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5. Bizancio

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Academic year: 2020

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La historia de Bizancio fue larga y compleja. El antiguo Imperio de Oriente fue capaz de mantenerse durante diez siglos, en los que pudo ver cómo parte de Europa pasaba de las invasiones germánicas al feudalismo de la Alta Edad Media, al florecimiento de las ciudades del Gótico e, incluso, llegaba hasta los propios comienzos del Renacimiento. Frente a tantos cambios, la larga pervivencia del Imperio bizantino se explica por lo que constituyen sus rasgos más característicos: la presencia de un fuerte poder imperial que da estabilidad a sus instituciones; la existencia de una gran capital, Constantinopla, cuyo fundamento económico es el comercio entre Oriente y Occidente; la importancia de una religión que justifica el poder imperial y da unidad a sus habitantes y, por último, el sentimiento de ser los herederos del antiguo clasicismo. En cierto sentido puede decirse que el Imperio bizantino supo mantener para Constantinopla aquellas condiciones que le fallaron a Roma en los años anteriores a su caída definitiva. Los orígenes del Imperio bizantino están en la época en la que el emperador Constantino decidió hacer de la ciudad griega de Bizancio una gran capital, a la que le daría su nombre, Constantinopla. Durante poco más de medio siglo el poder del Imperio estuvo dividido entre Roma y Constantinopla, hasta que en el 395 Teodosio el Grande decidió hacer del mundo romano dos imperios definitivamente separados. Así, Arcadio, hijo de Teodosio, fue el primer emperador del Imperio bizantino, con capital en Constantinopla y con dominio sobre la península balcánica, las islas del Egeo, Asia Menor, Siria, Palestina, Egipto y la costa africana de la Cirenaica. El Imperio bizantino pudo resistir las oleadas invasoras de los pueblos germánicos, que tan sólo ocuparon, y por poco tiempo, algunos territorios del norte de los Balcanes. No obstante, este Imperio estuvo siempre bajo la amenaza invasora de diferentes pueblos vecinos. Primero fueron los persas sasánidas, desde el siglo VII, los árabes y los pueblos eslavos y, desde el siglo XI, los turcos. Los primeros emperadores bizantinos, aún muy romanizados, sintieron la caída del Imperio de Occidente como algo que les concernía y que debía ser reparado con la reconquista de las antiguas posesiones de Roma y la expulsión de los bárbaros. De reconquistar las antiguas posesiones de Roma se ocupó Justiniano, que fue nombrado emperador de Bizancio en el 527 y que, durante su reinado, fue capaz de recuperar toda Italia y la costa de

Dalmacia, el sureste de Hispania, la costa africana hasta Numidia y las islas Mediterráneas.

La época de Justiniano supuso el momento de máxima extensión del Imperio bizantino, pero sus éxitos conquistadores no perduraron mucho tiempo. Tras su muerte, los lombardos comenzaron a ocupar Italia, los dominios de Hispania pronto fueron recuperados por los visigodos y, a comienzos del siglo VII, Bizancio perdió los territorios de Egipto y Siria, que eran de gran valor económico y que pasaron al dominio expansionista árabe.

BIZANCIO

Apuntes para su comprensión

Mosaico de Justiniano y su corte, que se conserva en la Iglesia de San Vitale de Rávena

El proceso de decadencia territorial fue casi constante, hasta que en el siglo XI, con la dinastía macedónica y sobre todo con uno de sus emperadores, Basilio II, el Imperio bizantino tuvo un segundo momento de esplendor en el que se recuperaron las tierras de los Balcanes, la costa de Dalmacia y el sur de Italia, además de conquistar Armenia. Desde la muerte de Basilio II, en el 1025, hasta el 1204, año en que Constantinopla fue tomada por los cruzados, el Imperio pierde y gana territorios en un proceso que anuncia la decadencia que, desde la ocupación de los cruzados, fue ya irremediable. Durante 250 años, las magníficas condiciones defensivas de la ciudad de Constantinopla permitieron que el antiguo Imperio bizantino perviviera en su capital y los cada vez menos

extensos territorios que dominaba. Así, cuando en 1453, Constantinopla cayó en poder de los

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tiempo, sobre todo en el intento de reconstrucción del antiguo imperio en la obra de Justiniano; pero incluso en esa época los asentamientos bizantinos en Italia ya dejaron muestras de una nueva forma de ver el arte, sobre todo en lo referente a la decoración, en la que la influencia helénico-oriental, era ya evidente. El peso de la tradición helénica se dejó sentir más

rotundamente desde comienzos del siglo VII, pues los emperadores adoptaron el título de basileus (rey, en griego) y la lengua oficial latina fue sustituida por el griego. La influencia oriental fue quizá más sutil, pero en cualquier caso resultó decisiva para marcar las profundas diferencias que llegaron a plasmarse entre el mundo bizantino y el resto del occidente medieval. No obstante, esa influencia se dejó sentir de forma clara en la concepción divinizada de los emperadores y en muchas de sus costumbres palaciegas que siguieron, desde la forma de vestir, hasta la idea de palacio como centro de poder y administración del Imperio, el estilo persa de las cortes sasánidas. Incluso algunos de los problemas religiosos que se suscitaron en Bizancio, como el de los iconoclastas, tuvieron su correspondencia en el mundo musulmán. Constantinopla fue, por otro lado, una ciudad cosmopolita a la que acudían gentes de todas las partes del mundo, ya fueran comerciantes, soldados mercenarios, embajadores o simplemente visitantes de la que bien pudo considerarse, durante siglos, única gran urbe de la Europa cristiana. Poderosamente defendida por su situación (rodeada de mar) y por sus defensas (una doble muralla), Constantinopla se sentía además protegida por Dios y, por lo tanto, indestructible. Sus habitantes, que podían recibir alimentos gratuitos y que disponían del hipódromo para gastar sus energías en las enconadas carreras o incluso para manifestar sus quejas políticas, debieron sentirse confiados y ajenos al deterioro a que se vio sujeto el Imperio en su largo proceso de decadencia. Otra mentalidad bien distinta debió de tener el habitante rural, sujeto a su señor por lazos personales que le obligaban a una fidelidad que en nada se parecía a la que el habitante urbano le debía al emperador. Más próximo al sistema feudal, con una concepción económica de autoabastecimiento y más consciente de los constantes peligros de invasión, el mundo rural bizantino fue en gran medida ajeno a lo que sucedía en Constantinopla y se vio sujeto al desarrollo histórico que cada zona del Imperio fue sufriendo a lo largo de su historia.

Las características religiosas:

Como punto de partida, hay que señalar que la cristiandad tuvo su origen y más temprano desarrollo en Oriente. Bizancio fue así cuna de la mayor parte de los fundamentos, tanto jerárquicos como dogmáticos, del cristianismo. La historia de Bizancio es, en cierto modo, la historia de su religión. Ésta condicionó gran parte de las relaciones con Occidente y la vinculación de los emperadores a la Iglesia fue tal que los problemas de dogma fueron siempre, también, cuestiones de Estado.

El mundo cristiano de Bizancio se caracterizó, desde época muy temprana, por su fuerte jerarquización y por cierta inclinación a la discusión de las cuestiones del dogma. El sistema jerárquico de la Iglesia, que debió surgir de forma más o menos espontánea, estaba ya bastante definido en el siglo IV. El territorio se había dividido en parroquias que formaban diócesis, al mando de las cuales estaban los obispos y, por encima de éstos y como grandes jerarcas, estaban los patriarcas con sede en las más grandes ciudades. Por otro lado, la influencia del mundo griego y su tradición filosófica hizo que el clero bizantino se encontrara más predispuesto a investigar e interpretar los textos sagrados, lo que motivó frecuentes enfrentamientos en materia de dogma. Entre esas disputas destacaron las dedicadas a la figura de Cristo (cristológicas) sobre todo en relación con el problema de la Trinidad. Estas cuestiones fueron importantes en los primeros tiempos, pues llegaron a suponer que Egipto y Siria, amparándose en la doctrina monofisita, se independizaran de Bizancio, pero, con el paso del tiempo, quedaron limitadas a los teólogos y padres

de la Iglesia. Más incidencia popular tuvo el problema de los

iconoclastas (destructores de imágenes) que tampoco fue ajeno a unos concretos intereses políticos. A principios del siglo VIII el culto a las imágenes alcanzó un grado desmesurado, suponiendo un gran prestigio para las comunidades religiosas que lo fomentaban y que incluso debieron encargarse de la producción de sus propios iconos (imágenes). Pronto surgieron grupos que entendieron esa adoración como una idolatría, pero en la querella iconoclasta hubo intereses y motivaciones muy diversos. Por un lado, era un reflejo de la oposición entre la mentalidad oriental y la occidental y, por otro, no dejaba de representar la necesidad que la Iglesia de Oriente tenía de una cierta autonomía frente al Estado. La actitud de los emperadores contra las imágenes coincidió con un proceso similar en el mundo islámico y, curiosamente, los emperadores más opuestos fueron un sirio, León III, y un armenio, León V, es decir procedían de Oriente. El proceso iconoclasta fue iniciado de forma definitiva por León III a través de un edicto del año 730 que ordenaba la destrucción de todo tipo de imágenes. En el 787, la emperatriz Irene toleró de nuevo las representaciones, pero la llegada al poder de un nuevo emperador, León V, hizo que la prohibición entrara de nuevo en vigor en el año 813, perdurando hasta que, en el 843, otra emperatriz, Teodora, restableció definitivamente la veneración (no adoración) de imágenes.

El resultado de esta larga disputa fue que muchos partidarios de las imágenes se refugiaron en Italia, que se perdieron valiosas obras de arte y que el Estado bizantino enriqueció su tesoro a costa de numerosas confiscaciones

realizadas como castigo. Todo ello, no obstante, demuestra que la cristiandad

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El cisma de la Iglesia Ortodoxa

La separación entre la iglesia de Oriente y la de Occidente fue un proceso de rivalidad que se gestó en el seno del Imperio bizantino. Aunque el cristianismo y su estructuración jerárquica se desarrollaron mucho antes en Oriente que en Occidente, Roma siguió manteniendo cierto prestigio por contener las tumbas de San Pedro y San Pablo y por considerar que su obispo era el heredero de los primeros jefes de la iglesia. Tras la caída de Roma y la ocupación de Occidente por los pueblos germanos que no eran cristianos, los patriarcas de Antioquía, Alejandría, Jerusalén y Constantinopla debieron sentirse más representantes de la cristiandad que el pontífice de Roma. De este modo, dio comienzo una rivalidad que terminaría con el llamado Cisma de Oriente. Esa rivalidad, pronto se vio agravada por el hecho de que en Oriente el patriarcado de Constantinopla, apoyado por el Imperio, ganó prestigio y porque la expansión islámica redujo notablemente el poder de los patriarcados de Alejandría, Jerusalén y Antioquía. Así, el enfrentamiento entre ambas fuerzas pronto quedó capitalizado por dos ciudades, Roma y Constantinopla, y su correspondiente papa o patriarca. La rivalidad entre los dos poderes eclesiásticos se vio agravada por las constantes disputas cristológicas, que venían arrastrándose desde que en el 325, el Concilio de Nicea había condenado el arrianismo con los monofisitas y perduró hasta llegar a ser la causa final que separó a las dos iglesias.

Los primeros conflictos surgieron con el papa León I (440-461) que prohibió el matrimonio a los clérigos orientales, pero la figura que reafirma el poder de Roma sobre toda la cristiandad fue, sin duda, el papa Gregorio I el Magno. Su pontificado, que se extendió desde el 590 al 604 coincidió con un momento clave de la historia de Bizancio, ya que su postura chocó con el deseo de los patriarcas de Constantinopla de considerarse ecuménicos, es decir, universales. Por otro lado, la actitud intervencionista de los Emperadores bizantinos en materia religiosa ("cesaropapismo") fue causa de que se produjera un alejamiento entre las dos iglesias, que condujo a que la evolución litúrgica de ambas fuera diferente.

Ese intervencionismo alcanzó su punto más álgido en el conflicto de los iconoclastas, que supuso una ruptura con Roma entre los siglos VIII y IX. Poco después de que el problema de los iconoclastas hubiera terminado, estalló un conflicto puramente de poder entre el patriarca Focio y el papa Nicolás I, que se resolvió con la muerte del papa y la sustitución de Focio como patriarca.

La separación no duró mucho, pero puso al descubierto la enorme rivalidad que separaba a las dos iglesias. Desde ese momento las relaciones ya no mejoraron y la iglesia de Oriente comenzó a considerarse a sí misma como defensora de la ortodoxia, hasta que en 1054, Miguel Cerulario se enfrentó como patriarca contra el papa León IX, que lo excomulgó; la respuesta de Cerulario fue otra

excomunión para el papa y la separación entre las dos iglesias se hizo ya definitiva. La Iglesia de Oriente pasó a denominarse Iglesia Ortodoxa y aún hoy perdura la separación.

CIENCIA Y PENSAMIENTO

Resulta fácil entender que, tras las enfrentadas posturas en torno a las imágenes, se encontraban las teorías aristotélicas y platónicas. Los partidarios de las imágenes tenían una concepción de la realidad más próxima a Aristóteles, mientras que los iconoclastas no podían concebir que el sublime y divino mundo de las ideas platónico pudiera ser plasmado en la realidad de un icono.

Esas diferentes posturas y su fundamentación filosófica demuestran que el mundo bizantino fue deudor y heredero del antiguo y esplendoroso pensamiento griego. De todos modos, los pensadores bizantinos no desarrollaron teorías originales y, en general, los abundantes escritos en lengua griega son obras de carácter religioso. Fueron numerosos los comentaristas de la filosofía griega, que buscaban fundamentar su ideología religiosa y, desde luego, fue el platonismo la corriente más estudiada. No obstante, pueden destacarse algunas figuras como: Procopio, historiador de la época de Justiniano en el que se nota la influencia de la religión; Focio, polémico patriarca de Constantinopla que protagonizó un cisma y fue un escritor de carácter enciclopédico, marcado por el humanismo renovador del siglo IX; Miguel Psellos, quizá el mejor representante del platonismo. Ahora bien, la obra de mayor trascendencia que se realizó en Bizancio fue la recopilación del derecho romano, llevada a cabo por encargo de Justiniano. Esta recopilación, conocida como Corpus Iuris Civilis está compuesta por cuatro títulos: el Código, el Digesto, las

Instituta y las Novellae. El primero de estos títulos contiene las constituciones de

numerosos emperadores romanos, el segundo opiniones y resultados de jurisconsultos romanos, el tercero es un manual para estudiantes de derecho y el cuarto contiene leyes promulgadas por Justiniano. Esta gigantesca obra, redactada en latín fue la que permitió que el derecho romano se transmitiera al mundo occidental. Por último debe destacarse la labor recopiladora de textos de la antigüedad realizada en los monasterios bizantinos y en la Universidad de Constantinopla. Muchos de esos textos pasaron al mundo árabe y de allí, a través de España, llegarían de nuevo a la Europa occidental.

MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS

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influencias no le quita originalidad al arte bizantino, ya que éste fue capaz de generar su propia estética precisamente a partir de la fusión de toda la tradición artística que heredó. En el arte y en la cultura bizantina suelen establecerse tres periodos, denominados "Edades de Oro" y que coinciden con los momentos de más vitalidad de la historia del Imperio. Así, la Primera Edad de Oro corresponde a la época de Justiniano y en ella se realizaron las obras arquitectónicas más grandiosas. La Segunda Edad de Oro se encuadra en la recuperación que el Imperio sufrió durante la dinastía macedónica y es la época en la que el arte bizantino consolida y fija su propia estética. Y la Tercera Edad de Oro, que se produce en la época de la última dinastía del Imperio, la de los Paleólogos, fue el momento en el que el arte bizantino se expandió más, dejando notar su influencia en toda la Europa del Este.

La arquitectura

El arte bizantino, aunque se ocupó de construir magníficos y esplendorosos palacios para sus emperadores o hipódromos para el pueblo, es fundamentalmente religioso y religiosas son la mayor parte de las obras que han perdurado hasta nosotros. En términos generales, la arquitectura bizantina ofrece un notable contraste entre la austeridad de sus exteriores y el lujo que ofrecen sus interiores. Así, mientras los exteriores muestran unos materiales pobres en los que es frecuente la combinación de mampostería de cantos rodados y ladrillo, los interiores se recubren de ricos mármoles de variados colores y de

abundantes mosaicos. Durante la Primera Edad de Oro (siglos VI y VII) y bajo el

reinado de Justiniano se levantaron en Constantinopla y en Rávena algunos de los templos bizantinos que dejarían más profunda huella.

Templo de Santa Sofía

En Constantinopla se construyeron, durante este primer periodo numerosas iglesias entre las que destacan la de los Santos Sergio y Baco y la de los Santos Apóstoles. Pero es, sobre todo, la iglesia de Santa Sofía, dedicada a la sabiduría de Dios (Santa Sabiduría), la que aportará un modelo y unas soluciones técnicas que tendrían una gran influencia

en la arquitectura de los siglos posteriores. Esta iglesia, de proporciones gigantescas, impuso una importante novedad al solucionar el paso de una planta cuadrada al círculo de la cúpula, por medio de las pechinas (triángulos esféricos). Santa Sofía fue concebida como un templo de planta basilical de tres naves, pero la mayor anchura de la nave central y, sobre todo, la gran cúpula que la cubre hacen que se transforme en una construcción de planta central. De ese modo el vértice de la cúpula es el eje en torno al cual gira todo el edificio. Parte de los empujes de esa gran techumbre quedan contrarrestados por dos medias cúpulas de menor tamaño que, a su vez, descansan en otras menores. Este sistema de cubiertas, en las que abundan las cúpulas, debió resultar grato para el gusto arquitectónico bizantino, pues a partir de Santa Sofía, fueron frecuentes las iglesias en las que se utilizó. La construcción de Santa Sofía se realizó entre los años 532 y 537 y de la dirección de las obras se encargaron los arquitectos Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto. La atrevida cúpula, de 31 metros de diámetro que estos levantaron se hundió en el año 558 por causa de un terremoto. La reconstrucción se realizó entonces utilizando como material, para el casco de la bóveda, unos ladrillos especiales fabricados con arcilla de Rodas que tenían la cualidad de ser extremadamente ligeros.

La ocupación de Italia en tiempos de Justiniano hizo de Rávena la segunda ciudad del Imperio y en ella se encuentran buenas muestras de la arquitectura de esta primera época en las iglesias de San Vital (de planta central) y San Apolinar Nuevo (de planta basilical), ambas con una rica decoración de mosaicos.

La Segunda Edad de Oro (siglos IX al XII) fijó más los modelos arquitectónicos con iglesias de planta de cruz griega, coronadas por una gran cúpula que se apoya sobre un tambor perforado todo él por ventanas que iluminan el interior. El gusto por las cúpulas queda puesto de manifiesto en la frecuente construcción de cuatro cúpulas más, que se sitúan en los brazos de la cruz o en los ángulos que éstos forman. Por lo que respecta a los materiales, en este periodo se generalizó el uso del ladrillo, disponiéndose, a veces, en aparejos decorativos. Los mejores templos de la época son San Marcos de Venecia, realizado entre los siglos XI y XII (la fachada se realizó en el siglo XV), de planta de cruz griega y cinco cúpulas, con una riquísima decoración interior en la que abundan los mosaicos de fondo dorado, y Santa Sofía de Kiev, construida en el siglo XI, con un tipo de cúpulas, las denominadas bulbosas, que tendrían gran éxito en el mundo eslavo. Con dimensiones mucho más pequeñas se realizó, en este mismo periodo, la Catedral de Atenas que creó un modelo muy difundido en el área balcánica.

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los conjuntos griegos de Mistra y el Monte Athos y las construcciones rusas de Moscú y la región de Novgorod, donde las cúpulas bulbosas alcanzaron su máximo desarrollo.

El mosaico

En la concepción arquitectónica bizantina siempre fueron mucho más importantes los interiores que los exteriores. Por ello y bajo la influencia oriental, la decoración interior de las iglesias es tal que, a veces, resulta difícil encontrar un

muro carente de ornamentación. Ahora bien, esa riqueza decorativa nunca fue arbitraria, sino

que siempre estuvo sujeta a un programa iconográfico riguroso, en el que se distinguían diferentes zonas, correspondiéndole a cada una de ellas una temática propia. Así, el centro de máximo interés era la cúpula o la media cúpula del ábside y por ello allí se representaba la figura de Cristo Pantocrátor (todopoderoso) rodeado de ángeles o de profetas.

Con frecuencia el color utilizado como fondo en estas zonas dedicadas a lo divino y lo celeste, fue el oro, ya que la importancia de las figuras de Cristo, la Virgen o los Santos debían tratarse con el máximo lujo por razones puramente místicas. De igual modo, el tamaño de las figuras correspondía a criterios jerárquicos, es decir, se representaba con mayores dimensiones a las figuras más

importantes (perspectiva jerárquica). De las artes figurativas bizantinas, el mosaico fue la técnica

que alcanzó más brillantez y originalidad. El mosaico bizantino, a diferencia del romano que era de pavimento, fue casi exclusivamente mural y apenas sufrió variaciones técnicas o estéticas a lo largo del tiempo. El uso de pasta vítrea en forma de teselas, junto a todo tipo de mármoles y piedras, hizo de los mosaicos bizantinos obras de una gran

variedad cromática. La querella de los iconoclastas hizo que se destruyeran

muchos de los mosaicos de las tierras del Imperio, por ello, las mejores muestras de los mosaicos de la Primera Edad de Oro se encuentran en Italia y especialmente en las iglesias de San Vital y San Apolinar de Rávena. De la Segunda Edad son buenas muestras los de San Marcos de Venecia y los de varias iglesias del sur de Italia y Sicilia (Palermo y Cefalú). Por lo que respecta a Constantinopla se conservan en Santa Sofía los mosaicos realizados tras la restauración de las imágenes. Durante la Tercera Edad de Oro, los mosaicos comenzaron a ser sustituidos por pinturas murales que se acogieron a la misma temática y al mismo programa iconográfico del mosaico. En este mismo periodo se desarrolló, también, la pintura sobre tabla que generó los llamados iconos, cuyos modelos quedarían pronto fijados para repetirse, durante siglos, sin variaciones. Sus características más comunes son: representación de figuras de medio cuerpo (Cristo, la Virgen o Santos), fondos dorados o plateados (a veces en metal) y rostros y manos estilizados. La escultura fue una manifestación artística de poco éxito en Bizancio. Las mejores muestras son trabajos en relieve sobre marfil, que, con frecuencia, decoran pequeños objetos como cubiertas de libros, arquetas o muebles.

Mosaico de la catedral de Cefalú

Fuentes:

Referencias

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