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El ser perfectible de la persona humana

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El

ser perfectib

le de la persona humana

l. LA ESTRUCTURA DE LA PERSONA: PROBLEMATICA ¿En qué consiste la perfectibilidad de la persona humana? Tal es la pregunta que se formula en este estudio. Una explicación satis-factoria de la misma, nos remite ineludiblemente a esta otra pre-gunta: ¿qué es la persona humana? En efecto, para poder perfec-cionar algo, es necesario conocer la naturaleza de ese algo; en este caso, de ese «alguien» que es la persona.

Las respuestas son numerosas, complejas, en ocasiones contdictorias, frecuentemente unilaterales, reduccionistas. ¿Tendrá ra-zón M. Heidegger (1954) al afirmar que jamás conocíamos cosas tan diversas del hombre y nunca sabíamos menos acerca de él? En

fa

actualidad abundan las investigaciones de las distintas ciencias hu-manas; mas son escasas las encaminadas a dar una visión de la totalidad de la persona. Como afirma M. Buber, el investigador «a veces inicia la tarea, pero ante la complejidad, vuelve atrás, se resig-na. Ya sea para estudiar las cosas del cielo o de la tierra, menos a sí mismo, ya para dividir al hombre en secciones para hacerlo menos problemático, menos exigente y menos comprometido» (1976, p. 11). Ante la dificultad de la empresa se declaran verdes las uvas, y la atención se centra en problemas locales, específicos. Sin em-bargo, la necesidad de tener una visión integral de la persona es innegable, especialmente en nuestros días, dado el colosal desarrollo de la sociedad postindustrial, y la continua incidencia de mil fenó-menos en el ser y acontecer humanos.

Que la estructura de la persona incluye los elementos somato-psíquicos, parece generalmente admitido. Es lógico que sea así; siempre los estados y procesos materiales son más fáciles de apre-hender y verificar. Hay no obstante corrientes contemporáneas que pretenden reducir al hombre al nivel de lo físico, de lo material. Lo «superior» en el hombre serían unas estructuras complejas y

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cadas, derivadas u originarias en último término de la materia. Es-timan que si bien la ciencia actual aún no tiene cumplida respuesta sobre tales fenómenos, todo se irá esclareciendo en el futuro, con el progresivo avance científico. A pesar de todo, se constatan unos hechos de experiencia universal que siempre escapan a la ciencia experimental: la libertad, la responsabilidad, el pensamiento abs-tracto, la autoconciencia, la moral, etc. Ni el cientificismo, ni el rela-tivismo, ni el materialismo, ni el evolucionismo darwinista, ni el conductismo, han dado soluciones convincentes a esa realidad (Cfr.

J.

Eccles. - D. Robinson, 1984). Y se da la circunstancia de que son las características más específicamente humanas. Es imposible que los métodos empíricos, en virtud de sus objetos y procedimientos respectivos, puedan dar una explicación última de tales manifesta-ciones inmateriales. Si lo hacen, en rigor no construyen ciencia em-pírica; sino realizan incursiones metafísicas. Una visión completa de la persona requiere obviamente tener muy en cuenta los datos de las diversas ciencias experimentales; mas no basta con ellas. Reclama además una explicación filosófica.

Ha sido Max Scheler, entre los pensadores contemporáneos, uno de los que más ha resaltado el espíritu como principio irreductible al orden biológico, como término aplicable con exclusividad a la persona: «Denominaremos persona al centro activo en que el espí-ritu se manifiesta dentro de las esferas del ser finito, ·a rigurosa diferencia de todos los centros funcionales «de vida» que, conside-rados por dentro, se llaman también centros "anímicos"» (1978, p. 55). Un espíritu, que en su opinión, se define por la capacidad para volverse hacia el mundo de los valores y de las esencias, se eleva sobre la «psique» y no pertenece a una supuesta alma sustancial. Ei de reconocer su notable aportación antropológica, aunque cabría discutir la pretendida imposibilidad de objetivar el espíritu, la falta de sustancialidad del mismo, etc., que sus premisas fenomenológicas y emocionalistas a priori le impiden aceptar. En cualquier caso, des-taca la singularidad de la persona, más reedita, sin acabar de supe-rar, el dualismo cartesiano: el hombre como ser de impulsos y de espíritu.

El personalismo francés, y en concreto Mounier, considera que el hombre no es persona por naturaleza, sino que llega a serlo me-diante una acción libre y autocreadora. Opone el hombre como indi-viduo y el hombre como persona. No sostiene que la persona sea un constitutivo esencial, raíz de sus acciones, sino el fin de un proceso de actividad autocreadora, libre. La personalidad es algo que el indi-viduo habría de conquistar. Pero sin entrar en más detalles, surge una objeción: ¿qué hombres serían entonces personas? ¿En qué momento y en virtud de qué? ¿No se hablará desde una perspectiva ética, y se habrá confundido «ser persona» con ser «buena persona»? (Cfr. E. Forment, 1985).

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Martin Buber, desde otro ángulo, ha querido acceder a lo cons-titutivo del hombre, destacando su dimensión dialógica. En estos términos se expresa: «Si consideramos el hombre con el hombre ve-remos, siempre, la dualidad dinámica que constituye al ser humano ( ... ) completándose con la contribución recíproca, ofreciéndonos, con-juntamente, al hombre» (1976, p. 150). La esfera del «entre», de acuer-do con este criterio, sería la protocategoría constituyente de la rea-lidad humana. Ahora bien, resaltando esa importante dimensión hu-mana, ¿no habrá atenuado o descuidado la previa sustantividad indi-vidual del yo y del otro, posibilitadora del encuentro recíproco? (Cfr. Sánchez Meca, 1984).

Desde una perspectiva filosófica, y sirviéndose del método fe-nomenológico-realista, K. Wojtyla (1982) ha mostrado o desvelado,

a partir de la experiencia de la acción, las manifestaciones espiri-tuales de la persona, irreductibles a la materia: la conciencia, la autodeterminación, la trascendencia, la responsabilidad, etc. Tales manifestaciones reclaman lógicamente un principio, el espíritu hu-mano. Este autor descubre a la persona como una totalidad dinámica en la que los estratos somatopsíquicos están integrados y subordina-dos a la esfera personal de la autodeterminación y trascendencia. Un concepto completo de la persona, en efecto, debería abarcar la tota-lidad de la misma. Ha de destacar la unidad de la persona, y al mismo tiempo su compleja estratificación: la estructura somática, la psíqui-ca y la espiritual.

La persona humana no se puede definir sólo por su espirituali-dad, ni tampoco por la materia, sino como una totalidad cuyos ele-mentos son este espíritu y este cuerpo. Sin embargo, lo más exce-lente, en virtud de su naturaleza, es el alma inmaterial, dotada de las potencias intelectivas y la libre voluntad (Cfr. F. Ruello, 1968, pp. 93 y ss.). La persona humana se constituye así como unidad sustancial de espíritu y materia. Los errores antropológicos que tes-timonia la historia del pensamiento, han surgido al decantarse unila-teralmente por uno de los elementos, olvidando la íntima unión de los mismos, su interdependencia. Las recientes aportaciones de la psicología, la psicoterapia, etc., no hacen sino confirmar la interrela-ción de los diversos estados y procesos del hombre. La grandeza de la persona humana radica precisamente en ese status privilegia-do, único entre los seres de la naturaleza: ser que participa indisolu-blemente de lo material y lo espiritual.

2. FINITUD E INFINITUD DE LA PERSONA

Nunca está el hombre del todo satisfecho de su modo de ser; siempre busca más, aspira a más, anhela más. Es un hecho de expe-riencia que la persona es un ser finito que tiende hacia la infinitud.

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«A pesar de que no somos absolutos -observa Millán Puelles (1976, p. 21)- tenemos una tendencia innata a lo Absoluto, un natural de-seo de «absolutización». Somos, en expresión de L. Cencillo (Cfr. 1978, p. 546), un ser «fronterizo» entre dos planos irreductibles de rea-lidad: el inmanente y físico por un lado, el trascendente a la mun-danidad de la naturaleza, por otro.

La finitud del hombre resulta evidente en todos los niveles; en el orden físico, psíquico y espiritual. Es entitativamente un ser con-tingente, inacabado, llamado a la autorrealización. Las célebres pre-guntas kantianas ¿qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el hombre?, son un implícito reconocimiento de la finitud del hombre, pues la respuesta a las mismas supone una limi-tación: sólo puedo saber esto, sólo debo hacer aquello, sólo ... Pero al mismo tiempo, se reconoce la participación en lo infinito, al poder saber, deber hacer, etc.(Cfr. M. Buber, 1976, pp. 15-16).

La búsqueda de lo absoluto es una constante en el hombre, aun-que en ocasiones no se refleje a nivel consciente, ni sea intencionada-mente pretendida (Cfr. Frankl, V. 1981). Las palabras que siguen resumen perfectamente esta tensa bipolaridad de la persona: «Al parecer, dos realidades se contraponen aquí, a la vez que se comple-mentan. De una parte, la contingencia del hombre y de otra, su aper-tura hacia un horizonte de dimensiones inconmensurables ( ... ). Si poseyera el bien infinito personal no se hallaría en dicha coyuntura. Sólo la ausencia de tal posesión suscita en él la tendencia y el anhelo hacia dicha posesión. El hombre no puede por sí mismo llenar su dimensión trascendente. Pues su finitud es incapaz de satisfacer las aspiraciones de su tendencia infinita» (S. Vergés, 1978, pp. 119-120). Esa aspiración guarda relación con el ser espiritual de la per-sona humana. El animal, en cambio, vive encerrado en su mundo.

Hay autores que han pretendido circunscribir al hombre en su condición finita, limitada, sin posibilidad de apertura trascendente; tal es el caso de Comte, Marx, Nietzsche, Sartre, etc. Curiosamente, sus respectivos sistemas han buscado una «salida» al hombre: bien sea a través del progreso, bien mediante la génesis dialéctica del hom-bre colectivo, bien mediante el advenimiento del superhomhom-bre, o la inmersión del individuo en el utópico comunismo. Tales intentos acaban por abandonar la finitud estricta y derivan hacia algún tipo de absolutización. El hombre no puede permanecer indefinidamente en su pretendida finitud. Siempre salta, o al menos lo intenta, las barreras de su precariedad.

La persona humana es, por tanto, un ser que trasciende la rea-lidad, capaz de trascenderse a sí mismo: «Comparado con el animal, que dice siempre "sí" a la realidad, incluso cuando la teme y rehúye, el hombre es el ser que sabe decir no, el asceta de la vida, el eterno protestante contra toda mera realidad ( ... ) es el eterno "Fausto", la bestia cupidissima rerum novarum, nunca satisfecha con la

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rea-LA PERSONA HUMANA 73 lidad circundante, siempre ávida de romper los límites de su ser ahora, aquí y de este modo, de su «medio» y de su propia realidad actual» (M. Scheler, 1978, p. 72).

Son numerosos los pensadores que han defendido la trascen-dencia de la persona: Tomás de Aquino, Spinoza, Kant, Scheler, Mari-tain, Sciacca, G. Marcel, K. Jaspers, etc. interpretada desde posicio-nes teístas, deístas, panteístas, etc. En última instancia, todas las afirmaciones trascendentes de la persona pueden concentrarse en dos: la absolutización del yo o la aceptación del Absoluto. Claro está, que dentro de cada una de ellas las variantes son múltiples. Pero en el fondo, todas ellas derivan hacia una de estas dos direcciones.

En el primer caso se encuentra el antropocentrismo, en sus dife-rentes formas o manifestaciones. No es de extrañar que ese huma-nismo antropocentrista concluya lógicamente en el ateísmo, tras una

etapa previa de agnosticismo. Si se adora al yo, ya no resta lugar para nada más. Cabe asimismo absolutizar cualquier otro ser o bien finito: la raza, el derecho, el sexo, el progreso, etc. Son intentos de trascender humano de carácter inmanentista; el hombre se inclina ante sí mismo o hacia un determinado producto o aspecto humano. Una segunda dirección, diametralmente opuesta, es reconocer la contingencia del hombre y la aceptación del Ser necesario, causa y fin último de aquél. Desde esta perspectiva, la persona tiende y se tras-ciende hacia el Absoluto, el Ser trascendente; ahí radicaría la ple-nitud y el sentido trascendente de la vida humana. De todos es cono-cida la célebre frase agustiniana, que capta perfectamente esa rea-lidad: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti (San Agustín, Confesiones, I, 1, 1). Puede negarse la validez de esta meta trascendente de la infinitud humana; mas la experiencia histórica ha demostrado que en tales casos el pensamiento ha derivado hacia el absurdo, el nihilismo, o la creación de nuevos ídolos. Y en la práctica, su aplicación ha conllevado no pocas veces el atropello de los derechos fundamentales de la perso-na humaperso-na. Como decía el poeta R. Tagore, «El hombre, cuando es animal, es peor que el animal» (Pájaros perdidos, 248).

3. LA PERFECTIBILIDAD DEL SER HUMANO

El ser humano es perfectible porque. es inacabado, con un alto grado de maleabilidad o plasticidad (Cfr. J. L. Castillejo, 1981, pp. 30-31); por su espiritualidad y consiguiente libertad y capacidad cognoscitiva; por su tendencia socializadora; por ser teleológico (Cfr. P. Fermoso, 1982, pp. 287-8). La tendencia intrínseca de la persona hacia la infinitud es signo de perfectibilidad.

La perfectibilidad humana implica libertad, no es mera asimila-ción social. La libertad es una condiasimila-ción de la perfectibilidad. Así

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nos lo recuerda J. Tischner, en una breve e interesante obra: «Es el mismo educando quien debe encontrar su esperanza personal y hacerla propia. Nadie puede imponer a nadie ser poeta, santo, revolu-cionario ( ... ). En las cuestiones que para el educando son las más importantes, porque son las más personales, necesita elegir libre-mente. La educación presupone libertad» (1983, p. 110). Sin libertad no hay propiamente perfección humana, sino coacción y manipula-ción.

De otra parte, la perfección del hombre no viene determinada por la sociedad, a menos que se sostenga una concepción biosocial de la persona. Esta es la opinión, por ejemplo de P. Piaget, cuando afirma: «Desde luego que es la sociedad quien debe determinar las finalidades de la educación que imparte a las nuevas generaciones; por lo demás, eso es lo que hace siempre, soberana, de dos maneras. Primero las determina de modo espontáneo por la compulsión del lenguaje, de los usos, de las opiniones, de la familia, de las necesida-des económicas ... Luego la determina a conciencia mediante los ór-ganos del estado o de instituciones particulares, según el tipo de educación a que se apunte» (1968, p. 25). La sociedad, sin duda, de-sempeña un papel innegable en la formación del ser humano: he ahí la verdad parcial del mencionado autor. Pero ¿la educación es «sólo» el resultado de las influencias sociales sobre el individuo? He ahí una afirmación altamente discutible. A nuestro juicio, la perfección humana no es sólo cuestión de adaptación o recepción de lo social; el hombre va siempre más allá. Coincidimos con Marín Ibáñez

cuan-do al respecto sostiene lo siguiente: El hombre tiene un impulso ontológico a trascenderse sin fin. Lograda una meta aspira a otras. Por ello la educación no puede reducirse jamás a una mera adapta-ción al medio sea éste natural, social o cultural. Pronto intenta su-perarlo» 1983, p. 114). La formación humana es un resultado social, cierto; mas no exclusivamente social, no se agota en lo social.

El perfeccionamiento humano tampoco se el espontáneo resurgir de unas determinadas potencialidades. Es necesario el factor apren-dizaje; y con ello, el esfuerzo continuado, la superación de obstácu-los, la adquisición de hábitos. En definitiva, el modelo de persona no se impone ni aflora espontáneamente.

En los párrafos precedentes se han mencionado las condicio-nes o requisitos básicos de perfectibilidad humana. Pero ¿qué es lo que perfecciona al hombre, o en qué consiste tal perfectibilidad? El análisis lógico nos conduce a tratar el fin de la educación.

No cualquier fin conviene al ser humano. Todo ser tiene su propia perfección. El fin de la educación ha de plantearse, en conse-cuencia, a partir del conocimiento de la cultura personal y sus posi-bilidades de desarrollo (Cfr. J. Escámez 1981, p. 96). El fin de la educación -y con ello la posibilidad de perfección humana- radica en el desarrollo armónico y jerárquico de la totalidad de la persona.

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LA PERSONA HUMANA 75 Frecuentemente, al hablar de perfección, se ha aludido a las facultades específicas humanas; a saber, la inteligencia y la voluntad, y a los conceptos correlativos de verdad y bien. Ciertamente, de acuerdo con la estructura de la persona, la optimización significa prioritariamente la formación intelectual y moral, mas no únicamente esas dimensiones. Si educar es perfeccionar, se han de actualizar todas y cada una de las dimensiones del ser humano: física, afectiva, intelectual, artística, social, moral, religiosa... Ya Platón sostenía la necesidad de una educación armónica, completa, contrariamente a lo afirmado por algunas erróneas intrepretaciones de su pensamien-to: «Hemos dicho, y con razón, que una buena educación es la que puede dar al cuerpo y al alma toda la belleza y toda la perfección de que son capaces» (Leyes, Lib. VII). La idea de totalidad fue

asi-mismo recogida por Tomás de Aquino: «Educar al hombre o a la persona humana significa pues actualizar al máximo con la ayuda de la libertad de cada uno, el todo verdaderamente uno que es el

alma intelectual sustancialmente unida al curepo» (F. Ruello, 1968, p. 124). Sostener lo contrario es incidir sólo en unos aspectos de la personalidad humana, escindir al hombre en contra de la experien-cia unitaria del ser personal.

Lo anterior no ha de significar una negación de los elementos diferenciadores ep el proceso de perfeccionamiento del hombre, sino su reconocimiento como algo esencialmente humano: «La condición humana es una y a la vez múltiple. Es permanente y a la vez cam-biante. Y no es que haya un sector aislable, genérico, inmutable y otro diferencial, cambiante. Lo diferencial también es típico, radical-mente humano. Es condición del hombre su historicidad, forjándose al paso del tiempo y al filo de la historia. (Una educación persona-lizada)... que pretende servir el individuo irrepetible pero como miembro del grupo inserto en la sociedad, de la que debe ser un partícipe eficiente, y consciente de una común naturaleza humana que reconoce en todos un rostro fraterno, fundamento de los dere-chos humanos» (Marín lbáñez, 1983, pp. 121-122). El perfeccionamien-to de la persona supone, por tanperfeccionamien-to, la consecución de unos elemen-tos coincidentes, basados en la esencial igualdad de la naturaleza humana; y unos elementos diferenciadores, basados en la desigual-dad intrínseca de cada persona. Sólo la verdesigual-dad, el bien, la belleza .... perfeccionan a la persona, pero las vías de perfeccionamiento son múltiples, ricas, variadas.

Respetando y alentando las múltiples opciones y procedimien-tos de optimización personal, hay unas constantes teleológicas que responden a la estructura ontológica de la persona. Acudamos, una vez más, a las palabras de un eminente filósofo, que resumen nues-tro parecer: «La persona es, por tanto, la síntesis del aspecto está-tico y dinámico de un ser espiritual considerado como comprome-tido en la consecución del fin propio» (C. Fabro, 1982, p. 175).

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CONCLUSION

La perfección de la persona guarda coherencia con la naturaleza de su ser. En este estudio se ha concebido a la persona como una totalidad dinámica, integrada por las estructuras somática, psíquica y espiritual, íntimamente interrelacionadas. Las dos primeras se inte-gran y subordinan a la superior, la espiritual. Extrayendo las opor-tunas consecuencias de todo lo anterior, una auténtica formación humana -la perfección de la persona- debería apuntar hacia los siguientes objetivos:

Una formación intelectual, superadora de la ignorancia, la duda y el error, que permita mejorar cualitativamente la existencia humana. Ello supone ir adquiriendo un conjunto de conocimientos sólidos y· selectivos, de las diversas áreas del saber. Además, y especialmente, capacidad crítica, refle-xiva, saber seleccionar y distinguir, tener una opinión for-mada. En nuestra sociedad occidental, donde predominan los valores del éxito y la competitividad, la formación humana frecuentemente queda limitada al aspecto instruccional. - Formación de la conciencia. No basta tener unos

determina-dos conocimientos científico-técnicos. El anafalbetismo moral es una de las características de nuestro tiempo. Se requiere tener un sano criterio, una conciencia recta; esto es, juzgar de acuerdo con la verdad objetiva, sabiendo discernir y elegir el verdadero bien. Ello significa reflexionar acerca de una escala de valores acorde con el ser personal, y asumirla libre y responsablemente. Además, a menos que se esté instalado en planteamientos agnósticos o ateos, esa formación se com-pleta con un sólido conocimiento de la fe religiosa. Si el fin último de la persona es Dios, resulta fundamental tener una adecuada formación religiosa; conocer el sentido profundo de la existencia humana, los medios para conseguir la máxima plenitud.

Educación del amor, de la libertad y responsabilidad. Existe una cierta confusión respecto a la esencia del amor humano. Debido a las influencias de determinadas corrientes ideoló-gicas, suele reducirse a lo superficial o epidérmico, sin pe-netrar en lo nuclear. Amar no es usar, no es esencialmente placer, por ejemplo. La esencia del amor auténtico es la donación y la búsqueda del bien objetivo de la persona ama-da. La educación de la libertad y la responsabilidad supone la lucha por la liberación interna (pasiones, defectos ... ); apren-der a tomar decisiones y responapren-der personalmente de ellas. Práctica de las virtudes humanas, individuales y sociales. Son piezas básicas para construir el edificio de la personalidad humana: progresar en la laboriosidad, la sinceridad, la

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leal-LA PERSONA HUMANA 77 tad, la generosidad, el compañerismo, la perseverancia, etc. Respetar a los demás, cumplir las normas cívicas de convi-vencia, etc.

- Formación artística, estética. La persona es un ser que enti-tativamente está «prendado» de la belleza, de la genuina creación estética. Cultivar esta dimensión no es terreno ex-clusivo de minorías artistas, sino de cualquier persona, en tanto se desarrolla como tal.

Educación de la afectividad y sensibilidad. Conocer y valorar positivamente las tendencias y sentimientos básicos del hom-bre. Saber canalizarlos y orientarlos hacia logros valiosos de la persona. Deseos, sentimientos y voluntad han de estar al servicio del bien de la persona. La desintegración ocurre cuan-do hay desorden y se busca un bien sensible en detrimento de un bien superior.

Educación física. Es también importante. Todos conocemos los efectos positivos de una buena forma física, su incidencia en todos los niveles o estratos de la persona.

Los objetivos que se ácaban de enumerar, creemos que conjun-tamente llevan a la persona a las máximas cotas de optimización. En ningún caso se han de entender como partes aisladas, sino como elementos integrados armónicamente, orientados al desarrollo inte-gral de la persona concreta.

A. JIMÉNEZ GUERRERO

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