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VERDAD, BIEN Y BELLEZA

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Academic year: 2021

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RAQUEL LÁZARO (Eds.)

VERDAD, BIEN Y BELLEZA

C

UANDO LOS FILÓSOFOS HABLAN DE VALORES

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Ángel Luis González

DIRECTOR

Salvador Piá Tarazona

SECRETARIO

ISSN 1137-2176 Depósito Legal: NA 1275-1991

Pamplona

Nº 103: Paloma Pérez-Ilzarbe y Raquel Lázaro (Eds.), Verdad,

Bien y Belleza. Cuando los filósofos hablan de valores

© 2000. Paloma Pérez-Ilzarbe y Raquel Lázaro (Eds.) Imagen de portada: Escuela de Atenas (Rafael)

Redacción, administración y petición de ejemplares

CUADERNOS DE ANUARIO FILOSÓFICO

Departamento de Filosofía Universidad de Navarra 31080 Pamplona (Spain) E-mail: cuadernos@unav.es Teléfono: 948 42 56 00 (ext. 2316) Fax: 948 42 56 36

SERVICIO DE PUBLICACIONES DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA. S.A. EUROGRAF. S.L. Polígono industrial. Calle O, nº 31. Mutilva Baja. Navarra

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Presentación ... 7

Alejandro Llano, El valor de la verdad como perfección del hombre ... 9

Javier Echeverría, Los nuevos valores en el mundo tecnológico: de la verdad al bien ... 21

1. Introducción... 21

2. Putnam: ciencia y valores... 22

3. Tecnociencia y nuevos valores... 25

4. La tecnociencia y lo bueno, desde el punto de vista de la axiología... 31

Enrique Alarcón, El debate sobre la verdad... 35

1. La verdad como tema de discusión... 35

a) Tres usos de las palabras ... 38

b) La verdad como nombre propio ... 41

c) La verdad como terminología... 42

2. La noción de verdad... 47

a) Los tres ámbitos de la verdad... 47

b) Teorías sobre la noción de verdad... 51

3. El conocimiento de la verdad... 53

a) Conocimiento intelectual y realidad... 53

b) La verdad inadvertida ... 56

4. El valor de la verdad ... 58

a) La necesidad de la verdad ... 58

b) La verdad y la dignidad del hombre... 60

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Jaime Nubiola, El valor cognitivo de las metáforas ... 73 1. Introducción... 73 2. Metáforas de la vida cotidiana de Lakoff y Johnson... 74 3. Las metáforas conceptuales y su conexión con la experiencia y la imaginación ... 78 4. La recepción de las propuestas de Lakoff y Johnson: valoración final... 82 5. Bibliografía... 84 Modesto Santos, ¿Unidad o fragmentación de la ética? Análisis,

valoración y prospectiva de algunos modelos éticos actuales.. 87 1. Valoración... 91 2. Prospectiva... 102 Lourdes Flamarique, La cultura o la segunda génesis del hombre

a través de la libertad... 105

1. Herder: la invención de lo humano... 110 2. La cultura o el arte forzado de Kant ... 122 3. De la expresividad de la cultura a la autenticidad como criterio moral de la acción... 126 Ana Azurmendi, Ética y medios de comunicación... 135 1. Introducción... 135 2. ¿De qué hablamos cuando hablamos de ética de los medios de comunicación?... 136 3. Entre la interpretación de la realidad y los porcentajes de audiencia ... 137 4. ¿Necesidad de cambio en el estilo de la gestión de los medios? ... 139 5. Las audiencias se activan: los consumidores y usuarios de comunicación ... 141 6. El poder de los media critic ... 145 Alfonso López Quintás, El análisis literario y su papel formativo 147 1. La obra literaria como campo de juego y de iluminación.... 148 2. La lectura genética se mueve constantemente en dos niveles de realidad distintos ... 149

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3. La obra literaria presenta un realismo peculiar... 154

4. La lectura de obras literarias de calidad fomenta la capacidad creativa del hombre ... 156

5. Exigencias de este método de análisis ... 158

6. Aplicación de este método a obras cinematográficas... 163

7. Aplicación de este método a la actividad de las tutorías... 167

Juan Cruz Cruz, La estimación estética... 169

1. La ejecución pictórica... 169

a) La Técnica y el Arte de pintar... 170

b) Música y Pintura... 171 c) Movimiento y Ritmo. ... 172 d) Lo Plástico y lo Representativo... 173 2. La expresión artística... 175 a) Razón y Sensibilidad. ... 176 b) Imitación y Expresión... 177 c) Imaginación y Expresión... 178 d) Tema y Motivo... 179 e) Pintura y Realidad... 182

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Este Cuaderno reúne la mayoría de las ponencias presentadas en el

Curso de Perfeccionamiento del Profesorado (Filosofía y Ética) que se

desarrolló en Pamplona entre el 24 y el 27 de agosto de 1999, organiza-do por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra y dirigido por el Departamento de Filosofía.

El tema general de esta edición del Curso fue “Cómo educar en la verdad, la belleza y el bien”. La idea era partir del estudio de la realidad de cada uno de estos valores en sí mismos, y desde ahí tratar de encon-trar caminos para acceder a ellos y argumentos para apoyarlos.

Más allá del discurso metafísico, el propósito era orientar a los do-centes para la enseñanza de los valores. La experiencia muestra que muchas veces resulta difícil conseguir interesar a nuestros estudiantes y transmitirles aquellas cosas que consideramos valiosas. Con demasiada frecuencia, los argumentos racionales no bastan. Por eso también nos preocupaba encontrar el modo de hacer atractivos unos valores como la verdad, la belleza y el bien, que no están de moda y cuya conquista exige esfuerzo: un esfuerzo que un adolescente no realizará si no está convencido de que merece la pena.

Aunque lo más enriquecedor del Curso fue sin duda lo que no puede quedar reflejado en este cuaderno (el contacto entre las personas y las experiencias compartidas), esperamos que esta publicación resulte útil y ayude a los profesores en la tarea interminable en la que están compro-metidos: la de ir aprendiendo a enseñar.

No podemos cerrar esta presentación sin expresar nuestro agradeci-miento a todas las personas e instituciones que hicieron posible la cele-bración del curso, y de modo muy especial a los profesores y profesoras de bachillerato que participaron en él.

Pamplona, 9 de diciembre de 1999 Paloma Pérez-Ilzarbe y Raquel Lázaro

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ALEJANDRO LLANO

Decía el poeta alemán Heinrich von Kleist que “el paraíso está ce-rrado y el querubín se halla a nuestras espaldas; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si el paraíso no está quizás abierto aún en al-gún lugar del otro lado, detrás de nosotros”. La cultura moderna y la existencia actual se presentan como impregnadas de esta conciencia desencantada de encontrarse fuera del Paraíso, en la prosa del mundo y en su red de discordancias irreconciliables.

El hombre actual es el protagonista pasivo de una escisión que lo aparta de la totalidad de la vida y lo divide incluso en su ser íntimo. Las contradicciones del reciente proceso histórico –entre emancipación y violencia, liberación y desposesión del hombre aislado– parecen gritar al individuo que en el marco de la lucha general no puede recurrir a valores universales, capaces de justificar definitivamente su opción, de una vez por todas. Como ha sugerido Claudio Magris, toda opción lleva consigo la conciencia del agravio a quien ha preferido otra distinta o enfrentada a aquélla. La relativización de todos los valores –el relati-vismo ético– se presenta como la única posibilidad de superar ese mal radical que implican las convicciones morales absolutas, la única forma de abandonar la conciencia de culpa que acompaña a toda actuación seria, para alcanzar así una “nueva inocencia”.

Se lleva al extremo el nihilismo al intentar convertir la ausencia de todo valor en premisa para la libertad. El más célebre representante del

pensamiento débil, Gianni Vattimo, haciendo la apología del nihilismo

total, ha escrito que éste constituye la reducción final de todo valor de uso a valor de cambio: liberados los valores de su radicación en una instancia última, todos se hacen equivalentes e intercambiables: cada valor se convierte en cualquier otro, todo se reduce a valor de cambio y queda cancelado todo valor de uso, toda peculiaridad inconfundible o insustituible. Economicismo y relativismo se dan la mano. Cualquier realidad se puede convertir en cualquier otra, y adquiere de este modo la naturaleza del dinero, que puede ser permutado indiferentemente por

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cualquier cosa. La apoteosis del mecanismo del cambio, extendido a la vida entera, celebra la desposesión de la persona, a la que se arrebata radicalmente su dignidad.

Todo intento de restablecer el valor absoluto de la dignidad de la persona humana será considerado, entonces, como una agresión injusti-ficable, y resultará por lo tanto ignorado o, si esto no es posible, dura-mente combatido por los Mass Media y por la cultura dominante.

Cuando empezaba este siglo que ahora termina, el sociólogo alemán Max Weber avanzó una profecía profana, que venía a concretar las formuladas en la pasada centuria por Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche. El diagnóstico de Weber se centra en su célebre fórmula del “politeísmo de los valores”. Olvidado ya el único Dios verdadero, los valores se enfrentan entre sí, en una lucha irreconciliable, como dioses de un nuevo Olimpo desencantado. La ausencia de finalidad conduce a la generalizada “pérdida de sentido”. A su vez, esa carencia de sentido hace surgir un tipo de individuos calificados por el propio Weber como “especialistas sin alma, vividores sin corazón”. Hoy están por todas partes. Habitan en los entresijos de una complejidad que no procede de la abundancia de proyectos, sino mas bien de esos fenómenos de frag-mentación de la sociedad, anomia de las costumbres, proliferación de los efectos perversos e implosión de las instituciones, descritos por so-ciólogos más recientes.

La conciencia de crisis de la cultura se generaliza, hasta constituir toda una corriente de pensamiento. Por su hondura y radicalidad, desta-ca en ella la figura de Martin Heidegger. “Sólo un Dios podrá salvar-nos”, afirma. Pero su débil y ambigua sentencia, no exenta de ribetes turbios, surgía de un pensamiento postmetafísico que renunciaba de antemano a toda ética y, por supuesto, al acceso a una verdad del

hom-bre fundada en la metafísica y abierta a la iluminación de un Dios

per-sonal. De postración intelectual tan honda, que se agudiza progresiva-mente y se prolonga hasta ahora mismo, sólo puede sacarnos en verdad la aceptación de una llamada que surge de una profundidad aún más radical. El abismo de la vaciedad clama por el abismo de la plenitud. La difundida y difusa conciencia de haber llegado a una situación improse-guible, a un “final de esa historia”, abre un espacio para escuchar otra narrativa del todo diferente, como es la que apela –en esta era crepuscu-lar– nada menos que a la reposición del valor incondicionado de la ver-dad como perfección del hombre, a un “esplendor de la verver-dad”.

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Una cosa es el brillo y otra el esplendor o resplandor. El brillo es re-lativo, luz reflejada, prestada claridad. El resplandor, en cambio, es absoluto, luminosidad interna que serenamente se difunde: como aquel personaje de Miguel Delibes, esa señora de rojo sobre fondo gris, de quien nos dice el escritor castellano: “con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”. El resplandor es la verdad de lo real. El brillo omnipresente es la luz artificial del simulacro televisivo, que celebra el triunfo de la sociedad como espectáculo. El televisor es el tabernáculo doméstico de la religión nihilista.

No somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee. La verdad, dice el Profesor Leonardo Polo, no admite susti-tuto útil. Y Ortega y Gasset afirmaba en 1934: “La verdad es una nece-sidad constitutiva del hombre (...). Este puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad y, al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional”. Esta verdad necesaria no nos encadena: nos libera de la irrespirable atmósfera del subjetivismo y de la esclavitud a las opiniones dominan-tes, que representan obstáculos decisivos para un diálogo seriamente humano.

La fuerza liberadora de la verdad es un valor humanista y cristiano. La verdadera Fe no ha de ser nunca constricción o barrera, sino acicate para la investigación y apertura de posibilidades inaccesibles para esa razón menguada, esa razón positivista y relativizada, que en definitiva no busca la verdad sino la certeza, es decir, la coherencia consigo mis-ma. La crispada pretensión de certeza está orientada hacia atrás, para atar los cabos de una seguridad que garantice el dominio de la razón. La búsqueda de la verdad, en cambio, se lanza audazmente hacia delante, al encuentro con la plenitud de la realidad. Quien busca la verdad no pre-tende seguridades. Todo lo contrario: intenta hacer vulnerable lo ya sabido, porque pretende siempre saber más y mejor. Y, paradójicamen-te, es esta apertura al riesgo la que hace, en cierto modo, invulnerable a la persona, porque ya no están en juego sus menudos intereses, sino la patencia de la realidad.

No podemos infravalorar los actuales obstáculos para la compren-sión de esta concepción del valor de la verdad como perfección del hombre. Las dificultades son muy hondas. Provienen de toda una fic-ción cultural, en la que todavía se sigue empleando un lenguaje ontoló-gico y moral cuyo significado se ignora. Alasdair MacIntyre lo ha de-mostrado de un modo que, a mi juicio, resulta irrefutable. Su

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argumen-tación más conocida es la que se refiere al uso de una palabra clave para nuestro tema: la palabra “virtud”. Hablar de “virtud” sólo tiene auténtico sentido en el contexto de una concepción de la razón práctica que su-pera la dialéctica sujeto-objeto consagrada por la ética racionalista. Para el racionalismo terminal de este siglo, la objetividad está compuesta por hechos exteriores y mostrencos, mientras que la subjetividad es una especie de cápsula vacía y autorreferencial. Se divide así la entera reali-dad en dos territorios incomunicados. Lo fáctico es el campo de la evi-dencia científica, accesible a todos los que dominen el método corres-pondiente; se trata de un reino neutral, avalorativo, dominado por un férreo determinismo. En cambio, lo subjetivo es irracional, irremedia-blemente individual, en donde no cabe la evidencia sino sólo las prefe-rencias arbitrarias de cada uno. Claro aparece que, en un contexto así, no tiene mucho sentido hablar de virtud, porque la virtud es el creci-miento en el ser que acontece cuando la persona, en su actuación, “obe-dece a la verdad”. La virtud es la ganancia en libertad que se obtiene cuando se orienta toda la vida hacia la verdad. La virtud es el rastro que deja en nosotros la tensión hacia la verdad como ganancia antropológi-ca, es decir, como perfección de la persona.

El que obedece a la verdad realiza la verdad práctica. Rehabilitar es-te concepto aristotélico –el de verdad práctica– implica superar la esci-sión entre sujeto y objeto, para abrirse a una concepción teleológica – finalista– de la realidad, en la que tiene sentido la libre dinámica del autoperfeccionamiento y, en definitiva, el ideal de la vida buena, de la vida lograda, de la vida auténtica o verdadera. Dando un paso más, se puede decir que el concepto de verdad práctica, central en la ética de inspiración clásica, sólo es posible si la libertad no se contrapone a la verdad. La oposición de la libertad a la verdad –como lo subjetivo a lo objetivo– se enreda en el pseudoproblema de la falacia naturalista y conduce a un dualismo antropológico –a una escisión entre la mente y el cuerpo– que arruina toda fundamentación realista de la ética.

Es conveniente –y posible– “hacer la verdad en el amor”. La verdad que se hace, que se opera libremente, es la verdad práctica. Y el amor es mucho más que deseo físico o sentimiento psicológico: es la tendencia racional que busca un verdadero bien, un bien que responda a la natura-leza profunda del que obra y, en definitiva, al ser de las cosas. Es así como cabe entender que “la verdad nos hace libres”. Actuar según ver-dad no supone la constricción de la libertad –como se derivaría de un esquema mecanicista– sino que implica potenciar la libertad:

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perfeccio-narse, autorrealizarse. La vivencia de esta autorrealización no esta so-metida a reglas mecánicas, no responde a ningún recetario, sino que está dirigida por ese “ojo del alma” al que se llamaba phronesis o prudentia. La prudencia es el saber cómo aplicar las reglas a una situación concreta y, por lo tanto, ese mismo saber no puede estar sometido a reglas: es la capacidad de comprensión ética de una determinada coyuntura vital.

El relativismo ético es una trivialización de este carácter no reglado de la razón práctica. La moral prudencial no equivale, en modo alguno, al relativismo. Porque lo que subraya es que hay que “dar con la ver-dad” en cada caso, lo cual viene facilitado por esa experiencia vital que se remansa en las virtudes. La recta ratio es una correcta ratio, como ha puesto de relieve Fernando Inciarte. Y ello presupone que no da lo mismo hacer una cosa que otra. Al actuar, es posible acertar y es posible equivocarse. Nuestro campo de actuación no es una especie de gelatina amorfa, sino que está estructurado por las leyes morales, que expresan lo que es conveniente y lo que es disconveniente para el hombre, super-ando esa mezcla del bien con el mal, esa ambigüedad que hoy invade la sociedad entera. Una sociedad en la que ya nadie parece atreverse a decir categóricamente: “esto es bueno” o –todavía menos– “esto es malo”. Es bien cierto que no se puede asegurar de antemano que deter-minada conducta vaya a conducir al logro de la vida buena, precisamen-te porque cada biografía es única e irrepetible, no sometida a reglas mecánicas. Lo que se puede predecir es que si se actúa de determinada manera –de un modo moralmente malo– va a acontecer un fracaso vital. Por eso no nos debería extrañar o escandalizar el hecho importantísimo de que sean precisamente los preceptos morales negativos aquellos que tienen una universal validez incondicionada. Lo cual en modo alguno conlleva que se propugne una ética negativa, una moral de prohibicio-nes. Implica más bien un conocimiento antropológico que atesora una experiencia existencial según la cual el desprecio de ciertos bienes esen-ciales siempre conduce a la destrucción del propio equilibrio vital. Los preceptos morales negativos expresan, en último término, que no es lo mismo el bien que el mal, condición indispensable para la realización del bien. Sólo cuando se reconoce que hay algo malo en sí mismo –como es la tortura, el aborto directamente provocado o la exhibición del propio cuerpo ante un público anónimo– empieza la vida ética, emergen los bienes morales. Dicho en términos más generales: si no hay error, tampoco hay verdad. Porque, si no hubiera error, todo sería

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verdadero. Y si todo es igualmente verdadero –también una afirmación y su correspondiente negación– entonces todo es igualmente falso.

Ciertamente, hoy resulta intempestivo –arriesgado incluso– apelar a una fundamentación ontológica para salir al paso de un relativismo moral que se presenta como esa “nueva inocencia”, situada más allá del bien y del mal. Estamos acostumbrados a aceptar la visión oficial del relativismo como algo ingenuo y hasta divertido, que contrasta con los ceños fruncidos de la intolerancia y el fanatismo, condensados hoy en la etiqueta “fundamentalismo”. La levedad del permisivismo convierte la ética en estética, o incluso en dietética, porque los únicos mandamientos incondicionados son actualmente los del disfrute dionisíaco y los de la higiene puritana. Como dice Magris, los nuevos personajes, “emancipa-dos con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandio-samente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y per-mutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos”.

Sólo que, al convertir incluso a las personas en objetos consumibles, el relativismo consumista adquiere una deriva cruel. Porque habría que caer en la cuenta de que lo que el permisivismo permite es justamente el dominio de los fuertes sobre los débiles, de los ricos sobre los pobres, de los integrados sobre los marginales. El relativismo moral, como ha sub-rayado Spaemann, absolutiza los parámetros culturales dominantes. Lleva, así, a un acomodo a las fuerzas en presencia que acaba por anes-tesiar la capacidad de indignación moral.

El coraje moral para demostrar que la verdad es la perfección de la persona humana sólo puede mantenerse desde una renovada compren-sión de la verdad del hombre. Sin el campo de juego que abre el amor a la verdad, la libertad humana se ve ahogada por el temor y el sentimen-talismo, por ese sofocante encapsulamiento afectivo del subjetivismo o por la violencia que se desprende del relativismo pragmatista. Violencia la ha habido siempre, se dirá. Y está bien dicho, si por violencia se en-tiende simplemente el uso de la fuerza. Pero el ensalzamiento actual de la violencia, sin contraste válido posible, revela el vacío que ha dejado tras de sí el nihilismo. Como dice Hannah Arendt, sólo el olvido de que la contemplación de la verdad –la teoría– es la más alta actividad huma-na ha dado origen a ese avasallamiento sistemático e implacable que revelan las manifestaciones actuales de violencia. No sería ocioso

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pre-guntarse cuáles son las condiciones culturales que posibilitan el terro-rismo: fenómeno muy reciente, típicamente moderno, que refleja preci-samente esa absolutización de lo relativo a la que antes me refería.

Ya Tocqueville –más actual ahora que nunca– advertía que el fun-damento de la sociedad democrática estriba en el estado moral e intelec-tual de un pueblo. Desde luego, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral, aunque sólo sea porque el relativismo no fundamenta nada. La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la verdad práctica. La democracia no puede florecer si se considera que es el régimen de las incertidumbres, la orga-nización de la sociedad que permite “vivir sin valores”.

Ciertamente, la aceptación del pluralismo es condición necesaria pa-ra la existencia real de las discusiones democráticas. La realidad es compleja y no sólo autoriza sino que exige diversidad de perspectivas para abordar su entendimiento. Mientras que los hombres y mujeres no somos sujetos puros, sino que nuestra personalidad está configurada por distintas trayectorias vitales, diferentes fibras éticas y preferencias de muy vario linaje. Son muchos, por tanto, los senderos que convergen en el descubrimiento de las nuevas realidades y en el perfeccionamiento individual y social. Pero –insisto– el pluralismo no equivale en modo alguno al relativismo. Acontece, más bien, lo contrario. Si hay posicio-nes diversas que entran en confrontación dialógica, es precisamente porque se comparte el convencimiento de que hay realmente verdad y la esperanza de que se pueda acceder a ella por el recto ejercicio de la inteligencia. Si se partiera, en cambio, de que la verdad es algo pura-mente convencional o inaccesible, las opiniones encontradas serían sólo expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque en definitiva nada valdrían. Lo que imperaría, entonces, sería el poder puro, la violencia clamorosa o encubierta, tan dolorosamente manifestada en la actualidad internacional.

El relativismo hace trivial al pluralismo y tiende a eliminarlo. El hecho de que tenga relevancia discutir acerca de la justicia de una ley positiva responde a que los interlocutores saben que existe algo que es justo en sí, por más que unas veces sea reconocido por el poder estable-cido y otras no.

En cambio, cuando ya no se cree que haya acciones injustas y malas de suyo, cuando se afirma –como hace el relativismo cultural– que es sólo nuestro modo de usarlas el que da su sentido a las calificaciones

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morales, cuando se mantiene que sólo es justo y bueno lo que simple-mente llamamos “justo” y “bueno”, ya no cabe conversación racional posible; y el aparente diálogo disfraza con dificultad lo que se ha trans-formado en un puro juego de poderes. Si cuando discutimos acerca de lo bueno y lo justo sólo hablamos acerca de nuestro modo de hablar, entonces se impone necesariamente quien grita más fuerte, quien a esa peculiar mesa de negociaciones lleva más poder o quien deja sobre el tapete la pistola. Pero es que además, si sólo hablamos de nuestra forma de hablar, seguir refiriéndonos a un “diálogo libre de dominio” –al estilo de Habermas o Apel– no pasa de ser una burla cruel. Como ha dicho el Profesor Jorge de Vicente, si no hay verdad real, si son única-mente nuestras prácticas lingüísticas las que fundan el sentido de las palabras, si el honorable término “justicia” sólo tiene el sentido que se le dé en la mesa de negociaciones, ¡Ay de los ausentes! ¡Ay de los débiles, de quienes por carecer, carecen hasta de palabra! “Me queda la pala-bra”, decía un verso inolvidable de Blas de Otero. Pero a los enfermos, a los presos, a los subnormales, los no nacidos, los ancianos, los demen-tes, los catatónicos, los emigrantes magrebíes, los drogadictos, los que padecen el Sida, y al ingente número de los marginados de nuestra so-ciedad, ni siquiera les queda la palabra, porque unos la han perdido y otros no la han tenido nunca. Hoy –cuando la marginación ya no es marginal– puede entenderse mejor que en otras épocas el lamento de la Escritura: Vae tacentibus! ¡Ay de quienes callan! Porque ellos, los que mejor expresan en su humanidad doliente la humana dignidad, no tie-nen lugar en la mesa de negociaciones, en la que se pacta qué es lo jus-to, lo bueno y lo honrado.

Sabemos desde antiguo que hay un conflicto entre Ethos y Kratos, entre la moral y el poder. Una manera de resolverlo es la eliminación del Ethos, la resignación ante una política tecnocrática que sacraliza los procedimientos e ignora a las personas y su inalienable libertad. En la medida en que triunfa esta tendencia, se impone un modelo de

coloni-zación, de penetración capilar de la Administración y de la economía

mercantilista en todos los ámbitos de la vida social y privada. Si, en cambio, se entiende que el poder surge de la libertad concertada de los ciudadanos, entonces se abre paso un modelo de emergencia, en el que la ética tiene primacía sobre la mecánica político-económica, y las soli-daridades primarias recuperan su originario protagonismo.

El individualismo posesivo –típico de nuestras sociedades satisfe-chas– es pre-totalitario, porque los individuos aislados y presuntamente

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satisfechos por el consumo son instrumentos dóciles en manos de la tecnoestructura, es decir, de la emulsión entre Estado, mercado y Mass

media. El individualismo ético es la síntesis de esas ficciones

inhabita-bles a las que antes me refería. En el individualismo se malentiende el carácter único e intransferible de la conciencia personal, que primero se absolutiza y luego se disuelve. Pero, sobre todo, se ignora que la vida ética sólo es posible en comunidad, porque –como también muestra MacIntyre– únicamente en el seno de una comunidad se puede uno embarcar en prácticas susceptibles de aprendizaje, rectificación y per-feccionamiento, es decir, en prácticas éticamente relevantes. La inviabi-lidad ética y social del individualismo se traduce en ese difundido mo-delo que se podría llamar “totalitarismo permisivo”, el cual implica una especie de división del territorio –correspondiente a la escisión entre objeto y sujeto– según la cual los poderes tecnoestructurales dominan todo el campo de lo público, en el que se subsume lo social, mientras que –a modo de compensación– se tolera que el individuo se disperse en la veleidad de sus placeres privados. Se entra así en lo que Vittorio Mathieu ha llamado “sociedad de irresponsabilidad ilimitada”.

La vida ética se encuentra siempre encarnada en comunidades que tienen una determinada configuración cultural. Frente al universalismo trascendental de cuño kantiano, del que todavía podemos aprender mu-cho, es preciso reconocer que no hay ética sin cultura. Frente al relati-vismo, en cambio, hay que mantener que no todo es cultura. Este es, según entiendo, el significado profundo de la alegoría platónica de la caverna. Todo se da a través de representaciones, pero no todo es repre-sentación. Si no hubiera más que representaciones, no habría siquiera representaciones, porque toda representación es intencional, es “repre-sentación-de” algo que no es ella misma. Todo se expresa a través del lenguaje, pero el lenguaje mismo presupone el pensamiento, que no es una especie de lenguaje interior, sino que tiene que estar basado en una inmediación distinta de la inmediación sensible, en una segunda inme-diación de carácter intelectual, cuya raíz son los primeros principios teóricos y prácticos de la inteligencia. La cultura es un entramado de mediaciones, mas, para que las haya, es preciso que no todo esté media-do sino que exista eso que George Steiner llama “presencias reales”.

Si hoy día nos resulta tan difícil superar el relativismo, es porque nos movemos en el caldo de cultivo de una cultura que glorifica el

simula-cro, la apariencia que no reviste verdad alguna y remite solamente al

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simulacro y se goza en ese “descubrimiento” como en una liberación de la dureza de la realidad. En la sociedad del espectáculo, éste no remite a nada, sino que absorbe una realidad que acaba por quedar abolida. Sue-ño y vigilia terminan por confundirse en una especie de fascinación caótica, en la que el espectáculo exhibe y proclama su unidimensionali-dad, se hace total y totalitario, sin que deje siquiera lugar para la ironía, para el recuerdo de esa divergencia entre representación y vida que es el meollo del arte y de la literatura, como debería saber todo lector de El

Quijote.

No estoy yo defendiendo aquí una simple vuelta al universalismo ético de la Ilustración. Porque el paradigma de la fuerza liberadora de la verdad –de la concepción de la verdad como perfección del hombre– se encuentra tan lejos de la concepción racionalista de la ley natural cuanto dista el derecho natural clásico del derecho natural moderno que sería válido a priori, “aunque Dios no existiera”. Si la ética racionalista es la última instancia, nos situamos en un moralismo que deriva al inmora-lismo con la misma facilidad con la que se ha pasado de Kant a Nietzs-che. A la postre, es preciso aceptar el radicalismo de un Kierkegaard, cuando abre la posibilidad de una suspensión de la moral por la religión. En términos abstractos, cabría discutir la viabilidad de una ética comple-tamente secular, desligada de toda religión, neutral desde el punto de vista religioso. En términos históricos, esta viabilidad queda, a mi juicio, excluida. Porque nuestras actuales discusiones éticas sólo tienen sentido sobre el trasfondo del cristianismo. Incluso la propuesta de una “moral civil”, tan reiterada hoy día, sólo tiene sentido en una sociedad que es –o ha sido, al menos– cristiana. Cuando también eso se pretende ocultar, lo que resulta es un producto muy extraño en el que casi nunca falta un ingrediente de mala conciencia.

A algunos les parece que la insistencia en la debilidad humana y en el inexcusable reconocimiento del mal son una manifestación de pesi-mismo. Desde luego, no es el leve y superficial optimismo de ese sub-producto, tan al uso, que Spaemann llama “nihilismo banal”, para el que sólo existe el bienestar o el malestar, y de lo que se trata es de maximi-zar aquél y minimimaximi-zar éste. Este “nihilismo banal” es como una domes-ticación del “nihilismo heroico” nietzscheano, para el que “la anarquía de los átomos”, la ausencia de todo orden metafísico, conduce a la libe-ración que sólo se produce en un vacío de realidad. La lúcida radicali-dad de Nietzsche se revela en un aforismo suyo, incluido en El ocaso de

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aún creemos en la gramática”. Nietzsche ya no resulta hoy subversivo, porque –paradójicamente– su inmoralismo ha pasado a formar parte de la conciencia burguesa, y se ha hecho objeto de comercialización y consumo. Más subversivo sería un alegato en favor de la verdad, que viniera a tocar el nervio donde más duele. Atreverse a hacerlo es una manifestación de confianza en el hombre, al que no se da definitivamen-te por perdido. Como dice el Calígula de Camus, “aún vivimos”.

Alejandro Llano Departamento de Filosofía Universidad de Navarra

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J

AVIER

E

CHEVERRÍA

1. Introducción

Hilary Putnam publicó en 1981 el libro Reason, Truth and History1,

que supuso un giro importante en el tratamiento que los filósofos de la ciencia han solido hacer de los valores. Ya en el Prefacio, Putnam afir-maba que “una de las finalidades de mi estudio acerca de la racionalidad es ésta: tratar de mostrar que nuestra noción de racionalidad es, en el fondo, solamente una parte de nuestra concepción del florecimiento humano, es decir de nuestra idea de lo bueno. En el fondo, la verdad depende de lo que recientemente se ha denominado «valores» (capítulo 6)”2. Si comparamos esta tesis con la tradición empirista y positivista,

basada en la estricta separación entre la ciencia y los valores, vemos hasta qué punto se está viniendo abajo otro dogma del positivismo: el de la neutralidad axiológica de la ciencia3. Antes que él, Kuhn había

afir-mado la existencia de valores permanentes en la ciencia (precisión, rigor, amplitud, coherencia, fecundidad)4 y posteriormente Laudan

dis-tinguió entre la metodología, la epistemología y la axiología de la cien-cia, afirmando la irreductibilidad de cada una de ellas5. Cabe afirmar

1 Putnam, H., Reason, Truth and History, Cambridge Univ. Press, Cambridge, 1981

(reimpr. 1982 y 1984). Hay traducción española de Esteban Cloquell J. M., Razón,

ver-dad e historia, Tecnos, Madrid, 1988. Las citas se remitirán a estas dos obras.

2 Putnam, H., 13: “A final feature of my account of rationality is this: I shall try to

show that our notion of rationality is, at bottom, just one part of our conception of human flourishing, our idea of the good. Truth is deeply dependent on what have been recently called ‘values’ (chapter 6)” (XI).

3 Para un estudio más amplio de esta cuestión véase la obra de Proctor, Robert N.,

Value-Free Science?, Harvard Univ. Press, Cambridge, 1991, así como Echeverría, J., Filosofía de la Ciencia, Akal, Madrid, 1995.

4 Kuhn, T. S., La tensión esencial, FCE, México, 1983, 344 y ss.

5 Laudan, L., Science and Values, Univ. of California Press, Berkeley, 1984. Sobre la

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que durante el último cuarto de siglo se ha producido en filosofía de la ciencia un giro axiológico, que fue iniciado por los autores recién men-cionados y continuado por Rescher, Longino, Agazzi y otros6. En esta

contribución partiremos de las tesis de Putnam sobre la ciencia y los valores, reinterpretándolas desde nuestra propia perspectiva y afirma-remos que hay valores previos a la verdad que delimitan lo que es una ciencia bien hecha. Ulteriormente haremos unas primeras consideracio-nes sobre los nuevos valores en la tecnociencia contemporánea, en los que no sólo se plantea la cuestión del bien hacer, sino el problema más hondo de lo bueno.

2. Putnam: ciencia y valores

En un breve artículo publicado en la revista mexicana Crítica, Put-nam resumió las tesis de su obra de 1981 en los términos siguientes: “Como expongo en Razón, Verdad e Historia, sin los valores cognitivos de coherencia, simplicidad y eficacia instrumental no tenemos ni mundo ni hechos acerca de que es relativo a qué. Y estos valores cognitivos, reivindico, son simplemente una parte de nuestra concepción holística del florecimiento humano”7.

Esta afirmación tiene una gran importancia para la epistemología, porque en ella se reivindica la prioridad de la axiología respecto de cualquier teoría de la verdad científica. Antes de indagar si algo (un teorema, un enunciado empírico, una teoría) es verdadero o falso desde un punto de vista científico, hay una serie de requisitos axiológicos que dicha propuesta científica debe cumplir. Si alguien demuestra un

el artículo: Echeverría J., “Valores epistémicos y valores prácticos en la ciencia”, en W. González (ed.), El pensamiento de L. Laudan. Relaciones entre Historia de la Ciencia y

Filosofía de la Ciencia, Universidade da Coruña, Servicio de Publicaciones, 1998,

135-153.

6 Por mi parte, la contribución más reciente es: Echeverría, J.,: “Ciencia y valores:

propuestas para una axionomía de la ciencia”, en Contrastes, Suplemento 3, ed. P. Martí-nez Freire, (1998), 175-194. Véase en dicho artículo un breve panorama de los estudios recientes sobre axiología de la ciencia.

7 “As I put it in Reason, Truth and History, without the cognitive values of coherence,

simplicity and instrumental efficacy we have no world and no facts, not even facts about what is so relative to what. And these cognitive values, I claim, are simply a part of our holistic conception of human flourishing. Putnam, H., “Beyond the Fact-Value Dichoto-my”, Crítica XIV:41, 3-12, 8-9.

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ma, propone una hipótesis, formula una teoría, o simplemente enuncia el resultado de una observación, una medición o un experimento, cada una de esas propuestas científicas ha de satisfacer una serie de valores (coherencia, precisión, simplicidad, rigor, eficacia instrumental, fecun-didad, etc.) antes de pasar a ser evaluada desde el punto de vista de su posible verdad o falsedad. La satisfacción previa de un determinado sistema de valores es condición necesaria (no suficiente) de la verdad o falsedad de cualquier propuesta científica. Por ello afirmamos que la axiología de la ciencia es previa a una teoría de la verdad científica. A diferencia del conocimiento humano en general, en el que suele decirse que, para que sea verdad lo que alguien dice, basta con que quien lo dice crea que ello es así, para que los científicos se pregunten sobre la verdad de una nueva propuesta es preciso que sus aseveraciones y argumenta-ciones cumplan una serie de requisitos axiológicos. La axiología de la ciencia, por tanto, ha de ocuparse de estudiar cuáles son esos requisitos previos a la pregunta por la verdad. Diremos que, antes de que una pro-puesta científica sea verdadera o no, dicha propro-puesta ha de estar bien

hecha. El bienhacer científico es uno de los objetos de estudio de la

axiología de la ciencia.

Mas volvamos a Putnam. Según él: “cohererencia y simplicidad y otros por el estilo son ellos mismos valores”. “Efectivamente, ellos son términos que guían la acción”8.

Esta tesis también merece ser comentada. Según Putnam, hay valo-res propiamente científicos, que no son subjetivos, sino objetivos, y dichos valores desempeñan una función muy importante, a saber: guían

la acción de los científicos. Tradicionalmente se ha pensado que las

reglas metodológicas eran la guía que debían seguir los científicos al observar, medir, experimentar, demostrar y formular hipótesis y teorías. Putnam y Laudan introdujeron una importante matización: los métodos científicos están cargados de valores, hasta el punto de que un conjunto de reglas o procedimientos es o no científico si y sólo si satisface en mayor o menor grado un sistema de valores científicos, epistémicos y no epistémicos. Puestas así las cosas, cabe un análisis axiológico de la propia metodología científica, puesto que un método puede ser interpre-tado como un conjunto de reglas de acción que satisfacen un sistema de valores. La axiología de la ciencia no sólo es previa a la teoría de la

8 “coherence and simplicity and the like are themselves values”. “Indeed, they are

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verdad (o de la falsedad), sino también a la metodología científica, aun-que no se confunde con ella.

Según Putnam, los valores guían las acciones de los científicos. A nuestro modo de ver, esta tesis comporta consecuencias importantes para la filosofía de la ciencia. Además de hacer una teoría del conoci-miento científico (es decir, una epistemología), los filósofos de la cien-cia han de elaborar también una teoría de la acción científica9. Dicho de

otra manera: la filosofía de la ciencia no debe reducirse a la epistemolo-gía, sino que ha de incluir además una praxiología de la ciencia. La filosofía de la ciencia así concebida incluye dos grandes ramas, que se interconectan entre sí en muchos puntos: la filosofía del conocimiento

científico y la filosofía de la actividad científica. La axiología de la

cien-cia es pertinente para ambas, porque se ocupa tanto de los valores epis-témicos como de los valores praxiológicos, o pragmáticos.

Putnam remacha sus anteriores afirmaciones con una tesis que sinte-tiza perfectamente lo que hemos denominado giro axiológico en filoso-fía de la ciencia: “Reivindico en pocas palabras que sin valores no ten-dríamos un mundo”10.

Como puede verse, las tesis de Putnam suponen un giro radical con respecto a la tradición epistemológica de Weber, Reichenbach y el Cír-culo de Viena en favor de una ciencia axiológicamente neutral,

value-free. Según Putnam, y en este punto coincidimos estrictamente con él,

sin valores no hay mundo ni hechos. Los valores epistémicos, además de ser cambiantes históricamente, forman parte de una totalidad más amplia, a la que Putnam designa como “florecimiento humano total” (total human flourishing11), y cuyos orígenes remonta a Platón y

Aristó-teles. La búsqueda científica de la verdad requiere un bienhacer, es decir, un alto nivel de competencia en el hacer científico. Dicha compe-tencia puede ser analizada y gradualizada si aceptamos que cualquier propuesta o actividad científica está bien o mal hecha según satisfaga en mayor o menor grado una serie de valores que son pertinentes para evaluar dicha propuesta o dicha acción. Con ello se justifica la prece-dencia del bien científico (en el sentido técnico del término ‘bien’, well) con respecto a la verdad.

9 Y no sólo de la actividad científica, sino también de la actividad tecnocientífica, que

es la que caracteriza a la ciencia contemporánea.

10 “I claim, in short, that without values we would not have a world”. Putnam, H., 11. 11 Ibid.

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Sin embargo, se puede ir más lejos, ampliando la noción del bien científico a una perspectiva ética, de modo que dicho bien tenga que ver también con lo bueno (good). Ello es claro en el caso de la tecnología, y por ello nos centraremos a continuación en los nuevos valores en el mundo tecnológico.

Una última cita de Putnam: “la teoría de la verdad presupone la teo-ría de la racionalidad, que a su vez presupone nuestra teoteo-ría de lo bue-no”12. La filosofía de la ciencia está así estrechamente vinculada a la

ética, al menos en último análisis.

3. Tecnociencia y nuevos valores

En este apartado nos centraremos en una nueva modalidad de tecno-logía muy característica de la segunda mitad del siglo XX, a la que diversos autores, empezando por Bruno Latour, denominan

tecnocien-cia. En el fondo, buena parte de las argumentaciones anteriores

adquie-ren mayor relevancia cuando nos referimos a este híbrido entre la cien-cia y la tecnología, la tecnociencien-cia13.

La denominación más habitual para la tecnociencia es Big Science. Ejemplos de tecnociencia hay muchos a partir de la Segunda Guerra Mundial: la invención del ENIAC, el proyecto Manhattan, la física de partículas, la meteorología, la criptología, la televisión, el ciberespacio, la ingeniería genética, el proyecto genoma, la telemedicina, la realidad virtual, etc. Hablando en términos generales, cabe decir que la tecno-ciencia se caracteriza porque no hay progreso científico sin avance tec-nológico, y recíprocamente14. La interdependencia entre ciencia y

tecno-logía es estrechísima en la caso de la Big Science, y por eso conviene distinguir entre ciencia, técnica, tecnología y tecnociencia. La técnica no

12 Putnam, H., 215: “I am saying that “theory of truth presupposes theory of rationality

which in turn presupposes our theoy of good” (212).

13 Las distinciones que aquí proponemos han sido desarrolladas en el volumen Ciencia

moderna y ciencia postmoderna, Fundación March, Madrid, 1998, 45-62 y en Echeverría

J., “Teletecnologías, espacios de interacción y valores”, Teorema XVII/3, (1998), 11-25. Véase asimismo nuestro reciente artículo en Argumentos de razón técnica 2 (1999), en la que se comentan las definiciones de tecnología de Agazzi y Quintanilla.

14 Ver los artículos citados en la nota anterior para un desarrollo más preciso de estas

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tiene que estar basada en conocimiento científico, la tecnología sí. Pero cuando el conocimiento científico depende estrictamente de los avances tecnológicos, de modo que no es posible observar, medir ni experimen-tar sin recurrir a grandes equipamientos, entonces estamos hablando de tecnociencia. No toda la ciencia es así, pero una parte sí. Las cuatro modalidades de saber recién mencionadas siguen existiendo hoy en día y es posible distinguirlas entre sí. Mas la novedad estriba en la emer-gencia de la tecnociencia, que surge a partir de la segunda guerra mun-dial, y por ello dedicaremos nuestra atención a ella.

Por tanto, en este artículo nos ocuparemos ante todo de la axiología

de la tecnociencia, partiendo de la tesis según la cual los sistemas de

valores involucrados en las actividades tecnocientíficas son más am-plios y complejos que en el caso de la ciencia básica. Sobre todo, tienen una estructura muy diferente. Los sistemas de valores tecnocientíficos mantienen algunos valores científicos clásicos, pero, o bien incorporan nuevos sistemas de valores, o bien modifican radicalmente el peso rela-tivo de unos y otros valores. Aunque aquí no entraremos en este punto, cabe hablar de progreso tecnocientífico, entendido como un incremento en la satisfacción de una serie de valores positivos y un decremento de otros negativos. Puesto que el sistema de valores tecnocientíficos no coincide con el sistema de valores científicos, la noción de progreso también cambia, como veremos más adelante. Sin embargo, para abor-dar la axiología de la tecnociencia conviene partir de la axiología de la ciencia, que ha sido más estudiada en las dos últimas décadas. Las con-sideraciones que siguen adoptan esa estrategia expositiva: partir de la axiología de la ciencia para indagar las especificidades axiológicas de la tecnociencia.

Lo importante es dilucidar cuáles son los sistemas de valores o pla-nos axiológicos pertinentes para la tecnociencia. Para ello, conviene en primer lugar proceder empíricamente, lo cual implica una investigación interdisciplinar basada en estudios de caso y en los protocolos de eva-luación efectivamente usados al valorar las innovaciones tecnocientífi-cas. En lugar de delimitar a priori los valores pertinentes para la ciencia y la tecnociencia en virtud de alguna caracterización teórica de ambos saberes, optamos por una estrategia más modesta, consistente en locali-zar los valores efectivamente presentes en las diversas actividades tec-nocientíficas, organizándolos en grupos o clases. Los subsistemas que iremos distinguiendo no son estancos. Valores de un grupo se interrela-cionan con valores de otro grupo. Aun así, cabe distinguir inicialmente

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siete grupos de valores relevantes para la tecnociencia, aunque sólo sea a efectos analíticos. Prestaremos especial atención a los sistemas axio-lógicos que no suelen ser considerados por los filósofos de la ciencia, por no ser epistémicos, sino externos (Laudan) o contextuales (Longi-no). En lo que sigue nos limitaremos a esbozar un panorama general de esta axiología de la tecnociencia que surge a partir de estudios de caso y de protocolos, sin entrar en grandes detalles con respecto a los ejemplos previamente investigados.

En primer lugar, los valores epistémicos siguen siendo relevantes para la tecnociencia, porque sus innovaciones y propuestas siempre están basadas en conocimiento científico previamente contrastado, tanto desde un punto de vista teórico como por sus aplicaciones prácticas. Los artefactos tecnológicos actuales suelen ser construidos en base a teorías y aportaciones científicas suficientemente corroboradas. Por tanto, los valores internos (verosimilitud, adecuación empírica, precisión, rigor, intersubjetividad, publicidad, coherencia, repetibilidad de observacio-nes, mediciones y experimentos, etc.) se plasman en los propios artefac-tos tecnológicos y no sólo en las teorías utilizadas. No insistiremos mu-cho en este primer grupo de valores, pero conviene no olvidar que la tecnociencia depende estrictamente de las teorías científicas, sin perjui-cio de que muchos de estos valores puedan no hacerse explícitos a la hora de evaluar los artefactos tecnocientíficos, porque se dan por su-puestos. Varios de ellos forman parte del núcleo axiológico de la tecno-ciencia.

En segundo lugar, entre los valores subyacentes a la actividad tec-nocientífica hay valores típicos de la técnica y de la tecnología que tienen un peso considerable a la hora de evaluar las propuestas y las acciones tecnocientíficas: la innovación, la funcionalidad, la eficiencia, la eficacia, la utilidad, la aplicabilidad, la fiabilidad, la sencillez de uso, la rapidez de funcionamiento, la flexibilidad, la robustez, la durabilidad, la versatilidad, la composibilidad con otros sistemas (o integrabilidad), etc. Obsérvese que muchos de estos criterios de evaluación proceden de propiedades que poseen los sistemas tecnológicos, las cuales se convier-ten en valores. Este es un fenómeno frecuente en el campo de la axiolo-gía. Muchos filósofos de la tecnología han afirmado que la eficiencia es

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el valor tecnológico por antonomasia15. A nuestro modo de ver, la

utili-dad, la funcionalidad y la eficacia son valores previos a la eficiencia, y por ello mantenemos que en este segundo grupo también rige una plura-lidad de valores, sin perjuicio de que la eficiencia sea un valor nuclear en la actividad tecnocientífica.

En tercer lugar, en la segunda mitad del siglo XX han adquirido un peso específico muy considerable algunos valores económicos, como la apropiación del conocimiento (patentes), la optimización de recursos, la buena gestión de la empresa científica, el beneficio, la rentabilidad, la reducción de costes, la competitividad, la comerciabilidad, la compatibi-lidad, etc. que no eran prioritarios para la ciencia moderna, más centrada en los valores epistémicos16. Buena parte de la investigación científica

actual está financiada por empresas, por lo que no es de extrañar que los valores económicos y empresariales impregnen cada vez más la activi-dad tecnocientífica17. También conviene tener presente que la Teoría

Económica se ha ocupado ampliamente del problema de los valores a lo largo del siglo XX, generando diversos modelos de racionalidad (utilita-rismo, decisión racional, teoría de juegos, racionalidad limitada en si-tuaciones de incertidumbre, etc.) que han de ser tenidos en cuenta por los axiólogos de la tecnociencia, porque el problema básico es el mis-mo, aunque en este caso sólo se tengan en cuentan los valores económi-cos.

En cuarto lugar, el impacto de las tecnologías industriales y de las nuevas tecnologías sobre la naturaleza ha suscitado una profunda re-flexión sobre los riesgos de las innovaciones tecnocientíficas, con la consiguiente aparición de nuevos valores, a los que genéricamente po-demos denominar ecológicos. El más obvio es la salud, tan importante

15 Ver, por ejemplo, Agazzi, E., El bien, el mal y la ciencia, Tecnos, Madrid, 1996.

También Ramón Queraltó defendió esta tesis en su obra Mundo, Tecnología y razón en el

fin de la Modernidad, PPU, Barcelona, 1993.

16 En el ámbito empresarial se habla hoy en día de una gestión basada en valores

ma-nagement by values, entendiendo por valores la calidad total de la gestión empresarial, la

seguridad, la prevención de riesgos derivados, etc.

17 En los EEUU de América la investigación tecnocientífica de financiación pública no

supera el 50% del total. Esta privatización y empresarialización de la actividad investiga-dora es uno de los cambios más significativos experimentados por la ciencia en el siglo XX, y por ello cabe decir que la tecnociencia está financiada en buena parte por la inicia-tiva privada, a diferencia de la ciencia moderna, cuya financiación era casi exclusivamen-te pública.

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en el caso de las tecnologías agroalimentarias (transgénicos, etc.), pero también hay que mencionar la conservación y el respeto al medio-ambiente, la biodiversidad, la minimización de impactos sobre el entor-no, el desarrollo sostenible, etc. El dominio de la naturaleza, objetivo básico de las ciencias baconianas, está dejando de ser el valor priorita-rio, o cuando menos encuentra otros valores como contrapeso. Algunos autores defensores del ecologismo radical hablan incluso de valores

ontológicos en la biosfera.

En quinto lugar, la incidencia de las nuevas tecnologías sobre la vida cotidiana y sobre la sociedad ha puesto en primer plano una serie de

valores humanos, políticos y sociales (intimidad, privacidad, autonomía,

estabilidad, seguridad, publicidad, mestizaje, multiculturalismo, solida-ridad, dependencia del poder, libertad de enseñanza y de difusión del conocimiento, etc.), que contribuyen a definir en muchos casos, o cuan-do menos a matizar algunos objetivos concretos de la actividad tecno-científica. Este quinto grupo podría subdividirse fácilmente en grupos específicos, cosa que aquí no haremos, pero sí indicamos. Los valores jurídicos podrían ser un grupo por sí mismo, pues no hay que olvidar que la actividad tecnocientífica de financiación pública ha de adecuarse al marco legislativo de cada país, y por ende respetar numerosas normas y valores jurídicos, tanto a la hora de investigar como al aplicar las in-novaciones resultantes.

En sexto lugar, las biotecnologías suscitan profundos problemas éti-cos y religiosos, de modo que la actual tecnociencia está marcada cada vez más por la incidencia de este quinto tipo de valores (la vida, la dig-nidad humana, la libertad de conciencia, el respeto a las creencias, la tolerancia, el respeto a los animales, la minimización del sufrimiento en la experimentación, el derecho a la disidencia y a la diferencia, la hones-tidad de los científicos, etc.). La honeshones-tidad de los científicos, con todas las virtudes que conlleva, es una condición sine qua non de la actividad tecnocientífica, y por ello es un valor nuclear. Pero no es el único valor nuclear de la tecnociencia, y por ello la axiología de la ciencia no se reduce a una ética de la ciencia, con ser ésta importantísima para la reflexión y el análisis axiológico.

En séptimo lugar, no hay que olvidar los valores ligados a la activi-dad militar, en la medida en que muchas investigaciones tecnocientífi-cas han estado y siguen estando estrechamente vinculadas a los Ejérci-tos, sobre todo en los USA. Esto es particularmente claro en las épocas

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de guerra, cuando las comunidades científicas ven cómo sus sistemas de valores quedan claramente subordinados a los valores militares (patrio-tismo, disciplina, jerarquía, obediencia, secreto, engaño al enemigo, propaganda, victoria, etc.). Las dos guerras mundiales y la guerra del Vietnam indujeron profundas crisis morales en algunas comunidades científicas, que han de ser interpretadas como conflictos de valores al irrumpir un nuevo subsistema de valores en la actividad tecnocientífica. Y no hay que olvidar que buena parte de la actividad investigadora sigue siendo desarrollada por instituciones militares, por lo que los valo-res efectivamente pvalo-resentes en esas actividades tecnocientíficas siguen estando impregnados por este séptimo subsistema de valores en épocas de paz.

Estos siete subsistemas podrían ser más, pero esta primera tipología puede bastar para dejar clara la amplitud de la tarea que se le presenta a la axiología de la tecnociencia. Los filósofos de la ciencia sólo se suelen interesar en los valores epistémicos, los filósofos morales en las cues-tiones éticas, los militares en la victoria y en los medios para lograrla, los economistas en la relación costes/beneficios, los juristas en el respe-to a la ley y los ecologistas en la defensa del medio-ambiente. Todas estas perspectivas son válidas, pero ninguna agota los problemas axio-lógicos generados por la tecnociencia actual. Precisamente por ello afirmamos que es preciso plantearse el problema de la axiología en toda su generalidad y diversidad, en lugar de reducir la cuestión a uno de los siete planos de análisis antes mencionados.

Vista la gran pluralidad de los sistemas de valores de la tecnociencia, es posible concluir que la tecnociencia está mucho más imbricada en la

consecución del bien y de lo bueno (o del mal y de lo malo) que en la búsqueda de la verdad. Esta es la tesis principal de este artículo. Siendo

una actividad que transforma el mundo, y no sólo lo conoce, describe o explica, la valoración que hay que hacer sobre la bondad o la maldad de los tecnosistemas y los sociosistemas depende siempre de los valores que rigen las acciones posibilitadas por las invenciones tecnocientíficas. Por otra parte, siendo relativamente reciente su institucionalización a nivel internacional, cabe afirmar que la tecnociencia atraviesa una au-téntica crisis de valores, estrechamente vinculada a su propia instaura-ción y asentamiento como nueva modalidad de acinstaura-ción científica y téc-nica. Los sistemas de valores de la ciencia fueron cristalizando a lo largo de los siglos XVII a XX, generando un sistema de valores episté-micos que ha sido la principal aportación de la ciencia a la filosofía de

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los valores. La tecnociencia, en cambio, va constituyendo poco a poco su propio sistema de valores mediante la mutua impregnación entre sistemas de origen muy diverso. Todo ello genera indudables e impor-tantes conflictos de valores en la tecnociencia actual.

Así como la existencia de una pluralidad de valores y su equilibrio en sistemas dinámicos eran precondiciones para hablar de la verdad científica, así también cabe afirmar que en el caso de la tecnociencia lo bueno sólo puede surgir a partir de un proceso de integración, hoy en día en curso, de los diversos sistemas de valores presentes en la activi-dad tecnocientífica. Las comuniactivi-dades científicas adoptaron un cierto

ethos de la ciencia (Merton), que todavía está por configurar en el caso

de las comunidades tecnocientíficas, a su vez emergentes. Por ello es previsible un proceso de decantación y progresiva estructuración de esa pluralidad de valores, lo cual es un requisito previo al análisis de la bondad o maldad de las diversas innovaciones tecnocientíficas. Los filósofos pueden desempeñar un papel muy importante al respecto, como ya ahora se advierte con la creación de diversos tipos de comisio-nes de ética que trabajan en contacto con los tecnocientíficos (hospita-les, laboratorios, comisiones legislativas, etc.). A mi modo de ver, la aportación de los filósofos a esos grupos de debate interdisciplinar no debe limitarse a la ética. Conjuntamente con otros profesionales, los filósofos de la ciencia pueden aportar mucho al perfeccionamiento axio-lógico de la actividad tecnocientífica.

4. La tecnociencia y lo bueno, desde el punto de vista de la axiolo-gía

Concluyamos, aunque sea de manera harto provisional18. Diremos

que, así como la verdad es un metavalor en relación a los valores epis-témicos de la ciencia moderna, así también lo bueno ha de ser

conside-rado como un metavalor para los diversos sistemas axiológicos presen-tes en la tecnociencia. Equivale ello a decir que lo bueno de la

tecno-ciencia no es una idea intemporal (la historicidad de la tecnotecno-ciencia es indudable), sino el resultado de un proceso de criba y afinamiento axio-lógico que permite distinguir entre valores nucleares (o fundamentales)

18 Al modo de Descartes, las propuestas axiológicas que siguen deben ser entendidas

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y valores periféricos. Estamos pues ante un nuevo proceso de búsqueda

de lo bueno a nivel individual y en el plano colectivo y social. En dicho

proceso la filosofía tiene una clara misión a cumplir, tanto desde los ámbitos educativos como desde las tribunas públicas de mayor difusión. En el fondo, la filosofía vuelve a tener pleno sentido desde la perspecti-va axiológica aquí considerada.

Por su propio carácter procesual y dinámico, difícilmente cabe aqui-latar una idea de lo bueno, y mucho menos una definición general del bien en relación con la tecnociencia. La valoración de las acciones y resultados de la tecnociencia también es una acción, o mejor, una meta-acción, puesto que versa sobre acciones previamente realizadas o en curso de ejecución. Por ende, la axiología de la tecnociencia está sujeta a la teoría general de las acciones tecnocientíficas, sobre la cual sólo podemos ofrecer unos primeros rudimentos19. Puesto que una acción

tiene diversas componentes (agentes, acciones propiamente dichas, objetos sobre los que se ejercen, contextos o escenarios de actuación, instrumentos disponibles, condiciones iniciales, intenciones de dichas acciones, objetivos de las mismas y consecuencias derivadas, como mínimo), la evaluación de lo bueno y lo malo de la tecnociencia está sujeta al análisis de todas y cada una de esas componentes.

Concebimos pues la valoración de lo bueno como una meta-acción, posterior a la evaluación axiológica basada en los subsistemas de valo-res antes mencionados. Definir criterios para caracterizar lo bueno como metavalor no es cosa fácil, como cualquiera puede adivinar. A título general, diremos que será preferible aquella actividad tecnocientífica que muestre mayor capacidad para integrar diversos sistemas de valo-res, a veces opuestos y en conflicto, de modo que la satisfacción de todos y cada uno de ellos sea exigible, aunque sólo sea en un cierto grado. Ello equivale a decir que un artefacto o una acción tecnocientífi-ca será más o menos buena, o si se prefiere mejor que otra, sólo si satis-face hasta cierto grado los diversos valores de los distintos sistemas axiológicos antes citados.

En resumen, y a modo de síntesis provisional: una acción o

artefac-to tecnocientífico es bueno (sin perjuicio de que siempre pueda ser

me-jor) sólo si:

19 Ver al respecto mi artículo sobre “Ciencia, tecnología y valores: una propuesta para

evaluar las acciones tecnocientíficas”, que será publicado por el Centro de la UIMP de Valencia.

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1. Está basado en un conocimiento científico coherente, preciso, ri-guroso, contrastado, etc., que ha sido evaluado positivamente una y otra vez por las comunidades científicas correspondientes.

2. Es útil, innovador, eficiente, versátil, fácil de uso, seguro, etc. 3. Es barato, rentable, beneficioso, optimizable, competitivo, etc. 4. Respeta los valores ecológicos antes enumerados.

5. Satisface los valores humanos, políticos, sociales y jurídicos del grupo quinto.

6. Respeta y fomenta los valores éticos y morales del grupo sexto. 7. En casos de conflicto bélico, puede contribuir a la realización de los valores militares sin que los restantes subsistemas de valores desapa-rezcan. Obviamente, esto no es fácil que suceda, y por ello la axiología de la ciencia tiene en las épocas bélicas un ámbito importante para el análisis y la contrastación de sus modelos.

8. Satisface en más alto grado el mayor número de valores positivos de los diversos grupos y disatisface los contravalores correspondientes.

Obsérvese que incluso la aplicación de este metacriterio depende de las componentes antes mencionadas en nuestro esbozo de una teoría general de la acción. Por tanto, el grado de satisfacción de este metacri-terio puede ser muy distinto según los agentes, el tipo de acciones, los objetos, los escenarios, etc. Precisamente por ello propugnamos una axiología de la tecnociencia que sea empírica y analítica. Sería un error pensar que la actividad tecnocientífica va a ser beneficiosa para todos, en todas las circunstancias, etc. Por ello no pretendemos promover una axiología categórica.

Quien se anime a hacer propuestas categóricas basadas en principios universales, sean formales o materiales, tiene ocasión de emprender la tarea. ¡Animo y mucha suerte! Nuestra propuesta es mucho más modes-ta, y sin embargo considerablemente ambiciosa desde el punto de vista de la actual filosofía de la ciencia y de la tecnología.

Javier Echeverría Instituto de Filosofía, CSIC20

20 Este artículo ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación sobre

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EL DEBATE SOBRE LA VERDAD

ENRIQUE ALARCÓN

Se me ha encargado exponer las posturas a favor y en contra de la verdad: todo un reto, pues esta discusión encierra buena parte de la Historia de la Filosofía. Procuraré ceñirme a aquellas líneas de fuerza que mejor resumen las diversas doctrinas enfrentadas; y seguiré un orden tal que el desarrollo de los primeros temas obvie las dificultades presentes en los posteriores. Así pues, si al comienzo me detengo en la exposición pormenorizada de un asunto, es para poder abordar los si-guientes de un modo más breve y directo.

El debate sobre la verdad se resume, a mi juicio, en torno a cuatro problemas:

1. El uso de la palabra “verdad”. 2. La noción de verdad.

3. El conocimiento de la verdad. 4. El valor de la verdad.

Seguiré este mismo orden, pues, a mi juicio, de la solución que se dé a los primeros depende la de los últimos. Por eso también la exposición será tanto más breve cuanto más avance. Siguiendo este criterio, y antes de entrar en la discusión, intentaré fijar su tema, es decir, a qué me refie-ro con la palabra “verdad”.

1. La verdad como tema de discusión

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