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El Testamento. Guy de Maupassant. textos.info Biblioteca digital abierta

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El Testamento

Guy de Maupassant

textos.info

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Texto núm. 200

Título: El Testamento

Autor: Guy de Maupassant Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy

Fecha de creación: 19 de mayo de 2016

Edita textos.info Maison Carrée c/ Ramal, 48 07730 Alayor - Menorca Islas Baleares España

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El Testamento

Hacía poco tiempo que conocía a aquel muchacho que se llamaba René de Bourneval. Su trato era amable, aunque un poco triste; parecía desengañado de todo, sumamente escéptico, de un escepticismo mordaz, hábil sobre todo para poner de manifiesto, con una sola palabra, las hipocresías humanas. Con frecuencia le oía decir: " En la vida no hay hombres honrados o al menos no lo son sino relativamente a los tunantes". Tenía dos hermanos con quienes no trataba nunca, y yo suponía que su madre se había casado dos veces en vista del distinto apellido de aquellos. En algunas ocasiones había oído decir que en aquella familia había ocurrido una extraña historia, pero no me daban de ella ningún detalle.

Las condiciones morales de aquel hombre me gustaban y bien pronto nos hicimos amigos.

Una noche, después de haber comido los dos solos en su casa, le pregunté, no sé por qué: ¿Usted nació del primero o del segundo matrimonio de su madre? Le vi palidecer un poco, después sonrojarse y permaneció algunos segundos sin hablar, visiblemente turbado.

Al fin, con la sonrisa dulce y melancólica que le era peculiar, dijo: "Mi querido amigo, si no le fastidio a usted voy a darle sobre mi origen algunos detalles bien singulares. Sé que es usted un hombre inteligente y no temo que su amistad por mi disminuya al saberlos; si lo temiera así, no sentiría el gusto y la satisfacción que siento teniéndole por amigo."

Mi madre era una mujer bondadosa y tímida, y por cuya fortuna, bastante considerable, Mr. Courcils la hizo la corte y acabó por casarse con ella.

Toda su vida fue un martirio. De alma delicada, temerosa y amante, fue maltratada por aquel que debió ser mi padre, hombre de noble cuna, que no era por su aspecto ni por sus inclinaciones sino un palurdo zafio y grosero. Al cabo de un mes de matrimonio, tenía por querida una criada de

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la casa, sin dejar por eso de perseguir y hacer el objeto de sus torpes amores a las hijas y mujeres de sus colonos.

Nada de esto le impidió tener dos hijos de su mujer; debería decir tres, comprendiéndome a mi. Mi madre nada decía; en aquella casa llena de ruido y algazara, vivía mi madre como esos ratoncillos que se ocultan debajo de los muebles.

Asustada, acobardada, estremecida, miraba a la gente con sus ojos claros e inquietos, siempre moviéndolos de un lado a otro, con los ojos propios de una persona azorada, dominada siempre por el miedo. Era bonita, sin embargo; muy bonita, rubia, de un rubio gris, un rubio tímido, por decirlo así, como si sus cabellos se hubiesen descolorido por sus incesantes temores.

Entre los amigos de Mr. de Coureils, que venían constantemente al castillo se encontraba un antiguo oficial de caballería, viudo, hombre temible, de carácter a un tiempo tierno y violento y capaz de las más enérgicas resoluciones: Mr. de Rousseau y hubiera podido asegurarse que había heredado algo de aquellas resoluciones de su antepasado. Sabía de memoria el Contrato social, la Nueva Eloisa y todos esos libros filosóficos que han ido poco a poco preparando y realizando la transformación de nuestros antiguos usos, de nuestros prejuicios, de nuestras rancias y antiguas leyes, de nuestra moral estúpida e imbécil.

Amó a mi madre y fue por ella correspondido. Aquellas relaciones permanecieron secretas hasta el punto de que nadie las sospechó. La pobre mujer, abandonada y triste, debió unirse a aquel hombre de una manera desesperada, y adquirir con su trato su mismo modo de pensar: teorías del libre sentimiento, audacias de amor independiente; pero como era tímida hasta el punto de no osar levantar la voz, todas aquellas teorías fueron encerradas, condensadas, prensadas en su corazón, que no se abría jamás.

Mis dos hermanos habían sido duros, ariscos con ella como su padre; nunca la acariciaban, y acostumbrados al poco caso que de ella se hacia, a lo poco que se le consideraba en la casa, la trataban casi corno a una criada.

Yo fui el único de sus hijos que la quiso verdaderamente y a quien ella también amó.

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Murió cuando yo tenía 18 años. Debo añadir para que usted comprenda lo que voy a contarle que por consejo judicial se había pronunciado en el matrimonio una separación de bienes en provecho de mi madre, que había conservado gracias a los artificios de la ley y a los buenos oficios de un notario que la era adicto el derecho de testar a su capricho.

Fuimos, pues, prevenidos de la existencia de un testamento en casa de aquel notario e invitados a asistir a su lectura.

Me acuerdo de aquella como si fuera ayer. Fue una escena grandiosa, dramática, burlesca, sorprendente, producida por la protesta, por la indignación y la revelación póstuma de aquella muerta, por aquel grito de libertad, aquella reivindicación desde el fondo de la tumba, de aquella mártir oprimida por nuestras costumbres durante su vida y que lanzaba desde su sepulcro un grito desesperado de independencia.

El que pasaba por ser mi padre, un hombre grueso, sanguíneo, cuyo aspecto despertaba la idea de un carnicero, y mis hermanos, dos muchachones con veinte y ventidós años, respectivamente, esperaban tranquilamente sentados la lectura del documento. Mr. de Bourneval, invitado a presenciar el acto, entró colocándose detrás de mi. Estaba vestido con una larga y ajustada levita negra que hacia resaltar notablemente su intensa palidez, y con un movimiento nervioso mordisqueaba su bigote que comenzaba a blanquear; indudablemente sabía lo que allí iba a suceder.

El notario cerró la puerta con llave y comenzó la lectura, después de haber roto en nuestra presencia el sobre sellado con cera encarnada y del cual ignoraba el contenido.

Bruscamente mi amigo calló, y levantándose de su asiento se acercó a la mesa y de uno de sus cajones tomó un papel amarillento, lo desplegó y besándolo con respeto, con verdadera devoción, repuso : —He aquí el testamento de mi adorada madre.

"Yo, la abajo firmante, Ana Catalina, Genoveva-Matilde de Croiluxe, esposa legítima de Juan Leopoldo-José Gontrán de Coureils, sana de cuerpo y alma, expreso aquí mis últimas voluntades.

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realizar. Creo a mi hijo dotado de bastante buen corazón para comprenderme y perdonarme. He sufrido horriblemente toda mi vida. He sido casada por cálculo; después despreciada, desconocida, oprimida, engañada sin cesar por mi marido.

"Yo le perdono, pero no le debo nada.

"Mis hijos mayores no me han querido, no me han consolado con sus caricias, con sus cuidados; apenas me han tratado como a una madre.

"Yo he sido para ellos, durante mi vida, lo que debía ser; no les debo tampoco nada después de mi muerte. Los lazos de la sangre no existen sin la afección constante, sagrada, de cada día. Un hijo ingrato es menos que un extraño; es un culpable, porque no tiene el derecho de ser indiferente con su madre.

"Yo he temblado siempre ante los hombres, ante sus leyes injustas e inicuas, sus costumbres inhumanas sus infames prejuicios. Ante Dios no temo nada. Muerta ya, arrojo de mi la vergonzosa hipocresía; me atrevo a decir mi pensamiento, declarar y firmar el secreto de mi corazón.

"He dejado en depósito toda la parte de mi fortuna de que la ley me permite disponer a mi amante Pedro Germer-Simón de Bourneval, a quién adoro, para que sea entregada en seguida a nuestro querido hijo René. ("Esta voluntad está formulada de una manera más precisa en un acta notarial.)

"Y ante el Juez Supremo que me escucha declaro que habría maldecido al cielo y a la existencia, sino hubiese encontrado la afección profunda, constante, tierna de mi amante, si en sus brazos no hubiese comprendido que el Creador ha hecho los seres para amarse, sostenerse, consolarse y llorar juntos en las horas de amargura.

"Mis dos hijos mayores tienen por padre a Mr. de Courcils; René sólo debe la vida a Mr. de Bourneval. Yo ruego a Dios, amo y señor de todos los hombres y de sus destinos, que coloque por encima de los prejuicios sociales al padre y al hijo, que les inspire un mutuo y eterno cariño y respeto hacia mi memoria.

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"Matilde de Croiluxe."

Mr. de Courcils se había levantado, gritando: —"Ese es el testamento de una loca."

Entonces Mr. de Bourneval avanzó un paso y con voz fuerte, con voz cortante, pronunció estas palabras:

—"Yo, Simón de Bourneval, declaro que este escrito no encierra sino la estricta verdad. Estoy pronto a probarlo por cartas que conservo en mi poder."

Mr. de Courcils marchó hacia él.

Yo creí que iban a lanzarse uno sobre otro. Y estaban allí frente a frente, grandes los dos, delgado y pálido el uno, grueso y apoplético el otro, ambos estremecidos de furor. El marido de mi madre, con voz alterada por la rabia, balbuceó; "¡Es usted un miserable!" El otro pronunció con el mismo tono vigoroso y seco: "En otro lado nos entenderemos." Ya le hubiera a usted abofeteado y provocado hace mucho tiempo si no me hubiese preocupado, ante todo, la tranquilidad y el sosiego durante su vida de la pobre mujer a quien tanto ha hecho usted sufrir."

Después, volviéndose hacia mí, me dijo: "Usted es mi hijo. ¿Quiere usted seguirme? Yo no tengo el derecho de llevarle a usted conmigo; pero me lo tomo si usted quiere acompañarme."

Yo estreché su mano sin pronunciar palabra. Y salimos juntos.

Dos días más tarde Mr. de Bourneval mataba en duelo a Mr. Courcils. Mis hermanos, por temor a un terrible escándalo se han callado. Yo les he cedido y ellos han aceptado la mitad de la fortuna dejada por mi madre.

Yo he tomado el nombre de mi verdadero padre, renunciando al que la ley me daba y que no era el mío.

Mr. de Bourneval murió hace cinco años y yo no me he consolado de su muerte.

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Se levantó, dio algunos pasos, y colocándose delante de mí: "Y bien, yo digo que el testamento de mi madre es uno de los actos más hermosos, más leales, más grandes que una mujer puede realizar. ¿No piensa usted lo mismo?" —

Yo le alargué mis dos manos, y estrechando fuertemente las suyas, exclamé con toda la sinceridad de mi alma: "¡Oh, sí, ciertamente, amigo mío!"

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Guy de Maupassant

Henry René Albert Guy de Maupassant (Dieppe, 5 de agosto de 1850 - París, 6 de julio de 1893) fue un escritor francés, autor principalmente de cuentos, aunque escribió seis novelas. Para el historiador del terror Rafael Llopis, Maupassant, perdido en la segunda mitad del siglo XIX, se encuentra muy lejano ya del furor del Romanticismo, es «una figura singular, casual y solitaria».

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madre lo introdujo a edad temprana en el estudio de las lenguas clásicas. Su madre, Laure, siempre quiso que su hijo tomara el testigo de su hermano Alfred Le Poittevin, a la sazón íntimo amigo de Flaubert, cuya prematura muerte truncó una prometedora carrera literaria. A los doce años, sus padres se separaron amistosamente. Su padre, Gustave de Maupassant, era un indolente que engañaba a su esposa con otras mujeres. La ruptura de sus padres influyó mucho en el joven Guy. La relación con su padre se enfriaría de tal modo que siempre se consideró un huérfano de padre. Su juventud, muy apegada a su madre, Laure Le Poittevin, se desarrolló primero en Étretat, y más adelante en Yvetot, antes de marchar al liceo en Ruan. Maupassant fue admirador y discípulo de Gustave Flaubert al que conoció en 1867. Flaubert, a instancias de la madre del escritor de la cual era amigo de la infancia, lo tomó bajo su protección, le abrió la puerta de algunos periódicos y le presentó a Iván Turgénev, Émile Zola y a los hermanos Goncourt. Flaubert ocupó el lugar de la figura paterna. Tanto es así, que incluso se llegó a decir en algunos mentideros parisinos que Flaubert era el padre biológico de Maupassant. El escritor se trasladó a vivir a París con su padre tras la derrota francesa en la guerra franco-prusiana de 1870. Comenzó a estudiar Derecho, pero reveses económicos familiares y la mala relación con su padre le obligaron a dejar unos estudios que, de por sí, ya no le convencían y a trabajar como funcionario en varios ministerios, hasta que publicó en 1880 su primera gran obra, «Bola de sebo», en Las veladas de Médan, un volumen naturalista preparado por Émile Zola con la colaboración de Henri Céard, Paul Alexis, Joris Karl Huysmans, Léon Hennique. El relato, de corte fuertemente realista, según las directrices de su maestro Flaubert, fue calificado por este como una obra maestra. Hoy está considerado como uno de los mejores relatos de la historia de la literatura universal.

Su presencia en Las veladas de Médan y la calidad de su relato, permite a Maupassant adquirir una súbita y repentina notoriedad en el mundo literario. Este éxito será el trampolín que lo convertirá en autor de multitud de cuentos y relatos (más de trescientos). Sus temas favoritos son los campesinos normandos, los pequeños burgueses, la mediocridad de los funcionarios, la guerra franco-prusiana de 1870, las aventuras amorosas o las alucinaciones de la locura: La Casa Tellier (1881), Los cuentos de la becada (1883), El Horla (1887), a través de algunos de los cuales se transparentan los primeros síntomas de su enfermedad.

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Su vida parisina y de mayor actividad creativa, transcurrió entre la mediocridad de su trabajo como funcionario y, sobre todo, practicando deporte, en particular el remo, al que se entregaba con denuedo en los pueblos de los alrededores de París a los que regaba el Sena en compañía de amistades de dudosa reputación. Vida díscola y sexualmente promiscuo, jamás se le conoció un amor verdadero; para Maupassant el amor era puro instinto animal y así lo disfrutaba. Escribió al respecto: «El individuo que se contente con una mujer toda su vida, estaría al margen de las leyes de la naturaleza como aquél que no vive más que de ensaladas». Y por añadidura, el carácter dominante de su madre lo alejó de cualquier relación que se atisbase con un mínimo de seriedad.

Lucien Litzelmann

Detrás de su carácter pesimista, misógino y misántropo, se encontraba la poderosa influencia de su mentor Gustave Flaubert y las ideas de su filósofo de cabecera, Schopenhauer. Abominaba de cualquier atadura o vínculo social, por lo que siempre se negó a recibir la Legión de Honor o a considerarse miembro del cenáculo literario de Zola, al no querer formar parte de una escuela literia en defensa de su total independencia. El matrimonio le horrorizaba; suya es la frase "El matrimonio es un intercambio de malos humores durante el día y de malos olores durante la noche". No obstante, pocos años después de su muerte, un periódico francés, L'Eclair, da cuenta de la existencia de una mujer con la que Maupassant habría tenido tres hijos. Esta persona, identificada en ocasiones por algunos biógrafos con la "mujer de gris", personaje que aparece en las Memorias de su criado François Tassart, se llamaba Josephine Litzelmann y era natural de Alsacia y, sin duda, judía. Los hijos se llamaban Honoré-Lucien, Jeanne-Lucienne y Marguerite. Si bien sus supuestos tres hijos reconocieron ser hijos del escritor, nunca desearon la publicidad que se les dio.

Atacado por graves problemas nerviosos, síntomas de demencia y pánico heredados (reflejados en varios de sus cuentos como el cuento "Quién sabe", escrito ya en sus últimos años de vida) como consecuencia de la sífilis, intenta suicidarse el 1 de enero de 1892. El propio escritor lo confesó por escrito: «Tengo miedo de mí mismo, tengo miedo del miedo, pero, ante todo, tengo miedo de la espantosa confusión de mi espíritu, de mi razón, sobre la cual pierdo el dominio y a la cual turbia un miedo opaco y misterioso». Tras algunos intentos frustrados, en los que utilizó un

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abrecartas para degollarse, es internado en la clínica parisina del Doctor Blanche, donde muere un año más tarde. Está enterrado en el cementerio de Montparnasse, en París.

En cuanto a su narrativa corta, son especialmente destacables sus cuentos de terror, género en el que es reconocido como maestro, a la altura de Edgar Allan Poe. En estos cuentos, narrados con un estilo ágil y nervioso, repleto de exclamaciones y signos de interrogación, se echa de ver la presencia obsesiva de la muerte, el desvarío y lo sobrenatural: ¿Quién sabe?, La noche, La cabellera o el ya mencionado El Horla, relato perteneciente al género del horror.

Según Rafael Llopis, quien cita al estudioso de lo fantástico Louis Vax, «El terror que expresa en sus cuentos es exclusivamente personal y nace en su mente enferma como presagio de su próxima desintegración. [...] Sus cuentos de miedo [...] expresan de algún modo la protesta desesperada de un hombre que siente cómo su razón se desintegra. Louis Vax establece una neta diferencia entre Mérimée y Maupassant. Éste es un enfermo que expresa su angustia; aquel es un artista que imagina en frío cuentos para asustar. [...] Este temor centrípeto es centrífugo en Maupassant. "En 'El Horla' -dice Vax- hay al principio una inquietud interior, luego manifestaciones sobrenaturales reveladas solo a la víctima; por último, también el mundo que la rodea es alcanzado por sus visiones. La enfermedad del alma se convierte en putrefacción del cosmos"».

Maupassant publicó asimismo cinco novelas de corte mayormente naturalista: Una vida (1883), la aclamada Bel-Ami (1885) o Fuerte como la muerte (1889), Pedro y Juan, Mont-Oriol y Nuestro corazón. Escribió bajo varios seudónimos: Joseph Prunier en 1875, Guy de Valmont en 1878, Maufrigneuse de 1881 a 1885. Menos conocida es su faceta como cronista de actualidad en los periódicos de la época (Le Gaulois, Gil Blas, Le Figaro...) donde escribió numerosas crónicas acerca de múltiples temas: literatura, política, sociedad, etc.

Referencias

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