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Discernimiento Marko Rupnik

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DISCERNIMIENTO

Marko Rupnik

PRÓLOGO

Ya desde hace unos años se está volviendo a hablar de discernimiento, que en último término es el arte de conocer a Cristo y de reconocerlo como nuestro Señor y Salvador. La Iglesia por sí misma, con su tradición y el magisterio de sus pastores, ha trazado este discernimiento a través del espacio y del tiempo para las comunidades ecle- siales en su globalidad. Es ésta una primera acepción en la que podemos entender el discernimiento. Puesto que esto vale para la Iglesia en su integridad, para cada comunidad eclesial y para la vida individual de cada persona con su propia concreción, resulta que se puede hablar del discernimiento de muchos modos. Hay un discernimiento de tiene como objeto los espíritus. «Discernid los espíritus», dice el Apóstol (cfr. I Cor 12,io). Existe un discernimiento de las mociones interiores, de los pensamientos y los sentimientos. Existe el discernimiento vocacional, de los estados de vida... Existe un discernimiento individual y uno comunitario, y también un discernimiento

más centrado en los aspectos morales1.

Este libro afronta el discernimiento como el arte de la comunicación y comprensión recíproca entre Dios y el hombre, y, desde este punto de vista, trata de desentrañar sus dinámicas. Partiendo de esta aproximación fundamental al fenómeno del discernimiento, todas las acepciones mencionadas quedan tratadas de modo transversal.

En esta clave -el discernimiento como comunicación entre Dios y el hombre- se deben respetar dos fases en el camino. Existe una primera etapa de purificación, que lleva a un auténtico conocimiento de sí mismo en Dios y de Dios en la propia historia, y una segunda etapa en la cual el discernimiento se vuelve un hábito.

A causa de las diferentes dinámicas de cada una de las etapas, el texto se divide en dos partes. En la primera parte se tratará la etapa primera, siguiendo los siguientes pasos: el primer capítulo ofrece los referentes teológicos que encuadran el discernimiento (cuál concepto de Dios y del hombre da razón del hecho de que estos dos sujetos puedan co -municarse y comprenderse recíprocamente en el amor y la libertad), el segundo capítulo explica en qué consiste el discernimiento, y

1 Para un recorrido Mstórico sobre el discernimiento y un tratamiento en detalle de todas las dimensiones mencionadas, véase Ruiz Jurado, M., II discernimento spirituale. Teología, storia, pratica, Cisinello Balsamo 1997. Además se puede consultar el artículo «Discernement des ésprits», en Dictionnaire de spiritualité, III, París I957> I222-I29I- Para el aspecto más práctico y didáctico, véase Fausti, S.,

Ocasión o tentación, PPC, Madrid

1997-como final, el tercer capítulo introduce a las dinámicas de la primera fase del discernimiento.

En la segunda parte se afronta cómo permanecer unido a Cristo, cómo no despilfarrar la salvación a la que se ha llegado. Se trata del discernimiento como arte de seguir a Cristo, tanto en las grandes op-ciones de vida y de trabajo como en las pequeñas, cotidianas. Cuanto más se progresa en la vida espiritual más se camuflan las tentaciones. Por eso, el discernimiento del seguimiento de Jesús consiste en gran parte en desenmascarar las ilusiones y en orientarse hacia el realismo y la objetividad de Cristo, nuestro Señor y Salvador, Mesías pascual que vive en la Iglesia y en la historia. El discernimiento lleva a una madurez eclesial y a una fidelidad probada.

Por eso, la segunda parte empieza con un capítulo dedicado al principio y fundamento teológico de cómo permanecer en Cristo. El capítulo siguiente está dedicado a las tentaciones que el cristiano experimenta en su camino tras el Señor. Se describen las ilusiones y los mecanismos principales del tentador y el modo como los padres es-pirituales desenmascaraban esos engaños. Después viene un capítulo dedicado a la comprobación de nuestra adhesión real a Cristo, en la que no hay espacio para las ilusiones y los engaños. Y como el discernimiento no es una técnica para resolver los problemas de la vida espiritual sino una realidad situada en la relación entre el hombre y Dios -por tanto, en el espacio del amor-, es necesario iniciarse y dar los primeros pasos en el ejercicio del discernimiento. Se explican aquí las circunstancias más adecuadas y los modos más apropiados para empezar en el arte del discernimiento y se concluye con dos de los elementos más significativos de esta segunda fase, que son el discernimiento de la vocación y el discernimiento comunitario. De todo ello se deduce que el verdadero discernimiento es una actitud constante. A lo largo de todo el texto, casi paralelamente a cada título, se dan referencias - pr el e re nte m e nte de Ignacio de Loyola y de autores de la Filocalia- que constituyen, junto al estudio y a los años de praxis pastoral, el ámbito de

maduración de las reflexiones que siguen2.

Debe quedar claro que, a pesar de que sea importante conocer los textos sobre este tema, el discernimiento es, sobre todo, algo a lo que uno debe iniciarse, algo que requiere una aproximación experiencial-racional. Por tanto, este pequeño libro no exime de aprender el discernimiento con un maestro

2 Señalo algunos textos de autores espirituales que pueden constituir un magnífico telón de fondo para el tema: el «Discorso sugli otto pen- sieri y Leonzio Igumeno. I Santi Padri che vivono a Scete. Discorso sommamente utile a proposito del discernimento», de Casiano el Romano en La filocalia, I, traducción italiana de M. B. Artioli y M. F. Lo- vato, Turín 1985 (de ahora en adelante se designará como Filocalia), 127-169; los escritos de Nil Soirskij, en Bianchi, E. (ed.), N. Sorskij. La vita e gli scritti, Turín 1988, 35-133; Ignacio de Loyola, Autobiografía, ed. de M. Costa, Roma 199I; Hausherr, I., Philautia. Dall'amore di sé alia carita, trad. italiana Magnano 1999; y Spidlík, T., Ignazio de Loyola e la spiritualitá orientale, Roma 1994"

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espiritual, en el esfuerzo de un camino que pretende, paso a paso, ser cada vez más con -forme al Señor.

• I PARTE Hacia el gusto de Dios

¿DÓNDE SE COLOCA EL DISCERNIMIENTO?

¿Existe una relación real entre Dios y el hombre? Si existe, ¿en qué consiste? ¿Posee una objetividad propia? ¿Pueden Dios y el hombre comunicarse y comprenderse en verdad? ¿Qué lenguaje usan Dios y el hombre en su comunicación: unívoco, analógico, dialéctico? ¿Dios manda y el hombre se limita a obedecer y ejecutar? ¿O más bien el hombre piensa qué complace más a Dios a partir de los mandamientos y lo realiza? ¿Existe un espacio de autonomía para el hombre dentro del gran plan de Dios?

Los maestros de la vida espiritual no estarían de acuerdo con la forma de formular la cuestión que está por debajo de estos interrogantes. Para ellos, estas dos realidades no se pueden tratar como si estuvieran divididas. La relación entre Dios y el hombre se cumple en el Espíritu Santo, la Persona divina que hace al hombre partícipe del amor

del Padre en el Hijo3. Esta participación, es decir,

la presencia del amor divino en el hombre, hace posible el acceso a Dios y al hombre, creado en este amor. Es más: tal inha-bitación divina en nosotros hace que Dios no sea ya externo a nuestra realidad humana, sino que llegue a ser -como dice Pavel Evdokimov- un factor interno de nuestra naturaleza4.

Entre la persona humana y su Señor existe por tanto una comunicación verdadera que, para tener la garantía de la libertad, se sirve de los pensamientos y sentimientos del hombre. Los Padres han optado normalmente por el lenguaje simbólico, considerando que el símbolo es el lenguaje en el que la comunicación humano-divina se realiza más

auténticamente5. Para ellos el discernimiento

es oración, un arte propio y verdadero de la vida en el Espíritu. El discernimiento forma parte de la relación vital entre el hombre y Dios; es más: es precisamente un espacio en el cual el hombre experimenta la relación con Dios como experiencia de libertad, incluso como posibilidad de crearse a sí mismo. En el discernimiento, el hombre experimenta su identidad como creador de la propia persona. En este sentido, es el arte en el cual el hombre se abre a sí mismo en la creatividad de la historia y crea la historia creándose a sí mismo.

El discernimiento es, por tanto, una realidad relacional, como lo es la fe misma. La fe

3' Cfr. Spidlík, T., La spiritualitá dell'Oriente cristiano. I: Manuale sistemático, Roma 1985, 25-30. Véase también Florenskij, P., Colorína e fondamento deüaveritá, Milán 1974, 153-188 y Tenace, M., Diré l'uomo. II: Dall'im- magine di Dio alia sommiglianza, Roma 1997' I

7~44-4Evdokimov, P., «L'Esprit-Saint et l'Eglise d'aprés la tradition li- turgique», en

L'Esprit-Saint et l'Eglise. Actes du symposium..., París 1969. 9§.

5Véase por ejemplo, Brock, S., «I tre modi dell'autorívelazione di Dio», en id.,

L'occhio luminoso. La visione spirituale di sant'Ejrem, Roma I999-

43"46-cristiana es, en efecto, una realidad relacional, porque el Dios que se revela se comunica como amor y el amor presupone el

reconocimiento de un «tú»6. Dios es amor

porque es comunicación absoluta, eterna relacionalidad, sea en el acto primordial del amor recíproco de las tres Personas divinas o en la creación. Por eso la experiencia de la libre relación que el hombre experimenta en el discernimiento no es nunca sólo la relación hombre- Dios, sino que incluye la relación hombre-hombre y, además, la relación hombre-creación, desde el momento en que entrar en una relación auténtica con Dios significa entrar en aquella óptica de amor que es una relación vivificante con todo lo que existe. Hacer propia esta visión significa captar la infraestructura de hilos que conectan y unen entre sí a todos los elementos de la creación y hacen emerger la comunión de todo lo que existe en el Ser. Desde el momento en que estos hilos indican la misma realidad de lo divino, su presencia en las cosas, los objetos y los productos humanos les dotan de un nuevo significado, a través del cual cada cosa y cada acción pueden asumir un significado más profundo. Así, se nos ofrece una visión esencialmente sacramental del mundo, en la que, a través de las cosas, se puede acceder a su verdad5. El discernimiento es, entonces, el arte de autocomprenderse teniendo en cuenta esta estructura coherente, de lo global, verse a uno mismo en la unidad porque se ve con los ojos de Dios, que ven la unidad de la vida.

Comprenderse con Dios

Creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un Dios ideal, un Dios-concepto no tendría para nosotros, cristianos, un peso indiscutible y absoluto. Nosotros los cristianos lo somos porque la revelación nos comunica un Dios-Trinidad, al cual nos dirigimos como a tres Personas. Invocando cada Persona invocamos a Dios todo, puesto que cada Persona existe en una relación de unidad in-disoluble y total con las otras dos. Cuando afirmamos la fe en Dios Padre, decimos al mismo tiempo nuestra fe en el Espíritu y el Hijo. Lo mismo vale para cada una de las Personas divinas: la referencia a una de ellas implica automáticamente su comunión trinitaria, en referencia a las otras dos Personas. En este sentido, el primer artículo del Credo, Creo en un solo Dios Padre, es de importancia capital. Afirmar sin más la fe en Dios es ambiguo, porque ésta es una afirmación abierta a cualquier tipo de interpretación, comprensión e incluso idolatría (desde las ideas y conceptos hasta las estatuas y ritos, de lo más abstracto a las realidades más sensuales). Sin

6 Cfr. Ivanov, V., «Ty esi», en Sobr. Soc., III, Bruselas 1979, 263-268 e id., «Anima», en ibíd., 27°~293.

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embargo, creer en Dios Padre significa que Dios es una concreción más allá de toda posible manipulación, porque «Padre» significa una persona, y la persona nunca es un concepto, sino una realidad, una concreción7. Decir «Padre» significa indicar un rostro, y el rostro - aunque nunca visto- es siempre concreto y designa una realidad personal, precisa, objetiva en sí misma. Diciendo «Padre» decimos la concreción de Dios en las tres Personas, así como la concreción de su relación. Sin embargo, decir «Creo en Dios Padre» significa también afirmar la propia identidad, desvelar el propio rostro, porque quien pronuncia la palabra «Padre» se declara hijo y descubre una filiación precisamente en

virtud de la revelación de Dios como Padre8.

El artículo de fe «Creo en un solo Dios Pa -dre» explícita la relación que existe entre el hombre y Dios, que es precisamente la de filiación. La fe es, por tanto, una relación filial. Esto significa entonces que no se puede abordar la cuestión de la fe con principios o terminología abstractos.

El amor como concreción de relaciones libres

La persona de Dios en la que creemos, la que contemplamos y adoramos en la unidad del Dios tripersonal, se revela como concreción de relaciones libres y de comunicación. El Dios Tripersonal es, ante todo, revelación de sí mismo en cuanto ausencia de necesidad. En Dios, cada persona subsiste en un amor absolutamente libre, más allá de cualquier ley de necesidad. Guando Juan dice que Dios es amor, afirma que Dios es libre y que el amor es adhesión libre, relaciona- lidad libre. Si no hay una relación libre, no se puede hablar de amor, sino de otra realidad. En Dios hay un amor libre no sólo entre las tres Personas, sino de cada Persona hacia la naturaleza divina que cada una de

ellas posee enteramente9. La relacionalidad

libre en Dios se debe comprender por tanto en modo interpersonal: cada Persona divina posee la naturaleza de Dios dándole una impronta totalmente personal -pro- pia del Padre o del Hijo o del Espíritu Santo-, de modo que su realización incluye también la naturaleza que todas las Personas poseen completamente, cada una a su modo. Se trata, por tanto, de una relación compleja, pero completamente libre, de una adhesión tan libre que Juan puede afirmar: «Dios es amor».

La relación de Dios en sus Personas santísi-mas es una comunicación no sólo en el sentido de que las Personas se comunican entre sí, sino sobre todo en el sentido de que se comunican en el amor recíproco, dándose a sí mismas en el amor. Esta comunicación

7Cfr. Atanasio, AdSerap., ep. III.

8Cfr. Spidlík, Noi nella Trinitá. Breve saggio sulla Trinitá, Roma 2000.

9 Sobre este aspecto, véase Rupnü, M. I., Decir el hombre, PPC, Madrid 2000, IOO -I15.

intradivina no está separada de la comunicación de Dios para con su creación. Dios no sólo comunica con su creación -y sobre todo con el hombre, persona cre- ada-sino que se comunica con su creación. Sólo gra-cias a que Dios es amor nosotros podemos llegar al conocimiento de Dios, porque el amor

significa relación, comunicación,

comunicarse9. Nuestro conocimiento de Dios

no es, por tanto, un conocimiento teórico, abstracto, sino un conocimiento comunicativo, es decir, una conciencia dentro de la cual acontece la comunicación. Dios se comunica de modo personal en su relación libre con nosotros, los hombres. El Espíritu Santo -que es el comunicador por excelencia entre la Santísima Trinidad y la creación- comunica a Dios de

forma personal, en forma de

autoco-municación. Dios se hace presente a la persona humana cuando ésta se dispone en una actitud cognoscitiva. Tal conocimiento, que podemos llamar simbólico-sapiencial, lleva a una vida similar a Dios. El conocimiento de Dios supone también comunicar el arte de vivir: Dios comunica al hombre, es decir, a nivel creatural, su semejanza. El hombre es imagen de Dios. Pero, por obra de la redención realizada por Dios mismo y del Espíritu Santo que nos comunica la salvación operada por Cristo, el hombre puede conocer a Dios y realizar este conocimiento como semejanza con El. Dios, de algún modo, comunica al hombre su modo de ser, que es amor. Por lo tanto, la persona humana se hace semejante a Dios también cuando entrega su vida en el amor, es decir, en la comunión. La semejanza con Dios se realiza en una vida de relaciones libres, en una adhesión libre como imagen de la Trinidad. El modo de vivir que el hombre adquiere en el conocimiento de Dios es el propio de la Iglesia y la comunidad, puesto que es la Iglesia quien nos genera como creyentes.

Creer es amar

El conocimiento de Dios no es, pues, un co-nocimiento abstracto, de tipo teórico, que pudiera ser interpretado ulteriormente por el hombre en clave práctica o ético-moral. El Dios Tripersonal nunca se puede reducir a una doctrina, una serie de preceptos o un esfuerzo ascético, sino que sólo es cognoscible dentro de una comunicación reciproca, en la que la iniciativa absoluta pertenece a la libre relacionalidad del amor de Dios Padre, a la cual el hombre responde con un acto de fe que, como ya hemos visto, es un acto relacional, un acto que implica al mismo tiempo amor y libertad, puesto que es reconocer al otro en toda su objetividad y adherirse a Él hasta el punto de orientarse radicalmente hacia El10. La fe, en cuanto ra-dical afirmación del Otro, de Dios, significa adherirse con todo el ser a la objetividad de Dios. También la fe en cuanto contenido, enseñanza, mentalidad y moral se despliega

10 Solov'év, V., «La critica dei principi astratti», en id., Sulla Divinou- manitá e altri scritii, Milán 1971, I97~2IO.

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ante el hombre por medio del amor, es decir, de esa actitud de reconocimiento, de éxtasis, de orientar y proyectar el propio ser hacia el Otro. Esto es así porque también en Dios mismo, la Persona entendida teológicamente, todo se comprende a través del amor y la adhesión libre. Por eso es puede decir que en la persona la objetividad es libertad. La objetividad del otro, de Dios o de cualquier hom-bre, es precisamente su relacionalidad lihom-bre, que yo nunca podré poseer. No es posible creer en Dios sino por amor, la única fuerza que, tras el pecado, puede apartar al hombre de su egoísmo y orientarlo radicalmente hacia el otro". Creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo significa amar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esto ya implica un estilo de vida. De hecho, creer en Dios, conocer a Dios, amar a Dios son realidades que se comprenden y se realizan sólo en una vivencia dentro de la tradición de la Iglesia. El cisma entre creer y amar es un efecto muy dañino del pecado. Tal cisma produce en el hombre una infinidad de rupturas que después ilusoriamente se pretenderán remediar con sucesivos «-ismos»: dogmatismo, moralismo, psicologismo... Creer en Dios, conocer a Dios, puesto que sólo es posible amándole, abriéndose al Espíritu, es una conversión, una renuncia al principio del mal y de la muerte, que es el pecado, para adherirse libre mente a Dios como bien supremo en cuanto amor tripersonal11.

Podemos, por lo tanto, creer sólo si nos dejamos invadir por el amor de Dios, porque la

fe crece en la medida del amor12. En I Cor 13,

Pablo no dice «si no amo», sino «sí no tengo amor»: esto indica que Dios nos crea dando su amor y que el hombre existe sólo en la medida en que el Espíritu Santo le hace ser inhabitado por el amor de Dios, que no es iniciativa humana, sino acogida del don de Dios. El pecado nos ha aislado del amor de Dios. El hombre intenta realizar su vida fuera del amor, siguiendo en sí mismo esa dimensión que Pablo llama «carne», que es la parte vulnerable, la parte que al percibir la fragilidad y la muerte se quiere salvar en la

autoafirmación exclusiva, unilateral,

reclamando para sí toda la creación y las re-laciones de los demás. La carne es rebelión contra el espíritu, es decir, aquella dimensión de la persona capaz de abrirse al Espíritu de Dios que con su acción inhabita la persona. La carne es oposición a la apertura, a la relación real, al ágape, a la caridad, es renunciar a la inteligencia del amor. El gran riesgo que pocas veces evitamos es terminar por encerrar a Dios dentro de nuestra realidad sin redimir, afirmando un conocimiento de Dios de modo auto afirmativo, en donde, de hecho, somos nosotros mismos los que damos forma y contenido a la revelación de Dios. De hecho, es posible pensar a Dios con la óptica de la carne, es decir, con la inteligencia que razona con criterios carnales. Y quizá no haya cosa

11" Solov'év, V., Ifondamenti spirituali della vita, Roma 1998,

27~35-peor que pensar a Dios con una inteligencia ejercitada de modo re - ductivo, con una racionalidad no integrada. Esta racionalidad recortada, amputada, se reconoce por su afán de dominio, de posesividad, por su agota-miento de todas las posibilidades y su búsqueda de la omnipotencia. La trampa principal en la que se cae y que nos engaña es la metodología del razonamiento, de una lógica perfecta, impecable, que evita las sorpresas y cierra el circuito para sentirse autosuficiente y omnipotente. Pero esta lógica falla porque no integra la libertad. Es típico su comportamiento dualístico: en lo ideológico, intenta crear espacios de libertad y para la libertad pero, de hecho, no promueve la adhesión libre, no enciende el corazón como expresión de la integridad del hombre. Por eso no es capaz de suscitar la conversión y se contenta con principios éticos e imperativos morales que se agotan en su fracaso y la llevan o a pactos con la mediocridad -puesto que no se llega a vivir como se piensa- o a una rebaja de los ideales, para no sufrir el fracaso ético. La trampa que, sin embargo, explotará antes o después por la falsa libertad consiste en querer llegar al conocimiento de Dios, al descifre de su voluntad -seguido por la deducción de sus consecuencias morales o ascéticas-, sin la experiencia de ser redimidos, es decir, sin la experiencia del despertar del amor de Dios que nos habita y que es el úni co capaz de asumirnos íntegramente, de hacernos experimentar la integralidad y de ponernos en contacto con una esfera de relaciones libres, sea para con Dios o con el prójimo. Si el conocimiento de Dios no deriva de la experiencia de su amor para con nosotros, comprendido y experimentado en la redención, es pura ilusión o idolatría egoísta de la propia razón hinchada. Aquí podemos evocar

Jr 31, en donde el profeta proclama que el fruto de la nueva alianza con la casa de Israel será el conocimiento del Señor a partir de la experiencia de la misericordia: <<No se deberán instruir uno al otro diciendo: "Reconoced al Señor", porque todos me conocerán, del mayor al más pequeño. Así dice el Señor: "Yo perdonaré sus iniquidades y no recordaré más sus pecados"». Se trata de la misma realidad que se anuncia en I Jn 4> en donde claramente se dice que no se puede amar a Dios sin haber experimentado previamente su Amor.

El discernimiento como acogida de la salvación para

El discernimiento es, por tanto, el arte de la vida espiritual en el que uno comprende cómo Dios se le comunica o, lo que es igual, cómo Dios salva, cómo actúa en uno mismo la redención en Cristo Jesús, que el Espíritu

12 Cfr. Ivanov, V., «Dostoevskj. Tragedija — Mif — Mistika», en Sobr. Soc., IV, Bruselas 1987, 503-555.

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convierte en salvación para mí. El dis -cernimiento es aquel arte en el que se experimenta la libre adhesión a un Dios que libremente se ha entregado en mis manos en Cristo. Es un arte en el cual mi propia realidad, la de la creación, la de las personas de mi entorno, la de mi historia personal y la historia general dejan de ser mudas y

co-mienzan a comunicarme el amor de Dios13. No

sólo eso: además el discernimiento es el arte de llegar a evitar el engaño, la ilusión, y llegar a leer y descifrar la realidad de forma verdadera, yendo más allá de los espejismos que se me puedan presentar. El discernimiento es el arte de hablar con Dios, no el de hablar con las tentaciones, ni siquiera aquellas que versan sobre Dios mismo.

Para evitar ilusiones sobre el amor

El discernimiento es expresión de una inteli-gencia contemplativa, es un arte que presupone saber contemplar y ver a Dios. Ahora bien, Dios es amor y sabemos que el amor se realiza al modo de Cristo y del Espíritu Santo, que son los dos reveladores del Padre. Por tanto, el amor posee siempre una dimensión pascual y pentecostal, una dimensión sacrificial y de oblatividad -como es la relación Padre-Hijo que representa el lado trágico del amor- y una dimensión de superación de la muerte y la tragedia, del cumplimiento del amor sacrificial, es decir, de resurrección y vida incorruptible, de fiesta puesto que el amor es correspondido y se vive ya en la plenitud de la adhesión -dimensión representada por el Espíritu Santo, el Consolador, Amor del amor, gozo hipostático

del Padre por el Hijo y del Hijo por el Padre-'5.

Pero no es fácil comprender ni aceptar tal amor que se realiza en modo pascual-pentecostal, por el sacrificio y la resurrección. De hecho, históricamente, la obra del amor de Dios realizada en Cristo sólo se ka comprendido y aceptado después de Pentecostés y por la gracia del Espíritu Santo. Precisamente una inteligencia que penetra estas realidades es lo que hemos llamado «inteligencia con-templativa» , es decir, una inteligencia que colabora en sinergia con el Espíritu Santo. El hombre usa su inteligencia de forma más total y completa sólo cuando todas sus capacidades cognitivas convergen en un intelecto iluminado, abierto y guiado por el Espíritu Santo. El hombre contemplativo es aquel que mira a través de su inteligencia con el ojo lu -minoso del Espíritu Santo. Sólo así se llega a ver que la voluntad de Dios coincide con su Amor y que tal amor se realiza en la Pascua. El hombre hace todo lo que puede para evitar la vía pascual, pero todo intento de ese tipo antes o después se revela como una ilusión que reseca el corazón y vacía la existencia del verdadero sabor de la vida. Por esto es conveniente el discernimiento, que es el

cami-13Cfr. Efrén el Sirio, Himno sobre la Fe, 31. Traducción parcial en italiano: Brock, S.,

L'occhio luminoso, op. cit., 66-68.

no contemplativo y sapiencial. El hombre sabe que todo lo bello, noble y justo se realiza en medio de dificultades, obstáculos y resistencias y así asume la dimensión pascual. El camino del Espíritu Santo no salta jamás desde el Jueves Santo al Domingo de Pascua, por encima de Viernes y Sábado. Para comprender esto, sin embargo, es necesaria una contemplación auténtica y un gran arte del discernimiento. A veces, para evitar el camino de la fe auténtica -el camino del amor a Dios, la verdadera conversión- el hombre mismo se propone altos ideales, proyectos más allá del Evangelio, la imitación de los santos más grandes, y después rechaza, lleno de amargura, cansancio y decepción, no sólo los ideales que se propuso, sino también la fe. O también se puede encerrar en sí mismo, endurecerse y ser severo con todos los que no actúan como él. El discernimiento nos protege de las más variadas desviaciones, desde el fundamentalis- mo al fanatismo, precisamente porque nos hace experimentar que no es importante lo que podamos decidir, sino que hagamos todo en plena adhesión libre a Dios, sintonizando con su voluntad. Puesto que su voluntad es Amor, será difícil realizarla si afirmamos la nuestra, aunque lleve etiquetas de gran santidad. Muchas personas han decidido vivir una pobreza radical, quizá más que san Francisco, pero sin provecho espiritual. El radicalismo en sí mismo no es nada, si no es una respuesta al amor de Dios. Los eventos con más significado espiritual de la Iglesia nunca han sucedido porque alguien se ha propuesto realizarlos, sino porque Dios ha encontrado a alguien disponible para acogerlos de forma tan radical que El podía manifestarse y cumplir su redención.

Para descubrir la vocación

El hombre es creado por medio de la partici -pación del amor de Dios Padre'6. El Espíritu Santo hace que este amor inhabite en el hombre imprimiendo en él la imagen del Hijo. Los Padres dicen que somos creados «en el Hijo» 7. La creación del hombre es, pues, la participación del amor de Dios'8. Ahora bien, también la redención es acción del mismo amor. Ella habilita al hombre para la plena realización del amor de Dios en la forma de Cristo, hasta llegar a la plenitud de la filiación que se realiza en comunión con los hermanos, entre personas que viven relaciones de fraternidad porque son hijos e hijas que en Cristo vuelven al Padre. Sobre este fondo de creación y redención es donde se comprende la vocación'9.

El hombre existe porque Dios le ha dirigido la palabra, lo ha llamado a la existencia, llamándole a ser su interlocutor. La vocación es la palabra que Dios dirige al hombre y que lo hace ser, imprimiendo en él la impronta dialogal. Casi se puede decir, siguiendo a

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Nikolaj Berdjaev14, que la vocación precede a la misma persona. El hombre puede comprender su vida como el tiempo que le ha sido dado para este diálogo con Dios. Si el hombre está creado a partir de la conversación con Dios y así es llamado a hablar, expresarse, comunicarse y responder, el tiempo que tiene a su disposición se puede entender como el tiempo del que dispone para realizar su vocación.

Ahora bien, ¿en qué consiste la vocación del hombre? En I Cor 13, Pablo hace notar con mu-cha claridad que cualquier cosa que el hombre haga fuera del amor no le aprovecha para nada, es más, lo vacía y dispersa. Se pueden hacer sacrificios heroicos, inauditos, tener fe como para mover montañas, pero fuera del amor no sirven para nada. Esto significa que la vocación del hombre es precisamente la vida en el amor, en aquel amor en el que el hombre se ha creado y del cual es capaz de nuevo por la redención. Por eso, la vocación es la plena realización del hombre en el amor, es decir, dentro del principio dialógico en el que ha sido creado, con Dios como primer in -terlocutor.

El discernimiento se define entonces como el arte a través del cual el hombre comprende la palabra que se le dirige y en esta palabra descubre el camino que debe recorrer para

responder a la Palabra31. El discernimiento

ayuda al hombre a santificar el tiempo que Dios le ha dado para cumplir su vocación, que es el amor, es decir, para realizarse en Cristo, plena realización del amor pascual. La vocación no es un hecho automático, sino un proceso de maduración en las relaciones a partir de la relación fundante con Dios. Es, por tanto, verse a sí mismo y a la historia progresivamente y con los ojos de Dios, ver cómo Dios se realiza en uno mismo y en los demás y cómo puedo disponerme a esta obra de tal manera que pueda hacerme parte de la humanidad que Cristo asume y a través de la cual asume también la creación, para al final entregar todo al Padre.

En la Iglesia y por la senda de la tradición

En este diálogo con Dios, en esta conversación con su Creador y Redentor, el hombre no está solo, sino que ya lo precede una larga memoria de cómo es posible exponerse al amor para no caer en la trampa de querer servirlo en la autoafirmación. La sabiduría es la tradición de la Iglesia, un tejido vivo, un organismo que hace vivir la revelación de Dios no sólo como Escritura, sino también como su interpretación multiforme y su incultu- ración en las vidas de los cristianos de tantas generaciones que nos han precedido, memoria de santidad de la cual beber a través

de una iniciación espiritual15.

14Berdjaev, N., De l'esclavage et de la liberté de l'hormne, París 1946,

20-25-15" Véase Decir el hombre, op. cit., 221-230.

La vida espiritual se aprende de modo sapiencial, es decir, a partir de las personas, y así se evita el riesgo de la ideología, de la teoría, emergiendo un pensamiento que nace de la vida y una vida iluminada por un

intelecto guiado por el Espíritu Santo16. Para la

memoria son importantes las imágenes, las figuras, los sabores y gustos, todas las realidades concretas, como el rostro, que se encuentran en la comunión con los santos. Por otra parte, el cristiano no existe sino en la Iglesia, desde el momento en que, si creer significa amar, la verdadera realización de la fe es la comunidad y su verdadera expresión es el arte de las relaciones libres y espirituales. El cristiano inserto en una comunidad participa en la vida de la Iglesia y escucha a los pastores y a los primeros padres en la fe. En su escucha y en unión con ellos, participando en su vida de caridad, el cristiano confluye en la liturgia, en donde se entra en comunión real con el amor de Dios Padre, con la redención de Cristo y con la acción del Espíritu Santo, que hace presentes y personales todas estas realidades santas. Es dentro de este ámbito donde se reconoce si el discernimiento que se ha hecho es verdadero o falso, porque cada discernimiento auténtico confluye en la celebración de Cristo en la Iglesia. La Iglesia cumple en su tradición, liturgia y magisterio el discernimiento sobre Cristo y sobre la salvación que sigue surgiendo del corazón de Dios para todos los hombres de todos los tiempos. El discernimiento personal hace posible que esta realidad se convierta en realidad vivida por la persona concreta en las situaciones concretas. La persona acoge la salvación responsable y personalmente y se adhiere a Cristo, su Salvador y Señor, con opciones, actitudes y pasos concretos que afectan a toda la persona, incluida su mentalidad, su cultura, entretejiendo así su historia con la de la Iglesia, entendida ésta no como la suma de historias individuales, sino como organismo vivo comunitario, puesto que en ella se acoge la salvación.

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Con qué se conoce

Entre Dios y el hombre existe, como hemos visto, una relación real y, por tanto, una verdadera comunicación. Pero, ¿de qué manera habla Dios al hombre? A través de los pensamientos y sentimientos del mismo hombre. Dios no actúa en el hombre como un ser ajeno, introduciendo en él realidades que no le son propias. Puesto que Dios es el Amor, y puesto que el hombre participa de este amor en el Espíritu Santo, es éste quien actúa como la realidad más íntima del hombre. Es más: en el hombre, el Espíritu Santo actúa en el amor como su más auténtica identidad. La acción del Espíritu Santo, precisamente porque es amor, es percibida por el hombre como su verdad misma. Por ello, los pensamientos inspirados por el Espíritu, los sentimientos inflamados por él mueven al hombre hacia su plena realización. Para una mejor comprensión, recordemos algunos datos de la antropología teológica sobre la capacidad cognitiva del hombre'. La realidad más esencial y fundamental del hombre es el amor de Dios que lo ha creado y que lo inhabita. La Persona misma del Espíritu Santo garantiza la presencia de este amor. Sobre este amor se apoya el intelecto con todas sus dimensiones, a través de las que se realiza la inteligencia última y más alta, la del amor mismo en cuanto ágape. En efecto, el amor no sólo es inteligible, sino que es inteligencia. El intelecto se sitúa en el amor y de él toma su vitalidad. El intelecto como capacidad de una lectura interior incluye el raciocinio como capacidad analítica, la intuición como capacidad de penetración y visión sintética, el sentimiento como capacidad de relación, el afecto y la voluntad (sea en su dimensión axiológica como en la motriz) e incluso la sensio- ralidad. Todas estas dimensiones cognoscitivas ya fueron descritas en la antigüedad precristiana. Los cristianos, desde el inicio, han considerado útil esta distinción también para la vida espiritual. En la tradición, el intelecto o nous17 ha tenido siempre estos registros múltiples, desde la parte más sen-sible a aquella que se llegaba a identificar con el espíritu, es decir, con la capacidad real de apertura a Dios y al ágape. Por tanto, el conocimiento espiritual se opera gracias al intelecto, entendí- do en esta integridad orgánica basada en el ágape. Esta integridad era identificada en la antigüedad con el «corazón», que es cifra del hombre íntegro, articulado, no seccionado ni fragmentado".

Dios habla a través de los pensamientos y sentimientos

Guando se dice que Dios habla a través de los pensamientos y sentimientos personales, también estamos diciendo que hay ideas y sentimientos a través de los cuales Dios no

173 Cfr. Spidlík, T., «II cuore nella spiritualitá delI'Oriente cristiano», en id., Lezioni sulla Divinoumanitá, Roma 1995, 83-98.

habla y que incluso nos pueden desviar, confundir o engañar. Pensamientos y sentimientos pueden venir del mundo, del am-biente, de nosotros mismos, del demonio, como también del Espíritu Santo.

¿Por qué es tan importante saber qué senti-mientos surgen con un pensamiento o de cuáles sentimientos nacen ciertas ideas? Porque podemos tener muchas ideas y todas buenas, pero no podemos seguir todos los pensamientos. El problema no es tener o no ideas basadas en el Evangelio, sino saber a cuáles de ellas dedicar la vida, qué

pensamientos seguir4. Los pensamientos, por

una parte, componen la mentalidad de fondo que crea la orientación básica de la persona -y en ese plano, es importante tener pensamientos propios buenos y justos para tener esa mirada sana y espiritual como telón de fondo desde donde orientar la vida- pero, por otra parte, también componen las visiones que motivan las opciones y elecciones concretas tanto en la vida entera como en lo cotidiano. Se trata de dos horizontes y niveles distintos, que no pesan lo mismo. Si seguimos ciertos pensamientos, se excluyen de por sí otras po-sibilidades. Por eso, es necesario estar seguro no sólo de que tal pensamiento sea bueno y para la vida, sino además de que sea bueno para mí, para mi vida. Esto es lo que hemos mencionado más arriba, cuando recordábamos que el Espíritu Santo es el personalizador de la salvación, quien consigue que la persona perciba la salvación como algo presente y ofrecido a ella en primera persona. Ahora bien, el hombre puede comprender cuál es el pensamiento espiritual experimentándolo ínte-gramente, es decir, sus repercusiones en los sentimientos, de tal forma que orienta al amor, al bien y la verdad y resiste las resistencias del pecado, y así se prefiere tal pensamiento a otros. La interacción entre el pensamiento y el sentimiento es importante porque permite analizar el estado de la adhesión personal a Dios o a las realidades que rae engañan y de hecho me alejan de Dios. El sentimiento traiciona, es decir, revela mi adhesión o repulsa y sus motivaciones. Por ejemplo, si un pensamiento es bueno y evangélico y el sentimiento es negativo, surge enseguida la cuestión: ¿qué está oponiendo resistencia a tal idea, en qué punto tal idea toca a la persona como para suscitar sentimientos negativos? Todavía más: ¿el sentimiento es negativo porque toda la persona está mal orientada o se trata de un proceso de purificación por el que la idea hace brotar todo lo negativo sin que haya adhesión personal al mal? La realidad, como se ve, es bastante compleja. Los pensamientos pueden ser muy abstractos o no tener nada que ver con lo que se vive. Los sentimientos, sin embargo, reve-lan más fácilmente la concreción de la persona, incluso de la memoria, y nos hacer leer más fácilmente los pensamientos. Las ideas que en cualquier modo son mediatizadas por la cultura tampoco están exentas de sentimiento y precisamente a través de la

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memoria cultural se viven tantos prejuicios. Dios, sin embargo, siempre habla a la per sona en lo concreto y, por tanto, a través de to das estas realidades.

El discernimiento como actitud

La interacción entre pensamiento y sentimiento afecta al proceso del discernimiento y es en él como el papel tornasol que indica la orientación del hombre. De hecho, la orientación concreta de la persona determina el modo en que percibe los pensamientos que la asaltan y, a su vez, a causa de una determinada orientación surgen en la persona determinados pensamientos.

Estar atentos a la interacción pensamiento-sen-timiento aprovecha porque ayuda a identificar

el gusto de los pensamientos y del

conocimiento mismo. Todos los grandes

maestros espirituales hablan del gusto, del sabor del conocimiento y éste es precisamente el punto de llegada del discernimiento. Se trata de llegar a identificar los gustos que acompañan un conocimiento espiritual y, por tanto, de ejercitarse en hacer propia una memoria de tales gustos y sabores espirituales. Cuando se adquiere una certeza del gusto de Dios y de los pensamientos que de El vienen y a El llevan, nos encontramos ante una actitud de discernimiento.

Todos los ejercicios de discernimiento tienen, en efecto, la finalidad de adquirir una actitud constante de discernimiento. Hay una gran diferencia entre el discernimiento como ejercicio espiritual dentro de un momento de oración y la actitud de discernimiento adquirida ya como habitus, como actitud constante y orante a la cual llevan todos los

ejercicios de oración18. La actitud de

discernimiento es un estado de atención constante a Dios y al Espíritu, una certeza experiencial de que Dios habla, se comunica y de que ya mi atención a El es mi conversión más radical. Es un estilo de vida que invade todo lo que soy y lo que hago. La actitud de discernimiento consiste en vivir constantemente una relación abierta, es la certidumbre de que lo que cuenta es fijar la mirada en el Señor y de que no puedo cerrar el proceso de mi razonamiento sin la posibilidad objetiva de que el Señor se pueda hacer oír (precisamente porque es libre) y así me haga cambiar de idea. La actitud de discernimiento es lo que me impide ser testarudo: no me puedo encerrar en mi razón, porque yo no soy mi propio epicentro, sino que lo es el Señor, a quien reconozco como la fuente de la cual proviene todo y hacia la que todo confluye. La actitud de discernimiento es, por tanto, una expresión orante de la fe, en cuanto la persona permanece como actitud de fondo en el reconocimiento radical de la objetividad de

18 Cfr. Rupnik, M. I., «Paralelismos entre el discernimiento según san Ignacio y el discernimiento según algunos autores de la Filocalia», en Las Juentes de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, Simposio Internacional (Loyola, 15-19 de septiembre de

1997), Bilbao 1998, 241-286.

Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, personas libres, es decir, en la fe.

El discernimiento, entonces, no es un cálculo, una lógica deductiva, una técnica de ingeniería en la cual equilibro sin más medios y fines, ni una discusión, ni una búsqueda de la mayoría, sino un modo de oración, la ascesis constante de renunciar al querer y pensar propios, elaborándolos como si todo dependiese sólo de mí, pero dejándolo todo libre. Una actitud así es imposible a menos que uno esté movido por un gran amor, puesto que es necesaria una humildad radical. Pre-cisamente es la humildad el sentimiento que mejor garantiza el proceso de discernimiento. Pero sabemos bien que la humildad, igual que la libertad, sólo se encuentra en el amor, es una dimensión constante del amor, y fuera del amor no existe, del mismo modo que un amor sin humildad ya no es amor.

Toda sabiduría espiritual, por tanto, no es tal sin la experiencia del amor de Dios. Los ejercicios de discernimiento llevan a la persona a esta experiencia fundante del amor de Dios que puede llegar a ser una actitud constante, orante, de discernimiento, adquiriendo la humildad, que es sobre todo docilidad, capacidad de dejarse decir.

Dos etapas del discernimiento

Los maestros distinguen dos etapas en el discernimiento. La primera es purificativa y lleva a un auténtico conocimiento de uno mismo en Dios y de Dios en la propia historia. En la segunda, el discernimiento se convierte en hábito.

La experiencia de Dios más auténtica, la que no ofrece dudas, ambigüedades o ilusiones, es el perdón de los pecados. Sólo Dios perdona los pecados. Sólo la reconciliación consigue regenerar al hombre de tal forma que hace de él un hombre nuevo. Por eso la primera fase del discernimiento mueve a la persona hacia una conciencia de sí misma y de Dios cada vez mayor. Este conoci-miento de sí mismo llega inevitablemente a reconocerse como pecador, y el conocimiento de Dios se traduce en conocimiento de sí mismo como pecador perdonado. La experiencia del infierno del pecado, del camino sin salida que es la vía del pecado, el encuentro con la muerte como retribución del pecado son una dimensión auténtica de la experiencia de Dios como misericordia, como amor absoluto, perdón gratuito, regeneración, resurrección, nueva creación. La experiencia del perdón, experiencia íntegra y total del Dios Amor, se convierte en ese gusto fundante sobre el que se basará la capacidad de discernir. La memoria se hace de este modo la vía privilegiada de la vida espiritual. El hombre progresa recordándose lo que está llamado a ser. La memoria es capacidad que se ha de desarrollar cuidadosamente y con atención para aprender a discernir y adquirir una actitud constante de discernimiento. No se

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trata de simples recuerdos o nostalgias, sino de la memoria de Dios, de su acción. Es una memoria teúrgica, una memoria en la que Dios mismo actúa. En efecto, tal memoria se basa en la liturgia y, siendo memoria litúrgica, se vuelve la eterna anámnesis de Dios en la cual conseguimos ver las cosas y la historia tal como la recuerda Dios. No se trata entonces de recordar los propios pecados, defectos y carencias, sino de cómo Dios se acuerda en su amor de todas estas realidades mías. El perdón surge dentro de una liturgia y su memoria arranca de la liturgia y crece gracias a la liturgia, por esa eterna anámnesis en la cual toda la vida del cristiano confluye en el Espíritu Santo.

El discernimiento que lleva a este evento fundante se basa en la integridad cognoscitiva del hombre, para poder seguir la inspiración y la iluminación del Espíritu Santo, hasta llegar a verse con los ojos de Dios y no encerrarse en las propias consideraciones sobre el pecado personal. Generalmente, el hombre experimenta a menudo el reconocimiento de los propios límites, errores e incluso pecados, sabe cómo debería actuar, qué debería hacer, y sin embargo no es capaz de realizarlo. Es más: si consigue hacer algo, en muchos casos la situación se agrava, puesto que surge la soberbia y aumenta la desintegración interior. Sin embargo, se trata no de conocerse por sí mismo, sino de conseguir, a través del discernimiento, la actitud fundamental de diálogo, apertura, de descubrirse dentro de una relación cuidada, de no encontrarse solo con el pecado, de no reproponerse por ené-sima vez propósitos de mejora de los que uno por sí solo, y casi siempre no salvado, no es capaz.

Tampoco otra persona puede tomar el puesto de Dios en niveles tan profundos de relación. Nadie, sino Cristo médico, puede resanar a un pecador; nadie, sino el Espíritu Consolador, puede consolar a un pecador afligido. A través del discernimiento el hombre alcanza el umbral de esa relación fundante y vivificante que tiene Dios para con el hombre desde el momento de su creación y que ahora el hombre revive en la redención y recon-ciliación, descubriéndose a sí mismo como nueva criatura.

El discernimiento no se hace en solitario

Es interesante que los antiguos maestros no escribieran reglas para el discernimiento, porque lo consideraban posible sólo dentro del discipulado y la paternidad espiritual. De hecho, uno de los objetivos de la paternidad espiritual era enseñar a discernir. Esto significa que para aprender a discernir es necesario antes que nada aprender una re-lación, entrar en una relación sana. También en Occidente, san Ignacio de Loyola, que elabora reglas muy detalladas para discernir, precisa que en todo caso tales reglas son para quien da los ejercicios, para poder reconocer mejor las mociones del que los recibe. Por tanto, también él piensa que esas reglas se

deben usar en el marco de un coloquio espiritual, de una relación. Esto indica que toda nuestra tradición espiritual, al valorar el discernimiento en sí mismo, advierte de los riesgos de desviaciones si no se ejercita de modo adecuado.

En Casiano se ve que el discernimiento es la virtud que hace que otras virtudes lo sean. Sin discernimiento, incluso las realidades más santas pueden ser ilusión y engaño, incluso la caridad. También Ignacio de Loyola habla de la discreción de la caridad, es decir, de la caridad con discernimiento. Si el discernimiento es tan importante, debe existir un motivo por el que los Padres lo hayan conservado dentro de una pedagogía interper-sonal. El motivo está probablemente en el hecho de que el discernimiento, a pesar de que mantiene una apertura fundamental, lleva al hombre a una gran certeza personal. Se corre, por tanto, el riesgo de una especie de autosuficiencia al plantearse qué o cómo se debería ser o hacer. Es más: estando en una cultura fuertemente tecnológica, racionalista y habituada a ordenar y por ende a dominar, existe un riesgo de que se tomen las reglas del discernimiento como una técnica, una especie de metodología para comprender a Dios y descifrar su voluntad, hasta el punto de creerse que uno puede poseer a Dios.

Debemos entender el coloquio espiritual en su auténtico sentido: no es la simple apertura a un amigo cualquiera, sino a una persona que sabe de vida espiritual, tiene experiencia de ella y, por tanto, está en disposición de observarte con ojos espirituales, viendo cómo la salvación opera en ti, cómo tu vida se puede abrir a esa salvación y cómo puede transmitirla a los demás, llegando a la

rea-lización en el amor19.

Dos ejemplos clásicos de discernimiento

Un modo muy sencillo de verificar la c o n e x i ó n entre un pensamiento y el resto de las capacidades cognitivas del hombre es la repetición. La repetición ayuda a ver la relación real entre una idea y la verdad del hombre concreto, es decir, el alcance de un pensamiento para la vida auténtica de una determinada persona. Por esto la repetición re-presenta uno de los más antiguos métodos de dis-cernimiento. Es un modo que encontramos fre-cuentemente en la Biblia y en la liturgia. El hombre moderno siente una cierta alergia a la repetición, mientras que en la antigüedad se valoraba muchísimo. ¿Cómo se usa la repetición como modo de discernir? Si una persona repite a menudo el mismo pensamiento, comienza a advertir dentro de sí mismo una reacción: o comienza a gustarle, le calienta el corazón y le libera la creatividad o bien resulta cada vez más aburrido, extraño hasta el punto de hacerse insoportable. La persona es capaz de acoger e integrar todo lo

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verdadero y que surge de la vida verdadera. Aunque se trate de algo dramático, puede suscitar una percepción de lo Bello. Sin embargo, todo lo que simula o finge verdad pero no lo es, puede incluso fascinar al inicio, pero tras pocas repeticiones comienza a perder su encanto y puede llegar a ser fas -tidioso. Si, por ejemplo, uno escribe cada día una página de diario, puede percibir que es muy rica y bella, pero la verdad de esa página saldrá a la luz si durante un tiempo la lee varias veces cada día y corrige con lápiz las expresiones que le resultan poco auténticas, sustituyéndolas por otras. Quién sabe cómo quedará esa página después de algunas semanas...

Otro modo que los antiguos usaban para poner a prueba el pensamiento está basado en la convicción de que el pensamiento que hay que evitar es el que viene desde fuera, ya sea porque ejerce una fascinación sensorial o afectiva tal que se le considera prioritario, o ya sea que se presenta con tal vehemencia y presión que, por la prisa, se opta por él como más urgente. Los monjes antiguos aconsejaban someter a la idea que viniera a cuestiones como: «¿De dónde vienes? ¿Vienes de mi corazón, en donde inhabita el Señor y por tanto eres de los nuestros? ¿O vienes del exterior y alguien te ha traído? ¿Quién te ha traído? ¿Qué quieres?». Ya haciendo estas preguntas se percibe que el pensamiento comienza a reaccionar. Se aconsejaba preguntar también: «¿Por qué tanta urgencia, si ahora no tengo tiempo de ocuparme de ti?». O también: «Tu me metes prisa para tomar esta decisión, pero los santos me dicen que si es cierto que tanto el demonio como el Espíritu quieren que sea santo, el primero desea que esto se realice cuanto antes». Al discípulo que preguntaba en qué consistía el pecado le respondió el padre espiritual: en la prisa. A partir de esta «estrategia» de lucha espiritual, estamos invitados a decirle al pensamiento que no se le toma demasiado en serio y, por tanto, a recoger la atención sobre la palabra de Dios, alguna memoria de El o, simplemente, a continuar lo que se estaba haciendo. Precisamente con esta atención a la interioridad y con cierto distanciamiento de lo que me asalta, se puede observar que tal idea no viene de dentro, que es ajena a mí y que reviste un lenguaje despersonalizador, moralista, del tipo «tú debes.. .», «no es justo que...», «hay que reaccionar contra...» , «es necesario defender... », etc... De forma más intensa, estos pensamientos se imponen como etiquetas espirituales, religiosas, morales o éticas que ponen al hombre en una situación tal que se olvida de que es libre. Pensamientos de este tipo recortan la libertad y ciegan al hombre para las relaciones, ocultan los rostros de los demás e infunden el terror del sentido del de -ber, de la urgencia, hasta hacer que se desenganche del amor y vuelva la espalda a la libre adhesión. Todo pensamiento que me impide adherirme libremente y mantener la conciencia viva de las relaciones es un

pensamiento no-propio, ajeno. El Espíritu Santo no usa el imperativo «tú debes». En el pasaje que presenta un discurso más

absolutamente «programático» -las

Bienaventuranzas y el Sermón de la montaña-, Cristo habla de «dichosos»: el Evangelio es una revelación y son dichosos quienes se adhieren a él. Tampoco María en la hora de la anunciación ha respondido: «Sí, debo ser Madre de Dios porque, si no, el mundo no será salvado».

Cuando no se hace caso al pensamiento, si el Espíritu lo suscita, volverá de nuevo, porque el Señor es humilde, está a nuestra puerta y llama. Si el pensamiento es del Tentador, se ofenderá, porque la suya es una lógica de auto afirmación y no soporta no ser considerado. Si no lo tomamos en consideración, este pensamiento malo se debilita.

Pero el cristiano se debe preparar para otro ataque más sutil. Guando un pensamiento presiona sobre la persona y ésta lo resiste, custodiando un cierto recogimiento de corazón, la memoria de Dios, de su salvación ya experimentada, en la fidelidad a la propia tarea y a la vida cotidiana, este pensamiento se transforma, haciéndose más conforme a la persona, a su mentalidad, su carácter y a las experiencias ya vividas. Esto complica enormemente el discernimiento y es un fenómeno típico de la segunda fase, y como tal se tratará en la segunda parte de este tratado. Este fenómeno no es frecuente en los principiantes, que son más bien tentados de forma más abierta, sea con bellos pensamientos muy evidentes y que meten prisa o con tentaciones claramente pecaminosas o tendentes al vicio. En uno y otro caso es importante no tomar en consideración el pensamiento ni tener prisa. Es más, en la tradición espiritual se aconseja a menudo reírse de él, ridiculizarlo. Guando nos agobia una preocupación, un juicio negativo sobre otra persona, las ganas de responder violentamente, la opinión que los demás tengan de uno, no hace ningún daño situarse delante del espejo y carcajearse a gusto de todos estos pensamientos, sabiendo que nada malo nos sucederá mientras no nos los tomemos demasiado en serio. Sin embargo, si los escuchamos, llegaremos bien rápido al pe-cado o al menos se nos quitará la paz interior al ocuparnos de cosas que no tienen peso por sí mismas y que incluso no existen si no las comenzamos a considerar, porque les damos existencia con nuestra atención.

Alguno se preguntará si todo esto no está en contraposición con la afirmación de Jesús en Me 7,l4ss., a propósito del hecho de que de dentro del hombre proviene el mal: «Todo lo que sale del hombre, esto sí contamina al hombre; de dentro, es decir, del corazón del hombre provienen las malas intenciones, fornicación, robo, adulterio, avaricia, maldad, engaño, indecencia, envidia, calumnia, soberbia, estupidez. Todas estas cosas malas vienen de dentro y contaminan al hombre». En primer lugar, es necesario recordar que el contexto es la discusión sobre alimentos puros e impuros.

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Cristo hace ver que comer un determinado ali-mento no es lo que hace a alguien impuro, sino que la impureza surge del corazón. Los Padres han entendido siempre este pasaje en el sentido de que la tentación llega desde fuera, pero que es en el corazón, órgano de la decisión y la opción, donde se efectúa la adhesión. Es en el corazón donde el hombre hace suyas ciertas realidades. Cuando el hombre se adhiere al pecado, comienza a custodiar una memoria del pecado y las

imágenes, recuerdos, impresiones,

sensaciones y pensamientos de pecados se presentan al hombre como si fueran propios. La lucha se traslada al interior del hombre. Sin embargo, el hombre que acoge la redención y se adhiere a ella renunciando al pecado, acoge la acción del Espíritu Santo y en su corazón centra toda su atención y da todo el espacio a la imagen de Dios que ha permanecido sepultada dentro de él bajo el pecado. En ese momento esta imagen de Dios se revela como verdadera acción suya y, en la sinergia entre hombre y Espíritu Santo, se hace semejanza con Dios. Esto es el paraíso en la tierra, el «resto» del Edén, la morada de Dios, el templo del Espíritu Santo. En ese momento es claro que las imágenes e impresiones pecaminosas que se despiertan en el hombre e inhabitan su conciencia, aunque se perciban como algo interno, de hecho pertenecen al hombre viejo, el hombre carnal ajeno al hombre espiritual, a quien le impide ser libre y vivir los frutos del Espíritu.

LAS DINÁMICAS DE LA PRIMERA FASE DEL

DISCERNIMIENTO20

Para librarse de la mentalidad del pecado

La primera fase del discernimiento es la purificativa y, como la purificación lleva al conocimiento, es una fase de conocimiento de sí y de Dios. Este conocimiento, para ser de verdad realista -como ya hemos indicado- se debe encontrar en el perdón y en la salvación que Dios va realizando en el hombre. El pecado se cumple dentro del amor, porque sólo en el amor es posible la experiencia de la libertad y por tanto de la no-adhesión21. El pecado significa comprenderse uno a sí mismo fuera del amor, tener una visión de uno mismo desvinculado de los demás, en donde la conciencia más radical de uno mismo no está en tender hacia los otros, sino en proyectar el devenir en la propia visual y ver a los demás también desde esta óptica, hasta el punto de captarlos sólo en función de uno mismo. El pecado fractura las

20 Las páginas que siguen son la elaboración de una larga reflexión a partir de textos de san Ignacio (sobre todo las Reglas de la Primera Semana de los Ejercicios, la Autobiografía y algunas cartas del Epistolario), de autores de la Filocalia (Diadoco de Fótica: Discurso ascético dividido en cien capítulos prácticos de cienciaj discernimiento espiritual, la Paráfrasis de Macario el Egipcio sobre Simeón Metafrasto, el Discurso muy provechoso sobre el Abad Fi- lemón, las Colaciones de Casiano o las Centurias sobre la caridad de san Máximo el Confesor), aparte de la experiencia de 25 años de predicación de ejercicios.

21 Cfr. Decir el hombre, op. cit.,

234"297-relaciones y las reorganiza de modo perverso. Por ejemplo, si antes del pecado el hombre comprende la tierra como ámbito de encuentro con su Creador, después la comprende sólo en función de sí mismo, de cómo se puede servir de ella: el hombre la domina con un principio de autoafirma- ción hasta hacer de toda la creación servidora de su egoísmo, y así con el resto de las cosas. Lo más grave es que le ocurre así para con Dios. El pecado engorda el ego y presenta todo lo que existe como un posible capital para asegurar el propio yo que, desenganchado de las relaciones, se da cuenta de su fragilidad existencial y de su condena a morir y por ello se debe servir de todo para nutrir la ilusión de asegurar la vida. Pero es precisamente eso, una ilusión, porque lo único que da vida al hombre es precisamente el sacrificio del egoísmo, morir al principio autoafirmativo para entrar en la órbita del amor, la única realidad que permanece y por ello tiene vida eterna. El pecado es capaz de convencer al hombre porque le da además una mentalidad de pecado. Ahora bien, la mentalidad pecaminosa no es necesariamente anti-Dios, aun-que sea anti-amor, una mentalidad aun-que convence al hombre de que no conviene amar, que le insinúa la desconfianza en el sacrificio que exige el amor, que le llena de miedo ante el morir a sí mismo y le sugiere la debilidad e insuficiencia de los argumentos del amor hasta llegar a bloquearlo antes incluso del sacrificio. El amor sólo se realiza al modo de Cristo, es decir, en la pascua del sacrificio y de la resurrección. El pecado es exactamente vaciarse de esta «lógica pascual» y, por tanto, de la obra de Cristo. El pecado es capaz de convencer al hombre de que la obra de Cristo, su Pascua, no es un argumento suficiente para su pascua. De hecho, esto es un ataque frontal contra el Espíritu Santo, porque la obra del Espíritu es la personalización del acontecimiento-Cristo en cada bautizado. Es el Espíritu el que hace de la Salvación mi salvación, de Cristo, mi Señor. El pecado logra hacer ver que el Espíritu es una ilusión y que el hombre debe procurarse por sí mismo lo necesario para salvarse. Este es el engaño más grande del pecado: convencer al hombre de que es suficiente saber qué hacer para salvarse para, de hecho, ser salvado. Desconectando de la relación, indiferente al amor del Espíritu que lo inhabita, el hombre se hace la idea de que es capaz de amar a Dios y de hacer lo que él cree haber comprendido que se debe hacer. Puede actuar así sólo porque hay una dimensión constitutiva del amor que es la libertad: el hombre está inhabitado del amor de Dios, sin que esto signifique estar constreñido a vivir según el Bien. Es precisamente en esta li-bertad que se experimenta como elemento constitutivo del amor en donde el hombre puede desengancharse del amor y proyectar por su cuenta un presunto amor. Creerá amar porque actúa según ciertos preceptos y mandamientos prefijados sobre un esquema de valores religiosos que, de hecho, suplantan

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