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Pearl Eric - La Reconexion

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Academic year: 2021

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(1)E RIC W OLF ERIC WOLF. LLA AR EVOLUCIÓN M EXICANA REVOLUCIÓN MEXICANA Compañeros del arado y de toda herramienta nomás nos queda un camino ¡agarrar un treinta–treinta! CORRIDO DE LA CARABINA 30–30. Cuando la Revolución mexicana estalló ante el mundo en 1910, fue sorpresa para la mayoría: “muy pocas voces y todas ellas débiles y borrosas, la anticipan” (Paz, 1967, pp. 122–3). Durante más de un cuarto de siglo el dictador mexicano Porfirio Díaz había gobernado a su país con mano férrea en interés de la libertad, el orden y el progreso. Progreso significaba el rápido desarrollo industrial y comercial, la libertad se otorgaba al empresario privado individual y el orden se aseguraba mediante una juiciosa política que alternaba las recompensas económicas con la represión –la célebre táctica de Díaz de “pan y palo”. En el curso de pocos meses la rebelión surgía en todas partes, bajo el estímulo del levantamiento de Francisco Madero en contra del anciano dictador. En mayo de 1911 Díaz salió para el exilio en Francia. La Revolución había comenzado realmente. “Madero –dijo– ha liberado un tigre, veamos si puede controlarlo”. Con el privilegio de nuestra perspectiva actual, podemos ver ahora que muchas de las causas de la Revolución tuvieron sus orígenes no en el período de la dictadura de Díaz, sino en un período anterior, cuando México aún era la Nueva España y una colonia de la madre patria española. Cuando México declaró su independencia en 1821, también heredó un conjunto de problemas característicos, que España no había podido ni deseado resolver y que fueron legados íntegramente a la nueva república. Todos estos problemas se derivaron en última instancia del enfrentamiento original de una población indígena con una banda de conquistadores que tomaron posesión de la América Central en nombre de la Corona española. Para utilizar el trabajo de los indios, los españoles introdujeron un sistema de grandes propiedades, las haciendas. Estas grandes propiedades o haciendas fueron trabajadas por indios que se obtenían principalmente de dos fuentes: por una parte de trabajadores residentes, ligados a la hacienda mediante una sujeción por deudas y, por otra parte, indios no residentes que continuaban viviendo en comunidades indígenas que rodeaban a las haciendas, pero que obtenían cada vez más su medio de vida en las haciendas. La finalidad de la hacienda era comercial: producir, en vista a una ganancia, productos agrícolas o pecuarios que se pudieran vender en los cercanos Eric Wolf, La Revolución Mexicana 1.

(2) campamentos mineros y en los pueblos; a la vez, las haciendas pronto se convirtieron en mundos sociales separados que aseguraban la posición y aspiraciones sociales de sus propietarios. Con frecuencia se pagaba a los trabajadores en especie, ya fuera en fichas que podían cambiarse en la tienda de la hacienda, o mediante el uso de parcelas que se les permitía cultivar para su propia subsistencia. Ambos métodos ataban al trabajador cada vez más a la Casa Grande, desde la cual el propietario de la hacienda regía sus grandes propiedades. En 1810, poco antes de la derrota de los españoles, existían unas cinco mil grandes propiedades de ese tipo, una cuarta parte de las cuales se dedicaba a la ganadería. Estas haciendas ganaderas eran más características de la árida región norte, en donde la insuficiente lluvia y la escasa vegetación impidieron el surgimiento de una población indígena numerosa en tiempos prehispánicos. De cualquier forma, la ganadería requería poca mano de obra. Las haciendas agrícolas estaban situadas por lo general en el corazón central del país, la zona en que la población indígena siempre había sido numerosa y densa. Esto significó necesariamente que Ias haciendas se encontraron obligadas a compartir el territorio con las comunidades indígenas. Bajo el régimen español, éstas recibían la protección especial del Estado. Se les había otorgado la personería jurídica de corporaciones y se permitía a cada comunidad retener una cantidad estipulada de tierras bajo su propia administración comunal, así como sus propias autoridades comunales autónomas. En realidad numerosas comunidades perdieron sus tierras en favor de las haciendas y muchas autoridades comunales locales fueron depuestas por quienes tenían poder y lo ejercían en la zona. Sin embargo, en 1810 había todavía más de 4.500 comunidades indígenas autónomas que poseían tierras (Mc Bride, 1923, 131), e incluso el grado restringido de autonomía les había permitido conservar muchos patrones culturales tradicionales. Éstos variaban mucho de comunidad a comunidad; no había una cultura indígena uniforme, al igual que no existía un idioma indígena unitario. Cada comunidad conservaba sus propias costumbres y lenguaje, y se rodeaba con una muralla de desconfianza y hostilidad contra los extraños. Un conjunto de esas comunidades podían estar subordinadas a una hacienda que se encontrase valle abajo, pero conservaban al mismo tiempo un fuerte sentido de su diferencia cultural y social con respecto a la población de la hacienda. Así, México surgió a este período de in–dependencia con su paisaje rural polarizado entre las grandes propiedades por una parte y las comunidades indígenas por otra – unidades que, aunque podían estar relacionadas económicamente, estaban en oposición social y políticamente. Vista desde la perspectiva del orden social mayor, cada hacienda constituía un Estado dentro del Estado; cada comunidad indígena representaba una pequeña “república de indígenas” junto a otras “repúblicas de indígenas”. Dentro del panorama de haciendas y repúblicas indígenas, se encontraban las ciudades, asiento de los comerciantes que abastecían tanto a las haciendas como a las minas, de los funcionarios que regulaban los privilegios y restricciones, y de los sacerdotes que dirigían la economía de la salvación. Desde sus tiendas, oficinas e iglesias se extendían las redes comerciales que abastecían a las minas y rescataban sus minerales; la red burocrática que regulaba la vida en el resto del territorio; y la red eclesiástica que comunicaba a los curas parroquiales con la jerarquía del centro. Además, a la sombra de palacios y catedrales, trabajaban artesanos que proveían a los ricos con comodidades y lujos de un mundo colonial barroco, ejércitos de sirvientes, y una enorme multitud de pobres urbanos. Eric Wolf, La Revolución Mexicana 2.

(3) Era una sociedad organizada en torno a una estructura de privilegios especiales. Éste sería uno de los problemas más graves legados por la Colonia a la República independiente. En 1837, el liberal José M. L. Mora escribiría que las grandes fuentes de dificultades consistían en los hábitos creados por la antigua constitución del país. Entre éstos figuraba y ha figurado como uno de los principales el espíritu de cuerpo difundido por todas las clases de la sociedad, y que debilita notablemente o destruye el espíritu nacional. Sea designio premeditado o sea el resultado imprevisto de causas desconocidas y puestas en acción, en el Estado civil de la antigua España había una tendencia marcada a crear corporaciones, a acumular sobre ellas privilegios y exenciones del fuero común; a enriquecerlas por donaciones entre vivos o legados testamentarios; a acordarles en fin cuanto puede conducir a formar un cuerpo perfecto en espíritu, completo en su organización, e independiente por su fuero privilegiado, y por los medios de subsistir que se le asignaban y ponían a su disposición... No sólo el clero y la milicia tenían fueros generales que se subdividían en los de frailes y monjas en el primero, y en los de artilleros, ingenieros y marina en el segundo; la Inquisición, la Universidad, la Casa de la Moneda, el Marquesado del Valle, los mayorazgos, las cofradías, y hasta los gremios tenían sus privilegios y sus bienes, en una palabra, su existencia separada... Si la independencia se hubiera efectuado hace cuarenta años, un hombre nacido o radicado en el territorio en nada habría estimado el título de mexicano, y se habría considerado solo y aislado en el mundo, si no contaba sino con él... entrar en materia con él sobre los intereses nacionales habría sido hablarle en hebreo; él no conocía ni podía conocer otros que los del cuerpo o cuerpos a que pertenecía y habría sacrificado por sostenerlos los del resto de la sociedad [1837, vol. 1, pp. XCVI–XCVIII].. En este contexto Mora debió mencionar también a las comunidades indígenas, corporaciones legales semejantes a los otros cuerpos enumerados. Cada conjunto de privilegios, estuvieran en manos de comerciantes influyentes o de indios de clase baja, daba monopolios sobre recursos. Como todos los monopolios, podían ejercerse contra competidores surgidos del mismo grupo de intereses o de clase; pero como todos los monopolios, también podían ejercerse contra quienes reclamaban “desde abajo”, contra todos los que deseaban participar en el proceso económico y social, pero que se veían impedidos por las distintas barreras de los privilegios especiales. Esta estructura de los privilegios especiales se hacía aún más compleja en la Nueva España por las discriminaciones, reconocidas por la ley, contra todos los sectores de la población que no pudiesen demostrar su descendencia o de españoles o de indígenas. Éstas, las llamadas castas, que se originaron en uniones entre indios, negros y españoles, pronto se convirtieron en una parte considerable de la población total y fueron responsables de muchas ocupaciones económicas, políticas y religiosas de las cuales dependía la estructura de privilegios. Así, la abierta estructura de privilegios fue poco a poco complementada por un culto inframundo social de los no privilegiados. Existía poca correspondencia entre la ley y la realidad en el orden utópico de la Nueva España. La Corona deseaba negar a los colonizadores su propia fuente de mano de obra. Los colonizadores la obtenían ilegalmente ligando los peones a su persona y a su tierra. Los decretos reales apoyaban el monopolio del comercio sobre los bienes que ingresaban y salían de la colonia; pero al margen de la ley operaban los contrabandistas, cuatreros, bandidos y los compradores y vendedores de productos clandestinos. Para cerrar los ojos de la ley surgió una multitud de escribanos, abogados, intermediarios, influyentes y agentes ocultos... En tal sociedad, incluso las transacciones diarias podían tener aspectos ilegales; y no obstante, tal ilegalidad era la materia prima de la cual estaba hecho este orden social. Las transacciones ilícitas demandaban agentes; el ejército de desheredados, privado de fuentes alternas de ocupación, proporcionaba estos agentes.. Eric Wolf, La Revolución Mexicana 3.

(4) Así, una marea de ilegalidad y de desorden parecía siempre presta a anegar las precariamente defendidas islas de legalidad y privilegios [Wolf, 1959, p. 237].. Y, no obstante, al mismo tiempo y paradójicamente la sociedad no podía subsistir sin ellos. Así, a medida que la sociedad les heredaba sus negocios informales y no reconocidos, se convirtieron en agentes y encargados de múltiples transacciones que hacían circular la sangre a través de las venas del organismo social. Debajo del revestimiento formal del gobierno colonial español y de la organización económica, sus dedos tejían la red de relaciones sociales y de comunicaciones, única vía a través de la cual pueden los hombres atravesar los abismos entre las instituciones formales [1959, p. 243].. De esta manera, la sociedad colonial incubó un estrato de los socialmente desheredados, que ocuparon ciertas posiciones estratégicas dentro de su sistema social. Estas posiciones servirían como una palanca cuando empezaron a hacer demandas sobre el orden social en el que se encontraban; el resentimiento sería el combustible psicológico y social de sus demandas. El movimiento de Independencia tuvo tres aspectos relacionados y sin embargo con frecuencia contradictorios. Fue, en parte, una afirmación de la periferia contra el centro burocrático. Empezó en la región comercial–industrial–agrícola del Bajío al noroeste de la ciudad de México y en las provincias al sur de la capital. Social y militarmente aspiraba al control del centro burocrático de la ciudad de México y de sus comunicaciones vitales con el puerto de Veracruz, que la conectaba con España. También era, en parte, un movimiento de militaristas contra el mando de una oficialidad centralizada, independientemente de que combatieran a favor o en contra de los insurgentes... La Nueva España se había basado para el control interior y la defensa exterior en una combinación de tropas españolas con tropas reclutadas en el país. Los soldados locales, reclutados en su mayor parte por comerciantes y terratenientes, se alistaban de manera principal con el fin de obtener la protección de los privilegios jurídicos especiales otorgados a los militares y como un medio de mejorar su posición social a través de los títulos y uniformes militares. Las guerras de Independencia, sin embargo, dieron a muchos soldados ocasionales su primera experiencia de poder militar y de los beneficios personales que se obtenían de su ejercicio, fundamentando así Ia base para el surgimiento de un estrato de caudillos militares que habría de plagar a la sociedad mexicana durante más de un siglo. En tercer lugar, el movimiento de Independencia fue también un movimiento de reforma social. Este elemento se hizo evidente al ser asumido el liderazgo de la insurrección por el cura de aldea don José María Morelos y Pavón. El 17 de noviembre de 1810, proclamó el fin del sistema discriminatorio de castas: en adelante todos los mexicanos, fueran indios, castas o criollos nacidos en América de padres españoles, serían conocidos simplemente como “americanos”. Se pondría fin a la esclavitud y al tributo especial indígena. La tierra tomada a las comunidades indígenas debería ser repuesta. La propiedad de los españoles y de los criollos hispanófilos les sería expropiada:. Eric Wolf, La Revolución Mexicana 4.

(5) Deben tenerse como enemigos todos los ricos, nobles y empleados de primer orden y apenas se ocupe una población se les debe despojar de sus bienes, para repartirlos por mitad entre los vecinos pobres y la Caja Militar... En el reparto de los pobres se procurará que nadie se enriquezca y todos queden socorridos. No se excluyan de estas medidas ni los muebles, alhajas o tesoros de las iglesias... Deben derribarse todas las aduanas, garitas y edificios reales, quemarse los efectos ultramarinos, sin perdonar los objetos de lujo ni el tabaco. Deben ser también inutilizadas las oficinas de hacendados ricos, las minas y los ingenios de azúcar, sin respetar más que las semillas y alimentos de primera necesidad... Deben inutilizarse las haciendas cuyos terrenos pasen de dos leguas para facilitar la pequeña agricultura y la división de la propiedad, porque el beneficio positivo de la agricultura consiste en que muchos se dediquen con separación a beneficiar un corto terreno que puedan asistir con su trabajo e industria, y no en que un solo particular tenga extensas tierras infructíferas esclavizando a millares de gentes para que las cultiven por fuerza en la clase de gañanes o esclavos, cuando pueden hacerlo como propietarios de un terreno limitado con libertad y beneficio suyo y del público [citado en Cué, 1947, p. 44].. En consecuencia, la insurrección no fue sólo una reacción contra el control de la metrópoli y un despliegue de poder militar, sino que fue también “una revolución agraria larvada” (Paz, 1967, p. 111). Fue este tercer aspecto el que demostró ser decisivo para la conformación del curso de la revuelta. Tan pronto se hizo evidente que esta era también una guerra de los pobres en contra de los privilegios que existían, el ejército, la Iglesia y los grandes terratenientes apoyaron a la Corona española y aplastaron la rebelión. El mismo Morelos fue ejecutado en I815. Sin embargo, pocos años después, la propia España adoptó una constitución liberal que tenía como fin debilitar la posición de la Iglesia y la élite criolla se vio obligada a modificar su posición y levantarse en apoyo de la Independencia. En 1821 México se convirtió en un Estado independiente, comprometido firmemente con el mantenimiento de los derechos de propiedad y de los fueros especiales de los funcionarios, la Iglesia, los terratenientes acaudalados y el ejército. Los militares rompieron sus nexos con España de tal manera que se creaba sobre bases firmes un régimen militarista que hasta antes de 1810 no había existido en el país y además, se ligaban los intereses de la clase militar con los de la aristocracia eclesiástica y con los de la burocracia virreinal [Cué, 1947, p. 60].. El movimiento de Independencia que se había iniciado con demandas de reforma social terminó así con la conservación del poder de élite. Esto era verdad en especial para las grandes propiedades. Cualesquiera que hayan sido los intentos de reforma que se hicieron en el curso del siglo XIX, todos ellos sólo sirvieron para fortalecer y ampliar, más que debilitar, el dominio del latifundio sobre sus vasallos. Se llevaron a cabo muchos cambios de diferentes tipos en el México del siglo XIX, pero el latifundismo triunfó sobre todos. Todas las ideas proclamadas por el movimiento de independencia habrían de volver a presentarse periódicamente en el siglo XIX. Al independizarse México del control español, los militares tuvieron mano libre para competir militar y políticamente. A partir de entonces el dominio de los pretorianos trajo lo que Francisco Bulnes llamó “la subasta pública de la púrpura imperial”. El golpe de Estado sería “el golpe de martillo que abre el remate del poder en el sistema pretoriano”, acompañado por el ofrecimiento de “generalatos, coronelatos, sobreseimiento de causas criminales, contratos de vestuario, armas, equipo, libranzas y, si era posiEric Wolf, La Revolución Mexicana 5.

(6) ble, un poco de dinero en efectivo” (1904, pp. 206–6). Cada golpe palaciego era seguido por el reparto de los despojos; y, no obstante, éstos nunca fueron suficientes. A partir de 1821 el país se encontró en dificultades financieras cada vez más graves. Atormentado por disensiones internas que se convirtieron en una constante de la política mexicana, robado por una hambrienta horda de funcionarios públicos, cuya capacidad para el latrocinio era muy superior a su capacidad como gobernantes, empujado a un pantano financiero por préstamos extranjeros a largo plazo con ruinosas tasas de interés y por préstamos internos a corto plazo con una tasa de interés que en algunos casos llegaba hasta el 50% por 90 días; el gobierno caía de una crisis financiera a otra. Los ingresos normales nunca cubrían las necesidades y se recurría a toda táctica conocida por los desesperados financistas públicos: préstamos forzosos, impuestos especiales, adelanto de impuestos, confiscaciones, hipotecas, deudas consolidadas, papel moneda y adulteración de la moneda. Para 1850 la deuda externa había aumentado a más de 56 millones, y la deuda interna a los 61 millones; hacia 1867, después de13 años de guerra y revolución intermitentes de los cuales formaron parte la intervención francesa y el Imperio de Maximiliano, la deuda externa había ascendido a la asombrosa cifra de 375 millones y la deuda interna a casi 79. Para esa época cerca del 95% de los ingresos arancelarios habían sido hipotecados para el pago de varias deudas [Cumberland, 1968, p. 147].. En estas condiciones, “el gobierno no era más que un banco de empleados, custodiado por empleados armados que se llamaban el ejército” (Sierra, 1948, pp. 189–90). El comercio “comenzó a arrastrar una vida precaria entre la exacción famélica del agente fiscal y el contrabando organizado como una institución nacional” (1950, p. 143). El comerciante, el propietario, luchaban a brazo partido con el gobierno, robaban a sus extorsionadores por cuantos medios podían, defraudaban la ley con devoción profunda, y abandonando poco a poco sus negociaciones en manos del extranjero (al español, que había vuelto ya, la hacienda, el rancho, la tienda de comestibles; al francés, las tiendas de ropas, de joyas; al inglés, la negociación minera), se refugiaban poco a poco, en masa, en el empleo, maravillosa escuela normal de ociosidad y de abuso en que se ha educado la clase media de nuestro país [1948, p. 215].. Además, mientras la contienda armada fragmentaba abiertamente a la sociedad y los problemas financieros minaban ocultamente sus bases, dos problemas adicionales enfrentaron a mexicanos contra mexicanos. La guerra entre la periferia y el centro que había caracterizado el movimiento de Independencia se presentaba de nuevo, una y otra vez, en las pugnas políticas e ideológicas entre federalistas que deseaban obtener una cierta autonomía regional y centralistas que deseaban conservar un mando unificado sobre el país. Otro conflicto opuso a los liberales, que deseaban debilitar a la Iglesia, a los conservadores deseosos de conservar el poder eclesiástico. Aunque en general los federalistas también estaban contra la Iglesia y los centralistas favorecían la continuación de los privilegios de ésta, los líderes con frecuencia creaban el caos al formar alianzas o cismas individuales, de acuerdo con sus intereses personales o locales. Estos permanentes conflictos entre los liberales y federalistas anticlericales contra los centralistas proclericales, librados con una ferocidad inusitada, incitaban a su vez a los poderes extranjeros a aprovecharse del agitado panorama mexicano. Desde el inicio de la república, intereses británicos se aliaron a los cenEric Wolf, La Revolución Mexicana 6.

(7) tralistas e intereses norteamericanos a los federalistas, aumentando así el nivel del conflicto entre ellos. En 1835 Texas se levantó contra el gobierno mexicano, y en 1847 los Estados Unidos se anexaron y el estado, motivados en parte por intereses esclavistas sureños que esperaban añadir otro estado al grupo esclavista, y en parte por la esperanza de obtener un acceso a California y al Océano Pacífico. Después de la derrota mexicana de 1848, la agitada república perdió –con Texas, Nuevo México y California– más de la mitad de su territorio nacional. Por otra parte, fue debilitada aún más por rebeliones indígenas a lo largo de la frontera septentrional, y por el feroz levantamiento maya de Yucatán en 1847, propiciado por el aumento de la producción de azúcar en la península. En 1861 desembarcó en México una fuerza conjunta británica, francesa y española para cobrar deudas que se les debían, y aunque los británicos y españoles se retiraron, Francia procedió entre 1862 y 1867 a convertir a México en un Estado dependiente a través del emperalato satélite de un Habsburgo austríaco. Contra todas las expectativas, las fuerzas mexicanas bajo el liderazgo de Benito Juárez obligaron a la evacuación de los franceses, dejando sin apoyo al emperador Maximiliano, quien se enfrentó a un pelotón de fusilamiento en 1867. Paradójicamente, tanto la intervención norteamericana como la francesa contribuyeron a fortalecer a los liberales y debilitar a los conservadores. La guerra contra los Estados Unidos había sido mal dirigida por los líderes conservadores y después de la derrota perdieron tanto el poder como el prestigio. Como resultado, en 1955 los liberales habían podido hacer aprobar un grupo de leyes, las Leyes de Reforma, que tenían por fin convertir a México en un Estado secular y progresista. Se abolieron los privilegios especiales del ejército y de la Iglesia. Las corporaciones que poseían tierra, incluyendo las tenencias de la Iglesia y las comunidades indígenas, deberían disolverse. Se deberían vender las tierras de la Iglesia y las de los indígenas asignarse como propiedades individuales a sus poseedores. La ley de desamortización del 25 de junio de 1856 establecía que Ninguna corporación civil o eclesiástica podía adquirir o administrar propiedades distintas a los edificios dedicados exclusivamente al propósito para el cual existía tal corporación. Disponía que las propiedades que tenían entonces tales corporaciones deberían venderse a los arrendatarios o usufructuarios que las ocupaban y las que no estuvieran alquiladas o arrendadas se vendieran en subasta pública [Whetten, 1948, p. 85].. Cuando la Iglesia se opuso a estos decretos y los conservadores se levantaron en armas nuevamente, Juárez fue más lejos, confiscando todos los bienes raíces propiedad de la Iglesia, suprimiendo todas las órdenes monásticas, instituyendo el matrimonio civil y convirtiendo los cementerios en propiedad pública. Cuando los conservadores demostraron su incapacidad de derribar al gobierno liberal, que conservó el control de Veracruz y el acceso al mar, buscaron la ayuda francesa. A su vez, apoyaron a Maximiliano y al ejército francés durante los seis años de guerra. Sin embargo, al final triunfó Juárez, tanto contra los franceses como contra sus aliados mexicanos. El dominio de las corporaciones privilegiadas había sido roto y comenzaría una nueva era. Quienes hicieron las Leyes de Reforma creaban. Eric Wolf, La Revolución Mexicana 7.

(8) un proyecto tendiente a fundar una nueva sociedad... el proyecto histórico de los liberales aspiraba a sustituir la tradición colonial, basada en la doctrina del catolicismo, por una afirmación igualmente universal: la libertad de la persona humana [Paz, 1961, p. 126].. No obstante, los dioses que rigen el destino de México parecen solazarse en contradecir los signos. La guerra de la Independencia empezó con una protesta social y demandas de igualdad social. La Independencia de México la obtuvieron, no Hidalgo o Morelos, sino sus enemigos hispanófilos. De manera similar las Leyes de Reforma debían liberar al individuo de los grilletes tradicionales, pero sólo alcanzaron a crear una nueva forma de servidumbre. La libertad para el propietario de tierras significaría una mayor libertad para adquirir más tierras y añadirlas a sus ya grandes tenencias; la libertad para el indígena –que ya no estaba sujeto a su comunidad y ahora era amo de su propiedad– significaría la capacidad de vender su tierra y de unirse a la muchedumbre de desposeídos que buscaban empleo. En el curso de otros treinta y cinco años, México descubriría que había abandonado los grilletes de la tradición sólo para propiciar la anarquía social. La Revolución habría de ser el resultado final. En 1876 Benito Juárez cedió el poder a uno de los generales que más se destacó en la guerra contra los franceses, Porfirio Díaz. Bajo su autocracia se incrementó el desarrollo económico, en tanto que bajo esta cobertura los problemas de México se hacían más álgidos sin encontrar atención ni solución. Durante la dictadura de Díaz, México sufrió profundos cambios. En este período, la inversión de capital extranjero en México superó considerablemente a la inversión mexicana. Concentrándose primero en la construcción de ferrocarriles y en la explotación de los minerales preciosos, empezó a penetrar crecientemente, después de 1900, en la producción de materias primas: petróleo, cobre, estaño, plomo, caucho, café y henequén. La economía fue dominada por un pequeño grupo de hombres de negocios y financieros cuyas decisiones afectaban el bienestar de todo el país. Así, en 1908, de 66 empresas que participaban en las finanzas y en la industria, 36 tenían directorios comunes provenientes de un grupo de trece personas; diecinueve tenían a más de uno de los trece. Durante la década final del siglo XIX, los líderes de este nuevo grupo de control formaron una camarilla que pronto se conoció bajo el sobrenombre de “científicos”. Pretendiendo ser científicos positivistas, veían el futuro de México en la reducción y aniquilamiento del elemento indígena, al que consideraban inferior y, por lo tanto, incapaz del desarrollo y en el fomento del control “blanco”, nacional o internacional. Esto se lograría ligando más vigorosamente a México a las naciones industriales “desarrolladas”, en especial Francia, los Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña. De esta manera, en su opinión, el desarrollo provendría del exterior en la forma de colonos o de capital extranjeros. Muchos se convirtieron en representantes de empresas extranjeras que funcionaban en México. Algunos directamente, como Olegario Molina, quien controlaba el mercado del henequén en Yucatán para beneficio de la International Harvest Corporation; otros indirectamente, como abogados que actuaban a nombre de las empresas extranjeras solicitando confesiones al gobierno. Durante los últimos años del régimen, algunos se desempeñaron abiertamente como socios de las empresas extranjeras. A la vez, sin embargo, combinaban sus intereses en los negocios con un interés en la adquisición de tierras. Aunque cierto número había empezado su carrera como abogado... y otros Eric Wolf, La Revolución Mexicana 8.

(9) como terratenientes, al final del período todos resultaron siendo propietarios de grandes extensiones de tierra. Díaz conservó cuidadosamente las formas del proceso constitucional establecidas en la Constitución mexicana de 1856, pero ajustó su contenido para que sirviera a los fines de su maquinaria política nacional. Había elecciones frecuentes, pero se las “arreglaba” con mucho cuidado. Los diputados y senadores del Congreso mexicano eran nominados por el grupo del gobierno y se les confirmaba después mediante el proceso electoral organizado. El poder judicial era nombrado por el gobierno y servía a los fines de éste. La libertad de prensa estaba severamente restringida, y los periodistas de la oposición eran encarcelados o exiliados. Las huelgas estaban prohibidas. Las rebeliones rurales, como la insurrección de los indios yaquis de 1885 y 1898, eran aplastadas con grandes muestras de ferocidad. Un cuerpo policial especial, los rurales, reclutado entre criminales y bandidos, patrullaba las zonas rurales. Los opositores del régimen capturados por los rurales eran asesinados con frecuencia, so capa de aplicar la “ley fuga”, ley que permitía disparar contra los prisioneros que intentaban escapar. Dentro de las garantías proporcionadas a través de tal violencia organizada, Díaz actuaba con gran habilidad, recompensando a sus seguidores y castigando a quienes se le oponían siguiendo la dialéctica de “pan y palos”. Los que buscaban poder y seguían a Díaz recibían posiciones o concesiones. Se neutralizaba a los opositores. La lealtad política se compraba mediante la distribución del Tesoro Público. A nivel de las aldeas esto significaba, por supuesto, confiar en caudillos locales que con frecuencia usaban el poder para su propio beneficio (véase Lewis, 1951, pp. 230–1). Se calcula que hacia 1910 cerca de tres cuartas partes de la clase media había encontrado ocupación dentro de los organismos del Estado, con un costo anual de 70 millones de pesos (Bulnes, 1920, pp. 42–3). Un sistema nacional de favoritismo sustentaba a la maquinaria política que concentraba el poder en la cima, en manos del dictador. De una manera muy hábil, Díaz enfrentó entre sí a varios aspirantes al poder, al igual que creó una cierta medida de independencia para su régimen oponiendo entre sí a los inversionistas norteamericanos, franceses, alemanes e ingleses, a sus respectivos gobiernos. A la vez, estos gobiernos veían en Díaz al garante de sus inversiones y el pivote de la estabilidad. Las Leyes de la Reforma de 1856–1857 habían iniciado un cambio importante en la propiedad de la tierra agrícola; el primero de estos esfuerzos se dirigió contra las tenencias de la Iglesia. Es difícil calcular la cantidad total de tierras que estaban en manos de ésta; algunos autores afirman que se transfirieron aproximadamente $100.000.000 en bienes raíces eclesiásticos a propietarios privados, y que 40.000 propiedades cambiaron de dueño (Simpson, 1937, p. 24). Aunque el propósito pretendido por esta medida era el de crear una activa clase media rural en México, “las propiedades de la Iglesia pasaron en gran parte y conservando su extensión a manos de los partidarios de Juárez, y aunque se creó de esa forma una nueva aristocracia terrateniente, no por eso dejaba de ser una aristocracia” (ibid.). Lo mismo aconteció con las tierras comunales de las comunidades indígenas. Como hemos visto, las tierras comunales fueron declaradas ilegales y se obligó a dividirlas en tenencias individuales. Así, se convirtió a la tierra en una mercancía comercial, susceptible a ser vendida o hipotecada para el pago de Eric Wolf, La Revolución Mexicana 9.

(10) deudas. Muchos indígenas perdieron en corto tiempo sus títulos ante terceras personas, con frecuencia para financiar gastos ceremoniales de prestigio. Prácticamente toda esa tierra cayó en manos de las haciendas y de compañías que negociaban en tierras. Se calcula que más de 810.000 hectáreas de tierras comunales fueron transferidas en el período de Díaz (Phipps, 1925, p. 115). Además, bajo la nueva legislación el gobierno obtenía el derecho de vender tierras públicas a compañías de fomento, o de hacer contratos con las compañías deslindadoras pagándoles con la tercera parte de la tierra deslindada. Hacia 1889 se habían deslindado 32 millones de hectáreas. Veintinueve compañías habían obtenido posesión de más de 27.5 millones de hectáreas, o sea el 14% de la superficie total de la República. Entre 1889 y 1894 se enajenó un 6% adicional de la superficie total. Así se entregó aproximadamente una quinta parte de la República Mexicana. A la vez, los agricultores que no enseñaban un claro título de propiedad sobre sus tierras eran tratados como colonos ilegales y se les desposeía. Lo que había empezado como una campaña para crear una activa clase media rural compuesta por pequeños granjeros terminó en una victoria triunfal de la oligarquía terrateniente. McBride ha calculado que a fines del gobierno de Díaz existían 8.245 haciendas. Trescientas de ellas tenían cuando menos 10.000 hectáreas; 116 aproximadamente 250.000; 51 poseían aproximadamente 30.000 hectáreas cada una; y “medían no menos de 100.000. Desafortunadamente McBride no tomó en cuenta en su enumeración que un hacendado podía poseer más de una hacienda; el grado de concentración de la propiedad de la tierra era probablemente mayor que lo sugerido por las cifras de McBride. Southworth (1910) menciona, para 1910, 168 propietarios con dos propiedades cada uno, 52 con tres propiedades, 15 con cuatro, 4 con seis, 3 con siete, 5 con ocho y 1 con nueve. Luis Terrazas, el arquetipo del hacendado porfiriano, tenía 15 propiedades, que abarcaban casi dos millones de hectáreas. Se decía en aquella época que él no era de Chihuahua – había nacido allí– sino que Chihuahua era de él. Tenía aproximadamente 500.000 cabezas de ganado mayor y 250.000 ovejas y exportaba anualmente entre 40.000 y 65.000 cabezas de ganado a los Estados Unidos. No obstante, no todas las haciendas eran grandes: si aceptamos las cifras de McBride, 7.767, o sea más del 90%, tenían menos de 10.000 hectáreas. Probablemente la hacienda promedio se acercaba más a las 3.000 hectáreas. La promulgación de la ley que anulaba la propiedad corporativa – eclesiástica o comunal– aceleró la desaparición del pueblo de indios que poseía tierras y que había subsistido durante todo el período del régimen colonial español y el primer medio siglo de Independencia. Los españoles habían reforzado la cohesión de las comunidades indígenas otorgándoles cierta superficie de tierra y exigiéndoles que se hicieran responsables colectivamente por el pago de los derechos y por la conservación del orden social. Las comunidades respondieron desarrollando, dentro de la estructura de tal organización corporativa, sus propios sistemas internos de organización política, fuertemente asociados al culto religioso. Casi en todas partes lo que calificaba a una persona para convertirse en uno de los responsables de las decisiones de toda la comunidad era el hacerse cargo de una serie de festividades religiosas. Por lo tanto, quien buscaba poder, tenía que hacerlo ajustándose en gran parte al criterio establecido por la comunidad; cuando satisfacía los requisitos, tenía que hacerlo participando en un comité de notables como él, que actuaban y hablaban por la comunidad. Así el poder era Eric Wolf, La Revolución Mexicana 10.

(11) menos individual que comunal. Con las nuevas leyes relativas a la tierra, sin embargo, se minaron los fundamentos de este sistema. No sólo se apoderaron las haciendas de mucha tierra indígena, sino que los mismos indios empezaron a hipotecar su tierra, que poseían ahora individualmente, con el fin de cubrir los gastos de vida corrientes y los gastos extraordinarios asociados al culto religioso. El mismo mecanismo que en una época garantizó la solidaridad continua de la comunidad se convirtió ahora en instrumento de su destrucción. Así, sobrevivieron comunidades indígenas de tipo antiguo, pero sólo en las regiones más inaccesibles del centro y del sur, en tanto que la gran masa de indígenas se enfrentaba a la perspectiva de relacionarse individualmente con quienes tenían el poder en el mundo exterior, fueran comerciantes a crédito que embargaban las cosechas y pertenencias de los pequeños campesinos, fueran hacendados o industriales que buscaban mano de obra para sus plantaciones y fábricas. Tannenbaum ha tratado de proporcionar una medida de la magnitud de la población que llegó a depender de la hacienda, en comparación con la población que permaneció “libre”. Así mostró que en cinco estados (Guanajuato, Michoacán, Zacatecas, Nayarit y Sinaloa) más del 90% de todas las poblaciones estaban situadas dentro de haciendas; en otros siete estados (Querétaro, San Luis Potosí, Coahuila, Aguascalientes, Baja California, Tabasco y Nuevo León) ésa era la situación para más del 80%. En 10 estados, entre el 50 y 70% de la población rural vivía en poblados dentro de las haciendas; en otros cinco estados esa población fluctuaba entre el 70 y el 90% de la total. Según Tannenbaum, el número y la proporción total de las aldeas que se encontraban localizadas dentro de plantaciones en cualquier estado indica el grado en que las plantaciones habían absorbido no sólo la tierra sino la vida autónoma de las comunidades y había logrado destruir sus costumbres. Era, en esencia, la diferencia entre la esclavitud y la libertad. La aldea que sobrevivió, incluso sin sus tierras, aldeas que habían perdido sus tierras y organización propias [1937, p. 193].. En este contexto es notable que en los ocho estados que rodeaban la región nuclear del valle de México continuaran predominando los grupos de poblados independientes. En tres estados más del 90% de la población rural continuó viviendo en pueblos independientes; en otros cinco, tales asentamientos albergaban a más del 70% de la población contra la persistencia de estas aldeas independientes fue contra lo que el régimen de Porfirio Díaz desató su poder. Al ser presionadas, sin embargo, dieron una respuesta revolucionaria: “Estas aldeas hicieron en última instancia la revolución social en defensa propia, antes de verse reducidas a la condición de los indígenas de otras partes de México” (ibid.). A pesar de que resulta obvio que las haciendas dominaban el escenario rural, otros datos sugieren que el período porfirista también presenció un aumento en el número de ranchos de propiedad individual y que eran trabajados por familias. El número de ranchos no debe tomarse en sentido absoluto, ya que el término rancho no tiene un significado homogéneo: en el norte puede referirse a enormes propiedades y en el centro a tenencias que lleguen hasta las 1.000 hectáreas. No obstante, podríamos decir con seguridad que hubo un considerable aumento en el número de pequeñas tenencias. McBride calcula que en el momento de iniciarse la Revolución había 47.939 ranchos, en comparación con 8.245 haciendas. Unos 29.000 de éstos se habían creado desde 1854 mediante la diviEric Wolf, La Revolución Mexicana 11.

(12) sión de tierras comunales (19.906), asignación de tierras públicas (8.010) y donaciones de tierras a colonos (1.189). La superficie ocupada por estos ranchos era insignificante cuando se la comparaba con la que tenían las haciendas; pero no debe desdeñarse la importancia social de este aumento en el número de pequeñas propiedades agrarias. Más de una tercera parte de las mismas se habían establecido a expensas de las propiedades comunales, minando así la solidaridad de las aldeas indígenas; pero dos terceras partes continuaron una tendencia hacia el surgimiento de una clase rural media, que ya se había hecho evidente desde el siglo anterior. François Chevalier (1959) ha demostrado que durante los siglos XVIII y XIX se realizó un lento “retorno” de los pequeños granjeros, en especial entre las poblaciones no indígenas del norte. No obstante, a pesar del crecimiento del latifundio, la producción agrícola total no aumentó de manera continua y estable. De hecho, entre 1877 y1894 la producción agrícola disminuyó a una tasa anual del 0.81%. Entre 1894 y 1907 aumentó una vez más, pero sólo a la lenta tasa anual del 2.59%. La tendencia hacia el aumento se debió mayormente al crecimiento de las cosechas industrializadas para consumo interno y aún más al de las cosechas de exportación. La producción de algodón y caña de azúcar aumentó, cultivándose el primero para la industria textil mexicana, mientras se incrementó notablemente la producción de café, garbanzo, vainilla y henequén, además de la cría de ganado, para el mercado internacional. Pero las cosechas de alimentos disminuían continuamente. Esto era especialmente cierto para el maíz, alimento básico de la población. La producción per capita de maíz disminuyó de 282 kilogramos en 1877 a 154 en 1894 y a 144 en 1907. Disminuciones similares se observaron en el frijol y el chile, otras cosechas de igual importancia. No sólo disminuyó la cantidad de maíz producido per capita, sino que los precios del maíz aumentaron, en tanto que los salarios permanecieron al mismo nivel. Todo indica que el salario promedio diario no había aumentado entre los principios del siglo XIX y 1908. La clase media, acostumbrada a mayores gastos para vestimenta, habitación y sirvientes, también sintió el efecto de los crecientes precios de los alimentos (González Navarro, 1957, p, 390). El desarrollo industrial continuó con rapidez durante el régimen de Díaz. La producción minera aumentó 239% entre 1891 y 1910 (Nava Otero, 1965, p. 179). La producción industrial creció a la tasa anual de 3.6% entre 1878 y 1911 (p. 325). Entre 1876 y 1910, además, las vías de ferrocarril construidas aumentaron de 666 a 19.280 kilómetros. No obstante, la fuerza de trabajo industrial aumentó en una proporción menor. Entre 1895 y 1910, por ejemplo, el número de trabajadores industriales aumentó a una tasa de sólo el 0.6% de la población económicamente activa, hasta un total de 606.000, en comparación con la fuerza de trabajo agrícola que aumentó a la tasa anual del 1.3% durante el mismo período. Esto se debió en parte a que la nueva industria estaba mecanizada y, por lo tanto, se necesitaban relativamente pocos trabajadores para producir un mayor volumen, y en parte a las haciendas que monopolizaban la oferta de mano de obra en el campo mediante varias formas de peonaje por deudas. No obstante, hacia 1910 había cerca de 100.000 mineros, muchos de los cuales trabajaban en grandes minas como las de la Green Consolidated Koper Company of Cananea, que empleaba a 5.000 trabajadores. La ocupación en la industria textil aumentó de 19.000 a 32.000 entre 1895 y 1910. La mayor parte de Eric Wolf, La Revolución Mexicana 12.

(13) los trabajadores textiles trabajaban en grandes fábricas, como las de Río Blanco en Veracruz, con cinco mil husos y mil telares, manejados por 2.350 trabajadores, o sea, cerca de la mitad de todos los trabajadores empleados por once grandes fábricas en Veracruz. Esta fábrica era propiedad de una compañía de comerciantes franceses. Por último, había varias decenas de miles de trabajadores en la creciente red de ferrocarriles, donde los trabajadores recibieron por primera vez un “salario real”. Molina Enríquez, al hablar acerca del crecimiento de los ferrocarriles en México durante el porfiriato, dice que la construcción de ferrocarriles... implicaba la ocupación de trabajadores que... por primera vez recibieron salarios reales (esto es, en efectivo), salarios que mejoraron radicalmente su condición económica. A lo largo de las líneas de ferrocarril que atravesaban el país se reunían trabajadores, peones que habían escapado del yugo de las grandes haciendas... Se puede afirmar que la bonanza que momentáneamente trajeron consigo en la construcción de nuestras vías férreas constituyó durante años el verdadero secreto de la paz del porfirismo, al propio tiempo que las modificaciones profundas que introducían en las condiciones de la producción, dentro del país, preparaban ya la futura Revolución [1932, p. 292].. “La dinamita de los ferrocarriles cargó la mina que la revolución habría de hacer explotar” (1932, p. 291). Esta nueva fuerza de trabajo industrial reclutó sus miembros entre los antiguos campesinos desplazados de la tierra por la expansión predatoria de los latifundios, entre los numerosos artesanos incapaces de resistir los efectos de la competencia mecanizada y entre los peones que habían huido de la servidumbre por deudas hacia la relativa libertad del trabajo industrial asalariado. En su mayoría carecían de entrenamiento y de una élite tecnificada propia; las posiciones que requerían más técnica las ocupaban extranjeros. Aunque muchos habían ingresado recientemente en el trabajo industrial, tendían a concentrarse en fábricas y campamentos grandes, como Cananea u Orizaba. Eran notoriamente xenófobos debido a que la mayoría de sus capataces y patronos eran en realidad extranjeros. Carecían de experiencia organizativa, porque estaba prohibida la actividad sindical, pero ya habían conocido las ideas anarcosindicalistas, en gran parte a través de las relaciones de los trabajadores migratorios en los Estados Unidos con miembros de los International Workers of the World (IWW). A medida que pasó el tiempo, empezaron a manifestarse cada vez más mediante huelgas. Durante el porfiriato se llevaron a cabo cerca de 250 huelgas, aumentando su frecuencia a partir de 1880. Las huelgas eran comunes en los ferrocarriles, la industria textil, la minería y las fábricas de tabaco. Resaltan dos huelgas como precursoras de la actividad revolucionaria: la huelga de Cananea en 1906, aplastada por voluntarios norteamericanos y los rurales, y la huelga de Río Blanco en 1907, reprimida por el ejército, la policía y los rurales al costo de 200 muertos y 400 presos. El desarrollo, sin embargo, tuvo efectos diferentes en las periferias septentrional y meridional de la República (Katz, 1964). En el sur, el creciente mercado de alimentos y cosechas tropicales en los centros industriales produjo una expansión del cultivo en las haciendas unida a una explotación intensificada de la mano de obra indígena. Para complementar la mano de obra proporcionada por la población local, se transportaba indígenas rebeldes y criminales para que trabajaran en las plantaciones bajo un régimen de trabaja forzado. La presión intensificada sobre la población indígena también produjo todo un sector de supervisores, conEric Wolf, La Revolución Mexicana 13.

(14) tratistas de mano de obra y prestamistas interesados en hacer que los indígenas incurrieran en deudas para convertirlos en trabajadores de las haciendas. Aunque cada hacienda tenía sus propios mecanismos de coerción, policía y poste de azotes, toda la estructura coercitiva dependía en última instancia del organismo de coerción mantenido por el gobierno. Así, los propietarios sureños de haciendas tendían a apoyar a Díaz por razones internas, al igual que su dependencia respecto a los mercados y empresas extranjeras los llevaba a defender la simbiosis del régimen con los intereses extranjeros. Sin embargo, la oposición al régimen era notoria en el norte, donde las condiciones diferían considerablemente de las del resto del país. Allí la mano de obra siempre fue escasa y, por lo tanto, sólo se la podía obtener ofreciendo una compensación más alta que en el centro o el sur. El trabajo en las minas y en un creciente número de hilanderías de algodón, o la migración a los Estados Unidos, ofrecían oportunidades que debilitaban la estructura de la servidumbre por deudas e incrementaban la movilidad de la fuerza de trabajo. Contratos de aparcería remplazaban el trabajo por deudas, especialmente en propiedades que cultivaban algodón. Además, en el norte se habían lograrlo mantener en diversos lugares núcleos de pequeños propietarios; durante el período en discusión su número aumentó. Los propietarios de grandes haciendas no sólo vendían cereales y carne en las crecientes ciudades del norte, como Torreón, Nogales, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, y al otro lado de la frontera, en los Estados Unidos, sino que también habían empezado a invertir en la industria local produciendo principalmente para el mercado interno. Esa movilidad y las crecientes oportunidades estimularon a su vez el crecimiento de los comerciantes independientes, muy distintos a los intermediarios del sur, cuya principal ocupación era el reclutamiento de mano de obro indígena o el préstamo de dinero a interés. A la vez, los norteños se encontraron en desventaja en la competencia con las empresas extranjeras, generalmente norteamericanas, cuyas operaciones recibían la protección de los “científicos” y de Díaz. La competencia extranjera era especialmente vigorosa en el campo de la minería, donde la mayoría de las empresas mexicanas se vieron obligadas a vender sus minerales a la American Smelting and Refining Company. Sólo la familia Madero había podido conservar una fundición independiente en Monterrey, la cual se abastecía con minerales de sus propias minas. Los norteños también llegaron a comprender cada vez más que el control extranjero de las materias primas y de su elaboración limitaba su capacidad para ingresar en la industria pesada, en tanto que la expansión de la industria ligera se veía limitada por el débil desarrollo de la demanda interna mexicana, restringida por la estructura autárquica de la hacienda. Así, todos sus intereses estaban en contradicción con la influencia extranjera y con quienes, desde posiciones de poder en la capital, la patrocinaban. De esta manera, en el gobierno de Díaz se difundieron a toda la periferia del norte de México los motivos que impulsaron a la región del Bajío a rebelarse contra los españoles en 1810. Mientras los obreros industriales se agitaban en huelgas cada vez más numerosas y los trabajadores rurales se rebelaban periódicamente contra el dominio total del latifundio, tanto la clase media como la alta se inquietaban a medida que se aproximaba en 1910 un nuevo período presidencial para Díaz. Ya hemos hablado del descontento de los propietarios e industriales norteños cuyos intereses empezaban a entrar en conflicto con los de la dictadura. Las clases medias también comenzaron a sentir las limitaciones impuestas por Díaz. Iturriaga Eric Wolf, La Revolución Mexicana 14.

(15) (1915, p. 28) ha calculado que en 1895 los miembros de la clase media eran 989.783, o sea el 7.78% de la población; de éstos 776.439, o sea el 6.12%, vivían en las ciudades, y 213.344, o sea el 1.66%, eran rurales. Siguiendo al sociólogo Gino Germani, dividió a la clase media en dos grupos: la clase media económicamente “autónoma”, compuesta por artesanos, pequeños y medianos comerciantes, agentes comerciales, miembros de las profesiones liberales y pequeños y medianos rentistas, y la clase media “dependiente”, que se encontraba al servicio de organizaciones mayores que la empleaba. La clase media dependiente en el campo –compuesta por administradores y empleados de haciendas y empleados gubernamentales– era sólo el 8.97% de la clase media rural; el resto era “autónoma”. En la ciudad, sin embargo, la clase media dependiente representaba el 39.07% del total. La mayoría estaba probablemente compuesta por empleados públicos. Algunos se habían beneficiado considerablemente a través de su nombramiento a puestos que les permitían relacionarse con las concesiones extranjeras o eran fuentes de cohecho; la mayoría vivía con salarios bajos, descubriendo –según la frase de Justo Sierra– que, aunque el Estado tenía toda la riqueza, era pobre. Otros, ostentando diplomas y educación, no podían encontrar trabajo; todos los empleos habían sido agotados, con frecuencia por funcionarios que envejecían y se hacían seniles en el cargo. Por lo tanto, la Revolución –cuando ocurrió– demostró ser tanto un conflicto entre generaciones sucesivas que reclamaban el poder como un intento de corregir las injusticias y crear nuevas condiciones sociales y políticas. En el siglo XIX los liberales federalistas habían combatido a los conservadores centralistas tanto por una mayor autonomía regional como por las nuevas situaciones que tal autonomía podría crear. En 1910, se repitió este antiguo conflicto bajo una forma nueva, cuando la élite diplomada de las provincias se levantóEsta contra un régimen deideología “cadáveres políticos”. nueva clase nocompuesto poseía una propia elaborada, pero durante los primeros años del nuevo siglo, una parte de ella comenzó a prestar atención a temas más nuevos y radicales. Entre 1901 y 1910 se habían organizado más de cincuenta de los llamados clubes liberales, en su mayor parte en el norte y en la costa del Golfo (Barrera Fuentes, 1955, p. 39); entre los delegados al Congreso Liberal de 1901 figuraban ingenieros, estudiantes de leyes, abogados, comerciantes e incluso un “burgués acomodado”. Sus demandas eran fundamentalmente de elecciones libres y de libertad municipal, pero también esperaban poner un fin al peonaje y a las inhumanas condiciones de vida de las haciendas de la zona tropical. Con la creciente represión, sin embargo, muchos de estos liberales empezaron a irse más a la “izquierda”. Hacia 1903 muchos leían a Kropotkin, Bakunin y Marx, y desde 1906 intensificaron sus llamados para una rebelión armada contra el gobierno. Este cambio se vio reforzado por los acontecimientos políticos en España. Un creciente movimiento contra la intervención militar española en Marruecos, la explotación industrial, el clericalismo y la falta de libertad política fue reprimido, y grupos de socialistas y anarquistas españoles encontraron refugio en México. Se llevaron a cabo rebeliones e incursiones armadas desde el territorio de los Estados Unidos en 1906 (cinco) y en 1908 (dos). A la vez, un número cada vez mayor de trabajadores migratorios mexicanos en los Estados Unidos se familiarizó con el anarcosindicalismo mediante su relación con los wobblies, los miembros del International Workers of the World. “Los puntos positivos de esta ideología anarquista”, dice Paul Friedrich, quien estudió su efecto en una comunidad de la zona tarasca de Michoacán (1966, p. 206), Eric Wolf, La Revolución Mexicana 15.

(16) eran mejoras materiales, en especial la reforma agraria, y una organización socioeconómica que se basaba en la asociación voluntaria de comunidades aldeanas, sindicatos de trabajadores y otros grupos pequeños. Del lado negativo estaban una marcada hostilidad hacia la autoridad institucionalizada en gran escala, en especial hacia el Estado y la Iglesia.. Las dos corrientes, de clase media y proletaria, se unieron en la figura de Ricardo Flores Magón, uno de los primeros impulsores de los liberales y posteriormente, desde 1905, un importante organizador e ideólogo anarquista. Su periódico, Regeneración, publicado en los Estados Unidos después de su exilio de México, circulaba de mano en mano dentro de la República; se dice que incluso Zapata fue influido por él (Pinchon, 1941, pp. 41–4). Flores Magón, “el precursor ideológico de la Revolución mexicana” (Barrera Fuentes, 1955, pp. 302–3), que fue de cárcel en cárcel en los Estados Unidos desde 1911, murió en Leavenworth, Estados Unidos, en 1922. Sin embargo, la idea anarquista de una sociedad organizada en pequeñas comunidades sobrevivió, fundamentando la restauración de las comunidades indígenas en las reformas agrarias que habrían de seguir a la Revolución. De este modo, proporcionó un enlace entre la experiencia del pasado y el futuro, en términos que podían hacer esa experiencia inteligible para las personas envueltas en las violencias de un apocalipsis revolucionario. En 1910 empezó la Revolución. La señal para iniciarla la dio Francisco Madero, terrateniente liberal de Coahuila, el cual –en su Plan de San Luis Potosí– asumió la presidencia provisional de México y designó el 20 de noviembre de 1910 como la fecha en que los mexicanos se levantarían en armas contra el odiado dictador. Parece paradójico que este llamado para procedimientos electorales más ordenados desatara una tormenta de violencia y desórdenes que iba a barrer a México durante toda una década. En contraste con otros movimientos revolucionarios del siglo XX, la Revolución mexicana no fue dirigida por un solo grupo organizado en torno a un programa central. Ningún otro movimiento revolucionario tuvo participantes con tan poca conciencia de sus papeles y de sus posiciones. El movimiento se parece a una gran avalancha, esencialmente anónima. Ningún partido organizado presidió su nacimiento. Ningún gran intelectual prescribió su programa, formuló su teoría, delineó sus objetivos [Tannenbaum,1937, pp. 115–6].. Sus líderes militares surgieron por el levantamiento... La Revolución los hizo, les dio medios y apoyo. Fueron los instrumentos de un movimiento; ellos no lo hicieron y apenas fueron capaces de dirigirlo [ibid].. Avanzó con sacudidas y saltos, y en varias direcciones a la vez; arrasó por igual los bastiones del poder y los “jacales” de los peones. Cuando terminó, había alterado profundamente las características de la sociedad mexicana. Más que ninguna otra revolución del siglo XX, por lo tanto, nos da una visión de las condiciones de desequilibrio que fundamentan una época revolucionaria. Eric Wolf, La Revolución Mexicana 16.

(17) Casi inmediatamente se delimitaron dos zonas de participación rural, una zona meridional en torno al estado de Morelos, y una septentrional en torno a Chihuahua. Los sureños fueron conducidos por Emiliano Zapata, los norteños por Doroteo Arango, más conocido bajo el nombre de Pancho Villa. Para comprender estos movimientos necesitamos conocer más sobre sus respectivas zonas de origen. Localizado en la zona templada, Morelos, con una agricultura bien arraigada, tenía en 1910 una densidad de población relativamente alta de 37 habitantes por kilómetro cuadrado. Esta concentración de población, a su vez, había ayudado a conservar las costumbres indígenas y el uso del dialecto náhuatl. Los asentamientos de españoles habían sido pocos en la zona. Sus valles favorecían la explotación comercial de la caña de azúcar en plantaciones que primero fueron trabajadas por mano de obra de esclavos negros traídos del exterior y que eran propiedad de poderosos terratenientes y de órdenes religiosas localizadas en la ciudad de México. Las comunidades indígenas sobrevivieron en las serranías cercanas. Sin embargo, al privar las Leyes de Reforma de sus tierras a las corporaciones, las haciendas privadas empezaron a avanzar por igual sobre las tierras de la Iglesia y de los indígenas. Su propósito no era sólo obtener tierra buena adicional para fines productivos, sino –principalmente– negar a las poblaciones indígenas tierra suficiente, forzándolas de esta manera a servir en las grandes propiedades azucareras. Poco deseosos de modernizar sus técnicas e ingenios en los primeros años del gobierno de Díaz, los cultivadores de azúcar de Morelos se vieron obligados –por la competencia– a mejorar sus ingenios. En 1880 se instaló en las haciendas la primera maquinaria que usaba el método centrífugo, siendo Santa Clara la primera que empleó este moderno procedimiento. Dicho acontecimiento cambiaría radicalmente la vida en el estado. Para aumentar la producción de azúcar, los hacendados trataron naturalmente de aumentar la superficie cultivada y esto tenía que ocurrir necesariamente a expensas de las tierras de las aldeas; las obras de irrigación se ampliaron y la propia administración pública tuvo que modificar sus impuestos y sus métodos de aplicación. En resumen, puede decirse que la instalación de maquinaria moderna trajo un cambio total, los terratenientes prosperaron, su caña de azúcar les rindió más ganancias y el gobierno elevó sus impuestos; solamente a las aldeas se les obligó a entregar tierras y abastecimientos de agua. Gradualmente empezaron a reducirse y algunas incluso desaparecieron. Se agravó de esta manera el desequilibrio social que habría de terminar con la Revolución de 1910 [Díez, 1967, p. 130].. Al comenzar el siglo, Morelos era con mucho el principal productor de azúcar entre los estados de México (Figueroa Domenech, 1899, I, pp. 373–81). Aunque las haciendas se apoderaban de la tierra de los indígenas siempre que era posible, sin embargo, no había controlado la mayoría de las aldeas indígenas cercanas. Esto se debía probablemente al hecho de que la producción de azúcar requiere grandes cantidades de mano de obra, pero sobre una base estacional; el mayor número de trabajadores se requerían para el período anual relativamente corto de unos dos a tres meses que duraba la cosecha. Así, a las aldeas indígenas como estaban dispuestas a utilizar reserva de mano de obra, sangrando su trabajo –cuando se necesitara– mediante mecanismos como el pago de anticipos. Esto permitió empero que se dejaran intactas unidades sociales cohesionadas, que poseían la ventaja de una solidaridad social creada durante largo tiempo, en comparación con la organización más débil de los trabajadores de la Eric Wolf, La Revolución Mexicana 17.

(18) hacienda, que con frecuencia provenía de muchas aldeas no relacionadas entre sí. Estas comunidades también eran muy conscientes de su libertad e intereses especiales, que consistían en una resistencia resuelta contra las usurpaciones de los propietarios de las haciendas. San Miguel Anenecuilco, por ejemplo, durante siglos había librado numerosas y por lo general exitosas batallas legales contra el poder superior de los hacendados. Esta lucha la había dirigido el consejo de ancianos de la comunidad. En 1909, una asamblea de todos los miembros de la comunidad, bajo la dirección del consejo, eligió un comité de defensa. El líder del comité era un ranchero local que se llamaba Emiliano Zapata. Todos los miembros contribuyen a la tesorería común, y se le encomendó a Zapata el cuidado de los documentos legales de la comunidad, que databan de principios del siglo XVII. Cuando –a principios de la estación de lluvias de 1910– la hacienda cercana empezó a ocupar tierras comunes que ya se habían preparado para la siembra del maíz, Zapata organizó un grupo de ochenta hombres para que realizaran la siembra en desafío a la hacienda. Poco después, Villa de Ayala y Noyotepec –otras dos comunidades– empezaron a contribuir al fondo de defensa de Zapata. Después de eso Zapata procedió a tomar las tierras comunales ocupadas por las haciendas, destruyendo las cercas erigidas por ellas y distribuyendo la tierra a los aldeanos (Sotelo Inclán, 1943). Históricamente, la rebelión de Zapata presenta analogías interesantes con una rebelión previa –en gran parte en la misma zona– dirigida por José María Morelos entre 1810 y 1815. Probablemente no es casual que varios antepasados de Zapata hayan tomado parte en ese movimiento. Como Zapata, Morelos demostró ser un gran líder guerrillero. Como Zapata, también, su zona de operaciones quedó en gran parte confinada a la parte meridional de la Mesa Central. No afectó Morelos la zona agrícola y minera principal de la meseta; guerreó en la región cálida del Pacífico; preparó sus avances desde poblaciones pequeñas y sus triunfos más importantes: Tixtla, Taxco, Izúcar, Tenancingo, si bien amagaron las ciudades de Toluca y Puebla, no comprometieron definitivamente la suerte de la Colonia [Zavala, 1940–1, p. 46].. Como Zapata después de él, Morelos también pedía el reparto de las haciendas y la restitución de la tierra a las comunidades indígenas. Finalmente, al igual que los zapatistas, los insurgentes de 1810 usaron el símbolo de la Virgen morena de Guadalupe como su guía sobrenatural. Los escritores se han referido a la devoción “taumatúrgica” de Morelos por la Virgen de Guadalupe. Diciéndose de ella que se apareció a un indígena poco después de la conquista, la Virgen de Guadalupe llegó a representar a través de los siglos las esperanzas mexicanas de una liberación sobrenatural de España y un retorno a la edad dorada (Wolf, 1958). En contraste, el partido hispanófilo adoptó como capitana general a la Virgen blanca de los Remedios. Los zapatistas, llevaban la imagen de la Virgen de Guadalupe tanto en sus banderas de batalla como en sus sombreros de ala ancha, haciendo válida su demanda de retorno a un antiguo orden agrario con símbolos que también prometían el retorno a un estado sobrenatural más puro. Aunque la lucha zapatista tuvo su origen en problemas locales de campesinos con una orientación localista, no evolucionó totalmente aislada de los movimientos mayores que empezaron a conmover los cimientos del orden social. El mismo Zapata no dependía de las tierras comunales de las aldeas: su padre era Eric Wolf, La Revolución Mexicana 18.

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