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Reforma Del Estado 222

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INSTITUCIONES, REFORMA DEL ESTADO Y

DESARROLLO: DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA

Koldo Echebarria Ariznabarreta

División de Estado, Gobernabilidad y Sociedad Civil Banco Interamericano de Desarrollo

Escuela de Cooperación Internacional al Desarrollo “Raul Prebisch”:

Nuevas estrategias en cooperación y desarrollo. Hacia una agenda comprensiva para el desarrollo

Universidad Internacional Menéndez y Pelayo Santander, del 27 al 31 de agosto del 2001

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ÍNDICE:

I. INTRODUCCIÓN

II. LAS INSTITUCIONES: DE FACTOR RESIDUAL A FACTOR CRÍTICO DEL DESARROLLO

III. ¿QUÉ INSTITUCIONES PÚBLICAS PARA EL DESARROLLO? 3.1 La dimensión política: el fortalecimiento de la democracia

liberal

3.2 La dimensión administrativa: el papel central del sistema de mérito

IV. EL DESARROLLO INSTITUCIONAL COMO CAMBIO ADAPTATIVO

4.1 Presupuestos conceptuales de la reforma institucional

4.2 Orientaciones estratégicas y metodológicas para la cooperación al desarrollo institucional

V. CONCLUSIONES

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I. INTRODUCCIÓN

Si algo queda claro de la experiencia de los últimos años es que la distancia entre los retos del desarrollo y las respuestas disponibles se ha hecho más grande. El optimismo con el que saludábamos el final de la guerra fría a finales de los ochenta, no se ha visto respaldado por los resultados. Como reconoce Mancur Olson (2001), fue bastante más satisfactoria la reconstrucción de los países derrotados en la última guerra mundial, incluso sin desearlo demasiado, que las transiciones recientes a la democracia y al mercado, a pesar de que la ayuda material ha fluido en mayor abundancia y sin reservas. La renovada teoría de las instituciones y, en particular, la reforma del estado, representan contribuciones relevantes para la superación de algunos de los muchos interrogantes que se plantean a la cooperación para el desarrollo.

La teoría de las instituciones, no obstante, ha alcanzado más valor en el plano explicativo que en el prescriptivo. Existe un amplio consenso a la hora de aceptar la importancia de las instituciones para explicar tanto el éxito como el fracaso de los países en su desarrollo. Sin embargo, el consenso es menor cuando se trata de decidir qué instituciones tienen más importancia y, sobretodo, cuál es la forma concreta que deben adoptar. Por último, estamos muy lejos, no ya del consenso, sino de la formulación de estrategias fiables cuando nos planteamos el camino a seguir para la reforma de las instituciones; el “cómo” del desarrollo institucional sigue siendo un misterio, como reconoce implícitamente el Banco Mundial en su Informe del Desarrollo Mundial de 1997.

Este orden de creciente incertidumbre en las definiciones es el que siguen los apartados de este análisis, dedicado a justificar la importancia de la institucionalidad pública para el desarrollo y a ofrecer algunas orientaciones sobre el qué y el cómo de su reforma. En el primer epígrafe se presentan los antecedentes de la teoría institucional y las razones y tendencias que se observan en su renacimiento, examinándose diferencias y puntos en común. En el siguiente apartado, se recogen algunos de los argumentos del retorno al Estado de las políticas de desarrollo, considerando, a partir de la evidencia disponible, la forma deseable que deberían adoptar instituciones políticas y administrativas. La última sección se dedica a la cuestión mucho más incierta de la “economía-política” de la reforma institucional, advirtiendo contra la falacia tecnocrática, destacando factores contextuales de

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dependencia histórica y política y, muy particularmente, asumiendo la incertidumbre como variable de cualquier estrategia de intervención.

II. LAS INSTITUCIONES: DE FACTOR RESIDUAL A FACTOR CRÍTICO DEL DESARROLLO

El interés de la teoría del desarrollo en las instituciones no es nuevo, como tampoco lo es la dificultad de definir esta expresión y darle valor metodológico (para un repaso histórico ver Moore, Stewart y Hudock, 1995: 9). La palabra institución siempre se ha definido en un continuo, que va desde su acepción más restringida, que la equipara con la organización formal, hasta la noción sociológica, de carácter mucho más amplio y abstracto, que la define como una pauta de comportamiento social reiterada. Entre ambas definiciones hay multitud de posibilidades intermedias en su grado de abstracción, que pueden identificar las instituciones con principios, valores, prácticas, normas formales e informales, estructuras de incentivos y hasta métodos de trabajo, que permiten explicar el comportamiento de actores públicos y privados.

No obstante su carácter equívoco, los esfuerzos por acotar y precisar el término institución por encima de otras categorías, tienen una larga tradición en el derecho, la historia o la sociología. Por no remontarnos muy atrás podemos indicar dos definiciones muy influyentes en el neoinstitucionalismo económico y sociológico. Para Hayek (1944) las instituciones son órdenes abstractos que tienen la finalidad de facilitar la interacción entre actores concretos; las organizaciones, en cambio, son parte de estos actores, como órdenes concretos, determinados por los individuos y los recursos de que disponen; las instituciones serían las reglas del juego y las organizaciones los jugadores. Un sociólogo como Selznick (1957) define la institucionalización como el proceso de infundir valor a una tarea más allá de sus requerimientos técnicos; una institución sería una organización que ha adquirido una identidad derivada de unos valores, lo que le convierte en un fin en sí misma, más allá de su capacidad instrumental. La teoría de la modernización, que inspiró las políticas de desarrollo en los años sesenta, reparó en esta conceptualización. El desarrollo era concebido como una evolución de valores (de la tradición a la modernidad); las instituciones expresaban los valores y el cambio organizativo eran percibido como el camino para institucionalizar los nuevos valores (Blase, 1973).

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A pesar de estas distinciones, la capacidad institucional ha sido mayoritariamente percibida como un “factor residual no explicado” (Hirschman, 1967). El desarrollo era concebido más como una función de la acumulación de capital, asumiéndose de manera implícita que las capacidades institucionales seguirían a la dotación de recursos. La atención recaía en la función de asignación y con este fin, en la planificación, las políticas y las inversiones, pero no en la implantación, ni en la gestión. El desarrollo institucional era el componente “blando” de los proyectos, que podía ser asumido por cualquier profesional cuyo conocimiento estaba asociado a la parte “dura” (inversiones en infraestructuras y actividades productivas de diverso tipo). Como señala Arturo Israel (1987), el desarrollo institucional era el problema de todos, pero no era el problema de nadie. Tampoco contribuía a la reivindicación de su importancia el hecho de que las disciplinas que se ocupaban del mismo, como la Administración para el Desarrollo, eran consideradas menores y tuvieran una orientación formalista, contribuyendo poco a la comprensión y tratamiento de la realidad institucional.

Con el tiempo, la insatisfacción con los componentes de desarrollo institucional de los proyectos generó un cierto fatalismo, una sensación de que la debilidad institucional es una de esas cosas por las que se puede hacer bastante poco. Las buenas intenciones de la “ingeniería” institucional eran sistemáticamente derrotadas por factores de contexto, político, económico o social. A esta realidad se aplica la interpretación ecológica y determinista de la institucionalidad, como contexto que delimita lo que las organizaciones pueden y no pueden hacer (el sentido de lo apropiado) y que el cambio organizativo no podría superar (Meyer y Rowan, 1977).

Adicionalmente, el desarrollo de capacidades institucionales tenía por objeto casi exclusivamente a las organizaciones públicas, dado el rol protagonista que les era atribuido en las políticas de desarrollo. Esto explica que el desarrollo institucional se hiciera todavía más prescindible al eclipsarse el papel del Estado en medio de la crisis de los ochenta. El problema, según las teorías neoclásicas a las que se confió la salida de la crisis, era una cuestión de precios relativos, cuya mejora requería estabilización monetaria, ajuste fiscal y liberalización; el mercado recibió el papel protagonista, idealizado en un paradigma de competencia perfecta que no repara en los costes de transacción. El llamado Consenso de Washington expresa el compromiso internacional con estas medidas, orientadas a corregir los fuertes

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desequilibrios macroeconómicos de las economías en desarrollo, como presupuesto del crecimiento económico. Su capacidad de producir desarrollo por sí solas pronto se revela muy insuficiente (Stiglitz, 1999)

Los economistas neoclásicos asumieron como dadas ciertas condiciones que suelen estar ausentes en los países en desarrollo: un sistema jurídico que ampare la seguridad de los derechos de propiedad, dispositivos regulatorios que eviten el fraude y la restricción de la competencia, mecanismos fiables de resolución de conflictos, una sociedad mínimamente cohesionada en torno a valores de cooperación, instituciones políticas que amortigüen tensiones sociales y un Estado limitado y controlado por contrapesos entre sus diversos poderes. El aprendizaje no ha sido gratuito, quedando en el camino el coste económico y social de la transición al mercado en la antigua Unión Soviética, los pobres resultados de las reformas económicas en América Latina y la crisis financiera en el Sudeste Asiático.

Como consecuencia de ello, primero en el plano de las ideas y más lentamente de la práctica, se asiste a un cambio de tendencia que eleva las instituciones a un papel que nunca habían desempeñado ni en la teoría ni en la práctica del desarrollo. Esta evolución se explica por la aceptación progresiva de al menos dos corrientes de pensamiento diferentes: por un lado, las teorías que explican el proceso histórico de avance del mercado bajo una lógica de perfeccionamiento institucional; y, por otro lado, las teorías que miran el desarrollo desde dimensiones más allá de la puramente económica, resaltando la importancia de políticas e instituciones que aseguren un desarrollo humano, equitativo y sostenible.

Debemos al neoinstitucionalismo económico una efectiva llamada de atención sobre los factores institucionales en los que se basa el desarrollo de la economía de mercado. Douglas North (1981) o Mancur Olson (1965) son quizás los exponentes más destacados de esta reflexión, que ha capturado la atención de teóricos y prácticos. Las instituciones son importantes porque su grado de desarrollo determina el coste de los intercambios. El avance de la economía de mercado ha exigido históricamente la reducción del coste de las transacciones, siendo la incertidumbre uno de los principales factores de descuento. Las instituciones constituyen el mecanismo de reducción de la incertidumbre, estableciendo garantías para el ejercicio de derechos y obligaciones, que reducen el riesgo de comportamientos arbitrarios. Según este razonamiento, el desarrollo de los países dependería de la medida en que son capaces de desarrollar instituciones capaces de perfeccionar la

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economía de mercado, superando las formas más limitadas y primitivas de intercambio. Se establece de este modo el fundamento económico de la seguridad jurídica, bandera del Estado liberal de Derecho.

La segunda corriente tiene una matriz diferente y sus conclusiones también son parcialmente distintas. Su expresión es el Informe sobre el Desarrollo Humano de las Naciones Unidas que comenzó a publicarse en 1990, cuyo representante intelectual más notable es Amartya Sen. Esta tendencia aparece como una reacción a los excesos del racionalismo económico en la teoría del desarrollo y a los efectos perversos de las políticas de ajuste estructural sobre su dimensión humana y social. La idea fuerza de Sen es que la “libertad es el medio y el fin del desarrollo” (1999). Para Sen, como para el Informe sobre el Desarrollo Humano, el crecimiento es una condición necesaria pero insuficiente del desarrollo, siendo preferibles grados relativamente menores de crecimiento si van acompañados de mayores cotas de equidad y sostenibilidad: “el desarrollo tiene que ver con la ampliación de las posibilidades de que las personas lleven una vida que valoren. Esto es mucho más que el crecimiento económico, que es sólo un medio, aunque muy importante, de ampliar las posibilidades de las personas” (PNUD, 2001: 9).

Ambas corrientes de pensamiento coinciden en destacar la importancia de las instituciones para el desarrollo. Igualmente, ambas superan la visión formalista y la reducción organizativa de las instituciones. Sin embargo, el significado y el alcance que atribuyen a la institucionalidad no coinciden. En primer lugar, la interpretación de los neoinstitucionalistas es fiel a las pautas básicas del análisis racional del homo economicus al que las instituciones imponen restricciones que mejoran los resultados del mercado. La concepción de las instituciones de la segunda interpretación va mucho más lejos, sin limitarse a las reglas de juego, sino incluyendo construcciones culturales, ideológicas y éticas que explican el comportamiento de los actores más allá de incentivos racionales. Las instituciones comprenderían “rutinas, procedimientos, convenciones, roles, estrategias, formas organizativas, tecnologías, creencias, paradigmas, códigos, culturas y conocimientos” (March y Olsen, 1989: 22). Esto hace resurgir el análisis institucional, heredero de la concepción de Selznick, que reclama a las organizaciones un papel decisivo en la conformación de la institucionalidad (Powell y DiMaggio, 1991). También avala otras aproximaciones al papel de la informalidad en el desarrollo, como la concepción del “capital social”

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(Putnam, 1993), capaz de explicar el diferente rendimiento de las mismas instituciones formales sobre del grado de desarrollo de la cultura cívica y la cooperación informal entre actores públicos y privados.

En segundo lugar, en la primera interpretación las instituciones son un orden instrumental de la seguridad jurídica, lo que conduce a defender un Estado básicamente regulador y árbitro de las reglas del mercado. Sólo como un corolario de la defensa de la seguridad jurídica surge un razonamiento más amplio de defensa de la democracia liberal, bajo el argumento de que “las condiciones necesarias para maximizar el desarrollo económico son las mismas condiciones que para conseguir una democracia sostenible” (Olson, 1995). La noción del desarrollo humano, por el contrario, parte de la supremacía moral de los derechos civiles y políticos y económicos, que constituyen, no sólo un medio, sino un fin del desarrollo. La democracia, por ejemplo, se justifica por sí misma, como proyecto moralmente superior de convivencia cívica y desarrollo humano, sin necesidad de alegar su superioridad en términos de crecimiento económico. En esta concepción el rol del Estado va más lejos, asumiendo la garantía, no sólo del funcionamiento de los mercados, sino de los derechos políticos y sociales en los que se basa el desarrollo humano. El Estado debe asumir la responsabilidad por la provisión de bienes y servicios públicos esenciales y erigirse en un agente activo de la equidad, la cohesión territorial y la igualdad de oportunidades.

II. ¿QUÉ INSTITUCIONES PÚBLICAS PARA EL DESARROLLO?

La toma de conciencia sobre el papel de las instituciones públicas en el desarrollo, es inseparable de los efectos parcialmente disfuncionales de las estrategias de estabilización y ajuste. La corrección de los desequilibrios macroeconómicos se logró, en muchos países, a costa de desbaratar la institucionalidad pública: eliminación puramente eficientista de funciones gubernamentales, reducción no selectiva de empleo público, recorte indiscriminado en el gasto y la inversión, privatización de empresas y servicios públicos sin entorno competitivo ni recambio regulatorio suficiente y transferencia de competencias a niveles subnacionales, a menudo, sin cesión de recursos fiscales. Bajo la idea de “cuanto menos Estado mejor”, muchos países acabaron con Estados incapaces, deformes y ausentes en los

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que cuesta reconocer los atributos esenciales de la estatalidad (Oszlak, 1997). Desde este punto de vista, numerosos de los requisitos institucionales del desarrollo, no sólo fueron ignorados, sino debilitados hasta la inanidad. Frente a este panorama, la contribución de las instituciones públicas al desarrollo ha quedado acreditada por una creciente y sólida evidencia empírica que demuestra la vinculación entre la calidad institucional pública y el crecimiento económico. Son cada vez más abundantes los trabajos econométricos comparativos que establecen correlaciones favorables entre, por un lado, diversos índices de calidad institucional (medida a través del grado de corrupción percibida, la calidad burocrática o la eficiencia administrativa) y, por otro lado, niveles de capital humano, productividad, inversión y crecimiento económico (Knack y Keefer, 1995; Mauro, 1995; Rodrik, 1999; Payne y Losada, 2000). Dado que las asociaciones estadísticas no son prueba de causalidad, las investigaciones han profundizado en los canales de influencia de las instituciones sobre el desarrollo, llegando a conclusiones sólidas a través de indicadores de ingreso, salud y educación (Kaufmann, Kraay y Zoido-Lobaton, 1999) o a través del monto y calidad del gasto público social (Mauro, 1998). Según estos análisis, más de la mitad de las diferencias en los niveles de ingreso entre los países desarrollados y los de América Latina se asocian a deficiencias en las instituciones de éstos últimos.

En este cambio de tendencia se cita habitualmente la influencia de los estudios realizados sobre el papel del Estado y las políticas públicas en los países del Sudeste Asiático (World Bank, 1993). Sin emabargo, el punto de inflexión se sitúa en el Informe de Desarrollo Mundial de 1997 del Banco Mundial, El Estado en un mundo en transformación, en el que se reconoce la necesidad de Estados capaces como un ingrediente básico del desarrollo. Dos años antes el Banco Interamericano de Desarrollo había aprobado una Estrategia de Modernización del Estado y Fortalecimiento de la Sociedad Civil en la que se afirma que “hay una relación directa entre el desarrollo económico y la calidad del proceso de gobierno”. En este contexto, se ha acuñado la expresión “reformas de segunda generación” (Naim, 1995) para explicar la necesidad de robustecer las instituciones públicas para alcanzar las metas de desarrollo, una vez conseguida a la estabilidad macroecónomica.

Esta evolución teórica y práctica marca el retorno del Estado a la agenda del desarrollo (Jarquín, 2001). Este retorno, sin embargo, no constituye una

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vuelta al pasado. En primer lugar, la idea del Estado necesario es diferente y expresa una apreciación mucho más matizada de su papel y forma de actuación: “Estado moderno, Estado modesto”, que diría Crozier (1989). Se da por terminada la confianza sin reservas en el Estado como motor del desarrollo económico y social; se pone fin a la vieja interpretación dualista de las relaciones entre Estado y mercado como juego de suma cero entre sus respectivas funciones; también forma parte del pasado la idea del Estado como portador exclusivo y excluyente del interés público, debiendo compartir este papel con la sociedad civil. En segundo lugar, desde una perspectiva más analítica y estratégica, el Estado deja de ser percibido como un conjunto de políticas, leyes, inversiones y recursos, adquiriendo relevancia la lectura institucional. Esta, a su vez, adquiere nuevos matices, buscando el entramado valores, culturas e incentivos en los que se fundamentan las pautas de comportamiento y relación de actores estatales, sociales y de mercado.

Más allá de estas consideraciones sigue existiendo una gran incertidumbre sobre la forma concreta que deben adoptar las instituciones públicas para promover el desarrollo. Los estudios econométricos nos dicen poco sobre las características de las instituciones asociadas a menores índices de corrupción, ineficiencia o sobrecarga burocrática (Rauch y Evans, 2000). Por otro lado, la mayoría de los trabajos que contemplan de forma más específica la institucionalidad, lo hacen desde una perspectiva sectorial, lo que hace difícilmente separable el análisis institucional de las políticas sectoriales. Por esta razón, las formas sugeridas para las instituciones de gestión macroeconómica o de regulación de mercados, han sido poco más que el corolario de las propias políticas de disciplina y liberalización preconizadas desde el paradigma neoclásico. La despolitización e independencia de estas instituciones se concibe como la manera en que la racionalidad económica dominante ejerza un férreo control sobre las citadas políticas. Una situación diferente es la de los sectores sociales que, con la excepción ambivalente de los fondos de emergencia social, no han conseguido proyectar de forma efectiva sus nuevos paradigmas sobre las instituciones.

Más allá de la lógica sectorial, la institucionalidad pública debe contemplarse desde una perspectiva horizontal o intersectorial. El Estado, como expresión de un sistema de acción colectiva, es algo más que una colección de políticas, sectores o servicios. Independientemente de las múltiples posibilidades de diseñar organizaciones públicas, el Estado nace

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de una matriz institucional común que necesita considerarse en su conjunto. En esta lógica, tiene más sentido la identificación de categorías analíticas que cortan horizontalmente la institucionalidad, como la vieja clasificación que nos permite distinguir entre instituciones políticas y administrativas. Las instituciones políticas serían aquellas que legitiman el ejercicio del poder público, incluyendo las reglas que regulan la representación, la división de poderes, la distribución territorial del poder y la observancia del principio de legalidad. Las instituciones administrativas son, como agentes de las anteriores, el aparato instrumental en el que descansan los sistemas de ejecución material de las funciones del Estado, es decir, la provisión y prestación de bienes y servicios públicos.

A pesar de la aparente claridad de este esquema, importantes funciones del Estado, como la seguridad jurídica, se proveen a través de dispositivos institucionales interdependientes de naturaleza política y administrativa. Igualmente, en procesos como la descentralización conviven transformaciones simultáneas en la institucionalidad política y administrativa. Además, instituciones políticas y administrativas se entrecruzan en los sectores, explicando conjuntamente las fórmulas de prestación de cualquier tipo de bienes o servicios. Sin embargo, aunque fuertemente interrelacionadas, instituciones políticas y administrativas, admiten un tratamiento separado, tanto por razones analíticas como prescriptivas, al requerir diversas estrategias de reforma, por ser diferente lo que se ha venido en llamar su “economía-política”. Se cita a Tocqueville, “las constituciones cambian, las administraciones permanecen”, para poner de manifiesto la autonomía relativa entre las reformas de ambos órdenes.

3.1 La dimensión política: el fortalecimiento de la democracia liberal

En los últimos años se ha generado un gran consenso en torno al valor universal de la democracia liberal como el marco político en el que el desarrollo económico y político tiene más posibilidades de prosperar. Esta, sin embargo, no es una posición fácilmente aceptada. Las características de los países en desarrollo hacen particularmente tentadora la opción autoritaria para ciertas élites y también para los ciudadanos. La autocracia parece ofrecer soluciones a los problemas, porque destaca la posición de poder de los decisores gubernamentales frente a las redes clientelares que bloquean las reformas. Sin embargo, esta percepción es más aparente que cierta, ya que los regímenes autoritarios no están excluidos de presiones y tienen sus propios

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impedimentos para abordar reformas (falta de competencia, transparencia y rendición de cuentas). La competencia política, de hecho, es un arma de doble filo: por un lado, mina la posibilidad de que los políticos puedan emprender reformas; pero, por otro lado, les proporciona el incentivo de realizarlas, ya que la competencia les obliga a suministrar a los ciudadanos los bienes públicos y privados que necesitan.

Los argumentos autocráticos, basados en la falta de preparación de los países menos desarrollados para la democracia o en la incapacidad de ésta para generar reformas impopulares, están basados en una evidencia selectiva y esporádica. Los países que han prosperado económicamente bajo el autoritarismo (los países del sudeste asiático y Chile son los ejemplos más utilizados, aunque a veces también se cita España bajo el régimen del general Franco), son bastante menos numerosos de los que han visto deteriorar sus economías, sin contar con los casos de reformas exitosas llevadas a cabo por países democráticos.

Las comparaciones estadísticas no proporcionan soporte alguno a la tesis autocrática. En el peor de los casos (ver por ejemplo, Przeworski, 1995), se demuestra que no hay conflicto entre el reconocimiento de derechos políticos y el buen funcionamiento de la economía. En el mejor de los casos, se ha argumentado sólidamente con una amplia base estadística comparada, que la democracia se relaciona positivamente con un desarrollo económico de calidad, al menos en cuatro direcciones: a) haciendo más predecible el crecimiento en el largo plazo; b) reduciendo la volatilidad del crecimiento en el corto plazo; b) produciendo más estabilidad frente a las crisis; y, c) mejorando la equidad en la distribución del ingreso (Rodrik, 1999). A estos argumentos puede añadirse la reflexión de Sen (1999) sobre la triple virtud de la democracia como valor universal. El primero y más importante es su valor político y moral intrínseco, como sistema que protege los derechos humanos. El segundo es el valor instrumental, que hace de la democracia un sistema de gobierno en el que los gobiernos ven limitada la arbitrariedad y responden ante los ciudadanos; esta instrumentalidad es clara con relación a la defensa de la seguridad jurídica, que sostiene la economía de mercado, pero también para la provisión efectiva de otros bienes o servicios públicos

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(como argumenta Sen, ningún país democrático con prensa libre ha padecido una gran hambruna, Dreze y Sen, 1989). El tercero es un valor constructivo de la democracia como sistema más adecuado para la formación de una cultura cívica y el mejor entendimiento de las necesidades, derechos y obligaciones de los ciudadanos. En este mismo sentido, Rodrik (1999) argumenta sobre el valor de la democracia como “meta-institución”, en cuyo seno emergen otras instituciones capaces de movilizar la participación y la capacidad local para resolver los problemas del desarrollo.

Esta consideración optimista de la teoría prescriptiva de la democracia no puede prescindir de la insatisfacción que genera su teoría empírica, es decir, la distancia que se produce entre el deber ser y el ser de la democracia, en particular, en los países en desarrollo. Se ha hablado de la existencia de una democracia “iliberal”, “delegativa”, “incompleta”, “imperfecta” y hasta “autoritaria”. Con esto se alude a una concepción restrictiva de la democracia que satisface su componente esencial, elecciones libres y competitivas, pero no reúne las condiciones imprescindibles para lograr las valores que se desprenden de toda su extensión. En la evolución de las democracias más antiguas, “el constitucionalismo liberal ha conducido a la democracia, mientras en muchos países en desarrollo (sobre todo en América Latina y Africa) la democracia no parece conducir al liberalismo” (Zakaria, 1997). De ahí su comparación con las llamadas autocracias liberales, caracterizadas por la aceptación del liberalismo económico y la seguridad jurídica que requiere la economía de mercado (de esta condición depende necesariamente el autoritarismo para ser compatible con el desarrollo económico, como en el caso de la expansión de España en los años sesenta, que vino precedida de un proceso de estabilización, liberalización y reforma administrativa). No obstante, la debilidad de las nuevas democracias no sólo es achacable al déficit de su componente liberal. O´Donell (1999) argumenta de modo convincente la debilidad de su “componente republicano”, que condiciona el ejercicio de cargos públicos a una actividad virtuosa que requiere una estricta sujeción a la ley y obediencia al interés público, sacrificando el interés privado. La restricción republicana del poder es la más difícil de interiorizar cuando se alcanza el poder político por medios democráticos: “¿Quién es un juez o un funcionario para decirme que no puedo hacer algo?”

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“¿Por qué no voy a nombrar a los míos?” “¿Por qué no beneficiar a mi familia si al mismo tiempo trabajo para interés común?” No hablamos sólo de corrupción en sus manifestaciones más graves, sino comportamientos, aparentemente más banales, aunque también más frecuentes, que corroen el componente republicano indispensable para la legitimación y verdadera eficacia del sistema democrático.

Más allá de este diagnóstico, resulta muy complicado relacionar la superación de los déficits de la democracia con la adopción de formas institucionales concretas en el ámbito político. Las concluiones del capítulo sobre instituciones políticas del Informe sobre el Progreso Económico y Social de América Latina del Banco Interamericano de Desarrollo del año 2000, ponen de manifiesto estas dificultades. Utilizando un modelo de análisis económico, el informe parte de tres fuentes de problemas políticos en las democracias: problemas de favoritismo, que ocurren cuando grupos minoritarios fuerzan los resultados políticos en su favor; problemas de agencia, que se presentan cuando los políticos persiguen sus propios intereses; y problemas de agregación, que se presentan cuando los gobernantes no pueden reconciliar los intereses en juego. En relación cada uno de los problemas, el informe identifica indicadores y sus valores para América Latina, comparándolos con otras regiones, para examinar el efecto de determinadas instituciones políticas, como el sistema electoral, el sistema de partidos, la libertad de prensa, los contrapesos y equilibrios o el presidencialismo. La evidencia, sin embargo, no es concluyente para defender genéricamente la superioridad de un modelo sobre otro. Ni siquiera se puede afirmar que el sistema presidencial sea un impedimento generalizado de las reformas (ver Haggard, 1995 y Moe, 1990), ya que aunque el índice de bloqueo es comparativamente superior en comparación a otras regiones, circunscribe prácticamente sus efectos a la reforma tributaria.

Otra cuestión difícil de defender prescriptivamente en el plano político, aunque no tanto en el administrativo, es la descentralización. No nos referimos en este caso ni al fortalecimiento democrático de los gobiernos locales (que es tan deseable como el del gobierno nacional), ni tampoco al aprovechamiento del factor de proximidad en la provisión de servicios públicos, sino a la configuración de entidades territoriales representativas a las que se trasladan responsabilidades políticas sobre funciones estatales. La descentralización tiene el

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potencial de desarrollar capacidades endógenas de participación y respuesta a los problemas, coherentes con la función constructiva o metainstitucional de la democracia. Sin embargo, en Estados debilitados desde el punto de vista político, administrativo y fiscal, la descentralización puede hacer crecer exponencialmente los problemas de favoritismo y agregación de la democracia, reduciendo la gobernabilidad del sistema político en su conjunto. La corresponsabilidad fiscal y el establecimiento de mecanismos eficaces de corresponsabilización de los gobiernos subnacionales en la definición de las políticas nacionales sirven de contrapeso a una eventual centrifugación de Estado (Banco Interamericano de Desarrollo, 2001), pero su implantación resulta muy costosa en términos de cultura política.

Esto nos permite concluir que la reforma de las instituciones políticas debe estar presidida los principios básicos de la democracia liberal y orientada a reforzar sus grandes requerimientos institucionales, pero sin preconizar la superioridad de modelos institucionales concretos. Sólo alcanzamos a definir orientaciones prescriptivas como las siguientes: a) fortalecer los derechos políticos, como la libertad de asociación, el sufragio activo y pasivo, la libertad de expresión, prensa y participación y la representatividad de las comunidades territoriales y culturales; b) asegurar la transparencia de los sistemas de representación, mediante órganos electorales independientes y capaces; c) eliminar las inmunidades del poder político, asegurando la plenitud, independencia y efectividad del poder judicial; c) promover la creación y funcionamiento independiente de órganos de supervisión y control (contralorías, procuradurías y defensorías); d) estimular una información puntual y fiable desde los poderes públicos a los ciudadanos.

Más allá de estas recomendaciones, no es posible defender razonablemente la superioridad genérica de unos modelos frente a otros. La realidad de las democracias avanzadas prueba la eficacia de modelos muy diferentes de institucionalidad política, incluyendo sistemas electorales mayoritarios o proporcionales, modelos bipartidistas o multipartidistas, régimenes parlamentarios o presidenciales y estados unitarios o federales. Adicionalmente, las posibilidades institucionales no forman una lista cerrada (Unger,

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1998), pudiendo aparecer dispositivos diferentes que cumplan la misma finalidad y se adapta mejor a las condiciones locales.

3.3 La dimensión administrativa: el papel central del sistema de mérito

De acuerdo con la tipología que hemos establecido, la reforma administrativa constituye el segundo gran ámbito de reforma de la institucionalidad pública. La reforma administrativa puede definirse como el cambio discontinuo de las instituciones creadas para que el poder ejecutivo pueda cumplir las funciones que recibe. En la democracia liberal la Administración pública está dotada de autonomía para asegurar el cumplimento objetivo de sus funciones, adoptando un dispositivo de instituciones que abarcan, entre otras, la organización y el procedimiento administrativo, el régimen y gestión de empleo público, la gestión financiera y presupuestaria, las políticas de contratación y compras, el régimen y la gestión del patrimonio público, el control judicial de los actos de la administración y la regulación de la posición subjetiva de los ciudadanos. El espacio de la reforma administrativa coincide básicamente con el que cubría el desarrollo institucional en su definición tradicional por las agencias de desarrollo y organismos multilaterales. Raramente se permitían ir más allá, ya que en el paradigma de desarrollo entonces vigente, poco importaba el régimen político o económico del Estado; lo importante era garantizar un funcionamiento eficaz y eficiente de administraciones y empresas públicas. El referente teórico de estas reformas era la organización burocrática, entonces modelo de racionalidad organizativa universal, tanto en las economías socialistas como capitalistas. Numerosos autores han realizado un balance crítico de esta reforma administrativa en los países de desarrollo (Caiden, 1991) y, en particular, en América Latina (Kliksberg, 1989; Prats, 1998). “Descontextualización histórica”, “falacia tecnocrática” e “inadecuación estratégica” han sido expresiones utilizadas habitualmente para explicar el escaso rédito de estas reformas que, por lo demás, tampoco fue exclusivo de los países en desarrollo.

A pesar de esta experiencia, las últimas dos décadas han presenciado de un movimiento extraordinario de reforma administrativa en los países occidentales. Bajo denominaciones más sugestivas, como “modernización administrativa”, “reinvención del gobierno” o “renovación del servicio

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público” y amparadas por nuevos paradigmas de mercado y gestión empresarial, numerosos países, con un evidente liderazgo anglosajón, han transformado profundamente sus instituciones administrativas (ver OECD, 1995). La reforma administrativa ha sido, en este sentido, la auténtica reforma del Estado de las democracias avanzadas en los últimos años. No lo han sido obviamente, ni la democratización, ni la transición al mercado, pero tampoco lo ha sido el desmantelamiento del Estado del bienestar (limitado a recortes periféricos y a cambios administrativos en el modo de prestar servicios). Tampoco la privatización ha supuesto desvinculación del Estado de los sectores estratégicos o de servicio público, más allá de un cambio en la forma de involucración (de la producción a la regulación).

La llamada “nueva gestión pública” expresa un movimiento complejo y diverso en su contenido, ritmo y profundidad, de adaptación de las viejas burocracias públicas a los requerimientos fiscales de eficiencia y a las demandas de receptividad de los ciudadanos. El eje central de estas reformas ha sido la incorporación del management y la economía de la organización al diseño del sector público (ver para un reciente análisis comparado, Pollit y Bouckaert (2000) y Barzelay (2000). Sistemas de gestión por resultados, autonomía de los directivos, rendición de cuentas (accountability), agencias, contratos, mercados internos, flexibilización del empleo público, externalización o calidad de servicio, son algunas de las instituciones e instrumentos que han irrumpido con fuerza en las administraciones públicas, alterando las pautas de comportamiento de millones de funcionarios públicos.

A pesar del atractivo que representan estas tendencias, dada su proximidad a la lógica de profundización del mercado y la democracia, una reforma administrativa de estas características debe aproximarse con severas cautelas en los países en desarrollo. Al menos, las siguientes consideraciones merecen una atenta observación antes de aceptar acríticamente los modelos gerenciales:

- En primer lugar, los modelos de reforma administrativa están incluso más huérfanos de evidencia empírica sobre su eficacia relativa que los referidos a la institucionalidad política. De hecho, los rasgos institucionales de los que tenemos evidencia empírica incontestable están asociados directamente a los propios de la burocracia weberiana. En particular, recientes investigaciones atribuyen al sistema de mérito en el empleo público una contribución decisiva a la calidad de las

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instituciones (ver Rauch y Evans, 2000). Ni siquiera otros rasgos asociados a una buena gestión del empleo público, como remuneraciones adecuadas o sistemas de carrera profesional, alcanzan una validación tan sólida como el sistema de mérito.

- En segundo lugar, en la evolución de las instituciones administrativas, puede advertirse un ciclo histórico de construcción de capacidades con etapas diferentes. El estado burocrático weberiano reemplaza al estado patrimonial como modelo de dominación coherente con el Estado liberal. El desarrollo del estado del bienestar incorpora sus exigencias productivas a través de los postulados la burocracia industrial que se fusiona con la anterior. Finalmente, la crisis fiscal y sus exigencias de racionalidad económica de los recursos públicos, conllevan la emergencia de la nueva gestión pública, cuyas instituciones se construyen sobre algunos de los pilares institucionales de la burocracia, como el citado sistema de mérito o la formalización de los procedimientos. Esto significa que la eficacia de ciertos modelos tiene requisitos, que si no están establecidos previamente, pueden producir resultados contrarios a los esperados.

Por explicarlo a través de paradojas, los países en desarrollo se caracterizan por la sobreburocratización estructural y la infraburocratización de los comportamientos, es decir, el papeleo y el formalismo, junto al patrimonialismo y la inseguridad jurídica. Del mismo modo, sus organizaciones públicas, aunque sean grandes, suelen ser débiles, al estar patrimonializadas por intereses corporativos. Se trata realmente de administraciones preburocráticas bajo una apariencia de lo contrario, lo que le hace decir a de Bresser (1997) que la demanda de reforma debe ser más de publificación que de privatización, en el sentido de recuperar para el interés general instituciones y políticas sometidas a intereses particulares.

El reconocimiento de este estadio preburocrático le hace expresar a Allen Schick (1998) su desacuerdo con la aplicación del modelo de agencias y contratos de gestión de Nueva Zelanda a la mayoría de los países en desarrollo, al carecer de los rudimentos básicos de una Administración meritocrática y los procedimientos formales básicos que permiten administrar recursos con regularidad (por muy anticuados que parezcan, los controles normativos contribuyen a la creación de un sector público honesto y regular). En el mismo sentido

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se expresa Batley (1999: 763) en las conclusiones de un estudio comparado de la aplicación de la nueva gestión pública a los países en desarrollo: “reformas más simples y menos ambiciosas que eviten la creación de dispositivos organizativos complejos e interdependientes es más probable que tengan efectos más beneficiosos”.

El Banco Mundial (1997) hace suya una estrategia que combina la construcción simultánea de los dos estadios de desarrollo institucional, proponiendo, al mismo tiempo, la profesionalización y formalización burocrática, la apertura a la competencia y la participación de los ciudadanos. Sin prejuzgar una posible aplicación coherente a casos concretos que lo justifiquen, esta aproximación no tiene en cuenta, ni las ventajas e inconvenientes de cada modelo, ni el hecho de que sus valores e instituciones no son perfectamente compatibles entre sí. Adicionalmente, los incentivos políticos existentes en la realidad pueden distorsionar por completo el punto de equilibrio deseado; es bastante habitual, por ejemplo, que la discrecionalidad gerencial que propugna la nueva gestión pública se interprete como discrecionalidad política, sirviendo de patente de corso a la continuidad del Estado patrimonial.

- En tercer lugar, como ya advirtiéramos de las instituciones políticas, las instituciones administrativas, en materia de organización, procedimiento o empleo público, están lejos de responder a un modelo ideal y universal. Los modelos varían en función de los países, contextos y tradiciones culturales, pero también obviamente en función de los sectores (el modelo institucional adecuado para gestionar la educación puede ser muy ajeno al necesario para administrar las fuerzas de seguridad, la regulación del mercado eléctrico o la gestión de los parques naturales). Adicionalmente, la llamada “nueva gestión pública” no se agota en un modelo, sino que acoge modelos organizativos diferentes y parcialmente contradictorios en sus orientaciones organizativas. Por otro lado, la institucionalidad administrativa no es neutra, de ahí que su definición deba estar precedida de definiciones de política sustantiva que resuelvan en la dirección deseada las tensiones de valores que están presentes en el diseño organizativo. Según el énfasis se ponga más en la eficiencia o en la equidad, institucionalidad administrativa puede requerir una organización del trabajo diferente; otro tanto se puede decir de la relación entre racionalidad económica y la seguridad jurídica o entre

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proximidad y neutralidad. No se trata de contradicciones, sino de tensiones entre valores que, o se resuelven estratégicamente definiendo un punto de equilibrio, o las fuerzas internas o externas dominantes resolverán por sí solas.

Estas cuatro advertencias solas nos obligan a ser muy modestos en el plano prescriptivo, debiendo permanecer atentos a las circunstancias particulares de cada caso para hablar de modelos. Al igual que hemos hecho en el apartado anterior, vamos a expresar algunas orientaciones institucionales básicas que no prejuzgan posibles modelos: a) desarrollar sistemas de mérito en el acceso y carrera en el empleo público, junto a mecanismos modernos y flexibles de gestión de recursos humanos; b) fortalecer la institucionalidad administrativa relacionada con la protección de la seguridad jurídica en el ejercicio de funciones de autoridad y gestión fiscal, incluyendo estándares organizativos, procedimentales y de control externo que formalicen razonablemente la regularidad; c) reforzar las instituciones gubernamentales que velan por la coherencia de la acción administrativa, bien por desempeñar funciones horizontales de administración de recursos (por ejemplo, fortalecer la autoridad presupuestaria en sus capacidades de planificación, negociación, asignación, control y evaluación del gasto) o funciones estratégicas de definición de prioridades y políticas; d) promover el desarrollo paralelo de capacidades e incentivos profesionales en los núcleos permanentes y ordinarios de prestación de bienes y servicios, empezando por los cimientos (es un contrasentido, por ejemplo, proponer sofisticados modelos de contractualización de servicios en los sectores sociales, cuando los profesionales carecen de estabilidad y tienen sueldos por debajo de la canasta básica); e) favorecer a los usuarios las opciones de “salida” y “voz” en la prestación de servicios siempre que existan posibilidades; y, f) promover el despliegue de instituciones administrativas en el territorio, por desconcentración o descentralización, que aproximen la capacidad de respuesta al lugar en el que se plantean las necesidades.

II. EL DESARROLLO INSTITUCIONAL COMO CAMBIO ADAPATIVO

En un plano diferente se sitúa el problema de la factibilidad y efectividad del desarrollo institucional, de lo que se ha venido en llamar la “economía-política” de la reforma o de lo que las ciencias del management conocen como “gestión del cambio”. Esta es la cuestión más compleja e incierta que

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nos planteamos. Carecemos de teorías con la suficiente amplitud y fiabilidad para presentar la cadena de relaciones causa-efecto a través de la cual se produce el desarrollo institucional. Nuestras evidencias empíricas se limitan a la comprobación de determinadas variables bajo modelos de racionalidad limitada o a la evidencia casuística, que, como advierte Caiden (1992), suele ser más provechosa en los errores que en los éxitos, porque los primeros no se copian y los segundos sí.

La incertidumbre estratégica de la reforma, como cambio discontinuo de políticas o instituciones, no es un problema exclusivo de los países en desarrollo. Las democracias avanzadas están llenas de proyectos, planes y comisiones de reforma cuyas propuestas no han resistido la prueba de la puesta en práctica. Si las reformas son difíciles en países con estructuras de acción colectiva consolidadas y capaces de reunir las capacidades técnicas requeridas, ¿qué no sucederá en los países en desarrollo? En el mejor de los casos la incertidumbre se verá incrementada y las capacidades disponibles serán más reducidas.

La mala noticia es que cualquier estrategia puede fracasar como consecuencia de factores desconocidos o sobrevenidos, pero la buena noticia es que, no obstante la dificultad de las condiciones que enfrentemos, hay un camino para la reforma posible. La llamada “autonomía del Estado”, es un factor que explica la capacidad de efectuar reformas en contra de grupos de interés poderosos y organizados y en beneficio de sectores de interés más difuso y débilmente organizados. De hecho, no pocas reformas son tan ajenas a los intereses dominantes y anticonvencionales frente a los modelos mentales establecidos, que sólo se explican a través de un factor de autonomía institucional y política. Algunos observadores dan más crédito al grado de flexibilidad de los estados para gestionar las transiciones de la reforma económica, que a la presión de los cambios en la economía internacional (Haggard y Kaufman, 1989). El problema es conocer los factores que refuerzan la autonomía y aprovecharla en la dirección adecuada.

1. Presupuestos conceptuales de la reforma institucional

Diversos interpretes de las reformas institucionales han coincidido en relacionar su fracaso con un modelo mental inadecuado de aproximación a su complejidad (Crozier, 1984; Crozier y Friedberg, 1977). Según estas interpretaciones, los reformadores se han situado en una lógica “racional constructivista”, incapaz de capturar la verdadera naturaleza de las

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instituciones y los procesos de cambio en los que se insertan. Se ha privilegiado el contenido de las reformas (las propuestas como solución intelectual), frente al proceso, que pone en primer plano las percepciones, capacidades e intereses de los actores de los que depende que el cambio suceda. En este sentido, es imprescindible profundizar en el significado de la reforma institucional, descubriendo algunos de los que podemos llamar sus presupuestos conceptuales.

En primer lugar, las reformas institucionales, como reformas de segunda generación, no pueden abordarse, ni desde los presupuestos, ni desde los métodos, de la estabilización macroeconómica. Las reformas institucionales plantean demandas más exigentes que las reformas macroeconómicas. Estas, siguiendo a Graham y Naím (1998), tienen tres características en común: el objeto de las reformas son las reglas de que guían el comportamiento macroeconómico; las decisiones en las que se basa la reforma pueden adoptarse por el poder ejecutivo de forma relativamente aislada del resto del sistema político; por último, implican el desmantelamiento de organismos existentes, no su creación, ni tampoco la modificación de su comportamiento.

Las reformas institucionales son muy diferentes en cuanto a su objeto y a las voluntades que requieren para su puesta en práctica. Su implantación no es automática y los gobiernos necesitan el apoyo y participación de numerosos actores involucrados en la provisión y regulación de los servicios públicos, cuyos grupos tienden a estar muy organizados y ser poderosos en el proceso político. Como expresa Guedes (1994), la reforma institucional plantea un problema de acción colectiva, ya que la mayoría de los ciudadanos estarían mejor si todos cooperan en la reforma, pero la cooperación requiere sacrificios cuya realización no es racional para algunos. Hay actores internos y externos al aparato estatal, con buenas razones para no secundar el cambio y frente a los que se dispone de una capacidad ilimitada de convicción, transacción o coacción, mediatizada por un sinfín de intermediarios, como los grupos de presión, los medios de comunicación y toda clase de creadores de opinión. De ahí, que las reformas institucionales tengan enormes costes de transacción que las hacen difíciles de sostener en el tiempo.

En segundo lugar, las reformas institucionales, aunque se realicen a través de organizaciones, deben tomar en consideración su entorno institucional, que se explica sociológicamente por la historicidad de sus pautas dominantes. En otras palabras, no podemos presuponer que las organizaciones son sistemas

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cerrados, en los que la racionalidad técnica de nuevos métodos de trabajo puede legitimarse por sí misma. En los países en desarrollo, las organizaciones tienen por lo general menos autonomía como sistemas técnicos y guardan una fuerte dependencia con respecto al entorno político, económico y social. Las organizaciones públicas, por ejemplo, son “una parte integral del sistema político y su funcionamiento depende, aunque de modo variable, de estructuras y procedimientos altamente politizados” (Heredia y Schneider, 1998: 7).

En términos institucionales, la dependencia del entorno señala el sentido de lo apropiado, lo que una organización puede y no puede hacer (Brunsson y Olsen, 1993). Hay una sólida evidencia sobre la inutilidad de transferir instrumentos y técnicas a estas organizaciones, si no están suficientemente protegidas frente a un entorno para el que la racionalidad técnica es secundaria (ver Kiggundu, Jorgensen y Hafsi, 1983). Esto, sin embargo, no condena a los reformadores a la inacción, sino a detectar las organizaciones propicias a la incorporación de nuevas técnicas y los valores que las inspiran, pero no como núcleos aislados, sino como entidades con capacidad de diseminar los nuevos valores, modificando el sentido institucional de lo apropiado. Sólo entonces se puede hablar de institucionalización de la reforma o de verdadera reforma institucional.

En tercer lugar, la dependencia de las organizaciones públicas del contexto político obliga a buscar referentes sobre el modo en el que éste opera. La economía-política ilustra sobre los incentivos que presiden el comportamiento de los actores de una reforma. Políticos y funcionarios son analizados como individuos racionales que intentan maximizar su carrera. Estos fomentarán la “autonomía estatal” cuando sirve a sus propias carreras, representarando a los intereses dominantes cuando les resulte más rentable. En un análisis de las reformas del servicio civil en América Latina y, más concretamente en Brasil, Barbara Guedes (1994), se refiere al “dilema del politico”, que debe elegir entre mantener su ventaja en la atribución de cargos en función de sus intereses o desarrollar una burocracia competente que le mantenga en el poder prestando buenos servicios a la población.

La solución viene de los emprendedores políticos, como individuos que pueden ofrecer o vender bienes públicos a cambio de la expectativa de recibir una recompensa. Se trata de actores cuyo interés no esta en los grupos latentes, sino que pertenece a otro grupo en cuyo contexto es racional ofrecer al mercado político una reforma como bien público. Las

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posibilidades de cambio se derivan del encuentro entre una demanda difusa de reforma expresada por la sociedad y la oferta que realizan los emprendedores para capturar en su beneficio el mercado político. Se observa, en este sentido, la diferencia de incentivos que guían a diferentes generaciones de políticos, al calcular sus oportunidades de alcanzar o permanecer en el poder; no es extraño que importantes transiciones hayan sido obra de políticos relativamente jóvenes salidos del sistema, pero conscientes de que su supervivencia está asociada a una transformación del mismo.

En tercer lugar, como consecuencia de los presupuestos anteriores, la solución a un problema de acción colectiva que afecta a un gran número de personas no se puede esperar que evolucione de forma incremental. Haggard (1995), analizando las reformas de primera generación, sostiene que para comenzar con éxito los reformadores deben permanecer aislados de los perdedores (mediante barreras políticas), mientras que la consolidación dependería de la habilidad de los reformadores de identificar a los ganadores. Esto, además de difícil, puede ser contraindicado en las reformas institucionales, ya que el aislamiento de los reformadores puede perjudicar la colaboración requerida de miles de funcionarios en la implantación.

En la fase de inicio de las reformas institucionales, hay que lograr una reducción del poder de negociación de los grupos oponentes. Es importante, en primer lugar, que la percepción de insostenibilidad del statu quo se traslade a los grupos de interés más poderosos, para lo que son útiles las crisis y los creadores de opinión (la creación del contexto interno para el cambio que denomina Pettigrew, 1992). Adicionalmente, es preciso crear brechas en la estructura de poder, con objeto de hacer surgir otros intereses con capacidad de enfrentarse a los establecidos (la transparencia, la participación y la competencia son capaces de convertir intereses difusos en intereses concretos y movilizar a sus titulares). La participación local (Rodrik, 1999), no el aislamiento, es una estrategia de cambio coherente, dado que la reforma institucional necesita bases suficientes de apoyo social y político.

En la fase de consolidación, como señalan Heredia y Scheider (1998: 24), los costes de vigilar el cumplimiento asociados a la reforma son una variable crítica de sus posibilidades de éxito. Dada la oferta siempre limitada de compromiso político, éste tiene que crear coaliciones con apoyo local a través de estrategias de movilización ideológica, profesional e incentivos

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materiales, que rebajen los costes de cumplimiento. El fortalecimiento de culturas profesionales alrededor de nuevas técnicas e instrumentos, la mejora de las condiciones básicas de empleo y la eliminación de las restricciones políticas y burocráticas a la internalización de la responsabilidad, son estrategias coherentes con la reducción de costes de vigilancia; todo lo contrario ocurre con el diseño de sistemas formales internos de planificación y control en culturas informales ajenas a su cumplimiento. Las reformas gerenciales que externalizan el control de los servicios a través de la competencia, también proporcionan estrategias útiles de reducción de los costes de cumplimiento, siempre que el mercado funcione de forma efectiva. La participación de los ciudadanos y de la sociedad civil mediante opciones de “voz” también puede proveer dispositivos de control indirecto, aunque de forma menos constante que el mercado.

En función de los presupuestos anteriores, la reforma institucional se asocia más al cambio adaptativo que al cambio técnico o programado (Berman, 1977). Si la implantación programada se basa en aclarar y detallar al máximo objetivos y planes, precisar y reforzar las líneas de autoridad y limitar la discrecionalidad de los afectados, la implantación adaptable se apoya sobre criterios opuestos: su lógica consiste en generar una interacción continua entre el centro y la periferia, en la que el cambio es el producto de la negociación y el ajuste mutuo: frente a planes altamente detallados, es preferible partir de reglas básicas de juego que expresen un acuerdo general sobre las prioridades fundamentales; en lugar de imponer a sus destinatarios el cumplimiento de objetivos fijados de forma jerárquica, es más eficaz promover su participación activa, buscando un compromiso voluntario en la aplicación de los cambios; en lugar de recortar la discrecionalidad de las unidades de base en la aplicación de las reformas, tiene más sentido favorecer su autonomía para fomentar la adaptación a las condiciones locales.

Una de las implicaciones más interesantes del cambio adaptativo, en la que no podemos profundizar, es la que afecta al estilo de liderazgo coherente con este tipo de procesos. Heifetz (1992) se refiere al liderazgo adaptativo caracterizándolo de forma contradictoria con la manera tradicional de percibirlo. Para este autor, las situaciones de crisis tienden a demandar un tipo equivocado de liderazgo, que dé respuestas, proporcione dirección y diga lo que hay que hacer. Los retos adaptativos, sin embargo, requieren un liderazgo que promueva la confrontación de los problemas y el aprendizaje

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requerido de los afectados para resolver conflictos de valores que sólo ellos pueden dilucidar.

2. Orientaciones estratégicas y metodológicas para la cooperación al desarrollo institucional.

La combinación de nuevos retos y estrategias de cooperación ha puesto en la encrucijada a los organismos bilaterales y multilaterales. Por un lado, crecen las presiones para la condonación de la deuda y la colocación de más recursos, pero, por otro lado, la perspectiva institucional del desarrollo hace más difícil identificar proyectos viables y multiplica sus costes de administración.

Adicionalmente, surge con fuerza la hipótesis de las “deseconomías de escala” de la ayuda internacional sobre todo en el plano de la gobernabilidad. En una reciente investigación Knack (1999), concluye que los mayores niveles de ayuda perjudican la calidad de las instituciones, medida a través de indicadores de corrupción, estado de derecho y calidad burocrática. El propio Banco Mundial reconoce, refiriéndose a los países que reciben ayuda por encima del 10% del PIB, que ésta “puede minar de forma severa la gestión pública y bloquear en lugar de promover progresos en la reforma del sector público” (World Bank, 2000: 20). Mario de Franco (2000) proporciona una explicación muy específica de estas disfunciones para el caso de Nicaragua uno de los países que reciben más ayuda internacional (el pasado año alcanzó el 22% del PIB).

No es extraño, por tanto, que la reforma institucional ha sido un terreno difícil para las políticas de cooperación de organismos multilaterales y bilaterales. En Banco Mundial ha reconocido en sus informes de evaluación que entre 1990 y 1995 sólo una tercera parte de los proyectos dirigidos al desarrollo institucional han tenido resultados satisfactorios. Otro tanto puede decirse de la experiencia de otros organismos multileraterales y de agencias de cooperación nacionales (sobre la experiencia de la Agencia de Ayuda Internacional de Estados Unidos, puede verse el informe de Kean, 1988). El problema es más grave dado el fuerte crecimiento de la cartera de proyectos orientados al desarrollo institucional. El Banco Mundial (1999) dedica una cuarta parte de los recursos colocados a la reforma del Estado (entre 5 y 7 billones de dólares) y el Banco Interamericano de Desarrollo aprobó el año 2000 proyectos en este sectort por 1.8 billones de dólares de un total de 5.2 billones en préstamos aprobados. La mayor parte de estos recursos se

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dedican a operaciones de reforma sectorial de apoyo a la balanza de pagos (sometidas al cumplimiento de condiciones) y sólo una décima parte está dedicada a cooperación técnica e inversión propiamente dicha

Como el propio Banco Mundial expresa en su recientemente aprobada Estrategia de Reforma del Estado (2000), “el desarrollo institucional cuestiona la manera tradicional de actuación”. Ni los procedimientos, ni las estructuras, ni los instrumentos financieros y no financieros, ni las capacidades instaladas, ni las formas de relación con los países, se adaptan facilmente a las implicaciones del reto institucional. (ver Moore et al. 1995). En los organismos multilaterales la vieja cultura de los proyectos “duros” y el incentivo a la colocación de recursos, operan como restricciones institucionales para asumir las implicaciones de los proyectos de desarrollo institucional. Como consecuencia de ello, las incertidumbres de contenido y de proceso de la reforma institucional han sido insuficientemente tomadas en consideración; a menudo, se trasladan modelos institucionales sin que exista evidencia sólida sobre sus efectos y sin reparar suficientemente en la diversidad institucional y especificación local. Bien puede afirmarse que la teoría institucional coloca a los propios reformadores ante la necesidad de revisar sus pautas de comportamiento, si quieren ser coherentes con las prescripciones con las que condicionan la recepción de ayuda por los países en desarrollo.

Indicamos, a continuación, una serie de orientaciones, más estratégicas que metodológicas, deducidas de los presupuestos anteriores, que van incorporándose al trabajo de las agencias de cooperación. De hecho, la nueva Estrategia de Reforma del Estado del Banco Mundial (World Bank, 2000) es coherente con buena parte de estas recomendaciones:

- En primer lugar, es prioritario promover, con amplia

incorporación de percepciones y conocimientos locales, la inversión en conocimiento de la realidad institucional. Este sigue

siendo muy insuficiente, perjudicando la identificación de los cuellos de botella del desarrollo institucional y la selección de los proyectos con mayor retorno. Los diagnósticos tienden a ser excesivamente formales y segmentados sectorialmente en su cobertura. Apenas están disponibles narrativas históricas que describan el curso histórico de las instituciones públicas, explicando sus dependencias. Faltan análisis empíricos que permitan la comprobación de las hipótesis

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estratégicas de la reformas, verificando la secuencia de sus actuaciones y extrayendo lecciones sobre aciertos y errores. Tampoco es abundante, ni fiable, la información estadística y casuística comparada sobre las instituciones públicas en los países en desarrollo, resultando más accesible el referente de las economías desarrolladas. Finalmente, la coordinación entre agencias de desarrollo, tanto bilaterales como multilaterales, carece de cauces estructurados y bien definidos de colaboración profesional que permitan reunir la información y el conocimiento disponibles.

Igualmente, el diagnóstico del contexto político tiende a estar implícito en los proyectos, fruto de la intuición de los especialistas, pero no está basado en soportes metodológicos bien fundados y raramente es evaluable. A esto se une el riesgo de una percepción sesgada de la realidad, asumida desde la posición de las autoridades y con poco contraste con la de otros agentes clave de las reformas. No hay que olvidar, como recuerda Prats (1997: 90) que “no es la situación objetiva la que determina la posibilidad de cambio institucional, sino la percepción subjetiva de los líderes y su correspondiente capacidad para la acción”.

- La segunda orientación consiste en promover la agregación de

conocimiento y experimentación local en el diseño de los proyectos y la determinación de las condicionalidades. Esto requiere un

mayor grado de especificidad en los modelos institucionales y la aceptación de que los procedentes de países desarrollados pueden estar contraindicados. No se trata de reinventar la rueda cuando la institución esté disponible y puede copiarse sin merma de efectividad, sino de buscar alternativas locales cuando la mera importación no pueda funcionar (lo que dependerá de factores de economía-política). El argumento principal es que el desarrollo institucional a gran escala requiere un proceso de descubrimiento de necesidades y capacidades locales. Desde este punto de vista, los entornos políticos participativos y descentralizados son los más efectivos para incorporar el conocimiento local (Rodrik, 1999: 3).

- En tercer lugar, es esencial adaptar las operaciones de cooperación

a la lógica de la reforma institucional y no al contrario. Esto

supone, en primer lugar, la realización de programas de medio y largo plazo, entre tres y cinco años (World Bank, 2000), que incorporen

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operaciones de diferente naturaleza, de carácter financiero y no financiero. Las reformas de la institucionalidad política, por ejemplo, dependen más de voluntades que de capacidades, pudiendo asociarse a créditos sectoriales, bien entendido que el objetivo de la condicionalidad debería limitarse a profundizar en el reconocimiento de derechos políticos o el perfeccionamiento de los contrapesos y equilibrios, en lugar de forzar la adopción de modelos concretos. Las reformas administrativas, como mezcla de voluntad y capacidad, se prestan mejor a cooperaciones técnicas, singulares o asociadas préstamos sectoriales de medio plazo, condicionados a la consecución de resultados tangibles de eficacia y eficiencia.

En segundo lugar, la implantación de los proyectos tiene que ser sensible a la lógica de una “elaboración más detallada”, propia del cambio adaptativo, y no de ejecución mecánica de términos de referencia. Esto exige capacidades de seguimiento y evaluación sobre el terreno que permitan modificar la estrategia de intervención en función de cambios en las hipótesis de partida. No hay que olvidar que el tiempo del cambio es el de la organización que se transforma, no el del proyecto, lo que, en circunstancias de elevada incertidumbre, hace imprescindibles reprogramaciones periódicas del alcance y contenido del proyecto.

- En cuarto lugar, hay que ampliar y renovar las técnicas aplicadas

al desarrollo institucional. El repertorio tradicional, básicamente el

diseño e implantación de sistemas formales (puestos, estructuras, procedimientos y mecanismos de control), junto a la capacitación y los incentivos monetarios, no es evidente que sea suficiente. En un trabajo de investigación empírica, Grindle y Hilderbrand (1995), destacan que la cultura organizativa es mucho más importante a la hora de influir sobre el rendimiento que las estructuras de remuneración y control. Sus conclusiones expresan que “las organizaciones que mejor funcionan tienen culturas que destacan la flexibilidad, la participación, el trabajo en equipo, las normas profesionales compartidas y un fuerte sentido de misión”. Del mismo modo, la insistencia en la capacitación está basada en suponer que las organizaciones carecen de conocimientos y habilidades para realizar sus funciones; la evidencia recogida en este trabajo apunta a que las disfunciones en materia de recursos humanos se derivan mucho más de la falta de aprovechamiento del personal capacitado que de la falta

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de capacitación. De nuevo, las exigencias de proyectización del desarrollo institucional para darle un contenido específico, “duro”, perjudican la utilización de instrumentos de cambio más coherentes con las disfunciones profundas de las organizaciones.

- En quinto y último lugar, el desarrollo institucional es incompatible

con los enclaves de proyecto que se aíslan del entorno para proteger la ejecución de sus objetivos específicos, a costa de la lógica de conjunto de la institucionalidad pública. El efecto

agregado de estas plataformas de intervención, que crean incentivos para atraer y retener personal capacitado, puede ser altamente corrosivo en países de acusada debilidad institucional y fuerte dependencia de la cooperación (el sector público termina convertido en una colección dispersa y competitiva de unidades ejecutoras de proyectos internacionales).

Como alternativa a la construcción de la institucionalidad, Schiavo-Campo (2001: 735) propone destinar recursos en una doble dirección: a) reforzar las capacidades internas de coordinación y relación, promoviendo la disponibilidad de mayores flujos de información, sistemas de cooperación entre agencias y centros de diseminación; y, b) invertir en núcleos innovadores para la realización de funciones clave seleccionadas, que puedan introducir reformas y transmitirlas al conjunto a través de canales de información. El criterio de selección de estos núcleos, a diferencia de los enclaves, es su potencial de extender y multiplicar las nuevas prácticas en el conjunto de la institucionalidad administrativa. Como características propias de estos núcleos se pueden citar, su reducido tamaño, su estricta composición meritocrática y su aprovechamiento del talento local.

III. CONCLUSIONES

El redescubrimiento de las instituciones es una buena noticia para la teoría y para la práctica del desarrollo, especialmente por el hecho de venir impulsado por un movimiento científico que ha permitido superar muchas de las limitaciones y los prejuicios de la vieja teoría institucional. Sin embargo, como en otras de las encrucijadas del desarrollo, la voluntad no debe sobrepasar el entendimiento, tal y como advertía Hirschman. Disponemos de evidencias limitadas sobre lo que funciona y lo que no funciona, pero éstas

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