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Evangelii Gaudium - Papa Francisco

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Academic year: 2021

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PAPA FRANCISCO

Evangelii

Gaudium

Introducción: Walter Kasper Epílogo: George Augustin

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Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Libreria Editrice Vaticana, 2013 Via della Posta s/n 00120 Città del Vaticano

Traducción

de la Introducción y el Epílogo:

José Manuel Lozano-Gotor Perona © Editorial Sal Terrae, 2014 Grupo de Comunicación Loyola

Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201

salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es

Imprimatur:

† Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander

25-06-2014

Diseño de cubierta:

María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2210-1

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Introducción:

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K

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Evangelii gaudium: estas dos palabras, con las que arranca la exhortación apostólica del papa Francisco, son un programa. Quien entiende estas dos palabras entiende al papa Francisco y comprende asimismo lo esencial del mensaje cristiano. Pues el Evangelio es el origen dado de una vez por todas, el fundamento vinculante de continuo, la refrescante fuente que borbotea sin cesar. Por su parte, la alegría es la meta de la que ya podemos participar por adelantado mientras peregrinamos, a menudo laboriosamente, por este mundo; suscita la confianza y esperanza que desde el primer día hemos podido experimentar en el pontificado del papa Francisco.

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1. El Evangelio: origen, fundamento y fuente

Ya la mera constatación de que hablar del Evangelio constituye presumiblemente una impar innovación cristiana que busca plasmar la singularidad del mensaje cristiano muestra la importancia fundamental de este concepto1. Originariamente, el término «evangelio» no aludía a ningún libro, sino a la proclamación pública mediante la que se anunciaba el nacimiento o la entronización de un nuevo rey como inicio de una nueva época de salvación y paz. Así, por ejemplo, el mensajero de la alegría anuncia, según el profeta Isaías, la caída de la antaño poderosa Babilonia, el final del exilio y la inminente irrupción del reinado de Dios (cf. Is 52,7). La proclamación del Evangelio tiene, pues, un carácter dramático y radicalmente transformador de las circunstancias.

Un carácter análogamente dramático posee el hecho de que Jesús, según el relato del evangelista Marcos, inicie su actividad y anuncie «el Evangelio de Dios»: «Se ha cumplido el plazo y está cerca el reinado de Dios. Arrepentíos y creed en la buena noticia» (Mc 1,14s). Jesús se sabe enviado a anunciar el Evangelio (cf. Lc 4,43). Su mensaje exige un cambio radical en la forma de pensar. No se dirige a los ricos y poderosos, sino a los pobres (cf. Mt 11,5; Lc 4,18). La paradoja de este mensaje radica en que no encomia a los poderosos y ricos, sino a los pobres, a los tristes y a los hambrientos (cf. Mt 5,3-6; Lc 6,20s). En consecuencia, la gran alegría por el nacimiento del redentor prometido se anuncia primero a los pobres y desdeñados pastores (cf. Lc 2,10), mientras que ese mismo hecho infunde miedo y temor al rey Herodes (cf. Mt 2,3). La resurrección de Jesús tras su muerte en cruz significa la definitiva victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio y la violencia, de la verdad sobre la mentira y la obcecación. Así, Pablo anuncia la necedad de la cruz como fuerza y sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1,24s). La predicación del Evangelio de la cruz y resurrección como acción salvífica de Dios en Jesús y a través de Jesús es una actividad básicamente apostólica (cf. Rm 1,1.16; 1 Co 15,1s; etc.). Allí donde se proclama el Evangelio, allí se hace efectiva la soberanía del Señor glorificado en el Espíritu Santo. Allí donde está el Espíritu, allí hay libertad (cf. 2 Co 3,17), allí irrumpen la justicia, la paz y la alegría del Reino de Dios (cf. Rm 14,17). Por eso puede hacer Pablo, incluso en medio de la aflicción de su cautiverio, la siguiente exhortación: «Estad alegres en el Señor» (Flp 3,1; 4,4).

Tomás de Aquino entendió como nadie qué significa la palabra «evangelio». Tomás pertenecía a la orden de los predicadores, los dominicos, quienes ya en aquella época estaban comprometidos con la nueva evangelización. En su Summa theologiae puede leerse un artículo de sorprendente originalidad. El Evangelio no es, afirma el Aquinate, una ley escrita; no es, por consiguiente, un código de doctrinas y preceptos, sino el don interior del Espíritu Santo, que nos es dado a través de la fe. Solo secundariamente

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A lo largo de la historia de la Iglesia, la apelación al Evangelio como origen normativo ha sido con mucha frecuencia fuente de renovación. El movimiento de renovación más famoso es el iniciado por san Francisco de Asís, quien quería vivir con sus hermanos según el Evangelio sine glossa, sin quitar ni añadir lo más mínimo3. Este mismo objetivo movió originariamente a Martín Lutero. Tampoco para él era el Evangelio un libro, sino la palabra viva de la predicación; ni el cristianismo una religión del libro, en contra de cómo posteriormente con frecuencia se ha interpretado su apelación a la «sola Escritura»4. A causa de las circunstancias y de la culpa de todas las partes, su movimiento llevó a la división. El concilio de Trento no fue insensible a la preocupación de Lutero. Justo en su primer decreto dogmático asegura que persigue conservar y restablecer la pureza del Evangelio. El Tridentino entiende aquí por «evangelio», quizá oponiéndose conscientemente a Lutero, el Evangelio predicado, creído y vivido en la Iglesia. No se trata de un código, sino de la fuente viva de toda verdad salvífica y toda doctrina moral (cf. DS 1501). Sobre esta base, Trento inició una renovación y, en su primer decreto de reforma, singularizó la predicación como principal tarea de los obispos5.

El concilio Vaticano II reforzó y profundizó considerablemente esta posición (cf. DV 7; LG 23-25). Pablo VI –de entre sus predecesores inmediatos, aquel de quien Francisco evidentemente se siente más cercano– caracterizó en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975) la evangelización como misión esencial de la Iglesia, como su más profunda identidad (cf. EN 14) y habló de la alegría del Evangelio6. Sobre esta base, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI elevaron la nueva evangelización a programa prioritario7. Francisco retoma el tema (cf. EG 14). La predicación desempeña un papel sorprendentemente relevante en la Evangelii gaudium (cf. EG 110-175).

El papa Francisco se encuadra, por consiguiente, dentro de una gran tradición que se remonta a los orígenes. No defiende una posición liberal, sino una posición radical en el sentido originario de la palabra, esto es, que se retrotrae a la raíz (radix). Este retrotraerse al origen no es un retroceso a un ayer y un anteayer anticuados ni un repliegue a un territorio familiar donde uno se siente cómodo, sino inspiración, fuente de energía para una renovación a partir del origen y una valiente partida hacia el mañana. El papa quiere, como dice una y otra vez, una Iglesia en salida misionera (cf. EG 17, 20, 24, 46 y passim).

Esta salida, este ponernos en marcha nos hace falta tanto en la Iglesia como en el mundo. En medio de las aporías del presente, que en Occidente ponen a la Modernidad en peligro de acabar posmodernamente en nada y en el Sur del planeta tienen repercusiones letales para numerosas personas, mucha más gente de la que imaginamos busca una alternativa y una salida satisfactorias. De ahí que el Evangelio –precisamente porque va en sentido contrario al de numerosas tendencias actuales y hace patente la diferencia y el carácter alternativo de lo cristiano– sea up to date, esto es, actual, moderno. Intraeclesialmente, los observadores atentos constataron hace tiempo como

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característica de la Iglesia católica en el siglo XXI una tendencia evangélica (evangelical) en el mundo entero8.

El papa Francisco ha comprendido el latido de la Iglesia actual y ha tocado su fibra sensible. Su programa no reza: adaptación al statu quo. Al contrario, rechaza con aceradas palabras una mundanidad espiritual (cf. EG 93-97). Con su programa evangélico da expresión tanto al mensaje originario de la Iglesia como a la necesidad fundamental de nueva orientación que tiene nuestra época, pero también a un rasgo básico del nuevo catolicismo. Él no encaja en ningún esquema, ni tradicionalista ni progresista. Al tender puentes hacia el origen y la fuente se ha convertido en constructor de puentes hacia el futuro.

Sin embargo, este programa no puede entenderse equivocadamente. El Evangelio es la fuente del dogma y de los preceptos, no su contrario9. Puesto que los dogmas han brotado de esta fuente, deben ser entendidos a la luz del origen y del fundamento permanente. Eso significa que las doctrinas no deben ponerse sencillamente una a continuación de otra. Como ya afirmó el Vaticano I, han de ser entendidas en su relación intrínseca (cf. DS 3016) y atendiendo, en el sentido del Vaticano II, a la jerarquía de verdades, es decir, las distintas verdades específicas tienen que ser entendidas desde el fundamento y el centro cristológicos (cf. UR 11; EG 35-39).

Algo análogo vale para los preceptos. La fe no es una moral, y Francisco no quiere ser un papa moralizante. Los preceptos siguen teniendo, por supuesto, validez. Pero en el Evangelio el imperativo: «¡Debes!», «¡Tienes que...!», va precedido siempre de la gratuita y alentadora confirmación del indicativo: «¡Eres!», «¡Estás legitimado!», «¡Puedes!». Así entendidos, los preceptos no pretenden aguarle a nadie el disfrute de la vida; antes bien, quieren ser indicadores del camino hacia la alegría de vivir, o sea, hacia una vida lograda, plena y feliz y, por último, también hacia la vida eterna. El papa Francisco no persigue revolucionar la fe y la moral, sino que quiere interpretarlas desde el Evangelio, inspirando y motivando a los creyentes a ponerse junto con él en camino al lado de Cristo.

El motivo del camino es importante para el papa Francisco10. Según la Biblia, Yahvé es un Dios del camino que en la historia de la salvación ha recorrido pacientemente un largo camino con nosotros. En consonancia con esta pedagogía divina, de la que los padres de la Iglesia hablaron con frecuencia, la Iglesia debe recorrer asimismo un camino al lado de los seres humanos. ¡Tampoco los santos han caído del cielo! Así, la fe no es un punto de vista fijo, sino un camino que todo individuo debe transitar, pero también la Iglesia, que a lo largo de él precisa continuamente de purificación (cf. LG 8).

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2. Una renovada eclesiología del pueblo de Dios

Con el Evangelio del venidero reinado de Dios, Jesús quiso iniciar un movimiento escatológico de congregación del pueblo de Dios. El concilio Vaticano II ha renovado la eclesiología del pueblo de Dios, caracterizando a la Iglesia como pueblo mesiánico de Dios (cf. LG 9-11)11. En Argentina, la eclesiología del pueblo de Dios fue desarrollada por los maestros teológicos de Jorge Bergoglio, o sea, por Lucio Gera y Juan Carlos Scannone, en cuanto variante argentina autónoma de la teología de la liberación, bajo la forma de una teología del pueblo12.

A diferencia de las formas de teología de la liberación más conocidas entre nosotros, esta teología del pueblo no parte de las oposiciones y los conflictos de clases y de su interpretación marxista, sino de la sabiduría del pueblo, que está unido porque participa de una y la misma cultura. No pretende ilustrar ni aleccionar al pueblo; antes bien, se esfuerza por escucharlo y aprender de él. El sensus fidelium (cf. LG 12) y, por consiguiente, también la cultura diaria y popular, así como la religiosidad popular, desempeñan en todo ello un importante papel.

Sobre el trasfondo de esta teología del pueblo es posible entender mejor al papa Francisco (cf. EG 68s, 90, 112, 154, 237 y passim). Él es por entero pastor. Busca el contacto con las personas y lo encuentra. Sabe cómo dirigirse a las personas más diferentes: tanto a jóvenes como a ancianos, tanto a cristianos practicantes como a no practicantes, tanto a creyentes de otras religiones como a no creyentes. El papa Francisco es una persona que conoce la vida, que quiere vivir entre la gente y que anuncia el Evangelio no solo con sus palabras, sino con toda su forma de ser y sus gestos. Quiere estar con las personas y en medio del pueblo de Dios. En ello es fiel a su teología del pueblo de Dios.

A lo anterior se añade que Francisco es el primer papa que ha crecido en una megalópolis del hemisferio Sur, que en el fondo no es comparable a ninguna de las grandes urbes europeas. Las megalópolis del hemisferio Sur son ciudades multiculturales con varios millones de habitantes, integradas por gentes con los más diversas trasfondos migratorios y rodeadas por inmensas y desoladoras periferias, en las que reinan la pobreza, la miseria y también la criminalidad (cf. EG 71-75). Francisco está marcado como ningún otro papa anterior por las experiencias en los barrios pobres (las llamadas villas miserias) de Buenos Aires. La revista estadounidense The National Catholic Reporter tituló un reportaje: «Pope Francis gets his oxygen from the slums» («El papa Francisco obtiene su oxígeno de los barrios pobres»).

Partiendo de estas experiencias, al papa le preocupa la nueva evangelización y la inculturación de la Iglesia en el mundo actual. Sin embargo, se opone a todo clericalismo. Desea la participación de todo el pueblo de Dios en la vida de la Iglesia, de mujeres tanto como de varones, de laicos tanto como de clérigos, de jóvenes tanto como de ancianos (cf. EG 68-75 y 111-134). No quiere una Iglesia autorreferencial que gire alrededor de sí

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misma. Una persona autorreferencial es una persona enferma, una Iglesia autorreferencial es una Iglesia enferma. Quiere alejarse del aire viciado de una Iglesia que se halla referida a sí misma, que gira alrededor de sí misma, que sufre a causa de sí misma, que se lamenta de sí misma o se celebra a sí misma. Quiere una Iglesia misionera en actitud de partida, que salga no solo a las periferias de las ciudades, sino también a las periferias de la existencia humana (cf. EG 20-23, 27-31, 78-86 y passim). Para ser así de misionera, la Iglesia debe emprender el camino de la renovación.

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3. Renovación de la Iglesia como communio

El papa Francisco fue elegido para sacar a la Iglesia de la crisis que se hizo patente en los Vatileaks y otros escándalos. Esta tarea la ha acometido con decisión y ya en el primer año de su pontificado ha adoptado medidas decisivas. Sin embargo, sería del todo erróneo buscar la renovación solo en la reforma de las instituciones, en especial de la Curia romana. La renovación que brota del Evangelio llega considerablemente más hondo.

Lo que busca el papa se puso ya de manifiesto la primera tarde de su pontificado, cuando en el balcón de la basílica de San Pedro se presentó como obispo de Roma, a quien corresponde la presidencia en el amor. Con esta autocaracterización, el papa Francisco hizo suya una afirmación que el obispo mártir Ignacio de Antioquía escribió a mediados del siglo II en el prólogo de su epístola a la comunidad de Roma. Esto no comporta, como algunos precipitadamente temieron, una renuncia a la responsabilidad del ministerio petrino sobre la Iglesia universal. El empleo de esta designación señaliza más bien el retorno a la comprensión del papado de la Iglesia primitiva, según la cual al papa le corresponde, en su calidad de obispo de Roma, una responsabilidad sobre la Iglesia en su conjunto. Ser obispo de Roma no es un apéndice del ministerio petrino, sino su fundamento.

Esta afirmación únicamente puede entenderse si uno se percata de que detrás de ella está la fundamental idea protocristiana, renovada luego por el concilio Vaticano II, de la Iglesia como communio. El papa Francisco parece estar familiarizado con ella a través sobre todo de la conocida obra de Henri de Lubac Méditation sur l’Église13. «Iglesia como communio» no significa que la Iglesia sea una asociación de creyentes o una federación de Iglesias locales. Pero, por otra parte, tampoco es un sistema centralista, en el que las Iglesias locales no son sino provincias de la Iglesia universal dependientes de la central. La Iglesia tiene, en cuanto communio, su propia estructura constitutiva. La Iglesia una está presente en las Iglesias locales; en ellas cobra forma y rostro concretos sobre el terreno. Así como la única Iglesia universal existe en y a partir de las Iglesias locales (cf. LG 23), las Iglesias locales deben, a la inversa, vivir en y a partir de la Iglesia una.

La relación entre la Iglesia universal y la Iglesia local se refleja en la colegialidad de los obispos y su communio con y bajo el obispo de Roma (cf. LG 22). En este marco debe entenderse que Francisco hable de una descentralización de la Iglesia y un fortalecimiento de las conferencias episcopales (cf. EG 16 y 32). Con ello no se pretende cuestionar el centro visible del ministerio petrino, sino un unilateral centralismo romano. Ya como arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio experimentó que, en un mundo tan multiforme como el actual, no todo se puede reglamentar centralizadamente desde Roma. Sobre esta cuestión ha tenido frecuentes conflictos con miembros de la Curia que piensan de manera más centralista. El ministerio petrino no pierde peso a

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consecuencia del reequilibrio de unidad y diversidad; antes al contrario, como se percibe claramente en el nuevo pontificado, gana en atractivo (cf. EG 30-32).

Con la bien entendida descentralización, el papa Francisco retoma un impulso que se remonta a Juan Pablo II y que también hizo suyo Benedicto XVI14. Está dispuesto a participar en un diálogo sobre cómo podría ejercerse hoy el ministerio petrino de un modo tal que, sin perder su substancia, sea aceptado universalmente (cf. EG 16 y 32). Esta oferta la reiteró expresamente el papa Francisco en el discurso que pronunció en Jerusalén el 25 de mayo de 2014 durante el encuentro con el patriarca ecuménico Bartolomé y otros representantes eclesiásticos de alto rango.

Ya el concilio apostólico de Jerusalén (cf. Hch 15) delineó la tradición protoeclesial según la cual la unidad en la diversidad se hace realidad ante todo en procesos sinodales. El papa Francisco quiere fortalecer los elementos sinodales en la Iglesia católica, sobre todo el sínodo de obispos. Ya ha dado un primer paso en esta dirección con la creación de un consejo cardenalicio de ocho cardenales de todos los continentes, la llamada comisión G-8. Otro paso es la convocatoria de un sínodo o, mejor, la puesta en marcha de un proceso sinodal sobre el tema: «Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización». Para la preparación de este proceso sinodal se envió una encuesta a todas las diócesis y se convocó a la oración preparatoria y acompañadora en santuarios a donde peregrinan familias (en especial Nazaret, Loreto y la Sagrada Familia de Barcelona). En el consistorio que se celebró coincidiendo con la fiesta de la Cátedra de San Pedro (22 de febrero de 2014) tuvo lugar una suerte de obertura. Así preparado, el sínodo extraordinario de los obispos debe clarificar en octubre de 2014 el status quaestionis: luego, el sínodo ordinario de otoño de 2015 tiene la misión de deliberar recapituladoramente. Entremedias hay espacio suficiente para incorporar a las distintas diócesis, las conferencias episcopales y el entero pueblo de Dios.

Esto constituye un estilo nuevo. Qué repercusiones concretas tendrá es una cuestión que en gran medida todavía permanece abierta. Sea como fuere, este estilo no puede entenderse como la introducción de un régimen democrático. No se trata de la toma de decisiones por mayoría, sino de una atenta escucha al testimonio de las múltiples voces existentes en la Iglesia, también las de los laicos, a fin de permitir que –a través del intercambio de testimonios y experiencias de fe– se oiga la voz del Evangelio, se dé conjuntamente testimonio de ella y se cree, como si dijéramos, espacio para la legítima diversidad.

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4. Una Iglesia pobre para los pobres

Como communio, la Iglesia debe ser, por así decir, sacramento para el mundo (cf. LG 1). En ello, lo que sobre todo interesa al papa Francisco es una Iglesia pobre para los pobres. Para él, esto es más que una aspiración socio-ética y socio-política; a él le preocupa más que nada un tema bíblico, en especial cristológico. Jesús ha venido para anunciar a los pobres el Evangelio (cf. Lc 4,18). La primera bienaventuranza del Sermón de la montaña reza: «Dichosos quienes son pobres ante Dios, porque a ellos pertenece el Reino de los cielos» (Mt 5,3; cf. Lc 6,20). En uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento, en el himno prepaulino de la Carta a los Filipenses, se afirma de Jesucristo: «Siendo semejante a Dios... se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,6s). Pablo retoma este motivo: «Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre para enriqueceros con su pobreza» (2 Co 8,9).

No fue necesario el marxismo ni el socialismo para tropezar con el tema de los pobres. En la historia de la Iglesia vivida hasta ahora, esta cuestión ha desempeñado sin cesar un papel importante, empezando por la primitiva comunidad jerosolimitana, en la que todos lo tenían todo en común (cf. Hch 2,44), y por el monacato de la Iglesia antigua, que preludió un movimiento de pobreza que perdura hasta hoy. Antonio, el padre del monacato, escuchó la frase evangélica: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres... Después, sígueme» (Mt 19,21), y la puso en práctica. Durante la Edad Media surgieron sin receso movimientos alternativos a una Iglesia poderosa y rica, así como a un monacato que había devenido poderoso y rico. El más famoso y fecundo hasta la fecha es el movimiento de pobreza iniciado por Francisco de Asís, cuya espiritualidad irradió también a los laicos en la llamada orden tercera. Por último, tampoco debe olvidarse, por supuesto, el movimiento social católico del siglo XIX y las encíclicas sociales de los papas desde León XIII hasta nuestros días.

El motivo de la Iglesia pobre desempeñó también un papel en el concilio Vaticano II. El texto fundamental se encuentra en la constitución sobre la Iglesia: «Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino... Así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo» (LG 8,3). Especialmente conocida es la afirmación de la constitución pastoral de que la Iglesia comparte «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren» (GS 1).

En este espíritu, algunas semanas antes del final del concilio cuarenta obispos sellaron el llamado Pacto de las Catacumbas: «Por una Iglesia servicial y pobre». Se impusieron a sí mismos una serie de obligaciones en relación con el estilo de vida, el empleo del título, el compromiso a favor de los pobres, etc. Entre los primeros firmantes del pacto se contaron obispos como Hélder Câmara y Aloísio Lorscheider. Otro famoso signatario fue el arzobispo de San Salvador, Óscar Romero, quien el 24 de marzo de

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1980 fue asesinado a tiros –por una soldadesca que cumplía órdenes– mientras celebraba la eucaristía, porque había abogado por los derechos de los campesinos. El papa Francisco ha reactivado el proceso de beatificación, que llevaba largo tiempo bloqueado en la Curia.

Después del concilio, este tema cobró actualidad especialmente en la teología latinoamericana de la liberación15. La segunda asamblea plenaria del episcopado latinoamericano formuló en 1968 en Medellín (Colombia) la opción por los pobres; la asamblea de Puebla (México) habló en 1979 de la opción preferencial por los pobres, algo que fue reiterado y completado con la opción por los excluidos en la séptima asamblea general, celebrada en Aparecida (Brasil) en 200716. El arquitecto del documento de Aparecida fue el entonces presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, el cardenal Jorge Bergoglio. En muchos pasajes, dicho documento ha entrado en la Evangelii gaudium.

Así, el papa Francisco, con su opción preferencial por los pobres (cf. EG 198), se encuadra en una gran tradición. Retoma una importante preocupación del concilio y del desarrollo posconciliar e incorpora el escándalo de la pobreza y la miseria en el hemisferio Sur –que verdaderamente clama al cielo– en el orden del día de la Iglesia universal. De este modo se inicia una nueva fase en la historia de la recepción del concilio Vaticano II. En el trasfondo no está nuestro discurso occidental sobre la modernización, sino el discurso del Tercer Mundo, que reflexiona sobre las consecuencias negativas de la modernización y la globalización para el hemisferio Sur. El papa ve ahí secuelas de la crisis antropológica del individualismo y el consumismo (cf. EG 2, 55, 61, 63 y 67).

El papa Francisco ha sido criticado reiteradas veces por sus claras palabras. Sobre todo la frase: «Esa economía mata» (EG 53), ha suscitado protestas. Sin embargo, hay que leer con atención. No se dice: «La economía mata», sino: «Esa economía mata». El papa critica una forma muy determinada de actividad económica, a saber, la tendencia a la mercantilización de todos los ámbitos de la vida, que lleva a que el ritmo de la sociedad venga marcado por los intereses de aprovechamiento del capital. De hecho, si mil cuatrocientos millones de personas viven en la extrema pobreza y anualmente mueren cinco millones seiscientos mil niños víctimas de la desnutrición, algo hay en el sistema económico mundial que no funciona bien. Francisco quiere alzar su voz contra la globalización de la indiferencia. Él no pretende llevar a cabo un análisis económico de índole científica (cf. EG 51)17. No se trata de ningún sistema ni de ningún «-ismo». El término «capitalismo» ni siquiera aparece en el texto18. Estamos más bien ante un grito profético a la vista de los millones y millones de personas que ya solo son tenidas por desechos, «sobrantes» (cf. EG 53).

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de encontrar a Cristo en los pobres, más aún, de tocar a Cristo en ellos (cf. EG 270). La Iglesia es el cuerpo de Cristo: en las heridas de los demás tocamos las heridas de Cristo. «Lo que hayáis hecho a uno solo de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Esto es una visión profundamente mística (cf. EG 87 y 92). Recuerda a Francisco de Asís, quien abrazó a un leproso, y a la experiencia vocacional de la Madre Teresa de Calcuta, que transportó a un moribundo a su convento, viviendo así la experiencia de llevar a Cristo en sus brazos. Análogamente, en la opción por una Iglesia pobre para los pobres el papa Francisco ve algo más que justicia social; ahí descubre misericordia.

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5. Misericordia: palabra clave del pontificado de Francisco

A juicio del papa Francisco, el centro del Evangelio lo ocupa el mensaje de la misericordia divina. Este mensaje se ha convertido en el tema de su pontificado, un tema que entretanto aparece en innumerables alocuciones papales y ha tocado el corazón de numerosas personas dentro y fuera de la Iglesia, interpelándolas y conmoviéndolas.

La misericordia es un tema bíblico primordial. Ya en el Antiguo Testamento, Dios no es solo castigador y vengativo. En el relato de la revelación de Dios a Moisés se dice: «Yahvé es un Dios compasivo y clemente» (Ex 34,6). Los profetas y los Salmos reiteran una y otra vez esta afirmación: «El Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso» (Sal 103,8; 111,4). Absolutamente capital es la misericordia divina en el mensaje de Jesús. Piénsese tan solo en la parábola del hijo pródigo, que sería más apropiado denominar la parábola del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32), en la parábola del samaritano compasivo (cf. Lc 10,25-37) o en la afirmación de la Carta a los Efesios: «Dios, rico en misericordia» (Ef 2,4). Considérense además la bienaventuranza del Sermón de la montaña: «Dichosos los misericordiosos» (Mt 5,7), la aseveración: «Misericordia quiero, no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13) o el discurso de Jesús sobre el juicio, según el cual en el juicio final únicamente contarán las obras de misericordia (Mt 25,31-46).

La tradición conoce no solo obras de misericordia corporales, sino también otras espirituales. Junto a obras corporales como dar de comer al hambriento y de beber al sediento, están obras espirituales como enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita y consolar al triste19. Muchos santos han entendido el tema de la misericordia bastante mejor que la teología de escuela. Con todo y con eso, en Tomás de Aquino se encuentran magníficos planteamientos, que invitan a seguir pensando. La misericordia es la cara volcada hacia el exterior de la esencia de Dios como amor. La misericordia es la fidelidad de Dios a sí mismo y, por ende, el más fundamental de todos los atributos divinos. Tiene prioridad sobre la justicia20. En último término, es el espejo de la Trinidad. Así, con la misericordia se plantea de modo nuevo la más central de todas las cuestiones teológicas: el problema de Dios21.

Para Juan XXIII, la misericordia era el más bello de los atributos divinos22. En su discurso de inauguración del concilio Vaticano II, pronunciado el 11 de octubre de 1962, invitó a no utilizar ya hoy las armas del rigor, sino la medicina de la misericordia. Con ello marcó el tono de fondo para la orientación pastoral del concilio. A Juan Pablo II se le reveló la importancia del mensaje de la misericordia a la vista de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, la Šo’ah y la época comunista en Polonia; a este tema dedicó su segunda encíclica, Dives in misericordia (1980). Más tarde, recogiendo las sugerencias de sor Faustina Kowalska, declaró el primer domingo posterior al domingo

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2000. Benedicto XVI desarrolló y profundizó la cuestión en su encíclica Deus caritas est (2005).

Situándose en esta gran tradición, Jorge Bergoglio escogió como lema episcopal el sintagma miserando et eligendo [mirándome con los ojos de su misericordia, me eligió], procedente de Beda el Venerable (último cuarto del siglo VII y primer tercio del VIII). Como papa persigue volver a hacer fecundo el tema de la misericordia en nuestra actual situación. Una y otra vez afirma: la misericordia divina es infinita; Dios nunca se cansa de ser misericordioso con quien se lo pide. Dios no abandona a quien confía en su misericordia. Un poco de misericordia puede transformar el mundo.

Algunos desconfían entretanto del discurso sobre la misericordia. Por supuesto, puede ser malentendido y utilizado indebidamente, como todo en el mundo. Pero, bien entendida, la misericordia no es una gracia barata, que se ofrece, por así decir, a precio de saldo23. No es un «suavizante» que vacíe ni derogue los dogmas y los mandamientos divinos. En efecto, la misericordia es ella misma una verdad revelada y, por consiguiente, no puede ser contrapuesta a la verdad. Ella misma es un mandamiento divino. Sobrepuja a la justicia, pero no la elimina; la justicia es más bien el mínimo de misericordia que debemos al otro. Por último, la misericordia no es mera bonhomía ni tampoco una endeble indulgencia y complacencia pastoral.

La misericordia es expresión de la generosa soberanía de Dios en su amor, que – salvando cualesquiera fosas de pecado y culpa, por profundas que sean– concede una nueva oportunidad a todo aquel que está dispuesto a la conversión. No deja caer definitivamente a nadie que pida ser salvado. La Iglesia, que se entiende a sí misma como sacramento de la misericordia divina, debería tomar esta como medida para autoevaluarse. En el futuro será medida por ese rasero aún más de lo que lo ha sido hasta ahora24.

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6. Perspectiva: la alegría del Evangelio

El mensaje de la misericordia, que permite respirar y comenzar de nuevo una y otra vez, es la razón para la alegría del Evangelio (cf. EG 2-8). Es el mensaje del amor divino, siempre mayor, el mensaje de que somos afirmados y aceptados. Estamos llamados a la beatífica comunión con Dios y, por medio del bautismo, somos acogidos ya en ella; y cada vez que caemos, vuelve a abrírsenos sin cesar, y un día podremos acceder definitivamente a ella. En último término, solamente en la comunión con Dios encontramos la alegría como realización y felicidad integral del ser humano. La comunión y la paz con Dios deben convertirnos en pacificadores. A quienes trabajan por la paz se les califica en el Evangelio de dichosos (cf. Mt 5,9) y de ellos se afirma que no deben guardar su alegría para sí, sino compartirla con todos los hombres (cf. Flp 4,4). En este sentido, que abarca al hombre entero, tanto en su emocionalidad como en su espontaneidad y pasividad, el reinado de Dios es paz y alegría en el Espíritu Santo (cf. Rm 14,17).

Con el mensaje de la alegría del Evangelio, la Iglesia deja de entenderse a sí misma como una fortaleza inexpugnable permanentemente a la defensiva ante un mundo enfrentado a ella como extraño y con frecuencia hostil. Quiere ser compañera de camino que comparte Gaudium et spes, los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, en especial de los pobres y de cuantos sufren (cf. GS 1). Como mensajera del Evangelio no quiere ser señora de la fe, sino servidora de la alegría (cf. 2 Co 1,24).

De ahí el aliento que nos transmite el papa, para lo cual se remite a la exhortación apostólica de Pablo VI Gaudete in Domino (Alegraos siempre en el Señor, 1975): «Ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la buena nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo» (EG 10).

C

ARDENAL

W

ALTER

K

ASPER

1. Para el significado del término y la historia de su comprensión, cf. W. KASPER, Dogma unter dem Wort Gottes, Matthias Grünewald, Mainz 1965, 7-24 y 71-98 [trad. esp.: Dogma y palabra de Dios, Mensajero, Bilbao

1968]; El Evangelio de Jesucristo(OCWK 5), Sal Terrae, Santander 2012, 254-272.

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por K. Esser y L. Hardick, Dietrich Coelde Verlag, Werl 19724, 51, 80 y 95 [trad. esp. del orig. latino: Los escritos de san Francisco de Asís, ed. bilingüe, Servicio de Publicaciones del Instituto Teológico Franciscano,

Murcia 20032].

4. Cf. M. LUT ERO, WA (Weimarer Ausgabe) 12,259ss; análogamente, J. CALVINO, Institutio II,9,2.

5. Cf. Conciliorum oecumenicorum Decreta (ed. por J. Alberigo et al.), 643-646.

6. Cf. PABLO VI, exhortación apostólicaGaudete in Domino (1975).

7. Cf. JUAN PABLO II, encíclica Redemptoris missio (1990) 32; BENEDICTO XVI, carta apostólica en forma de motu proprioPorta fidei (2011).

8. Cf. Ph. JENKINS, Die Zukunft des Christentums. Eine Analyse der weltweiten Entwicklung im 21. Jahrhundert, Brunnen, Gießen/Basel 2006 (orig. ingl.: Next Christendom: the Coming of Global Christianity, Oxford

University Press, Oxford / New York 2002); J. L. ALLEN, Das neue Gesicht der Kirche. Die Zukunft des

Katholizismus, Gütersloher, Gütersloh 2010 (orig. ingl.: Future Church: How Ten Trends Are Revolutionizing the Catholic Church, Doubleday, New York 2009); G. WEIGEL, Evangelical Catholicism. Deep Reform in the

21st Century, Basic Books, New York 2013.

9. Cf. miDogma unter dem Wort Gottes, op. cit., 71-80.

10. Cf. J. M. BERGOGLIO y A. SKORKA, Sobre el cielo y la tierra, Debate, Madrid 2013, pp. 25-27.

11. Cf. W. KASPER, Katholische Kirche. Wesen-Wirklichkeit-Sendung, 2011, 180-187 [trad. esp.: Iglesia católica:

esencia, realidad, misión, Sígueme, Salamanca 2013].

12. Cf. J. C. SCANNONE, «La teologia di Francesco»:Il Regno 58 (2013), 128; C. M. GALLIy R. FERRARA (eds.),

Presente y futuro de la teología en Argentina. Homenaje a Lucio Gera, Paulinas / Facultad de Teología de la

UCA, Buenos Aires 1997.

13. Cf. H. DELUBAC, Méditation sur l’Église, Du Cerf, Paris 1952 [trad. esp.:Meditación sobre la Iglesia, nueva ed. rev., Encuentro, Madrid 2008]. Para la eclesiología de comunión, cf. W.KASPER, Katholische Kirche, op.

cit., 45-48, 122-129, 225-238 y 382-387.

14. Cf. JUAN PABLO II, encíclica Ut unum sint (1995) 95; discurso de BENEDICTO XVI en El Fanar (30 de noviembre de 2006) durante su visita a Turquía. Ambos textos están disponibles en www.vatican.va (consultados el 11 de junio de 2014).

15. Cf. I. ELLACURÍA, Eine Kirche der Armen. Für ein prophetisches Christentum, Herder, Freiburg i.B. 2011 [se trata de una selección deEscritos teológicos, UCA, San Salvador 2002].

16. El documento aprobado por el CELAM en 2007 en Aparecida está disponible en www.celam.org/conferencia_aparecida.php (consultado el 11 de junio de 2014).

17. Al respecto, cf. Compendio de doctrina social de la Iglesia (2004), disponible en www.vatican.va (consultado el 11 de junio de 2014); véase también EG 178, 182, 184 y 221. Un desarrollo adicional se encuentra en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2014: «La fraternidad, fundamento y camino para la paz», disponible asimismo en el cibersitio del Vaticano (consultado el 11 de junio de 2014).

18. Para el capitalismo, cf. JUANPABLO II, encíclicaCentesimus annus(1991) 42.

19. Cf. Catecismo universal de la Iglesia católica, nº 2447. 20. Cf. TOMÁS DE AQUINO, S. th. I, q. 21 a. 3s; q. 25 a. 3 ad 3.

21. Al respecto, cf. W. KASPER, Barmherzigkeit. Grundbegriff des Evangeliums – Schlüssel christlichen Lebens, Herder, Freiburg i.B. 2012 [trad. esp.:La misericordia: clave del Evangelio y de la vida cristiana, Sal Terrae,

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22. Cf. JUAN XXIII, Il giornale dell’anima (ed. por L. F. Capovilla), San Paolo, Alba 2000, 452 [trad. esp.:

Diario del alma, San Pablo, Madrid 2008].

23. Cf. D. BONHOEFFER, «Teure Gnade», en Íd., Nachfolge, Chr. Kaiser, München 1971, 13-27 [trad. esp.: El

precio de la gracia: el seguimiento, Sígueme, Salamanca 20046].

24. Este tema se discutirá, con la vista puesta en el inminente sínodo, en relación con los problemas de los divorciados que han vuelto a contraer matrimonio. Al respecto, cf. W. KASPER, Das Evangelium von der

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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA EVANGELII GAUDIUM

DEL SANTO PADRE

FRANCISCO

A LOS OBISPOS

A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS

A LAS PERSONAS CONSAGRADAS

Y A LOS FIELES LAICOS

SOBRE

EL ANUNCIO DEL EVANGELIO

EN EL MUNDO ACTUAL

(22)

1.

L

A ALEGRÍA DEL

E

VANGELIO llena el corazón y la vida entera de los que se

encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.

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I. Alegría que se renueva y se comunica

2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.

3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor»1. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Este es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia delante!

4. Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y

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Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (9,9).

Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (3,17).

Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien. […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!

5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Esta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en ese río de alegría?

6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha. […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado,

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no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).

7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría»2. Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»3.

8. Solo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?

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II. La dulce y confortadora alegría de evangelizar

9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co 9,16).

10. La propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»4. Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión»5. Por consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. […] Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»6.

Una eterna novedad

11. Un anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro»7. O bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda novedad»8. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los

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cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva».

12. Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande evangelizador»9. En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.

13. Tampoco deberíamos entender la novedad de esta misión como un desarraigo, como un olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza hacia delante. La memoria es una dimensión de nuestra fe que podríamos llamar «deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel. Jesús nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace presente «una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre ellos, se destacan algunas personas que incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os anunciaron la Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de la fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es fundamentalmente «memorioso».

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III. La nueva evangelización para la transmisión de la fe

14. En la escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos de los tiempos, del 7 al 28 de octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos10. En primer lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria, «animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna»11. También se incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe católica intensa y sincera, expresándola de diversas maneras, aunque no participen frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios.

En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo»12, no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para que vivan una conversión que les devuelva la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.

Finalmente, remarquemos que la evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción»13.

15. Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio» a los que están alejados de Cristo, «porque esta es la tarea primordial de la Iglesia»14. La actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia»15 y «la causa misionera debe ser la primera»16. ¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. En esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»17 y que hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera»18. Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).

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Propuesta y límites de esta Exhortación

16. Acepté con gusto el pedido de los Padres sinodales de redactar esta Exhortación19. Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo. También he consultado a diversas personas, y procuro además expresar las preocupaciones que me mueven en este momento concreto de la obra evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los temas relacionados con la evangelización en el mundo actual que podrían desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas múltiples cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa profundización. Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable «descentralización».

17. Aquí he optado por proponer algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese marco, y en base a la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre otros temas, detenerme largamente en las siguientes cuestiones:

a) La reforma de la Iglesia en salida misionera. b) Las tentaciones de los agentes pastorales.

c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza. d) La homilía y su preparación.

e) La inclusión social de los pobres. f) La paz y el diálogo social.

g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.

18. Me extendí en esos temas con un desarrollo que quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo hice con la intención de ofrecer un tratado, sino solo para mostrar la importante incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un determinado estilo evangelizador que invito a asumir en cualquier actividad que se realice. Y así, de esta manera, podamos acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la exhortación de la Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).

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C

APÍTULO PRIMERO

:

LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA

DE LA IGLESIA

19. La evangelización obedece al mandato misionero de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). En estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra.

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I. Una Iglesia en salida

20. En la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios quiere provocar en los creyentes. Abrahán aceptó el llamado a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva «salida» misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.

21. La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera. La experimentan los setenta y dos discípulos, que regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc 10,21). La sienten llenos de admiración los primeros que se convierten al escuchar predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar mejor o para hacer más signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos.

22. La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas.

23. La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se configura como comunión misionera»20. Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).

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24. La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y estas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo.

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II. Pastoral en conversión

25. No ignoro que hoy los documentos no despiertan el mismo interés que en otras épocas, y son rápidamente olvidados. No obstante, destaco que lo que trataré de expresar aquí tiene un sentido programático y consecuencias importantes. Espero que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no nos sirve una «simple administración»21. Constituyámonos en todas las regiones de la tierra en un «estado permanente de misión»22.

26. Pablo VI invitó a ampliar el llamado a la renovación, para expresar con fuerza que no se dirige solo a los individuos aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos este memorable texto que no ha perdido su fuerza interpelante: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio. […] De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia –tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)– y el rostro real que hoy la Iglesia presenta. […] Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí»23.

El concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación. […] Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad»24.

Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a la propia vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo.

Una impostergable renovación eclesial

27. Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se conviertan en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral solo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la

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