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(2) La fe de la comunidad cristiana, referente de toda cristología 1

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Introducción

La fe de la comunidad cristiana, referente de toda cristología

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1. El centro de la vida cristiana

Si la cristología es una actualización del misterio de Cristo en la comunidad cristiana, indagar el camino que conduce hacia la fe cristiana es lo más importante.

En esta tarea resulta urgente la búsqueda del núcleo de la vida cristiana, envuelto en una tradición que nos sirve de mediadora y expresa el carácter encarnatorio de la fe y de la vida cristiana. De hecho, la encarnación es artículo de fe irrenunciable para la comunidad cristiana, pues a través de ella ha tenido lugar la revelación más singular y completa del Dios cristiano, y sólo a través de la encarnación nos es dado acceder a la experiencia de Dios.

Sin embargo, la necesidad de encarnación no debe llevarnos a confundir la fe cristiana con las formulaciones dogmáticas, la adoración de Dios con los títulos litúrgicos, el seguimiento de Jesús con costumbres de apariencia cristiana, o la experiencia de Dios con el sentimiento religioso y la devoción. Con frecuencia numerosas creencias, ritos e imperativos morales ocupan el puesto de la verdadera fe cristiana.

Es necesario regresar a la cristología para aclarar el panorama de la vida cristiana. Se trata de volver la mirada a Jesús, el Cristo, el que inicia y consuma nuestra fe, para identificar ese núcleo o esa entraña del cristianismo. En Él se ha revelado el verdadero rostro de Dios y el significado de la salvación. En Él se nos muestra el camino de vuelta a Dios y las exigencias de este camino. Él nos ha mostrado el camino de vuelta a Dios y las exigencias de este camino. Con su vida nos ha mostrado cómo hemos de creer, esperar y amar. De esta forma nos revela el núcleo de la vida cristiana, el núcleo que constituye la verdadera identidad de sus seguidores.

El núcleo de la vida cristiana es la experiencia de fe en Jesucristo. Esta experiencia de fe es el supuesto de todas las demás dimensiones de la vida cristiana: la comunidad, la celebración de la fe o la liturgia, el compromiso moral o la praxis del seguimiento.

Para actualizar la propuesta de Jesús es preciso hacer memoria de su vida, pasión, muerte y resurrección. Necesitamos no sólo asumir la fe recibida en la comunidad, fe que ha recorrido un largo trayecto de cientos de años, sino también desandar el camino andado, porque en el camino andado por la comunidad cristiana se han adherido demasiados elementos

1 Cf. MARTÍNEZ F., Creer en Jesucristo 105s.

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accidentales, que dificultan el acceso al núcleo cristiano. Es preciso regresar a las fuentes, volver a los orígenes del cristianismo, volver al Evangelio. Y en los orígenes está Jesús, el Cristo, el Crucificado Resucitado, el núcleo de la fe cristiana y el que desencadenó esta historia del seguimiento.

Esta fe en Jesús, el Cristo, el Crucificado Resucitado, nos fue transmitida por la comunidad apostólica, la comunidad de los testigos oculares, los que habían comido y bebido con él antes y después de la resurrección (Hch 10,4). Nuestra fe cristiana depende necesariamente de ese testimonio fidedigno de la comunidad apostólica: “estas cosas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre” (Jn 20,31). La consecuencia es evidente: el camino hacia la fe cristiana debe recurrir a la comunidad apostólica primitiva, para conocer su núcleo genuino.

2. La comunidad primitiva y su camino de fe

Actualmente la Cristología se plantea algunas preguntas que considera “centrales” para dar respuesta a quien nos pregunta hoy sobre la fe:

- Si la fe en Jesús de Nazareth comenzó en Galilea, ¿era esa ya una fe “cristiana”? ¿Cuándo comenzó la fe en Jesús, como el Cristo, la fe en Jesucristo, la fe cristiana?.

- Otra cuestión que sigue a la anterior es la siguiente: ¿Cuál fue el camino de la comunidad apostólica hacia la fe cristiana?.

- E incluso termina en la siguiente pregunta: ¿Hay continuidad o discontinuidad entre la fe prepascual en Jesús de Nazaret y la fe pascual en el Hijo de Dios?.

2.1. El drama pascual

Sin duda, el Jesús terreno suscitó en muchos de sus contemporáneos la fe y la confianza en Él. Le siguieron con cierta determinación, a pesar de la oposición y el conflicto que en todo momento acompañaba a su Maestro. Un elemental realismo hacía prever un futuro complicado. Nada de extrañar que los evangelios hagan referencias frecuentes al miedo de los discípulos. Sin embargo, grupos de seguidores del Jesús terreno mantienen viva la fe en él. Su autoridad moral, su libertad soberana, su forma de decir y de hacer, su invitación al seguimiento, su singular intimidad con Dios, su papel decisivo en la venida del Reino y muchos aspectos de su ser y quehacer suscitaron fe. Sus seguidores lo ven como hombre de Dios, un gran profeta, tal vez el esperado... En Él encuentran un ofrecimiento de salvación, sellado y testimoniado con hechos que a los ojos de los suyos fueron considerados milagrosos y sanadores.

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Pero el final del Jesús histórico supuso un verdadero drama para sus seguidores, a quienes siguió el desconcierto y la frustración. Desde el aspecto humano, quienes habían puesto todas sus esperanzas en Jesús, el Maestro, no podían conformarse con un final tan decepcionante y escandaloso. Pero a nivel de fe, la condena, la pasión y la crucificxión de Jesús como un delincuente y “maldito” produjo en ellos un impacto mucho más profundo y constituyó un verdadero “escándalo”, una prueba fuerte para su fe y su esperanza en la venida del reino que Jesús les había anunciado. Su fe quedaba al borde de la apostasía. El destino de Jesús no concordaba con la huella positiva que aquel hombre bueno había dejado a sus seguidores.

Queda así planteado el verdadero “problema cristológico”: ¿Quién era ese hombre”?.

Las explicaciones sobre el estado de ánimo de los discípulos son sobrias y escasas. Es cierto que se podía interpretar la muerte de Jesús como la comprobación de su fidelidad, la fidelidad del profeta y del mártir. Pero esta interpretación no parecía de evidencia inmediata. Hay numerosos hechos en los evangelios que la exégesis no debe eludir. Todos ellos hablan de miedo, dispersión y abandono. Más que simple debilidad, se trató, con cierta probabilidad, de un problema de fe en Jesús y en su causa. Aún en las escenas de resurrección aparece el miedo y hasta desconfianza, extrañeza, duda e incredulidad.

Entonces, ¿Qué tuvo que suceder para que brotara en los mismo discípulos la fe pascual? ¿Cómo se originó la fe de la comunidad apostólica después de tanto desconcierto y escándalo?. El recuerdo piadoso del Jesús histórico al que habían seguido y con el que habían convivido especialmente en Galilea, no podía morir, pero tampoco era suficiente para alimentar la fe en Él. Morir con la maldición que en boca de Dios las Sagradas Escrituras anunciaban al que fuese crucificado era demasiado serio para seguir creyendo en la venida del Reino de Dios anunciado como inminente. La cruz ponía en peligro la fe en Jesús como profeta, como el hombre que venía de Dios (en este contexto, imposible imaginar su divinidad). Para un judío, un crucificado no podía ostentar legítimamente esos títulos de “elegido” o “enviado” por Dios. No era tan obvio ver la crucifixión como testimonio de fidelidad del profeta. ¿Por qué Dios no había salido en su defensa?.

2.2. Encuentro con el resucitado

Por consiguiente, alguna experiencia de contraste hubo de tener lugar entre la crucifixión y la fe pascual. Esa experiencia debió de ser el punto de inflexión del camino de regreso recorrido por los discípulos. Este camino de regreso les condujo desde la dispersión y el abandono a la convocación y al encuentro comunitario, desde Galilea a Jerusalén, desde el susto y el miedo a la confianza y la valentía, desde el desencanto a la esperanza, desde la incredulidad hacia la fe. El camino de los discípulos hacia la fe en el Cristo, hacia la fe cristiana, es un camino de regreso desde el escándalo de la cruz. Pero tiene como fundamento el largo camino que habían recorrido ya con el Jesús terreno, sobre todo en Galilea. El seguimiento de Jesús en Galilea permite a los

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discípulos enfrentar el escándalo de la cruz, cuando tienen lugar las apariciones del Resucitado.

El camino andado con el Jesús terreno les permite identificar al Crucificado Resucitado. Por eso, las escenas de aparición están cargadas de invitaciones a regresar a Galilea, el lugar del seguimiento, para reencontrarse con Él (Mt 28,7.10; Mc 16,7...).

Esta experiencia de contraste ha quedado plasmada en los relatos de las apariciones, que intentan expresar un hecho difícil de clasificar entre los acontecimientos de la historia humana: la resurrección del Crucificado. No es necesariamente un hecho histórico al estilo de cualquier hecho verificable empíricamente; pero sí es para los discípulos un hecho real, que ha afectado de forma definitiva a la persona del Crucificado. Y se trata, a la vez, de un hecho real que afectará de forma definitiva a sus vidas.

La experiencia pascual de los discípulos y discípulas tiene la forma de un encuentro personal, pero con una circunstancia muy peculiar y sorprendente. Se trata del encuentro con una persona que se deja ver, que les sale al encuentro después de haber muerto y haber sido sepultado recientemente. Por consiguiente, ese encuentro les conduce a una afirmación lógica:

Jesús, al que hemos visto crucificado, muerto y sepultado, ha resucitado, está vivo (Lc 24,5-6).

Ése es el testimonio de los jóvenes al lado del sepulcro vacío. Jesús está vivo; Él es el Señor (Hch 9,14.21). Ése es el contenido objetivo de la experiencia que han supuesto para los discípulos las apariciones del Resucitado. Aunque se trata de un contenido objetivo que no puede aislarse de las experiencias subjetivas de los discípulos.

A nivel subjetivo estas experiencias se traducen básicamente en experiencia de fe. El encuentro con el Resucitado les pone definitivamente en camino hacia la fe cristiana. Rodeados de miedos y dudas, de incredulidad y de visiones de fantasmas, los encuentros con el Resucitado dan de sí la fe pascual, la fe en la resurrección de Jesús. La formulación de esta fe estará sometida a no pocos vaivenes, pues no es fácil encontrar categorías y expresiones para un acontecimiento tan singular, que trasciende todas las experiencias históricas. Pero la experiencia de fe en el Resucitado es el núcleo de todas las formulaciones posteriores; es el núcleo de toda fe cristiana.

Los últimos acontecimientos en torno a la vida de Jesús están llenos de injusticia por parte de las autoridades judías y romanas. Pero, según los relatos evangélicos, también están rodeados de traición y abandono por parte de los propios discípulos de Jesús. El traidor no es sólo Judas. De alguna forma la traición se extiende a todo el grupo de los Doce, “pues todos lo abandonaron y huyeron”. El último intento de seguir a Jesús desemboca en una triple negación, es decir, en una negación total por parte de Pedro, precisamente el que aparece siempre capitaneando al grupo.

Por eso, nada tiene de extraño que la experiencia del encuentro con el Resucitado se traduzca en la comunidad apostólica como una experiencia de perdón y de reconciliación. Si el Resucitado les sale al encuentro, después de la traición, es que se ha adelantado a otorgarles la

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gracia del perdón. El Resucitado se aparece otorgando la paz, el Espíritu, el perdón de los pecados (cf Jn, 20,21-23). Los discípulos se han visto agraciados con el perdón y la reconciliación. Y esa experiencia de perdón afianza en ellos la experiencia de fe en el Resucitado. Si perdona, es porque está vivo (cf. la triple confesión de amor al Resucitado por parte de Pedro en Jn 21, 15s.; la conversión de Pablo en Hch 9,1-19).

Indudablemente, esta fe pascual es una fe cualitativamente distinta de aquella que les había inducido al seguimiento del Jesús histórico. Si la fe en el Jesús histórico no fue capaz de enfrentar con éxito el momento definitivo de la prueba, el escándalo de la cruz, la fe pascual será capaz de enfrentar las pruebas a las que serán sometidos los discípulos después de la resurrección. No sólo superarán el escándalo de la crucifixión del maestro; serán capaces de soportar la propia cruz y la muerte, sin que su fe se vea sometida al fracaso. Aún más, los relatos evangélicos proyectan la luz de la fe pascual retrospectivamente sobre sus relaciones sobre el Jesús histórico (Mt 16,13-20). El recuerdo de su convivencia con el Jesús histórico fue determinante para la experiencia pascual; pero su fe en el Jesús histórico no es la fe cristiana definitiva. El acceso a ésta pasa por la experiencia pascual.

3. Nuestra comunidad cristiana y su camino de fe

La cristología actual considera tarea fundamental rehacer el camino de la comunidad apostólica hacia la fe pascual. Pero lo hace, sobre todo, con el propósito de mostrarnos a nosotros hoy el camino hacia la fe. No es un asunto de mera erudición; es un asunto que toca de lleno a intereses existenciales de la comunidad creyente. Nuestro camino hacia la fe cristiana es, hasta cierto punto, un rehacer el camino de la primera comunidad cristiana. Implica un regreso a aquella experiencia pascual primera, que constituye el núcleo y la entraña de la experiencia cristiana y que inauguró de forma definitiva el movimiento de Jesús, la comunidad del seguimiento.

Claro que no es fácil rehacer el camino de la comunidad apostólica hacia la fe cristiana.

A veinte siglos de distancia nos encontramos en una situación muy distinta. Y la diferencia no la marca simplemente la distancia cronológica o temporal. La marca sobre todo una distancia existencial. Hoy nos encontramos en unas situaciones cualitativamente distintas de aquellas en las que vivió el Jesús histórico, de aquellas en las que tuvieron lugar los acontecimientos finales de su vida, de aquellas en las que tuvo lugar la experiencia pascual de la primitiva comunidad cristiana. Por eso, nuestro camino hacia la fe requiere nuevas tareas y nuevas condiciones.

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3.1. Fe y testimonio cristiano

3.1.1. El testimonio de una comunidad viva

En primer lugar, nosotros no somos testigos oculares de la vida terrena de Jesús, como lo fueron los apóstoles y las mujeres que aparecen como los primeros beneficiarios de las apariciones. Ni somos beneficiarios directos e inmediatos de las apariciones del Resucitado. En ese sentido, somos dependientes del testimonio de los primeros testigos, para acceder a la persona, la vida y las enseñanzas del Jesús terreno. La resurreción, “que toca a la gloria futura”, llega a nosotros por el testimonio apostólico (cf. STh III, 55, 1). Somos dependientes del testimonio apostólico, sobre todo, para identificar al Crucificado con el Resucitado. La memoria de Jesús nos llega gracias a la comunidad viva. Probablemente para la comunidad apostólica primitiva la identidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe estaba mucho más clara que la diferencia. Ciertamente no se planteó la cuestión en los términos de la cristología moderna. La importancia y el sesgo que tomó esta cuestión en algunas versiones de la cristología actual es una buena prueba de la nueva situación en la que hoy nos encontramos.

Esa condición de testigos oculares es título que aduce la comunidad apostólica para refrendar y acreditar el kerygma que anuncian ante todo el pueblo (cf. Hch 10,39-42). Este testimonio no es el objeto terminal de nuestra fe. Ésta sólo termina en el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos. Ni constituye el núcleo de la experiencia cristiana. Este núcleo consiste no en el testimonio, sino en lo testificado: que el Jesús Crucificado ha sido Resucitado por Dios, que está vivo y ha sido exaltado a la derecha de Dios. En eso consiste la fe pascual, la entraña de la experiencia cristiana, el punto de arranque del seguimiento definitivo de Jesús.

Sin embargo, nuestro camino hacia la fe pasa necesariamente por ese testimonio de los primeros testigos, de los testigos autorizados. Para acceder a la fe pascual, necesitamos recibir y aceptar el testimonio de aquellos testigos autorizados, pues es para nosotros “regla de fe”.

3.1.2. El testimonio de una palabra escrita

Ese testimonio fue desde un principio objeto de una tradición oral, como se afirma frecuentemente en los escritos apostólicos (cf. 1Co 11, 23; 15, 3). Y se concretó en la redacción de unos textos que componen el Nuevo Testamento. Prácticamente todos los escritos canónicos que componen el Nuevo Testamento son una explicitación catequética de la primitiva fe pascual y sus implicaciones; son un desarrollo teológico del kerygma primitivo. Por eso, esos escritos son para la Iglesia reglas o cánones de la fe cristiana.

Pero el camino hacia la fe cristiana implica también un ejercicio de hermenéutica. La fe es un don de Dios, ciertamente, pero no nos dispensa de hacer ese camino que nos conduce hacia ella y que la acredita como razonable. Para los mismos apóstoles la interpretación de los acontecimientos fue ya un verdadero ejercicio hermenéutico, pues la inteligencia de los mismos

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no les fue dada de forma inmediata juntamente con la fe. Se les dio el creer que estaba vivo, pero no el comprender el cómo y el por qué. Por eso la comunidad apostólica apeló a las Escrituras para intentar comprender y explicar los acontecimientos que habían tenido lugar en torno a Jesús y para comprender y explicar la identidad del Crucificado Resucitado. Recurrieron a las Escrituras para interpretar los hechos y definir la identidad de Jesús, el Cristo.

Sin embargo, la hermenéutica de los primeros testigos tuvo, con respecto a nosotros, la ventaja de la inmediatez de los hechos. El haber sido testigos oculares sigue suponiendo para ellos una situación de privilegio en el camino hacia la fe. Nuestro ejercicio hermenéutico es más largo y más complejo, pues tenemos que hacer exégesis de exégesis, interpretación de interpretación, hermenéutica de hermenéutica. Es la interpretación de unos textos que a su vez interpretan unos hechos desde la perspectiva de la fe pascual. Ciertamente los textos son para nuestra fe actual canónicos o normativos, en cuanto que nos ofrecen los testimonios originarios de la fe cristiana. En ese sentido, son irrenunciables para nuestro acceso a la fe. Aún más, proporcionan una firmeza especial a nuestra fe, pues la conectan con la fe de los primeros testigos. Pero eso no resuelve los difíciles problemas que lleva consigo la interpreación de unos textos, a veinte siglos de distancia y desde unas circunstancias históricas y unas situaciones existenciales notablemente diferentes a las de los primeros testigos.

3.1.3. El testimonio de una tradición viva

Efectivamente, nuestro acceso a la fe supone un recorrido de veinte siglos de tradición cristiana. En cierto sentido nos exige atravesar, hacia atrás, esos veinte siglos de tradición cristiana para regresar a la experiencia cristana fundante. Gracias a la mediación eclesial podemos acceder al testimonio de los orígenes. Ese largo tramo de tradición cristiana ha supuesto, sin duda, un esfuerzo permanente por una mayor y mejor inteligencia de la fe cristiana.

La historia de los dogmas y la historia de la teología son un testimnio claro de este esfuerzo. La historia de la Iglesia, de la oración de la liturgia, de la praxis del seguimiento... es testimonio fehaceiente de ese progreso en el conocimiento, en la experiencia, en la praxis de la fe y del seguimiento de Cristo. La pluralidad de teologías, de tradiciones eclesiales, de espiritualidades...

a lo largo de veinte siglos de cristianismo, no es necesariamente una desgracia; en la mayoría de los casos es una auténtica gracia, un testimonio del carácter acumulativo de la tradición cristiana.

En ese sentido, la secular tradición cristiana es un cauce enriquecedor que nos permite acceder hoy a la misma fe de los primeros cristianos.

Claro que, a lo laro de estos siglos cabe también la posibilidad de que hayan tenido lugar

“traiciones” al mensaje y la experiencia cristiana más genuina. En este sentido no basta recorrer el camino de regreso hacia la experiencia cristiana primera. Es necesario también en algunos momentos desandar caminos equivocados o sólo parcialmente acertados. A lo largo de la secular tradición se han dado interpretaciones teóricas y práctias, de la experiencia cristiana que, en vez

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de conducirnos al verdadero Cristo, nos separan de él. Son un obstáculo para el acceso a la fe verdadera. Nos dificultan la comprensión exacta de esos testimonios. Muchas pequeñas tradiciones ocultan y bloquean la gran Tradición, en vez de manifestarla y canalizarla. Muchas creencias insubstanciales oscurecen la verdader fe cristiana, en vez de hacerla brillar. Muchas prácticas supuestamente cristianas nos alejan del seguimiento de Jesús, en vez de acercarnos a él.

Por eso, el ejercicio hermenéutico es hoy para nosotros un ejercicio urgente, pero a la vez difícil y penoso. Es urgente para mantenernos dentro del canon o la regla de fe y de experiencia critiana. Es penoso y difícil porque abundan las interferencias en este camino de retroceso hasta los primeros testimonios de la fe y de la experiencia cristiana original y fundante.

Ese ejercicio hermenéutico consiste en buscar la significación de aquella experiencia original y fundante para nosotros hoy. La relación con el presente forma parte de la respuesta cristológica.

La hermenéutica cristiana implica la referencia al tiempo presente y sobre todo la referencia a la memoria de Jesús.

3.1.4. El testimonio de una fe encarnada

Y no se trata solamente del obstáculo que suponen las interferencias o las “traiciones” a lo largo de la secular tradición cristiana. La nueva distancia cultural de aquellos primeros testimonios es ya una dificultado notable para nuestro ejercicio hermenéutico. Las Iglesias actuales se ven obligadas a perforar muchos estratos culturales para regresar a las fuentes. La tarea inrrenunciable de la inculturación ha exigido al mensaje y a la experiencia cristiana tomar cuerpo y atravesar muchas fronteras culturales y, en la mayoría de los casos, muy distantes de la cultura nativa del cristianismo, que fue la cultura judía. El cristianismo ha pasado por la cultura helenística, por la cultura romana, por la cultura feudal, por las culturas eslavas... Y más recientemente está haciendo ensayos de inculturación en las culturas asiáticas, africanas, americanas...

Las sucesivas inculturaciones han sido un paso obligado y, en ciertos casos, un verdadero éxito de la misión cristiana. Pero también plantean problemas adicionales a la interpretación y comprensión de los testimonios primitivos de la fe y de la experiencia cristiana. El camino de retorno a las fuentes se hace cada vez más largo y difícil. Cada vez nos encontramos a mayor distancia cultural de los géneros literarios, de las metáforas, de las categorías...

utilizadas en los escritos del Nuevo Testamento para formular las primeras cristologías y las primeras confesiones de fe cristiana. Cada vez nos encontramos a mayor distancia del ambiente cultural y religioso que está detrás de esos escritos. Como dice E. Schillebeeckx, “los evangelios nos colocan no sólo frente a Jesús de Nazaret, sino también frente a una parcela de la cultura religiosa antigua. De hecho Jesús está oculto bajo las ideas religiosas de su tiempo, que por otra parte estaban lejos de serle totalmente ajenas”. Aún más, “en los evangelios Jesús de Nazaret,

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por decirlo así, desaparece en el fondo de la polémica entre Israel y la Iglesia, problemas que Jesús no conoció en tal forma y que quizá tampoco deseó”2.

¿Cómo podemos interpretar y entender esos testimonios desde situaciones culturales tan distintas y distantes? ¿Qué evocan hoy para muchos cristianos los títulos cristológicos de las primeras cristologías: Mesías, Cristo, Hijo del hombre, Hijo de Dios, Salvador...? ¿Qué caminos habrá que recorrer, qué traducciones habrá que realizar, para que su significación original llegue hasta nosotros? Para la comunidad cristiana, el problema hermenéutico es mucho más que un problema académico; es un problema existencial. Está en juego la fidelidad a la tradición o la sucesión en la fe apostólica. En función de esta fidelidad es legítimo acudir a nuevos títulos y a nuevas imágenes para definir la identidad y la misión de Jesús, como se ha hecho a lo largo de toda la historia: sumo sacerdote, pantocrátor, redentor, modelo de humanidad, hermano, el hombre para los demás, liberador...

Pero los problemas no terminan en la interpretación de los textos. El problema de la fe cristiana es un problema de vida. Y aquí nuestra situación también es distinta de la situación de los primeros testigos. Aún más, es preciso reconocer que cualquier interpretación de un texto está condicionada por la situación hermenéutica del intérprete. Consciente o inconscientemente, toda lectura de un texto es una relectura del mismo desde nuestra situación existencial. Por eso, nuestras situaciones existenciales entran a formar parte de la hermenéutica de los textos apostólicos y de todos los textos de la tradición cristiana. Las situaciones existenciales de los creyentes y de las comunidades cristianas forman parte de nuestro camino hacia la fe, porque son elementos integrantes de nuestra interpretación de los primeros testimonios cristianos y de toda la tradición cristiana.

3.2. Experiencia Cristiana, historia de salvación.

3.2.1. Pascua y salvación cristiana

La confesión de fe en Cristo Resucitado tuvo desde el principio, y sigue teniendo hoy, una dimensión esencialmente soteriológica. Es decir, no se refiere exclusivamente a la persona de Jesús, a lo que a él le aconteció, a lo que Dios hizo con él resucitándolo de entre los muertos.

Se refiere también a las posibilidades de salvación que, en la resurrección de Cristo, se abren al creyente, a la comunidad creyente, a toda la humanidad. Por eso, la cristología ha tenido siempre esa doble dimensión “ontológica” y “económica”, metafísica y funcional. Ha sido a la vez cristología y soteriología. Confesar que Cristo está vivo, que ha sido Resucitado, que él es el Señor, es confesar a un tiempo que en Él está nuestra esperanza y nuestra salvación. Los primeros discípulos accedieron a la fe porque descubrieron en Jesús la intervención salvífica de

2 Jesús. La historia de un viviente 17.

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Dios, la salvación definitiva. Ésa es la razón subjetiva última de la fe en Jesucristo. En este sentido, la fe cristiana es “interesada”, funcional, soteriológica.

La salvación es la necesidad más apremiante del ser humano, el objetivo más anhelado, la meta de todas las metas. Decir salvación es decir felicidad plena, paz definitiva, realización total, liberación de toda desventura y esclavitud. Pero ¿qué significa la salvación cristiana? ¿En qué consiste? ¿Significaba lo mismo para los primeros cristianos y para los cristianos del siglo XX y del XXI? ¿Dónde situaron la salvación aquellos primeros cristianos? ¿Dónde la sitúan y la buscan los cristianos de nuestro tiempo? La confesión de fe sigue siendo la misma para ellos y para nosotros: “Él es el Señor; en él la esperanza y en él la salvación”. Pero quizá las connotaciones que las palabras salvación y salvador tienen para unos y otros son distintas, porque las experiencias históricas de unos y otros también lo son.

3.2.2. Historia y experiencia cristiana

La cristología se remite nuclear y radicalmente a la confesión de fe en Jesucristo, el Cristo. Y se confronta siempre con los testimonios canónicos de la comunidad apostólica. Pero las cristologías son también deudoras de las situaciones históricas de las comunidades cristianas.

Por eso, el pluralismo está ya presente en la cristología desde el Nuevo Testamento, debido a las diversas situaciones históricas, a las distintas necesidades pastorales de las distintas comunidades cristianas y a las diversas interpretaciones del Antiguo Testamento. Todos estos factores formaron ya parte de la primera hermenéutica cristiana. Influyeron cen las primeras formulaciones de fe cristiana.

Los veinte siglos que nos separan de aquellas comunidades cristianas han agrandado las diferencias entre aquellas situaciones históricas y las nuestras. No sólo estamos a gran distancia cultural de los primeros testimonios de fe cristiana. Estamos también a gran distancia de las experiencias históricas que dieron lugar a aquellas confesiones de fe, que pusieron la salvación en Cristo Jesús. Esta diferencia de experiencias históricas es una dificultad adicional para la interpretación de los primeros testimonios cristianos y, por consiguiente, para rehacer el itinerario de fe de la primera comunidad cristiana.

Hay experiencias personales que se repiten a lo largo de la historia humana. Constituyen el sustrato de la experiencia humana en todos los tiempos y en todas las culturas. La experiencia del mal, del dolor y del sufrimiento, de la finitud y la limitación, de la esclavitud y, sobre todo, de la muerte, son experiencias recurrentes en la historia humana. Todas ellas han empujado a los hombres y mueres de todos los tiempos a gritar y clamar por la salvaicón. A veces, con confianza y esperanza; otras, con desesperación y rebeldía. Estas experiencias quizá no marquen grandes diferencias entre los primeros cristianos y nosotros. Muchas de nuestras experiencias actuales se ven reflejadas en textos del Primer y del Segundo Testamento. Por eso hay un hilo de

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continuidad en los rostros de Cristo presentes en la piedad popular, en la espiritualidad de ayer y de hoy. Incluso son rostros que se alternan en la vida de las personas y de las comunidades, de acuerdo con las experiencias de turno. A veces resalta en la cristología popular el rostro del Cristo Crucificado y doliente; otras, el rostro de Cristo glorioso y triunfador. Y así se enriquece el rostro de Jesucristo y nosotros caminamos hacia el conocimiento y la identificación con el Cristo total.

Pero también es cierto que la historia no es un continuo uniforme y llano. Tiene momentos de ruptura, saltos cualitativos, experiencias que marcan un final y un comienzo. Por poner un ejemplo, “el holocausto” es una de esas experiencias que ya no se pueden olvidar, y menos a la hora de hacer teología. Por eso es recurrente la pregunta: “¿Cómo hacer teología después de Auschwitz”? Esos momentos han generado una conciencia nueva en la humanidad y en las Iglesias de nuestro tiempo. Han generado unas experiencias históricas de irredención, que someten a juicio ideas demasiado convencionales y formales acerca de la salvación cristiana.

Nuevas experiencias históricas han dado lugar a reinterpretaciones constantes de la salvación.

Nuevas experiencias de irredención han dado lugar a nuevas preguntas y nuevas respuestas sobre el gran problema de la salvación.

3.2.3. Experiencia siempre nueva

Definitivamente, hoy nos encontramos en situaciones históricas nuevas y muy distintas de las que se encontraban las comunidades cristianas primitivas. Por eso, nuestro camino de acceso a la fe no puede ser una repetición mimética del camino que condujo a los primeros discípulos y discípulas a la fe en Jesús. Es necesario rehacer aquel camino, pero es necesario rehacerlo de forma creativa y nueva. Porque nueva es la conciencia actual sobre la necesidad de salvación. Nueva es también nuestra experiencia de irredención y quizá nuestra concepción de la salvación. Y, si una cristología ha de ser verdadero ejercicio de fe, no puede pasar al lado de los problemas de la humanidad, creyente o no creyente. La teología más reciente, sobre todo la teología de inspiración existencial, ha repetido hasta la saciedad que el problema de Dios es a un tiempo el problema del hombre. Pues bien, es preciso decir también que el problema de Cristo es a un tiempo el problema de la salvación humana. No se concibe una buena cristología en la que no esté en juego a un tiempo la soteriología. Por consiguiente, las nuevas situaciaciones y la nueva conciencia relativa a la salvación o a la falta de salvación inciden directamente en la cristología.

Esta novedad de situaciones explica, en parte, nuevas orientaciones y nuevos énfasis en la cristología y en la soteriología.

La cultura moderna desencadenó un proceso de secularización que terminó en un contencioso entre Dios y el hombre. La autonomía del sujeto, la razón autónoma y la libertad

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autónoma... se han erigido en valores supremos de la cultura moderna. Pero este proceso de secularización ha dejado al hombre moderno huérfano de las grandes tradiciones y de la sabiduría mística que anida en las grandes tradiciones religiosas. Ha tenido lugar, en expresión de M. Buber, un cierto “eclipse de Dios”. El hombre y la mujer moderna andan escasos de sentido. La muerte de Dios se ha dejado sentir en cierta desorientación existencial e histórica de la humanidad. Esta demanda de sentido ha supuesto un verdadero impulso para la cristología.

Especialmente en el ámbito europeo ésta se ha dado a un diálogo intenso y difícil con la modernidad, para aportar ese plus de sentido que las Iglesias cristianas confiesan haber encontrado en Jesucristo. Este no es sólo el maestro moral o el arquetipo de la humanidad, que proponía la teología liberal, o el Absoluto de la cristología hegeliana. Es también el revelador de la trascendencia, del sentido y del destino de la historia humana.

El desarrollo acelerado de las ciencias en el siglo XX ha hecho su impacto sobre la cosmovisión moderna. El tratamiento de un tema tan central en la filosofía clásica y en el dogma como es la creación ha experimentado una fuerte transformación a causa de los nuevos descubrimientos científicos. El problema de la evolución ha quedado medularmente asociado a la reflexión filosófica y teológica sobre la creación. En este contexto, el pensamiento de Teilhard de Chardin sobre la evolución y su dirección hacia el Punto Omega ha ejercido una benéfica influencia sobre la cristotlogía. El Cristo cósmico ha pasado a ser tema relevante de la cristología actual. La soteriología no se contenta con atender a la salvación de la humanidad; abarca a la totalidad del universo. Mejor aún, la salvación de la humanidad implica a un tiempo la restauración completa del universo. En esta misma perspectiva, pero desde preocupaciones ecológicas más urgentes e inmediatas, ha crecido también el interés por iluminar el creciente problema ecológico desde los horizontes más amplios de la cristología y la soteriología. La ecología no es ya para la humanidad actual un problema meramente académico o un asunto de estética; es un problema existencial y ético. Y, para la comunidad cristiana, es un verdadero problema teológico. Están en juego la supervivencia de la humanidad y la realización del designio creador de Dios.

La cuestión del sentido y del destino de la historia humana tampoco es una cuestión menor en nuestra situación. Está íntimamente relacionada con las cuestiones anteriores, pero centra su atención en el problema específico de la historia de la humanidad. ¿Cuál es el sentido de nuestra historia? ¿Hacia dónde camina? ¿Cuál es su destino final? ¿Cuál es su relación con el Reino de Dios? Son preguntas que, para los creyentes, colocan en primer plano el problema de la escatología, un problema teológico que ha quedado definitivamente asuciado a la cristología.

Esta asociación tuvo lugar primero en la teología reformada y luego en la teología católica. Pero, en uno y otro caso, el problema de la historia es considerado esencialmente como un problema vinculado necesariamente a la cristología.

Acosados por la escasez de sentido y por la desorientación existencial de la humanidad moderna, el existencialismo y el personalismo sacaron a primer plano el problema de la

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“existencia auténtica”. Esta búsqueda de la existencia auténtica se convirtió en problema dramático después de las guerras mundiales. Supuso una nueva situación que no podía por menos de repercutir en la reflexión teológica, y en concreto en el área de la cristología. Sobre la base filosófica existencial e intentando una respuesta a sus preguntas más radicales, nació una teología y una cristología existencial y trascendental. Para R. Bultmann la fe cristiana es respuesta a la predicación del kerygma, y es condición de posibilidad para una existencia auténtica. K. Rahner y otros teólogos católicos entendieron al hombre auténtico como el oyente de la palabra, como el hombre abierto a la trascendencia. La encarnación de Dios en Cristo es la suprema revelación de la existencia auténtica a la que el ser humano está llamado.

Definitivamente, en Jesuristo, el problema de Dios ha quedado esencialmente vinculado al problema del ser humano.

Pero quizá ninguna situación ha conmocionado y condicionado tanto nuestro acceso a la fe como la dramática realidad de las víctimas que por doquier pueblan nuestro mundo y nuestra historia. De nuevo el problema del mal y de la injusticia, el sufrimiento de los inocentes, es el gran escándalo para la fe y la gran pregunta lanzada a la cristología y la soteriología. La humanidad nunca se ha visto libre del mal, de la injusticia y de sus víctimas. Pero quizá nunca como hoy se había tenido noticia de ese hecho. Los modernos medios de comunicación social, las migraciones y otra serie de fenómenos modernos hacen que la presencia de las víctimas, aun de aquellas que se encuentran en la distancia, percutan nuestros ojos, nuestra sensibilidad y nuestra conciencia.

Muchas personas prefieren voltear el rostro a tan dramática realidad. Pero la fe en el Crucificado Resucitado prohíbe a los cristianos ignorar a los crucificados de la Tierra. Ya no es legítima una cristología o una soteriollogía que no tome en cuenta a las víctimas como su lugar teológico privilegiado. El escándalo de la injusticia y de sus víctimas, con toda la constelación de sufrimiento, llama a las puertas de la cristología y de la soteriología en demanda de respuestas y soluciones. No sabemos si es legítimo hacer teología después de Auschwitz o después de Ayacucho. Pero sí estamos seguros de que no es posible hacer teología honestamente sin contar con los holocaustos de nuestro tiempo. Estas situaciones han dado lugar a cristologías centradas de nuevo sobre el Crucificado de Jerusalén y sobre todos los crucificados de la Tierra. La cristología surgida desde el contexto latinoamericano es un buen testimonio.

Finalmente, una nueva situación nos confronta hoy con nuevas preguntas y nuevos desafíos en el área de la cristología y de la soteriología. Es la situación planteada por el diálogo interreligioso. Después de siglos de desautorizacióon mutua, comienza una era de ecumenismo y diálogo entre las grandes tradiciones religiosas. Después de preguntarnos por mucho tiempo cuál era la verdadera religión y cuáles eran las religiones falsas, estamos comenzando a preguntarnos qué hay de verdadero y de falso en cada religión. Este nuevo enfoque plantea severos problemas a las tesis clásicas de la teología cristiana sobre la salvación universal en Cristo. ¿Qué significa esa salvación universal en Cristo? ¿Es legítima la pretensión de universalidad del cristianismo?

¿Cuál es el aporte específico del cristianismo en el diálogo interreligioso? ¿Cuál es el aporte de

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Jesucristo a la salvación de la humanidad?. Esta nueva situación y estos interrogantes son ya desafíos obligados para la cristología y la soteriología. Éstas ya no pueden elaborarse al margen de la teología de las religiones.

Estas nuevas situaciones forman parte de nuestro camino de acceso a la fe. Ésta es nuestra situación hermenéutica. Desde ella nos vemos obligados a interpretar los textos bíblicos, los primeros testimonios apostólicos de la fe en Jesús, el Cristo. Son situaciones distintas y distantes de aquellas que dieron lugar a las primeras confesiones de fe en el Crucificado Resucitado. Por eso nuestro camino de acceso a la fe ya no puede prescindir de esa situación, de esas preguntas, de esos problemas. Si verdaderamente aceptamos que la cristología es a un tiempo soteriología, no podremos hacer cristología al margen de esta situación. Si confesamos haber encontrado en Cristo la salvación, tenemos la obligación de mostrar cómo se encarna y se realiza esa salvación en la actual situación de la humanidad. En esta situación nos toca rehacer creativamente el camino de los primeros testigos hacia la fe cristiana.

4. El camino personal de acceso a la fe

4.1. En búsqueda de experiencias “vivas”

La cristología ha centrado su atención en los problemas referentes al camino de acceso a la fe en la comunidad apostólica. También se ha ocupado de mostrar cuáles son las exigencias e implicaciones de la actualización de ese camino en la Iglesia actual. Pero la mayoría de las cristologías no se ocupan del problema en su dimensión más pastoral. Olvidan hacer vuelos rasantes para analizar cuál es, de hecho, el camino de acceso a la fe en los cristianos de a pie.

¿Cuál es el camino de acceso a la fe de los cristianos? ¿Por qué caminos llegan a la confesión de fe? ¿A qué tipo de fe les conducen esos caminos?.

La respuesta a estas preguntas cuenta con las diferencias antes señaladas entre la comunidad apostólica y la comunidad cristiana actual. No hemos sido testigos de la vida del Jesús terreno. Nuestra fe necesita de la mediación del testimonio apostólico, de la tradición y de los textos que nos han transmitido el mensaje original.

¿Quiere esto decir que nuestra fe depende sólo de textos y testimonios heredados del pasado? ¿Quiere decir que nuestra fe es una fe en textos y testimonios ajenos? Esto sería devaluar demasiado la fe cristiana. Esta es esencialmente una fe en Dios, en el Dios que se ha revelado en Jesucristo. No puede reducirse a una fe en textos y testimonios humanos, por muy apostólicos que sean. El testimonio apostólico es una mediación en nuestro camino hacia la fe;

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no puede ser una meta terminal. La meta terminal de la fe cristiana es Dios mismo, su revelación histórica y su intervención salvífica en Jesucristo.

¿Quiere decir que nuestra fe depende exclusivamente de experiencias ajenas y, en ninguna forma, de experiencias propias? También en este caso nuestra fe cristiana quedaría devaluada o totalmente anulada. No es concebible una fe auténtica que no se fundamente e implique auténticas experiencias personales. Es preciso aceptar que la experiencia pascual de los primeros descípulos y discípulas fue única y originante, en algún sentido. En cuanto originante es mediación obligada y canon para toda experiencia de fe cristiana posterior. Aquella experiencia pascual fue fuente y origen del miovimiento cristiano. Dio origen a una comunidad de fe y de seguimiento que ha llegado hasta nosotros. Pero la fe de todos los ulteriores seguidores de Jesús a lo largo de la historia cristiana debe fraguarse sobre “experiencias análogas” a aquella primera experiencia pascual.

Hoy no contamos con la experiencia singular que el Nuevo Testamento describe con “las apariciones del Resucitado”. Según el testimoio neotestamentario, el ciclo de las apariciones del Resucitado parece haber terminado pronto. Y no ha tenido lugar de nuevo. Apenas se puede aducir como más tardía en el tiempo y peculiar en cuanto a su naturaleza la aparición del Resucitado a Pablo, camino de Damasco. Peculiar, porque Pablo no ha sido testigo ocular y seguidor del Jesús terreno. En este sentido, sería la experiencia más cercana a la de aquellos cristianos que se han encontrado con el Señor, pero no han sido testigos oculares de su vida terrena. Pero, aun así, ha tenido la oportunidad y la ventaja de poder confrontar su experiencia con los testigos oculares, “Santiago, Pedro y Juan, que eran considerados como columnas” (Gal 2,9). Después de esta experiencia paulina, la Iglesia se resiste a reconocer más apariciones del Resucitado o, al menos, se resiste a catalogarlas entre los testimonios canónicos de la resurrección. El tema de las “visiones”, pese a presentarse una experiencia análoga a la de las apariciones, merece otro tratamiento totalmente distinto. Nunca se les ha otorgado valor de revelación pública y canónica.

Sin embargo, el camino de acceso a la fe no puede prescindir de experiencias personales “análogas”. Y estas experiencias dicen relación a aquello que constituye el núcleo de la primera experiencia pascual: el encuentro con el Resucitado. Los relatos de las apariciones describen lo que Dios ha realizado en el Crucificado resucitándolo de entre los muertos. Pero, al mismo tiempo, dejan entrever lo que esa intervención de Dios ha supuesto para los discìpulos y discípuas de Jesús. Una experiencia de encuentro con el Resucitado. Se defina en términos de encuentro, de perdón o reconciliación, de misión..., a nivel subjetivo estas experiencias constituyen el núcleo de lo que llamamos experiencia pascual. Y ese núcleo sigue siendo el núcleo de la fe cristiana. No es posible acceder a una fe cristiana auténtica sin atravesar esas experiencias de encuentro con el Señor Resucitdo. Este encuentro puede estar mediado por experiencias humanas, como el encuentro con los hermanos y hermanas. Pero, en todo caso, esa experiencia del encuentro con el Señor es esencial a la fe cristiana.

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4.2. Cristianos sin Cristo

Aquí radica el problema más grave para la Iglesia hoy. ¿Está la fe de los creyentes sustentada por verdaderas experiencias de encuentro con el Señor resucitado? ¿Cuáles son los verdaderos caminos de acceso a la fe cristiana? ¿O es que se puede acceder a ella sin recorrer ningún camino, sin verse afectado por ninguna experiencia nueva, sin que la vida experimente una verdadera novedad?.

Estas preguntas surgen espontáneas cuando contemplamos la escasa significación y la escasa eficacia transformadora de la confesión de fe cristiana en la mayoría de los creyentes. ¿A qué se reduce, qué comporta en realidad, la condición de creyente en Jesucristo? ¿A una confesión difusa de fe en un Dios difuso y en un Cristo también difuso? ¿A unas prácticas rituales ocasionales y, en el mejor de los casos, habituales, pero al fin y al cabo distantes y divorciadas de la vida? ¿Al cumplimiento de unas normas evangélicas? ¿A un “algo” que no se sabe explicar o de lo que tenemos una conciencia muy débil, o porque no existe o porque nunca ha sido objeto de un verdadero camino de iniciación? Los interrogantes son pertinentes en relación con la mayoría de las personas que se confiesan cristianas y por consiguiente, deberían ser seguidores de Jesucristo.

Esta situación tiene muy escasa analogía con la experiencia pascual de la comunidad pascual, con aquella experiencia primera y fundante de encuentro con el Resucitado. No sólo faltan apariciones del Resucitado. Falta sobre todo un verdadero encuentro con el Señor. Más que de verdadera fe cristiana, se podría hablar de simple condición sociológica de creyentes adscritos a la Iglesia por el bautismo y, si acaso, por algún otro vínculo jurídico y organizativo. La razón de esta pertenencia a la Iglesia no es otra que el simple hecho de haber nacido en una familia o en un contexto cultural confesionalmente cristiano, y haberse mantenido en esta tradición cultural. No es que no se haya abjurado de ella. Es que ni siquiera se ha planteado el problema de aceptarla o rechazarla personalmente. La razón quizá esté en que no se ha hecho ningún camino específico de acceso a la fe cristiana.

La razón última de esta penosa situación en la las Iglesias cristianas es la ausencia o la debilidad de los procesos catecumenales o de las prácticas de iniciación cristiana. En la mayoría de los casos esos procesos no pasan de una elemental catequesis de primera comunión, una catequesis a todas luces insuficiente para iniciar a los creyentes en las experiencias de fe cristiana y para introducirlos en la práctica del seguimiento. En primer lugar, porque, en general, se trata de una instrucción doctrinal que apenas afecta a la memoria y un poco a la inteligencia del “catecúmeno”. En segundo lugar, porque se trata de un período de la vida en el que aún son escasas las experiencias conscientes y las opciones personales definitivas. De ahí que la catequesis de infancia no es suficiente para alimentar y sostener la fe de los adultos. En este

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desajuste entre la catequesis de infancia y las situaciones problemáticas que las personas tienen que enfrentar en la vida adulta hay que buscar la razón de muchas crisis de fe.

La mayoría de las personas no han llegado a la fe a través de espectaculares experiencias de conversión, como Pablo o Agustín y muchos grandes conversos. Pero nadie puede acceder verdaderamente a la fe cristiana sin un camino o un proceso de iniciación cristiana que lleve a algún tipo de encuentro con Jesús, el Cristo. Ésta es la experiencia análoga o equivalente a aquella primera experiencia pascual. En este sentido tendrán cierta razón quienes promueven un catecumenado como una condición que ayudaría a la reconstrucción de la comunidad cristiana (cf. SC 64).

Nuestro camino de acceso a la fe cristiana puede tener características distintas del camino recorrido por los primeros discípulos, pero supone una misma experiencia de encuentro con el Señor. Y a ese objetivo apunta toda praxis catecumenal, toda praxis de iniciación cristiana.

Por eso, el catecumenado no se reduce a una catequesis – adoctrinamiento, sino que atiende a dos objetivos fundamentales: la iniciación en la experiencia cristiana y la iniciación en la praxis cristiana. La primera se desarrolla mediante ejercicios de escucha de la Palabra, de oración, de celebración.... La segunda se desarrolla mediante el ejercicio o las prácticas que constituyen el auténtico seguimiento de Jesús. En todas estas ejercitaciones es obligada la referencia a la regla de fe y de vida de la comunidad apostólica primitiva. Pero el camino recorrido por aquella comunidad no nos dispensa a nosotros de rehacer y actualizar ese mismo camino.

4.3. Espíritu, comunidad, seguimiento

En este sentido, situaciones análogas a las de la comunidad apostólica primitiva pueden favorecer el camino de acceso a la fe cristiana hoy.

Tres grandes experiencias estás asociadas con la experiencia pascual en la comunidad apostólica, según el libro de Hechos. En primer lugar, la experiencia del Espíritu de Jesús, que les había sido prometido por Jesús, que han recibido del Resucitado y está actuando en medio de ellos (Hch 1,4-5). Experimentar la acción del Espíritu significa experimentar que Jesús está vivo.

En segundo lugar, la experiencia de la comunidad – de la fraternidad / sororidad - (Hch 2,42-47).

La vida de la comunidad es un testimonio fehaciente de que Jesús está vivo y su espíritu anima a la comunidad. Varias apariciones tienen lugar en un contexto de comunidad, mientras los discípulos comparten el pan o Jesús comparte con ellos la mesa. Y, desde luego, la fe en el Resucitado y el regreso a la comunidad son dos hechos que se implican mutuamente. Y, en tercer lugar, la práctica de un testimonio de fe que se expresa y se encarna en la misión y el seguimiento. La fe pascual anima la misión y el seguimiento, pero, a su vez, la misión y el seguimiento son una prueba de que el Señor ha resucitado y está vivo.

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Las tres experiencias siguen siendo hoy camino de acceso a la fe cristiana, material de todo catecumenado y de toda iniciación cristiana. Hoy se expresan en situaciones “análogas”, pero siguen siendo esenciales en el camino de acceso a la fe.

No hay acceso a la fe cristiana si no somos conducidos por el Espíritu de Jesús. “Nadie puede decir Jesús es el Señor, si no con el Espíritu Santo” (1Co 12,3). Pero tampoco hay acceso a la fe cristiana si no nos adentramos en la experiencia del Espíritu. El don del Espíritu forma parte de la iniciación cristiana. La experiencia de ser agraciados por Espíritu, de ser animados por Él, de ser conducidos por Él... forma parte esencial de la iniciación cristiana y de toda verdadera vida cristiana. Esta experiencia requiere, sin duda, un ejercicio sostenido de interiorizaión, de oración y contemplación, de lectura de la historia humana en clave teologal, de interpretación de la realidad desde las honduras de la mística cristiana.

La experiencia y la práctica comunitaria también forman parte esencial de la experiencia cristiana. La ejercitación en la fraternidad y la sororidad es un componente esencial de todo catecumenado, de toda iniciación cristiana. En esta experiencia y en esa práctica de encuentro con los hermanos y hermanas está en juego la experiencia del encuentro con el Señor, como se repite constantemente en los evangelios, especialmente en la parábola mateana del juicio final (Mt 25, 31-46). Si Cristo es el sacramento de nuestro encuentro con Dios, el hermano y la hermana son el sacramento de nuestro encuentro personal con el Señor. Y este sacramento adquiere toda su significación cuando el hermano o la hermana son los pobres, las víctimas, los excluidos... en el encuentro samaritano con estas categorías de personas y de grupos nos jugamos la posibilidad de encontrarnos paradójicamente con el Señor resucitado. En la posibilidad de resurrección de los crucificados se actualiza la primitiva y única experiencia pascual, la fe en la resurrección del Crucificado.

Y la práctica histórica del seguimiento de Jesús es condición de posibilidad para el encuentro con el Señor. El seguimiento del Jesús histórico permitió a los primeros testigos de la resurrrección encontrarse con el Cristo Resucitado (Lc 24,13-35). A nosotros no nos ha sido dada la posibilidad de convivir con el Jesús terreno y seguirle. Pero se nos da la posibilidad de actualizar aquel mismo seguimiento, de rehacer su camino creativamente, rehaciendo y actualizando aquellas prácticas de Jesús y de sus primeros seguidores. Nuestro seguimiento hoy es un pro-seguimiento. Y en estas prácticas nos jugamos también la posibilidad de encontrarnos personalmente con el Resucitado. No es que Cristo esté vivo o resucitado simplemente porque hay personas que le siguen. Pero sólo quienes lo siguen se adentran en la experiencia pascual y se colocan en el camino del encuentro con el Señor Resucitado. El camino del seguimiento de Jesús es, en definitiva, el camino de acceso a la fe para nosotros hoy y para todos los cristianos en todos los tiempos. El camino histórico del seguimiento o pro-seguimiento de Jesús es el método de la verdadera cristología; es la cristología actualizada.

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