra de Racine– parece rendirse tributo a la manera lúdica de Wichy el Rojo como le llamaban sus amigos.

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BIBLIotECA AYACuCHo XXI

ingenio fácil, como sucede con los versos reflexivos de “A un poeta de antes”, con la escultórica síntesis del soneto “Recuerdo a Blake” y en terreno muy distinto, el largo poema elegíaco “De-sagravio a Federico”, sin olvidar el poema que da título al conjunto, una pieza apreciable dentro de la lírica civil de esos años, por su elocuente austeridad verbal y la fuerza de su ritmo interno que hace pensar en una especie de marcha solemne que acompaña a quienes desfilan hacia la Plaza de la Revolución y a la vez sigue al tiempo de la historia en su inexplicable voluntad de iluminar ciertas fechas:

El viento inmenso que lo afirma barre las montañas y los llanos Donde los que no tienen nombres,

o cuyos nombres no conoce nadie todavía, Preparan en la sombra llamaradas

Para fechas vacías que veremos arder.13

El poeta no necesitaba demasiado de aquella mise au jour. Quiéralo o no ha arribado a una madurez expresiva, lo que sig-nifica una peculiar plenitud en el dominio de su oficio y a la vez en la altura de su pensamiento. Sin sacrificar la efusión lírica, sus poemas se hacen cada vez más densos de significación, como lo demuestra “Aniversario” –incluido en Circunstancia de poesía. Bajo el aire, deliberadamente llano, de estos largos versos, más allá de la enumeración de acciones cotidianas, casi insignificantes, está el balance de una historia personal y familiar, y con ella, en el más estricto tono confesional, hay un poema de amor de altos timbres.

Sobre esas líneas gravitan voces diversas desde el t.S. Eliot de Los cuatro cuartetos y William Carlos Williams, hasta el

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riorismo de Ernesto Cardenal. El autor no ha querido escribir un poema convencional, donde la figura amada sólo esté rodeada de las imágenes y el lenguaje más selectos, sino que la ha destacado en medio de una multiplicidad de elementos que van desde los cubos de agua que hay que cargar o la cola de madrugada ante el restaurant, hasta la Danae de Rembrandt, unificados por una fuerte intención connotativa. “Aniversario”, un poema amoroso que merecería mejor fortuna en las antologías, tiene la tranquila elocuencia de los textos que no se saben a sí mismos grandes, porque fluyen con la misma extraña naturalidad con la que, hace ya muchísimos años, el poeta y su familia –como muchos de no-sotros– iban al restaurant Moscú a paladear el caviar negro más barato del mundo. Cuestión de circunstancias, pero la mayor parte de la gran poesía comenzó por ser de circunstancias.

Juana y otros poemas personales, libro conformado por

poe-mas escritos entre 1975 y 1979, con el que el autor obtuvo, en la Nicaragua renaciente de 1980, el Premio Latinoamericano de Poesía “Rubén Darío”, es un conjunto denso, coherente, de fuerte sabor elegíaco, estructurado en tres secciones: Figuras, Baladas y Hace / Ahora / Dentro de. A pesar de la sostenida calidad que preside el volumen, es lícito preferir algunos textos particularmente elocuentes. Así, en la primera sección, donde el poeta nos propone una especie de galería de figuras, pertenezcan estas a la historia de la cultura: Sor Juana Inés de la Cruz, Ricardo Wagner, o sean intelectuales contemporáneos: Aquiles Nazoa, Francisco urondo, Mariano Rodríguez, para cerrar con la evocación de su padre en “¿Y Fernández?”, nos resultan particularmente notables el primero, consagrado a la inquieta monja mexicana y el último.

Es difícil a veces declarar por qué un poema es hermoso, así sucede con “Juana”. Puede elogiarse el tono íntimo del poema, que no parece destinado a una escritora que vivió hace siglos, sino

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BIBLIotECA AYACuCHo XXIII

el correspondiente a un coloquio amoroso de ardiente presencia, a esto podría añadirse la rigurosa selección del lenguaje, que no pierde su tono coloquial aunque es evidente que cada palabra ha sido cuidadosamente sopesada antes de colocarla, así como la intencional supresión de detalles históricos o referencias literarias, para lograr una síntesis –apenas dieciocho versos– que da al poema una factura casi madrigalesca:

Nada ha borrado el agua, Juana, de lo que fue dictando el fuego. Han pasado los años y los siglos, y por aquí están todavía tus ojos Ávidos, rigurosos y dulces como un puñado de estrellas,

Contemplando la danza que hace el trompo en la harina, Y sobre todo la tristeza que humea en el corazón del hombre Cuya inteligencia es un bosque incendiado.14

En las antípodas se encuentra “¿Y Fernández?”, una elegía consagrada a la memoria de su padre. Escrita en deliberado tono conversacional, casi extremo, con una lucidez muy cruel que desgrana versos largos y hace pensar a veces en un extenso mo-nólogo escénico, el texto es sobre todo un ejercicio de dolorosa introspección, casi un exorcismo. Al evocar a su progenitor, el poeta no sólo no lo idealiza, como resulta común en las elegías, sino que ni siquiera procura ocultar sus contradicciones y pequeñas miserias y, más todavía, el efecto que estas tuvieron en su propia formación y todavía pesan en su persona. No es gratuito que el poema esté dedicado “A los otros Karamazov”: el escritor y su familia original son también personajes dostoievskianos en sus pobrezas, debilidades y contradicciones. Estamos en el mismo ámbito de “Felices los normales” y lo irracional lanza su aliento

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muchas veces sobre estos versos: amarguras, dudas, temores, afectos al borde del abismo, de aquellos en que era experto el novelista ruso.

El autor pasa aquí por una especie de purificación, como los personajes de la tragedia griega, al evocar con la lejanía que el tiempo puede permitirle, la figura del progenitor; puede mirarlo con una benevolencia que ayuda a sanar viejas heridas y a reedificar unos vínculos afectivos que alguna vez pudieron ser precarios. El lenguaje, volcado en lo plenamente confesional y con una fuerte voluntad narrativa, no se empeña aparentemente en lograr un em-paque literario, ni rehuye a veces los humildes lugares comunes del habla diaria, estamos en el terreno del “coloquialismo” más puro, pero también en el más elocuente, porque sabias dosis de ironía se mezclan con lo dramático para evitar un patetismo absoluto. El resultado es no sólo uno de sus poemas más altos, sino que es una de las mayores elegías cubanas del siglo XX, que puede colocarse junto a textos paradigmáticos como la “Elegía diferente” de José Zacarías tallet, la “Elegía camagüeyana” de Nicolás Guillén, “Conversación a mi padre” de Eugenio Florit y “Doña Marti-na” de Manuel Navarro Luna. La sólida arquitectura y profundidad de este texto se eleva muy por encima del resto de los poemas del libro, a pesar del ya referido rigor del conjunto.

Los cuadernos más recientes del escritor, Hacia la nueva y

Aquí, lo muestran en el lúcido disfrute de la sabiduría artística,

que se hace evidente en la acertada correspondencia entre el oficio ganado y la profundidad y alcance de la expresión. Así lo eviden-cian elegías como “Última carta a Julio Cortázar” y “Haydée” o textos memoriosos y tiernos como “Allan escribe a Liu que está en Cuba” y “Mi hija mayor va a Buenos Aires”. Mucho menos conocido resulta el Retamar lector y crítico de poesía. Sin perder las virtudes ya apuntadas, se mueve ahora en un plano más íntimo,

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BIBLIotECA AYACuCHo XXV

en una especie de música de cámara, aunque siempre alerta, como un guerrero que ha puesto a un lado el escudo y la espada, para conversar con los suyos. A sus inicios pertenece su acercamiento a la poesía de Alfonso Reyes, ensayista extraordinario pero, a nuestro juicio, poeta menor –con la excepción quizá de “Ifigenia cruel”–, cuya magra cosecha en el género lee con harta generosidad, para forjar páginas que a veces valen más que el objeto analizado, como alguna vez hiciera Martí:

La obra completa se ve entonces como las vidas de esos héroes de la tragedia griega –a quienes tanto ama–, que en vez de dejar huellas, son gobernados por éstas. Es grande la cercanía de versos iniciales y finales. El mismo pulso da el mismo latido en la adolescencia y en la espléndida vejez. Y no por yerro de ésta, sino por tino y delicadeza desusados de aquella. Ya está en Huellas lo griego, que abrirá en dura flor en Ifigenia cruel; el amplio y esencial trasfondo español; la exactitud francesa; y finalmente algo que habría que llamar lo americano envolviéndolo todo. Porque en Reyes lo americano se nos da como hecho de voracidad y de nostalgia: como acumulación rápida, impostergable, de un pasado, y como añoranza de una forma que no hemos engendrado. Si para América, como unamuno decía de su Vizcaya, la leyenda está en el porvenir, en hombres como Reyes sentimos la sustancia del americano en la nítida conciencia de esta ausencia –tierra, fondo necesario–; y en el devorar insaciable de formas y culturas.15

Lejano de cualquier “capilla poética”, su sensibilidad amplia y ecuménica viene a mostrarlo como un buen paladeador del verso, que esquiva tanto el sentimentalismo como el formalismo y aún en la apología muestra el ojo crítico. Puede comentar tanto a Eliseo

15. R. Fernández Retamar, “En torno a la obra poética de Alfonso Reyes”, La

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Diego, que en 1958 lo sorprende con Por los extraños pueblos, como prologar la antología Cuerpos que contiene la poesía mayor de su coetáneo y amigo Fayad Jamís, con ese “elogio natural del Moro”, que es una de las páginas más justas y memorables que sobre este autor se han escrito. Lo mismo introduce una selec-ción de poetas españoles del siglo XX, que coloca un generoso pórtico a una selección de poemas de ernesto Cardenal con unas páginas donde hay tanto de juicio crítico como de entusiasmo testimonial.

A pesar de ser un auténtico profesor, o quizá por lo mismo, el escritor rehúye lo normativo, aunque no se distancia de su formación original y aplica en sus valoraciones elementos de la teoría literaria, la estilística y el análisis de textos cuando viene al caso, pero prevalece habitualmente en aquellas líneas lo que podríamos llamar el paladeo de la expresión poética, el diálogo más o menos cómplice con el poeta escogido y desde luego la inequívoca voluntad de que el propio texto crítico participe de las virtudes poéticas. Aunque no sean muchos los que todavía lo reconozcan, Roberto es un crítico excepcional de poesía, al que sus tareas de ensayista polémico y hombre público han robado la oportunidad de mostrarse más.

No merece la pena demorarse en conclusiones ni pronósticos sobre la labor del poeta, simplemente se trata de una obra madu-ra, abierta y creciente, que ya ha encontrado su centro y como toda trayectoria artística –aun aquellas tan fieles y coherentes como esta– es imprevisible. Únicamente es preciso alertar a los críticos: si se quiere hacer justicia a este autor, no se permita que la admiración por el ensayista empañe el amor a estos versos imprescindibles e inocultables.

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BIBLIotECA AYACuCHo XXVII

nota a la PrEsEntE EdICIón

Los ensayos y poemas que conforman esta edición fueron tomados del volumen antológico de Roberto Fernández Retamar preparado por Roberto Méndez para la Colección Clásica de nuestra editorial. Se ha autorizado esta edición actualizada y certificada por el propio Fernández Retamar, por lo tanto, algunos de los textos difieren de los que aparecen en otras ediciones. Fueron completadas algunas de las referencias bibliográficas señaladas por el autor. En varias de las citas bibliográficas el autor recurre al uso de doble barra “//” para indicar un punto y aparte; este criterio fue respetado por Biblioteca Ayacucho, así como también fueron respetados el uso de mayúsculas y la forma en que han sido dispuestos los versos en los poemas que forman parte de esta edición.

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Con las mismas manos

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En ToRno a La oBRa PoÉTICa

DE aLFonso REyEs

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al cabo, alfonso Reyes ha entregado una suma vigilada de su obra poética2 –porque el libro no es, nos anuncia él mismo, ni

“poesías completas” ni flor de versos–; y esa obra, entrevista an-tes a pedazos, ofrece, cercana a su totalidad, un claro dibujo que ya podemos observar de una vez. al lado de la monstruosa obra en prosa de Reyes, era imprescindible poder contemplar su otra vertiente, la poética, que algunos veían como un divertimento del hombre de letras, y que es (el libro viene a confirmarlo), sin negar lo anterior, labor de poeta verdadero.

esta cuidadosa edición, sobre el mérito de darnos casi comple-ta su obra en verso, nos la entrega con una estructuración como de cuerpo, que hubiera ido creciendo por sus varios miembros. la veintena de títulos queda distribuida, por el propio poeta, en cinco secciones: “Repaso poético”, “Cortesía”, “Ifigenia cruel”, “Tres poemas” y “Jornada en sonetos”. la primera agrupa a la mayoría de sus publicaciones. comprende versos de aproximadamente medio siglo, e ilustra de modo especial las palabras (no recogidas en este “repaso”) que Reyes colocó al frente de su primer libro de poemas, Huellas: “yo comencé escribiendo versos, he seguido

1. Orígenes (La Habana), a. X, No 34 (1953).

2. alfonso Reyes, Obra poética, México, Fondo de cultura económica (letras mexicanas), 1952.

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escribiendo versos, y me propongo seguir escribiéndolos hasta el fin, según va la vida, al paso del alma”. Cuando, a continuación, añade: “sin volver los ojos”, ya no acierta con el porvenir. porque Reyes ha vuelto los ojos más de una vez sobre su obra y, mientras iba alzándose, la ha ido redisponiendo. así se ve en la carta que en 1926 envió a Díez Canedo y Genaro estrada. en ella, puerta final de Simpatías y diferencias, divide ya en secciones su obra toda. y a un “no soy partidario de refundir los libros, de redistribuir el material que contienen”, opone inmediatamente una excepción, a propósito de Huellas, que era entonces “el tomo de versos”. igual criterio de redistribución mantendrá luego hacia toda su obra poética, salvo raras excepciones, y ello explica el “repaso”, en que muchos libros pierden sus bordes y dejan reunirse sus poemas en un venero común, de impulso, tema y forma diversos. pero, debajo de esa diversidad, asombra un tono fijo, que da a la geométrica aventura griega, los versos de circunstancia, las formas clásicas, lo arbitrario y lo riguroso un mismo matiz. e incluso, las direcciones de su temática sorprenden en el inicio. la obra completa se ve entonces como las vidas de esos héroes de la tragedia griega –a los que tanto ama– que, en vez de dejar huellas, son gobernados por estas. es grande la cercanía de versos iniciales y finales. el mismo pulso da el mismo latido en la adolescencia y en la es-pléndida vejez. y no por yerro de esta, sino por tino y delicadeza desusados de aquélla. ya está en Huellas lo griego, que abrirá en dura flor en Ifigenia cruel; el amplio y esencial trasfondo español; la exactitud francesa; y finalmente algo que habría que llamar lo americano envolviéndolo todo. porque en Reyes lo americano se nos da como hecho de voracidad y de nostalgia: como acumula-ción rápida, impostergable, de un pasado, y como añoranza de una forma que no hemos engendrado. Si para América, como unamuno decía de su Vizcaya, la leyenda está en el porvenir, en

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hombres como Reyes queremos sentir la sustancia del americano en la nítida conciencia de esta ausencia –tierra, fondo necesario–; y en el devorar insaciable de formas y culturas. Viva señal, Ifigenia

cruel. tragedia griega, no es, ni versión moderna del tema (como

en O’Neill o Sartre), ni retorno imposible. es el resultado de querer gozar desde adentro una forma fascinante. “era como si hubiéra-mos creado una pequeña Grecia para nuestro uso”, dirá el propio Reyes. en igual línea se sitúa la poco conocida tragedia de pedro henríquez ureña, El nacimiento de Dionisos3. en La experiencia

literaria Reyes ha narrado los avatares de estas creaciones. Ifigenia,

realizada con feliz osadía en verso, aun por la violentación del asunto nos parece mejor ejemplo: en la obra, Ifigenia ha perdido la noción de su pasado, y la anagnórisis es, más que reconocimiento de los hermanos, encuentro de la heroína consigo misma, como en el Edipo sofocleo. “la historia que me falta” es la voz de esta Ifigenia de raíz americana. pero en Reyes, como Daniel Devoto recordaba en una nota a su Ilíada “nuevamente trovada”, esa au-sencia le permite un ágil desembarazo. cuadra a Reyes la cita de Bosco que Devoto ofrece: “Nosotros, americanos, podemos elegir nuestros antepasados”. A ello se entrega, singular oficio.

el más importante de esos apresamientos fruitivos de formas es, desde luego, el realizado en la zona de lo español. Debajo del tremendo señorío de la palabra, en Reyes golpean sin cesar los destellos de los clásicos, sabidos hasta la sangre: Góngora y lope, Calderón y el Romancero, mejidos en el fondo, afloran y resue-nan detrás de este verso, de aquel adjetivo. cuando lo moderno aparezca, será un crecimiento desde este suelo, nunca una super-posición. Su estrofa más querida –el soneto– es de casi constante factura clásica: igual en una obra de los veinte años (“esta

nece-3. pedro Henríquez Ureña, El nacimiento de Dionisos, Nueva york, Las Nove-dades, 1916.

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sidad de sacrificio”), que en una de la vejez (“Visitación”). y no es menor la fruición de la forma clásica cuando la desarregla, en sus casi sonetos. por el contrario, como en todo movimiento ba-rroco, hay el aprecio de una estructura que sólo puede ya gozarse

originalmente mediante una nueva disposición de los elementos;

nueva disposición que dé, otra vez, la mirada inicial, original. Nos parece que el mejor de sus casi sonetos no es ninguno de los recogidos en cuaderno con tal nombre –y agrupados ahora en el “repaso”–, sino el puesto en boca de orestes al aparecer por vez primera en la Ifigenia. lo que en los demás es alteración de rima y, a veces, de ritmo (alteración esta última que Reyes utiliza en otros y no menguados sonetos), en este es sacudida total que da, por excepción, una forma más abierta y desgarrada, sujeta no obstante por un algo de argumentación calderoniana. la huida del consorcio, fácil al oído, con endecasílabos, está realizada en versos como estos (que bousoño llamó, a propósito de aleixan-dre, “dodecasílabos de gaita”): tarde, en fin, quieta como impro-picia y dura/ sueño de sombras que los astros desata.

“para lograr el encanto de los planos rotos, –nos dirá Wöl-fflin en deliciosa perogrullada– tienen que existir previamente los planos”. ese encanto es el que hallamos: no el de la ausencia, sino el de la ruptura que testimonia presencia.

Fenómeno similar hallamos en otra forma raigalmente his-pánica: el romance. cuando Reyes recoge en libro un grupo de “romances y afines” nos está dando, en estos afines, el gemelo de los casi sonetos. es una afinidad la suya que es posible, en principio, precisamente porque no son del todo romances: los cortejan y huyen. Así, arquetipo ya famoso, su “Sol de Monte-rrey”. lo moderno entra con viento duro, embiste hasta el fon-do, y queda luego trabafon-do, comprometido entre sus espesas telas. cuando va a parecer más nuevo, llega un aire de siglos y lo orea.

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Se amistan las épocas con noble gracia. los rigurosos, frenados

Romances del Río de Enero –que recoge como uno de los “tres

poemas”– muestran de modo rápido sus dos caras, sin soportar la ausencia de ninguna de ellas; si hay cierto tono recién aparecido, también el poeta se satisface en recordar que “el romance nos transporta a la mejor época de la lengua”. Pues no sólo ha vuel-to Reyes los ojos a lo clásico (vuel-tomado el término en su sentido temporal, no cualitativo); ha permanecido también en su tiempo, levantando de él formas, temas, alientos. concurren justamente a su obra el viejo y el nuevo sabor, así como el grave tema al lado de la más volandera circunstancia. cuando va hacia lo moderno, lo hará, bien rompiendo “las torres de hexámetros”, como hizo en

Ifigenia, bien dejándose traspasar de una reciente voz, o buscando

en cercanía el asunto. un tema no conduce a su época a la obra edificada sobre aquel. Pero Reyes ha querido, con frecuencia, jun-to a su cetrería de raíces, darse a lo moderno en su poesía, incluso en el asunto. Por eso, a menudo, la materia es actual en sí mis-ma, independientemente de la forma que asuma –si cabe hacer tales separaciones. esta dedicación a lo inmediato invade, total o parcialmente, “cortesía” y “Jornada en sonetos”; pero aparece también en el “Repaso” y, en cierto modo, en los “tres poemas”, uno de los cuales es un homenaje a una perfecta cena: su Minuta. atendiendo a la opinión del número, hay incluso que conceder que la mayor parte de la obra poética de Reyes se ha quemado en ese fulgor de lo momentáneo, sin mengua de permanecer luego con buena luz, ido ya el interés por la circunstancia. Parecería que en un momento en que se repetía hasta la saciedad el término

evasión, Reyes, por lo demás siguiendo una línea muy española

(pensamos en el arcipreste de hita o en cervantes, en Goya o en Picasso), hubiera querido meterse en las cosas, irles al encuentro, aunque fueran los hechos de menos atrayente eternidad. o acaso

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porque, impedida de modo creciente la comunicación, le fuera necesario restablecerla por los más familiares medios, siguiendo en esto las pautas de su cercano Mallarmé. luego de lamentarse de que “hoy se ha perdido la buena costumbre, tan conveniente a la higiene mental, de tomar en serio –o mejor, en broma– los versos sociales, de álbum, de cortesía”, añade zumbón: “desde ahora te digo que quien sólo canta en do de pecho no sabe cantar; que quien sólo trata en versos para las cosas sublimes no vive la verdadera vida de la poesía y las letras, sino que las lleva postizas como adorno para las fiestas”. y similar opinión manifiesta con respecto a su mezcla de formas populares y cultas, en esta alegre arte poética:

Guardo mejor la salud alternando lo ramplón con lo fino, y junto en el alquitara –como yo sé– el romance paladino del vecino

con la quintaesencia rara de Góngora y Mallarmé.

Mezclas (de asuntos, de formas) que, muy a lo Mallarmé y muy a lo Góngora precisamente, Reyes realiza sin violencias, y que van dando la línea de su poesía: culta y popular, en armo-niosa bifrontalidad, ambiciosa, varia, aquí exacta, allí traspasada de fervor. leída junta su obra poética (que habrá de completarse con sus traducciones, en que Mallarmé, browning, Goethe o, re-cientemente, Homero, tienen grato ámbito en castellano), y oídos reiteradamente los rumores tan distintos que en su obra se citan, alfonso Reyes nos queda como un poeta sentido en lo

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cano más noble. con él damos un paso más en ese camino de asimilación (olvidadas las ingenuas “formas del robinsonismo” que dijera Lezama Lima) que, con avidez de primitivo, anduvo ya Darío. Sólo que mientras este, al hacernos entrar en su deslum-brante sala, nos advierte: “mi esposa es de mi tierra; mi querida, de parís”, Reyes puede ya decirnos, tocada la frente de muchos aires: “pero mis amores son mexicanos”.

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POR LOS EXTRAÑOS PUEBLOS

DE ELIsEo DIEGo

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FReNTe AL “eSTAR AL DíA”, unamuno aconsejaba un “estar a los siglos”. pocos poetas nuestros han sido más fieles a este consejo del gran vasco que eliseo Diego. poeta ciertamente del tiempo, no lo ha sido nunca de la última hora, sí de la postrera; no del día, sí de los días todos: el lunes cabizbajo o cruel, el domingo tedioso, los siete señores que realizan “la extraña conciliación de los días de la semana con la eternidad”. las cosas aparecen en su poesía al mismo tiempo más frágiles y más recias, más únicas y más totales: su casa es en sus versos la casa de sus lectores, como la familia de proust nos permite conocer la nuestra. Lo que es un hecho inverso de lo que suele ocurrirnos con otros creadores, en cuyos dominios penetramos a sabiendas de que son sus dominios, ajenos por maravillosos que sean. paradójicamente, de la despia-dada interiorización de la poesía de eliseo Diego surge una sal-vación objetiva no sólo de su mundo, también del nuestro. como si toda intimidad verdadera, que no sea la trampa de espejos del yo, acabara por regalarnos una universalidad conquistada. en un libro anterior, En la calzada de Jesús del Monte (1949), Diego ofreció uno de los más hermosos homenajes de nuestra poesía.

Elogios pudo haber llamado su libro, como el memorable de St.-

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John perse. Su título, la localización concreta y al parecer escla-vizadora al sitio donde transcurrió su infancia, es sin embargo insuperable: salvó un barrio que es todos los barrios, al modo del que se inclina a recoger una piedra y levanta una pieza de plata.

este nuevo libro suyo2, como por fidelidad y permanencia no

podía menos de ser en su caso, ha salido del pecho del anterior, costilla femenina y precisa. lo encabeza otra memorable dedi-catoria. y en ella, un arte poético nos sale al paso: la poesía “es el acto de atender en toda su pureza. Sirvan entonces los poemas para ayudarnos a atender como nos ayudan el silencio o el cari-ño”. y más, una lúcida contemplación de su propia poesía:

No es por azar que nacemos en un sitio y no en otro, sino para dar testimonio. a lo que Dios me dio en herencia he atendido tan in-tensamente como pude; a los colores y sombras de mi patria; a las costumbres de sus familias; a la manera en que se dicen las cosas; y a las cosas mismas –oscuras a veces y a veces leves. conmigo se han de acabar estas formas de ver, de escuchar, de sonreír, porque son únicas en cada hombre; y como ninguna de nuestras obras es eterna, o siquiera perfecta, sé que les dejo a lo más un aviso, una invitación a estarse atentos.

Del barrio va la mirada cariñosa a los pueblos, a sus bestias y trenes, a sus cuentos de ancianos batalladores, a sus almace- nes y ritos. todo visto o escuchado, palabras testimoniantes que se repiten; y dicho después en una conversación que no acaba sino para recomenzar: “el almacén, señores, el ardiente/ almacén de costados dolorosos...”. conversación que se abre en la solemnidad de versículos musitados pacientemente, o se yergue gallarda en

2. eliseo Diego, Por los extraños pueblos, la habana, ediciones orígenes, Talleres Úcar García, 1958.

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las décimas –a las cuales no en balde llamamos puntos– que no fingen ingenuidad, sino ostentan pulcra inocencia; o se atreve, venturosa, a remozar un verso dañado por el uso: “Visité las leja-nas provincias/ del jardín que olvidamos, y he visto/ al pequeño lagarto en el río...”. temas que son realidades irrenunciables, es claro que vuelven: los personajes familiares y extraños del otro libro, el juego inquietador de los días y de la baraja, cuyos oros “van huyendo en la vasta llanura”, y cuyos reyes decapitados, sotas sombrías y espadas guerreantes son como la desolada traducción, no menos real que el texto verdadero, de las figuras cotidianas. y todo en la mayor concentración y aplomo: hacia una cristaliza-ción que no impide la misteriosa fluencia de seres y cosas a través de los vidrios de este libro de gran poeta.

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La PoEsÍa En Los TIEMPos QUE CoRREn

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CASANDRA

“LOS pOeTAS son los legisladores no reconocidos de la huma-nidad”. Hace ciento treinta y ocho años Shelley arrojó al lector inglés esas palabras lo bastante eficaces como para que otros tantos años de repetición corrosiva no hayan dañado su metálica dureza. por eso no es menester perseguir la sentencia oculta, do-blada bajo una piedra, abandonada en la maleza; bastan las claras y reiteradas palabras del poeta que tanto amó la poesía y tanto la revolución, para grabarlas en el pórtico cuando entramos en estas conversaciones. ¿No está allí la doble realidad desgarradora del poeta moderno: su ambición casi demoníaca, y el frenazo brusco, de muro ante la cara, que se obstina en darle la realidad? la frase se alza como esas grandes olas de varios colores a que tan aficio-nados eran los románticos, viendo en ellas la imagen fácil de una vida desbordada; se alza, pero para caer con precipitación, fatal-mente. pues no sólo nos dice que los poetas son los legisladores

1. con esta lectura fue iniciado, el 24 de agosto de 1959, el ciclo “la poesía en los poetas de la nueva generación”, que se realizó en el Museo de bellas artes, la habana, organizado por la Dirección de cultura, al frente de cuya sección de Literatura y publicaciones se encontraba Lezama Lima, quien presentó el ciclo (cf. José lezama lima, “Me gusta saludar...”, Casa de las Américas (La Habana), No 195 (abril-junio de 1994). participaron además Fayad Jamís, Lorenzo García

Vega, Carlos M. Luis, Raimundo Fernández Bonilla y pedro de Oraá. este último publicó en un bello cuaderno su conferencia.

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de la humanidad, es decir, los que dan la norma, la osamenta de las cosas del hombre; sino también que esos tremendos legisla-dores no son reconocidos, a la manera sombría de casandra: la que ve, pero no es reconocida. y, en efecto, ver quiere la poesía tanto como normar. cuando ella es tomada sólo como un objeto entre otros, es lícito precisar sus determinaciones, aunque aun así nada autoriza a que algún regocijante pretenda derivarla en cuan‑

to poesía de estas o aquellas condiciones, pues esas condiciones

pesan tanto en la salvada obra poética como en el montón de pa-labras. pero es que para muchos (así para nosotros) lo que interesa es, precisamente, no tomar la poesía como un objeto entre otros –una lata, un código–, sino como algo que, ambiciosamente, se constituye en órgano de contemplación, y aun de conformación. Nadie puede pensar que con ello se propugna una separación en-tre lo que llaman “poesía” y lo que llaman “vida”, con su consi-guiente polémica no sólo mal resuelta, sino mal planteada, que ha consumido no pocas resmas y sus cuantas recuas. y nadie puede pensarlo porque si decimos que la poesía contempla o conforma es porque hay algo que es contemplado o conformado, y sin ese algo, claro que no hay ni puede haber poesía. pero tampoco la hay con ese algo a solas. además, para que pudiéramos entender esa rápida dicotomía, tendríamos que ponernos de acuerdo sobre los términos que supuestamente estamos enfrentando u oponiendo. ¿De qué “vida” hablamos que pueda ser concebida con prescin-dencia de la poesía? No, ciertamente, de la vida humana. pues a esta no la entendemos sin coronarse, en una de sus puntas, con la poesía; sin arder en sus llamas, iluminarse con ellas, exaltarse dorada o roja, y, acaso, consumirse entre luces devorantes. lo que sucede es que, los que al partir de esa separación lo hacen con el propósito de culpar de libresca a cierta poesía, tienen, ellos sí, un concepto estrecho, empapelado, libreril y seco de la

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sía, la ven en las letras, las graves de la Comedia divina o las profesionalmente populares del juglar. pero, se les escapa en la respiración diaria, en la esgrima fabulosa de los ómnibus, que hay que agradecer siempre a los dioses, en el papel ligerísimo y rasgado en que se inscriben las riñas, en los mercados a los que no pudo dejar de aludir Vossler con olfato de filólogo viviente, en la sobremesa visitada por la brisa, en donde quiera que la palabra se alce por encima de su tarea de flecha fija. La otra poesía es al cabo esa misma: varían sólo las circunstancias. De ahí las fallas de quienes, como ortega o el primer Dámaso alonso, la veían como elusión. la poesía no se añade a la vida ni tampoco se sepa-ra de ella, como la misepa-rada no se añade al ojo ni la tsepa-ransparencia al aire. Mallarmé decía, y Martí bien pudo decirlo, que para él toda experiencia concluía en una obra de palabras. ah, el deshumani-zado, el frío que arrojaba palabras zafadas como dados sobre la nevada página blanca, el que aseguraba no experimentar sino lo que condujera a las palabras mentales, ¿qué hacía sino lo que todo ser humano hace, cuando una torpe humareda cuaja como un dia-mante en una frase: las de la desaforada posesión (alma mía, Dios

mío, hijo mío); las que se bastan con un nombre, entonces

elec-trizado; o las que se abren con la conmovedora y con frecuencia vana intención de configurar una gran experiencia (Musa, canta

del Peleida Aquileo...; Abril es el mes más cruel...).

Con estos recordatorios, útiles para ir rodeando una ciuda-dela, nos hemos ido acercando al tema de la charla. este podrá parecer equívoco precisamente porque no lo es. parece que tiene más de un sentido, y, en efecto, tiene más de un sentido, porque a ellos quiero referirme. los tiempos que corren son, primeramen- te, los tiempos que van andando, que van moviéndose de prisa, y a los que apenas les vemos las ropas voladoras y la sombra. pero también quiere el idioma bondadoso que sean los tiempos

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del ahora y, si apretamos un poco, los del ahora y el aquí. ¿por qué no echar pues una rápida ojeada, de lector que corre, sobre estos tiempos que han acabado por desdoblarse?

LOS TIeMpOS QUe CORReN

Unamuno veía al tiempo corriendo, pero hacia atrás: “Noc-turno el río de las horas fluye/ desde su manantial que es el ma‑

ñana/ eterno...”.

Borges ha glosado con complacencia esa versión; y buena parte del pensamiento moderno coincide con ese criterio, según el cual el tiempo se desbarranca desde el “dulce mañana intacto” que dijo ballagas hasta llegar a nuestras manos, las que pronto lo dejan inútil, arrojándolo al pasado.

Sin embargo, la versión corriente prefiere suponer al tiempo sa-liendo del pasado y precipitándose, como un atleta, hacia las cosas por venir, mientras nos deja, al atravesar, algún relumbre jactancio-so. en ambos casos, la consagrada metáfora es la de los tiempos que corren: caballos, bestezuelas asustadas por el incendio, guerre-ros aulladores, grita, quién sabe cómo ilustrar mejor esa ralea de cosas que al ir desbaratándose ante los ojos –vestidos, libros, casas, bosques, amigos, autos, ciudades, los mismos ojos–, nos dejan la melancólica imagen de los tiempos que corren.

pero, ¿se ha tenido siempre la azorante impresión –no con-ceptual, claro, sino vital– de este desbaratarse de las cosas, de esa carrera que nos deja desamparados o quizá nos cubre, amenazan-do aplastarnos, con lo arrancaamenazan-do de otros sitios? ¿No hay acaso instantes en que, por una u otra razón, se siente, junto a la fugitiva caravana, y aun a veces más que ella, el espesor como detenido de las horas, el cuerpo de las cosas más que su caída?

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partir del romanticismo no hay ya estilo en el mundo de occiden-te. acostumbrados a pensar el estilo como la marca de la mano en el barro, ¿cómo aceptar esta carencia de estilo precisamente a partir del momento en que empiezan a levantarse esas inconfun-dibles voces ululantes, un Hölderlin, un Shelley –y luego un Bau-delaire, un Rimbaud, un Lautreamont, un Whitman, un Rilke, un Vallejo–? es que olvidábamos, nosotros los tan sumergidos en los tiempos que corren, que estilo es también otra cosa: esa como seguridad de una atmósfera, que no sólo deja al hombre habitarla sin jadeo previo, sino va tocando todos los objetos con una obligada familiaridad. y esos momentos así beneficiados con un estilo que se regala en zapatos y danzas, en gestos y epopeyas y mansiones y reinados, ¿no dan como la imagen de los tiempos detenidos, de los tiempos que no tienen prisa por ser otros, sino por ser cada vez más ellos mismos, en una repetición que acaba por confundirse engañosamente con la quietud, con la inmovili-dad de algunas diviniinmovili-dades? a ese espesor vital, a esa homoge-neidad llama sin duda Weidlé un estilo. Quien en su interior se mueve, sin el problema previo de “su” estilo –que acaba por con-ducir a las tentaciones de la originalidad, y finalmente al horror congelado de los audaces en serie–; sin ese problema, sabe que al entregarse al tiempo ajeno este lo dejará ser él mismo de la mejor forma. Desde cierto criterio actual, muy generosamente compar-tido, más parece artesano que artista el que así se comporta –por ejemplo, el de las catedrales medioevales, que a cambio de una obra esencial ha entregado el nombre. pero no hay que olvidar que ese es el caso de un Dante, de un leonardo, de un bach, de un Mozart; los hombres que no se han consumido en la problemática de una rebuscada individualidad necesaria (segregando en esa re-busca lúcidas poéticas, como las de Valéry, Breton o eliot; las de Stravinsky o picasso), en vez de eso han tomado confiadamente

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lo que la época les daba. Resabios sin duda de un momento en que la calidad reconocida se sobreponía a los requerimientos del nombre, es que Lope, Shakespeare o Vivaldi incrustaran cuerpos ajenos en sus obras con el desenfado de quien los sabe buenos. No, como después lo hemos visto (en Las tetas de Tiresias, en La

tierra baldía o en Escenas de ballet), a la manera de grandes co‑ llages, subrayada su rigidez un tanto ingenua por los

desilusiona-dos garabatos de una época maliciada, sino sumándesilusiona-dose gustosos a un impulso de un solo signo y un aliento solo. Mientras ello se hace con naturalidad, puede decirse que vivimos dentro de los tiempos que prefieren detenerse y no correr. Hay un momento, sin embargo, en que esa detención (que ya sabemos que sólo era aparente; pero es en esa apariencia que se inscribían las obras), es estremecida. al llegar a él, la impresión que se recibe es la de la fragmentación de un espejo: nos quedan entre los dedos pedazos babélicos que salen chillando y pueblan el mundo de cintarajos multicolores. es innecesario, por evidente, atribuirlo a la arribada de la burguesía, que no logra forjarse un estilo colectivo, del mis-mo mis-modo que prohija al maléfico individualismis-mo –nombre que Shaw decía, ya que era una manera hipócrita de aludir al egoís-mo. la época anterior concluyó con los rizos del jardín, del que salían riendo las empolvadas parejas semidesnudas para dejar paso al philosophe. pero cuando, transcurrido este momento, los tiempos (como los reyes) se echaron a correr, esos retorcimientos de las piedras, las flores y las palabras no dieron lugar a otro len-guaje uniforme, sino a un fabuloso bric à brac, se inicia el saqueo de la historia. bien que para algunos era la misma historia, con-siderada con cierto rigor, lo que se iniciaba. lo que vemos es la aparición de esos collages enormes a los que hemos aludido. De los mármoles robados por lord elgin a las máscaras negras o in-dias el paso es sólo uno. Sensibilidad de museo, amontonamiento,

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retornos. y frente a eso, el abultamiento de las individualidades, que se sienten desprovistas de la confianza en el aire común. Una llamada nos atrae en medio de este caos. es en este momento que américa hace su segunda entrada en la historia o, si aceptamos el melancólico decreto hegeliano que le niega historia a américa, su segundo intento por entrar en la historia. la primera fue, desde luego, en el filo entre Medioevo y Renacimiento en que pájaros marinos, metales preciosos, hombres paradisíacos, humo de ta-baco, selvas, dioses crueles, patria de la justicia, irrumpen ante el ojo europeo. esta segunda vez el equívoco es aún mayor. pues mientras allá suspiran por otra cosa, nosotros somos en parte esa otra cosa. Mientras ellos se van a vivir al desierto hosco o a la isla tropical, nosotros somos ese desierto, esa isla. Mientras allá abruman las cosas del hombre, aquí no logran ellas cubrir bastan-te el espacio.

De alguna forma, como se dice –con la exageración que se quiera– que Francia es cartesiana, puede decirse que américa es romántica, que en su centro está esa reunión de pasados, esa aspiración precipitada a la plenitud, a la libertad, al misterio, a la trascendencia, esa confianza en la poesía que ha sido lo mejor del romanticismo. este la marca en la cara, en el instante en que ella se asoma por sus propios pasos a la historia mayor. Nunca se le ha apagado ese aire aventurero, esa cabeza despeinada, que en otros sitios pudieron parecer las máscaras de la utilería, pero que aquí han sido las maneras naturales de la vida. pues no hay que olvidar que decir aquí lo mismo (aspiración demasiadas veces manteni-da) es la forma más segura de decir aquí otra cosa, como si se tratara de utilizar un idioma igual para hablar con personas que entienden ligeramente distinto. así, lo que pudo parecer allí una moda, resultó para nosotros el barrunto de un conocimiento de sí que otras épocas incrementarían. pasó lo que había de moda, de

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pasajero, pero quedó el hallazgo de una manera de ser. ahora, sin embargo, debemos ya apartarnos de esa llamada para proseguir con nuestra visión de los tiempos que corren, aunque sin olvidar esta importancia que ha cobrado desde este momento américa, por ser ella la que con más razón realiza ese saqueo de la historia que se inscribe como señal del momento.

cuando nos ponemos frente a la poesía de los tiempos que corren, esa poesía que ya no se remite a una totalidad dentro de la cual se siente cómodamente inserta, sino, por el contrario, aspira, separada, a encontrar su propio camino; cuando nos ponemos fren-te a esa poesía, creo que nada nos llama más la afren-tención en ella que la forma en que está como trabada con el problema del tiempo: con el tiempo como problema. No el tiempo teológico del Alighieri, ni el tiempo, al cabo exterior a la poesía, que nos hace envejecer, y obli-ga a Ronsard o a Quevedo a remozar el viejo consejo de Teócrito y Ausonio: coger la rosa fresca, gozar las amantes en primavera. No es sólo el hombre como criatura metafísica (tan estremecidamente dicho por el Medioevo o el Barroco) lo que ahora se sabe puesto en el tiempo y así cantado por la poesía, es ella misma, es la poesía misma, la que ahora se ve inserta en el tiempo. No es menester sobrecargar estas palabras con una innecesaria alusión pedantesca al hombre fáustico para verificar esto: ¿cuándo, si no en los tiempos que corren, ha podido hablarse de una poesía “modernista”, una “pasatista”, una “futurista” y una –primor de los primores– poesía “pura”, especie de obra puntiforme, con la aspiración de situarse en un presente inmóvil o contemplado sub specie aeternitatis? la conclusión es inmediata: la poesía, enemistada o mal amistada con la historia, se ha ido a maridar por su cuenta con el tiempo. creo que debemos conservar esta conclusión para volver sobre ella. his-toria, tiempo, poesía: barajaremos otra vez estas cartas.

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biblioteca ayacucho 23

ahoRa

Sería grotesco intentar, en unas pocas páginas, una revisión de la poesía de ahora. ¿Supondrá esa revisión, además, visitar la poesía inglesa desde que eliot la remueve, o la norteamericana desde que pound, previamente, la ha alterado; la francesa desde los epígonos del simbolismo o desde el bombardeo de los ismos; o la italiana desde Ungaretti; o la griega, que tiene nombres tan ri-cos como Cavafis? ¿y más: la alemana, de la que nos llegan, atra-vesando la distancia del idioma, un George, un Rilke, un Trakl; y la rusa, que con iguales dificultades nos filtra un Mayakovski, un bloc...? la sola enumeración desmaya lo bastante como para que nadie demande esa tarea ni en unas cuantas ni en unas muchas páginas. Si, por otra parte, se espera una especie de comentario general sobre la poesía de “ahora”, me veo obligado a recordar que, con todas las limitaciones del caso, hice algún tiempo atrás ese comento para esa casa nuestra de estudios que aparece situada en el viento, verdadero castillo en el aire de nuestra cultura. Sin embargo, obligado a no remitir a otro sitio, prefiero una especie de paráfrasis, con las sumas y restas de rigor. y con algo más: una especie de señalamiento, que atienda, en lo posible, a los últimos años, los de la última posguerra. en la entreguerra, ya lo sabemos: tiroteo constante, desbarajuste, búsqueda de la sorpresa, incrus-taciones para ser caricaturizadas y, junto a todo eso, una furiosa lucidez que alguna vez se encargaba ella misma de la poesía, pero que sobre todo se prodigaba en las vastas poéticas en que fue tan generoso el período. ¿Qué poeta que se respetara no iba dejando, al lado de la poesía, y a menudo tapándola, un cuerpo de medi-tación sobre la poesía, síntoma de una enfermiza conciencia...? es posible que en pocas épocas esto haya sido tan general y tan persistente. por eso, entre otras cosas, florecía la mala hierba de

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los manifiestos a la menor ocasión. Quizá por contagio político, a cada rato se pedía algo en un papelón o se definía de una u otra manera la poesía con energía y fingido desdén. por este camino es natural que se diera gusto a los historiadores de la cultura o de la literatura y a los estudiosos de retórica, pero no tanto a los lec-tores de poesía. Hay que ver con qué justificado placer ha caído sobre toda esta poesía la turba de los comentadores, lúcidos unos y otros meramente regocijados, ante el rico material que se les ha puesto entre las manos. Fluyendo como por debajo, a la manera de grandes ríos, seguían voces mayores que es dable percibir entre la vocinglería y el eco. Muchas de ellas hemos nombrado. la ten-dencia a pensar que en todas las épocas ha sido así, es desmentida por los años que siguieron a la última guerra, los últimos quince años, que conservan la poesía realmente reciente (hay quien sigue pensando que la poesía reciente es la del pasado inmediato, ese pasado que bien recordaba Reyes que es el más lejano de todos, porque ni es presente batallador, ni tampoco pasado prestigiado por lo arcaico, sino simplemente tiempo envejecido).

hojeando una pequeña antología de poetas norteamericanos de 1956, presentados por thom Gunn en The London Magazine7,

leo que uno de ellos, Louis Simpson, comenta del conjunto y de la intención general que los anima: “No Chinese, no footnotes”. Si se recuerda la parafernalia con que hacían acompañar sus obras pound, incrustado de signos chinos, y eliot, cuyas notas al pie en

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todo el carácter de una declaración. creo que, con adaptaciones, puede extenderse a las otras lenguas y servir para identificar un nuevo espíritu en poesía. Más que rechazos de escuelas o grupos entre sí a través de airados manifiestos, el rechazo parece

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