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A propósito del arte mueble

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Academic year: 2021

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RESUMEN

Aprovechamos el análisis de los escasos testimonios de arte mueble paleolítico hasta el momento conocidos en la Región de Murcia, para reflexionar sobre aspectos tan variados como su carác-ter estético, su eventual dimensión trascendente o su funcionalidad, en el contexto social en el que se desarrolla este tipo de arte mobi-liar.

PALABRAS CLAVE

Arte paleolítico, arte mueble, Región de Murcia, objetos, simbo-lismo.

ABSTRACT

We take advantage of the análisis of the few examples of palaeo-lithic portátil art, know in the Region of Murcia so far, to reflect on aspects such as their aesthetic character, their eventually transcen-dent dimension or functionality in the social context in wich this type of art has developed.

KEYWORDS

Palaeolithic art, portátil art, Región of Murcia, objects, symbo-lism.

A

propósito del arte mueble

paleolítico en la Región de Murcia

Miguel Ángel Mateo Saura

*

* C/ Amistad, 21 – 2ºB (30120, El Palmar, Murcia). mateosaura@regmurcia.com

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Ante scriptum

En el contexto de este cuarto número de Cuadernos de Arte Rupestre, homenaje a una extraordinaria generación de investigadores de la Prehistoria y la Arqueología española y europea del pasado siglo XX, sirva este modesto trabajo como muestra de gratitud y reconoci-miento a su labor.

Quizá determinado por los avatares del destino, fue don Antonio Beltrán quien estuvo más directamente vinculado al arte rupestre de la Región de Murcia. No podemos olvidar los trabajos realizados en los años sesenta en el Barranco de los Grajos de Cieza, en la Fuente del Sabuco y la Cañaica del Calar de Moratalla a comienzos de los setenta, o ya más recientes, los efectuados en la Peña Rubia de Cehegín a mediados de los años ochenta. Sus visitas a la Región, académicas o privadas, eran constantes, brindándonos la oportunidad de disfrutar de su vasto conocimiento y, sobre todo, de su agradable palabra.

Ciertamente, Pilar Acosta, Antonio Beltrán, Francisco Jordá, Mª. Rosario Lucas y Eduardo Ripoll son mucho más que unos nombres, ya clásicos, en la historiografía española y europea. Sus trabajos apa-recen por doquier, en múltiples escritos, ya sean de carácter científi-co o de divulgación. Detrás de ellos se científi-condensa un inmenso saber; sentaron los pilares sobre los que, en la actualidad, podemos sus-tentar nuestros estudios; los estudios de nuevas generaciones que siempre tendrán una deuda con ellos. Han sido nuestros auténticos maestros y a ellos les reconocemos nuestra más sincera gratitud.

1. Introducción

El descubrimiento en estos últimos años de numerosos enclaves con arte paleolítico, ya sea rupestre o mobiliar, fuera del que se conside-raba tradicionalmente su marco geográfico de referencia, ha puesto de manifiesto que su desconocimiento en estas otras zonas se debía antes bien a una falta de investigación que a una ausencia real del mismo.

El hallazgo, entre otros, de los conjuntos con arte rupestre de la Fuente del Trucho (Baldellou, 1989) en Aragón; de la Cova Fosca (Hernández et alii, 1988), la Cova de Reinós (ibidem, 1988), del Abric d’en Meliá (Guillem et alii, 2001), la Cova del Parpalló (Beltrán, 2002), la Cova dels Mosseguellos (Aparicio, 2002) y la Cova de les Meravelles (Villaverde, 2005) en la Comunidad Valenciana; los abrigos de Jorge, el Arco y las Cabras en la Región de Murcia (Salmerón et alii, 1994; Mateo Saura, 2003); la Cueva de la Pileta (Breuil et alii, 1915), Dª Trinidad (Breuil, 1921), Higuerón

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(Breuil, 1921), Toro (Fortea y Giménez, 1973), Navarro (Sanchidrián, 1981), Morrón (Sanchidrián, 1982), Malalmuerzo (Cantalejo, 1983), Cueva de Nerja (Sanchidrián, 1986), Piedras Blancas (Martínez García, 1986-1987), la Cueva de las Motillas (Santiago, 1990), Ermita del Calvario (Asquerino, 1991), Almaceta (Martínez, 1992), Cueva Ambrosio (Ripoll et alii, 1994) y Cueva del Moro (Mas et alii, 1995) en Andalucía; y Penches (Gutiérrez, 1917), Los Casares (Cabré, 1934), La Hoz (Cabré, 1934), Ojo Guareña (Osaba y Uribarri, 1968), la Cueva del Niño (Almagro, 1971), Mazouco (Jorge et alii, 1981), La Griega (Corchón, 1997), El Turismo (Alcolea et alii, 1995), El Reno (Alcolea et alii, 1997), el conjunto de Foz Côa (Zilhao, 1997), La Mina de Ibor (Ripoll y Collado, 1997) Domingo García (Ripoll y Municio, 1999), Maltravieso (Ripoll et alii, 1999), Ocreza (Baptista, 2001), el grupo de Alto Sabor y Ribeira da Sardina (Baptista, 2002), El Cojo (Balbín, 2002), Zézere (Baptista, 2004), Siega Verde (Alcolea y de Balbín, 2006) y Molino Manzánez (Collado, 2007) en el interior peninsu-lar, reflejan de forma clara que el arte paleolítico sí fue una manifes-tación generalizada, prácticamente, por todo el territorio peninsular. A la vez, a estos hallazgos rupestres se fueron sumando con el tiempo diversos testimonios de un arte mobiliar que, si bien era ampliamente conocido en la vertiente cantábrica, en estrecha rela-ción con el mismo fenómeno en el resto de Europa, en otros secto-res de la Península Ibérica tan sólo estaba acreditado por testimo-nios muy puntuales, de entre los que sobresalía, por su volumen y sobre todo por su calidad, el conjunto de plaquetas de la Cova de El Parpalló y algunos otros elementos excepcionales como el conjunto de plaquetas de Sant Gregori (Vilaseca, 1934), las plaquetas solu-trenses de la Cova de les Mallaetes de Barig (Fletcher, 1956), el bas-tón de mando con grabado magdaleniense de la Cueva del Volcán de Cullera (Aparicio, 1969) o el bastón perforado, también de un Magdaleniense superior, decorado con una cabeza de cabra de la Cueva del Caballón de Oña (Barandiarán, 1973).

A partir, fundamentalmente, de la última década del pasado siglo XX, las investigaciones desarrolladas han aportado interesantes materiales, de entre los que podemos destacar, sin pretender hacer en modo alguno un exhaustivo inventario, el canto con un prótomos de équido grabado en la Cova Foradà (Aparicio, 1977); los cantos grabados de la Cova Matutano (Olaria et alii, 1981); el hueso con grabados de la Cova de les Cendres (Villaverde, 1985); las plaquetas decoradas con grabados de trazos y con pintura de la Cueva de Nerja (Sanchidrián, 1986); los cantos y las plaquetas, lamentablemente descontextualizados, decorados con representaciones zoomorfas y con signos en el Tossal de la Roca (Cacho y Ripoll, 1987); la placa

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con un prótomos de cáprido grabado en El Pirulejo (Asquerino, 1988); la figura de mustélido y la azagaya decorada con signos linea-les del Jarama II (Jordá et alii, 1988-1989); la placa de Villalba (Jimeno y Fernández, 1988); los cantos rodados con incisiones geo-métricas de la Cova dels Blaus (Casabó et alii, 1991); las plaquetas grabadas con zoomorfos de la Cueva de la Hoz (Balbín et alii, 1995); el fragmento de hueso con dos escaleriformes de la Cueva de Chaves (Utrilla y Mazo, 1996a); las varillas y azagayas con decoración geo-métrica de Abauntz (Utrilla y Mazo, 1996b); o la plaquita con un équido grabado de la Cueva de Ambrosio (Ripoll y Cacho, 1997).

Es cierto que si lo comparamos con el volumen de materiales conocidos desde antiguo en la vertiente cantábrica (Barandiarán, 1973; Corchón, 1986), puede parecer escaso bagaje, pero, tanto los testimonios rupestres como los adscritos al ámbito de lo mobiliar, creemos que reflejan suficientemente ese contexto de generalización al que antes hacíamos referencia.

2. El arte mueble paleolítico en la Región de Murcia

En 1989, M. Martínez Andréu publicaba una amplia monografía en la que recogía los resultados de las excavaciones arqueológicas efec-tuadas en diversos yacimientos paleolíticos en la costa murciana.

Entre los materiales publicados había unas pocas piezas, elabo-radas a partir de asta y de hueso, en las que se apreciaban restos de lo que podía ser una decoración lineal muy simple. Aunque modes-tos, estos pocos elementos parecían constatar la existencia de un arte mueble de cronología paleolítica en la Región de Murcia, que habría que sumar al, por entonces, no muy numeroso conjunto de testi-monios de arte mueble de la vertiente mediterránea peninsular.

2.1. Cueva del Caballo

Localizada en las proximidades de la Bahía de Mazarrón, la cueva queda abierta al cauce de la Rambla del Cañar. Es una cavidad rela-tivamente pequeña, con apenas 15 m de abertura de boca y 10 de profundidad máxima que, elevada unos 135 m.s.n.m. y con una orientación sur-suroeste, se aleja de la costa apenas 2 km.

Los trabajos de excavación permitieron documentar una secuen-cia estratigráfica en cinco niveles, de los que tan sólo el II y el IV pro-porcionaron materiales arqueológicos.

En el nivel II, los materiales líticos recuperados son 38 útiles, con índices muy similares entre buriles y raspadores (23,6%), láminas de dorso (18,4%), muescas y denticulados (15,7%) y un perforador. La ausencia de triángulos escalenos y de la industria lítica más

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carac-terística, llevó a su investigador a situarlo culturalmente en un Magdaleniense superior final. Este nivel fue fechado por C14 en

10730±370 BP (GAK-12261) (Martínez Andréu, 1989).

El nivel IV proporcionó un mayor porcentaje de materiales arqueológicos, que se mantienen en la tónica de los descritos para el nivel II, aunque sí se aprecia una diferencia en los porcentajes entre los buriles (28,5%) y los raspadores (17,8%). La industria ósea es escasa, pero, por el contrario, sí abundan los restos de macromamí-feros y de malacología. Este nivel ha sido adscrito a un Magdaleniense superior.

2.1.1. Industria ósea decorada

La industria ósea, procedente toda ella del nivel IV, está integrada por tres útiles muy fragmentados, de los que dos presentan elemen-tos de decoración (figs. 1 y 2).

Figura 1. Industria ósea decorada de la Cueva del Caballo. (Dibujo: M. Martínez Andréu).

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Fragmento medial de punta de asta, de sección ovalada en el extre-mo inferior y circular en la superior. Longitud: 58 mm; anchura máxi-ma: 7 mm; espesor: 5,6 mm. Fue encontrado en el interior de un hogar, junto a otros restos de huesos de macromamífero. Presenta señales de haber estado expuesto al fuego. Elementos de decoración: cinco marcas oblicuas. La longitud de los trazos oscila entre los 6 mm del mayor, el situado en la base de la pieza, y los 4 mm del menor, localizado en una zona muy deteriorada de la misma.

Fragmento medial de una azagaya o un punzón de asta, de sec-ción circular. Longitud: 55,6 mm; anchura máxima: 8 mm. Presenta señales de haber estado expuesta al fuego. Elementos de decoración: en la cara dorsal se aprecian hasta siete trazos cortos, de disposición oblicua. La longitud de los trazos es de 9 mm para el más largo y de

Figura 2. Cueva del Caballo. Punta de azagaya. (Fotografía: M. Martínez Andréu).

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apenas 4 mm para el más corto, sin haber tenido en cuenta los dos trazos pareados de la parte superior de la pieza, claramente frag-mentados y cuya longitud era, sin duda, originariamente mayor que la que ahora ofrecen.

2.2. Cueva del Algarrobo

Elevada a unos 200 m.s.n.m., la cavidad se localiza en el borde de la rambla del mismo nombre, vía de comunicación natural entre el Campo de Cartagena y la costa, de la que dista unos 9 km. Orientada al noreste, presenta unas dimensiones de 5 m de anchura, 5 m de profundidad y 2,20 m de altura máxima.

La estratigrafía definida en los trabajos de excavación se divide en cinco niveles distintos. El I, el más superficial, presenta un revuel-to de materiales prehistóricos y modernos.

De entre los primeros destacan los raspadores (32,5%), las lami-nitas de borde rebajado (20%) y los buriles (12,5%), además de algunas truncaduras, muescas y denticulados. Este nivel se vincula a un Epipaleolítico microlaminar de tipo aziloide (Martínez Andréu, 1989).

Por su parte, los niveles II a IV ofrecen materiales relacionables con una etapa de ocupación de la cavidad durante el Magdaleniense superior, dominando ahora las laminitas de dorso rebajado, los buriles y los raspadores, con fuerte presencia del retoque abrupto.

2.2.1. Industria ósea decorada

El nivel II proporcionó cuatro piezas, muy fragmentadas, de las que dos muestran restos de decoración (fig. 3).

Fragmento medial de una azagaya de hueso, de sección plano-convexa. Longitud: 12 mm; anchura máxima: 5,90 mm; espesor:

Figura 3. Industria ósea decorada de la Cueva del Algarrobo. (Dibujo: M. Martínez Andréu).

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4 mm. Presenta señales de haber estado expuesta al fuego. Elementos

de decoración: dos cortos trazos de disposición oblicua, de 5 y 3 mm

de longitud, se disponen en la cara ventral de la pieza.

Fragmento medial de azagaya, o varilla, de asta. Tiene, como la anterior, una sección plano-convexa. Longitud: 14 mm; anchura máxima: 10,2 mm; espesor: 5 mm. Presenta también señales de haber estado expuesta al fuego. Elementos de decoración: en uno de los laterales de la pieza se disponen tres pequeñas marcas obli-cuas, de entre 3 y 5 mm, mientras que el lateral contrario está reco-rrido en su totalidad por un trazo longitudinal, enfrentado a aqué-llos, cuya longitud original sería, sin duda, superior a los 11 mm que ahora vemos.

2.3. Cueva de los Mejillones

Enclavada en el llamado Cabezo de la Fuente, en Cabo de Palos, desde su estratégica posición domina tanto el Mar Menor, del que se separa tan sólo 4 km, como el Mar Mediterráneo, del que se aleja apenas 1 km.

La cueva consta de cinco salas superiores y una inferior, con dos entradas muy próximas entre sí (García del Toro, 1985). No se han realizado trabajos sistemáticos de excavación en la cavidad, aunque sí se procedió al cribado de la terrera acumulada en el exterior por buscadores de agua durante el siglo pasado.

Entre los materiales, revueltos, los había de adscripción paleolí-tica, neolítica y eneolítica. Entre los primeros sobresalen los raspa-dores y los buriles, que junto a la industria ósea, en la que están

pre-Figura 4. Industria ósea decorada de la Cueva de los Mejillones. (Dibujo: M. Martínez Andréu).

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sentes los arpones, permiten pensar, no sin cautela, en una etapa de ocupación o uso de la cueva durante el Magdaleniense superior.

2.3.1. Industria ósea decorada

La industria ósea está integrada por nueve fragmentos, de los que tres pertenecen a arpones de una hilera de dientes, y los otros seis forman parte de azagayas y/o punzones. Del conjunto, sólo tres están decorados (fig. 4).

Extremo proximal de arpón, de sección ovalada. Longitud: 49,1 mm; espesor: 11,2 mm. Elementos de decoración: dos series de finos surcos de disposición oblicua ocupan la mayor parte de la cara dorsal. La longitud de estas marcas varía entre 1 y 4 mm (fig. 5).

Fragmento medial de un arpón de hueso, de sección circular. Longitud: 14 mm; anchura máxima: 11,6 mm. Presenta señales de haber estado expuesto al fuego. Elementos de decoración: en la cara dorsal se disponen de forma oblicua cuatro trazos de entre 3 y 5 mm de longitud, mientras que en la cara ventral son cinco las marcas gra-badas, también con una disposición oblicua y de tamaño similar a aquéllas (fig. 6).

Figura 5. Cueva de los Mejillones. Base de arpón. (Fotografía: Museo Arqueológico “Enrique Escudero”, Cartagena).

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Fragmento medial de azagaya o varilla, en asta, de sección plano-convexa. Longitud: 41 mm; anchura máxima: 8,5 mm; espe-sor: 4,6 mm. Elementos de decoración: en la cara dorsal se localizan dos finas incisiones de disposición oblicua, de apenas 4 mm de lon-gitud (fig. 7).

2.4. Comentario

En estos últimos años se han triplicado los estudios sobre el Paleolítico en la Región de Murcia, pero ello no se ha traducido en

Figura 6. Cueva de los Mejillones. Fragmento medial de arpón. (Fotografía: Museo Arqueológico “Enrique Escudero”, Cartagena).

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un incremento del repertorio de piezas decoradas, ya que ninguno de los nuevos yacimientos localizados y, en su caso, estudiados, ha proporcionado más muestras de arte, excepción hecha del impor-tantísimo hallazgo de manifestaciones parietales pintadas en tres pequeñas cavidades en el paraje ciezano de Los Almadenes (Salmerón et alii, 1994; Mateo Saura, 2003).

En cuanto a la tipología de los motivos de las pocas piezas cono-cidas, habría que englobarlos dentro de los modelos no figurativos más sencillos. Utilizando como referencia la clasificación de tipos que fijara hace años Mª. S. Corchón (1986), la mayor parte de ellos se inscribirían sin mayores problemas en el grupo de formas rectilí-neas de disposición oblicua; seriadas en los dos ejemplos de la

Figura 7. Cueva de los Mejillones. Punta de azagaya. (Fotografía: Museo Arqueológico “Enrique Escu-dero”, Cartagena).

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Cueva del Caballo, en la varilla de la Cueva de los Mejillones y en los dos fragmentos de la Cueva del Algarrobo, y de disposición irre-gular en uno de los fragmentos de arpón de la Cueva de los Mejillones. También vemos un ejemplo de trazo de disposición lon-gitudinal, afrontado a otros trazos oblicuos, en una de las piezas de la Cueva del Algarrobo.

Se trata, pues, de motivos muy simples (fig. 8), abundantes dentro de la industria ósea decorada, sobre todo magdaleniense, cuyos anteceden-tes formales quizá se podrían remontar, no sin reservas, a alguna azaga-ya de base hendida del Auriñaciense de Santimamiñe (Barandiarán, 1962) o a algún objeto aplanado de El Pendo (Barandiarán, 1980), pero cuyo despegue se produce a partir de fechas solutrenses, como vemos en azagayas de El Pendo (ibidem, 1980), de Altamira (Corchón, 1986) y de Cueto de la Mina (ibidem, 1986), o en varillas de Las Caldas (Corchón et

alii, 1981) y del propio yacimiento de Cueto de la Mina (Vega del Sella,

1916), entre otros.

En cualquier caso, se trata de materiales que, al margen de mos-trar una eventual dimensión simbólica de las comunidades magda-lenienses de los sectores costeros de Murcia, encajan perfectamente en la secuencia de testimonios de arte mueble paleolítico de las regiones central y meridional del Mediterráneo español (Villaverde,

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1994), en las que, al igual que en los sectores norteños, convive este tipo de decoración de tipo geométrico con aquella otra de carácter figurativo.

3. Reflexiones finales

Si estimamos que sobre el total de objetos de arte mueble, el 80% refie-re motivos no figurativos (Corchón, 1986; Barandiarán, 1994), en modo alguno podemos catalogar este tipo de decoración y a los obje-tos que los portan como una categoría menor, intrascendente, o sim-plemente utilitaria, como acostumbramos a ver los descritos en no pocos estudios sobre arte mueble paleolítico, a favor de aquellos otros objetos de aparente mayor trascendencia e importancia, que le viene impuesta por el tipo particular de decoración que muestran, más rea-lista o figurativa, o también por la propia fisonomía de los útiles en sí. Gran parte de culpa de esta situación creemos que la han podi-do tener algunas de las taxonomías clásicas sobre el tema y sus cri-terios de clasificación. Quizá, la que mayor repercusión tuvo, y toda-vía tiene, es la que estableciera A. Leroi-Gourahn en 1965, en la que agrupaba los objetos decorados en tres categorías fundamentales, a saber, la de los útiles y armas, la de los colgantes y, por último, la de los objetos religiosos.

Sobre el tema, no es menos cierto que, como ya advirtiera Mª. S. Corchón (1986), un problema añadido es el de poder delimitar ade-cuadamente qué podemos englobar en el grupo de un arte mueble

típico y qué objetos deben ser considerados únicamente como

por-tadores de una decoración funcional, entendidos como tales aquellos que conjugan las imposiciones derivadas de la operatividad del útil-soporte o de la tecnología aplicada, con los supuestos decorativos usuales en su propio contexto arqueológico. Y el panorama parece complicarse aún más cuando en muchos casos no podemos hablar sino de una simple industria de hueso incisa (ibidem, 1986).

Con este planteamiento de partida, somos de la opinión de que todas aquellas marcas presentes en los objetos, que no respondan claramente a la propia funcionalidad del útil, como son, por ejem-plo, los abultamientos o las incisiones en la base de azagayas o vari-llas, tendentes a favorecer el enmangue de la pieza y su manejo, deben ser considerados como motivos estéticos vinculados probable-mente a un corpus de pensamiento abstracto y complejo del grupo, desde aquellos trazos grabados más sencillos hasta los signos más complejos y las representaciones figurativas.

Es un hecho constatado que no todos los útiles, ni los llamados de uso precario, ni los de mayor durabilidad, son portadores de ele-mentos decorativos. Es más, con mayor o menor representatividad a

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lo largo de los diversos períodos desde el Auriñaciense hasta el Magdaleniense superior, los objetos decorados son minoritarios frente a aquellos otros que no muestran decoración alguna (Arias y Ontañón, 2005). Creemos que si muchos de los trazos grabados res-pondieran únicamente a cuestiones de índole técnica, de eficacia del objeto, el número de útiles de una misma categoría que mostrasen esos detalles técnicos debería ser abrumadoramente mayor, lo que sabemos que no se corresponde con la realidad.

De hecho, si nos ceñimos al modesto ejemplo de los yacimien-tos murcianos, que nos sirven de pretexto para hacer estas reflexio-nes, vemos cómo ni siquiera la mitad del total de objetos de indus-tria ósea recuperados en los trabajos arqueológicos de excavación (Martínez Andréu, 1989) son portadores de decoración o, en su caso, de marcas de índole técnica. Ello nos autoriza a considerarlos como tales objetos decorados, como objetos provistos de una inten-ción estética y probablemente también simbólica, compatible, y tal vez complementaria, con su función como útil.

Así las cosas, una de nuestras mayores reticencias a la hora de aceptar la plena validez de clasificaciones como la propuesta en su día por Leroi-Gourhan (1965) reside en la caracterización religiosa que se otorga a aquellos objetos para los que no se conoce una fun-cionalidad clara, tomando como criterio, precisamente, ese desco-nocimiento funcional. O dicho de otro modo, dado que para las azagayas, los arpones o las varillas sí es posible determinar una fun-cionalidad estrictamente material como elementos elaborados para la caza y la pesca de animales, a pesar de que puedan estar decora-dos con signos y, en menor medida, con motivos figurativos, a éstos no se les contempla una eventual caracterización religiosa. Sin embargo, ¿acaso un colgante, en principio catalogable como adorno personal o distintivo de prestigio, no puede ser a la vez un objeto religioso?

Al respecto, se ha señalado que hay diversas categorías de arte mueble, que quizá responden a una diferente concepción de la obra, a funciones sociales también diferentes y a status distintos (Leroi-Gourhan, 1965; Tosello, 2005) Es éste, sin duda, un planteamiento compartible, pero del mismo no se desprende necesariamente una desigual semiótica de los motivos según estén representados en un objeto u otro.

Demos un salto en el tiempo y retengamos la imagen de uno de los elementos iconográficos más típicos del arte esquemático desde contextos neolíticos y de marcada presencia durante el Calcolítico, un motivo esteliforme. Lo encontramos representado por medio de la pintura en las paredes de las covachas rocosas, pero también lo vemos grabado o pintado en la pared de vasijas cerámicas. Sin duda,

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pertenecen a categorías diferentes, la rupestre por un lado y la mobi-liar por otro; asimismo, es probable que cada una estuviese vincula-da a funciones sociales muy distintas, de tal manera que la rupestre bien pudo tener una caracterización pública y estar destinada a un auditorio más o menos numeroso en el contexto de alguna ceremo-nia ritual, mientras que la mobiliar pudo caer dentro del ámbito de lo doméstico, de lo privado. Pero, sobre el motivo decorativo y con-siderando ambos casos, ¿tenemos en realidad elementos de juicio suficientes como para otorgarle una significación distinta según el soporte en el que se representa?

Forcemos un poco más y consideremos ahora la imagen de un Cristo crucificado que, como sabemos, es una imagen de profundo significado para un cristiano. ¿Deja de significar lo mismo según esté exento en el altar de un templo, pintado en un cuadro en el salón de una casa o grabado en el interior de un llavero? Cambia el objeto, varía la funcionalidad de cada uno de éstos, que se podrían catalo-gar de culto, de decoración y utilitario, respectivamente, pero en modo alguno cambia el significado de lo representado y su carga simbólica.

En este sentido, es palpable la homogeneidad formal que, en general, se advierte entre los signos propios del arte parietal rupestre y los del arte mueble, ya se trate de formas lineales sencillas de dis-posición recta u oblicua, o de entramados más o menos complejos (Barandiarán, 1973; Casado, 1977; Corchón, 1986).

No obstante, para ser rigurosos y honestos no podemos desechar de forma absoluta la posibilidad de que hubiera motivos polisémi-cos, en los que cada uno de esos eventuales significados pudiese estar condicionado por el contexto, por el uso, por la naturaleza del pro-pio instrumento o por cualquier otro factor que hoy se nos escapa.

De todas formas, sea como fuere, sí percibimos una destacada fragilidad de los criterios por los que se determina si un objeto es o no religioso. No terminamos de percibir esa presunta relación direc-ta por la que un objeto deba ser menos religioso cuanto más acen-tuado sea su carácter utilitario. Y tampoco aceptamos sin reservas que, en general, la decoración venga determinada simplemente por el tipo de útil, aunque sí reconozcamos que la fisonomía del mismo pueda determinar la distribución y la morfología de aquélla. Se ha postulado que los temas geométricos simples disminuyen progresi-vamente según se pasa de utensilios de uso precario (36%) a los de uso prolongado (33%) y a la obra exenta (27%) (Barandiarán, 2006). Pero los porcentajes son muy parejos, con una diferencia apenas reseñable en el caso de los dos primeros grupos, lo que indi-caría que los temas geométricos, simples o complejos, son una cons-tante en el imaginario del artesano paleolítico. En cambio, sí parece

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haber mayores diferencias cuando hablamos de las representaciones figurativas, que están presentes en porcentajes más dispares según sean útiles de uso precario (10%), prolongado (28,3%) o en sopor-tes no utilitarios (35%).

No obstante, tampoco faltan los ejemplos de útiles de uso pre-cario decorados con representaciones figurativas de muy buena fac-tura. Citemos a modo de ejemplo los casos de una azagaya en asta de ciervo de El Pendo decorada con tres figuras enfrentadas de ser-pientes en una de sus caras (Barandiarán, 1973), el de un cáprido en El Rascaño (Barandiarán, 1976), el arpón con el grabado de un bóvi-do en Oscura (Gómez Tabanera, 1980), el fragmento de diáfisis de hueso largo con la imagen de una cierva en la Cova de les Cendres (Villaverde, 1985), los varios ejemplos de tema zoomórfico sobre la industria ósea de El Parpalló (Aparicio, 1981) o el arpón en asta de ciervo con la figura grabada de un carnívoro, tal vez un oso, de El Castillo (Esparza y Mujika, 2003), sin que, en modo alguno, estos ejemplos reseñados agoten el repertorio conocido.

Al respecto, también es cierto que no podemos descartar un uso privativo de todos estos útiles más ricamente decorados, o cuanto menos, una utilización menos cotidiana que la del resto de sus seme-jantes provistos de otro tipo de decoración o, en su caso, no decora-dos. Bien pudieron ser objetos de prestigio que no estaban destina-dos realmente a las labores predatorias inherentes a su naturaleza.

De hecho, en algunas de las azagayas decoradas con signos linea-les muy sencillos de La Vache, los surcos de estas marcas estaban rellenos con pintura (Barandiarán, 2006), lo que puede ser interpre-tado, con cierto fundamento, en el sentido de que fueran piezas de carácter no estrictamente utilitario. Así las cosas, creemos que serán los contextos los que deban aportar mayor información sobre el tema, delimitando en la medida de lo posible la verdadera funcio-nalidad de los objetos y, quizá con ello, la semiología de los ele-mentos decorativos.

En el caso de las piezas murcianas, resulta llamativo que la mayor parte de los fragmentos decorados muestren señales de haber estado expuestos al fuego, circunstancia que no se da en aquellos otros obje-tos no decorados. En la Cueva de los Mejillones, de los nueve frag-mentos de útil en hueso, tres están decorados y sólo uno de éstos pre-senta huellas de exposición al fuego; en la Cueva del Algarrobo son cuatro los objetos óseos recuperados, de los que dos están decorados, siendo éstos los únicos que muestran las marcas de exposición al fuego; por último, en la Cueva del Caballo hay tres piezas de industria ósea, de las que dos están decoradas. Una vez más, sólo son estas pie-zas decoradas las que presentan las huellas de exposición al fuego.

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Lamentablemente, las referencias que su excavador pudo obtener del contexto en el que se encontraban fueron muy escasas, lo que limita mucho la valoración que podamos efectuar al respecto. Tan sólo sabemos que los dos fragmentos decorados de la Cueva del Caballo aparecieron en el interior de un hogar del nivel IV, junto a restos calcinados de huesos y otros restos de costillas sin quemar de macromamíferos, lo que, sin duda, explicaría las señales de fuego en las piezas. Sin embargo, en los otros yacimientos no parecen estar asociados, en principio, a ningún hogar. Sea como fuere, lo que en todo caso resulta cuanto menos curioso es que estas marcas de fuego sólo afecten a las piezas decoradas. ¿Es posible que, por el hecho de estar decoradas, su amortización pudiera haber estado vinculada a la celebración de algún tipo de ceremonia ritual? Obviamente nos movemos en el campo de la hipótesis, difícilmente demostrable, pero en estos últimos años se ha planteado la posibilidad de que hubiesen existido rituales iconoclastas que podrían explicar la destrucción inten-cionada y repetida de algunas obras, tal y como parece confirmarse con diversas piezas en Isturitz o con las plaquetas grabadas de Limeuil y La Madelaine (Tosello, 2005), para las que se ha llegado a hablar, incluso, de objetos de prestigio social de su propietario.

En general, los contextos vinculan el arte mobiliar a los espacios habitacionales, a los simbólicos, acaso interpretables como santua-rios, y a zonas dedicadas, teóricamente, a actos sociales (Arias y Ontañón, 2005). De esta diversificación de ambientes se desprende que el arte mueble formaba parte de la vida cotidiana. Es la plasma-ción del pensamiento simbólico de la comunidad, que afecta a todos los ámbitos de la misma, y que adquiere de este modo una carga trascendente que hace que los objetos decorados superen su aspecto estrictamente material.

Como se ha apuntado, y pensamos que como se deduciría de esa diversidad de ambientes, la finalidad de este arte mueble pudo ser muy variada, mágica o religiosa, de cohesión grupal, de obtención de recursos, para asegurar la pervivencia del grupo o un simple pla-cer estético, aunque, en una reflexión que compartimos plenamen-te, la estandarización de objetos en grandes áreas y en distintas épo-cas revela que su razón de ser debió responder a motivaciones pro-fundas (Menéndez, 2005).

Esta impregnación simbólica de lo cotidiano es algo que volveremos a ver varios milenios más tarde, con el arte esquemático del Neolítico, que se desarrollará a la vez en los abrigos rocosos –ámbito de lo públi-co– y de la cultura material, en cerámicas sobre todo pero también en objetos de hueso –ámbito de lo privado–. Hasta entonces, y referido al arte mueble, parece imponerse un vacío, sólo salpicado por unos pocos objetos excepcionales, al margen de los cantos decorados azilienses,

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entre los que podemos reseñar la colección de plaquitas grabadas de la Cueva de la Cocina, que en su día relacionamos con la tradición cultu-ral iniciada en la Cova del Parpalló (Mateo Saura, 1992-1993), la pla-quita de Forcas II (Utrilla y Calvo, 1999) o la placa del Abrigo de la Tosca de Millares (Villaverde et alii, 2000) entre algún otro ejemplo. Sin duda, esta variación en la forma de transmisión de lo trascendente, o el cam-bio en la esfera de lo estético si preferimos despojarlo de connotaciones acaso religiosas, vendrá determinada seguramente por profundos cam-bios en la estructura social de los grupos. De hecho, hasta la aparición del diversificado arte esquemático neolítico, íntimamente asociado en su iconografía a los nuevos modos de producción y a las estructuras sociales que lo acompañan, debemos consignar la presencia del llama-do Arte Levantino, cuya autoría podríamos vincular, con los datos que hoy podemos manejar, a los grupos de cazadores y recolectores mesolí-ticos (Mateo Saura, 2002, 2005, 2006), pero para el que no habría que descartar algún punto de relación con la tradición artística paleolítica, al menos, con unas formas generales de pensamiento abstracto, comunes, en general, a todos los grupos de economía no productora.

El problema es que todo arte prehistórico supone la plasmación mediante signos, ya sean figurativos o geométricos, de una serie de abstracciones con las que el ser humano pretende racionalizar y hacer entendible el mundo que le rodea. Y es precisamente nuestro desconocimiento del código que regula ese proceso de abstracción el que nos impide conocer el significado último del arte prehistórico como forma de comunicación.

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