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La eliminación de instituciones y concepciones premodernas por lo general se considera imprescindible

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de tradicionalidad y modernidad

H. C. Felipe Mansilla*

L

a eliminación de instituciones y concepciones premodernas por lo general se considera impres-cindible y, por ende, positiva para acelerar la evolución histórica y alcanzar el anhelado objetivo del progreso material. La tradicionalidad ha sido vista desde la modernidad como algo funda-mentalmente negativo. El proceso de modernización engloba, sin embargo, factores destructivos, que sólo en fechas recientes empiezan a ser percibidos de modo realista. Algunos elementos premodernos merecen una mejor suerte en la conciencia intelectual, como la religión en cuanto fuente de sentido y consuelo; la concepción del arte y la literatura como una estética fundamenta-da en lo bello, y algunos valores no cuantificables materialmente.

La eliminación de instituciones, normas y concepciones premodernas fue consi-derada por marxistas y liberales como im-prescindible y, por ende, como altamen-te positiva y promisoria para acelerar la evolución histórica de todas las socieda-des y alcanzar con celeridad el anhelado objetivo del progreso material. La

tradicionalidad, en cuanto noción global

opuesta a la modernidad, ha sido desde entonces vista como algo fundamental-mente negativo o, dicho de modo más benevolente, como algo anacrónico y dig-no de desaparecer lo más pronto posible. * Escritor independiente

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El proceso de modernización, celebrado por los padres del marxismo y los apologistas del capitalismo, engloba, sin embargo, factores destructivos que sólo en fecha recien-te empiezan a percibirse en toda su magnitud e inrecien-tensidad. Numerosos aspectos de la tradicionalidad, por el mero hecho de pertenecer al mundo premoderno y preindustrial (es decir a priori de un análisis de cada caso), no pueden ser calificados de retrógra-dos, perniciosos e inhumanos, sobre todo teniendo en cuenta la profunda desilusión que ha causado la modernidad en numerosos campos de la actividad humana. Pese a la impopularidad de tal designio, este ensayo pretende rescatar del olvido algunos elementos premodernos que merecen una mejor suerte en la conciencia intelectual y en el imaginario social. El intento de decir algo relevante conlleva siempre el peligro del error,1 pero hay que arriesgarse a ello para sacar a luz una temática injustamente postergada por las ciencias sociales contemporáneas.

Tradición proviene de tradere, que tiene los significados de transmitir, legar algo de un pariente a otro, o arrastrar normas de una generación a la siguiente. Original-mente tenía una connotación de inmediatez, cercanía corporal y ámbito familiar: lo que pasaba de una persona a otra. La tradición —y en particular la tradicionalidad en cuanto sistema social previo al racionalismo instrumental de índole universalista— ha conocido escasos procedimientos anónimos, impersonales y abstractos. Su motor no es la conciencia reflexiva de sí misma, sino la normatividad no cuestionada deriva-da de formas elementales y hasta atávicas de organización social y de los llamados vínculos primarios. El mundo burgués-capitalista y el intercambio de equivalentes expresable en dinero asestó el golpe más duro hasta ahora a las tradiciones, lo que por supuesto no significa que esa evolución sea históricamente ineludible y exclusiva-mente positiva. De todas maneras es inhumano menospreciar la tradición porque esto supone ignorar el sufrimiento acumulado, el dolor de nuestros propios antepa-sados, la angustia de las generaciones que nos precedieron, y desdeñar las palabras, los aromas y los colores de nuestra infancia y de nuestro origen. Es despreciar lo que nos brinda un sentimiento de pertenencia e identidad inconfundibles, lo que funda-menta la confianza, aquello que también está entretejido con la esperanza y la nostal-gia, y a menudo también con el desconsuelo. No hay que subestimar la tradición, sino hay que confrontarla con las formas más avanzadas de la conciencia crítica y tratar de vislumbrar lo aceptable que pudiera haber en ella. Debemos considerar la 1 Siguiendo en esto a Theodor W. Adorno. Negative Dialektik (Dialéctica negativa): Francfort, Suhrkamp,

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tesis, tal vez demasiado optimista, de Hans-Georg Gadamer (y parcialmente de la escuela hermenéutica), quien sostuvo que la tradición no se basa por fuerza en la defensa de lo convencional, sino en la continua acción de dar forma a la vida social-ética, es decir en hacer consciente la realidad, lo que conduciría a una nueva dimen-sión de libertad.2

En el mundo contemporáneo, tan alejado de la tradicionalidad, las exhaustivas incursiones de la razón meramente instrumental en la praxis cotidiana del hombre y la expansión de mecanismos burocráticos en las relaciones sociales (“la colonización del mundo de la vida por los sistemas técnicos”)3 han llevado a un empobrecimiento de las estructuras de comunicación interhumanas y un aumento de los fenómenos de alienación insospechados para los clásicos del pensamiento social progresista. Y esta patología social puede ser analizada adecuadamente si se toman en consideración puntos de vista comparativos; por ejemplo, los que brinda la confrontación con los elementos positivos que también ha poseído el orden premoderno y preburgués.

Los progresos de las ciencias modernas,4 los triunfos de la tecnología y hasta los adelantos de la filosofía, las artes y la literatura han producido un mundo donde el hombre experimenta un desamparo existencial, profundo e inescapable, que no sin-tió en las comunidades premodernas, las cuales le brindaban, a pesar de todos sus innumerables inconvenientes, la solidaridad inmediata de la familia extendida y del círculo de allegados, un sentimiento generalizado de pertenencia a un hogar y una experiencia de consuelo y comprensión —es decir, algo que daba sentido a su vida—. Desde la segunda mitad del siglo XX esta situación tiende a agravarse a causa de un sistema civilizatorio centrado en el crecimiento y el desarrollo materiales a ultranza; sistema que, por un lado, fomenta la soledad del individuo en medio de una actividad frenética, y, por el otro, diluye las diferencias entre lo privado y lo 2 Hans-Georg Gadamer. Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik (Verdad y

método. Bases de una hermenéutica filosófica): Tubinga, Mohr-Siebeck, 1975, pp. 533 y ss. Cfr. también Theodor W. Adorno. Thesen über Tradition (Tesis sobre la tradición), en Adorno. Ohne Leitbild. Parva Aesthetica (Sin paradigma): Francfort, Suhrkamp, 1967, pp. 29 y 35.

3 Jürgen Habermas. Theorie des kommunikativen Handelns (Teoría de la actuación comunicativa):

Francfort, Suhrkamp, 1981, vol. I, pp. 107 y ss.; vol. II, pp. 171 y ss.

4 Cfr. la hermosa y breve obra de Karl Löwith. Wissen, Glaube und Skepsis (Saber, creer y escepticismo):

Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 1962, pp. 76 y ss. Ya a partir del siglo XVII se expande en Europa Occi-dental la convicción de que el mundo pierde su acostumbrada coherencia, descomponiéndose en fragmentos ininteligibles, para subsanar lo cual no se encuentra una brújula adecuada.

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público, entre el saber objetivo y la convicción pasajera, entre el arte genuino y la impostura de moda, entre el amor verdadero y el libertinaje hedonista. No es de extrañar que dilatados fenómenos de anomia desintegradora surjan cada vez más con mayor frecuencia en estas sociedades de impecable desenvolvimiento tecnológico y uniformamiento inhumano: se incrementa notoriamente el número de personas y grupos autistas, que ya no pueden distinguir entre actos de agresión a otros y de autodestrucción (y que no poseen justificativo alguno para cometerlos).5

Sería necio negar los logros y las ventajas que entre tanto ha alcanzado la civili-zación de Occidente mediante su combinación de economía de libre mercado y de-mocracia representativa pluralista. La tolerancia ideológica y el bienestar general per-tenecen a esta constelación, única en la historia por su magnitud e intensidad. Pero la obligación sagrada del espíritu crítico es percatarse de los aspectos negativos inheren-tes a todo ordenamiento social. Al lado de la prosperidad de Occidente puede detec-tarse —en las palabras de Octavio Paz— el nihilismo de la abdicación: no hay “ni una sabiduría más alta ni una cultura más profunda”. “El panorama espiritual de Occidente es desolador: chabacanería, frivolidad, renacimiento de las supersticiones, degradación del erotismo, el placer al servicio del comercio y la libertad convertida en la alcahueta de los medios de comunicación.”6

La pérdida de la diversidad y el colorido socioculturales, y su correlato: la homogeneización del planeta entero según los cánones de la cultura del consumismo masivo y el principio de rendimiento, constituyen un programa innegablemente popular (¡el progreso!), pero generan al mismo tiempo una atmósfera general de melancolía: la inmensa mayoría de los habitantes de estas sociedades técnicamente exitosas sabe que nunca alcanzará el nivel de consumo que la televisión le insinúa como normativo. La publicidad, por ejemplo, estimula a todos los consumidores a vestirse de la misma manera y les sugiere al mismo tiempo que así llegarán a ser originales y hasta únicos. Ellos no disponen ya de referentes que les puedan brindar una identidad e individualidad específicas y, por otro lado, están obligados a exhibir una alegría y un optimismo artificiales según los dictados de los medios masivos de comunicación. “La civilización industrial satisface promesas materiales y despierta 5 Sobre esta temática cfr. Peter Waldmann. “Soziale Anomie” (Anomia social), en Geschichte Und Gegenwart

(Graz), vol. 17, núm. 3, agosto, 1998, pp. 143-164.

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esperanzas insaciables.”7 De acuerdo con Konrad Lorenz, el mundo contemporáneo exige comportamientos altamente diferenciados, que se complementan paradójica-mente con una “atrofia de la inactividad” y una “ceguera creciente ante los valores”: nuestros potenciales éticos y estéticos decaen en un orden social hiperdesarrollado que ya no permite al hombre tener un sentimiento tan anacrónico como la admira-ción ante la belleza de la naturaleza o el respeto de los méritos individuales de sus congéneres. El falso igualitarismo —la ideología que menosprecia las diferencias y jerarquías basadas en el talento y el mérito— que predican todos los modelos con-temporáneos presupone un acondicionamiento de los seres humanos que hace de éstos meros súbditos maleables según los requerimientos del sistema social.8

Hoy en día es menester una actitud eminentemente crítica que ponga en cuestionamiento esta magna alianza de la tecnología más avanzada con el infantilis-mo producido por la organización sociopolítica, alianza que subyace a la ilusión ge-neralizada de que la técnica puede resolver todos los problemas de la humanidad. Esta quimera contemporánea es alimentada por la perfidia de los políticos, la inge-nuidad de los intelectuales y el pragmatismo de las élites (incluida entre éstas la cleptocracia de los países poscomunistas). Esta ficción ha sido compartida hasta el final por los intelectuales marxistas más lúcidos.9 En cambio, el espíritu crítico que nos hace falta, hoy como en cualquier otra época, es el de la filosofía auténtica: un sentimiento de nostalgia, desencanto y hasta repugnancia respecto a las incongruen-cias y aberraciones de que está lleno el mundo actual. Nostalgia porque el hombre nunca ha vivido por largo tiempo en un verdadero hogar, desencanto porque las realizaciones de la praxis no están jamás a la altura de nuestros sueños. No hay duda, por otra parte, de que la experiencia de la incertidumbre, los temores y todas las formas de alienación han tenido también su aspecto positivo al ensanchar nuestro conocimiento del mundo, al enriquecer nuestras perspectivas y al hacernos com-prender lo valioso en aquello que desaprobamos. El espíritu crítico nos enseña a 7 Iring Fetscher. “Das Recht, man selbst zu bleiben” (El derecho de permanecer siendo uno mismo), en

Fetscher. Arbeit und Spiel. Essays zur Kulturkritik und Sozialphilosophie (Trabajo y juego. Ensayos sobre crítica cultural y filosofía social): Stuttgart, Reclam, 1983, pp. 152 y ss.

8 Konrad Lorenz. Die acht Todsünden der zivilisierten Menschheit (Los ocho pecados mortales de la

humanidad civilizada): Munich, Piper, 1973, pp. 28, 93 y ss.

9 Cfr. el canto celebratorio de los milagros de la tecnología en una obra del periodo inicial del régimen

comunista, obra que tuvo una inmensa difusión en los primeros años de la Unión Soviética: Nikolaj Buxarin/ Evgenij Preobrazhenskij. ABC du communisme: París, Maspero, 1971 [1919].

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discernir: no cualquier vivencia o doctrina es aceptable por el hecho de ser nueva o extraña: hasta lo históricamente necesario no constituye de ninguna manera lo éticamente admisible o lo estéticamente recomendable. Y la reflexión más ardua o más refinada no debe paralizar nuestra capacidad de emitir juicios valorativos que pueden aplicarse a la praxis cotidiana. Además: el obtener conocimientos probables no nos da derecho a creer que poseemos un saber por entero cierto e indubitable. Pero: comprender no es perdonar.

Hoy en día se ha expandido un relativismo disfrazado de buen humor y talante científico-académico, que premeditadamente se niega a establecer certezas y derrote-ros obligatorios. El progreso en comparación con los totalitarismos del siglo XX salta a la vista. Pero este escepticismo muchas veces forzado y repetitivo tiene también sus graves dilemas. Una búsqueda sin fin y sin término, durante la cual no se encuentra nada relevante, es similar a un error y un errar perennes. Sería un autoengaño supo-ner que el indagar e inquirir sin límite y sin resultado representan una forma adecua-da de veradecua-dad.10 El abstenerse de juicios precipitados y tajantes es ciertamente mejor que proclamar dogmas de débil consistencia, pero el escepticismo radical se enreda en sus propias trampas lógicas. Por ello lo razonable parece residir en una zona inter-media, en la cual una actitud crítica se atreve a enunciados valorativos de índole provisoria, calculando lo fácil que es equivocarse.

Un ejemplo de este dilema nos lo brindan los temas del momento. Las doctri-nas actuales adscritas al fundamentalismo neoliberal tienden a igualar la lógica del mercado y el principio rector de la democracia, postulando que los problemas econó-micos y los conflictos de la política pueden ser resueltos mediante el mismo mecanis-mo: la decisión de los consumidores.11 Esta concepción olvida premeditadamente que en el mercado no hay, en el fondo, un debate genuino basado en posiciones liminarmente diversas, sino la elección —según la racionalidad instrumental— de mercaderías e instrumentos adecuados a ciertos fines que no son objeto de reflexión. En cambio, las decisiones democráticas están inmersas —o deberían estarlo— en una discusión pública en torno a metas y paradigmas que tienen que ser valorados y fundamentados de acuerdo con argumentos racionales y experiencias pasadas que

10 Karl Löwith, op. cit., nota 4, pp. 36 y ss. (siguiendo a san Agustín).

11 Cfr. la temprana crítica de Jürgen Habermas a esta posición en Die verzögerte Moderne (La

moderni-dad retarmoderni-dada), en Habermas. Philosophisch-politische Profile (Perfiles filosófico-políticos): Francfort, Suhrkamp [1965] 1998, p. 457.

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son percibidas a través de lógicas culturales, es decir, a través de factores cualitativos y no meramente cuantitativos.

El hombre no se reduce, por consiguiente, a una racionalidad práctico-pragmá-tica, que podría explicarse adecuadamente por medio de los conflictos de intereses materiales. Como todos los seres vivientes, los humanos tienen que vivir en medio del mundo material y en confrontación con éste, pero lo hacen de acuerdo con creen-cias, instituciones, normas y convenciones que dan sentido y significación a sus es-fuerzos. Como afirmó Marshall Sahlins, lo decisivo no estriba en que los modelos civilizatorios obedezcan a coerciones materiales —todas las especies animales hacen lo mismo—, sino en que el hombre se doblega ante estas presiones del entorno natu-ral siguiendo las reglas de sistemas simbólicos y normativos, que no están predeter-minadas en forma exhaustiva por el sustrato material y entre las cuales reina, por consiguiente, una cierta variabilidad. La utilidad es algo ya interpretado cultu-ralmente.12 En este campo es donde mantienen su relevancia fenómenos como la religión, las jerarquías no económicas y la esfera de la estética, que la modernidad y, más aún, sus últimos apéndices posmodernistas tratan de disipar. La decadencia de la dimensión simbólica ha llevado a un empobrecimiento manifiesto de la civilización actual, y esta desvalorización tiene que ver directamente con el decaimiento de las tradiciones aristocráticas. La ruina de las convenciones en el trato social, la abolición de ritos y ceremonias, la dilución del tacto y la cortesía, la transformación del arte en una técnica de publicidad y la declinación de la estética y el ornato públicos han conducido a estabilizar un mundo regido en exclusiva por principios técnicos, domi-nado por la uniformidad cultural y caracterizado por la pobreza emotiva, la difusión de un narcisismo tan cínico como obvio y la pérdida del sentido de responsabilidad. Las personas se saben intercambiables entre sí: al no recibir el reconocimiento de los otros, despliegan una baja autoestima, muy proclive a la destrucción del entorno y a la automutilación, sin que esta violencia anómica se base o, por lo menos, se acompa-ñe de justificaciones ideológicas. La situación se agrava debido a factores estricta-mente modernos, como el surgimiento de enormes aglomeraciones urbanas, el incre-mento poblacional (debido paradójicamente a modestas pero continuas mejoras de la salud e higiene públicas) y la intensificación de la presión demográfica (en un 12 Cfr. el interesante estudio de Marshall Sahlins. Culture and practical reason: Chicago/Londres, Chicago

University Press, 1976, passim, en la cual Sahlins criticó el potencial explicativo de conocidas teorías de la evolución histórica centradas en el interés y la utilidad materiales, como el marxismo.

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mundo finito e inelástico), lo que aumenta el desamparo existencial, el autodesprecio y la sensación de la escasa valía de cada persona.13 Hasta en sociedades bien adminis-tradas, como en la Suecia socialdemocrática del presente, se advierten el hastío de la vida despersonalizada, la mezquindad burocrática y el centralismo asfixiante causa-dos por la tutela omnipotente del Estado benefactor y la ruina de la esfera simbólico-cultural.14

La modernidad y el orden burgués-capitalista han significado, sin duda alguna, el triunfo del individualismo y del racionalismo, pero, al mismo tiempo, han minado desde adentro al individuo y la razón. Cuanto más racional es la sociedad, cuanto más justicia social brinda a sus miembros, tanto más reemplazable resulta cada indi-viduo y tanto menos es éste diferenciable de sus congéneres. La lógica de la evolución histórica implica la disolución de las odiosas formas exteriores de las jerarquías y diferencias sociales, pero también significa la nivelación de los individuos por obra de los grandes colectivos y las necesidades tecnológicas del presente.15 El florecimien-to de la tecnología, en tanflorecimien-to manifestación más patente de la razón instrumental, y la exacerbación del narcisismo asocial, como culminación del neoliberalismo, amena-zan con hacer superfluos el legado humanista, el espíritu crítico y la conciencia per-sonal. El endiosamiento de la evolución técnica ha conducido a que la máquina pueda prescindir del maquinista. El perfeccionamiento de los instrumentos técnicos hace superflua la reflexión en torno a las metas para las cuales aquéllos fueron crea-dos: los medios desplazan a los fines.16 Comportamientos basados en la solidaridad y la espontaneidad, la capacidad de reflexión crítica y los elementos lúdicos asociados a la fantasía creativa, han sido reemplazados paulatinamente por otras destrezas que gobiernan el mundo actual; las pericias técnicas, la capacidad de adaptación al entor-no, la mimetización con la mayoría de turno y la astucia en las cosas pequeñas de la vida constituyen las virtudes indispensables de nuestra era. “Hoy se ha hecho reali-13 Cfr. la espléndida obra premonitoria de Hannah Arendt. The origins of totalitarianism: Nueva York/

Londres, Harcourt Brace, 1973 [1951], pp. 323, 330, 475 y 477.

14 Sobre estos aspectos de la Suecia contemporánea, cfr. Hans Magnus Enzensberger. Ach Europa! (¡Ah

Europa!): Francfort, Suhrkamp, 1987, pp. 9-49.

15 Max Horkheimer. Pessimismus heute (Pesimismo hoy), en Horkheimer. Sozialphilosophische Studien

(Estudios social-filosóficos): Francfort, Athenäum-Fischer, 1972, p. 142.

16 Max Horkheimer. Zur Kritik der instrumentellen Vernunft (Crítica de la razón instrumental): Francfort,

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dad el sueño de que las máquinas desplieguen habilidades humanas, pero los hom-bres actúan cada vez más como si fuesen máquinas.”17

El funcionamiento específico de las grandes organizaciones en los campos de la economía, la administración y la política nos hacen ver los límites históricos a los que ha llegado el individuo: como lo entrevió Max Weber de manera clarividente, la burocracia ha sido la gran triunfadora en las lides del siglo XX, con independencia del régimen político concreto. La burocratización ha diluido las distinciones entre las diferentes clases de trabajo, ha “parcelado el alma”, ha llevado a la pérdida de la libertad, ha compelido al hombre a ser un engranaje bien aceitado de una maquina-ria difícil de controlar, ha creado la “jaula de hierro de la servidumbre” y ha separado la moral de la razón instrumental. La burocratización ha transformado toda forma de actuación social en algo similar al funcionamiento de una fábrica.18 Y en este contex-to, Max Weber se planteó la “cuestión central”: ¿Qué podemos hacer para contrarres-tar esta maquinaria, para preservar un “resto de humanidad” de esta parcelación del alma y de este predominio exclusivo de los principios e ideales racional-burocráti-cos?19 Max Weber supuso que sólo existen dos vías aceptables para mitigar la acción paralizante de la burocracia y, en general, de la racionalidad instrumental: un impul-so científico-crítico y una política inteligente. A este propósito contribuirían igual-mente individualidades bien formadas, una aristocracia cultural, ciertas fuerzas emo-cionales carismáticas y un pesimismo estoico y hasta heroico frente a los decursos históricos. Estos factores constituirían la única defensa contra la jaula de hierro de la servidumbre, la gran creación de la racionalidad instrumental.

A comienzos del siglo XXI tenemos una constelación general que corresponde a

lo criticado por Weber acerbamente hacia el final de su vida y que hubiera merecido su repudio total, pese a que él precisamente postuló y fundamentó la total abstención de juicios de valor: un pueblo sin valores éticos se vuelve servil, y una administración 17 Max Horkheimer. Gesellschaft im Übergang (Sociedad en transición): Francfort, Athenäum-Fischer,

1972, p. 101.

18 Max Weber. Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie (Ensayos reunidos sobre sociología de la

reli-gión): Tubinga, Mohr-Siebeck, 1920/1921, t. I, pp. 204, 521, 552 y 569; t. III, p. 120. Max Weber. Gesammelte

politische Schriften (Escritos políticos reunidos): Johannes Winckelmann (comp.), Tubinga, Mohr-Siebeck,

1980, pp. 308, 330-332 y 556-558.

19 Max Weber. Gesammelte Aufsätze zur Soziologie und Sozialpolitik (Trabajos reunidos sobre sociología

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pública muy burocratizada produce indefectiblemente políticos corruptos y oportunistas.20 No resulta superfluo recordar que Max Weber, adversario de toda ciencia que incluyera la dimensión normativa y ética, enunciados valorativos y tomas de posición política,21 sintiera una gran nostalgia por valores y normas solidarias y humanistas: lamentó que la racionalización y burocratización de la vida social hubie-sen relegado los valores normativos y las actitudes emotivas (como la fraternidad, la gracia y la dignidad personales, la creatividad original) casi en forma exclusiva al campo de la intimidad, la mística religiosa y las artes, y los hayan desplazado del ámbito público-político.22

El mundo contemporáneo, basado en los logros de la ciencia y la técnica, no resulta, entonces, tan positivo y promisorio como lo creen sus apologistas. La moder-nidad ha engendrado formas contemporáneas y menos visibles de prejuicios, discri-minación y dogmatismo, que, debido a su envoltorio técnico y módico, no pueden ser constatadas con facilidad.

La enorme apatía de la población respecto de temas sociopolíticos —apatía totalmente comprensible por la estulticia y corruptibilidad de la clase política en numerosos regímenes— parece representar hoy en día la pauta de comportamiento cultural-político más difundida en dilatados parajes del Tercer Mundo. Y esta conste-lación no parece ser favorable a la instauración de una democracia sólida y duradera en estos países. Pero hay otras causas más profundas y permanentes para este fenóme-no. Mediante una gran encuesta empírica a mitad del siglo XX, Theodor W. Adorno

y sus colaboradores encontraron que en los Estados Unidos una porción relevante de la población, que había recibido una adecuada instrucción especializada y estaba dotada de considerables destrezas laborales, compartía prejuicios irracionales, anti-cuados e insostenibles sobre otros grupos humanos y acerca de poblaciones enteras 20 Testimonios de esta crítica weberiana altamente emotiva, basada en la necesidad de solidaridad y

fraternidad, en el excelente trabajo de Arthur Mitzman. La jaula de hierro. Una interpretación histórica de Max

Weber: Madrid, Alianza, 1976 [1969], pp. 161-163.

21 Max Weber. “Die ‘Objektivität’ sozialwissenschaftlicher Erkenntnis” (La “objetividad” del

conoci-miento en ciencias sociales), en Max Weber. Soziologie, weltgeschichtliche Analysen, Politik (Sociología, análisis histórico-universales, política), Johannes Winckelmann (comp.), Stuttgart, Kröner, 1968 [1904], pp. 188-190. Max Weber. Der Sinn der “Wertfreiheit” der Sozialwissenschaften (El sentido de la “abstención de valores” en la ciencia social) [1917], en ibid., p. 265.

22 Max Weber, “Vom inneren Beruf zur Wissenschaft” (Sobre la profesión de la ciencia) [1919], en Max

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en todo el mundo. Estas personas disponían de una buena base de conocimientos científicos y exhibían simultáneamente supersticiones curiosas; estaban orgullosas de ser “individualistas” y, al mismo tiempo, vivían en el temor constante de no ser exac-tamente como los otros; se jactaban de su “independencia”, pero se sometían dócil-mente a aquellos que detentaban poder y autoridad. Se segregaban con rapidez en grupos antagónicos: los propios (ingroups), que congregaban todas las virtudes posi-tivas, y los otros (outgroups), donde parecía acumularse todo lo negativo.23 Las cosas no han cambiado en lo fundamental desde entonces. Después de un largo proceso histórico, en el cual la Ilustración, el racionalismo en todas las esferas y la democracia liberal han desempeñado los papeles determinantes, nos enfrentamos hoy en día con dilatados sectores sociales que alimentan comportamientos atávicos, rígidos y autori-tarios: son incapaces de acercarse en cuanto individuos a las personas de los otros grupos y siguen percibiendo en éstos al Otro por excelencia, es decir al extraño, al adversario y al inferior. Y, por lo demás, tiene marcadas actitudes racistas o, por lo menos, etnocéntricas: la humanidad en cuanto tal les es indiferente u odiosa. Pese a todos los adelantos técnicos en el campo comunicacional, para la mayoría de la hu-manidad tienen relevancia sólo las experiencias inmediatas —y no la reflexión críti-ca—, y éstas pueden estar cargadas de factores etnocéntricos. En medio del progreso actual persiste una personalidad autoritaria que se creía superada hacía muchísimo tiempo; los individuos alienados y desorientados de las sociedades modernas —que conforman tal vez una sólida mayoría y que se destacan por una remarcable ignoran-cia acerca de todo aquello que no cae dentro de su inmediata esfera laboral— buscan y encuentran chivos expiatorios en las minorías de todo tipo, aminorando así a largo plazo la validez de los derechos humanos y del Estado de derecho.24

El designio de crecer y desarrollarse sin restricciones en un mundo finito no deja de exhibir aspectos irracionales. Ya en 1966, en su crítica del progama “The Great Society” del entonces presidente estadounidense Lyndon B. Johnson, Herbert Marcuse señaló que la dinámica representada por una economía que crece sin fin y por una productividad que se incrementa sin límites es esencialmente irracional, pues los factores de esta dinámica se transforman en objetivos en sí mismos, en metas normativas autónomas, desligadas de necesidades y dimensiones humanas. Una so-23 Theodor W. Adorno et al. The authoritarian personality: Nueva York, Wiley, 1967 [1950], t. I, pp. IX,

104 y 147-150.

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ciedad de despliegue económico inexorable e imparable es, asimismo, un sistema de inmenso derroche y pésima asignación de recursos y no podría, por ende, constituir nunca un “puerto seguro”, un “lugar de paz”, donde el hombre se encuentre consigo mismo, liberado de los incesantes imperativos de las maquinarias productiva y admi-nistrativa, imperativos que van siempre ligados a procesos de manipulación masiva. Además: un modelo económico de crecimiento infinito perpetúa paradójicamente la escasez, puesto que hace brotar incesantemente nuevas necesidades artificiales de bienes y servicios; se vuelve perenne la lucha de los individuos por sobrevivir en medio de una competencia despiadada y para tratar —de modo infructuoso— de elevar permanentemente el propio nivel de consumo.25 Erich Fromm, siguiendo un argumento de John Stuart Mill, afirmó con certeza que una suspensión del incre-mento del sector productivo y del auincre-mento demográfico no significaría de ninguna manera una paralización del progreso civilizatorio. Una congelación de los índices de crecimiento abriría unas perspectivas bastante aceptables para el progreso en otras áreas, incluyendo las culturales y ecológicas.26 Aunque estrictamente razonable en términos científicos, el llamado crecimiento cero se perfila como muy impopular en el Tercer Mundo, donde la religión contemporánea del desarrollo continuo se ha transformado en un dogma incontrovertible.

La realidad cotidiana en Asia, África y América Latina se halla hoy en día signada por factores como la contaminación ambiental, la pérdida de tiempo por congestio-nes de tráfico, el aire irrespirable, la impresionante acumulación de basura en los mejores barrios, la destrucción de todo lo verde, el horario cotidiano dictado hasta en sus más mínimos detalles por imposiciones de una burocracia despersonalizada, la criminalidad alarmante y la pérdida de la identidad de las ciudades y hasta de los ciudadanos.27 Los aburridos centros comerciales de estilo provinciano estadouniden-se estadouniden-se han transformado en los templos y coliestadouniden-seos contemporáneos. Los costos de la modernización han subido tanto en los países del Tercer Mundo que mucha gente ya 25 Herbert Marcuse. “Das Individuum in der ‘Great Society’” (El individuo en la “Great Society”), en

Marcuse, Ideen zu einer kritischen Theorie der Gesellschaft (Ideas sobre una teoría crítica de la sociedad): Francfort, Suhrkamp, 1969 [1966], p. 158 y s.

26 Erich Fromm. Die Revolution der Hoffnung. Für eine humanisierte Technik (La revolución de la

espe-ranza. Para una técnica humanizada): Reinbek, Rowohlt, 1974 [1968], p. 108 y s.

27 Sobre algunas de estas temáticas cfr. el número monográfico de Nueva Sociedad, núm. 167, Caracas,

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se pregunta si vale la pena “subirse en estos términos al carro de la modernidad. Al punto de que los términos de modernización y calidad de vida aparecen cada vez más, en las evaluaciones silenciosas que hacemos todos, como términos en conflicto”.28

Considérese, por ejemplo, el caso de Brasil. Hacia 1940, esta nación denotaba características mayoritariamente agrarias, tradicionales y premodernas, con una mo-vilidad social muy restringida y terribles desigualdades sociales. Pero no era de ningu-na manera uningu-na sociedad retrógrada y atrasada. Contaba con unos 45 millones de habitantes, un buen sistema educativo en el área urbana, dos ciudades ya entonces enormes, una industria manufacturera importante y un nivel cultural remarcable. La hospitalidad de los brasileños era proverbial, así como su carácter sensual y extro-vertido. La seguridad ciudadana era ejemplar, así como la limpieza y el cuidado de los núcleos urbanos. Sus selvas tropicales estaban intactas y sus costas impolutas.

Apenas dos generaciones más tarde el país es simplemente otro. A comienzos del siglo XXI, Brasil se ha convertido en la octava potencia industrial del mundo. Su producción manufacturera es gigantesca y de la más variada índole, y su tecnología de punta ha resultado admirable (por ejemplo, en los campos de la industria bélica, las telecomunicaciones y la aviación). La movilidad social tiene un grado considera-ble y la esperanza de vida es mucho mayor que antes. El acceso a todos los niveles educativos se ha democratizado en forma considerable.

Y, sin embargo, el Brasil actual, con sus 170 millones de habitantes, sus mega-lópolis industriales y su ocupación de casi todo el territorio, no es necesariamente una sociedad con una calidad de vida más elevada y, sobre todo, más razonable que en 1940. La criminalidad y la inseguridad en las zonas urbanas tienen la triste repu-tación de hallarse entre las más altas del mundo; sus aglomeraciones urbanas —de una fealdad proverbial— abarcan extensas barriadas donde imperan el desempleo, la miseria, el crimen y las drogas. El brasileño común y corriente pierde una parte importante de su tiempo en problemas de transporte, en trámites burocráticos enre-vesados y superfluos, y en una lucha despiadada contra el prójimo. No es probable que todo esto cambie con el advenimiento de un gobierno de centro-izquierda a partir de 2003.

El Brasil constituye hoy una sociedad en extremo violenta, insolidaria, sin ras-gos de una identidad original, salvo en el campo del folclor y la música popular. En 28 Martin Hopenhayn. “Respirar Santiago”, en Nueva Sociedad, núm. 136, marzo/abril, 1995, p. 51.

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amplios sectores sociales los medios masivos de comunicación han generado una genuina estulticia colectiva, vinculada con expectativas siempre crecientes de mayor consumo, más diversión y descenso marcado de normas éticas. El exagerado optimis-mo de la población y su propensión al gigantisoptimis-mo tienen que ver con el infantilisoptimis-mo producido por una cultura popular ligera y trivial. La esperanza de un mejoramiento permanente del nivel de vida se revela como ilusorio ante la dilapidación irresponsable de los recursos naturales, pero también a causa de la acrecentada anomia sociopolítica y la miopía incurable de las clases dirigentes. La sensualidad de antaño se ha transfor-mado en un libertinaje hedonista determinado por criterios comerciales.

El sistema político es inestable, los partidos son básicamente maquinarias elec-torales sin mucha capacidad para articular y viabilizar las demandas de la población. La victoria del centro-izquierdista Luís Inácio Lula da Silva podría alterar este cuadro sombrío sólo en aspectos marginales. También se esperó mucho del periodo presi-dencial del gran sociólogo Fernando Henrique Cardoso (1994-2002), pero no se dieron modificaciones ni en la calidad de la clase política ni en el tratamiento efectivo de la corrupción. Ésta, en todos los niveles, sigue siendo indescriptible por su inten-sidad y expansión. Amplios sectores de la élite política —por lo menos hasta 2002— no se diferenciaban fundamentalmente de una mafia criminal.

La distancia entre los más pobres y los más ricos es mucho mayor que hace medio siglo; en lugar de las antiguas diferencias de rango y origen hoy el dinero es el criterio que define claramente las capas sociales —y que las separa de modo bru-tal—. El número de universidades y organizaciones no gubernamentales consagradas a tareas educativas es inmenso y, sin embargo, las creaciones intelectuales y la inves-tigación científica alcanzan sólo una dimensión muy modesta. De la selva tropical pronto quedará sólo algún parque nacional para mostrarlo a los turistas. La desertificación de una buena porción del territorio es ya un problema cotidiano. Ningún paisaje se salva de una contaminación ambiental de extraordinaria magni-tud.29 ¿Valió la pena el enorme esfuerzo modernizador? O dicho en una perspectiva más amplia: ¿Tiene sentido —ya a mediano plazo— acabar con los últimos bosques 29 Es interesante mencionar el siguiente teorema. El vocablo “Brasil” proviene de un árbol de corteza

roja del mismo nombre, muy estimado como colorante. Esta especie fue talada tan vorazmente en las décadas siguientes al descubrimiento de Brasil (1500) que se encuentra por completo extinta desde mediados del siglo XVI. La identidad nacional se halla curiosa e intrínsecamente vinculada a una destrucción del medio ambiente tan temprana como exhaustiva. Cfr. Ana Augusta Rocha. “Brasil: un paraíso de paradojas”, en America, vol. 52, núm. 2: Washington, abril, 2000, pp. 28-37.

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y poner en peligro los ecosistemas naturales por conseguir un desarrollo material según el modelo estadounidense?

Finalmente, y por razones de equidad, hay que mencionar los aspectos negati-vos del orden premoderno. Como la crítica racionalista se ha consagrado a ello de manera exhaustiva desde el siglo XVIII, podemos resumirlos en pocas palabras.

La tradicionalidad ha sido el mundo del colectivismo y el conformismo, en el cual la variabilidad de roles era muy restringida; el hombre estaba habitualmente condena-do a asumir una sola función durante toda su vida, que era simultáneamente su identidad. Las estructuras político-institucionales premodernas eran débiles, impro-ductivas e inconfiables; su capacidad de actuación era tan limitada como fragmenta-ria su penetración geográfica y espacial. Los sistemas premodernos se destacaban por ser estáticos y altamente jerárquicos, y porque en ellos la autonomía del individuo estaba, como se sabe, sometida a los avatares más diversos, como los caprichos del gobernante de turno y la tuición asfixiante de las confesiones religiosas.30

Pero, como ya se mencionó, son los aspectos negativos de la modernidad los que nos hacen volver la vista a la tradicionalidad. Últimamente las ciencias sociales y la etnografía han subrayado la enorme relevancia social de valores y modelos norma-tivos preindustriales y preburgueses, como la heterogeneidad estructural, la familia extendida y las redes de parentesco, los sistemas de solidaridad y reciprocidad inme-diatas, la estabilidad emotiva brindada por lazos primarios sólidos —que después resultan por demás indispensables para producir individualidades bien conforma-das—, el tener tiempo para entregarse a la imaginación y espacio para el ocio y la existencia de jerarquías sociales transparentes y más o menos razonables. La revalori-zación de estos factores por las ciencias sociales y la literatura nos exime de examinar-los en este ensayo. Por otra parte, muchas de las normativas y pautas de comporta-miento tradicionales, y precisamente algunas de las más difundidas, no merecen —con toda franqueza— ser rescatadas.

La tesis básica de este ensayo apunta a una idea poco habitual hoy en día: los elementos populares de la tradicionalidad han sido los más ligados al irracionalismo y colectivismo, los más próximos a las supersticiones y a los cultos groseros, política y culturalmente los más proclives al servilismo y, ante todo, los que estaban más 30 Entre la extensa bibliografía existente sobre esta temática, cfr. el compendio de Patricia Crone.

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atados al espíritu de su época. En una palabra: los ingredientes populares de la tradicionalidad resultan ser los más anacrónicos y obsoletos, los más representativos de una cultura plebeya de mal gusto y enteramente propensa a caer bajo los dictados de modas efímeras de consumo masivo y alienante. Los principios premodernos ale-jados de la esfera popular-populista, sobre todo a causa de su índole teórico-raciona-lista, se manifiestan, por el contrario, como dignos de ser preservados en la actuali-dad. La religiosidad de este tipo es, por ejemplo, más intelectual y, por consiguiente, menos extrovertida, santurrona y farisea. Estas formas de religiosidad tienen, por lo general, poco que ver con tendencias mesiánicas y profecías radical-apocalípticas y, paradójicamente, se acercan más a doctrinas éticas profanas, aunque también existen formas elitarias de ascetismo y rechazo a lo terrenal. De acuerdo con Max Weber, en la historia sólo los estratos plebeyos han sido capaces de reducir la dimensión munda-na a algo sin magia y significado intrínsecos, y, sin embargo, construir sobre esta visión sobria y desencantada de lo terrenal una civilización exitosa que termina en la burocratización de las relaciones humanas y en la mecanización de la vida. La estética representada por estratos aristocráticos es, en cambio, más depurada y sensual, me-nos mojigata y atada a asuntos circunstanciales, y, por lo tanto, meme-nos pasajera y transitoria. Su distancia frente a los gustos e inclinaciones del momento confiere a los principios intelectual-racionalistas una relevancia cosmopolita y de largo aliento, fa-vorable, por ejemplo, a planteamientos ecológicos y conservacionistas y, por ende, propicia a una ética de la responsabilidad.

En los siguientes aspectos —hoy olvidados casi por completo— del orden premoderno, se halla también lo rescatable de la tradicionalidad: en la religión, en cuanto fuente de sentido y consuelo, y en la concepción del arte y la literatura como una estética fundamentada en lo bello. Podemos entender esta paradoja consideran-do el argumento de Jürgen Habermas: el pensamiento crítico con intención práctica puede ser fomentado mediante el análisis y la recuperación del sentido de los elemen-tos extravagantes, enojosos y hasta irritantes del desarrollo histórico, que hoy apenas se toman en cuenta.31

Esta toma de posición en favor de lo premoderno está basada en parte en auto-res repauto-resentativos de la modernidad y en críticos progauto-resistas de la misma, como Alexis de Tocqueville, Max Weber y los miembros de la Escuela de Frankfurt, sin

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compartir empero las opiniones antiliberales, antipluralistas y antidemocráticas de algunos de los frankfurtianos sobre la esfera práctico-política. Esta defensa de la reli-gión y de algunas tradiciones premodernas no se sustenta en un designio irónico (ello sería, por ejemplo, la utilización de doctrinas agnósticas y en parte izquierdistas para reinvindicar la existencia de Dios). En la obra de estos autores, cuya calidad ésta fuera de toda duda, se halla un tratamiento diferenciado del legado premoderno ésta es la mejor condición para comprender de modo más adecuado una compleja problemá-tica oscurecida por los prejuicios y las modas intelectuales de los últimos 200 años. Es superfluo añadir que, como toda gran creación, la obra de los pensadores mencio-nados admite varias interpretaciones simultáneamente válidas. Por otra parte: la ac-tualidad de muchos filósofos y cientistas sociales, como Carlos Marx, no reside en sus análisis concretos y en sus conclusiones práctico-políticas —de índole relativa y dis-cutible—, sino en su impulso ético y en su crítica radical de los comportamientos y las instituciones que impiden el desarrollo libre de cada individuo y, por ende, de la sociedad en su conjunto.32 En estos textos magnos se puede detectar el propósito de evitar la idolatría de la historia, la exaltación del éxito material y la sumisión bajo los poderes establecidos; al mismo tiempo se advierte en ellos el intento de no resignarse ante los hechos consumados y (aun en el caso de Max Weber) emitir juicios valorativos acerca de la evolución sociopolítica.

Jürgen Habermas expuso la tesis de que hoy en día la filosofía sólo puede subsis-tir en cuanto crítica, es decir como análisis del fundamento de toda creencia (incluida la pretensión de totalidad de toda religión y de todo conocimiento metafísico). La filosofía constituiría entonces el elemento reflexivo de toda actividad humana y el cuestionamiento de toda interpretación afirmativa del mundo y de la sociedad.33 Como “esclarecimiento del autoengaño humano” (Duque de La Rochefoucauld) o “arte de la desconfianza” (Friedrich Nietzsche) o como “resistencia consciente contra los lugares comunes” y “obligación de no ceder a la ingenuidad”34 (Theodor W. Ador-32 Cfr. Maximilien Rubel (comp.). Pages de Karl Marx pour une éthique socialiste: París, Payot, 1970, t. I:

Sociologie, critique, passim.

33 Jürgen Habermas. Wozu noch Philosophie (¿Para qué aún filosofía?) [1971], en J. Habermas.

Philoso-phisch-politische..., op. cit., nota 11, p. 31.

34 Theodor W. Adorno. Philosophische Terminologie. Zur Einleitung (Terminología filosófica. Introducción):

Francfort, Suhrkamp, 1973, t. I, p. 132. Adorno. Wozu noch Philosophie (¿Para qué aún filosofía?), en Adorno,

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35 John Stuart Mill. Über die Freiheit (Sobre la libertad): Stuttgart, Reclam, 1974 [1859], p. 93. 36 Max Horkheimer. “Zum Problem der Wahrheit” (Sobre el problema de la verdad), en Horkheimer,

Kritische Theorie (Teoría crítica), Alfred Schmidt (comp.): Francfort, Fischer, 1968, t. I, p. 236.

no), el impulso crítico-filosófico puede aún brindar eminentes servicios a la humani-dad, puesto que representa un estímulo contrario a la resignación generalizada y a las certezas convencionales de la época, por un lado, y la nostalgia por una vida bien lograda, por el otro. Este impulso se opone a la actitud predominante hoy en día en los campos académicos e intelectuales, en los que lo habitual es plegarse a la moda del momento con genuina devoción; como en muchas otras épocas, lo necio, lo des-aconsejado y lo irrisorio es estar fuera de la ortodoxia de turno. John Stuart Mill, el gran pensador liberal del siglo XIX, dijo que lo peligroso de su tiempo era la suave tiranía de la opinión pública, sin que existiese un régimen despótico consagrado a prohibiciones y exclusiones. Que tan pocos se atrevieran a ser excéntricos y tener coraje revelaría el principal peligro de la era liberal-democrática.35

Por otra parte, hay que evitar el peligro de que la reflexión crítica se agote en mera erudición y en el recuento de sus éxitos. Más adecuado es pensar en las amena-zas que los triunfos de la actual civilización occidental significan para el espíritu crítico de la misma. Mediante el examen de temas contemporáneos y la confronta-ción con otras áreas del saber, la filosofía en cuanto crítica no corre el peligro de transformarse en un mero ejercicio de autorreflexión, en una cadena interminable de exámenes de sus propios presupuestos; adquiere entonces un elemento integrativo que surge del análisis permanente y de la relativización de verdades parciales prove-nientes de otros campos del saber.36 La continuada corrección de conocimientos frag-mentarios nos da una idea, básicamente precaria y provisoria, de lo que podría ser mejor.

Los pocos factores rescatables del orden premoderno y preindustrial tienen que pasar por el tamizado del espíritu crítico y aun así permanecen sujetos a una impug-nación racional. Estos fragmentos aceptables de la tradicionalidad no son, obvia-mente, los únicos componentes de una sociedad razonable; la modernidad ha produ-cido un número elevado de instituciones sociopolíticas, normas de comportamiento, creaciones artístico-literarias y adelantos científico-técnicos que merecen ser preser-vados para edades venideras. Los frutos positivos de la modernidad son ampliamente conocidos y admitidos como tales, y por ello no se los mencionará en el marco de este

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37 Sobre esta temática cfr. el interesante tratado de Herbert Marcuse. Studien über Autorität und Familie

(Estudios sobre autoridad y familia), en H. Marcuse. Ideen..., op. cit., nota 25, pp. 113-129.

38 De acuerdo con Marcuse, desde Aristóteles hasta Kant la fantasía y el poder imaginativo habrían breve ensayo. La falibilidad básica del conocimiento humano nos lleva a que haga-mos uso de cierta tolerancia para con los elementos más curiosos y menos conocidos hoy en día de la evolución histórica: para la conciencia del presente, el orden premoderno se ha transformado en algo prácticamente desconocido o, por lo menos, exótico y muy lejano. El propósito de reivindicar la tradicionalidad adquiere, por consiguiente, el carácter de un acto de justicia histórica. Hay que reiterar, empero, que se debe evitar la caída en un tradicionalismo, es decir, en una apología de la tradición por la tradición misma, como si toda creación posterior llevase la mácula de lo negativo e ignominioso. Después de la Revolución Francesa emergió una ola de refutaciones de la Ilustración, la Enciclopedia y de todo lo que parecía estar vincula-do a ellas; estas críticas —sobre tovincula-do las asociadas al romanticismo— contenían muchas veces observaciones muy agudas sobre los excesos del racionalismo, impugnaciones clarividentes del capitalismo y fragmentos valiosos en torno a una vida bien lograda. Pero muchos de estos esfuerzos restaurativos terminaron a menudo en una celebra-ción más o menos burda de lo irracional y lo autoritario, en la irrupcelebra-ción grosera del patriotismo y el nacionalismo, en el cultivo premeditado de los prejuicios convencio-nales y en el uso profano de la religiosidad santurrona. Las terribles consecuencias de todo esto pueden rastrearse hasta los peores sistemas totalitarios del siglo XX.37 Estos aspectos del orden premoderno merecen quedar en el más profundo olvido.

El designio de combinar los aspectos rescatables de dos órdenes diferentes y hasta divergentes no es nada raro en la historia de las ideas. La obra de Herbert Marcuse, por ejemplo, puede ser considerada como el intento de introducir un im-pulso romántico y una concepción sustantiva de la felicidad en la esfera de la Ilustra-ción: la fascinación que irradiaron sus escritos sobre las generaciones juveniles tiene que ver con su ensayo de incorporar las fuerzas libertarias y cognitivas de la imagina-ción y la fantasía dentro de los preceptos de la razón sociohistórica. De acuerdo con Marcuse la noción materialista de dicha y, sobre todo, el ímpetu romántico de la libertad han sido preservados en la esfera de la estética, y nuestra obligación es hacer-los fructíferos para la dimensión política, sin traicionar hacer-los principios de la razón, es decir sin recaer en una apología de lo místico, lo mítico, lo prerracional y lo irracio-nal.38 La crítica de la modernidad y la defensa simultánea del derecho a la felicidad

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encarnado un potencial cognitivo de eminente significación: la independencia respecto de lo existente, la libertad en un mundo sin ella, la capacidad de transcender la dimensión de lo fáctico. Herbert Marcuse.

Philosophie und kritische Theorie (Filosofía y teoría crítica), en H. Marcuse. Kultur und Gesellschaft (Cultura y

sociedad), vol. I, Francfort, Suhrkamp, 1965 [1937], p. 122.

39 Sobre esta temática (y la crítica antimodernista del joven Martin Heidegger) cfr. el brillante estudio

de Rüdiger Safranski. Ein Meister aus Deutschland. Heidegger und seine Zeit (Un maestro de Alemania. Heidegger y su tiempo): Francfort, Fischer, 2000, p. 34.

no deben jamás confundirse con una apología de la barbarie, el atraso y el retorno al infantilismo. Por ésta y otras razones, porciones notables de la teoría asociada a la Escuela de Frankfurt han sido percibidas como una crítica cultural conservadora revestida de un lenguaje revolucionario.

El cuestionamiento de una época de la superficialidad generalizada, de la vida rápida y, por ende, ligera en muchos sentidos, y del amor desmedido por cualquier novedad trivial representa evidentemente un lugar común de la crítica cultural con-servadora, pero ese cuestionamiento va más allá de una posición que defiende el pasado por el pasado mismo.39 A comienzos del siglo XXI hemos llegado a un endio-samiento tal de la técnica que el hombre en cuanto mero ser viviente se avergüenza ante la perfección alcanzada por sus productos: las últimas maravillas de la industria y la informática parecen superar las destrezas tan deficientes del ciudadano común y corriente. Este embeleso ante las obras de su propia creación conducen paradójica-mente a que el hombre pierda el sentido de proporción respecto de sus propios in-ventos: ya no se puede imaginar las consecuencias negativas que están asociadas con su poder creador. El hombre tiende, por lo menos, a convertirse en un servidor de la técnica, la cual transciende así su clásico papel de instrumento neutral. Las conse-cuencias totalitarias de todo esto resaltan más o menos claramente. Este ensayo que-ría sólo llamar la atención sobre esta constelación.

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