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P R E S E N TA C I Ó N

Amigo Lector:

En este Cuaderno, como verás, volvemos a nuestra estructura habitual de tres secciones, a diferencia del Cuaderno anterior, que fue el libro de Légaut Un hombre de fe y su Iglesia, el último publicado en vida del autor. En la primera sección, «Textos de Légaut», después de dos suyos, uno breve y otro largo, incluimos dos que no lo son: uno, de Étienne Borne, sobre el tándem «Légaut-Perret»; y otro, del propio Perret, sobre «el intelectual y la Iglesia». Por último, un fragmento de Légaut, de 1985, será el cierre de esta sección, cuyos cinco textos pasa-mos a presentar.

I. 1. En uno de los seminarios sobre nuestro autor en Madrid, hemos empezado a trabajar, no hace mucho, «La fe en Jesús», cuarto capítulo del tomo II. En él Légaut expone su forma de acercarse a la afirmación de la «divinidad de Jesús»; forma sin duda peculiar pues hubo quien, en los años 70, concluyó, al leerlo, que el autor no afir-maba lo que había que afirmar y que, por tanto, era sospechoso de heterodoxia. Con todo, era difícil condenarlo y sancionarlo porque era laico. Esta última observación se la escuché al mismo Légaut, que nos hizo observar la diferencia de trato, a él y a otros que sí que fue-ron sancionados en aquellos mismos años, y que eran sacerdotes y religiosos. Y nos recordaba además que, durante la represión antimo-dernista, Blondel y el barón von Hügel, ambos laicos, tampoco fue-ron sancionados mientras lo fuefue-ron Laberthonnière y otros.

Con independencia de explicar mejor esto último, cosa que nos llevaría su tiempo, en «La fe en Jesús», Légaut propone al lec-t o r, enlec-tre olec-tras cosas, el uso de la afirmación «Jesús es d eDios» (1) ,

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que, según nuestro autor, es especialmente útil porque es nueva, res-peta la distancia y no distrae la imaginación. Por eso, para abundar en el valor de esta expresión, tradujimos otra página suya que inclui-mos ahora, como apertura de este Cuaderno, porque pertenece a un libro aún no publicado en castellano (2).

Haré sólo dos comentarios acerca de esta afirmación, «Jesús es d e Dios». El primero es indicar que hay otra razón en favor de esta afir-mación. Aparte de ser nueva, respetar la distancia y no distraer la ima-ginación, trasmite muy bien el vigor confesante propio de la fe: lo que en una ocasión llamé la «intensidad del genitivo» (3).

El genitivo «ser dealguien», cuando no expresa una pertenencia o una adhesión de tipo ideológico, nos habla del vigor y de la inten-sidad al menos de dos relaciones. Primero, el vigor y la inteninten-sidad de la relación entre los dos sujetos de los que se habla; uno es delotro, y el otro es suyo, y viceversa: Jesús es deDios y Dios es deJesús, quien, por esta razón, según los evangelios, empleó el posesivo al hablar de Dios, igual como hicieron después algunos místicos. Y, segundo, este genitivo, implícitamente, también nos habla del vigor e intensidad de la relación entre el hombre de fe (que afirma la relación entre Jesús y Dios que hemos dicho) y Jesús mismo; relación que también es en los dos sentidos. Así entendido, este tipo de genitivo es, además, origen, principio y fuente de tradición o de transmisión espiritual, como la que hubo, por ejemplo, entre M. Portal y Légaut; y como la que hay entre éstos y quienes ven en ellos unos discípulos.

El segundo comentario que quiero hacer es que, como también dijimos en otra ocasión (4), esta afirmación, «Jesús es de Dios» junto

(2) El libro tiene tres capítulos, de los cuales, sólo el segundo está traducido. Ve r Cuadernos de la diáspora12, págs. 17-49 y 13, págs. 11-44.

(3) Fue en un escrito nuestro con ocasión de la muerte de Légaut en 1990: Cuaderno de la diáspora3, Valencia, AML, 1995, págs. 90-94. Y, posteriormente, en el Cuaderno 17, Madrid, AML, 2005, págs. 127-137.

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con la de «el hombre es misterio» son, en nuestra opinión, dos de los pocos «dogmas» (o juicios fundamentales de la fe) de Légaut: allí donde él se planta y permanece firme. Aún podríamos añadir una ter-cera afirmación: «la fe en Dios es la otra cara de la fe en sí mismo». En estas tres afirmaciones descansa el sentido, según Légaut.

Junto a ellas, quizá podríamos añadir, tan sólo, tres precisiones suyas acerca de la tradición verdadera: que «lo esencial no es objeto de enseñanza»; que Jesús «es primero», respecto de la Iglesia, que pre-tende ocupar este lugar; y que Jesús está en el origen del cristianismo pero no es el fundador de la Iglesia si entendemos por «fundar» lo que solemos entender por ello: instituir públicamente un grupo, con unos estatutos, un funcionamiento, unos objetivos, unos medios, unas condiciones de ingreso y de salida, etcétera. Estas seis afirmaciones subyacen y entrelazan los tomos I y II de Légaut.

2. Una entrevista larga, de octubre de 1985 (5), es el segundo

texto, en cuya primera parte, Légaut resume los trazos fundamentales de su obra no sin cierta independencia respecto de las preguntas del entrevistador. Sólo en la segunda parte salen sus opiniones acerca de la Iglesia y su porvenir. Es el orden de Légaut: la reflexión sobre la vida humana es primera por razón del propio transcurrir; la reflexión sobre la persona de Jesús es primera en el orden del criterio; y el deve-nir histórico de la Iglesia viene después por tiempo y criterio. La Iglesia no es lo primero, y los cambios en ella no son lo esencial, a diferencia de lo que piensan muchos católicos influidos por la men-talidad política y sociológica de nuestra época.

El entrevistador fue uno de los redactores del «Manifiesto de Montpellier», de mayo de aquel mismo año. El Manifiesto, cuyo título era «Sí al Sínodo, no al desmantelamiento del Vaticano II » , (5) Esta Entrevista, hecha en el Mas de Roubiac, en Cazevieille, se publicó en 2010, en sucesivos Quelques Nouvelles, el Boletín de la ACML de Francia, que dirigen Antoine y Marie-Louise Girin, quienes nos enviaron el texto.

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estaba dirigido a los obispos, que iban a celebrar en Roma, presidi-dos por Juan Pablo II (elegido en 1978), una Asamblea extraordina-ria con ocasión de los veinte años del final del Vaticano II. El Manifiesto iba acompañado de unas siete mil adhesiones; la de L é gaut entre ellas.

El escrito recordaba las directrices del Concilio: libertad de con-ciencia; asunción de los derechos humanos por parte de la Iglesia, incluida su aplicación dentro de ella; y que la Iglesia no fuese ya más de anatemas sino de apertura. El Manifiesto alertaba, además, del más que probable «entierro» de dicho enfoque, así como de la consiguien-te marcha atrás, que ya se había iniciado y que se vería reforzada si el Sínodo asumía el diagnóstico del «informe sobre la fe» que el cardenal Ratzinger había presentado un año antes y que era nega t i v o :

Los resultados del Concilio parecen cruelmente en oposición con lo esperado por todos, empezando por Juan XXIII y Pablo VI (…). Se esperaba un nuevo entusiasmo y mucha gente ha terminado en el desánimo y la decepción. Se esperaba un salto adelante y nos encon-tramos, por el contrario, en un proceso de decadencia que se ha desa-rrollado bajo el auspicio del Concilio, y que ha contribuido, por tanto, a su descrédito ante la opinión de muchos. El balance parece por tanto nega t i v o …

Hemos tomado estos datos del D o s s i e r que Xavier Huot nos ha enviado recientemente sobre el «Appel» que Légaut hizo cuatro años después en Le Monde, en la misma dirección. Huot sitúa este «Appel au monde» en la línea del «Prefacio» de 1985 a Creer en la Iglesia del futuroy en la de Un hombre de fe y su Ig l e s i a, de 1988; y sitúa, a su vez, estos dos libros dentro de la corriente dos de cuyas muestras fueron tanto el «Manifiesto de Montpellier» como la «Declaración de Colonia», de enero de 1989, firmada por 172 teólogos católicos alemanes, a los que se adhirieron, en febrero, 157 teólogos franceses; dicho esto sin caer en la «superstición del número», que consiste en creer que lo elevado de una cantidad es garantía de verdad, valor o razón en un orden de cosa s que de suyo no es cuantificable ni depende de acreditaciones especiales.

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Los números indican, sin embargo, que hay una corriente en la Iglesia, en la que Légaut se incluye, y que ésta hace frente a otra de sentido opuesto; así como que, entre ellas, fluye toda la gama de lo real, mayor que la gama de los grises porque incluye todos los mati-ces de las personas. Decimos esto último porque, si Légaut, con su estilo de ir a fondo, está en una corriente, Jacques Perret, el amigo íntimo y gran colaborador de los años 20, hasta su separación a comienzo de los 30, está en la otra, aunque también con un estilo que, como el de Légaut, es de ir a fondo. Y esto es lo que queremos subrayar a partir de los textos 3, 4 y 5 de esta sección.

3 . El tercer texto es el testimonio de Étienne Borne cuando murió Perret en abril de 1992: un año y medio después de la muerte de Légaut y un año antes de la muerte del propio Étienne Borne (1907-1993). Borne escribe en él sobre tres cosas y tiempos: lo que fue el tándem «Légaut-Perret» en los años 20; las diferencias que hubo entre ambos, tanto de carácter como de trayectoria profesional y de posición en la Iglesia; y, por último, sobre lo que pervive, en su memoria, de lo que ellos dos significaron (5).

No es en absoluto banal que Borne adjudique a ambos la cate-goría de maestros y de discípulos en su texto, donde el sentimiento y el p e n samiento van de par y se refuerzan sin entorpecerse. Ni tampoco es banal que afirme que ambos constituyeron, en sus años juntos, un (5) Étienne Borne fue normalien de la Escuela Normal Superior de la «rue d’Ulm», como Légaut y Perret, algo mayores. Filósofo de formación; profesor e ins-pector general de filosofía, hasta 1975, fue también editor y periodista. Su actitud en lo político y en lo social se sitúa en el marco del «personalismo» de Mounier y del «cristianismo social» de Marc Sangnier. Borne debió de cuajar en esta dirección, y de interesarse por el movimiento de Sangnier, en el contexto de los grupos que anima-ban Légaut y Perret.

El movimiento de Sangnier se formó en torno a la revista Le Sillon(el surco). Blondel avaló y defendió Le Sillony su orientación, pero la Iglesia lo condenó en 1910 dentro de la represión antimodernista. El movimiento de Marc Sangnier fue un movimiento de influencia social, precursor de la «democracia cristiana». La jerarquía

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auténtico f o y e r«de intensa espiritualidad», que luego cada uno siguió constituyendo solo. Borne afirma esta calidad de ambos en un plano distinto de aquel en que considera la diferente posición de Légaut y de Perret en las cuestiones eclesiales. Con independencia de esta dife-rencia, la unión de ambos fue por algo que aún podía percibirse, según él, en la forma de estar, cada uno de ellos, en la corriente de opinión que habían creído tener que escoger en conciencia, confor-me a su temperaconfor-mento y a sus opciones.

4 y 5. El cuarto texto es del propio Jacques Perret. En un Cuaderno anterior ya escribimos acerca de la amistad y la colabora-ción entre Légaut y Perret en los años 20, así como también acerca de su «ruptura» y de lo que ésta supuso para Légaut (6). También

habla-mos, en aquel Cuaderno, del movimiento «Fidelidad y apertura», así como de su Congreso de Estrasburgo, en cuyas Actas está la inter-vención de Perret. Más tarde, escribimos de nuevo sobre este Movimiento y sobre cómo Légaut, al publicar sus Tomos I y II, se situó en una dirección distinta, no sin pagar el precio de un cierto silencio institucional por haber escogido según el criterio del «tucio-rismo del riesgo» (7).

no podía tolerar que los seglares fuesen, en el terreno político, independientes de la dirección que el clero y los obispos habían definido para la «acción católica».

Por otra parte, dicho movimiento tenía una orientación opuesta al conservadu-rismo político de la mayoría católica, comenzando por los obispos, que simpatizaban con la «Acción francesa» de Maurras pese a que éste decía abiertamente que no era creyente. Por eso, la «Acción francesa» no fue desautorizada por la Iglesia hasta 1926. El caso es que Sangnier se sometió, el movimiento se disolvió, y no fueron reconoci-dos en su valor hasta 1954. Por su parte, en los años 30, Étienne Borne participó en el lanzamiento de varias revistas, como La Vie intellectuelley Esprit, de Mo u n i e r, apar-te de colaborar en diversos semanarios y periódicos, entre ellos, La Cr o i x.

(6) Fue en el Cuaderno de la diáspora16, 2004, págs. 198-208. También allí anun-ciábamos nuestra idea de publicar el testimonio de É. Borne de 1992 que ahora hemos traducido (ver nota 51, pág. 205).

(7) La segunda vez que hablamos de este Movimiento fue en la Introducción a Un hombre de fe y su Ig l e s i a, Madrid, AML, 2010, págs. 23-28. Antes, también habíamos plan-teado el contraste, entre Légaut y «Fidelidad y apertura», en la Introducción a la edición

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Jacques Perret se alineó entre quienes se inquietaron y temieron lo p e o r, ya antes de los años 70, en vida aún de Pablo VI, a causa del des-lumbramiento de muchos católicos, incluidos religiosos y sa c e r d o t e s , por las ciencias humanas, en las que el marxismo pesaba mucho, igual que el psicoanálisis o el estructuralismo. Además, también les preocu-paba mucho la influencia del estilo político en la «militancia» crítica frente a la Iglesia. Sin duda no dejaba de tener argumentos esta corrien-te de freno y marcha atrás en la que se alineaban Perret y el movimiento «Fidelidad y apertura», y a la que apoyaban personas de justificado peso específico, tal como indicamos en las ocasiones antes mencionadas. Sin embargo, no cabe duda de que hubo actitudes ingenuas o de un esque-matismo ideológico poco inteligente también en este lado.

Había tres puntos, por lo menos, por los que Légaut no estaba a favor de esta corriente alarmada. En primer luga r, su opción por la otra corriente provenía de entender la fe no como creencia en unas creencias determinadas sino como la actitud fundamental del hom-bre ante la vida; actitud cuyo contrario es el miedo y no la increen-cia. La exhortación de Jesús a no tener miedo y a ir más allá de lo posible, los evangelios, ¿no la relacionan repetidamente con la poca fe o con la falta de ella? La actitud de la Iglesia en aquellos años, por ejemplo en cuestiones de moral sexual, familiar y ante las fronteras de la vida, así como ante las repercusiones de todo esto en la prácti-ca de los sacramentos y en la concepción del sacerdocio, ¿no estuvo regida sobre todo por el temor y el cumplimiento de la ley, más que por la prudencia, la fe y la interpretación; y esto por no hablar de la secular prevención de la Iglesia ante la ciencia y ante lo que ésta implica en la forma de entender los dogmas?

El segundo punto, por el que Légaut no estaba en la corriente de Perret, era fruto del sentido común. Lo resume muy bien una pre-gunta suya, algo irónica, del último texto de esta sección, con la que Légaut arguye contra la idea de «restauración»:

de los dos libritos con los debates públicos de Légaut y el padre Varillon (Madrid, AML , 2 0 07, págs. 4-5). – «Tuciorismo del riesgo» significa que lo más seguro es arriesga r.

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¿Cómo ha podido llegarse al convencimiento de que la vuelta a los errores y defectos del pasado es el único modo de reme-diar las deformaciones y desviaciones del presente, siendo así que los primeros, precisamente, se cuentan entre las causas más importantes de las segundas?

El tercer punto por el que Légaut discrepaba era por su forma de entender la «fidelidad». Mientras la corriente de «Fidelidad y apertu-ra» entendía la fidelidad como obediencia, dentro de un marco ascé-tico clásico, Légaut entendía que fidelidad y obediencia no eran lo mismo, y, sin caer en el extremo contrario, distinguía entre una adhe-sión generosa e incondicional a un cuerpo social y a su doctrina, y la fidelidad que cada uno tiene que descubrir por su cuenta y riesgo; fidelidad para la cual, el mero atenerse a cumplir y a obedecer lo esta-blecido es un límite y un engaño. Lo malo de la Ley —pensaba Légaut—, ¿no es, acaso, proponer algo que, si se cumple, tranquiliza y adormece la conciencia, hasta tornarla incapaz de intuir lo que se le exige a ella sola y que va más allá de los mínimos de la Ley?

Por otra parte, Légaut, al reflexionar sobre el término de «fide-lidad» y sobre los distintos conceptos que puede haber tras dich o término, tuvo que reflexionar asimismo sobre el término de «auto-ridad». Limitó la validez y el predominio de este término al tiempo de la infancia. Fuera de él, el «uso de razón» ante lo propuesto era irrenunciable. Además, el hombre es adulto justo cuando es cons-ciente de que hay una autoridad que no es exterior, ni sólo general. P a sado el tiempo inicial de la vida, es capital distinguir, por tanto, el «appel» (la llamada) y la «autoridad».

Con todo, sólo si diferenciamos los términos de «poder» y de «autoridad», descubrimos, por debajo de ellos, la distinción de con-ceptos que, como sea que fuere, es importante hacer. El «appel», ¿no proviene de alguien que es una «autoridad (moral)», es decir, que tiene una a u c t o r i t a so una especie de «carisma» que es fruto de una conver-sión a sí mismo en profundidad? Por esto este sujeto es a u c t o r(de a u g e o: crecer); y por esto su presencia, más que su hacer y decir, contribuye a

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que crezca lo bueno y útil que hay dentro del otro. Una «autoridad» así, a diferencia de lo que solemos pensa r, no es contraria a la libertad sino que la promueve porque de ahí es de donde ella misma proviene. Pero volvamos de nuevo al tándem Légaut-Perret para situar el quinto texto. Aparte de sus diferencias de temperamento, convicciones y opciones, que los llevaron a una «ruptura» muy fuerte, ¿no hubo algo que quizá se perdió para siempre, aunque luego pudiese ser para bien dicha pérdida? Cuando uno piensa en Pedro y Pablo juntos por poco tiempo, o en Pablo y Bernabé juntos y luego cada uno por su lado, o en el hecho de que Jesús enviase a los suyos de dos en dos (lo cual no sólo debió de ser por una precaución comprensible frente a los peligros de los caminos), o en lo que debió de sentir Jesús cuan-do las respuestas de sus seguicuan-dores le hacían patente su no intelección de lo que él les decía y esperaba de ellos, ¿no intuye, acaso, que hay una pérdida casi fatal, que dura siempre y que forma parte de la «carencia de ser» que es capital tener presente siempre?

Recuerdo haber estado en Mirmande con Légaut en septiembre de 1990; un mes y unas semanas antes de su muerte. Mis hijos, con-forme a su fantasía de nueve y once años, jugaban en torno a la cana-diense plantada en la campa de detrás de la casa. Mientras, aún daba yo el «turre» al abuelo con mis interpretaciones de sus libros; en con-creto, de Trabajo de la fe, que tenía idea de editar ya, aunque luego hubo que esperar algunos años. Recuerdo que Légaut tenía, encima de la mesa, el librito de Perret sobre la resurrección al que alude indi-rectamente Borne. Al fijarme en él y luego mirar a Légaut como pre-guntándole, éste, antes de dejármelo, encogió los hombros y me hizo un gesto como de lamentar una irremediable discrepancia. Aún lo recuerdo, así como que no me interesó mucho aquel texto. Y también recuerdo que, al morir Légaut, cuando cinco de nosotros asistimos en Die a su entierro, algunos de los veteranos comentaban si Perret se habría enterado de su muerte y si asistiría al funeral.

Distancias así, inevitables pero que no destruyen lo que hubo entre dos personas porque, si una vez estuvieron en comunión,

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nunca dejarán de estarlo, ayudan a adivinar, imaginar y aun a nove-lar un poco sobre lo mencionado antes acerca de Jesús, los primeros discípulos y sus viajes; y quizá también esto mismo dé relieve a cosas nuestras, vividas antes pero aún no descubiertas ni comprendidas.

Borne recuerda la influencia espiritual del tándem Léga u t -Perret, así como el vigor de la vida de cada uno en su propia direc-ción. Evoca todo lo que él descubrió en los grupos «Tala», luego en los «grupos Légaut», con sus convivencias y encuentros, en los que se reunían, sin consiliario y sin dirección de ningún clérigo, pues los que asistían eran como uno más.

No obstante, lo que ahora queríamos dejar claro es que, cuan-do se leen las Actas de Estrasburgo, se ve que Perret era especial. El estilo de su ponencia recuerda al de Légaut en otros textos. Ambos escriben desde el sujeto y desde su situación y su actitud ante las cuestiones; el matiz es lo primordial; y lo entredicho y lo omitido también; y, al final, está la plegaria. Así meditaron ambos los evan-gelios durante años, tras la invitación a hacerlo de Portal cuando aún no tenían veinte años; y así continuaron haciéndolo, ya mayores. Las páginas del último Légaut que ponemos como quinto texto, al final de esta sección, también recuerdan el estilo del que ninguno de los dos renegó.

II y III. El plato fuerte de esta Presentación tenía que ser el comentario de los cinco textos de Légaut, Borne, Perret y Légaut. Los textos de las cuatro colaboraciones de las secciones II y III se presen-tan por sí mismos.

Simplemente, queremos señalar y agradecer el esfuerzo de estos cuatro buenos amigos en sus trabajos: tanto el de Juan Antonio Ruescas, que nos presenta el sentido que tiene el término «espíritu» en los artículos y ensayos de Rafael Sánchez Ferlosio; como el de Ricard Fernández Aguilá, que nos introduce en la reflexión y la poe-sía de Màrius Torres, y se fija en cómo éste nombra el momento justo de después de la muerte; así como el de Fico Sánchez Peral, cuyo

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rela-to y testimonio sobre sus últimos años de enfermedades y su encuen-tro con Légaut, son bien interesantes; así como el escrito y la selec-ción de textos de José Manuel Mauri sobre la teología descendente y la ascendente y otras cuestiones relacionadas.

Todos estos trabajos son fruto de la dura ascesis de la escritura, como decía Légaut; dura ascesis, necesaria para pensar, expresar, comunicar y así avanzar, al menos uno mismo. Sin la reflexión y la expresión, la experiencia no llega a ser tal, porque ni la reflexión ni la expresión son ajenas a la conciencia, y ésta es intrínseca a la expe-riencia. La experiencia y lo vivido se esgrimen a veces frente a quie-nes sólo hablan de oídas o desde una falsa erudición que se escuda en los libros apara eludir lo real. No obstante, la experiencia y lo vivido son con frecuencia, en estos casos, la excusa que oculta, bajo la capa de lo oral y de lo espontáneo, la pereza ante el esfuerzo de una lec-tura y releclec-tura, de un pensamiento y de una escrilec-tura indispensables para no improvisar y ser capaces de responder y, por tanto, de recti-ficar si llega el caso. Escribía Légaut:

Comprender pide más que leer: si un hombre lee mucho pero nunca

necesita ni siente la atracción de releer; si más tarde, más maduro,

nada le conduce a retomarun libro y hacer de él una nueva

lec-tura que renueve de una forma importante la antigua, ¿llegará a comprenderlo, siquiera en el alcance explícitamente propuesto por el autor? (…) Comprender se reduce entonces, simplemente, a añadir o a clasificar lo que se ha leído y aprendido entre lo que ya se conocía.

Cuando la lecturade un libro no provoca un trabajo del espíritu pro

-porcionadoal que ha tenido que producir el autor para escribirlo,

se permanece en el nivel del consumointelectual. ¿Puede leerse

útilmente un libro en un día cuando han hecho falta diez años para escribirlo? (…)

Para comprender a fondolo que un autor serio –no un mero

vulga-rizador o escribidor (écrivailleur)– ha pensado y escrito sobre un tema, ¿no sería quizá preciso haber pensado e incluso escrito –no necesa riamente publicado– sobre la misma cuestión? En cualquier caso, haber

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-lo hecho ayuda mucho. Se aprende a leer escribiendo... La finura de una lengua se pierde cuando no se hace otra cosa que hablarla.

Lo que se piensa y se vive, sólo si uno sabe escribirlo, sabe decirlo. (…) Es

más, pocos hombres saben decirse porque pocos se han entrega-do al esfuerzo de una escrituraque sea algo más que mera palabre-ría pergeñada.

La lengua puede que se enriquezca con palabras técnicas a medi-da que progresan las ciencias, pero se empobrece cuando ya no se apli

-ca a explicitar la vida íntima del hombre: vida que desborda los

mecanismos que las ciencias humanas desmontan, al igual que el hombre trasciende su hacer y su decir. (…) Únicamente la explici -tación exacta y discreta de la interioridad humana, hecha por uno mismo

para sí mismo, enriquece la lenguay la acerca a la universalidad en la

que todas las lenguas, afinándose y precisándose, se reúnen delante del misterio del hombre.

Nunca insistiremos bastante en estas reflexiones de Légaut, que dan cuenta de su esfuerzo, así como del de Perret y de Borne, y del de nuestros amigos y asimismo de los dos autores de cuya obra dos de ellos nos presentan un tema.

Todo este esfuerzo es el que conduce a la «autocultura» que va constituyendo el carácter de cada persona.

(…) el campo de las cuestiones que a uno le atraen se estrecha a medida que uno envejece. Las que permanecen están arraiga d a s en el corazón mismo de lo que uno es. En torno a ellas se

elabo-ra una cultura que permanece en medio de las decrepitudes del

espíritu (…). Esta cultura –ya inseparable de nuestra manera de s e r, de sentir, de pensar– no es la consecuencia de un proyecto per-seguido con perseverancia. Se engendra a sí misma a lo largo de la vida sin que tengamos que dedicarle una particular diligencia. Se nutre de todo lo que se presenta y guarda alguna relación con ella, gracias a una atención espontánea, secundada por una memoria especialmente fiel para las cuestiones de las que ella se ocupa. Esta cultura no es el resultado de una erudición que, por el contrario, puede no conducir a una cultura verdadera y sí suplantarla. (…)

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Actividad continua, subyacente a la vida cotidiana, emergente en brotes que surgen de vez en cuando, esta autocultura depende de la presencia de uno a sí mismo (…) Da sus frutos en horas de luz, siempre excepcionales; frutos que permanecen incluso si desa p a-recen del campo de la memoria durante largos períodos…

Esta «autocultura» (fruto de una actividad de lectura y de escri-tura especiales, que luego poco importa que sólo se comunique mediante breves expresiones, en momentos especiales, sobre todo con los más jóvenes) es la que, sin embargo, irá constituyendo, poco a poco, la suma de tradiciones que, desde los últimos lugares, se irá trasmitiendo de forma real; mucho más real que lo que se hace desde los púlpitos, tarimas, claustros y medios.

Légaut sabía de esta «autocultura». Sabía que «la pluma es la len-gua del alma», como dejó dicho Cervantes. Un borrador encontrado entre sus papeles tras su muerte, decía:

Se lee más que se piensa. Porque leer dispensa de pensar, se lee mucho, de forma que se piensa poco (…). Pero, entonces, ¿por qué escribir, lo que se dice escribir de verdad, ya que nadie lee, lo que se dice leer de verdad? Para pensar mejor…(8).

No en otro campo sino en éste de «pensar mejor» es donde los Cuadernosquisieran ser útiles y animar a nuevas colaboraciones.

Domingo Melero,

por el Consejo de Redacción

(8) El subrayado es de Légaut. Los fragmentos citados, salvo el último, perte-necen a la Nota 1 de Interioridad y compromiso, Madrid, AML, 2000, págs. 25-30. La nota se publicó antes, en el Cuaderno de la diáspora2, Valencia, AML, 1994, págs. 93-128, D. Melero, «Comentarios a una nota de Légaut sobre la lectura». Joan Carles Brugué comentó el último fragmento de Légaut en el Cuaderno de la diáspora5, de 1995, págs. 115-118.

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