• No se han encontrado resultados

Los populismos de mediados del siglo XX en el Perú

N/A
N/A
Protected

Academic year: 2020

Share "Los populismos de mediados del siglo XX en el Perú"

Copied!
37
0
0

Texto completo

(1)

1

Los populismos de mediados del siglo XX en el Perú

José Ignacio López Soria

Contribución a un libro sobre pensamiento y movimientos políticos del Perú del siglo XX que ha dirigido Sinesio López y está en prensa en la PUCP.

1. Introducción

Cuando, en las primeras décadas de las segunda mitad del siglo XIX, el campesinado ruso y los intelectuales que se pusieron de su lado (naródniki) se echaron a andar y se atrevieron a levantar el puño contra sus amos y contra los zares, exigiendo un trato digno y hasta la propiedad de la tierra, no imaginaban que estaban iniciando un tipo de movimiento social que brotaría en muchos otros países y que pronto sería bautizado como “populismo”. Ya el primer populismo, aunque centrado en la justicia agraria, era portador de demandas que tenían que ver con la organización social y política, la vigencia de valores éticos, la valoración de las expresiones culturales del pueblo, la importancia del reconocimiento en la construcción de la identidad, etc. No es raro, por tanto, que además de sus rostros políticos (aquí el plural no es fortuito), el populismo se haya manifestado también en el mundo de los valores y del arte.

Como es sabido, del populismo hay una gran variedad de definiciones. Para un notable intelectual y político como Fernando Enrique Cardozo, “el populismo es una forma insidiosa del ejercicio del poder que se define por prescindir de la mediación de las instituciones, del Congreso y de los partidos, y por basarse en la relación directa del gobernante con las masas, cimentada en el intercambio de dádivas.” (Cardozo, 2006). Esta primera definición, que evidentemente se inscribe en el ámbito de las visiones despectivas del populismo, pone el acento en el ejercicio del poder, desconociendo las otras variables que intervienen en ese fenómeno social que conocemos como populismo.

Más ricas que esta fácil descalificación del populismo, tan frecuente en la historiografía política y en la política misma, me parecen las reflexiones de quienes lo consideran un fenómeno social multidimensional que hunde sus raíces en el proceso histórico y es portador de una propuesta de refundación de la política. El situarse en esta perspectiva no significa desconocer que ha habido populismos de todo tipo, incluidos aquellos que consisten en manosear las esperanzas del pueblo para legitimar procedimientos irregulares y hasta dictatoriales de acceso, mantenimiento o ejercicio del poder.

Para aproximarse al populismo con otra mirada, me parece importante proponer algunas consideraciones. Todo orden social necesita una fundamentación, pero ese fundamento no es ya –como se creía y se quería- permanente y necesario sino efímero y contingente [1]1. Esta consideración con respecto al fundamento lleva a la necesidad de distinguir

entre lo político como el momento instituyente (fundacional) de la sociedad o principio de autonomía política, y la política como discurso y forma de acción particulares. Lo político funda, pero ese fundamento se retira en el momento mismo de instituir lo social y aparecer la política. Queda, así, la política desprendida de un fundamento al que siempre remite sin lograr nunca atraparlo por el carácter abismal de la diferencia entre lo político (momento de la fundación) y la política (momento de la actuación). No es raro, por tanto, que lo político (el fundamento) quede invisibilizado porque no es fácil

(2)

2

tematizarlo discursivamente , y lo que no es lenguaje es difícilmente aprehensible. Y no es extraño tampoco que la política, siempre concreta, no cumpla a plenitud lo prometido, porque, independientemente de las promesas de cumplimiento verificable, la política remite a un fundamento que no se manifiesta sino como ausencia.

Hay que añadir, además, que lo político, por ser el momento instituyente de lo social, remite a la red institucional, las relaciones sociales y la construcción de la subjetividad y, por tanto, no deben limitarse sus efectos (en realidad, los efectos de su ausencia) a lo que tradicionalmente se entiende como política. Lo político deja su huella en las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y la vida cotidiana, mientras que la política, en la perspectiva moderna, queda reducida a la condición de subsistema social encargado de gestionar racional y formalmente la convivencia. No es infrecuente, por eso, que el estudio de la política quede reducido al análisis de la racionalidad y la formalidad de esa gestión de la convivencia, sin atreverse a explorar las huellas de lo político.

Situados en esta perspectiva es, sin duda, enriquecedor entender el populismo en la línea de la propuesta epistemológica de Ernesto Laclau, especialmente, en La razón populista

(Laclau: 2006). Laclau liga el populismo, sin desconocer “la vacuidad del concepto” ni “la imprecisión de sus límites”, a la lógica de formación de identidades colectivas. “El populismo –dice resumiendo su posición- es, simplemente, un modo de construir lo político.” (2006: 11), a partir de demandas colectivas. Se trata, por tanto, de un fenómeno multiforme y multifuncional que aparece como “una posibilidad distintiva y siempre presente de estructuración de la vida política.” (2006: 27-28) y que, por tanto, no debe ser entendido, como suele hacer la historiografía política, en términos de anormalidad, desviación o manipulación. Más que los contenidos y las formas discursivas de las demandas, o la estructura de la organización y las relaciones entre líderes y pueblo, lo que interesa, en el caso de los populismos es la racionalidad social que expresan, es decir las diversas formas de participación popular (momento performativo de lo social y constituyente de lo político) tanto en los dominios de las políticas mismas cuanto en los demás campos de la vida social, las relaciones sociales y la construcción de la subjetividad y la identidad. Porque, si bien es cierto que los populismos suelen caracterizarse por la vaguedad, imprecisión, ambigüedad, simplificación dicotómica, etc. , también es cierto que ellos suelen ser portadores de demandas y propuestas que remiten a más allá de las políticas para adentrarse en el huidizo mundo de lo político, lo socialmente constitutivo.

(3)

3

populares, los populismos buscan ampliar y fortalecer la presencia de estos sectores en las diversas esferas de la vida pública, especialmente en la política a través de la ampliación de los derechos ciudadanos y el fortalecimiento del Estado nacional. Si son promovidos por el poder establecido (y ello no es infrecuente), los populismos apuntan a incorporar a más beneficiarios de los servicios públicos para contentar a las masas y crear lazos de clientelaje. No deben confundirse los conceptos de izquierdismo y populismo porque, como bien se sabe, hay populismo de muy diversos tipos: de izquierda y de derecha, liberal y autoritario, democrático y dictatorial, oligárquico y antioligárquico, etc. Los populismos son, tanto para las élites como para los sectores subalternizados, procesos de aprendizaje y procesamiento de experiencias políticas, culturales, etc., en los que se reorganizan las formas de gestionar la convivencia social.

Basten estas breves referencias para aclarar que nos aproximaremos aquí al populismo principalmente en su manifestación en el terreno de la política, pero sin dejar de considerar el ámbito de lo político y de la lógica de formación de identidades colectivas [2].

2. Populismos latinoamericanos

Desde la aparición en 1973 de Populismo y contradicciones de clase en Latinoamérica

(Germani, Di Tella & Ianni, 1977) se han escrito cientos de libros y artículos sobre nuestros populismos. Germani (1977: 12-37) [3] aborda el estudio desde la vieja dicotomía sociedad tradicional / sociedad moderna, entendiendo el populismo como expresión política de la participación de los sectores populares, herederos de la sociedad tradicional, en la sociedad moderna, especialmente en el ámbito de la política, a través de una estrategia de movilización, seguida de otra de integración. Se logra, así, pasar de “democracias representativas de participación limitada” a democracias de representación extensa y, finalmente, de participación total. Las categorías conceptuales (sociedad tradicional, sociedad moderna) o procedimentales (movilización, integración) son válidas, según Germani, para analizar la ampliación de la participación democrática tanto en Europa occidental como en América Latina. En Europa el proceso de movilización e integración de los sectores populares se efectuó tanto en el terreno político como en el económico-social, concretándose en el “estado de bienestar” y el consumo masivo. En los países “de desarrollo tardío”, como los nuestros, la implantación del patrón europeo encontró serias dificultades por el carácter incipiente del desarrollo industrial, la asincronía de los procesos de transformación y las diferencias en el contexto global y el ambiente histórico De este último aspecto, por ejemplo, conviene subrayar que, en el caso de Latinoamérica, la “integración” de los sectores populares ocurre en una época en la que el ethos de la producción está siendo sustituido por el del consumo (Bell, 2004), el “bienestar” está comenzando a ser considerado no solo como una situación deseable sino como un derecho exigible, existe una cierta y contrapuesta variedad de modelos de desarrollo (liberal, socialista, fascista, antiimperialistas, diversos tipos de modelos autoritarios, etc.) y, frecuentemente, la lógica del nacionalismo se cuela en la mayor parte de las propuestas políticas, incluidas las de los sectores populares. Las élites revolucionarias de la época, termina afirmando Germani, aprovechan el nacionalismo imperante para interpretar las demandas populares en clave nacionalista.

(4)

4

presenta en las “zonas subdesarrolladas del mundo” como consecuencia de la falta de perfiles claros en el liberalismo y en el obrerismo. Se trata, por tanto, de un concepto que traslude improvisación, irresponsabilidad y corta duración, y que se aplica a realidades políticas muy diferentes. Los populismos recogen las aspiraciones incentivadas y no satisfechas de pueblos que quieren tener participación en las decisiones sin estar dispuestos a tributar. Esas aspiraciones son fácilmente manipuladas por resentidos sociales que no lograron el reconocimiento esperado. El populismo termina siendo la expresión política del encuentro entre resentidos sociales (los líderes) y masas insatisfechas (el pueblo), en países en los que son débiles las alternativas liberales y socialistas y se pueden izar fácilmente banderas nacionalistas frente al imperialismo. En estos países -los subdesarrollados- la falta de sectores medios y la concentración del poder en una reducida clase alta abonan el terreno para el surgimiento de populismos. Según el origen social y el tipo de aspiraciones que encaucen, los populismos pueden desembocar en propuestas políticas muy diversas, desde tradicionalistas y conservadoras hasta reformistas y revolucionarias.

Di Tella establece cuatro tipos de partidos populistas. El integrativo policlasista -cuyo ejemplo paradigmático es el PRI de México y que se advierte también en el gobierno de Getulio Vargas en Brasil- se centra más en el desarrollo económico que en la reforma social y atribuye especial importancia a la intervención del Estado en la economía. El tipo “aprista” se basa en el apoyo de la clase obrera sindicalizada y la clase media. Además del APRA de Haya de la Torre, di Tella considera como partidos del tipo “aprista” a Acción Democrática (Venezuela), Partido Revolucionario Democrático (República Dominicana), Partido de Liberación Nacional (Costa Rica), Partido Revolucionario (Guatemala), el Movimiento Nacionalista Revolucionario (Bolivia). El tercer modelo de populismo es el de los partidos reformistas militaristas o nasseristas, que expresan la rebelión de las fuerzas armadas contra el orden imperante. En América Latina se advierten rasgos de este modelo en el peronismo argentino, el gobierno de Rojas Pinilla (Colombia), el partido de Odría (Perú). Finalmente, los partidos social-revolucionarios, cuyo ejemplo por antonomasia en Latinoamérica es el castrismo, y que se construye a base del apoyo de obreros, campesinos e intelectuales de izquierda. En los países más desarrollados de América Latina (Argentina, Uruguay y Chile) no surge el populismo clásico porque tienen índices más elevados de alfabetismo, urbanización, industrialización y organización social. El peronismo, sin embargo es populista y es argentino, pero se trata de un populismo sui generis porque, a diferencia de los otros populismos, consiste esencialmente en un movimiento de la clase trabajadora rural y urbana conducido por una pequeña élite militar e intelectual.

(5)

5

comunitarias y apropiándose de usos y valores urbanos. Ahí, en el medio urbano, es en donde se desarrollan los dos tipos de populismo: el de la burguesía y las clases medias, que manipula las conciencias y demandas de las masas trabajadoras y de los sectores de la clase media baja para favorecer intereses burgueses; y el de las propias masas (trabajadores, migrantes, universitarios radicalizados, clase media baja, etc.). Entre ambos suele darse, inicialmente, una cierta convergencia, pero ella llega a su fin cuando las contradicciones se agudizan y las masas comienzan a asumir posiciones revolucionarias. “En estas situaciones ocurre la metamorfosis de los movimientos de masas en lucha de clases.” (Ianni, 1977: 88). Se consuma, así, la ruptura entre los dos tipos de populismo y ello lleva, como lo muestra la historia latinoamericana, a dictaduras civiles o militares de signo burgués o a dictaduras de la clase obrera. No debe perderse de vista, sin embargo, que lo más notable de los populismos es haber contribuido a la liquidación de los Estados oligárquicos y a recrear la estructura de clases de nuestras sociedades.

Como dije al inicio, después de estas primeras aproximaciones al populismo en América Latina, son muchos los estudios que este fenómeno ha merecido. Entre los relativamente recientes figura el artículo “Los orígenes del populismo latinoamericano: una mirada diferente” de Osmar Gonzales (2007), en el que este estudioso peruano revisa la amplia literatura sobre el tema. Como conclusión de la revisión, Gonzales considera que algunas de las características del populismo latinoamericano son las siguientes: la relación entre la emergencia de nuevos sectores sociales y la crisis de los sistemas oligárquicos; la ausencia de representación política propia de esos sectores emergentes; las relaciones clientelares y la manipulación de las expectativas de las masas por parte de los líderes; el carácter frecuentemente policlasista de la ideología populista; la atribución de centralidad al Estado; la posibilidad de unidad simbólica entre los miembros de la sociedad y el Estado; y la relación con los procesos de democratización, industrialización y construcción de Estados nacionales autonómos.

En el artículo mencionado, Gonzales sostiene que se dio en América Latina una especie de “populismo temprano” con los gobiernos de José Batlle y Ordóñez (Uruguay, 1903-1907), Guillermo Billinghurst (Perú, 1912-1914), Hipólito Yrigoyen (Argentina, 1916-1922) y Arturo Alessandri (Chile, 1920-1925). En esta primera aparición, los populismos están más asociados al crecimiento económico del sector agroexportador, en el marco de la matriz liberal, que a la industrialización; surgen en momentos de transición y socavan la legitimidad de los regímenes oligárquicos sin lograr derrumbarlos; se proponen reconstruir el Estado sobre bases más amplias, incorporando la participación de los sectores sociales tradicionalmente subalternizados e impulsando la industrialización; dejan una huella más profunda y duradera en los países (Uruguay y Argentina) en los que se consigue aprobar reglas de juego y se institucionalizan los partidos políticos; y ponen de manifiesto el carácter ahora ya no prescindible de nuevos sujetos colectivos que acceden a la arena política con requerimientos de nuevas formas de representación y de ejercicio cabal de la ciudadanía. Pero esta primera presencia de los sectores populares en el ámbito político –que recoge experiencias anteriores de organización de estos sectores sociales- es tolerada mientras no ponga en riesgo el orden oligárquico todavía imperante. Cuando este riesgo se agudiza, el recurso es la represión en la forma de dictadura regresiva o modernizante.

(6)

6

1929, y apunta a la industrialización a través del conocido modelo de sustitución de importaciones. México, Brasil y Argentina son los países que se adelantan en este proceso, haciendo que la industrialización y la agroexportación se complementen y que las burguesías nacionales reformulen sus alianzas con las multinacionales y los centros externos de poder. En México, este segundo populismo se hizo presente con el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), un típico líder carismático que impulsa la industrialización, el nacionalismo (económico, político y cultural), la organización de los obreros y campesinos, la atribución al Estado del carácter de árbitro para facilitar la conciliación entre las clases sociales, etc. En Brasil, Getulio Vargas (1930-1945 y 1950-1954) cultiva con esmero la relación directa con las masas y hace que el Estado asuma la conducción del desarrollo industrial poniendo en marcha un agresivo proceso de modernización que tiene como pilares fundamentales la surgente burguesía industrial urbana y la antigua oligarquía agrícola, sin que ello signifique que se desconozca la incorporación de importantes sectores de las capas medias y populares al proyecto populista. En Argentina, ya en la etapa del “populismo prematuro”, durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen (1916-1922), de la Unión Cívica Radical, las capas medias y los sectores populares habían logrado incorporarse al sistema político. Esta tendencia se acentúa en el segundo gobierno (1928-1930) y se consolida con Juan Domingo Perú (1946-1955), especialmente en el primer gobierno (1946-1952). El gobierno peronista, bajo el liderazgo indiscutido de Perón, hizo que el Estado desempeñase la función de árbitro y conciliador en los conflictos de intereses entre los sectores sociales, amplió y fortaleció la clase media, mejoró la calidad de vida de los trabajadores asalariados e incorporó a la legislación importantes derechos laborales y sociales, facilitó la presencia de las organizaciones sindicales en el espacio público y promovió un nacionalismo de índole antiimperialista.

(7)

7

empeño en ligar crecimiento y equidad, la necesidad de gestionar con cordura las vulnerabilidades externas y los marcos regulatorios e incentivos internos, el cultivo del capital social, físico y cultural, y la aprobación de políticas públicas para fomentar la complementariedad entre Estado, mercado y otros agentes comunitarios.

Pese a este sembrío de buenas intenciones, lo cierto es que, avanzando el tiempo, por diversos caminos –sin excluir las dictaduras- y con el apoyo de los centros de poder del sistema mundo en recomposición, se hizo presente en América Latina un agresivo “neoliberalismo”. Los grupos internos y externos empeñados en afincar esta orientación tanto en la realidad como en nuestra episteme se propusieron acabar con los populismos en América Latina y atribuirles todos los males sociales. Para ello fue necesario ligar el populismo, simultánea o sucesivamente, al izquierdismo, el autoritarismo, las dictaduras, la irresponsabilidad política, el chauvinismo, la ineficiencia empresarial, el atraso técnico, la corrupción, la inequidad social y a todo lo que debía ser evitado para allanar el camino no propiamente al progreso de signo ilustrado sino al crecimiento que resulta de abrir de par en par las puertas al mercado transnacional de capitales y productos. Y, así, el catecismo neoliberal, para fortalecer la fe en el paraíso del mercado, creó un infierno, el populismo, reunión de todos los males sin mezcla de bien alguno.

3. Problema de diseño

Desde el diseño, el Perú republicano arrastra un problema que no ha resuelto y que los sucesivos tenedores del poder no han enfrentado en serio: la construcción de una república que comprenda como ciudadanos enteramente a todos los pobladores. Eso a lo que llamamos Estado-nación, que supone que el pueblo se siente hablante y no sólo hablado en el Estado, o se sabe representado y reconocido por el Estado, no se ha realizado nunca en el Perú. La élite criolla apostó por un orden republicano que no tocara el patrón de poder interno. A ello se añade que el Perú, en la primera mitad del siglo XIX, no fue funcional al industrialismo inglés (Cotler, 1970: 442).

Estos y otros componentes de los primeros tiempos de la etapa republicana impidieron que se constituyese una clase dirigente con el poder suficiente y la necesaria legitimidad como para construir un proyecto mayoritariamente aceptable de país. Esta ausencia allanó el camino a las aventuras militares de asalto al poder, hizo imposible que se consolidase una centralización política, dejó a la sociedad un tanto a la deriva y facilitó el sembrío de una cultura autoritaria.

Por otra parte, el hecho de que no se diseñase ni se realizase adecuadamente el Estado-nación –ni en clave homogeneizadora ni, menos aún, como convivencia intercultural [6]- ha traído como consecuencia que partes significativas (y hasta mayoritarias) de la población hayan quedado física y simbólicamente excluidas o, mejor, incluidas en la condición de “subalternas” en el mundo de “lo oficial”. No es casual, por cierto, que todavía hoy la inclusión, como discurso o como práctica, siga siendo un recurso al que recurren los políticos (y, actualmente, los inversionistas) necesitados de legitimidad social.

(8)

8

había sido diseñado en el ámbito del primer civilismo, el de Manuel Pardo. Años más tarde, a fines del siglo XIX, un civilismo reconstruido, que miraba del Perú hacia fuera más que hacia dentro, puso en la “modernización” de los subsistemas de producción y del mercado las bases de un capitalismo económico que fuera compatible con un Estado oligárquico[7]. Para ello fue necesario atenerse a la idea de modernización, dejando de lado la de “progreso” que había orientado las miras del primer civilismo y alimentado la práctica teórica de la “ciudad letrada” del último tercio del siglo XIX.

Pero esa rearticulación del patrón oligárquico de poder no pudo tampoco construir su hegemonía ni ocupar enteramente el espacio político porque ese espacio, desde fines del siglo XIX e inicios del XX, comenzaba a estar habitado también, física y simbólicamente, por organizaciones (comunitarias, asociativas y gremiales primero y, luego, sindicales y partidarias) de campesinos, artesanos, asalariados del campo, mineros, obreros y grupos medios urbanos. Si el mundo de la vida, especialmente en el caso urbano, era ya testigo de la presencia de estos diversos actores sociales, el horizonte de sentido comenzaba también a estar poblado de mensajes que eran portadores de sus demandas y agendas y estaban organizados a base de códigos lingüísticos ajenos a la racionalidad oligárquica. Ello hizo que, por primera vez en el Perú, se produjese, en las primeras décadas del siglo XX, un juego de lenguajes (idealistas, positivistas, vitalistas, tecnicistas, anarquistas, anarcosindicalistas, socialistas, policlasistas, indianistas, americanistas, etc.) que apuntaba a la necesidad de rediseñar los términos de la convivencia. Ese juego de lenguajes es el ámbito en el que los nuevos agentes sociales comienzan a constituirse en sujetos colectivos que emprenden la tarea, no fácil, de dar con (o inventarse) lo que los articula sin desconocer lo que los diferencia. No es difícil imaginar que, inicialmente, lo articulador sea más aquello a lo que se oponen, el Estado oligárquico, que el sentido de la pertenencia a una comunidad histórica. Se va, así, formando “el pueblo” en la medida en la que esos sectores sociales se van convirtiendo en actores políticos.

Mientras estas organizaciones van constituyéndose y apareciendo en el espacio público, el Estado se moderniza “a lo Leguía”, el capital extranjero sigue ganando terreno (en el comercio, las finanzas, las explotaciones mineras y agrícolas y hasta la naciente industria manufacturera), la burguesía nacional, sin renunciar a su condición primigenia de intermediaria del capitalismo transnacional, apuesta por una tímida industrialización, y la élite intelectual de la “ciudad letrada” (J. Basadre, V. A. Belaúnde, V. R. Haya de la Torre, J. C. Mariátegui, J. de la Riva-Agüero, L. Castillo, L. E. Valcárcel y U. García, por recordar sólo a los referentes más visibles) procesa políticamente, en diversas claves, lo que está aconteciendo y desde este diverso procesamiento reformula la historia del Perú y la “promesa de la vida peruana”.

(9)

9

social y permite que se revele la colonialidad del poder y del saber que subyace como lo político o fundamento de las políticas existentes. La “crisis epistemológica”[8] se manifiesta claramente en que la élite letrada piensa la política y construye la historia del Perú desde perspectivas muy diversas a las del siglo XIX. Puede decirse que la política y la historiografía del XIX son fruto de una investigación constituida por la tradición (una tradición atravesada de colonialidad), mientras que la política y la narrativa histórica del XX comienzan a dar muestras de una indagación constitutiva de una nueva tradición, un esfuerzo que se traduce en formular problemas no resueltos, descubrir en el espacio público nuevos sujetos colectivos y nuevas agendas y explorar otros territorios físicos, sociales y simbólicos para pensar lo político. Diríase que la “racionalidad” colonial, asumida como sólido fundamento de la política, comienza a debilitarse y perder legitimidad, lo que exige la búsqueda e invención de nuevos discursos para legitimar las prácticas políticas.

La no presencia de los sectores medios y populares en el diseño de república de las primeras décadas del siglo XIX ha llevado a dar el nombre de “populismo” al fenómeno de incorporación de estos sectores y sus variadas demandas al ámbito político [9]. Hablando en términos ilustrados, el “pueblo” no estuvo presente en el primer diseño de la república porque simplemente no existía todavía; lo que sí existía era la “plebe” y ella participó activamente en la creación de las condiciones necesarias –las guerras de independencia- para la construcción de la república, pero esa plebe –no constituida todavía en pueblo- no fue invitada a participar ni en el diseño ni en la construcción de la república. No podía tampoco la plebe forzar su participación porque como tal, como plebe, era portadora de demandas e intereses colectivos pero particulares. Recuérdese que el intento de Túpac Amaru por universalizar esas demandas e intereses para transformar a la plebe andina en pueblo, había sido literalmente descuartizado en la plaza mayor del Cusco. Ese recuerdo era más que suficiente para que los criollos impidieran por todos los medios la organización y participación política de los sectores populares. Cuando estos, ya en el siglo XX, comienzan a descubrir lo que había de equivalente entre ellos y a asomarse a la política, va quedando en claro, aunque lentamente, que su demanda esencial era nada menos que rediseñar el modelo de convivencia social. A la presencia en el ámbito de “la política” de aquello que en el ámbito de “lo político” se va constituyendo azarosa y huidizamente es a lo que se nos ha enseñado a llamar populismo.

4. El primer asomo populista

En la segunda década del siglo XX, la plebe estaba comenzando a organizarse ella misma en clave moderna. Los nuevos sujetos colectivos (mineros andinos, trabajadores agrícolas, obreros textiles, artesanos urbanos …), más allá de sus diferencias, estaban encontrando lo que tenían en común y, por tanto, universalizando, a su manera, sus propias particularidades para convertirse en pueblo. Esta historia ha sido narrada en detalle por Denis Sulmont (1977 y 1979). Por ella sabemos que a inicios del siglo XX los artesanos estaban convirtiéndose en trabajadores (proletarios) de la naciente industria y haciendo que sus organizaciones fueran pasando de mutuales a sindicatos.

(10)

10

al exterior. Diríase que están todavía encerrados en una particularidad que es todavía heredera de tradiciones corporativas y, consiguientemente, piensan la sociedad como un conjunto de corporaciones con escasos canales de intermediación. A diferencia de ellos, los proletarios (tipógrafos, panaderos, textiles y portuarios, entre otros) se organizan en sindicatos no para auxiliarse mutuamente sino para defender sus intereses frente a un enemigo externo. La conciencia cada vez más clara de sus intereses y la identificación del enemigo (la modernizada oligarquía gobernante) hacen que los trabajadores fabriles, en el proceso de creación de sindicatos, se vayan pensando a sí mismos como componente no sustituible del orden social capitalista. Es decir, comienzan a mirar el mundo desde una particularidad abierta a la totalidad y, por tanto, empiezan a sentar las bases, organizativas y de conciencia, para transformarse en pueblo.

Cuando estaban todavía en ese proceso, los sectores populares, unidos a universitarios y capas medias urbanas, se vieron entre obligados e invitados a irrumpir en el escenario político, todavía casi como hueste, a favor de aquella facción de la oligarquía que coqueteaba con el lenguaje populista y le discutía el poder precisamente a aquella otra facción a la que los sectores populares estaban comenzando a identificar como su enemigo común. Nos referimos en el primer caso a Billinghurst, cuyo gobierno (1912-1914) ha sido considerado por Osmar Gonzales (2007) como el primer asomo de populismo en el Perú, y por Contreras y Cueto (2004: 202) como un “breve y accidentado experimento populista”. Antes que estos autores, Basadre (1968: XII, 214), refiriéndose a la frustración de las elecciones presidenciales de mayo de 1912, había señalado que “Por primera vez en el siglo XX el pueblo apareció como actor decisivo en la escena política.” Es más, esa presencia popular en el espacio público fue considerada por no pocos como una “prueba abrumadora” de un apoyo mayoritario a Billinghurst, lo que debía obligar al Congreso a decidir el asunto de la presidencia a favor del ex alcalde de Lima. Y, así, “ … el candidato auspiciado por la simpatía popular fue ungido, al margen de la Constitución, por un Parlamento de origen discutible …” (Basadre, 1968: XII, 218). El nuevo presidente había dado ya muestras, siendo alcalde de Lima, de su preocupación por los sectores más pobres de la ciudad. La simpatía que suscita entre los sectores populares permite a Billinghurst encabezar un vasto movimiento que, al decir de Basadre, implicaba la franca revuelta del “país popular” contra el “país legal”. Es decir, la legitimidad para gobernar le llega a Billinghurst no de la legalidad establecida sino del movimiento popular. No era esta, por cierto, la primera vez que en el Perú el gobernante encontraba la legitimidad en el plebiscito, pero sí era la primera vez que los sujetos colectivos de esa abigarrada “plebe” estaban ya en un proceso de organización y transformación en “pueblo” o agente político institucionalizado. Fiel a este proceso de legitimación, Billinghurts no solo proclama que el suyo será un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sino que lleva adelante acciones y consigue la aprobación de normas que benefician a los sectores populares, como la ampliación de la ley de accidentes de trabajo, el desarrollo de la instrucción, la construcción de casas para obreros, la lucha contra la desocupación, la implantación de la jornada de trabajo de 8 horas, la reglamentación de las huelgas, etc.

(11)

11

poderes locales y que, por otra parte, no hacía concesiones a los sectores sociales considerados como “subalternos”. Para estos sectores se reservaba la violencia, cada vez más profesionalizada, como instrumento para mantenerlos a raya. Pero, apoyado principalmente por las masas y los sectores medios urbanos, llega Billinghurst aireando ofrecimientos que respondían a demandas populares, como el abaratamiento de las subsistencias, la reducción de los alquileres, la construcción de viviendas populares, el ordenamiento de la normativa laboral y hasta el reconocimiento de derechos ciudadanos a los sectores subalternizados. No es difícil imaginar que estas “concesiones” populares, especialmente las dos últimas, por un lado, atentaban contra la matriz oligárquica del poder debilitando sus instituciones tutelares (ejército, parlamento e iglesia) y, por otro lado, iniciaban el largo recorrido hacia un Estado de más ancha base.

Este primer asomo de populismo no pudo sostenerse. Como tantas otras veces antes y después, no faltó un militar aventurero, Oscar R. Benavides (1914-1916), dispuesto a restablecer el orden oligárquico aprovechando el debilitamiento de las relaciones entre Billinghurst y las masas populares. Benavides puso en “orden” la casa, pero lo que no pudo hacer fue interrumpir la acumulación de experiencia por los sectores populares y medios en cuanto a organización y elaboración ideológica y cultural (la prensa de corte anarquista, anarcosindicalista y hasta socialista fue particularmente rica en las dos primeras décadas del siglo XX, como lo fue también la constitución de federaciones artesanales y obreras). Menciono la prensa y las federaciones para hacer caer en la cuenta de que el partido se juega en dos canchas, la de la realidad y la del mundo simbólico.

El gobierno “semipopulista” de Billinghurst fue interrumpido violentamente, pero los sectores populares siguieron construyendo organización, trabajando equivalencias entre ellos e identificando al adversario, en consonancia con el crecimiento de las exportaciones, el incipiente desarrollo fabril y el arranque del proceso de constitución de una burguesía industrial urbana.

Lo que ocurre luego, ya en las décadas 1920 y 1930, es difícilmente entendible sin tener en cuenta este proceso tríplice de organización, exploración de equivalencias e identificación de un adversario común por parte de los sectores sociales que encontrarán en las propuestas apristas y socialistas el camino para su incorporación al ámbito de la política. No corresponde a este capítulo desarrollar esta etapa de nuestra historia política, pero no puedo dejar de decir que los años veinte y treinta del pasado siglo son aquellos en los que, cumplida la fase formativa, los sectores populares y urbanos medios dan pasos decisivos para su transformación de plebe en pueblo. Es decir, este grupo social se va constituyendo enteramente en actor político aunque su presencia no sea reconocida legalmente o aceptada solo como “huésped tolerado” y transitorio en el ámbito político. Un intento grosero de manipulación de esa presencia es el ensayo fascista de los años treinta, especialmente de lo que he llamado (López Soria, 1981) el fascismo popular y el fascismo aristocrático, porque el otro fascismo, el mesocrático, hasta puede entenderse como un paso en el acceso de los sectores medios profesionalizados al ámbito de la política.

5. El segundo populismo

(12)

12

modelo exportador que con el desarrollo industrial. Sin embargo, llegó tarde al llamado “populismo clásico”, ese populismo que tuvo lugar en América Latina después de la crisis de 1929 e incluso durante y después de la 2ª Guerra Mundial en el marco del proceso de articulación y complementación de la agroexportación y la industrialización. Pero el hecho de que en el Perú no se constituyera un populismo del tipo de Cárdenas en México (1934-1940), Vargas en Brasil (1930-1940 y 1950-1954) y Perón en Argentina (1946-1955), no quiere decir que las masas estuviesen ausentes de la escena política. Es más, ya en la segunda mitad de la década de 1920 el movimiento social peruano, bajo el liderazgo de políticos de tamaño continental como Haya de la Torre y Mariátegui, había conseguido posicionarse claramente en la escena pública. Este posicionamiento llevó a los sostenedores del patrón oligárquico a recurrir a dictaduras, hasta 1939, para evitar su desmoronamiento e impedir el avance de los sectores medios y populares, aunque para ello tuviesen que recurrir a medios tan poco sutiles como el artículo 53 de la Constitución Política de 1933: “El Estado no reconoce la existencia legal de los partidos políticos de organización internacional. Los que pertenecen a ellos no pueden desempeñar ninguna función política.”

Si por populismo entendemos no solo una manera de llegar al poder político y ejercerlo, sino también la construcción que hacen las masas populares de su propia identidad como “pueblo” fortaleciendo lo que hay de equivalente en sus múltiples y heterogéneas demandas y poniendo esa equivalencia en la agenda política (Laclau, 2006), es evidente que el populismo estuvo presente y activo, aunque fuese veladamente, en el escenario político peruano de los años treinta y cuarenta del pasado siglo. De hecho, con el gobierno constitucional de Manuel Prado (1939-1945) aumentaron las organizaciones sindicales. El proceso de organización de los sectores populares se hizo más intenso y visible durante el gobierno de Bustamante y Rivero (1945-1948), quien llegó al poder “respaldado por las fuerzas ‘progresistas’, y básicamente el APRA.” (Cotler, 1985: 249), en un contexto mundial marcado por la victoria de los “aliados” frente a las dictaduras fascistas.

El triunfo del entonces sector progresista fue tan abrumador y la euforia tan grande que la oligarquía temió que hubiese llegado su fin. Desde el comienzo del gobierno de Bustamante, los trabajadores se echaron a crear organizaciones sindicales, los estudiantes universitarios redoblaron su empeño para reimplantar el cogobierno y recuperar la capacidad de tacha de los profesores, nuevos comunicadores y medios de comunicación social se encargaron de dar forma escrita a las reivindicaciones de los sectores medios y populares, etc.

(13)

13

apropiadas a los “pueblos de nuestro continente”; tienen, además, que suscitar formas culturales peculiares de los “pueblos indoamericanos”. Para ello gozan de autonomía pedagógica, administrativa y económica. Esa autonomía es aprovechada para fortalecer las organizaciones estudiantiles, pero también, para modernizar la enseñanza y orientarla según las necesidades del país. Por ejemplo, en el caso de la Escuela de Ingenieros (la actual UNI), los vientos de renovación se advirtieron en la apertura al urbanismo y la planificación, la inclinación por las corrientes de la modernidad en arquitectura (Le Corbusier y la Bauhaus, principalmente), la incorporación de la cultura en el quehacer institucional, la orientación de las ingenierías hacia la industrialización y una adhesión casi religiosa a la racionalidad del bienestar (López Soria, 2003; Rodríguez Valencia, 1999).

Es importante aludir, aunque sea prietamente, a las transformaciones ocurridas en la educación superior durante el gobierno de Bustamante porque la reacción frente a la interrupción de esa dinámica de cambios con la dictadura de Odría contribuyó a generar el clima propicio para la gestación de los “populismos civiles” y los socialismos de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. ¿Es acaso fortuito que Acción Popular, el Movimiento Social Progresista y la Democracia Cristiana, primero, y luego las agrupaciones de la nueva izquierda se diseñen, consoliden y abastezcan de líderes y partidarios en los predios universitarios? Siguiendo los postulados de la Reforma de Córdoba, los universitarios de la segunda mitad de la década de 1940 consiguieron convertirse en un actor colectivo más, con demandas diferenciadas pero cuyo trasfondo podría ser equivalente al de las demandas políticas de los sectores populares. En el proceso de descubrimiento/construcción de esa equivalencia se fueron gestando, reitero, los “populismos civiles” y las variadas tendencias del socialismo.

Pero los avances del populismo, especialmente en lo que este tenía de consolidación de los sectores populares como actores políticos, no fueron frenados solamente por el asalto de Odría al poder para restaurar el dominio de la oligarquía. Los dos partidos con predicamento, aunque desigual, en las masas populares y con capacidad para abrirles espacios de organización y acompañarlos en el proceso de construcción de lo “equivalencial”, el APRA y el Partido Comunista, se habían alejado de sus propósitos originales: el segundo -una vez desaparecido el liderazgo carismático de Mariátegui- por atenerse estricta y acríticamente a la cartilla estalinista, y el primero porque, ya desde el inicio de la década de 1940 y urgido por la necesidad de poner la tienda del lado de las democracias para no ser tildado de fascista, comenzó a abandonar su primigenio programa antiimperialista y antioligárquico. Esta ausencia de liderazgo en el ámbito popular se tradujo en la búsqueda descontrolada, por parte de estos sectores, de respuesta inmediata a sus contenidas demandas diferenciales. Se agitan las aguas en el mundo universitario, las calles se pueblan de huelguistas y en la clandestinidad se cocinan proyectos de revuelta popular y de insurgencia militar.

(14)

14

reconocimiento de derechos laborales tanto en las explotaciones agrarias y mineras como en la industria urbana; la extensión de los servicios públicos de salud y educación; la reformulación de la relación entre la oligarquía, la naciente burguesía y los sectores medios y populares; un ambiente internacional de innovación cultural y de experimentación política alimentado por la euforia posbélica; la existencia simultánea en América Latina de experiencias populistas relativamente exitosas; etc. Sin embargo, lo que de populismo se había comenzado a engendrar era todavía demasiado débil como para contener los afanes de la oligarquía de volver al control total del poder. El populismo “a medio hacer” no pudo contener las aventuras de rebeldía e insurgencia interna ni, mucho menos, resistir el zarpazo del “mandado” del momento, el general Odría, detrás del cual se agazapaban los poderes tradicionales.

No deja de ser significativo que, pocos meses después del golpe de Estado, en abril de 1949, Odría derogase el Estatuto Universitario (ley 10555) con el decreto-ley n° 11003, aduciendo para ello “Que la experiencia ha demostrado que el Estatuto Universitario (…) no se ha inspirado en normas científicas y culturales, sino que había sido un producto de la influencia demagógica predominante en el régimen anterior, …”. La dictadura sabía bien que la comunidad universitaria -especialmente el estudiantado y los profesores jóvenes- constituía un sujeto colectivo que era portador potencial de propuestas populistas y socialistas (“demagógicas” en el lenguaje oficial). Mantener a raya a este actor social era fundamental para la seguridad del renacido régimen oligárquico, especialmente porque las demandas de este sector, con un contenido más político (general) que gremial (específico), eran menos susceptibles de ser manipuladas que las de otros sectores sociales.

6. Populismo de la progresía

(15)

15

Quesada Cantuarias, afirma en un escrito de 1955 que “En realidad, nuestra época se distingue porque es una época de búsqueda, de desorientación, pero de aguda conciencia de sus aspectos negativos. El hombre actual es un hombre que experimenta en carne propia el fracaso de una gran teoría sobre sí mismo: el racionalismo europeo con todos sus derivados desde el liberalismo del laisser faire hasta el nazismo y el marxismo.”

(1969: 74). No es extraño, por tanto, que en esta situación de debilitamiento de los discursos tradicionales y de profundas transformaciones sociales se abran nuevas perspectivas políticas y surjan nuevas agrupaciones desde diversos sectores de la sociedad. En los medios obrero, campesino y de la juventud e inteligencia radicalizadas se desarrollan procesos de búsqueda y de constitución de agrupaciones políticas en el marco de las transformaciones que estaban ocurriendo en el Perú y de fenómenos globalmente influyentes como las desavenencias entre socialistas soviéticos y chinos, el posicionamiento del maoísmo, la revolución cubana y los vientos de renovación y de compromiso político que comienzan a soplar en el ámbito eclesial. En este contexto surge y se va consolidando lo que llamo “populismo de la progresía”, al compás de la formación de tres nuevas orientaciones y agrupaciones políticas: la democracia cristiana, el social progresismo y el acciopopulismo.

La democracia cristiana se construye una posición centrista colocando en los extremos a liberales y socialistas. De los primeros se distingue porque considera que la conducta humana debe atenerse a principios morales y no solo a intereses individuales, y porque atribuye al Estado la obligación de intervenir para evitar los desequilibrios e inequidades que produce el mercado. Pero, por otro lado, no acepta el materialismo socialista porque este no reconoce la primacía del espíritu y practica un estatismo excesivo que impide el desarrollo de la economía privada y el ejercicio de la libertad de las personas.

(16)

16

gracioso a las clases retrasadas o incultas, sino el pago de una deuda contraída con el pasado.” (1960; 13) El Perú tiene que dejar de lado el hábito de derrocar gobiernos reformistas, “… porque el ejército joven está ya harto de que se le haga instrumento de aventuras políticas reaccionarias.” (1960: 14) Además, las masas se están impacientando, como muestran los acontecimientos reformistas que están teniendo lugar en países latinoamericanos (México, Argentina, Bolivia, Guatemala), pero en el Perú se tiene miedo de hablar de temas como la reforma agraria y la nacionalización de ciertas industrias. Tendríamos que curarnos del “colonialismo interno” que practica la clase dominadora, encarar nuestros propios problemas e “ … iniciar el programa de su solución venidera por el camino pacífico, pero radical y firme, de una evolución social que transforme la fisonomía colonial de nuestro país.” (1960: 16) Siguiendo de lejos la impronta de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui y poniendo la mira en las elecciones que tendrían lugar en 1955, Bustamante propone un programa cívico en torno a los siguientes siete temas enunciados como problemas: la democracia, el indio, la tierra, la vivienda, la descentralización, la juventud, y el problema económico y hacendario.

Más adelante, en 1959, Bustamante se propone contribuir a que en el país se alcance “ … un estado de común bienestar material y espiritual.” (1960: 83) basándose en la doctrina social católica. Para ello presenta el estudio Perú, estructura social (1960) en el que se pueden encontrar rasgos de lo que era ya el “populista civil” de la Democracia Cristiana y de lo que sería pronto el “populismo militar” de los coroneles y generales del gobierno de Velasco Alvarado. En las sociedades modernas de mediados del siglo XX no hay ya -sostiene Bustamante- ni estamentos ni castas sino clases sociales, pero, a diferencia de lo que ocurriera antes, las clases no eran ya solo dos, como piensan los marxistas, sino muchas, gracias a fenómenos como la elevación de los salarios, la participación de los trabajadores en las utilidades, la diversificación técnica de la fuerza de trabajo, la democratización del capital mediante la sociedad anónima por acciones, etc., a lo que hay que añadir la creación de instituciones de promoción y defensa del trabajador (seguridad y asistencia social, salud pública, contrato colectivo de trabajo, sindicatos, etc.) y, sobre todo, “…la educación pública gratuita que despierta y afirma la conciencia cívica del hombre y lo capacita para aspirar a un mejoramiento de su status

de clase.” (1960: 89) Estamos más cerca de la verdad, piensa Bustamante, si, en vez de pensar la sociedad en términos de clases antagónicas, la pensamos “… como un agrupamiento de sectores diversos, como una concurrencia de grupos varios, con características propias, económicas, culturales, raciales o consistentes en modos peculiares de vida y costumbres, y a quienes liga un vínculo complejo de unidad geográfica, de intereses recíprocos y de comunes fines sociales.” (1960: 90). Todavía subsiste el dualismo primigenio, el antagonismo entre clases muy diferenciadas, pero se advierte ya el avance del proceso hacia el encuentro armonioso y solidario de los distintos grupos humanos. Ese encuentro será posible si las clases poderosas se atienen a los consejos de la razón y de la fraternidad cristiana.

(17)

17

base de la explotación de la mano de obra indígena; las dificultades que presenta la geografía; y “nuestra recalcitrante inestabilidad política”. (1960: 92-94). Por otra parte, la clase dominante no se ha convertido en dirigente, en el sentido de imprimir al país una orientación acorde con el avance de los tiempos y el sentido cristiano. Dado este retraso, “… el contraste existente entre este estado anacrónico y las impacientes exigencias actuales de la conciencia popular suscita un clima de tensión peligroso y dañino.” (1960: 100-101). La clase media se ha diversificado e incrementado y hoy “ … a través de los partidos jóvenes, intenta reivindicar para sí la conducción del Estado.” (1960: 133). Y la “clase popular” se caracteriza por una gran diversificación real (componente diferencial) y por una cierta coincidencia en las demandas (mejoramiento del régimen laboral, elevación de salarios, vivienda, escuela …) (componente equivalencial). La lucha para conseguir la satisfacción de las demandas no es interpretada por Bustamante como lucha de clase sino como “propósito de ajuste”, entendimiento o comprensión. Para que el ajuste se produzca es preciso que se generalice la solidaridad dentro y entre las clases sociales. La Iglesia Católica debe cumplir, a este respecto, una importante función. Le toca a ella fortalecer la solidaridad social para infundir en las costumbres los sentimientos de justicia y caridad hacia el próximo. Y debe hacerlo induciendo a la clase poderosa a suavizar su dureza frente a las demandas de los trabajadores, acompañando a los obreros del campo y la ciudad y apoyando sus justas reivindicaciones con argumentos que hagan innecesaria la violencia, haciendo ver a los poderosos que la caridad no es limosna sino deber, creando escuelas para las clases populares y haciendo ver a los grupos dominantes que la Iglesia Católica no es su auxiliar para la defensa de su posición de dominio.

Es importante señalar la posición de Bustamante y Rivero porque ella será significativamente influyente no solo en el Partido Demócrata Cristiano sino en el reformismo militar que comenzó en 1968. De hecho, en las propuestas políticas de Bustamante encontramos la conciliación de las clases a través de la solidaridad, el distanciamiento tanto del socialismo como del capitalismo propio de algunos populismos, el énfasis puesto en la intervención del Estado como instancia de compensación de diferencias y de conciliación de intereses, la consideración de las concesiones a los sectores populares como remedio para evitar el avance del socialismo, la aceptación de estos sectores como sujetos colectivos con el derecho de participar en la vida política, la apuesta decidida por la industrialización, etc.

(18)

18

entorpecedor del proceso económico, y la negación, en la práctica, a las mayorías de las condiciones para el real ejercicio de la libertad material y espiritual (Salazar, 1967:438-443). Igualmente, del socialismo estatista los democristianos rechazan el excesivo intervencionismo porque impide el desarrollo de la libre empresa y la autonomía de la persona, atenta contra la propiedad privada y no permite a las familias elegir libremente la educación que quieren para sus hijos. Por otro lado, como es de suponer, los democristianos rechazan rotundamente el materialismo del pensamiento socialista y acentúan la importancia de la moral en el comportamiento tanto individual como social de las personas.

En cuanto adalides de esa tercera posición “ni capitalista ni comunista”, los democristianos proponen un populismo de conciliación de las clases sociales basándose en criterios liberales como la igualdad y la fraternidad, y recurriendo al mensaje sagrado para fundamentar la dignidad de la persona y su destino trascendente. Desde este sitial, habitado por doctrinas y valores no negociables, los democristianos mantuvieron una actitud crítica no sólo frente a las prácticas injustas y explotadoras sino frente a las estructuras sociales de injusticia y explotación. No es raro, por tanto, que la Democracia Cristiana atrajese a la juventud y se convirtiese en semillero de posiciones y liderazgos de izquierda, ni es tampoco extraño que decidiese después ponerse del lado del reformismo militar. Es más, el populismo militar tomó más de un slogan de la tradición democristiana. Pero antes de que esto ocurriese, el Partido Demócrata Cristiano se presentó a las elecciones en 1962, cogobernó con el Partido Acción Popular a partir de 1963. Y después, pasada la dictadura militar, hizo alianzas con el Partido Aprista y con Izquierda Unida. Es decir, por su reducido alcance en términos de caudal electoral, los democristianos se vieron siempre necesitados de alianzas para tener visibilidad e incidencia política, fortaleciendo al aliado no con votos pero sí con profesionalismo y credibilidad. No se debe olvidar, por otra parte, que por razones de pugna de liderazgos y de diferencias doctrinarias, al Partido Demócrata Cristiano se le separó, por la derecha, el Partido Popular Cristiano de Luis Bedoya Reyes.

(19)

19

elecciones. De hecho, estuvo a décimas de ganarlas en 1962 y finalmente lo consiguió en 1963.

En un mensaje por radio en junio de 1956, Fernando Belaúnde hizo unas declaraciones que su partido considera “palabras bautismales” porque, efectivamente, darán nombre – Acción Popular- a la nueva agrupación política.

“Mucho de lo grande que tenemos se lo debemos a la acción popular. Por acción popular surgió una ciudad misteriosa y poética en la cumbre de la montaña y se elevaron catedrales sobre los cimientos de los templos paganos.

Por acción popular llegaron a Sacsayhuamán los inmensos monolitos de su triple muralla. Es la acción popular perdida en lo remoto del pasado y en la lejanía del porvenir la que lleva a las comunidades andinas a unirse en el esfuerzo del sembrío y el festejo de la cosecha. Por acción popular ha dado frutos el desierto. Fue la acción popular la que inspiró a Túpac Amaru a su sacrificio, a Castilla sus campañas, a Arequipa sus rebeldías.

La acción popular se expresó en la montonera pierolista cuyas víctimas morían, anónimamente, sin una queja, por un ideal. Por acción popular los pueblos apartados de las serranías suplen con su esfuerzo los olvidos y las postergaciones de los gobiernos centralistas y frívolos.

Por acción popular languidecen las dictaduras y se imponen a los malos magistrados los candidatos auténticos. La nueva fuerza cívica que se ha opuesto gallardamente a la triple alianza de la consigna, del rezago político del pasado y la de un gobierno arbitrario y despótico, tiene también la honrosa característica de su origen netamente democrático. Por eso la llamamos y la llamaremos siempre Acción Popular …” (Belaúnde, 1956)

El nombre no es casual. Revela que lo popular está ya insoslayablemente presente como demanda y como propuesta en el ámbito público, aunque todavía la representación política de lo equivalencial de los sectores populares venía siendo asumida por apristas o socialistas, dos perspectivas políticas que los poderes fácticos de la época (la oligarquía agro-minera exportadora, la jerarquía eclesial y los mandos militares) no podían tolerar. Lo nuevo del populismo de la progresía, y particularmente de Belaúnde, estaba en presentarse como portador de las demandas y propuestas populares -añadidas a las de la burguesía industrial urbana y de las capas medias profesionalizadas- sin atemorizar a los grupos dominantes. Sabido es que este esfuerzo por contentar a todos terminó por no contentar a nadie.

La intuición política de Fernando Belaúnde se fue convirtiendo en propuesta ideológica y programática entre 1955 y 1963. Ya en 1955, Francisco Miró Quesada Cantuarias, quien sería pronto ideólogo de la nueva agrupación política, en El hombre sin teoría

(ensayo incluido en Humanismo y revolución, 1969), expresa una profunda desconfianza con respecto tanto al socialismo cuanto a las ideologías tradicionalmente dominantes en el Perú. En vez de recurrir a teorías para orientarse en el mundo, prefiere atenerse a un dato innegable: la división de los hombres en dos grupos, el de los que luchan contra el hombre y el de los que luchan por el hombre. En esta bipolaridad está lo esencial de la condición humana. Optar por uno de los polos es una decisión personal. Para quienes optan por luchar por el hombre, el camino será duro, pero es la única opción digna, la única que hace posible la unión de todos los hombres.

(20)

20

(1959) y Pueblo por pueblo (1960). A su vez, Miró Quesada contribuye con Las estructuras sociales (1961) y un largo prólogo que añade a la segunda edición (1965).

El momento de afirmación ideológica del acciopopulismo comienza con una profesión de fe peruanista, “el Perú como doctrina”, que alude a la necesidad de recoger la herencia tanto del incario como del coloniaje en un intento de síntesis (mestizaje) cuyos orígenes hay que buscarlos en Bartolomé Herrera, José de la Riva-Agüero y, especialmente, en Víctor Andrés Belaúnde. En el caso del incario, la herencia que hay que recoger se refiere a la tradición planificadora, el equilibrio hombre-tierra, la autosuficiencia alimentaria, la articulación territorial a través de la red vial, la cooperación popular en la ejecución de las obras públicas y el cooperativismo agrario, que no es ni capitalista ni comunista. Paralelamente se considera imprescindible extender y “provincializar” el acceso al crédito, eliminar el centralismo bancario de Lima, ampliar los seguros, propiciar el ahorro, orientar los créditos internacionales hacia la inversión productiva e impulsar una banca estatal ligada al sector industrial y alimentario. Se pretende, además, como parte de un programa de largo alcance, ejecutar obras de irrigación, ampliar las tierras de cultivo, impulsar la ganadería, incorporar la ceja de selva a la economía nacional, alentar la industrialización e impulsar el establecimiento de fundiciones y refinería.

En la puesta en práctica de este programa desempeñan funciones específicas el Estado (planificación, promoción económica, orientación de las inversiones internacionales, descentralización interna de créditos e inversiones, vigilancia y control), los inversionistas extranjeros (inversiones productivas), los capitales nacionales y, en general, la población agrupada en cooperativas y movilizada a través de Cooperación Popular.

Bajo el paraguas del desarrollismo de la época, el acciopopulismo se presenta como una propuesta de renovación frente a los sectores dominantes (oligarquía agro/minero exportadora y burguesía financiera) y sus operadores políticos (Movimiento Democrático Pradista [MDP], Unión Nacional Odriísta [UNO] y APRA), pero también como una alternativa democrática de reformismo gradual que se sitúa lejos de las perspectivas socialistas, aunque se autopercibe como portador de demandas populares. Esta posición centrista y conciliadora de Acción Popular satisface las expectativas de la surgente burguesía industrial urbana, entusiasma a no pocos miembros de las capas medias profesionalizadas y atrae a un importante sector de la “inteligencia” nacional. Por otra parte, dado que la nueva agrupación política despierta esperanzas en sectores populares del campo y la ciudad, es percibida como portadora de la capacidad de atenuar los conflictos sociales. Esto último, la representación/contención del movimiento popular, es particularmente importante porque está en línea con las políticas internacionales de la “guerra fría” (capitalismo/socialismo) y puede debilitar el ambiente revolucionario de la época, potenciado internacionalmente por los movimientos independentistas y, en el caso de América Latina, por la revolución cubana.

(21)

21

injusticia.” Se trata, por tanto, de una reforma gradual que abre el paso al desarrollo industrial sin provocar cambios sustantivos. Y para tranquilizar a quienes controlan el poder les asegura que Acción Popular “… no incuba rencores ni es un partido en busca de venganzas sino en pos de saludables rectificaciones nacionales …”. Es cierto que insurge contra la triple alianza de la consigna (APRA, Partido Comunista Peruano), el rezago político (MDP) y el gobierno arbitrario y despótico (UNO). Pero también es cierto que no intenta desconocer los privilegios de los grupos de poder, sino abrir espacios nuevos para el desarrollo de la burguesía industrial urbana y la realización de las demandas de los sectores medios y populares.

Las “saludables rectificaciones” van quedando precisadas, en cuanto a sus alcances y limitaciones, en las concepciones y programas acciopopulistas. En cuanto a política agraria, la propuesta de Belaúnde se centra en el equilibrio hombre/tierra, que dice heredar del incario y que se logra a través de la incorporación de nuevas tierras al cultivo y la ganadería, la ejecución de irrigaciones y el mejoramiento de los riegos, la integración de la ceja de selva a la economía nacional y la eliminación del minifundio. Los objetivos son claros: ampliar la base productiva agropecuaria, mejorar la productividad y extender las fronteras del mercado sin, finalmente, afectar al latifundio. Para conseguir esos objetivos hay que tener en cuenta –piensa el acciopopulismo- que existen en el Perú tres formas principales de propiedad de la tierra: el latifundio, el minifundio y la propiedad comunitaria. El latifundio parece quedar intacto, pero el hecho de que apoye a los propietarios pequeños, mediados y comunitarios (con créditos, vías de comunicación, ampliación del mercado, etc.) contribuirá, sin duda, a liberar al poblador rural de la dominación que sobre él ejerce el gran terrateniente. Ello repercutirá en menor dependencia de estos pobladores con respecto a los “señores de la tierra” y, consiguientemente, en mayor independencia política. Liberada de los lazos de los caciques locales, la población rural quedará ligada a la economía nacional a través del comercio. Es necesario, igualmente, eliminar el minifundio porque es considerado como una unidad productiva de carácter solo familiar e insuficiente para intervenir en el mercado. Hay que limitar, por cierto, la posibilidad de existencia de la gran propiedad, pero no para formar un archipiélago económico de islotes inconexos sino para crear un universo de unidades productivas en constante interrelación. En cuanto a la forma cooperativa de propiedad y de trabajo agrícola, Belaúnde deja en claro que su fuente de inspiración no es la ideología comunista sino la tradición andina, enriquecida con las experiencias modernas de cooperación. Se trata, en definitiva, de crear un factor de regulación de los abusos de la propiedad privada, facilitando al hombre común la posibilidad de organizarse cooperativamente con la misma o mayor eficiencia que los grandes consorcios económicos. Y, así, haciendo que convivan la propiedad privada y la cooperativa se tiende al “mestizaje de la economía” y se hace posible la puesta en práctica de importantes obras productivas que se basarán más en la acumulación de trabajo que en el crédito externo. Este mestizaje se concreta no solo en las formas de propiedad sino en la producción misma, uniendo la tradición comunitaria con las tecnologías modernas.

(22)

22

seriamente el desarrollo de la industrialización y la diversificación de la matriz productiva.

Con respecto a las finanzas, el acciopopulismo propone llevar a cabo una “revolución incruenta” que abra las puertas del crédito a los industriales, quiebre el monopolio financiero de los “latifundistas del dinero”, elimine el centralismo bancario en virtud del cual Lima extrae de las provincias sus ahorros, aproveche los créditos internacionales orientándolos a inversiones productivas e impulse la banca estatal ligada al sector productivo industrial y alimentario. Pero, como en el caso de la tierra, la propuesta no se orienta hacia una reforma del sistema financiero sino hacia una ampliación de la cobertura mediante una diversificación de las instituciones e instrumentos proveedores de créditos y otras facilidades financieras. Lo que se propone es una especie de sistema paralelo que facilite el uso de créditos por parte de los sectores medios y populares (rurales y urbanos), de la naciente burguesía industrial y comercial urbana y de quienes desempeñan actividades artesanales. El fortalecimiento de un sistema paralelo al de la banca tradicional permitiría reducir las posibilidades de acumulación de capital por parte de los antiguos financistas (grupo Prado) cuyos intereses eran defendidos por el Apra. Para hacer efectivo ese nuevo sistema había que dar algunos pasos como orientar hacia las clases medias y populares sus propios ahorros (acumulados a través de la seguridad social, las cajas de ahorro, las cooperativas, etc.), abrir créditos para industriales y artesanos, impulsar la banca estatal de fomento (minero, agropecuario e industrial) y ponerla al servicio de inversiones productivas, orientar los créditos internacionales hacia inversiones productivas (irrigaciones, explotaciones mineras, industrias, refinerías, fundiciones, etc.).

La propuesta de Acción Popular pone un énfasis especial en la articulación del territorio. La política vial parte de la constatación, advertida tempranamente por Manuel Pardo (1872-1876), de la existencia de pocas vías y de su casi exclusiva orientación en función de la necesidad de transportar a la costa materias primas para la exportación. Frente a esta situación, Belaúnde destaca la infraestructura vial del incanato por la contribución que ella supuso a la articulación territorial. Lo que interesa ahora, propone Belaúnde, es hacer caminos longitudinales a la costa por la sierra y por la selva, y caminos perpendiculares a la costa que unan estas vías entre sí y conecten las áreas productivas con las ciudades y puertos del Pacífico. Los beneficios de todo tipo (económicos, comerciales, alimentarios, de movilidad de personas, de gestión pública, etc.) que se seguirían de esta red vial son indudables. Por otro lado, si se lograse unir la ceja de selva entre sí y con la sierra y la costa, se facilitaría el rebose natural de los superpoblados valles andinos hacia la selva, la roturación de nuevas tierras de cultivo, la disminución de la afluencia no planificada de migrantes andinos a la costa, la incorporación de nuevos productos agrícolas al mercado nacional e internacional, etc. Habría, por tanto, más productos, más mano de obra, más industria, más alimentos y menos tensiones sociales.

Referencias

Documento similar

"No porque las dos, que vinieron de Valencia, no merecieran ese favor, pues eran entrambas de tan grande espíritu […] La razón porque no vió Coronas para ellas, sería

Cedulario se inicia a mediados del siglo XVIL, por sus propias cédulas puede advertirse que no estaba totalmente conquistada la Nueva Gali- cia, ya que a fines del siglo xvn y en

No había pasado un día desde mi solemne entrada cuando, para que el recuerdo me sirviera de advertencia, alguien se encargó de decirme que sobre aquellas losas habían rodado

Esto viene a corroborar el hecho de que perviva aún hoy en el leonés occidental este diptongo, apesardel gran empuje sufrido porparte de /ue/ que empezó a desplazar a /uo/ a

[r]

SVP, EXECUTIVE CREATIVE DIRECTOR JACK MORTON

Asegurar una calidad mínima en los datos es una de las tareas más difíciles de conseguir para los organismos públicos cuyo objetivo es publicar datos lo más rápidamente posible

b) El Tribunal Constitucional se encuadra dentro de una organiza- ción jurídico constitucional que asume la supremacía de los dere- chos fundamentales y que reconoce la separación