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La Fuerza Que Nace de La Debilidad - GIOVANNI CUCCI SJ

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Prólogo Introducción

1. EL DESEO Y LA VIDA ESPIRITUAL Un equívoco que exige aclaración

Un ejemplo en la vida espiritual: la predicación de la cólera de Dios ¿Qué es el deseo?

La dialéctica entre los deseos y los límites La crisis del deseo

Deseo y crecimiento espiritual Por una educación en el deseo

2. LOS AFECTOS EN EL CAMINO ESPIRITUAL Emociones, afectos, instintos

Afectos e inconsciente

Los afectos son indispensables para vivir Afectos y vida espiritual

Vida afectiva y celibato

El camino hacia una afectividad madura

3. LA AUTOESTIMA Y EL SENTIDO DE LA PROPIA VALÍA ¿Qué significa estimarse?

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¿De dónde nace la autoestima o la falta de la misma? Autoestima y relaciones interpersonales

Algunas consecuencias de la falta de autoestima

Algunos signos indicadores de una adecuada autoestima Un problema abierto

Para un camino espiritual Autoestima y gratuidad

4. Los AFECTOS «NEGADOS»: LA IRA Y LA TRISTEZA Hay ira... e ira

Cuando se niega la ira ¿Por qué nos airamos?

La esperanza, la gran huérfana de la investigación psicológica Depresión y vida espiritual

Por un camino de reconciliación con la agresividad Ira, oración y gratitud

5. LA CRISIS EN EL CAMINO ESPIRITUAL La crisis, realidad de la vida

Algunos aspectos psicológicos

Una crisis que transfigura: algunas figuras significativas Crisis y muerte

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La crisis como posible buena noticia Jesús y la crisis

Indicaciones para un camino espiritual 6. EL HUMOR Y LA VIDA ESPIRITUAL

Las características del humor Humor y sentido religioso

El sentido del humor en la vida espiritual Oración para el buen humor

7. LA AMISTAD EN LA VIDA ESPIRITUAL Amistad, afecto y amor

Hay amigos... y amigos

Algunos criterios de autenticidad Amistad y soledad

Amistad, muerte y eternidad

8. LAS MIL CARAS DEL MIEDO: ESCUCHARLO, AFRONTARLO, EDUCARLO Introducción

Una extraña paradoja

La dimensión cultural del miedo

El miedo como mecanismo económico-social El miedo como catalizador psíquico

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El miedo a Dios Miedo y coraje La enseñanza bíblica Afrontar el miedo El miedo a la muerte

El temor de Dios, fundamento de la confianza La ayuda de la comunidad

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La fuerza de la debilidad. Aspectos psicológicos de la vida espiritual PARA un autor es ciertamente grato ver cómo un libro suyo sigue viviendo en el tiempo hasta conseguir, además de diversas reimpresiones, también una nueva edición. Sobre todo, si el mayor mérito corresponde al lector, no solo como comprador, sino, sobre todo, en su condición de cauce eficaz de transmisión y difusión. En efecto, el libro ha sido conocido, en general, gracias al «boca a boca» de sus lectores, sin publicidad, sin haber entrado nunca en las grandes redes de distribución.

Lo anterior nos indica el aprecio que se siente no solo por el libro, sino sobre todo por la temática que aúna los diversos capítulos tratados, una temática siempre actual e interesante: el conocimiento de uno mismo como paso obligatorio para conocer a Dios.

Este asunto, en efecto, no es un mero optional que se deja en manos de quien no encuentra un modo mejor de emplear su tiempo, sino que se trata de una cuestión de vida o muerte. No es casual que haya sido objeto de reflexión desde los orígenes del pensamiento occidental, que inmediatamente reconoció, además de su importancia, su alcance auténticamente religioso.

El célebre adagio del oráculo de Delfos, «Conócete a ti mismo», ampliamente retomado y comentado por la tradición cristiana, estaba esculpido en la fachada de un templo, como queriendo decir que la relación con el misterio de Dios exige pasar por indagar dentro de uno mismo. Se trata de un trabajo duro, pero muy interesante, que se traduce en hacerse cargo de uno mismo, en tomar una serie de decisiones y elecciones aprendiendo a reconocer qué es lo que cuenta realmente en la propia vida: «El hombre se conoce a sí mismo cayendo en la cuenta de que su naturaleza específica consiste en su propia psyché y que, por consiguiente, su tarea suprema es el cuidado del alma»'.

En la perspectiva de la filosofía antigua, el conocimiento de sí exige valorar la parte más noble del hombre, que lo hace semejante a la divinidad. La pregunta de Sócrates («¿Qué es la virtud?») surgía, en efecto, de una determinada misión divina e invitaba al

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hombre a reconocerse, ante todo, como un ser mortal, diferente del dios al que rinde culto.

Plutarco, comentando el aforismo del oráculo de Delfos, había quedado

impresionado por un detalle, a saber, por la E que precedía al adagio, que él interpreta como abreviación de Ei («Tú eres»), una invocación dirigida al dios, a su eternidad estable. Es la relación con el dios la que revela la verdad del hombre: «El dios, casi para acoger a cada uno en el acto de acercarse a este lugar, nos dirige su advertencia

"Conócete a ti mismo", que, sin duda alguna, tiene más valor que el habitual "Salve". Y nosotros, en respuesta, le decimos: "Tú eres - Ei", y así pronunciamos el apelativo preciso, verídico, y que solo se destina exclusivamente a él. En verdad, a nosotros, los hombres, no nos compete, rigurosamente hablando, el ser. Toda ella mortal,

verdaderamente, es la naturaleza, situada en medio, como está, entre el nacer y el perecer [...1. Por más que te esfuerces en comprenderla, es como trataras de retener el agua apretando las manos. Cuanto más las aprietes e intentes retenerla, tanto más esos mismos dedos que la aprietan permiten que se escurra y se pierda»2.

Saberse mortal se convierte, de este modo, en el comienzo de la sabiduría, del arte de vivir bien, descubriendo y respetando los propios límites; una enseñanza muy próxima a la sabiduría bíblica de Gn 2,16-17 («Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no debes comer, porque el día en que

comas de él, ciertamente morirás»). Según la exégesis rabínica, este árbol es símbolo de Dios mismo y de sus características peculiares (cf. el elogio de la sabiduría divina en Eclo 24,1-22, que concluye presentando una serie de catorce árboles diferentes). Se trata de la primera gran enseñanza que Dios da al hombre: si quieres vivir, si quieres gustar la vida, recuerda que no eres Dios, sino que has sido creado, y lo que eres lo has recibido como un don. En este reconocimiento reside la verdad del ser humano, mientras que su

negación, la presunción de poseer la vida y poder plasmarla según la propia voluntad (el «apretar con las manos el agua» de Plutarco, que recuerda extraordinariamente el «fruto arrebatado» de Gn 3,6), está en el origen del mal de vivir, de la muerte.

La reflexión psicológica ha corroborado ampliamente esta enseñanza. En la base de los motivos del malestar por el que una persona decide iniciar una terapia se encuentra,

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la falta de autoestima y en la incapacidad de disfrutar de lo que uno es y posee. Entre los muchos ejemplos posibles, podemos retomar la reflexión del psiquiatra I.Yalom, que resume en los siguientes términos su experiencia terapéutica de muchos años con

personas de toda edad, cultura y extracción social: «Imagínese esta escena: se pide a tres o cuatrocientas personas, desconocidas entre sí, que se emparejen y hagan a su pareja, una y otra vez, esta sola pregunta: "¿Qué quieres?". ¿Hay algo más simple? Una inocente pregunta y la respuesta a la misma. Sin embargo, una y otra vez he comprobado que este ejercicio de grupo suscita sentimientos inesperadamente poderosos [...]. La gente invoca a aquellas personas a quienes han perdido para siempre o se encuentra ausentes - pa dres, cónyuges, hijos, amigos...: "Quiero volver a verte. "Quiero tu amor". "Quiero saber que estás orgulloso de mí". "Quiero que sepas que te quiero y cuánto siento no habértelo dicho nunca". "Quiero que vuelvas; estoy tan solo...". "Quiero la niñez que nunca tuve". "Quiero estar sano, ser joven de nuevo" [...]. Muchas cosas nos recuerdan la

imposibilidad de satisfacer nuestros más profundos deseos: el deseo de ser joven, de no envejecer, de que vuelvan a la vida los que se fueron para siempre, de amor eterno, de protección, de significación, el propio deseo de inmortalidad» 3.

Es una descripción muy adecuada, incluso en su evaluación final, propia de quien, como el autor, no reconoce un horizonte más grande que el de las propias empresas terrenales y, por consiguiente, es presa de la casualidad insensata. En esta perspectiva, como diría Freud, nuestros deseos más profundos son una mera ilusión, porque para el hombre adulto y maduro no hay espacio para la esperanza (cf. cap. 4). En cambio, para los antiguos, tanto cristianos como paganos, no solía ser así, ya que el conocimiento de uno mismo abría al reconocimiento de un horizonte más grande, del que los días de la existencia constituían una preparación indispensable, capaz de aportar sentido, si bien en la dimensión de la espera, la esperanza y la lucha. Para ellos, los deseos más profundos no eran fruto del azar o del capricho, sino un signo de la presencia de Dios. En segundo lugar, el reconocimiento de no ser omnipotentes no conducía a la desesperación, sino que era la raíz de la autenticidad, el ingreso en esa tensión fundamental entre el deseo y los límites, que es la condición para realizar cualquier cosa y llevar, como diría Heidegger, una existencia auténtica (c£ cap. l).

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hombre descubrir la verdad de sí mismo y vivir de la manera más plena. Así como el propio ojo solo puede captarse reflejándose en otro Ojo, que le da la luz y la capacidad de vivir rectamente, del mismo modo el alma solo puede conocerse en la luz de Dios: «Mirando en Dios y, entre las cosas humanas, en la virtud del alma, nos serviremos de aquel que es el mejor espejo, y probablemente llegaremos a vernos y a conocernos lo mejor posible»4.

El conocimiento se traduce, así, en un comportamiento éticamente relevante; es una invitación a la humildad, al reconocimiento del humus, de la tierra de la que procedemos; un conocimiento que encuentra su más célebre concreción en la mayéutica socrática y en la ironía destinada a refutar la hybris (presunción, orgullo) del hombre, que no puede presumir en modo alguno de competir con Dios. De ahí el elemento sapiencial y terapéutico de este saber: conocerse es aprender a crear espacio y a cultivar lo que da sabor a la vida (recuérdese la imagen evangélica de la sal en Mt 5,13), trabajando sobre las propias fragilidades y debilidades para que no nos destruyan.

Esta invitación, expresada en páginas espléndidas por autores que no habían

conocido la revelación bíblica, es retomada y profundizada por la tradición cristiana. Esta propuesta de vida conquistará al joven Agustín, el cual, durante un cierto número de años después de su conversión, cultivará con un grupo de amigos el ideal de la

contemplación, del estudio de la Biblia y del diálogo filosófico sobre las cuestiones más importantes de la existencia. El sabor de aquellos felices años emerge, por ejemplo, en su escrito juvenil Contra Academicos, un itinerario de ascenso hacia Dios y búsqueda de la bienaventuranza que es practicable gracias al recto uso de la razón, liberándose de lo que obstaculiza este camino de libertad. En esta obra se encuentran muchos temas de la filosofía clásica, en la que el conocimiento de sí y el conocimiento de Dios se entrecruzan estrechamente, culminando en la célebre súplica «Que te conozca a ti, que me conozca a mí»: «Agustín dice que su reciente conversión ha sido una especie de retorno a sí

mismo, acontecido bajo la influencia de los libri Platonicorum no menos que del

cristianismo» 5. Piénsese aún en otra célebre expresión suya: «¿Qué es la vida feliz sino poseer, mediante el conocimiento, algo eterno? Pero ¿cuál es, sino Dios, el bien eterno que hace que el alma sea eterna?»6, porque «in interiore homine habitat veritas»'.

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conciencia, una práctica de origen pitagórico, una modalidad de purificación de las propias pasiones, para conformarse cada vez más con la imagen de Dios. Este ejercicio, que consistía en recorrer con la memoria lo acontecido a lo largo de la jornada, adquiere un significado genuinamente espiritual, de conocimiento de uno mismo, de desarraigo de los malos hábitos que se reconocen en las acciones cotidianas, con la consiguiente

transformación personal. La vida espiritual se convierte así, literalmente, en una roturación del propio ser, exactamente igual que el trabajo del agricultor, un esfuerzo indispensable para dar fruto: «Roturar significa, en este caso, sondear la propia conciencia, observar con atención los propios pensamientos, el propio lenguaje, los propios actos, sustraerse a todas las obras de la carne, eliminarlas con el ardor de la confesión, sembrar el fruto del espíritu recurriendo a las fuentes de las aguas vivas con el arrepentimiento y la oración»$.

Por consiguiente, el autoconocimiento puede ser el hilo conductor que aúne la parte más fascinante e interesante del pensamiento occidental, el cual encontró una concreción posterior gracias a las ciencias humanas, que nacen generalmente como una ayuda para identificar las causas del malestar y del sufrimiento y para mostrar nuevos caminos posibles que, aunque difíciles, constituyen una oferta de libertad y sanación. El

psicoanálisis de Freud presenta de forma nueva intuiciones antiguas como, por ejemplo, la importancia del diálogo, de la interpretación y de la relectura de las propias acciones desde una perspectiva terapéutica, entendida, ante todo, como un crecimiento en el conocimiento de sí para llevar a cabo los cambios apropiados. Piénsese también en cómo la investigación psicológica ha redescubierto, desde otra perspectiva, la actualidad y la profundidad de la enseñanza contenida en la doctrina de los pecados capitales'°.

Ciertamente, no faltan en estas propuestas elementos ambiguos y posibles

manipulaciones, recetas de bienestar a bajo precio e incluso tentativas de autosalvación. Sin embargo, estos desplazamientos han estado siempre presentes en la historia del pensamiento humano; más que constituir una objeción a cuanto se ha dicho hasta ahora, son más bien su corroboración. En efecto, solo reconociéndolos como desplazamientos podemos protegernos de ellos, evitando caer en sus seductoras trampas. Sabemos cómo el mal tiene siempre un aspecto de fascinación que nos conquista si no estamos atentos, sobre todo si no conocemos nuestros puntos débiles. Todo el trabajo de discernimiento

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de los espíritus propuesto por san Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales exige el conocimiento de sí y de los sentimientos que se agitan en la pro pia alma para poder reconocer la voz de Dios y hacerse cada vez más dócil a ella.

El punto de intersección irrenunciable, base de todo diálogo, incluido el que se da en el encuentro con Dios, sigue siendo, por tanto, el conocimiento de sí: «Quien desee buscar a Dios y encontrarlo tendrá que buscarlo en sí mismo, en lo más íntimo de su alma, en la que se encuentra la imagen de Dios, y roturar el campo de su esencia

creada»". El verdadero enemigo de la vida espiritual no es la pasión, ni tampoco lo es el vicio, sino, más bien, la superficialidad, la ignorancia sobre las profundidades del propio corazón. El jesuita Th. Green reconocía que el obstáculo más grande para la experiencia espiritual no es la grandeza y el misterio de Dios, sino, más bien, el desconocimiento de uno mismo, el hecho de no querer realizar el esfuerzo de conocerse, viviendo de un modo superficial y efímero`.

La importancia fundamental de este vínculo puede mostrarse también por el hecho de que ahora es la propia Iglesia la que vuelve a proponer al hombre de todo lugar y toda cultura el valor del adagio del oráculo, para que no se olvide. Se puede recordar a este propósito la célebre introducción de la encíclica Fides et ratio: «La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de la creación, calificándose como "hombre"

precisamente en cuanto "conocedor de sí mismo". Por otra parte, una simple ojeada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?; ¿de dónde vengo y a dónde voy?; ¿por qué exis te el mal?; ¿qué hay después de esta vida? [...] Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia. La Iglesia no es ni puede ser ajena a este camino de búsqueda [...] Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del que es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad»13

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nuestro tiempo corre el riesgo de ser desatendida. Es significativo que el actual olvido del sentido de Dios y de la vida espiritual vaya acompañado del desconocimiento de uno mismo y los propios deseos más profundos; de esta manera no está uno en condiciones de saber lo que quiere de la vida. Tal vez no es casual que la pérdida de la dimensión religiosa de la existencia vaya de la mano con una generalizada incapacidad para la introspección, incluso entre los creyentes (¿cuántos practican aún el examen de

conciencia?)", para purificarse y luchar por conseguir lo que da sabor a la vida. Es triste descubrir el difundido descrédito de la exhortación délfica por parte de numerosas

corrientes filosóficas, culturales y científicas", con la repercusión que todo ello tiene para la vida espiritual. Este descrédito fue puesto bien de manifiesto por un fulminante

aforismo de Nietzsche: «¿Cuántos hombres hay que sepan simplemente observar? Y entre ellos, ¿cuántos son capaces de observarse a sí mismos? Todos cuantos sondean el alma saben, muy a su pesar, que "cada cual es para sí mismo lo más lejano". El adagio "conócete a ti mismo", en boca de un dios y dirigido a los hombres, es casi una

maldad»16.

Cuando el acceso a la propia vida interior permanece bloqueado, no es difícil ser presa del nihilismo, del que, no por azar, Nietzsche fue el portavoz por excelencia, hasta el derrumbamiento psíquico. Su obra preanuncia un nuevo recorrido para el hombre occidental de los siguientes dos siglos, un recorrido resumido expresivamente por J.Findlay: «Se trata de un viaje, a lo largo de una calle empedrada de desesperación, hacia una frustración predeterminada»".

Renunciando a conocerse, a hacerse cargo de la propia vida espiritual, no se libera tiempo ni energías para otras cosas; más bien, se extingue el deseo de vivir, de

desgastarse por algo que tenga valor, al contrario de lo que le ocurre al hombre que ha encontrado el tesoro en el campo (c£ Mt 13,44-46). No se puede dejar de resaltar la insistencia con que la mayoría de los debates culturales que actualmente se dan en nuestros países están obsesivamente centrados en temáticas de tipo nihilista, cuyo horizonte unificador ya no es la vida - «el arte de vivir bien», propio de la tradición sapiencial-, sino la muerte: la eutanasia, el suicidio, el testamento vital, el aborto... La muerte se entiende aquí como un acontecimiento que se gestiona de manera técnica, programable, fruto de una decisión, sin pensar en cómo este enfoque arroja una luz

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bastante miserable sobre la existencia'>. Que la muerte exija más bien una preparación, en particular la perspectiva de tener que dar cuenta a Dios de la propia vida, no parece rozar siquiera en lo más mínimo la mente de quien presenta estos debates. Y, sin embargo, los antiguos, y no solo cristianos, advertían que se trataba de lo más

importante, para lo que había que prepararse con atención, y que podía también aportar luz y sabiduría a algunas opciones decisivas de la vida'.

En este libro se abordan estos y otros temas en una versión más ampliada y actualizada (añadiendo un capítulo e incorporando la bibliografía final), tratando de responder a la invitación del oráculo de Delfos, una invitación que no conoce el paso del tiempo y que se presenta de una forma nueva en el contexto de una adecuada formación sacerdotal y religiosa`.

La acogida favorable por parte del lector de este libro a lo largo de los años, además de una ulterior y grata demostración de confianza, constituye también una confirmación de la importancia que estas cuestiones tienen para la vida de cada uno en toda época, así como una certificación de que merecía la pena realizar el esfuerzo invertido en la

redacción de estas páginas. Como diría P.Ricoeur, de este modo el lector da al texto la posibilidad de existir'.

Al volver a dar a la imprenta este libro, deseo dar las gracias particularmente a mi hermano en la vida religiosa, el Padre Daniele Libanori, sj, sin cuyo ánimo y dedicación no habría visto nunca la luz. También quiero manifestar mi más sincero agradecimiento a Marcella landolo, que, con encomiable paciencia y dedicación, ha leído y corregido este libro y otras obras mías.

Roma, 14 de septiembre de 2011 Festividad de la Exaltación de la Santa Cruz P.GIOVANNI CUCCI, Sj

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-SAN AGUSTÍN, La Trinidad XV, 28, 51 ESTE libro nace de una serie de conferencias sobre algunas temáticas «de frontera» concretas, que marcan la vida de cada día, pero que son a la vez complejas y pueden estudiarse desde diferentes ángulos. Cada vez más presentes en la reflexión psicológica, se encuentran frecuentemente en el ámbito del acompañamiento espiritual, de la

confesión y del discernimiento sobre la propia vida.

El deseo, los afectos, en sus consecuencias agradables (alegría, atracción) y menos aceptadas (ira, tristeza), la autoestima, el humor, la amistad y la crisis son elementos que se encuentran en toda situación vital. Pueden ignorarse o puede esperarse a que, cuando ocasionen alguna dificultad, se resuelvan con el paso del tiempo. Y a veces es así, pero lo más frecuente es que la falta de un trabajo cuidadoso y meticuloso lleve a consecuencias cada vez más graves, hasta que la situación se hace insostenible. La vía de la negación, aunque sea más fácil e inmediata, lamentablemente no lleva muy lejos. Como observaba el filósofo Santayana, «quienes no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo». Las heridas del pasado, los hábitos viciosos, la perezosa espontaneidad instintiva... presentan un carácter de repetitividad que le arrebata a la vida todo tipo de energías y satisfacciones.

En cambio, la relación con el Señor es, ante todo, una propuesta de vida: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos», dice jesús al joven rico (Mt 19,17). Sin embargo, lamentablemente para él (¿solo para él?), una serie de apegos no le permitieron

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la libertad de cumplir el deseo, aun estando presente en su corazón, de realizar lo que era bueno para él, a saber, seguir de cerca al «maestro bueno». Era un joven apasionado y emprendedor, pero también estaba muy dividido en sus afectos, y al final de la decisión fallida es cuando se encuentra con un sentimiento determinado: el joven, anota el

evangelio, se aleja de jesús «entristecido». Quien se aleja del Señor nunca está contento, aunque tenga a su disposición una enorme abundancia de bienes y posibilidades.

¿Puede ser triste la vida cristiana? Quizá este tipo de tristeza, como en el caso del joven rico, asoma a veces la cabeza en la vida del creyente, bloqueando la prontitud del seguimiento, obstaculizando la libertad de elegir lo que se desea verdaderamente. Y así, en el momento de la decisión, se encuentra impedido por «algo» que tal vez ni siquiera se conoce, cuando no por la tristeza del corazón.

La afectividad sigue siendo un elemento decisivo de la vida espiritual. A menudo, en la base de las dificultades espirituales, de las crisis vocacionales, lo que hay es un diálogo insuficiente entre la vida religiosa y el patrimonio humano, cognitivo y afectivo. Un conocido especialista en espiritualidad, el jesuita Th. Green, formador y director

espiritual durante muchos años, observaba cómo muchas dificultades en relación con el discernimiento de espíritus tienen causas y motivaciones de otro género, que deben reconocerse y explorarse para poder avanzar en el camino:

«Muchos dicen que es extremadamente difícil conocer a Dios, dado que no es

posible verlo, oírlo o tocarlo como se haría con un ser humano. Lo cual, obviamente, es cierto; pero yo he llegado al convencimiento de que el mayor obstáculo para el discernimiento verdadero (y para un auténtico crecimiento en la oración) no es la naturaleza intangible de Dios, sino el hecho de que no nos conocemos lo bastante a nosotros mismos y no queremos siquiera conocernos tal como somos en realidad. Casi todos nos escondemos detrás de una máscara, no solo frente a los demás, sino también al mirarnos al espejo»'.

La relación entre el conocimiento de uno mismo y la vida de gracia es,

indudablemente, un punto de conexión difícil, delicado y complejo, pero constituye también una experiencia auténtica de encarnación. A este respecto debe reconocerse, lamentablemente, que el trabajo sobre este punto de intersección no ha dado muchos

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pasos adelante desde el Concilio Vaticano II hasta hoy. Si bien es verdad que existen muchos y excelentes trabajos y estudios sobre espiritualidad, escasean, en cambio, propuestas formativas de carácter interdisciplinar que integren la espiritualidad y las ciencias humanas.

Una causa de esta cesura puede hallarse en el convencimiento, por más que recto y sincero, de que al final lo que cuenta es ser fiel a los momentos de oración, a la

meditación de la palabra de Dios y a la frecuencia de los sacramentos. Aun reconociendo lo acertado de todo esto, no puede dejar de recordarse la verdad de la antigua

observación de santo Tomás, a saber, que la gracia opera sobre la naturaleza', es decir, que la gracia no es magia ni un material añadido ni un cuerpo extraño. La gracia exige docilidad y colaboración y no franquea las mediaciones. Por retomar la parábola del buen sembrador (cf. Mc 4,1-9), no basta con sembrar la buena semilla para que el terreno pueda dar fruto, pues este puede hallarse plagado de zarzas y de piedras, sino que, sobre todo, exige ir más allá de la superficialidad del «camino». En estas condiciones, la semilla puede desplegar sus potencialidades de vida, dando fruto más allá de toda previsión humana.

Por otra parte, hay que reconocer que la renuencia a una propuesta espiritual y formativa, atenta a la aportación de las ciencias humanas, encuentra una justificación en la irresponsabilidad de quien ha visto en la psicología una especie de «varita mágica» capaz de abrir todas las puertas y resolver todas las dificultades, lo cual ha llevado a elaborar recorridos problemáticos y poco respetuosos de las conciencias, provocando conflictos, divisiones y, en algunos casos, también derrumbamientos psíquicos. Ha habido momentos en que las obras de Freud y de sus epígonos, análogamente a lo acaecido con los escritos de Marx en el campo filosófico y sociológico, han amenazado con reemplazar en la formación a los textos de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia.

No obstante, aunque debe rechazarse una visión de la psicología (basada, a su vez, en un planteamiento antropológico no cristiano) caracterizada por una consecución fácil del bienestar, el problema de la integración entre las diversas dimensiones de la persona sigue abierto y no puede desatenderse. El camino sigue siendo el diálogo y un

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conllevar. Por otra parte, el mismo magisterio de la Iglesia, a partir del Concilio Vaticano II3, reconoce cada vez más la im portancia de las ciencias humanas para la vida espiritual y la formación, porque a menudo las dificultades con que uno se encuentra no son

puramente espirituales, sino que implican los afectos, la vivencia y las relaciones. Todo esto puede estar ocultando profundas heridas que, en un determinado momento,

«explotan», dando la impresión de que los años de formación, de estudio, de oración, de ejercicios espirituales y de vida sacramental habrían pasado como el agua sobre la roca, sin rozar la profundidad de la persona.

Este riesgo, que es todo menos infrecuente, ha producido resultados también trágicos. Rossetti, responsable del centro «San Lucas» en Maryland (Estados Unidos), que acoge principalmente a sacerdotes afectados por problemas y dificultades de varios tipos, entre los que se encuentra el abuso sexual, notaba una característica común en aquellos que se dirigían al centro, a saber, que, no obstante la diversidad de las problemáticas y las historias personales, su vida espiritual estaba desconectada de su existencia: «Saben hablar elocuentemente de su propio camino espiritual, pero sus palabras no están arraigadas en su vida personal. En realidad, su vida espiritual está vacía. En estos casos vemos con tristeza la devastación ocasionada a la Iglesia y a la sociedad cuando a los sacerdotes les falta una formación humana»4. Lo dicho vale igualmente para toda persona llamada a encontrar su lugar en la vida en una relación verdadera y profunda con el Señor.

El extremismo, tanto espiritual como psicológico, puede, por consiguiente, conducir a los mismos resultados desastrosos, en cuanto que toda exacerbación lleva el signo propio del dia-b3los, del que divide. Al principio puede parecer un atajo cómodo frente a los problemas, una manera de vivir tranquilo evitando las dificultades; pero estas, antes o después, acaban «pasando factura», y a menudo se trata, literalmente, de una factura «carísima» que debe pagarse renunciando a aquella sal que da sabor a la vida (c£ Mt 5,13). La separación entre naturaleza y gracia, cuerpo y espíritu, razón y sentimientos, es siempre una forma de abjurar de la encarnación.

Esta abjuración se muestra a menudo de modo solapado y encubierto, asumiendo los contornos de lo que san Ignacio llama el «bien aparente», algo que es afectivamente agradable y atrayente, pero que aleja de los valores que se querrían elegir. La consolación

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y la alegría, por su parte, caracterizan también la lógica de la tentación, que comienza de modo cautivador, para acabar llevando a la persona adonde no quería. De ahí el esfuerzo de examinar atentamente el curso de los pensamientos antes de consentir a la acción, como prescribe Ignacio'; la tentación, en efecto, estimula, si no indirectamente, sí al menos por la resonancia afectiva suscitada, los puntos a los que uno es más sensible y que a menudo son desconocidos por la propia persona.

Véase, a este respecto, la sugestión que la tentación presenta en momentos «críticos» de la jornada, como le sucede a este monje adormilado en el momento de levantarse de la cama acudir a la oración:

«Una noche, a la hora en que sonaba la campana para maitines, le pareció a un monje que se encontraba al lado de un ser de aspecto tenebroso que le daba estos insinuantes consejos: "¿Por qué vosotros, los monjes, a diferencia de lo que hacen los demás hombres, os sometéis a tantas fatigas, vigilias, ayu nos, penitencias, cantos de salmos y otras innumerables mortificaciones? ¿Acaso no es cierto que muchísimas personas, aun viviendo en el mundo y persistiendo en el pecado hasta el final de su vida, están destinadas a gozar de la misma paz a la que vosotros tendéis?"»6.

Es interesante que el autor reconozca claramente cuál es la fuente de tal objeción y, además de ello, el punto de llegada de su sutil razonamiento: «con estas y otras parecidas necedades el diablo, pérfido como es, le tomaba el pelo al monje; es más, lo embaucó hasta el punto de convencerlo de que se abstuviera de participar con los demás en el rezo de los maitines»'. No obstante una cierta claridad intelectual, la voz del afecto,

especialmente en momentos críticos, parece invencible.

El lugar en que convergen estas diversas realidades es el campo de lo que ha sido denominado la «segunda dimensión», un lugar también de conflicto, dado que la persona advierte que está dividida en sí misma, incluso dramáticamente, por causa de resistencias profundas e inesperadas, en general inconscientes y que se manifiestan como sordera a los valores que, sin embargo, se proclaman a nivel consciente8. Ciertamente, la vida espiritual considerada desde este ángulo no es en absoluto fácil y tranqui la, sino que exige un esfuerzo por buscar la voluntad de Dios, que se presenta como «lo más y lo mejor».

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La invitación-necesidad de conocerse a sí mismo (una antigua invitación precisamente por parte de la sabiduría) no es una cuestión académica ociosa; este

conocimiento puede ayudar a entender qué se desea de la propia vida. Nuestra sociedad presenta muchas oportunidades y recursos y una gran cantidad de información; pero sin una afectividad educada y unos valores de referencia, se corre el riesgo, en absoluto remoto, de perderse en esta gran confusión de bienes; de comenzar muchos recorridos en el ámbito intelectual, profesional y afectivo, y de experiencias de fe, pero sin concluir nunca ninguno; de encontrarse despistados, cargados, pero no ciertamente satisfechos. La característica de la sabiduría y de la inteligencia reside en que es selectiva, sabe escoger entre el grano y la paja, porque, parafraseando a san Pablo (c£ 1 Cor 3,12-13), allí donde todo es importante, al final nada lo es.

Vida de oración, conocimiento y conciencia de sí, libertad efectiva... son elementos fundamentales de la existencia cristiana; a ellos se hace referencia para poder encontrar el propio lugar en la vida, y a ellos se quiere hacer referencia en los capítulos de este libro, que no constituyen ciertamente un recorrido exhaustivo, sino que simplemente ofrecen algunas pistas que, a su vez, se entrecruzan con otras, abriendo a recorridos posteriores (de estudio, de investigación, de autoconocimiento y de vida espiritual). Las temáticas que aquí abordamos querrían mostrar cómo los varios y diversos aspectos (espiritual, afectivo y psicológico) se presentan como una realidad ya estructuralmente trabada, y cómo merece la pena afrontar el esfuerzo de mantenerlos en diálogo entre sí para una existencia rica y plena como es la propuesta cristiana.

Lo importante en la vida espiritual es encontrarse en camino y reconocer la dirección; lo demás se profundiza haciendo camino, porque el deseo espiritual abre a la persona hacia los demás, introduciéndola en un contexto cada vez más rico y complejo, pero también, al mismo tiempo, profundamente unitario; se ha dicho que en la vida los problemas no se resuelven, sino que, a lo sumo, se superan, entrando en una fase diferente. Esta complejidad, que no asusta, sino que enardece el corazón, es signo de comunión con el Misterio, que, como en el caso de la fuente de agua de la que habla Ezequiel (cf. Ez 47), aumenta hasta convertirse en un río demasiado grande para

atravesarlo. La índole inagotable propia de la vida con el Señor es también, sin embargo, motivo de esperanza; recuerda al hombre sediento que su sed encontrará una adecuada

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satisfacción, mientras que sería una desgracia que la sed agotara la fuente'.

La imagen del río de Ezequiel, aplicada a nuestras temáticas, nos enseña que sería una ilusión pretender agotar y resolver las cuestiones de una vez por todas, especialmente en el breve y restringido ámbito de las conferencias de las que nacen estas páginas, las cuales querrían simplemente ser una invitación a comenzar un recorrido dentro de la riqueza y la complejidad de la vida interior, suscitando la sed y el deseo de la misma, pero señalando también algunas «fuentes» de descanso. El recorrido podría tomar posteriormente implicaciones diferentes y múltiples, sugeridas por la variedad y la

creatividad del Espíritu que actúa en cada uno y ayuda a la búsqueda, dejando de lado el enfoque de «uso y consumo» de la respuesta a una pregunta puntual, que pone de

manifiesto solamente la ansiedad y la superficialidad con respecto a lo que constituye nuestro elemento más valioso: la vida interior.

Si la lectura de estas páginas permite al lector llegar a descubrirse mirando a sus propias dimensiones interiores, no ya con el temor a encontrar no se sabe qué, ni con la ansiedad de reducirse a un problema que hay que resolver, sino, más bien, con la

curiosidad y el deseo de conocerse a «fondo perdido», en esa dimensión de asombro y gratuidad que para los antiguos caracteriza la grandeza del hombre y sus actividades más elevadas, entonces el libro habrá logrado su objetivo. Las cosas más importantes de la vida, como las murallas de Jericó, se alcanzan y se afrontan no poniendo mucha pasión en ellas, sino, más bien, dando vueltas alrededor (cf. Jos 6,1-21), es decir, ocupándose de otras cosas que aparentemente no tienen nada que ver con el problema puntual y que invitan a entrar en un espacio más grande, caracterizado por lo gratuito.

Jesús supo aunar admirablemente estos aspectos en su vida concreta. Se mostró plenamente hombre, también en su dimensión afectiva, y por eso lloró, se enojó y experimentó la compasión y la amistad, pero también los aspectos más dolorosos de la vida, como el abandono, la soledad, la traición y la muerte.

Ojalá que su persona constituya la meta del camino de todo hombre, creciendo cada vez más en los «sentimientos del Hijo»`.

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Un equívoco que exige aclaración

HABLAR de «deseo» a propósito de la vida espiritual podría suscitar malestar,

considerando probablemente que tiene que ver con su más insidioso enemigo. En efecto, si se diera rienda suelta a los deseos, ¿qué sucedería? ¿Adónde se iría a parar?

Abandonarse a los deseos podría llevar a una vida sin freno, presa de los impulsos, contraria a los valores por los que se ha optado. Tal vez también por ello se ha mirado el deseo con sospecha, interpretando los dos últimos mandamientos en el sentido de «no desees y tendrás una vida tranquila».

El deseo podría también evocar los sufrimientos más fuertes padecidos en la vida: un afecto no correspondido, una amistad traicionada, un gesto incomprendido de buena voluntad...; una serie, en fin, de situaciones en que la apertura y la expresión de lo que uno más apreciaba le han golpeado el corazón, con las consecuencias que es fácil imaginar. De ahí que se imponga nuevamente la conclusión de que una vida sin deseos es, en último término, más tranquila, sin demasiados vaivenes e inconvenientes y, por tanto, más ordenada y gobernable, en el fondo.

Muchas propuestas espirituales, en efecto, buscan conseguir este estado de paz del espíritu. Pensemos, por ejemplo, en el budismo, que aspira a la imperturbabilidad absoluta extinguiendo el deseo, considerado como la causa del sufrimiento y del mal. Piénsese también en el proyecto cultural que surgió en Europa al día siguiente de la revolución científica, que quería someterlo todo al criterio de la razón, la única capaz de garantizar una dirección estable a la existencia. Aún hoy no deja de fascinar el célebre manifiesto de la mentalidad ilustrada, expresado vigorosamente por Kant: «"Sapere ande!" ¡Ten el valor de servirte de tu inteligencia! Tal es el lema de la Ilustración»'. Es el modelo de una vida exitosa, cierta y segura, garantizada por el ejercicio de la racionalidad técnica y científica, dejando todo lo demás en el ámbito de lo opinable, sobre lo cual puede afirmarse cualquier cosa y la contraria.

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Es curioso, sin embargo, que precisamente a partir de la Ilustración el hombre europeo se ha ido haciendo cada vez menos razonable; si, en efecto, se conciben los deseos como adversarios de la razón, ¿quién vencerá: aquellos o esta? ¿Es realmente cierto que pueden eliminarse de la vida los deseos y las emociones?

El deseo no puede eliminarse tan fácilmente; sin él, también la voluntad se debilita, como se constata cada vez que ambos se encuentran en contraposición; en tal caso, ¿hasta cuándo y a qué precio podrá resistir la voluntad? Un autor que ha reflexionado mucho sobre la conexión entre el deseo y la voluntad en el ámbito psicológico, Rollo May, observaba:

«El deseo proporciona a la voluntad calor, contenido, imaginación, juego, frescura y riqueza. La voluntad, por su parte, proporciona al deseo la autodirección, la

madurez. La voluntad tutela al deseo, permitiéndole proseguir sin correr riesgos excesivos. Pero sin deseo la voluntad pierde su savia, su vitalidad, y tiende a extinguirse en la autocontradicción. Si tan solo se da la voluntad sin el deseo, nos hallamos ante el individuo victoriano, estéril y neopuritano. Si tan solo se da el deseo sin la voluntad, estamos ante el individuo forzado, prisionero, pueril, que, como un adulto que se ha quedado en la infancia, puede convertirse en el hombre robot» 3. A este respecto recuerda santo Tomás: «Dice el Filósofo que la razón no se impone a las tendencias del deseo y de la agresividad mediante un poder despótico, que es propio del señor para con el esclavo, sino mediante un poder político o real, que es el que se ejerce con los hombres libres, no sometidos por entero a órdenes»4. Lo que significa que el primer paso para ser comprensivos con los demás consiste en ser comprensivos con uno mismo, acogiendo el patrimonio de la propia afectividad.

Los deseos y los afectos constituyen, de hecho, el elemento esencial de la vida

psíquica, intelectual y espiritual, y son la fuente de toda actividad; a primera vista, y a los ojos de una racionalidad formal, parecen constituir un conjunto caótico y complicado; sin embargo, remiten a realidades fundamentales y necesarias que dan sabor a la vida,

porque la hacen interesante, «gustosa». Con gran agudeza, Santo Tomás asocia el deseo al hecho mismo de ver, que, de por sí, es una operación selectiva, es decir, se detiene en aquello que percibe el corazón: «Ubi amor, ibi oculus», es decir, «Donde hay amor, allí

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se posa el ojo» 5.

Además de todo esto, el deseo parece ocupar un lugar fundamental en la revelación bíblica, a diferencia de otras tradiciones religiosas, hasta el punto de constituir un

elemento específico de la relación con Dios: «La perfección suprema para el budismo es "matar el deseo". ¡Qué ajenos aparecen a este sueño los hombres de la Biblia, incluidos los más cercanos a Dios...! En la Biblia, por el contrario, abundan, en efecto, el tumulto y el conflicto propios de todas las formas del deseo. Ciertamente, dista mucho de

aprobarlas todas [...], pero de este modo adquieren toda su fuerza y dan todo su valor a la existencia del hombre»6.

Por otra parte, tal vez son estas diversas precauciones y temores los que indican, por contraposición, el poder y el papel que el deseo reviste en la vida. Ciertamente, puede prender todo el ser, proporcionar fuerza, valor y esperanza frente a las dificultades y dar gusto y color a las acciones. A menudo, la falta de deseo constituye la línea divisoria entre un proyecto logrado, coherente y duradero y las mil veleidades y «buenos

propósitos» teóricos, de los que se dice que está empedrado el infierno... Lo que hace que se queden en un estadio de puro esbozo es precisamente la falta de un deseo real de llevarlos adelante. El mismo valor se hace bello y fácilmente realizable cuando es

cautivador; también desde el punto de vista moral se pueden llevar a cabo grandes cambios cuando estos se ven como algo atrayente para el sujeto: «Un comportamiento bueno es válido en la medida en que es fruto del deseo de la bondad. Más importante que ser bueno es tener el deseo de llegar a serlo»'.

El deseo, en efecto, parafraseando al psicólogo Kubie>, permite llevar a cabo el único tipo de transformación que es duradero en la vida, a saber, «cambiar en la capacidad de cambiar», lo cual permite volver a poner orden en el desorden. En este caso se opera una reestructuración radical de uno mismo, colocando las premisas para realizar lo que san Ignacio llama «ordenar la propia vida».

En cambio, cuando el mundo de los deseos ya no encuentra espacio en la vida interior, fácilmente se expone uno al voluntarismo, al cumplimiento preciso y exacto de los propios compromisos, pero únicamente en virtud del deber, encontrándose, sin embargo, incapaz de gustar y gozar de la propia vida' y, por tanto, de vivir contento. Es

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la perspectiva puramente legal de la prohibición, propia de quien está siempre alerta, asustado por los posibles peligros y sospechando de todo cuanto pueda «atraer»; además del miedo, esta actitud puede reflejar una visión de la existencia «seria» y eficiente, en la que no hay espacio para lo gratuito, para el placer de dedicarse a cualquier cosa por el mero hecho de que «es bello».

«Para la persona rígida no tiene sentido el simple interés. Hacer algo por el placer de hacerlo es una peligrosa auto-indulgencia. Ver la televisión, leer una novela o echar un vistazo a las fotos del verano pasado es una pérdida de tiempo. Relajarse significa holgazanear, divertirse es apoltronarse [...], el sentido del deber ocupa un lugar

superior a los deseos. Cuando una persona rígida se propone hacer una cosa porque es justa, válida y generosa, no la impulsa la belleza de la cosa, la generosidad o el aprecio por la justicia, sino el deber, que la obliga a hacer algo bello, generoso, justo [...]. Si programo un viaje, me permitiré hacerlo cuando lo vea como un deber que debo cumplir. De este modo, evito el sentimiento que me dice que ese viaje era una frivolidad y una pérdida de tiempo. Es más, cuanto menos ganas tenga uno de hacerlo, mayor será su mérito [...]. La persona que ora por deber no busca la

relación con Dios [...], sino que quiere sentirse tranquila [...]. No le interesa trabajar para producir cosas que tengan sentido, sino que trabaja para decirse a sí misma que ha trabajado. No busca escuchar a los demás, sino que lo que le importa es poder decirse a sí misma que ha escuchado; no le interesa aprender, sino decirse a sí misma que ha leído [...]. La consecuencia es que uno se siente hastiado de la vida»'°

Esta actitud existencial tiene una larga tradición tras de sí; tal vez sería interesante ofrecer una panorámica aproximada al respecto. Sin pretender juzgar la historia, el hecho es que realidades fundamentales de la vida cristiana se han visto efectivamente

traspasadas por la rigidez y el rechazo de la vida.

Un ejemplo en la vida espiritual: la predicación de la cólera de Dios

A menudo, un lugar teológico tan importante de la predicación y de la vida cristiana como la muerte de jesús en la cruz ha sido leído con las categorías del miedo, la venganza, la cólera y una justicia retributiva puramente fiscal. Se pueden citar algunos ejemplos significativos al respecto, extraídos de la predicación y la propaganda de tiempos no tan

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lejanos":

«En efecto, la cólera de Dios no podía aplacarse ni apartarse más que por una víctima tan grande y de tal categoría como el Hijo de Dios, él que no podía pecar» (Lutero).

«Jesús se encuentra como abatido por Dios, enemigo de Dios, para que nosotros, enemigos de Dios, nos hiciéramos amigos e hijos escogidos por Dios [...]. El manso Jesús, por nosotros, se entregó espontánea y amorosamente, permitiendo que cayera sobre él toda la cólera, la venganza y el castigo de Dios Padre... Cristo, en su

inmenso dolor, habla como si en él recibiera el hombre interior sobre sí la sentencia de Dios, en lugar de los pecadores» (De una predicación indebidamente atribuida a J.Taulero).

«Era preciso que todo fuera divino en este sacrificio, era necesaria una satisfacción digna de Dios, y hacía falta un Dios que la realizara; una venganza digna de Dios, y que fuera también Dios quien la llevara a cabo [...]. Era preciso, pues, hermanos míos, que él mismo lanzara todos sus rayos contra su Hijo; y puesto que había cargado sobre él todos nuestros pecados, debía hacer también que sobre él recayera toda su justa venganza. Y lo hizo, cristianos, no lo dudemos. Por eso el mismo profeta nos dice que, no contento con haberlo entregado a la voluntad de sus

enemigos, él mismo quiso ser de la partida y lo destrozó y azotó con los golpes de su todopoderosa mano [...]. Señores, ¿hasta dónde llega este suplicio?; ni los hombres ni los ángeles podrán jamás concebirlo. Golpeen, señores, golpeen; él está dispuesto a recibir vuestros golpes; y sin considerar que él es vuestro Cristo, no lo miréis sino para recordar... que, al inmolarlo, satisfacéis este odio con que odiáis el pecado. Dios no se contenta con golpear; parece querer reprobarlo, dejándolo y abandonándolo en medio de su suplicio» (Bossuet)'2.

Pero no se trata únicamente de la predicación de la cruz. En una conferencia en Notre-Dame, en el siglo XIX, el padre Monsambré, hablando de la eucaristía, se dirige a Dios de este modo:

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memoria mía"...! Su palabra se ha convertido en un instrumento más agudo y más cortante que el cuchillo con que se degollaba a las víctimas de la antigua ley... Ellos ponen vida divina allí donde no había más que materia muerta, y en el mismo instante le dan muerte».

Es un texto que puede asemejarse a este otro, procedente de un libro de devoción eucarística de finales del siglo XIX:

«Ved cómo la Víctima queda destruida, consumida, aniquilada. En el Calvario estaba herida, aquí está machacada... ¿Dónde están, pues, su cuerpo, sus miembros, su forma, su vida humana? Todo ha sido molido, triturado, reducido a unas migajas desapercibidas. Cristo está personalmente entero, totalmente vivo, en este polvo, en esta nada; ¿no es el colmo del abajamiento, de la depresión, un verdadero

anonadamiento?»13

¿Herencia del pasado? Tal vez, pero esta manera de ver las cosas no parece tan lejana; lamentablemente, el miedo y el legalismo como modalidad de vida espiritual no son en absoluto un residuo arqueológico, como muestra el siguiente texto, alabando la pena de muerte, escrito por el sacerdote y religioso Bruckberger en Le Figaro Magazine el 18 de mayo de 1985:

«Dentro del cristianismo - ¿por qué no hablar de ello? - el suplicio padecido por Jesucristo es un valor supremo, redentor de todos los pecados. A la luz de la cruz, que es un cadalso de ejecución, la pena de muerte adquiere toda su significación sobrenatural, infinitamente fecunda y benéfica. Nosotros, los cristianos, adoramos a un Dios condenado a muerte y ejecutado, y situamos en la ejecución de ese inocente la fuente de todas las gracias y de la salvación del mundo».

Se trata del tema de la legalidad y de la justicia satisfactoria aplicado a la teología y a la predicación, y donde el punto focal, la realidad más importante, es el pecado, con el castigo consiguiente. Si el pecado es fruto del odio, exige, por tanto, un odio

correspondiente para expiarlo; cuanto más grave es el pecado, tanto más cruel y violenta debe ser la expiación... El criterio de fondo que impregna toda consideración corre el riesgo de ser el odio y la necesidad de venganza, desapareciendo cualquier otro

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sentimiento: «La venganza de Dios se encarna de alguna manera en la de los judíos, hasta el punto de que no acaba comprendiéndose por qué la una es santa y la otra sacrílega [...]. Dios se convierte en el verdugo de Jesús»".

Si el evangelio alerta con frecuencia al creyente contra el riesgo de la dureza de corazón y del legalismo marcado por la pura justicia retributiva, propia del fariseo, no es porque experimente un resentimiento hacia una categoría particular de personas, sino porque encarna el riesgo, siempre presente en la vida del discípulo, de quedarse en la exterioridad de la norma y excluir el corazón de la relación con Dios, creyéndose justo. La ley es importante. Jesús no la abolió, es más, le dio cumplimiento; y, sin embargo, sin el amor, que la ley está llamada a custodiar, el hombre corre el riesgo de ponerse en el lugar de Dios. Los sentimientos, en cambio, son humildes por naturaleza; ponen a la persona en contacto con la tierra que la constituye (el término «humildad» viene del latín humus, terreno) y la hacen humilde cuando los acoge, permitiendo vivir una

espiritualidad encarnada.

«Somos personas pasionales, por lo que matar las pasiones sería como impedir el crecimiento de nuestra humanidad, secarla. Nos haría predicadores de muerte.

Tenemos, en cambio, que ser libres para cultivar deseos más profundos, dirigidos a la bondad infinita de Dios. Como Oshida, un dominico japonés, pidamos a Dios que se haga irresistible. Nuestros deseos nos pueden desviar, no porque exijamos

demasiado, sino porque nos contentemos con demasiado poco, con satisfacciones modestas [...]. Los carteles publicitarios que flanquean nuestras calles nos invitan a luchar unos contra otros, a pisotearnos recíprocamente en la competición, para satisfacer nuestros deseos ilimitados; nuestro Dios nos ofrece la satisfacción de un deseo infinito, gratuito como un don. Deseemos, por tanto, de un modo más profundo»15

Pero ¿cómo es posible «desear de un modo más profundo»? De este interrogante surge la necesidad de un trabajo de confrontación con uno mismo; un momento de conocimiento, ciertamente, pero también de educación y purificación, porque el deseo se hace obstáculo cuando es superficial, cuando se confunde con la necesidad del momento, como tendremos ocasión de ver. En este sentido, el discurso psicológico topa con algunas

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entenderse como enemigas del deseo, sino como un recorrido de reconocimiento y

maduración de lo que realmente tiene valor, omitiendo todo cuanto, aun siendo atrayente, le quita gusto a la vida, dejando a la persona a merced del viento del capricho. Como observa al respecto Brugués, «no se trata de renunciar al deseo en sí mismo - lo que sería inhumano-, sino a su violencia. Se trata de morir a la violencia del placer, a su omnipotencia»`.

:Qué es el deseo?

En el ámbito de la psicología se distingue el deseo de la necesidad. El deseo tiene una raíz más sutil y compleja, vinculada a la historia, a la memoria, a los afectos del

individuo. Tiene también que ver con la fantasía, y no resulta tan fácil de concretar en un objeto inmediato, cosa que, en cambio, es característica de la necesidad". Sería

reduccionista, por consiguiente, asociar el deseo al placer o a la satisfacción sexual; es, más bien, un elemento que atraviesa todos los aspectos de la vida: intelectual, espiritual, relacional y lúdico. Hay un elemento de continuidad en el deseo que señala una

dirección, un recorrido, un sentido al vivir, a diferencia de la necesidad, que es puntual, limitada, circunscrita; por eso su placer es de breve duración.

Otra característica del deseo, que lo diferencia de la simple necesidad, es que apunta a lo que podría señalarse como «la realidad fundamental», un punto focal que garantiza orientación y significado al vivir y al actuar. Desde el punto de vista psicológico, el deseo podría definirse mejor aún como la capacidad de «encauzar todas nuestras energías hacia un objeto que estimamos central para nosotros. No es, por tanto, el impulso ciego, el deseo loco, el instinto que instiga descontrolado, sino una tendencia significativa hacia algo que es apreciado por sí mismo»". La razón de ello es el que deseo compromete a toda la persona; ciertamente, está estrechamente ligado a los afectos, pero también incluye en sí un aspecto cognoscitivo: el reconocimiento de los valores, de «aquello que es apreciado por sí mismo», como recuerda Manenti.

Así pues, el deseo es una especie de «bisagra» que une en sí la cognición, el afecto y la voluntad, elementos todos ellos que están presentes en el acto de la decisión. Es

fundamental conocer y concretar de modo adecuado el deseo, porque significa saber lo que se desea de la propia vida y estar dispuesto a afrontar los riesgos y las renuncias y a

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superar los obstáculos para llevarlo a cabo.

Según el filósofo Von Hildebrand, pueden distinguirse tres tipos fundamentales de deseos: 1) un nivel de hecho, asimilable a la necesidad, es la tendencia hacia un bien que hay que consumir (como, por ejemplo, la comida); 2) la búsqueda de un bien que se echa en falta, pero que, de un modo u otro, está presente al sujeto (como el deseo de ser feliz, de terminar una carrera, una empresa); 3) la respuesta a algo presente y que, a la vez, interpela al sujeto en su totalidad, poniendo en juego la propia libertad, también de modo permanente (por ejemplo, una opción de vida)'.

Desde el punto de vista antropológico, el deseo viene a echar por tierra la concepción ilustrada del hombre, sintetizada en el «manifiesto» de Kant, considerado únicamente bajo el perfil de la pura racionalidad; como veremos también a propósito del tema de los afectos, el deseo parece casi divertirse desordenando la vida, ofreciendo imprevistos, frustrando planes preestablecidos, aportando un cierto aire subversivo de caos. Por esta razón puede considerarse un enemigo, porque derriba programaciones de vida demasiado precisas, hace incierto el futuro e introduce la imprevisibilidad. No faltan razones,

indudablemente, para subrayar la locura impertinente del deseo20, capaz de trastornar a la persona seria y equilibrada, modelo quizá también de algunos tratados de

espiritualidad.

«El mundo de los deseos no es un mundo claro y simple. Nuestros deseos se

enmarañan de un modo complejo y sutil que hay que saber mirar con cierto humor. Parecen desdo blarse, arrastrarse recíprocamente y esconderse detrás de otros. Un deseo puede ocultar otro, y así hasta el infinito. Además, somos vagamente

conscientes de que ignoramos nuestros deseos más secretos. Nuestra cultura ha hecho suficientemente propias las adquisiciones del psicoanálisis, de tal modo que nos sentimos no poco irritados cuando un lapsus cualquiera - una palabra o un gesto «fallidos» - parece revelar en nosotros deseos que no osaríamos admitir de ninguna manera, ni siquiera ante nosotros mismos. El motivo es simple: estos deseos no solo son difíciles de identificar, sino que, a menudo, son tales precisamente porque resultan difíciles de admitir. El mundo de nuestros deseos, en efecto, suscita en nosotros un maremágnum de otros sentimientos que nos cuesta controlar»21.

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Por otra parte, el deseo, a diferencia de la necesidad, muestra la característica de trascendencia propia del hombre. En efecto, la necesidad está vinculada a algo inmediato, puntual, mientras que el deseo puede concernir a realidades a largo plazo, que implican un proyecto, sacrificios, tentativas, desconciertos y renuncias, aplicando en él todas las facultades y capacidades propias. Piénsese en el deseo de hacerse médico, de llevar a término una investigación o de trabajar para que se haga justicia en una situación de abuso y explotación. Para que todo esto pueda realizarse se presupone que el deseo tiene una duración en el tiempo; además, este no desaparece una vez satisfecho, pero siempre queda un regusto de plenitud y satisfacción.

Ciertamente, todo ello requiere también de parte del sujeto una cierta estabilidad, así como la libertad y la capacidad de ver más allá de la urgencia inmediata de la necesidad. Cuando el deseo no es reconocido y educado, corre el peligro, en efecto, de ser

confundido fácilmente con la necesidad, más sencilla de satisfacer, pero más superficial y pasajera y que conduce a una saturación que, al mismo tiempo, nos deja insatisfechos, vacíos y aburridos. Algunas manifestaciones de desviación y destructividad en el mundo juvenil están vinculadas al malestar de un vacío interior que se ha tratado de llenar, sin conseguirlo, de todas las maneras posibles, dejando al sujeto, al final, aún más

insatisfecho22.

Por último, en el deseo las cosas, las acciones y las elecciones cobran importancia, porque adquieren un significado simbólico y afectivo; en ellas se puede alcanzar lo que es fundamental para la vida, aquello que se aprecia sobremanera. La afectividad tiene

también un gran influjo en la vida intelectual23: literalmente, la palabra «recordar» significa, de hecho, «(man)tener en el corazón»; los afectos estimulan el conocimiento o lo limitan: de hecho, hay cosas que no se logran recordar, y hay otras, en cambio, que desgraciadamente no se consiguen olvidar, aunque uno querría realmente olvidarlas... En estos casos, los afectos puede convertirse en un obstáculo que socava la consecución de lo que se consideraba importante. Por un lado, elevan; por otro, sin embargo, le

devuelven a uno a la tierra, precisamente por el elemento de «humildad» que los caracteriza.

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Hablar de «deseo» es hablar a la vez de una carencia24, de una lucha y una tendencia a la acción en orden a alcanzar un bien del que se carece; lo cual significa que el gusto de hacer algo, lo que sea, constituye tan solo una «cara de la moneda» del vivir; la otra, igualmente esencial, la constituyen los límites. Resumiendo de manera esquemática y con ayuda de un gráfico, puede afirmarse que la existencia, considerada desde este punto de vista, se mueve en dos direcciones fundamentales, simétricas y, al mismo tiempo,

contrapuestas entre síes:

A) El mundo de los deseos impulsa al sujeto a vivir conforme a una expansión continua:

B) El mundo de los límites, en cambio, va en el sentido de una progresiva reducción de las posibilidades:

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A) El mundo de los deseos revela al ser humano que es potencialmente infinito. Cuando nace, puede aprender cualquier idioma, realizar cualquier proyecto; ante él parece abrirse toda una gama de posibilidades: podría ser empresario, monje, profesor, explorador, atleta... Además, el deseo abre la puerta a otros diez mil deseos posibles y no conoce la palabra «fin»; más aún, parece acrecentarse con el paso del tiempo: leer un libro remite a otras infinitas lecturas posibles; una persona conocida pone en relación, a su vez, con otras personas cercanas a ella; una experiencia abre a toda una serie de posibilidades distintas...

Este sentido de potencialidad infinita, que es propio del ser espiritual, puede reconocerse posteriormente si se considera el aspecto de la imaginación y la fantasía presentes en el deseo: con el pensamiento, sin moverse de su habitación, puede uno encontrarse en cualquier lugar, pensar en diferentes personas, imaginar que conversa acerca de las cosas más bellas, sin la fatiga el tener que explicarse y seguir una línea de argumentación lógica, sin la dificultad que supone tomar ciertas precauciones y hacer determinadas aclaraciones... Es propio del deseo expandirse en continuidad, y cuando es cultivado por la fantasía, permite al sujeto experimentar una cierta sensación de

omnipotencia. En este sentido, el recorrido está permanentemente inconcluso, siempre abierto a experiencias ulteriores, sin llegar nunca a decir «basta». Sin embargo, unidos a la fascinación de los nuevos descubrimientos, más tarde o más temprano aparecen también el cansancio y la desilusión, es decir, la percepción del límite: a falta de otra cosa, el tiempo al menos tiende a redimensionar el sentido de omnipotencia del deseo.

B) Entramos así en la dirección que mueve hacia el redimensionamiento que, a lo largo del tiempo, va progresivamente eliminando nuestras posibilidades: la vitalidad se reduce poco a poco, a medida que va quedando atrás la juventud. Al cabo de un cierto tiempo, que varía según las personas, el aprender resulta más costoso, y las posibilidades, virtualmente infinitas, se reducen. Si al nacer se abría ante uno la posibilidad de aprender todos los idiomas, con el paso de los años el círculo se restringe y queda progresivamente marcado por la historia transcurrida, con sus huellas culturales y geográficas, los hábitos adquiridos, las decisiones adoptadas y toda clase de contratiempos; de este modo, las posibilidades, en principio tan amplias, se van cerrando. Si el deseo es el florecer de la vida que se conserva fresca y lozana, la limitación introduce la noción de la muerte en los

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proyectos y realizaciones posibles y hace palpable el carácter de definitividad, en el sentido de no retorno, de cierre de las posibilidades.

Puede resultar este un discurso triste y que mata la esperanza, porque parece

reconocer que al final lo único cierto en la vida es la muerte y que, por tanto, todo deseo es, fin de cuentas, pura veleidad, «ilusión» en el sentido freudiano. En cambio, el deseo y la limitación constituyen dos aspectos inseparables de una misma componente, en el sentido de que ambos van siempre juntos, es decir, que solo en la fantasía pueden

concebirse por separado (aunque este es el aspecto igualmente peligroso de la fantasía, la ilusión de vivir sin límites ni dificultades: en la base de determinados gestos trágicos se halla el desconocimiento de los límites como algo esencial a la vida). Cuando el deseo va unido a la limitación, conduce a una experiencia real, porque esta, al igual que aquel, permite vivir. Pensemos, por ejemplo, en los límites concretos que permiten la aparición de la vida en un ambiente determinado; bastaría con desplazar aunque solo fuera un grado el eje terrestre (o la distancia respecto del sol) para hacer inviable la vida en la Tierra. Las leyes de la vida se sostienen sobre un delicado y complejo equilibrio de constantes, de límites, entre dos oscilaciones posibles, más acá o más allá de las cuales no hay vida, estabilidad ni proyectividad. Sin límites no puede haber orden y estabilidad. En el libro del Génesis, la creación se describe como una serie de límites que Dios

establece y que permiten que se desarrollen las distintas formas de vida.

La limitación es también importante para la salud psíquica: la ausencia de límites internos caracteriza, de hecho, esas formas de desarrollo psicológico fallido que se conoce con el término «psicosis», en que el sujeto no logra percibir su diferencia respecto de la realidad exterior, sino tan solo una especie de ansiedad difusa e indiferenciada26.

Reconocer los límites no significa, pues, penalizar el deseo, sino que constituye más bien la única manera posible de concretarlo. La realización del deseo y, por lo tanto, una vida realizada se producen mediante el encuentro de las dos directrices opuestas, los deseos y los límites, que se hallan en tensión dialéctica entre sí, en el sentido de que los unos remiten a los otros: los deseos no pueden hacerse realidad sin conocer y ajustar cuentas con los límites, del mismo modo que un límite no podría ser advertido como tal

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deseos o en los límites es unilateral y peligroso y acaba conduciendo a una tediosa frustración.

A su vez, el deseo, aun cuando se haya hecho realidad, no elimina el límite: siempre queda una cierta sensación de insatisfacción y decepción cuando se ha conseguido lo que se deseaba, incluso de la mejor manera posible; en psicología, esto se conoce como «depresión por éxito», como si la persona, una vez concluida la empresa y alcanzada la meta, hubiera perdido con ello el caudal de energías y motivaciones que hasta entonces había invertido en ello. Es también una verdad profunda del camino espiritual: ningún proyecto, ninguna actividad, ninguna persona es capaz de satisfacer plenamente; toda satisfacción es siempre parcial, porque revela que siempre hay algo más.

El binomio deseo-límite, como cualquier realidad humana, no deja de ser

estructuralmente ambiguo: cuando encuentra un equilibrio, ambos elementos se ayudan mutuamente; en caso contrario, se destruyen.

«El límite puede matar el deseo y reemplazarlo por las ilusiones. Pensemos en

quienes que no esperan nada más allá de la realidad como existente y se quedan en lo que ven, lo que saben, lo que palpan [...]. No es posible desear cuando, más allá de los confines de lo experimentado, lo que hay por debajo es la nada [...]. El límite puede también hacer que exista el deseo. Si el ser humano no fuese limitado, no podría desear [...]. Cuando uno pretende haber llegado a la cima, se siente satisfecho y tranquilo, pero se trata de una alegría estática»2'.

Ambos movimientos, de apertura y de cierre, se intersecan estrechamente. El punto central del nuevo equilibrio viene dado por el hecho de tomar una decisión. Si el deseo de aprender se mueve en la línea de la expansión, el de la decisión obliga siempre a restringir el campo y a seleccionar, implica siempre una renuncia; es decir, la persona se ve

obligada a elegir entre las muchas posibilidades que podría hacer realidad. Tomar una decisión significa renunciar a muchas otras cosas que podrían hacerse; por otra parte, es preciso decidirse, porque «el bien es siempre concreto» (Lonergan), del mismo modo que la inteligencia es de por sí selectiva, es decir, no aspira a conocerlo todo

indistintamente, sino a restringir el campo, centrándose en lo que ha reconocido como fundamental y digno de ser perseguido.

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A menudo, lo que a primera vista parece una constatación obvia («quiero hacer tal cosa, y por eso no puede hacer tal otra») constituye el meollo del problema. Si el deseo no es conocido, desentrañado y madurado, y si el límite no es tenido en cuenta o es rechazado como algo negativo, la persona se ve en la imposibilidad de decidir; de ahí el miedo a comprometerse en una elección determinada, sobre todo si es definitiva.

Los límites recuerdan a la persona la libertad fundamental que la constituye en el momento en el que se analizan los deseos; por eso se sufre también en el momento de la elección: se quiere, pero, al mismo tiempo, no se quiere. Sin embargo, al final hay que decidirse: los márgenes no resueltos de riesgo están presente en toda elección.

De ahí la importancia de la denominada «paradoja fundamental» de la vida humana: cuando se reconoce la dialéctica entre los deseos y los límites y se acepta como tal, es decir, sabiendo que es la única manera de realizar algo que se tiene en gran estima, entonces resulta más fácil vivir tal dialéctica. Los problemas surgen, en cambio, cuando no se acepta esta dinámica y se intenta eliminarla cediendo a la tentación de la

unilateralidad.

Una primera tentación es suprimir el mundo de los deseos para no verse

profundamente herido ni sufrir inútilmente, tomando las cosas como vienen, sin ninguna proyectividad ni riesgo: el «no te ilusiones, para no tener que desilusionarte» es el

relativismo de quien vive en función de cómo sople el viento, tratando de no crearse demasiados problemas. La otra tentación, igual y opuesta a la vez, consiste en negar el mundo de los límites, refugiándose en la fantasía e idealizando los valores, sin tomar en consideración las condiciones efectivas para su realización. Con la entrada en nuestras vidas de la «realidad virtual», esta tentación puede ser particularmente solapada e invasora.

«En el mundo de los valores, el hombre no puede declararse vencedor; los valores son realidades impenetrables que exigen al hombre intimidad y discreción. Y henos aquí con el carácter contradictorio del deseo: quiere ser satisfecho y, en cuanto lo consigue, se da cuenta de que el objeto que puede satisfacerlo es inaprehensible. Desear significa precisamente dejar espacio a estos descubrimientos contrastantes de posesióntranquilidad y de carencia-precariedad. Mantenerse firme en el deseo y sufrir

Referencias

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