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1 NÁUFRAGOS EN LA ROCA:LA FLORA DE LAS YESERAS IBÉRICAS

Ayudadme a comprender lo que os digo y os lo explicaré mejor

Antonio Machado (1875-1939)

A escala global, la temperatura y la precipitación son las variables más determinantes para los ecosistemas. En cuanto a la temperatura, cada especie puede tolerar unos límites superior e inferior más o menos amplios. La temperatura influye sobre todas las fases del ciclo vital por lo que, dependiendo de su valor, puede actuar como factor limitante durante alguna de ellas. Por ejemplo, en el caso de la alta montaña, la “tree line” o límite del árbol, por encima del cual no se desarrollan las formaciones arbóreas, refleja claramente el efecto de la temperatura. Cuando la temperatura permite el crecimiento de las plantas, el factor más limitante para la productividad vegetal es el agua. De hecho, las tasas de crecimiento de la vegetación son globalmente proporcionales a la disponibilidad de agua. Cuando el agua es escasa, la vegetación pasa a ser discontinua y aparece sólo en los microhábitats más favorables.

Uniendo estos dos factores y mediante unos sencillos diagramas bioclimáticos en los que se representan la curva de las precipitaciones medias mensuales frente a la curva de las temperaturas, se puede interpretar la cubierta vegetal de todo el planeta. Así, las selvas tropicales tienen buena temperatura durante todo el año y a las plantas nunca les falta el agua. Al contrario, en las zonas desérticas el agua está ausente durante todo el año y las plantas sólo disponen de breves periodos de tiempo aptos para el crecimiento. Nuestro clima mediterráneo se caracteriza por un intenso periodo de sequía estival, incluso en

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zonas con precipitaciones medias anuales elevadas como en Grazalema, donde podemos encontrar los emblemáticos bosques del abeto andaluz o pinsapo. Sin embargo, en las zonas más áridas de la cuenca mediterránea, como es el caso de buena parte de la provincia de Almería, las plantas pueden estar bajo condiciones de déficit durante todo el año. Además de limitar el crecimiento de las plantas, la escasez de agua, también influye sobre el desarrollo y la fisionomía de la vegetación, principalmente porque cambia el espectro de formas vitales dominantes. El arbolado puede desaparecer y los arbustos hacerse escasos y dispersos hasta ceder el predominio a las pequeñas matas y plantas herbáceas anuales.

A pesar de que muchas de las plantas de zonas áridas son casi insignificantes, llegan a provocar fenómenos verdaderamente llamativos. De uno de estos fenómenos biológicos presume Vallenar, un municipio chileno a cuyas puertas puede leerse: “Vallenar, capital del desierto florido”. Basta con visitar la página web de esta municipalidad para comprobarlo. Desde Vallenar hacia el norte de Chile se pueden contemplar paisajes maravillosos teñidos de mil colores por flores de todo tipo. El efecto “desierto florido” lo componen las explosiones demográficas de las diferentes especies vegetales de estas zonas áridas que, los años inusualmente lluviosos, abandonan sus prudentes y pacientes estados de latencia para producir billones de flores. Diminutas semillas y bulbos subterráneos se dan entonces un atracón de agua y abren sus flores al unísono convirtiendo fantasmagóricos paisajes lunares en un homenaje a la vida.

En Andalucía hay varios lugares en los que se puede ver el desierto florido, pero es en la provincia de Almería donde llega a alcanzar unas dimensiones verdaderamente espectaculares. En los llanos que rodean la plataforma solar de Tabernas o cerca de la venta del Compadre, una pequeña planta que podemos llamar, para entendernos, la “espuelilla del compadre” (Linaria nigricans), es una

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de las principales responsables de este efecto. Esta espuelilla es una pequeña planta que no levanta más de 10 cm del suelo. Presenta unas diminutas flores blancas de poco más de 1 cm, provistas de un delgado espolón que le sirve para esconder el néctar lejos de los visitantes improductivos y gorrones. La espuelilla del compadre tiene un ciclo vital adecuado para sobrevivir en el desierto y emerger con fuerza algunos años. Para conseguirlo rehúye la época crítica en la que falta el agua. Durante casi 10 meses al año se encuentra en forma de semilla, tan diminuta como la cabeza de un alfiler, enterrada en el suelo. Estos suelos son arenosos, así que cuando llueve, si llueve, el agua está disponible durante muy poco tiempo antes de drenar fuera del alcance de las raíces. La estrategia es clara: germinar, crecer, florecer, fructificar y… dispersar nuevas semillas o, lo que es lo mismo, diminutos embriones rodeados de una minúscula despensa (el endosperma) y todo ello encapsulado y protegido por las duras cubiertas seminales.

Para que se produzca el efecto desierto florido son necesarios 3 elementos: temperaturas cálidas o suaves, abundante disponibilidad de agua y un suelo que favorezca los ciclos vitales rápidos. Conviene recordar que las plantas, a diferencia de la mayor parte de los animales, precisan un soporte físico sobre el que crecer y del que nutrirse. Por eso, también existe una importante relación entre el crecimiento, desarrollo, morfología e, incluso, fisionomía de la vegetación y las características del sustrato. Aunque las relaciones entre el tipo de roca y la cubierta vegetal que lo cubre se conocen desde muy antiguo, su estudio científico y sistemático data del siglo XIX. Sabemos desde entonces que existen floras especiales asociadas a rocas especiales o, por decirlo con mayor exactitud, a los suelos que se originan a partir de estas rocas. Las serpentinas, las dolomías o los yesos representan casos particulares de este fenómeno geobotánico tan interesante.

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El crecimiento de la vegetación sobre un determinado tipo de suelo va a estar determinado tanto por las características físicas como por su composición química. En algunos tipos de suelos son sus características físicas las que condicionan principalmente el crecimiento de las plantas. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las comunidades de roquedos (vegetación rupícola, saxícola o litófila). Estos hábitats han actuado como reservorios de biodiversidad relicta durante las glaciaciones y otros eventos paleoclimáticos, salvaguardando poblaciones “in situ”, en escarpes agrestes en los que no podía acumularse el hielo y cuya orientación ofrecía ciertas ventajas microclimáticas (hipótesis “nunatak”). El papel como refugio de este y otro tipo de hábitats se vio potenciado por la posición meridional de las penínsulas europeas que habrían actuado como fondos de saco para muchas especies de óptimo más septentrional. Esto explica, por ejemplo, la existencia en Sierra Nevada de poblaciones disyuntas de elementos florísticos denominados ártico-alpinos, como el ranúnculo glacial (Ranunculus glacialis). Se trata de la planta vascular que alcanza mayor altura en los Alpes y cuya población más septentrional se encuentra en Groenlandia. La población nevadense fue el punto final de su viaje hacia el sur durante las glaciaciones y, por lo tanto, la más meridional de todas. Junto a estos inmigrantes del norte también se encuentra elementos florísticos meridionales xerotérmicos, como el cerrillo (Hyparrhenia sinaica) o el arto negro (Maytenus senegalensis), por mencionar sólo dos ejemplos. Del arto, el epíteto específico “senegalensis” lo dice casi todo ya que se trata de una especie que se extiende desde el sureste peninsular hasta Sudáfrica. Si calculamos la distancia de separación entre las poblaciones de los ranúnculos del Mulhacén y los artos negros más próximos de la costa de Granada la cifra resultante es de unos 31,2 km. Si ahora la comparación la hacemos entre las poblaciones de Groenlandia del ranúnculo y las sudafricanas del arto, la distancia es de 12.000 km. Probablemente no exista otro punto de nuestro planeta en el que la biogeografía esté tan bruscamente condensada.

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Además de las limitaciones de naturaleza física que impone el suelo sobre la distribución de los vegetales, hay otra vertiente, relacionada con su naturaleza química. De esta dependen, aunque condicionados por los factores ambientales como la temperatura y la disponibilidad de agua, tanto el pH como la presencia, exceso o deficiencia de elementos minerales (nutrientes). La influencia de la naturaleza química del sustrato sobre la vegetación es tan específica que hace que se pueda hablar de una flora propia de serpentinas, de dolomías, de yesos o de una flora halófila o amante de la sal. Todas estas floras son de enorme interés científico y están magníficamente representadas en Andalucía, sin embargo a partir de aquí vamos a centrar nuestra atención en la flora propia de los yesos.

Los afloramientos de yeso o aljezares, reconocibles por sus tonos selénicos, presentan una flora que podemos llamar yipsófila o amante del yeso. Aunque se ha reclamado para Moritz Willkomm, un botánico alemán de mediados del siglo XIX, la consideración de haber sido el primer autor que puso de manifiesto la existencia de una flora yipsícola española, existen otros precedentes anteriores entre los que pueden citarse Asso y Cavanilles en el siglo XVIII. Hay que reconocer, no obstante, la investigación seminal de Willkomm que cita a más de 30 especies como propias del yeso. Contemporáneo del autor alemán, el genial botánico francés Edmond Boissier aludió también a las regiones yesosas de la Península: “Nada más triste como el aspecto de estos lugares estériles y totalmente privados de agua dulce”. Esta opinión está en consonancia con la del naturalista español Odón de Buen, que ya en el siglo XIX, se refiere a los cerros yesíferos como de “…triste aspecto con su esquelética figura; blancos completamente en muchos puntos, cubiertos de raquítica vegetación…”. Aunque con frecuencia se han considerado a los afloramientos de yeso como lugares estériles, nunca han dejado de interesar a los botánicos, de manera que

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el conocimiento sobre estas áreas selenitosas ha ido aumentando progresivamente.

A pesar de este progreso, el desconocimiento fuera del ámbito científico de estos ecosistemas permite contemplar en muchos lugares de la geografía española ejemplos de intervenciones que han degradado este hábitat. Conviene recordar que no se puede conservar nuestro patrimonio natural sin conocerlo. Este es uno de los grandes objetivos de la obra “La Diversidad Vegetal de las

Yeseras ibéricas: el reto de los archipiélagos edáficos para la Biología de la Conservación”. En esta monografía, liderada desde la UAL, han participado 90

investigadores procedentes de 14 universidades españolas y 6 centros de investigación, la mayor parte de ellos pertenecientes al CSIC. También hay que reconocer el esfuerzo y los conocimientos aportados por el personal de diversas Consejerías y delegaciones de Medio Ambiente vinculados a la protección de la flora amenazada.

Los aljezares o yeseras constituyen ecosistemas considerados como prioritarios por la Unión Europea, que alude a ellos como hábitat el 1520 o vegetación yipsícola mediterránea. En Europa, este hábitat está representado exclusivamente en la Península Ibérica y salpica a modo de isleos geológicos su porción oriental. Se extiende por el valle del Duero, recorre el valle del Ebro y baja por la zona de la meseta hacia el levante y el sur y sureste de la Península Ibérica con la particularidad de que a medida que el clima se hace más árido, más notable es el efecto del yeso sobre las plantas. En total, 77 especies pueden considerarse como yipsófilas o exclusivas de los yesos. Tres de ellas se han descrito en el último año como especies nuevas para la Ciencia (Astragalus castroviejoi, Orobanche gypsogena y Chaenorhinum gamezii). Aunque este es el tipo de noticias que recogen los periódicos sobre expediciones científicas a zonas remotas en las que se encuentran nuevas especies, lo cierto es que la

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biodiversidad desconocida está mucho más próxima, y no sólo en las zonas tropicales. Como es natural, la riqueza en especies yipsófilas está desigualmente distribuida por la península Ibérica, de manera que destacan algunos territorios del valle del Ebro, la zona en la que concurren las provincias de Madrid, Guadalajara, Toledo y Cuenca y algunos puntos del sureste. Es precisamente este último territorio el más destacable desde el punto de vista de la rareza. El sentido en el que se usa aquí el término “rareza” tiene que ver con el área de distribución de las especies. De acuerdo con esta idea, una especie es más rara en la medida en que está más localizada o, dicho de otra forma, su grado de endemicidad es mayor. La rareza se puede medir de diferentes maneras, pero en todos los casos los afloramientos almerienses de Sorbas resultan sobresalientes.

Aunque la mayor parte de la flora yipsófila es exclusiva de la Península Ibérica, algunas especies exceden los límites peninsulares y sirven como rastro de eventos paleobotánicos que permiten establecer conexiones entre diferentes territorios. Así, como ya he comentado, en nuestra flora son abundantes las disyunciones de carácter xerófilo entre las que destacan las especies iberomagrebíes. Se trata de especies que tienen su única localidad europea en el sur y sureste de la Península Ibérica y que también están presentes en el norte de África. El “romero moro” (Rosmarinus eriocalix) es una de estas especies iberomagrebíes (Almería, Marruecos, Argelia, Túnez y Libia) que forma parte de la flora yipsófila. Aunque los romeros nos son muy familiares, en especial el romero común o Rosmarinus officinalis, en realidad son plantas raras pues sólo existen tres especies que pertenezcan a este género. Todas ellas tienen poblaciones en Andalucía. El romero común es una planta muy abundante en el entorno circunmediterráneo, pero los otros dos romeros, el moro y el blanco (Rosmarinus tomentosus) son mucho más escasos. El romero blanco se restringe a la costa de las provincias de Granada y Málaga. Otros

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yipsófitos como el arnacho (Ononis tridenta), la boja blanca (Lepidium subulatum) y la jara de escamillas (Helianthemum squamatum) están presentes en el norte de África y muy extendidas en la Península Ibérica. La crisis de la salinidad, durante el periodo Messiniense, subyace bajo estos patrones biogeográficos. Esta crisis, fue un importante acontecimiento en la evolución del Mediterráneo y se caracterizó por la precipitación de evaporitas, entre ellas el yeso, así como por un descenso del nivel del mar que favoreció el contacto entre el norte de África y el sur de la Península Ibérica.

Entre los endemismos exclusivamente ibéricos, merece una mención especial la indiscutible reina del yeso. Se trata de la albada o jabonera (Gypsophila struthium). Su nombre genérico, Gypsophila o “amante del yeso” lo dice todo de ella. El género Gypsophila cuenta con unas 150 especies en todo el mundo y si bien no todas crecen en el yeso, sí suelen presentarse en ambientes secos y salinos. La albada se restringe exclusivamente a los yesos y cuenta con dos subespecies, una que se extiende por el valle del Ebro y territorios circundantes (G. struthium subsp. hispanica) y otra, la que está en Andalucía, que ocupa el resto de las yeseras ibéricas (G. struthium subsp. struthium). A pesar de que es una especie relativamente frecuente y uno de los yipsófitos más ampliamente distribuidos de la flora ibérica, es una planta de gran interés desde el punto de vista ecológico. Presenta una gran capacidad para resistir las condiciones más estresantes de los ambientes yesíferos y, al tiempo, muestra una gran capacidad para colonizar los ambientes más alterados como es el caso de las canteras de yeso una vez que cesa la explotación. Combinar ambos rasgos, resistencia al estrés y un comportamiento invasor es poco común entre las plantas. La albada presenta además todas las características de un yipsófito típico: hojas carnosas o suculentas, acúmulo de calcio en sus tejidos en forma de diminutos cristales denominados drusas y contenidos elevados en azufre. Otras dos especies de

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este género también son propias de los ambientes de yeso, aunque sólo una de ellas forma parte de la flora andaluza (G. tomentosa).

No es el género Gypsophila el único que se ha diversificado sobre los yesos. El caso más interesante de especiación por fragmentación dentro de la flora yipsófila ibérica lo representan las zamarrillas o poleos del yesar, que pertenecen a la misma familia que los romeros (Labiadas). Existen 6 especies de estos poleos de los cuales 5 son exclusivos de los yesos. La distribución de los 5 poleos de yesar es como sigue: uno habita en los yesos de la zona centro (Teucrium pumilum), otro es exclusivo del NE de Alicante (T. lepicephalum), otro de los yesos de Sorbas (T. turredanum); los dos restantes se intercalan entre la especie alicantina y la sorbeña. Así, Teucrium balthazaris se encuentra en el noroeste de la provincia de Almería y los territorios limítrofes de Murcia, mientras que T. libanitis se reparte por los aljezares murcianos y alicantinos. En este caso, la discontinuidad natural de los afloramientos ha permitido la diversificación de este grupo, en diferentes especies a partir de un ancestro común, con el transcurrir del tiempo. Tras el reciente hallazgo de T. pumilum al norte de la provincia de Granada se puede decir que en Andalucía se encuentran 3 de estos náufragos o robinsones del yeso.

No es exagerado comparar los afloramientos de yeso con las islas verdaderas y establecer un símil entre los poleos de los yesos y las tortugas gigantes con las que se tropezó Darwin en las Galápagos. Si pensáramos visitar el citado archipiélago y quisiéramos ver todas y cada una las 8 tortugas (subespecies) diferentes que existen, estaríamos obligados a desembarcar en prácticamente todas las islas. Lo mismo ocurre si quisiéramos conocer todos los poleos de yesar o todas las especies yipsófitas. Ineludiblemente tendríamos que recorrer buena parte de los afloramientos de yeso españoles. Puede resultar una idea atractiva, pero imaginemos que somos responsables de la protección de esta

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flora. Lo que desde la perspectiva de un científico o un turista botánico es un hecho muy interesante, es un enorme reto para un gestor. Vamos a enunciar el problema de una forma sencilla para el caso de los aljezares ibéricos: tenemos 1286 cuadrículas repartidas por la geografía española en las que están presentes al menos una de las 77 especies yipsófilas que existen ¿cuántas de esas cuadrículas tenemos que seleccionar para alcanzar la meta de proteger a todo el elenco florístico? La meta planteada es la más ambiciosa de las posibles ya que trata de proteger la flora al completo, es decir, las 77 especies. Para alcanzar este objetivo, hoy en día se recurre a programas, llamados heurísticos o de investigación que se dedican a darle millones de vueltas (iteraciones) a los datos buscando soluciones casi óptimas. Las soluciones obtenidas no son óptimas en el sentido absoluto, porque con frecuencia el número de combinaciones posibles es de tal magnitud que es inviable que así sea. No obstante, la solución o soluciones que ofrecen estos programas son muy próximas a la optimización. En una primera aproximación podemos decir que de las 1286 cuadrículas bastaría con proteger unas 50 para conseguir una mínima y precaria protección de la flora yipsófila española. En cualquier caso, estos cálculos son teóricos pues las cuadrículas geográficas a las que estamos aludiendo (UTM de 10 x 10 km de lado) no pueden considerarse como unidades operativas para la protección de la naturaleza, aunque sí lo pueden ser los afloramientos concretos que queden incluidos en ellas. En total hemos reconocido 5.321 manchas de yeso en la Península Ibérica entre las que habría que llevar a cabo la verdadera selección.

Otro aspecto a destacar es que cuando se promueve el establecimiento de espacios protegidos, estos no deben tener como único objetivo la protección de un grupo biológico en exclusiva. Además de la flora vascular, también deben ser considerados la fauna, otros grupos vegetales y los hitos geológicos. Sin embargo, con frecuencia la flora resulta un buen subrogado o indicador del

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conjunto de la biodiversidad al completo. Es decir, que las zonas que cuentan con una rica y variada flora suelen presentar también una gran diversidad faunística. Por este motivo es frecuente recurrir a los grupos biológicos mejor conocidos para extraer conclusiones sobre la biodiversidad en su conjunto, ya que no hay otras alternativas disponibles. Por otra parte, existen otros niveles de la diversidad biológica más allá del de las especies. Ya se ha mencionado el de las comunidades o hábitats, reconocido por la Directiva 92/43 de la UE. Otros sólo ahora empiezan a ser tenidos en cuenta en la medida en que se va disponiendo de datos e información. Por ejemplo, en el caso de Jurinea pinnata, hemos identificado hasta 3 grupos atendiendo a la estructura genética de sus poblaciones: el septentrional que abarca el valle del Ebro y la Meseta, el bético oriental y el bético occidental o rondeño. Por lo tanto, proteger las poblaciones de una especie en un único afloramiento o localidad puede resultar insuficiente. Sea como sea, conviene examinar la protección efectiva que tiene los yesos españoles hoy en día. Para ello basta con solapar la red de espacios protegidos con los afloramientos yesíferos que contienen flora y vegetación de interés. Así por ejemplo, en el valle del Ebro existe una coincidencia del 43,51 %, mientras que en el valle medio del Duero no llega al 2%. En el caso concreto de Andalucía la situación es dispar ya que mientras que en la provincia de Almería la mayor parte de los afloramientos están incluidos en la red de espacios protegidos (78,02%), las depresiones interiores de Granada han quedado fuera de este ámbito (< 0,005%). La Hoya de Baza es el caso más evidente. El olvido de estos territorios se magnifica si se suman otros hitos que allí concurren como los yacimientos paleontológicos asociados a una fauna de extraordinario y a los primeros pobladores humanos de Europa, así como a una abundante industria lítica que prueba esta presencia en Orce. Dólmenes y otros restos arqueológicos completarían este panorama que podría impulsar el progreso de un territorio deprimido.

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En cualquier caso, garantizar la conservación de los afloramientos yesíferos de mayor interés biológico (y geológico) no es la única tarea que debemos imponernos. El uso del aljez o mineral de yeso puede remontarse varios siglos atrás y probablemente fue el primer material para la construcción de carácter artificial. Su empleo en la actualidad continúa siendo imprescindible de manera que se trata de un mineral estratégico, un recurso no renovable. España figura entre los principales países productores de yeso del Mundo. Esta circunstancia añade una nueva dimensión a la estrategia de gestión de las áreas yesíferas y plantea un conflicto entre conservación y desarrollo. A priori el dilema conservación vs explotación se aproxima a un juego de suma cero, i.e., lo que gane la conservación lo pierde la explotación industrial. Sin embargo, algunos estudios sobre sucesión vegetal en canteras de yeso abandonadas han proporcionado indicios en otra dirección. Aunque no se pueda hablar en sentido estricto de desarrollo sostenible, sí que es posible paliar la destrucción de los aljezares aunque sean explotados por la minería.

A lo largo de la geografía española y, muy especialmente, en la provincia de Almería, existen viejas canteras con diferentes edades de abandono. En ellas operan procesos ecológicos que actúan cicatrizando las poco sutiles huellas que dejó la minería a cielo abierto. Con el paso del tiempo, las plantas van colonizando de forma espontánea estos gigantescos socavones componiendo el proceso que llamamos sucesión vegetal. Las cronosecuencias o series temporales probablemente representen una de las aproximaciones más útiles para describir la sucesión. Consiste en tomar datos de la cubierta vegetal en ambientes ecológicamente similares, pero en los que han transcurrido periodos de tiempo diferentes desde el inicio de la colonización. La secuencia de vegetación resultante se asume como la secuencia sucesional típica. Estas investigaciones han puesto de manifiesto la extraordinaria resiliencia o

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capacidad de recuperación de estos hábitats. Se trata de una característica de enorme importancia para el caso de los aljezares por dos motivos. El primero porque se trata de un hábitat prioritario para la UE, por lo que es inexcusable su restauración. El segundo, porque este proceso (autosucesión o sucesión directa autogénica progresiva) facilita las intervenciones restauradoras o, dicho de otra forma, nos da una segunda oportunidad.

Toda restauración debe tener claros los objetivos finales y reimplantar tanto los componentes como los procesos originales que mantenían al ecosistema. Cambiar los componentes y/o los procesos ecológicos sería sustituir el sistema original. Difícilmente se podría entender esta circunstancia en un hábitat considerado como prioritario. Sin embargo, hasta hace muy poco la preocupación principal no había sido restaurar la vegetación yipsófila. A pesar de las obligaciones que impone la ley de minas, lo habitual era no hacer nada o algo aún peor, reemplazar el aljezar por otro tipo de ecosistema. En este último caso ha sido frecuente el empleo de lodos de depuradora y otros sustratos ajenos al aljezar. El compost, aún mezclado con otros materiales edáficos, produce un incremento en el contenido de algunas sales y de metales pesados. Se favorece así la entrada de especies halófilas, que no forman parte de los matorrales yipsófilos, como Atriplex halimus y otras plantas ruderales. Frente a modelos de rehabilitación artificial como el descrito se ha propugnado, desde el conocimiento, otra alternativa inspirada en la sucesión vegetal que precisa de un elemento clave: el yeso. Para permitir la recuperación de la flora y vegetación alterada por las concesiones mineras es imprescindible dejar una capa de yeso subyacente sobre la que comenzar la restauración. Eliminar todo el yeso o cubrirlo con suelos o sustratos artificiales es algo así como hundir una isla en un océano, se acabó la isla, se acabó el aljezar. Conviene advertir, sin embargo, que la restauración no es una alternativa a la conservación de los afloramientos de yeso, sino una medida complementaria.

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La investigación sobre la flora de los aljezares cuenta ya con más de dos siglos de antigüedad. Comenzó vislumbrando la relación entre este tipo de roca y la flora que en ella habita. La descripción de las especies yipsófilas que empezó entonces, sigue siendo un tema de actualidad a pesar del desprestigio en el que está sumida hoy la taxonomía. Sólo los modernos métodos moleculares permiten que siga viva una disciplina que, a pesar de haber descrito 1,8 millones de especies en nuestro planeta, tiene más trabajo pendiente que acabado. La existencia de una flora yipsófila tiene que ver con procesos ecológicos y evolutivos que sólo han sido desentrañados parcialmente. Sin embargo, hoy en día comprendemos relativamente bien los aljezares y lo inútil que puede ser, en muchos casos tratar, de convertirlos en ecosistemas más productivos. Como señaló Goethe “sólo vemos lo que conocemos”. Por eso es tan importante el conocimiento. Gracias a él contemplamos hoy los aljezares como un hábitat prioritario. En este caso la Ciencia hizo su papel y también lo hizo la política. La política comunitaria empleó los conocimientos disponibles para desarrollar la Directiva Hábitats que protege bosques y otras maravillas de la Naturaleza, entre las que se encuentran los yesos. Todavía faltan algunos ajustes, pero si se llevan a cabo será posible compatibilizar en gran medida la conservación y el desarrollo. Conviene saber que nuestros áridos paisajes no son siempre el resultado de la degradación. Qué duda cabe que la mano del hombre ha influido e influye sobre ellos, pero no podemos olvidar otros factores. Son evidentes las limitaciones que imponen el clima, la roca y los suelos a las que hay que sumar la herencia que nos dejaron acontecimientos paleoclimáticos. La alegre, pero apócrifa, ardilla de Estrabón que recorría de árbol en árbol, de copa en copa, la Península Ibérica, probablemente se habría dejado los dientes en algunos puntos del sureste ibérico. Tampoco debemos olvidar que la ancestral ocupación humana del Mediterráneo ha degradado, pero también ha generado ambientes agroforestales de elevada biodiversidad. En Almería, los pradillos

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responsables del efecto desierto florido son el mejor ejemplo de ello. Las estirpes vegetales que pueblan el desierto son un invento de la evolución, no del hombre. Debemos sentirnos orgullosos de este legado natural y recordar que más que “la especie elegida”, como reza el título de un conocido libro sobre paleoantropología, somos “la especie que elige”. Elijamos entre la maldición del desierto o el desierto florido.

Referencias

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d) que haya «identidad de órgano» (con identidad de Sala y Sección); e) que haya alteridad, es decir, que las sentencias aportadas sean de persona distinta a la recurrente, e) que