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Sin igual y siempre igual - la identidad colombiana a través del constructo publicitario de Cerveza Águila

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Academic year: 2020

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(1)S IN IGUAL Y S IEMPRE IGUAL: LA IDENTIDAD COLOMBIANA A TRAVÉS DEL CONS TRUCTO PUBLICITARIO DE CERVEZA ÁGUILA. Ricardo Augusto Barón Ramos. Director Roberto S uárez Montañez. UNIVERS IDAD DE LOS ANDES FACULTAD DE CIENCIAS S OCIALES DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA BOGOTÁ, D.C., ENERO DE 2006.

(2) Dedicada a mi familia, en particular a mis padres y a mi hermano, quienes contribuyeron enormemente a la formación de lo que ahora soy. Y a mis maestros y amigos del Colegio Mayor de San Bartolomé, que con cariño y paciencia forjaron un segundo hogar para mí, dejando en mi alma la eterna impronta de sus incomparables valores..

(3) ÍNDICE INTRODUCCIÓN .................................................................................................................... 3 ESTADO DEL ARTE ............................................................................................................... 5 1. Identidad y nación .......................................................................................................... 5. 2. Identidad y espacio ........................................................................................................ 9 3. M edios de comunicación, publicidad e identidad ......................................................... 13 EL TRASFONDO DE LA PROPUESTA: UNA M IRADA EN CONTEXTO A LA IDENTIDAD NACIONAL ..................................... 19 1. El tránsito de lo andino a lo costeño ............................................................................. 19 2. Perfiles socioculturales y políticos de la mujer en Colombia y el mundo .................... 28 3. La estigmatización de la identidad nacional y la violencia ............................................ 33. 4. Fiesta y espectáculo en la construcción de la identidad colombiana ............................ 39 ÁGUILA EN LA BÚSQUEDA DE UN SUSTRATO PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA NACIONALIDAD ..................................................... 42 1. Descripción de los comerciales ..................................................................................... 42 1.1. Julio 24 de 1991 ..................................................................................................... 42 1.2. Agosto 16 de 1993 ................................................................................................. 43 1.3. Agosto 16 de 1993 ................................................................................................. 44 1.4. Septiembre 16 de 1993 ........................................................................................... 44 1.5. Diciembre 3 de 1993 .............................................................................................. 45 1.6. M ayo 2 de 1994 ..................................................................................................... 45 1.7. Febrero 6 de 1995 .................................................................................................. 46 1.8. Julio 15 de 1995 ..................................................................................................... 47 1.9. Julio 24 de 1995 ..................................................................................................... 47 1.10. Abril 17 de 1996 .................................................................................................. 48 1.11. Abril 22 de 1996 .................................................................................................. 48 1.12. Julio 14 de 1996 ................................................................................................... 49 1.13. Enero 29 de 1997 ................................................................................................. 50 1.14. Diciembre 31 de 1997 .......................................................................................... 50 1.15. Febrero 16 de 1998 .............................................................................................. 51 1.16. Febrero 16 de 1998 .............................................................................................. 52 1.17. Agosto 18 de 1999 ............................................................................................... 53.

(4) 1.18. M ayo 15 de 2001 ................................................................................................. 54 1.19. Julio de 2003 ........................................................................................................ 54 1.20. Septiembre de 2003 .............................................................................................. 55 1.21. Octubre de 2003 ................................................................................................... 55 1.22. Fecha desconocida ............................................................................................... 56 1.23. Fecha desconocida ............................................................................................... 56 2. Análisis ........................................................................................................................... 57 2.1. M ujer colombiana, rumba y playa ......................................................................... 57 2.2. Polo, playa y carnaval ............................................................................................ 60 2.3. M ujeres, hombres y cerveza .................................................................................. 62 2.4. M ujer y fútbol ........................................................................................................ 63 2.5. La comunidad del fútbol ........................................................................................ 64 2.6. Celebrando la colombianidad ................................................................................. 65. CONCLUSIÓN ......................................................................................................................... 67 BIBLIOGRAFÍA ...................................................................................................................... 69.

(5) INTRODUCCIÓN El 10 de abril de 1913 se envasó por primera vez en las plantas de la Cervecería Bolívar, en Barranquilla, la hoy insigne Cerveza Águila. Tras ganar la aceptación local, el producto fue objeto de varias fusiones entre cervecerías, y eventualmente se convirtió en propiedad de Luis Felipe y M ario Santo Domingo, quienes propiciaron su consolidación a nivel nacional. Ya para mediados de siglo Águila contaba con el beneplácito del público al interior del país y ofrecía una fuerte competencia a los productos de Bavaria, cervecería bogotana de gran envergadura. Posteriormente Águila fue adquirida por la misma Bavaria, a cuyo liderato se hizo la familia Santo Domingo, tal como se dio con muchas otras empresas del orden económico nacional. Bavaria monopolizó gradualmente el consumo de cerveza en toda Colombia, extendiéndose a Ecuador, Perú y Panamá, y en julio de 2005 fue comprada por la multinacional surafricana SABM iller. Águila, por supuesto, ha constituido uno de sus mayores baluartes, siendo un producto que, más allá de su alto consumo, incorpora todo un ámbito de identificación nacional. Inmersa en un espacio privilegiado de socialización como lo es la ingesta de alcohol, Águila ha devenido en una auténtica propuesta de identidad que conjuga diversos elementos de fiesta como base de la representación del ser colombiano. A través de su publicidad se comunican intermitentemente estereotipos culturales y estilos de vida, en los que se mezclan vivencias de orden regional, nacional y global. Así pues, en el trasfondo de su desempeño como herramienta de promoción, la publicidad de Águila ha sido un espacio de encuentro simbólico, un espacio a partir del cual se ha propiciado la explotación de las sensibilidades colectivas. Como toda comunicación publicitaria, las líneas de acción que promueve están informadas por una serie de valores que bien pueden tener o no una expresa raigambre colectiva, pero que, de cualquier forma, tienden a adquirirla. No es gratuito, en consecuencia, que en ella se haga uso de un repertorio de escenarios, personajes, acciones, sonidos y esquemas retóricos peculiares, por elementales que puedan parecer. Ahora bien, siendo Águila una marca de tradición y de amplia distribución a escala nacional, no es de extrañar que emplee el tema de la identidad como elemento central de su andamiaje propagandístico. Pero esto no le priva de ejercer arbitrariedades, sobre todo si se tiene en cuenta que buena parte de la visión que ofrece del país está informada por el predominio de un estereotipo regional: el de la costa Atlántica. La presente investigación, por ende, toma como. 3.

(6) punto de partida el siguiente interrogante: ¿cuál es la propuesta específica de la publicidad de Águila sobre la identidad colombiana, y cómo se posiciona frente a las realidades sociales que dominan el proceso mismo de su configuración? La respuesta al problema se remite a la observación de los comerciales televisivos producidos desde principios de la década de los noventa, en los cuales se hace evidente la incursión de Águila como promotora de un modo particular de entender la ‘colombianidad’. El objetivo, en este orden de ideas, es realizar una lectura en contexto de los diversos elementos que articulan el constructo publicitario de Águila. Dicha labor se justifica por cuanto priman en la actualidad una serie de factores que trastornan la habitual comprensión de la configuración de la identidad nacional: por un lado, el poder cada vez más visible de los medios de comunicación sobre la vida colectiva e individual, y en consecuencia, sobre la naturaleza de los vínculos establecidos entre los distintos actores que conforman la nación; y por el otro, el drástico cambio de orientación que desde hace ya algún tiempo se cierne sobre los referentes de identidad en uso, marcando un predominio claro y generalizado de lo costeño sobre lo andino –que valga decir, antaño jugaba un rol exclusivo–. Estas cuestiones, sin duda, son importantes a la hora de entender los peculiares matices que ha adquirido el proceso de edificación del Estado-nación colombiano en épocas recientes. La estructura del trabajo, por su parte, consta de tres capítulos. El primero de ellos hace un recuento de algunas de las perspectivas teóricas relacionadas con los temas de identidad, nación y medios de comunicación. El segundo ofrece un panorama de las circunstancias históricas y sociales que informan la propuesta de identidad de Águila, y se divide a su vez en cuatro secciones: la transición de lo andino a lo costeño como estereotipo imperante, el estatus sociopolítico y simbólico de la mujer en el país y el resto del mundo, la estigmatización de la identidad nacional, y la configuración de una imagen festiva de la colombianidad. Para finalizar, el tercer capítulo desarrolla una descripción y un análisis de las cuñas televisivas de Águila, vislumbrando el modo en que sus contenidos reiteran una concepción particular acerca de la nación.. 4.

(7) ES TADO DEL ARTE El panorama de la construcción de identidades en el mundo contemporáneo es complejo y ofrece múltiples contradicciones, en ocasiones bastante agudas. Involucra, claro está, una amplia comunión de experiencias simbólicas a lo largo y ancho del planeta, pero esas experiencias se traslapan con una gama de escenarios de identificación profundamente diversa y discontinua. Un constante diálogo entre la heterogeneidad y la homogeneidad atraviesa estos escenarios, obligando a repensar el modo mismo en que se da la configuración social del espacio y la proyección de las identidades nacionales. Por supuesto, los medios de comunicación y la publicidad tienen mucho qué informar al respecto. En ellos toman forma gran parte de las realidades de la sociedad moderna, no sólo por cuanto se refiere a las dinámicas de consumo de la economía capitalista, sino también al despliegue de elementos simbólicos para el encuentro y la ruptura entre los individuos y las comunidades. La publicidad, por su parte, lejos de ceñirse al mero estímulo de la voluntad de compra entre sus audiencias, es un poderoso foco desde el cual se irradian diversas perspectivas de vida y diversas propuestas socioculturales. En ella se amalgaman un sinnúmero de discursos y actores que excitan, procesan y recrean las sensibilidades colectivas a distintos niveles. Estos van desde lo local hasta lo global, desde lo estético hasta lo político y desde lo íntimo hasta lo público. Así pues, cada combinación de escenarios, cuerpos, mensajes y acciones que se lleva a cabo a través de la publicidad está dotada de una significación, que bien puede servir como filtro de una experiencia antropológica en el más amplio sentido. La finalidad de este capítulo, de cara a lo anterior, es ofrecer una perspectiva general de algunos de los desarrollos teóricos y prácticos realizados en materia de identidad, construcción de nación y medios de comunicación, dilucidando el modo en que se relacionan entre sí.. 1. Identidad y nación. La creación de identidad involucra todo un esfuerzo imaginativo del ser humano por entender su posición y la posición de otros en el mundo, así como por entender al mundo mismo. Es un proceso a través del cual se establecen nichos sociales, campos ideológico-prácticos en los que, conforme a las exigencias de intercambio interpersonal y colectivo, se estructura la acción y la. 5.

(8) sensibilidad individual. La identidad, así pues, se remite “al modo en que pensamos sobre nosotros mismos como personas, al modo en que pensamos acerca de otras personas a nuestro alrededor, y a lo que creemos que otros piensan sobre nosotros” (Kidd, 2002, p. 7; traducido por el autor). Es una herramienta que permite dar coherencia a la vida social e individual, y a su vez, un espacio de contienda donde se trazan diferencias entre múltiples actores. Warren Kidd (2002) se apoya en Richard Jenkins y en M ax Weber para argumentar que la construcción de identidad, la comprensión de lo que se es y de lo que otras personas son, es indispensable en la cimentación de los significados que dan sentido a la sociedad. Esto resulta claro desde la perspectiva de la sociología de la acción de Weber, según la cual el proceder de los seres humanos se articula a partir de los significados y los motivos que agencian en tanto sujetos sociales. La cultura, de hecho, se edifica con base en aquellos repertorios colectivos de nociones y valores que confluyen en la comprensión subjetiva del mundo. Y la identidad es importante en el proceso “por cuanto constituye la base de cómo la gente piensa que debería encajar, y en consecuencia de lo que piensa que debería hacer” (Kidd, 2002, p. 54; traducido por el autor). La identidad surge del juego constante entre la semántica sociocultural y la realidad material, siendo, como señala Jenkins, un fenómeno permanentemente sometido a negociación. En él los humanos toman parte no como entes pasivos de una cultura autoritaria, sino como seres capaces de pensar, crear, disentir y entablar conflictos. La existencia de identidades, ahora bien, compromete tanto a individuos como a colectividades en la creación de significados. Así como hay sentimientos compartidos de pertenencia a un grupo, sentimientos de similitud y diferencia con respecto a otros, también existen sentimientos únicos de personalidad cimentados en la conciencia de cada actor singular. La identidad se construye bajo una amplia y heterogénea gama de condiciones, y es en parte por esto que no debe ser vista como algo transparente y plenamente culminado. La experiencia cotidiana tiende a darle a los procesos de identificación un carácter natural y esencial, pero en realidad se trata de productos sujetos a constante moldeo. Según Stuart Hall y Paul Du Gay (1996), la identidad, a la luz del sentido común, se entiende y se crea con base en el reconocimiento de un origen, un ideal o un repertorio de características comunes a un determinado grupo de personas. El problema es que los sentimientos de solidaridad y lealtad innatas que de allí se desprenden tienden a ensombrecer el carácter creativo del asunto. La identificación no es una realidad primigenia, un hecho cabalmente cumplido, sino un proceso en continuo desarrollo que involucra particulares 6.

(9) esfuerzos imaginativos. Como tal, se apoya en la alteridad, en el delineamiento de un interior y un exterior. “Like all signifying practices, it is subject to the ‘play’, of différance. It obeys to the logic of more-than-one. And since as a process it operates across difference, it entails discursive work, the binding and making of symbolic boundaries, the production of ‘frontier-effects’” (Hall y Du Gay, 1996, p. 3). Claro está que el trazo de límites simbólicos no sólo se da entre aquellos que pertenecen a distintos grupos sociales, sino también entre quienes forman parte de una misma colectividad (Kidd, 2002). Aún bajo una cierta comunión de estilos de vida y pensamiento, de rasgos físicos o sentimientos de empatía y obediencia, la construcción de identidad adquiere múltiples y heterogéneos matices. Se encuentra determinada por una serie de factores muchas veces contradictorios que se yuxtaponen entre sí en distintas medidas: clase social, escenarios de vida, género, etnicidad, inserción generacional, filiaciones ético-morales e intelectuales, concepciones estéticas, uso de los medios de comunicación, y toda suerte de condiciones y experiencias relativas al andamiaje psico-social del ser. Por supuesto, la amalgama de estos factores no da como resultado una esencia auto-referida y estática, sino que se edifica y se transforma en la perpetua interacción con otros. Como bien señalan Hall y Du Gay, ningún tipo de identidad puede pensarse en términos de cualidades primordiales, inmunes al paso del tiempo y a la incidencia de agentes externos. Las identidades culturales nunca se encuentran del todo unificadas, más aún en tiempos modernos, cuando son objeto de un sinnúmero de prácticas y discursos abigarradamente disímiles y multiformes. Además, siendo producto de la imaginación humana, de la necesidad de dar sentido a las condiciones materiales de la existencia, se encuentran naturalmente insertas en el ámbito de la representación. “Identities are [...] constituted within, not outside representation. They relate to the invention of tradition as much as to tradition itself, which they oblige us to read not as an endless reiteration but as ‘the changing same’ […]: not the so-called return to roots but a comingto-terms-with our ‘routes’” (Hall y Du Gay, 1996, p. 4). La construcción de identidad, consecuentemente, también involucra la puesta en escena de distintas modalidades de poder. Como proceso imaginativo, se encuentra informada por la exclusión, por la demarcación de límites entre diversos actores, así como por una cierta gama de instituciones y convenciones que validan un orden particular de manifestaciones sociales. Empero, cuando se trata de proyectar comunidades sentimentales, como es el caso de las naciones modernas, también se precisa negociar entre la exclusión y la inclusión: es necesario dilatar las diferencias entre quienes se 7.

(10) dicen miembros de una comunidad –lo que obviamente no implica igualar sus condiciones materiales de existencia– para hacer efectivos sus vínculos. Autores como Benedict Anderson (1993), ahora bien, ofrecen una perspectiva bastante práctica sobre la edificación de la nación. De acuerdo con Anderson, ésta es ante todo “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” (1993, p. 23). Las bases sobre las que se cimienta son por excelencia simbólicas, de modo que los sentimientos de identidad que se establecen entre sus miembros subsisten a pesar de que ninguno de ellos tiene la posibilidad de conocer materialmente a todos y cada uno de sus demás congéneres. La nación es un constructo conceptual y sentimental, mas no por ello una ficción despreciable. No hay que pensar que en virtud de su naturaleza simbólica es menos real que las comunidades primordiales, donde el contacto presencial entre individuos hace la norma. Al contrario, como proceso creativo, la nación representa una empresa social en el más amplio sentido de la palabra. Su extensión se define por contraste con otras comunidades, siendo elástica y conmensurable –nunca se proyecta al infinito–. Claro está que, si bien los límites de toda nación pueden ser objeto de negociaciones, la territorialización de sus identidades –tema en el que se profundizará más adelante– es cuestionable de cara a la globalización de la vida social en el mundo contemporáneo, y a ciertos casos históricos como el de Israel y Palestina. Salta a la vista, no obstante, que una de las tendencias dominantes a la hora de pensar la nación es a establecer adscripciones territoriales, y en ese sentido la teoría de Anderson tiene validez. Otra de las tendencias imperantes es a pensar en términos de horizontalidad y fraternidad, de tal suerte que se nublan las distancias entre quienes ocupan posiciones diferentes en el entramado social. A pesar de “la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer [...], la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo” (Anderson, 1993, p. 25). De hecho, gran parte de su representatividad radica en su capacidad para despertar la sensación de una comunión de condiciones entre sus miembros. Las fronteras simbólicas de la nación, por otra parte, nunca se encuentran tan finamente delineadas como lo pueden estar sus fronteras físicas. Timothy Phillips (1996), en su estudio sobre la delimitación simbólica de la identidad nacional australiana, destaca la existencia de ciertas categorías conceptuales que estructuran la comprensión de toda comunidad acerca de sí misma y de otras comunidades semejantes. Señala que dichas categorías permiten distinguir entre. 8.

(11) aquellos que son ‘ciudadanos’ o ‘amigos’ y aquellos que son ‘enemigos’, tanto al interior como al exterior de la nación. La inserción socio-demográfica de los individuos, su orientación política y su grado de exposición a los discursos hegemónicos de la sociedad civil, son los factores más influyentes en la adhesión a los códigos simbólicos de la comunidad nacional. Por supuesto, Phillips reconoce que hay lugar para el disenso, pero su visión del modo en que se proyecta la identidad nacional es de por sí bastante estática. La tipología amigos/enemigos e interno/externo es para él una regla invariable que permite identificar nítidamente los contornos ideológicos de la nación, los cuales tienen además una pronunciada regularidad. Su dicotómico marco de análisis ensombrece las diversas posiciones desde las que se elabora la identidad nacional, que por cierto, suelen ser muy heterogéneas. Nick Hopkins y Christopher M oore (2001), en contraste, destacan el carácter multi-referencial de los procesos de identificación social, comparando varios de los niveles en que se proyectan. A partir de un sondeo de opinión llevado a cabo en un pueblo escocés, los autores comprueban que la percepción de los grupos humanos sobre sí mismos y sobre otros grupos cambia con relación al marco de referencia empleado en la definición de su identidad. “Our sense of who we are is bound up with the categories employed in self-definition; as these categories change, so do our relationships with others” (Hopkins y M oore, 2001, p. 241). Así, por ejemplo, la imagen de ‘lo escocés’ y de ‘lo inglés’ adquiere distintos matices si se mira lo uno por oposición a lo otro, si se mira desde la perspectiva de ‘lo británico’ o si se mira por oposición a ‘lo alemán’. Esto confirma que la construcción de lazos y barreras simbólicas no sólo se da desde múltiples lugares, sino que se mantiene en continuo movimiento; y por ende, que es imposible captar a plenitud las fronteras de la identidad nacional.. 2. Identidad y espacio. La experiencia de la territorialidad en tanto marco de construcción de identidades ha adquirido matices bastante particulares en la época moderna. El proceso de globalización ha transformado substancialmente la perspectiva de la vida social en el planeta entero, poniendo en contacto permanente un sinnúmero de realidades antes distantes y muchas veces desprovistas de cualquier conexión. Hoy, gran parte de los eventos y acciones que se desarrollan en la esfera local son intersecados por factores de orden trasnacional, con los que guardan una relación dialéctica (Friedland y Boden, 1994). No se trata tanto, pues, de un control unilateral llevado a cabo desde. 9.

(12) ciertos centros espacialmente delineados, sino de un diálogo que conjuga hegemonías planetarias y una constante creación y reorganización de lo local. La delimitación física de la actividad y el pensamiento humano es en este contexto cada vez más volátil, e involucra distintos y muchas veces conflictivos niveles de realidad. La producción de identidades culturales se da tanto al ritmo de la cotidianidad local como al ritmo de lo nacional y lo global, trascendiendo el control de los aparatos estatales. De hecho, aún bajo la existencia de comunidades sentimentales sólidas resulta imposible para cualquier Estado ejercer un dominio absoluto sobre el modo en que se articulan las realidades locales. Esto sin nombrar el influjo del mercado global y los medios de comunicación, que reduce aún más las posibilidades de construir la realidad en forma centralizada, y por ende las posibilidades de hermetizar la vida social de las naciones: “as markets globalize electronically and as the world economy becomes increasingly an exchange of signs rather than material goods, governments are less and less able to seal their borders” (Friedland y Boden, 1994, p. 17). El espacio, en tanto construcción social, se encuentra filtrado por una heterogénea gama de referentes y experiencias que crean una fuerte sensación de simultaneidad y continuidad entre un sinnúmero de procesos sociales, más allá de la existencia de límites entre Estados. Es en ese sentido que Doreen M assey (1994) y otros autores hablan de una ‘compresión del espacio-tiempo’ como signo distintivo de la vida moderna. El concepto se vincula con movimiento y comunicación a nivel extensivo e intensivo, y por supuesto, con el ensanchamiento geográfico de las relaciones sociales. El problema, como señala M assey, es que la experiencia de estas cuestiones genera una cierta incertidumbre sobre el significado y la relevancia social del espacio, en términos micro. Resultante de ello, “una noción (idealizada) de una era en que los escenarios locales eran (supuestamente) habitados por comunidades coherentes y homogéneas surge por oposición a la fragmentación y la ruptura de hoy en día” (M assey, 1994, p. 146; traducido por el autor). Esto se observa hasta cierto punto en los argumentos de pensadores clásicos como Emile Durkheim (1964) y Ferdinand Tonnies (1947), quienes sugieren que las formas tradicionales de interacción social, fundadas en la cercanía, el contacto cara a cara y la conciencia de una cierta comunión de rasgos, han entrado en declive con el advenimiento de la era industrial. Según ellos, la ‘comunidad’, entendida como espacio primordial de socialización, ha sido desplazada por medios contractuales de asociación y por fuerzas impersonales basadas en la especialización de los roles laborales. La cuestión es que este punto de vista tiende a extraviar 10.

(13) el papel de la comunidad en los procesos sociales del presente, proporcionándole un romántico matiz de solidaridad caduca. Al separar tajantemente la interacción cara a cara de la interacción contractual e impersonal, es fácil deducir que existe una sociedad primigenia asida al espacio por oposición a una sociedad desprendida del espacio. M as, como bien sugiere Anthony Giddens (1984), aún a pesar de que la modernidad ha disipado las fronteras espacio-temporales del mundo, buena parte de las relaciones sociales siguen estando circunscritas a localidades específicas. Cierto es que las sociedades no modernas se encuentran comparativamente más ligadas a sus territorialidades locales, puesto que carecen de los elementos de comunicación y movilización para entrar en contacto permanente con escenarios distantes. Sin embargo, por más que su percepción sea distinta, el espacio es igualmente importante en el mundo contemporáneo como ámbito de estructuración de los vínculos entre los seres humanos. Toda localidad, así pues, se encuentra determinada por una peculiar gama de experiencias sociales que fluyen en múltiples direcciones. Su identidad se edifica al ritmo de dichas experiencias, y por ende, se halla sujeta a constante negociación. “What is specific about a place, its identity, is always formed by the juxtaposition and co-presence […] of particular sets of social interrelations, and by the effects which that juxtaposition and co-presence produce” (M assey, 1994, p. 168-169). Ningún lugar, sea en el contexto de la modernidad o al margen de él, puede caracterizarse en función de un momento esencial y unívoco, ya que sus usos sociales no siempre serán los mismos. La construcción antropológica del espacio es ante todo un ejercicio de representación, e involucra también el trazo de fronteras, de rupturas simbólicas entre un interior y un exterior. Obviamente, los escenarios en que se desarrolla la vida humana no son –por lo menos en el común de los casos– recintos aislados provistos de barreras infranqueables, pero muchas veces se imaginan como si de hecho lo fueran. Liisa M alkki (1992) lo ilustra muy bien en su estudio sobre la territorialización de la identidad nacional de los refugiados Hutu, en Tanzania. Como señala, existe una fuerte tendencia hoy en día a vincular los conceptos de cultura y nación con espacialidades fijas, nítidamente separadas unas de otras. El mundo se concibe como una conglomeración de unidades soberanas y territorialmente discontinuas, al estilo de un mapa político. Se asume que las culturas llevan una existencia invariablemente enraizada en espacios estables, y que la alteración de éstos podría tener incluso consecuencias patológicas. “People are often thought of, and think of themselves, as being rooted in place and as deriving their identity from that rootedness” (M alkki, 1992, p. 27). Ahora bien, esta proyección estática de la identidad, 11.

(14) que en muchos casos adquiere formas específicamente arborescentes, plantea una oposición férrea entre lo propio y lo ajeno. Cada cultura y cada nación se considera encapsulada en su espacio y en su esencia, por más que la práctica indique lo contrario. Y es por eso que la construcción de identidades, en tanto proceso territorializado, constituye todo un ámbito de contienda: conjuga diversos niveles de sensibilidad, desde lo local hasta lo global, a lo largo de los cuales se toma distancia con relación a otros. La importancia de este distanciamiento, como sugiere Ellen Badone (1987), radica en que permite aclarar los contornos simbólicos de las comunidades. En condiciones de frontera, cuando la imagen de un grupo humano se establece por contraste con la de otro, suele ser más fácil hacerse a una idea de lo ‘propio’. Badone lo expresa con referencia al plano regional: “by creating stereotypical portraits of the ‘Other’, members of local groups reaffirm […] their own distinctive identity. […] the discourse also reinforces the image of the local group as a ‘moral community’ […] sharing certain ethical norms and values” (Badone, 1987, p. 168). Así pues, la sensación de ser auténticos, de ser partícipes de una realidad única y diferenciada, es un elemento importante en la configuración de la identidad social, y no una mera trivialidad provinciana. Por más que la contracción del espacio-tiempo haya precipitado al mundo a una puesta en común masiva de referentes de identificación, el panorama de las regiones y las naciones aún sigue dominado por la heterogeneidad, y se encuentra lleno de tensiones. Los regionalismos persisten, y muchas veces ensombrecen la búsqueda de denominadores comunes a nivel nacional. Desde cada localidad se tejen múltiples identidades, algunas más herméticas y otras más abiertas, que ponen entredicho la homogeneidad de las naciones en tanto comunidades imaginadas. Éstas deben equilibrar las exigencias y los perfiles locales en una solución de ambigua continuidad, labor que frecuentemente genera resistencias. Claro está que, si bien la producción de identidades a nivel regional y a nivel nacional en cierto modo se oponen, también es preciso decir que se complementan. Así como la nación requiere de una plataforma conceptual a partir de la cual pensarse a sí misma y dar cuenta de los lazos que la sustentan, de igual forma la región debe tener un ideario fundacional. El regionalismo es […] la necesidad emocional que los habitantes de un espacio físico determinado tienen de expresar su pertenencia […al mismo] (lo cual equivale verdaderamente a decir de la pertenencia de esa región a ellos). Y esa expresión se logra a través de ideologías, de folclor, de movimientos sociales que reivindican los intereses y derechos de esa región. Por lo tanto, el regionalismo es una fuerza que se opone, que le hace contrapeso a la fuerza dominante y. 12.

(15) homogenizadora de la nación. […] Pero no debe creerse, por ningún motivo, que la existencia de la región es […] antagónica con la de la nación sólo en cuanto aglutina a varias regiones. Si las regiones no existieran, habría que inventarlas; de lo contrario una nación dejaría de ser, pues perdería su funcionalidad (Calle y Morales, 1994, p. 42).. En términos ideales, la coexistencia de identidades a escala local y nacional debe imprimirle congruencia a todos aquellos quehaceres sociales que se deducen de la interrelación de ambas instancias. No obstante, siempre hay margen para que se maltraten conceptualmente –y en consecuencia, también prácticamente– las diversas realidades puestas en juego, sobre todo por cuanto concierne al ejercicio de crear patrones de identidad nacional. Esta posibilidad tiene gran significación de cara a la prioridad de generar integración colectiva, elemento básico de la supervivencia de toda nación. En los tiempos actuales, cuando los sistemas […] nacionales se ven cada vez más profundamente segmentados por intereses no pocas veces antagónicos […], el concepto de integración social ha cobrado […] mayor relevancia […]. Deustch y otros […lo entienden] como “ la consecución dentro de un territorio, de un ‘sentimiento de comunidad’ y de instituciones y prácticas lo bastante fuertes y lo bastante difundidas para asegurar… expectativas fiables de ‘cambio pacífico’ en su población” (Calle y Morales, 1994, p. 53).. Obviamente, las condiciones que median la consecución de dicho cambio no pueden ser encapsuladas en territorialidades fijas, más aún si se considera la influencia de los medios de comunicación en la vida de las naciones contemporáneas. De cualquier manera, es evidente que la existencia de sensibilidades, instituciones y pautas de acción comunes guarda un papel fundamental en la integración de los diferentes niveles de realidad social que dan cuerpo a la nación.. 3. Medios de comunicación, publicidad e identidad. La creación y circulación de identidades en el mundo moderno se encuentra profundamente ligada a lo que Theodor Adorno y M ax Horkheimer (2001) denominan ‘la industria cultural’. Ésta constituye todo un sistema de producción de formas culturales y de estilos y rutinas de vida a escala global, fruto de la creciente incidencia del capitalismo en los procesos sociales del presente. Comprende desde los servicios y bienes que dan forma a las ocupaciones cotidianas hasta los preceptos que rigen la puesta en escena del cuerpo. Se trata de un fenómeno que, si bien es constantemente reproducido por distintos actores desde distintos escenarios, ha propiciado una clara homogenización –aunque no absoluta, claro está– de los panoramas socioculturales del 13.

(16) mundo entero. Involucra lenguajes universalmente compartidos de producción y consumo, tanto a nivel material como ideológico, que codifican y rentabilizan la diferencia. Las industrias culturales explotan las sensibilidades de los grupos y los individuos para asegurar su inmersión en el sistema, y son partícipes de la creación de los imaginarios que dan consistencia a la vida social de las naciones. A partir de ellas, y en especial de los medios de comunicación, se establecen condiciones para el consenso colectivo. Los medios, de hecho, son un importante espacio donde convergen y toman forma los deseos, necesidades, saberes y angustias de la gente. Por más discontinuos y carentes de densidad que puedan parecer, hoy en día es a través de ellos que las personas adquieren buena parte de la conciencia de su lugar en el mundo. Los medios han colonizado, como se diría en el contexto de los estudios culturales británicos, la esfera cultural e ideológica de la realidad humana, sirviendo de puente entre un sinnúmero de actores con experiencias de vida disímiles (Spitulnik, 1993). Ellos permiten desarrollar el sentido de pertenencia a una comunidad, sea regional, nacional o global, atenuando la sensación de ruptura y distanciamiento entre sus miembros. Además, ofrecen una amplia gama de referentes para el posicionamiento frente al otro, que en el caso de las naciones modernas, como se ha visto, minimizan las posibilidades de encapsular los procesos de construcción de identidad. La presencia de los medios en cualquier ámbito de la vida social eleva significativamente la complejidad de las circunstancias bajo las cuales se llevan a escena los discursos de identificación nacional, sobre todo en lo tocante a su capacidad delimitadora y homogenizadora. El juego constante entre la multiplicidad de sus contenidos y la uniformidad de sus propuestas sociales obliga a realizar lecturas transversales de situaciones que trascienden por completo las esferas espacio-temporales inmediatas de la nación, y sin embargo, también deja lugar para el reconocimiento de una autenticidad, de una idiosincrasia. Los medios de comunicación, en consecuencia, son homogeneidad y heterogeneidad a la vez: homogeneidad por cuanto reproducen los lenguajes globales de consumo cultural, y heterogeneidad por cuanto involucran un diverso repertorio de referentes que se negocian y se reorganizan permanentemente en singularidades discontinuas. Cabe preguntarse, no obstante, hasta qué punto los medios operan como productores de realidad. Los enfoques funcionalistas suelen asumir que los medios tienen una gran capacidad para reforzar o cambiar las actitudes, valores y comportamientos de sus audiencias, por lo cual es posible trazar correlaciones estadísticas entre el grado de exposición a ellos y las percepciones 14.

(17) que la gente tiene del mundo (Spitulnik, 1993). Derrick de Kerckhove (1999), desde una perspectiva un poco más crítica, enfatiza en el rol del medio televisivo como domesticador de las sensibilidades psico-sociales. Señala que “la televisión se comunica sobre todo con el cuerpo, no con la mente” (p. 36), y que por ende, tiende a estimular el sentir en oposición al razonar. La televisión es entonces vista como una fuerza hasta cierto punto hipnótica que bloquea el ejercicio de la comprensión y vuelve a los individuos dóciles frente a los mensajes que emite. No son las personas las que miran la televisión, sino que es la televisión la que mira a las personas, interrogándolas constantemente y modulando su imaginación. La única alternativa de escape que ofrece se remite al empleo de ‘ordenadores’, es decir, a poco más que la simple posibilidad de cambiar canales y llevar a cabo escogencias técnicas. Ciertamente, este enfoque compagina en varios aspectos con el enfoque marxista y con el de Judith Williamson (1985) y otros autores influenciados por la Escuela de Frankfurt, entre los que se cuentan Horkheimer y Adorno (2001). Para ellos, los medios representan básicamente herramientas de manipulación de las masas, útiles en la naturalización del consenso político y económico. A través de los medios se sitúa al individuo en un nivel de acción mecánico y pasivo frente a su realidad social, además de que se propicia el predominio del consumo sobre la creación como sustrato de identidad. Las posibilidades de resistencia son mínimas en tanto la invisibilidad de las relaciones de dominación está garantizada por la infalible monotonía del sistema, que administra la vida en sus más detalladas minucias. Estas perspectivas, si bien son totalmente certeras al develar el papel de los medios como productores de imaginarios y como facilitadores de la subordinación y el status quo, desconocen por completo el valor de la agencia de sus públicos. No hay nada más allá con relación a éstos que su llana condición de vulnerabilidad, la cual se presenta como algo prácticamente irremediable, salvo por las fisuras ideológicas que ocasionalmente surgen en el discurrir de la comunicación mediática. Por fortuna, en décadas recientes la tendencia a estudiar los medios como contenedores autosuficientes de significaciones sociales se ha dejado de lado para ahondar en la diversidad de sus audiencias y en la naturaleza de las prácticas interpretativas que éstas llevan a cabo. Los medios, particularmente en el caso de los estudios culturales británicos, son interpretados “no tanto como demarcadores de ‘realidad’, sino como sitios dinámicos de disputa en el ejercicio de la representación, y como espacios complejos en los cuales se construyen subjetividades y se contienden identidades” (Spitulnik, 1993, p. 296; traducido por el autor). Este 15.

(18) punto de vista concuerda con el de Jonathan Bignell (2002), quien aborda la subjetividad de las audiencias como un proceso en continua construcción, y por consiguiente, sujeto a múltiples variaciones. Bignell se apoya en Walter Benjamin para argumentar que, en el análisis de los medios de comunicación, es imprescindible atender tanto a la configuración técnica de éstos como a las múltiples condiciones culturales que median su recepción. La relación entre los medios y sus audiencias, en ese orden de ideas, no es vista como una cuestión unidireccional, sino como algo que involucra apropiaciones de parte y parte. Ahora bien, al abordar el tema de los medios en el plano colombiano es fácil notar la relevancia de la televisión como espacio de representación social. La televisión ha acompañado el proceso de edificación de la comunidad nacional desde 1954, tiempo en el que ya se perfilaba el surgimiento de una auténtica cultura de masas en el país. Ha sido partícipe de una acelerada modernización y homogenización cultural, que no sólo ha favorecido la integración entre las regiones y la toma de contacto con elementos transnacionales, sino que también ha dilatado las barreras entre los estilos de vida populares y los estilos de vida de la élite (M elo, 1989). La televisión ha sido y es un lugar de encuentro para imaginar la nación, un lugar de visibilización de los mitos comunes […] en el sentido más hondamente antropológico, de los mitos que unen, de los mitos que nos dan miedo o que nos quitan el miedo, [...] de los mitos que nos protegen, de los mitos que nos salvan. [...] Y de los símbolos. La televisión es la que está captando, la que está catalizando los símbolos integradores de la sociedad. […] Por más aparentemente superficiales que sean esos símbolos, la televisión tiene una honda resonancia en la capacidad y en la necesidad de que la gente se sienta alguien, y la gente se siente alguien en la medida en que se identifica con alguien, alguien en quién proyectar sus miedos, alguien capaz de asumirlos y quitárselos (Martín-Barbero, 1995, p. 186-187).. No debe pensarse, pues, que el medio televisivo es un espacio a partir del cual se inventan autoritariamente contenidos culturales. Todo cuanto en ella se proyecta está informado por una realidad social, por una serie de expectativas que obedecen a un modo particular de entender el mundo. Lo que la televisión ofrece a sus públicos no es en el común de los casos una mejor comprensión de sus circunstancias de vida, pero sí una reiteración de sus anhelos, estratégicamente estimulados y moldeados. Si sus estereotipos fueran en exceso arbitrarios, si se encontrasen absolutamente desfasados con relación a sus contextos de proyección, habría de esperarse su fracaso. Pero la televisión sabe leer las realidades colectivas, y contribuye a crearlas, vendiéndose como espejo frente a ellas. Uno de sus dominios es por excelencia el deseo, la construcción ideológica de la necesidad. Como buen instrumento de la industria cultural, la. 16.

(19) televisión reproduce la perpetua búsqueda de la felicidad a través del consumo, presentándola como un asunto enteramente natural. El problema es que, entre tanto ofrece al televidente la esperanza de satisfacer sus deseos, los organiza de modo tal que en ellos “se experimente a sí mismo sólo como eterno consumidor” (Horkheimer y Adorno, 2001, p. 186). La televisión nutre los deseos, los satura, pero priva de su plena satisfacción para asegurar su continuidad, que es también la continuidad del consumo. Y en ese sentido se puede hablar de una correspondencia entre la dinámica no sólo de la televisión, sino de las industrias culturales en general, y la dinámica de la publicidad: el placer que se vislumbra en los productos ofrecidos vive en función no de su disfrute en sí, sino de su constante expectación. Bien lo dicen Adorno y Horkheimer: dado que la industria cultural reduce constantemente el placer que promete a través de sus mercancías “a la pura y simple promesa, termina por coincidir con la publicidad misma, de la que tiene necesidad para compensar su propia incapacidad de procurar un placer efectivo” (2001, p. 206). Claro está que la publicidad también tiene otros usos sociales. En ella concurren signos diversos y multiformes de identidad que, pese a su condición en principio vaga y dispersa, influyen de modo notable sobre la auto-percepción de los individuos y sobre sus actitudes frente a las realidades que les rodean. La publicidad constituye todo un ámbito de producción cultural que, desde la descentralización de las hegemonías comerciales, informa y altera las identidades de sus audiencias. Opera en un espacio donde las grandes historias tienen poca cabida, y donde predomina la discontinuidad de los flujos de conocimiento. El flujo implica disolvencia de géneros y exaltación expresiva de lo efímero. […Representa] la metáfora más real del fin de los grandes relatos, por la equivalencia de todos los discursos – información, drama, publicidad, ciencia, pornografía, datos financieros–, la interpenetrabilidad de todos los géneros, y la transformación de lo efímero en clave de producción y en propuesta de goce estético (Martín-Barbero y Rey, 1999, p. 26).. La publicidad televisiva, como ingrediente del flujo, conforma a su vez un entramado de microrrelatos visualmente fragmentados al infinito. En ella se consolida la transitoriedad de la producción audiovisual, que en su carencia discursiva de un pasado y de un futuro, proyecta la primacía absoluta del presente continuo. Las imágenes, los contenidos y las situaciones se encuentran así referidos a una multiplicidad de tiempos y espacios que se extravían en tanto forman parte de elaboraciones sintéticas para la degustación inmediata. Y en ese sentido se explica que la televisión, como agente de una ‘cultura-mundo’, haya servido a la mercantilización 17.

(20) de la auto-imagen de las naciones contemporáneas. A partir de ella, al tiempo que se ha hecho posible la liberación de las distancias entre lo global, lo nacional y lo local, se ha rentabilizado la diferencia cultural, fragmentada y reorganizada desde la industria. Esto sin nombrar su enorme influjo en lo que muchos denominan ‘el surgimiento histórico de la cultura juvenil’, cuyas raíces se hunden en el abundante mercado de bienes y servicios forjado desde las postrimerías de la Segunda Guerra M undial (Kidd, 2002). Caracterizada entre otras cosas por la búsqueda constante del placer y por el rechazo a la autoridad y los valores tradicionales, la cultura juvenil ha sido particularmente matizada a través de los medios de comunicación, que no sólo han proporcionado un cierto espectro de consumo para la construcción de su identidad, sino que la han convertido en todo un hito de la vida moderna. Lo juvenil, así pues, ha devenido en un espacio de deseo, que se erige a partir de un ideal de vida y de un paradigma estético (Fresneda, 2000). Es punto de confluencia de un sinnúmero de aspiraciones y representaciones, las cuales adquieren especial claridad en el cuerpo. Entendido como receptáculo de significaciones culturales (Pedraza, 1999; Shilling, 1993), el cuerpo es el campo en el que se concentra y se manifiesta el afán de la sociedad moderna por acceder a la juventud. Usualmente se le experimenta como la faceta más íntima y menos modificable de la individualidad, pero en realidad se encuentra sujeto a las más vastas apropiaciones sociales. Además, como bien señala M ary Douglas, en él se reflejan concepciones macro de la sociedad (Shilling, 1993), de las que los medios, y en particular la publicidad, hacen eco permanentemente. La construcción cultural de la realidad, en resumidas cuentas, se encuentra hoy por hoy profundamente ligada a la mediación de las tecnologías informativas. Éstas, al tiempo que favorecen la reproducción de los paradigmas de consumo capitalistas, inciden poderosamente en la elaboración y el reciclaje de imaginarios a lo largo y ancho del planeta. Al ritmo de la discontinuidad de sus contenidos se desarrollan importantes ejercicios de representación, que comprenden, entre otros niveles, el de lo nacional.. 18.

(21) EL TRAS FONDO DE LA PROPUES TA: UNA MIRADA EN CONTEXTO A LA IDENTIDAD NACIONAL Pese a carecer de unidad en sentido estricto, la identidad colombiana ha estado históricamente determinada por ciertos referentes que en un momento u otro pueden asumirse como de orden general, y que a lo largo del tiempo han sufrido substanciales transformaciones. No es lo mismo hablar del folclor, de las mentalidades y de las formas de socialización de los colombianos a principios del siglo XX que a principios del siglo XXI. La nación, al ritmo de los cambios generados por el creciente auge de la economía y la cultura occidental, ha visto trastocada su tradicional estructura rural para pasar al predominio de lo urbano, dotándose de poderosos espacios de consenso tales como los medios de comunicación. Ello dificulta en gran medida la definición de lo que se considera como ‘lo auténticamente colombiano’, ya que, si bien los regionalismos persisten, el ambiente cosmopolita de las grandes ciudades y los medios propicia el constante diálogo con una serie de referentes que trascienden la esfera local. Cada vez es más evidente la imposibilidad de hablar de una ‘esencia colombiana’, o también, de un repertorio de cualidades intrínseca y universalmente ligadas al modo de ser colombiano. El objetivo del presente capítulo, en este orden de ideas, es hacer un bosquejo de algunos de los elementos que han influido en el discurrir de la identidad nacional hacia su configuración actual. Trazando la inserción del país en las móviles coordenadas de las industrias culturales modernas (Horkheimer y Adorno, 2001), se hará referencia a cuestiones como la relación centro-periferia o interior-costa, al cambiante rol de la figura femenina en la escena sociocultural y política, a la estigmatización de la identidad en torno a distintas condiciones de crisis, y a la proyección de una imagen festiva del ser colombiano. El examen de estos temas permitirá obtener una comprensión más profunda del trasfondo histórico-social en el que se inscribe la propuesta de la publicidad de Águila sobre la identidad nacional, así como del modo en que se proyecta ante las realidades actuales del país.. 1. El tránsito de lo andino a lo costeño. En distintos momentos de la historia nacional han existido ciertos estereotipos que codifican la percepción de la identidad sociocultural del país, tanto al interior como al exterior de él.. 19.

(22) Inicialmente el estereotipo con el que se pensaba la nación era el de la región Andina, pero con el paso del tiempo la costa Atlántica empezó a adquirir visibilidad, y eventualmente llegó a convertirse en el patrón dominante. Por supuesto, en ambos casos ha habido lugar para la violencia epistémica, puesto que se trata de identidades regionales que han ganado proyección global. Tanto lo costeño como lo andino se superponen a un sinnúmero de escenarios locales en los que la representación se lleva cabo con rumbos frecuentemente muy distintos a los de la cultura hegemónica. Además, ni el mundo andino ni el costeño son perfectamente homogéneos: en ellos coexisten distintos grupos con distintas identidades, pero el ejercicio de imaginar la nación exige en gran medida que sean presentados bajo una forma unívoca –lo cual es de por sí bastante arbitrario–. El tránsito histórico entre las dos instancias, ahora bien, se encuentra ligado a la incursión de las industrias culturales, particularmente los medios de comunicación y los sellos disqueros, en el proceso de edificación de la comunidad nacional. Es un fenómeno que tiene especial visibilidad en el ámbito del folclor, y que conjuga formas substancialmente opuestas de interpretar el ser colombiano. Para entenderlo es preciso remontarse a épocas tan tempranas como la colonia, en la cual se definieron muchos de los perfiles sociales de la nación. Fue como producto ulterior del ordenamiento sociopolítico e intelectual colonial que las regiones del interior del país mantuvieron una notoria hegemonía cultural, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX. Bogotá, el Altiplano Cundiboyacense, y en menor medida regiones como Antioquia, Cauca y Santander, fueron por entonces el modelo a seguir. Lo andino, asociado con el hombre parco y virtuoso, con la cordillera, el clima frío y el bambuco, era la imagen en torno a la cual se proyectaba la nación. En sintonía con los ideales de la clase dirigente del interior, lo andino representaba la plena realización de las instituciones hispánicas, en contraposición con el elemento negro e indígena. Se consideraba –y aún hoy puede observarse, como se verá más adelante– que la caracterización climatológica y ambiental de las regiones era un poderoso determinante de la cultura, el temperamento y las capacidades de sus habitantes, y esto hacía pensar que algunas de ellas se encontraban inherentemente desaventajadas con relación a otras – haciéndolas invisibles, por ende, a la hora de pensar la identidad nacional–. Para ejemplificar, en los textos escolares de ciencias sociales producidos durante la primera mitad del siglo XX se muestra con claridad la primacía del interior, y en especial del centro, sobre el resto del territorio. Puede apreciarse también cómo el “modelo ideológico-cultural de la Regeneración de Rafael Núñez, implementado a partir de los años 80 del siglo [ante]pasado [...], 20.

(23) hizo del filohispanismo uno de los pilares de nuestra formación” (López, 1989, p. 283). Se afirma que los habitantes de la sabana de Bogotá –tierra de ‘favorables condiciones climáticas’– están predestinados a llevar las riendas del país, siendo su cualidad “el poder pensar sobre las cosas. Bogotá, entonces, por estar en una sabana alta, pero también por ser católica, apostólica, romana, por hablar muy buen castellano y por concentrar lo mejor del mundo criollo y mestizo; es decir, de España, ocupa el primer lugar en la jerarquización” (Herrera, et. al., 2003, p. 135). Este concepto se apoya en el mito de ‘la Atenas suramericana’, que, surgido de la vanidad de las élites bogotanas del siglo XIX, postula a la ciudad como centro de producción cultural a escala continental. La sociedad capitalina se entiende así como “una sociedad culta, inteligente, instruida y característica, que se ha refugiado en las alturas huyendo de la penosa vida de las costas, indemnizándose, por una cultura intelectual incomparable, de la falta completa de progresos materiales” (Jaramillo, 1989, p. 17). Se trata, pues, de un mecanismo ideológico que sirve para escudar a la ciudad de su deplorable situación social y física, y en consecuencia, para reivindicar su primacía en el plano nacional. La vocación intelectual de sus gentes, por lo demás, se considera que sólo la comparten los pueblos del altiplano, igualmente sobresalientes como herederos de la cultura hispánica. El tipo humano que los conforma destaca en el paradigma de clasificación de las élites por su alta resistencia al trabajo y por su personalidad taciturna, afable y espiritual, desarrollada como producto del cruce entre muiscas y españoles. Y es por eso que ninguna otra región, aun cuando se le reconozcan ciertas virtudes, puede equipararse a la categoría del medio cundiboyacense. Los antioqueños son emprendedores y respetuosos de la tradición, los caucanos son inteligentes y apegados a su tierra, los santandereanos son laboriosos y autónomos, pero ninguno de ellos sintetiza tan fielmente como los cundinamarqueses y los boyacenses el ideal de una sociedad culta, civilizada y católica. Al mismo tiempo, la Costa Atlántica y las poblaciones ribereñas, seguidas de regiones periféricas como la Amazonía y los Llanos Orientales, se sitúan en los niveles más bajos de la escala. A las últimas, prácticamente invisibles en el panorama de la nación, tiende a asociárseles con el salvajismo, la idolatría y el desconocimiento generalizado del castellano. Al Caribe, a su vez, se le identifica como una tierra de gentes expresivas, generosas, festivas y sociables, pero débiles en su fe, poco adeptas al trabajo, desmesuradas y carentes de ideales. Esta región, que destaca por su gran heterogeneidad étnica y por su clima fundamentalmente cálido, representa mucho de lo que antaño se consideraba contrario a la implantación de la civilización en el país. De hecho, los 21.

(24) pensadores de élite del interior, en sintonía con el darwinismo social, advertían temerosa e insistentemente sobre “la debilidad causada por los múltiples cruces raciales [...y sobre] la nefasta influencia que el clima tropical [...] tenía para la conformación de organismos virtuosos que se articulasen al ideal de la ciudadanía moderna europea” (Herrera, et. al., 2003, p. 159). Colombia, en ese sentido, se hallaba ineludiblemente condenada a ser una nación enferma y marginal. Su población, y en particular la de regiones como la Costa Atlántica, era vista como una masa defectuosa urgida de corrección. Y es aquí donde se pone en evidencia el tremendo desfase existente entre la realidad social imperante y las aspiraciones de la élite cundiboyacense, que se autoproclamaba como prototipo nacional: su pesimista concepto acerca del destino del país –que por cierto, ha dejado una fuerte impronta– es en gran medida una manifestación de su frustración al no poder adecuarlo a sus ideales. Ahora bien, aun cuando la situación anteriormente prescrita da cuenta de los prejuicios en boga durante la primera mitad del siglo XX, es de observarse que no corresponde por completo con otras esferas de la vida social del momento. Si bien la imagen de la región Caribe estaba cargada de un fuerte sentimiento despectivo, su visibilidad en la escena folclórica nacional experimentaba un notable ascenso, como se observa para el caso de la cumbia y el porro. Claro está que estos ritmos presentan una gran influencia africana e indígena, y como tales, su aceptación no estuvo exenta de ambivalencias. La cumbia, que representa el cortejo entre hombre negro y mujer india, tiende a asociarse en parte con el llamado ‘cumbé’, danza originaria de la región de Batá, en Guinea. El porro, así mismo, se piensa que proviene de un baile antiguamente practicado por negros esclavos con acompañamiento de tambores, el cual recibiría luego la influencia instrumental indígena e hispana (Ocampo, 1981). Por supuesto, la difusión de este tipo de música al interior del país despertó el descontento de los más conservadores, para quienes simplemente se trataba de una pérdida de identidad causada “por un género negro ajeno de virtud nacional” (Pérez, 2002, p. 37). Y aún así, la cumbia y el porro, adaptados a los formatos comerciales de la radio y las ‘big bands’, empezaron a conquistar el gusto del público bogotano en la década de los treinta, momento en el que Barranquilla ya operaba como foco de modernización e integración a gran escala. Filtrándose inicialmente en los grandes salones de baile de las clases altas y luego entre los sectores populares, estos ritmos marcaron el comienzo de un “proceso de ‘costeñización’ que modificaría muchas de las estructuras sociales e imaginarios con que se evocaba el ser colombiano” (Ariza, 2000, p. 10-11). Labor que sería abanderada por personajes 22.

(25) como Pacho Galán, Lucho Bermúdez, y posteriormente, Totó la M omposina y Petrona, quienes también han contribuido a la difusión de folclor colombiano en el extranjero. A tal punto ha llegado su éxito, que la cumbia, muy bien recibida en toda Latinoamérica, se ha convertido en objeto de disputas por cuanto concierne a su origen (Pérez, 2002). Empero, es preciso subrayar que el ascenso de la música costeña no fue lineal e inmediato, sino que estuvo fuertemente matizado por el diálogo cultural y comercial con el interior y el exterior. La cumbia, y en especial el porro, fueron adaptados a las exigencias estilísticas del altiplano, lo que también les permitió entrar en sintonía con las tendencias imperantes en el plano internacional. En pro de su difusión se abandonaron “los instrumentos tradicionales como gaitas, maracones, tambores alegres y llamador; es decir, el formato utilizado por los conjuntos de gaita que interpretaban música folclórica, para reemplazarlos por secciones de vientos, piano, bajo, batería, congas y timbales” (Ariza, 2000, p. 11). Ello permitió que el folclor costeño se insertara en un lenguaje mucho más ‘universal’, aunque claramente distanciado de su contexto de origen. En una época en que la música de distintas regiones de América empezaba a difundirse a gran escala, era necesario adecuarse a las tecnologías y los gustos de moda; y Bogotá desempeñó una función mediadora en ese sentido. A través de ella el Caribe fue asimilado a los parámetros de la modernidad, sin perder del todo su sabor tradicional. O en otras palabras, al tiempo que la música costeña penetró en la capital, ésta sirvió como filtro primario para su urbanización. La relevancia de la ciudad en el evento “se explica a partir de [...su] preeminencia política, económica y social [...] sobre las demás regiones del país, bien a través de los discursos nacionalistas originados en y proyectados desde [...ella], bien a través de la acción de la lógica del consumo, las industrias culturales y los medios masivos” (Ariza, 2000, p. 12). Es interesante notar que los músicos que abanderaron este proceso de hibridación siempre tendieron a ser blancos, lo cual, sin embargo, no impidió que sus productos fueran vendidos como algo fundamentalmente tropical. Debe tenerse en cuenta a este respecto que para el momento en que la audiencia de la música costeña comenzó a expandirse, aún existía un claro predominio cultural del centro sobre el resto del territorio, cosa que no solo condicionó los estilos y la imagen misma de las agrupaciones emergentes, sino que también hizo que sus obras fueran relegadas a un segundo plano en la visualización del folclor nacional. En aquel entonces el bambuco todavía era reconocido como la expresión musical más importante del país, incluso a. 23.

(26) pesar de que había un sinnúmero de ritmos que gozaban de mayor raigambre social en las distintas regiones –el porro y la cumbia bastan para ejemplificar–. Al bambuco se le definía como “el aire folclórico mestizo más típico de la Zona Andina de Colombia, y por esencia la Danza nacional más representativa. Una mezcla rítmica española, posiblemente vasca, con un estilo musical indígena, en el cual se refleja la tristeza andina, y una inspiración romántica en los cantos” (Ocampo, 1981, p. 139). Esta música, que fue empleada en las guerras de independencia a modo de sustituto del carente himno nacional, es elogiada por los folcloristas en virtud de su alto contenido lírico. Claro está que se le considera un ícono colombiano no por su originalidad, que siempre es inferior a la de una guabina veleña, por ejemplo, ni por su contenido sociológico, que no alcanza los relieves del paseo vallenato, ni por su fuerza plástica inferior a la cumbia, ni por su vigor mágico y ritual no comparable con el currulao. Pero sí por su enorme dispersión que cubre trece departamentos de la región andina (Abadía, 1977, p. 160).. Así pues, aun cuando la música del Caribe estuviera de moda, difícilmente podría situarse por encima –al menos en el corto plazo– de un ritmo que por tradición había identificado al estereotipo social del país. En una sociedad conservadora y filohispanista lo que en últimas imperaba era el afán por asemejarse a lo blanco y lo civilizado, y esto también es visible en las transformaciones estéticas que sufrió el bambuco: muchos de los artistas colombianos del siglo XIX y el siglo XX se dedicaron a adecuar su instrumentación y su forma a los parámetros de la música europea, privándole a cuan más del espíritu campesino que originalmente le había caracterizado. Entre los folcloristas de aquellos tiempos prevalecía la creencia de que toda música digna de ser catalogada como ‘nacional’ debería tener respaldo académico, lo que contribuyó a que el bambuco adoptara el formato de concierto y pianística (Pérez, 2002). No obstante, este modo de razonar resultaba incongruente con la realidad de la vida social del momento, y en particular con las nuevas manifestaciones que estaba adquiriendo. M ientras la música de la costa ganaba cada vez mayor aceptación tanto en el plano nacional como en el extranjero, el bambuco era gradualmente confinado al desuso. Y esto tiene mucho qué ver con su débil inserción como elemento de identidad masivo: [...] ante la ineficacia de una política nacional de gobierno que acogiera la fragmentación y la incapacidad para encontrar tipos de representatividad o contextos de acción popular donde una música como el bambuco pudiera asociarse, el país se configuró por pequeñas homogeneidades, que propendieron sus intereses privados y formas culturales separadamente. El bambuco surgió así, como espejo cultural entre pequeñas regiones, pero perdió ante su asociación con contextos populares que le dieran vida en todo el territorio y a través del tiempo (Pérez, 2002, p. 32).. 24.

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