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HILL, LINDA. Nunca Digas Jamás

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Academic year: 2021

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Título original: Never say never

The Naiad Press, Inc. Tallahassee, Florida ©Linda Hill, 1990

©EGALES - Editorial Gay - Lesbiana, s.c.p. 1998 c/ Cervantes, 2 - 08002 Barcelona c/ Gravina, 11 - 28004 Madrid

ISBN: 84-920857-9-7 ©Traducción: Ana Alcaina

©Fotografía portada: Abigail Huller Diseño gráfico de cubierta e interiores: Miguel Arrabal y José Fernández Imprime: EDIM, s.c.c.l.

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NUNCA DIGAS JAMÁS

LINDA HILL

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SINOPSIS

Sara parecía diferente, era increíblemente atractiva. Tenía el

pelo oscuro y ondulado que le caía justo por debajo de los

hombros, los ojos de un verde brillante y la piel oscura y

suave, pero su rasgo físico más espectacular era su boca de

labios gruesos, dientes blancos y relucientes y una sonrisa

de impacto.

Leslie Howard, analista informática, sabe muy bien que la

manera más rápida de romper un corazón es ignorar una

regla sagrada: nunca enrollarse con una mujer

heterosexual.

A pesar de las advertencias de sus amigas, se ve en medio de

una batalla crucial con su atractiva compañera de trabajo,

Sara. Perseguida por los recuerdos de un pasado de

rechazos, Leslie tiene miedo de confiarle su lesbianismo,

aunque tampoco quiere ser deshonesta con ella misma.

Cuando finalmente adquiere la suficiente confianza para

sincerarse con Sara, ésta reacciona de la peor manera, no

queriendo saber nada más de ella, pero no por las razones

que Leslie piensa…

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ÍNDICE

1

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5

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9

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En aquel momento, lo único que sabía, lo único que quería era que Nancy se quitase de encima de mí. Estaba echando todo su peso sobre mi cuerpo y frotándose frenéticamente contra mi pierna. Ni un solo beso. Ni un solo abrazo cariñoso o tierno. Sólo aquellos jadeos. No podía moverme. Estaba tan enfadada, sentía tanta frustración... No podía continuar así, ya no.

—Nancy, para —le dije en voz baja, pero continuó con sus gruñidos febriles—. ¡Nancy! ¡Basta ya! —Esta vez le estaba gritando mientras la sujetaba por los hombros y la empujé.

Su cuerpo se puso rígido antes de apartarse de mí. Libertad, por fin. — ¿Se puede saber qué coño te pasa? —exclamó. Después de

levantarse de la cama, comenzó a dar vueltas por la habitación. — Estoy harta de toda esta mierda —masculló entre dientes.

Miré hacia otro lado, apretando la cabeza contra la almohada para levantar la vista hacia el techo oscuro. Estaba tan cansada...

exhausta, agotada... ¿Cuántas veces habíamos mantenido aquella conversación? ¿Cuántas veces más la volveríamos a tener?

Inspiré hondo para tranquilizarme. Mi voz, al hablar, era inexpresiva.

—Te he dicho que no quería...

— ¡Pero es que nunca quieres! —escupió.

Me detuve un momento a pensar en mí propia rabia, sabiendo que, al menos, en aquello ella tenía razón. Ya no quería que me tocara. —Y supongo que crees que empezando una pelea delante de mi mejor amiga y su amante esta noche conseguirías que me apeteciese, ¿no?

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—Me importa un bledo lo que piensen. —Ahora estaba inclinada sobre mí, en actitud desafiante.

—Bueno, pues a mí sí me importa —contesté—. Y a lo mejor, venir a casa y follarme es tu manera de arreglar las cosas entre nosotras, pero no es la mía.

— ¿Y cómo sugieres que las arreglemos? —dijo con desprecio. Di un profundo suspiro, consciente de que nunca iba a ganar

aquella batalla. Tenía que marcharme de allí. Eché las sábanas hacia atrás con cuidado y me di la vuelta hasta tocar el suelo con los pies. —Yéndome.

Se quedó perpleja unos instantes, mientras me acercaba a la

cómoda y sacaba unos vaqueros. Me los puse y metí la cabeza por el cuello de la camiseta.

—Sí, claro, eso está muy bien, Les. Huye, eso lo solucionará todo — dijo, tratando de pincharme, pero yo ya había tomado una decisión. Me calcé un par de zapatillas, cogí las llaves y me dirigí hacia la puerta. Mi mente se negaba a escuchar la sarta de insultos que me estaba soltando.

El perro del vecino comenzó a ladrar sin parar, mientras yo escapaba de allí.

— ¡Que se calle ese puto perro! —Fueron las últimas palabras que oí mientras me metía en el coche y hacía girar la llave de contacto. Por lo menos, ahora estaba a salvo.

Conduje los treinta kilómetros hasta Boston, buscando refugio en casa de mi mejor amiga, Susan. No parecía en absoluto sorprendida de verme allí y no fue hasta la mañana siguiente, tras la puerta cerrada de mi oficina, cuando empecé a preguntarme cómo mi vida había llegado hasta aquel punto. ¿Cuándo había perdido el control? —El día en que conociste a Nancy —murmuré en voz alta. La había conocido apenas hacía dos años en el desfile anual del orgullo gay en junio. Era una mujer enigmática, excitante y sofisticada. Yo la

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deseaba con todas mis fuerzas y había sido lo único en lo que pensé durante seis meses.

A pesar de que ya sabía que nunca funcionaría, me mudé a su apartamento y el romance duró exactamente dos meses. El año y medio siguiente había sido del todo asqueroso y poco a poco había comenzado a perder toda perspectiva de quién era yo y de lo que quería en esta vida. Desde el primer día supe que había cometido un error y que debía encontrar una salida. Sin embargo, me quedé allí, esperando contra toda esperanza que al final sería capaz de hacerla feliz, a pesar de que sabía que esto nunca ocurriría.

Pero, por lo menos, ahora había dado el primer paso. Me invadió una sensación de alivio, me invadió mientras daba un sorbo a la taza de café.

Sabía que la situación aún tendría que empeorar mucho más antes de empezar a mejorar, pero al menos había tomado la decisión. Ya no iba a echarme atrás; con ese firme propósito en mi mente me terminé el café rápidamente y acudí a la llamada de mi jefe, que me esperaba en su despacho.

Una hora más tarde salí del despacho de Dennis con el esbozo de una sonrisa en los labios, que apenas podía disimular. Las noticias no podían ser mejores: me había ofrecido un proyecto que iba a necesitar muchas horas de trabajo y que exigía que me pasase varios días viajando. Era la ocasión ideal para huir de mi catastrófica

situación con Nancy y lo acepté de inmediato.

Trabajaba para una empresa que se ocupaba, sobre todo, de la venta de software informático. Era una organización nueva y emprendedora que estaba resultando altamente rentable y que

siempre estaba buscando la manera de sacar aún más beneficios. De la noche a la mañana me habían puesto al frente de un proyecto que consistía en buscar un paquete de software de finanzas ya existente, sólido y bien programado, pero cuyas ventas estaban cayendo en picado a causa de un plan de marketing más bien pobre. Mi empresa quería hacerse con el software, cambiar el diseño del paquete y luego venderlo con nuestro nombre.

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Había que poner en marcha el proyecto de inmediato y yo tenía que trabajar y moverme rápidamente para seleccionar un equipo de técnicos competentes que me acompañasen en mis viajes. Ya habían seleccionado a una representante de la sección de marketing para que se uniese a nosotros; su tarea consistía en evaluar las

posibilidades comerciales del producto. Tengo que admitir que me sentí muy complacida cuando supe quién se iba a unir a mi equipo: las cualidades profesionales de Sara Stevens siempre me habían impresionado y esperaba ansiosa la ocasión de trabajar con ella codo con codo.

Había algo en Sara que la hacía diferente del resto de mujeres heterosexuales con quienes había trabajado y ese algo tenía mucho que ver con el entorno empresarial en que me movía. Puesto que me había especializado en el proceso de datos, casi siempre me tocaba trabajar con hombres. Las mujeres con quienes solía trabajar eran todas muy parecidas entre sí: lucían la ropa perfecta, el maquillaje perfecto, la sonrisa perfecta y eran perfectamente superficiales. Siempre fui consciente de lo distinta que era yo ele todas aquellas mujeres y, a consecuencia de ello, solía evitarlas.

Sin embargo, Sara parecía diferente. Era increíblemente atractiva; tenía un pelo oscuro y ondulado que le caía justo por debajo de los hombros. Tenía los ojos de un verde brillante y la piel oscura y suave, pero su rasgo físico más espectacular era su boca: tenía los labios gruesos, unos dientes blancos y relucientes, y una sonrisa de impacto. Cuando comencé a conocerla mejor, descubrí que tenía un tic consistente en esconder un poco el labio inferior, soltarlo y luego deslizar rápidamente la lengua por el labio superior, primero, y el inferior después, antes de metérsela de nuevo en la boca. Aquel hábito suyo llegó a fascinarme tanto que incluso me sorprendía a mí misma a menudo esperando que lo hiciese.

Además de sus atributos físicos, me atraía su actitud y su

personalidad; era sincera y honesta. También era increíblemente inteligente y confiaba muchísimo en sí misma, y yo sentía un enorme respeto por sus opiniones y sus cualidades profesionales.

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Aquel día salí de la oficina dos horas antes de lo habitual y pasé, sin dejar de sentir cierto sentimiento de culpa, por el apartamento que Nancy y yo habíamos compartido, rogando no tener que

encontrármela. Metí casi toda mi ropa en varias maletas y volví al coche al cabo de veinte minutos. Dando un suspiro de alivio, me dirigí a la autopista para ir al bloque de apartamentos de estilo vagamente Victoriano en que vivía Susan a las afueras de Boston. Susan Richards me había ofrecido un hombro en que llorar más de una vez en los últimos meses. Era la primera mujer con quien había trabado amistad cuando me había trasladado a Boston, unos cinco años atrás. Mi relación con ella había sido tan tempestuosa, dulce y constante como cualquiera de las que he tenido siempre. Era un poco más baja que yo, tenía el pelo liso y oscuro, casi negro, y

siempre lo llevaba corto. Me encantaba el trazo rebelde de su cabello y el modo en que caía, casi perfecto, sobre sus cejas.

La primera vez que nos vimos, Susan convirtió en un asunto personal hacerme sentir cómoda y bien recibida, enseñándome todos los rincones de la ciudad. Al principio me resistí a la manera en que me había acogido, desconfiando de sus verdaderas

motivaciones, por lo que mientras una parte de mí se sentía

agradecida y halagada por el hecho de que se hubiese tomado tantas molestias por mí, la otra parte precavida que hay en mí luchaba contra sus intentos de asomarse a mi interior a cada instante.

Sin embargo, Susan era persistente de un modo paciente y amable, me entendió mucho antes que yo la comprendiera o la apreciara lo suficiente. Solíamos emplear una tremenda energía en mantener largas y acaloradas discusiones sobre los temas más variopintos. Era como si estuviésemos de acuerdo o en desacuerdo sobre casi todo. Era de esperar. Durante toda nuestra amistad, ella tenía amantes, yo tenía amantes, ella se mudaba, yo me mudaba, pero la amistad

continuaba allí y yo maduré. No estoy segura de cuándo dejamos de discutir; sólo sé que nuestras discusiones se convirtieron en charlas y éstas dieron pie a confidencias y a sentimientos. Nos teníamos la una a la otra cuando nos necesitábamos. Me conocía mucho mejor de lo que nadie había intentado conocerme jamás.

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Susan era la única que me permitía enseñarle todas mis facetas sin quedarse perpleja y no se arredraba cuando veía que podía ser un ángel un día y convertirme en una auténtica bruja al día siguiente. A las dos nos encantaba despotricar, nos parecía muy divertido, y el hecho de saber que estábamos haciendo algo que no estaba bien lo hacía aún más divertido.

Ahora recurría a Susan de nuevo y, por supuesto, estaba allí para acogerme con los brazos abiertos. La noche anterior, cuando había aparecido ante su puerta, me había sugerido que me trasladase a su apartamento.

—Puedes quedarte todo el tiempo que lo desees.

— ¿Ah, sí? ¿Y qué me dices del alquiler? —le pregunté. Esbozó una sonrisa maliciosa.

—Estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo respecto al pago —respondió, guiñándome un ojo.

— ¿Y qué pasa con Pam? —Pam era la amante de Susan; no vivían juntas, pero habían sido amantes durante dos años.

Susan se encogió de hombros.

—Se acostumbrará a la idea. Además, el apartamento es lo

suficientemente grande para todas. —Así que, puesto que no era la primera vez, dejé que se ocupase de mí. Sólo esperaba poder

devolvérselo algún día.

Al cabo de una semana, el proyecto iba viento en popa. Durante el primer mes me metí de lleno en un tour vertiginoso por todo

Estados Unidos. Formábamos el equipo cuatro personas e íbamos de ciudad en ciudad, de aeropuerto en aeropuerto y de una empresa a otra. En todas las oficinas de venta nos sentíamos como prisioneros obligados a sonreír, a mostrarnos educados, a estrechar manos y a absorber el máximo de información posible cada día.

La selección de los otros dos miembros del equipo había sido todo un suplicio para mí y al final me había decidido por dos hombres

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muy distintos. Al cabo de aquel primer mes, no acababa de estar del todo satisfecha con mi elección.

Frank Bennett era un hombre tímido, de cierta edad, y un

verdadero encanto. No podía reprimir la devoción que sentía por él. Por lo general se mostraba muy taciturno; sólo expresaba sus

opiniones cuando alguien se lo pedía y trataba por todos los medios de disimular cuando se sentía incómodo.

No sentía ni mucho menos el mismo fervor por el otro hombre de nuestro grupo. Kenny Johnson era joven, rubio y muy atractivo, supongo. Todas las mujeres se volvían locas por él. Un derroche de ego masculino, sabía todo lo que había que saber sobre ordenadores y se aseguraba de que todo el inundo se enterase. Hice lo que pude por mantener mi profesionalidad y evitarlo el máximo posible. No me caía demasiado bien, pero lo necesitaba, lo cual era el pan de cada día en el mundo de los negocios.

La parte positiva era que Sara y yo nos habíamos acercado la una a la otra casi instantáneamente; convertíamos cada viaje en un

acontecimiento especial, trabajando duro, pero siempre tratando de pasarlo bien. Odiaba los juegos de las ventas tanto como yo, adoraba a Frank tanto como yo y no estaba en absoluto impresionada por nada de lo que Kenny dijera o hiciese.

Nunca me había apasionado viajar y el proyecto estaba poniendo a prueba mi paciencia, pero daba igual lo duro que fuese; sólo tenía que pensar en lo horrible que hubiese sido seguir conviviendo con Nancy, peleándonos noche tras noche. Todavía no me había

enfrentado realmente al hecho de nuestra ruptura. La aparté de mi mente, diciéndome a mí misma que ya pensaría en ello una vez que estuviese de vuelta en Boston.

Pasaron dos meses antes de recibir noticias de Nancy mediante una carta escrita en que me pedía que sacase el resto de mis cosas de su apartamento antes que regresase de vacaciones.

Susan y yo no tardamos demasiado en terminar el trabajo y fue lo suficientemente considerada para estar a mi lado durante todo el fin de semana. No deshice muchas de las cajas que contenían mis cosas puesto que no esperaba quedarme en su casa mucho tiempo. Pensé

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que podría dejarlas en casa de Susan hasta que el proyecto estuviese terminado y entonces buscaría mi propio apartamento.

El domingo por la mañana ya me había trasladado por completo. Susan había comprado un futón para la habitación que tenía libre, para que no tuviese que dormir en el sofá cuando estuviese en la ciudad.

—Bueno, ni se te ocurra pensar en traerte una mujer a esta casa — bromeó Susan—. Creo que darte una cama pequeña es el único modo de que no te metas en líos.

—Se acabó mi vida social —le dije con una sonrisa débil. Me senté en la cama y la miré con los ojos empañados en unas lágrimas inesperadas.— La he vuelto a joder —suspiré.

Se desplomó a mi lado y me rodeó los hombros con el brazo. —No, no la has jodido. El único error que has cometido ha sido aguantar tanto tiempo esta situación.

—No puedo creer que lo haya soportado durante tanto tiempo. Hizo un movimiento con la mano para tratar de alejar aquel pensamiento de mi mente.

—Sabía que acabarías marchándote, tarde o temprano. Estoy muy contenta de que al final lo hayas hecho. Además, te olvidas de ver la parte positiva; ésta es una gran oportunidad para ti, sólo tienes que pensar en la cantidad de mujeres que están ahí fuera esperándote. —Sí, claro. —Estaba de mal humor y me negaba a dejar que Susan me animara—. ¿Dónde? ¿En las salas de espera de los aeropuertos? “Aggh —exclamó, haciendo una mueca de disgusto—. No, hablo en serio. Deberías sacarle el máximo partido a esos viajes. Consigue una guía con los bares de ambiente de todas las ciudades a las que viajes y vete a conocer a algunas mujeres.

—No me puedo meter en un bar gay así como así. Nunca sabes lo que te puedes encontrar. Además, no soy de las que comienzan a hablar con una mujer como si nada.

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—Vamos, por favor... Hablas con mujeres todos los días; además, todas se pelearán por ligar contigo.

Aquello me hizo reír. Siempre me he considerado una mujer del montón, más bien baja, con el pelo castaño y corto, para que no se me rice demasiado. Ojos azules. De tipo normal, ni gorda, ni flaca... Del montón. Sin embargo, Susan siempre conseguía hacerme sentir como si fuera una verdadera diosa.

—Está bien —suspiré—. A lo mejor lo intento.

— ¡Así me gusta! —Me dio una palmadita en la espalda y se quedó pensativa un momento—. Oye, ¿y qué me dices de la mujer con la que has empezado a trabajar? ¿Cómo se llama?

— ¿Sara? —Me quedé estupefacta.

—Sí. ¿Qué te parece? —Esbozó una sonrisa maliciosa de nuevo. —Me parece que estás loca.

— ¿Por qué? —me preguntó con un aire de inocencia fingida—. Siempre me estás diciendo lo atractiva que es.

Me sonrojé. ¿De verdad le había dicho aquello? ¿Más de una vez? —Susan, escucha. —Me volví para mirarla directamente a los ojos— . Sara es heterosexual. Regla número uno: «Nunca te compliques la vida con una mujer heterosexual».

— ¿Quién habla de complicarse la vida? —se rió—. Sólo estoy hablando de pasárselo bien.

Meneé la cabeza y me reí a pesar de todo. Susan era una auténtica libertina.

— ¿Sabe que eres lesbiana?

Aquella pregunta volvió a dejarme atónita. Moví la cabeza con vehemencia.

— ¡Por supuesto que no! Cree que tengo novio. —Oh, Leslie. ¡Qué asco! ¿Y por qué cree eso?

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Ahora me sentía un poco incómoda.

—Vamos, Susan; ya sabes por qué. Porque dejo que lo crea; porque es más fácil dejar que la gente crea que soy hetero—, Aquella era una conversación que nosotras y muchas de nuestras amigas habíamos mantenido muchas veces. Todas estábamos de acuerdo y en

desacuerdo a distintos niveles. Había unas cuantas que insistían en que todas deberíamos salir del armario, que políticamente era necesario para nosotras demostrar que existíamos, pero la mayoría sólo habíamos salido en varios aspectos. Algunas, más que otras. Algunas no habían salido en absoluto. Por mucho que lo odiásemos, no teníamos más remedio que admitir que a veces era más fácil evitar la verdad.

—Sí, ya sé lo que quieres decir. Tan liberada como creo que soy y resulta que nadie en el trabajo sabe que soy lesbiana -—admitió. Se quedó en silencio durante un rato, dándome un masaje en la

espalda—. ¿Y por qué no se lo dices?

— ¡Vaya! ¡Eso sí que tiene gracia! —reí—, Le digo que soy tortillera, se da la vuelta y no vuelve a dirigirme la palabra en su vida. —Me burlé de Susan con sarcasmo—. Tú sí que sabes cómo pasar un buen rato.

—Nunca se sabe... —-contestó con una voz cantarilla. En sus ojos había un brillo malévolo—. A lo mejor, ella también piensa que eres muy atractiva. ¿Por qué quieres conformarte con una fantasía

cuando puedes intentar que se convierta en realidad?

—Eres una obsesa. —La aparté de mi lado retozando, molesta, no por su picardía, eso me hacía gracia; estaba más molesta por el modo en que siempre conseguía ver a través de mí—. Además, ¿quién te dice que tengo fantasías con ella?

Se encogió de hombros.

—No hace falta que me lo digas, te conozco —se limitó a decir. Cada vez me sentía más incómoda en aquella conversación quería darla por zanjada cuanto antes.

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—Tal vez, no esta semana. —Me sonrió y, anticipándose a mis protestas, cambió de tema con delicadeza.

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2

A la mañana siguiente llegué tarde al aeropuerto. Ya había

embarcado todo el mundo, así que me dirigí hacia el pasillo sola. Mis tres compañeros estaban sentados juntos, cerca de la parte delantera del avión. Sara, flanqueada por los dos hombres, me lanzó una

significativa mirada al saludarme. «Muchísimas gracias por dejarme en la estacada con estos dos», parecía que decía.

Pedí disculpas por llegar tarde y proseguí mi camino por el pasillo hasta llegar a unas cuantas filas más atrás, casi agradecida por poder sentarme sola. Me acomodé junto a la ventana y traté de

concentrarme en la lectura de un informe sobre la empresa que íbamos a visitar, pero perdí el interés de inmediato. Me sentía irracionalmente sensible, castigándome a mí misma por sentirme tan perdida y desconsolada de repente.

La azafata iba y venía, ofreciendo un bollo y un café a todos los pasajeros. Mientras masticaba despacio y miraba por la ventana las nubes que nos rodeaban, sentí la presión de un codo y me contuve para no apartarlo bruscamente. En mi interior, rogaba porque Kenny no hubiese decidido darme conversación.

—Por un rato he creído que iba a quedarme colgada con esos dos tipos. —La cara de Sara se hallaba a escasos centímetros de la mía. Murmuré una disculpa sin mirarla directamente a los ojos;

aquellos labios eran amenazadores y estaban llenos de reproche. —No tienes buen aspecto.

— ¡Vaya, muchas gracias! ¡Buenos días a ti también! —le espeté, sintiéndome mal al instante.

— ¡Ay! —Se me quedó mirando hasta que la miré a los ojos—. Ya veo... —dijo, mientras asentía con la cabeza—. Has estado llorando -—sentenció.

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¿Tan evidente era? ¿Acaso tenía los ojos hinchados? La miré, sintiéndome vulnerable de repente, y me mordí el labio.

—Leslie, ¿qué te pasa? —Su voz parecía tan sincera que aún me hizo sentir peor. No quería hablar con aquella mujer, no quería sentirme vulnerable con aquella mujer... Lo único que quería en aquellos momentos era que dejase de ser amable conmigo. Traté de esquivar sus preguntas, pero no se rindió,

—Háblame, ¿qué te ha pasado? —Me estaba acosando.

—Nada, de verdad. —Luché con todas mis fuerzas para evitar que las lágrimas asomaran a mis ojos otra vez—. Yo... bueno... he tenido que irme de casa este fin de semana.

— ¿Has roto con tu novio? —Parecía realmente apenada, mientras yo trataba desesperadamente de buscar una respuesta a aquella pregunta.

—Bueno, algo así —-murmuré.

—Oh, Leslie, lo siento mucho —me apretó el brazo en señal de consuelo—. Creía que vivías con un chico, pero no entuba segura; en realidad, nunca hablabas de él.

—No, bueno, ya sabes... —tartamudeé, tratando de encontrar las palabras—. No nos llevábamos demasiado bien, ¿sabes?

—Oh, pobrecilla. ¿Por qué no me has hablado antes de él? -me reprendió—. ¿Cómo se llama?

La miré, sintiéndome increíblemente nerviosa y a punto de echarme a reír a la vez. Era absurdo. Sara me estaba mirando, esperando una respuesta. « ¿Cuál era la pregunta?»

— ¿Qué?

— ¿Cómo se llama?

Rápidamente, varios nombres cruzaron mi mente. «Nancy... Mmm... Nick, Ned, Neal, Noel...» Me esforzaba mentalmente, pero ninguno me parecía bueno. Hice un movimiento con las manos, como deteniendo aquella pesadilla de nombres.

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— ¿Y qué importa ahora? —exclamé, esperando que no hiriese más preguntas—. Se ha terminado.

—Estoy segura de que ha sido lo mejor. —Se tragó la historia y sentí un gran alivio—. Y cuando sientas que estás preparada para conocer a gente nueva, házmelo saber. Conozco a un par de chicos que te gustarían. —Se estaba animando, inclinándose hacia delante y acercándose a mí—. Podríamos quedar los cuatro.

— ¿Los cuatro? —Un poco más y me atraganto con lo que quedaba de mi café.

—Es verdad. Seguramente no estás preparada para conocer a nadie de momento, pero he estado saliendo con este chico, James, y me encantaría que conocieses a uno de sus amigos y así podríamos salir los cuatro; sería estupendo, ¿no?

—Sí, claro. —No podía creer lo que estaba oyendo o en lo que me estaba metiendo. Me estaba poniendo de los nervios—.Pero bueno, ya sabes que voy a tardar algún tiempo en volver a salir por ahí de nuevo.

—No pasa nada. —Levantó la mano para dar más énfasis a sus palabras—. No te voy a presionar; cambiaré de tema ahora mismo. — Cumpliendo su promesa, se echó hacia atrás y dio un profundo

suspiro—. ¿Por qué no voy a buscar mis informes y nos ponemos a examinar la información antes de llegar allí?

—Me parece bien.

—Perfecto. —Se levantó y se inclinó un poco para susurrarme algo al oído—. Esto me servirá de excusa para librarme de Kenny. —Me reí y la observé mientras se alejaba por el pasillo.

El viaje a Chicago resultó muy interesante. Comenzó a nevar justo cuando llegamos. Estábamos a principios de diciembre, así que deberíamos haber esperado la nevada. Nos pasamos la tarde

haciendo reuniones, conociendo todos los detalles sobre el software de la compañía. El producto había pasado la primera ronda de entrevistas y ahora lo estábamos examinando con mucho más detenimiento.

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El tiempo empezó a empeorar mucho antes que terminásemos, así que nos vimos obligados a regresar al hotel más temprano. Parecía que el edificio estaba completamente vacío cuando entramos,

incluso el vestíbulo y el bar estaban extraordinariamente tranquilos. Nos pasamos la noche riendo y bromeando con el barman y los camareros. Contemplé con regocijo cómo Sara se quitaba de encima las avanzadillas de dos viajantes típicos que rondaban por el bar. No iba a ceder ante sus súplicas ni por asomo y a mí me encantaba ver su rápido ingenio en acción mientras se peleaba con ellos. Para mí era obvio que no los encontraba nada atractivos y ella jugaba con eso, disfrutando de mi regocijo.

Al final fuimos a parar a la mesa de billar y jugamos «chicos contra chicas», tal y como dijo Frank. Si bien a mí me encantaba jugar a billar y lo único que quería era borrar esa estúpida sonrisa de la cara de Kenny, hacía años que no jugaba. Sara, por su parte, no había jugado en su vida; así pues, no fue demasiado divertido ver cómo perdíamos partida tras partida.

En algún momento de la noche comenzaron a subir de tono las palabras de Kenny quien trató por todos los medios de convencer a Sara para que hiciese una pequeña apuesta con él. Estaba apoyado en la mesa de billar, frotando el taco de tiza contra el extremo del palo cuando, finalmente, fue demasiado lejos.

—Vamos, Sara. ¡Si gano yo, vamos a mi habitación y si ganas tú, vamos a la tuya! —rugió y se echó a reír como un histérico.

Me dieron ganas de estrangularlo. El alcohol no me estaba

sentando nada bien y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarme. Mientras me contenía para no hacer nada que luego tuviera que lamentar, le dirigí una mirada a Frank, que estaba moviendo la cabeza con gesto de desaprobación.

Cuando volví a mirar hacia la mesa, Sara tomó un sorbo de su copa y se aproximó lentamente a Kenny. Una sonrisa iluminó su cara mientras apoyaba ambas manos a cada lado de Kenny en el borde de la mesa de billar y se inclinaba hacia él con aire seductor. Kenny se acercó a ella para oír lo que estaba susurrándole al oído.

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« ¿Qué demonios está haciendo?» Por un momento pensé que Sara había perdido el juicio. Estaba segura de que no se le ocurriría

perder el tiempo con aquel gilipollas egocéntrico.

La sonrisa triunfante desapareció del rostro de Kenny en cuanto Sara acabó de decirle lo que tenía que decir y se alejó de él.

—Creo que ya he tenido bastante billar por esta noche ?—dijo Sara en voz alta, mirando primero a Frank y luego a mí. —¿Os apetece venir conmigo a tomar un café antes de irnos a dormir?

Una amplia sonrisa iluminó mi cara.

—Me encantaría —respondí, apenas capaz de contenerme, mientras veía a Kenny hacer una mueca de desprecio.

—Me temo que yo paso de café —dijo Frank—. Vosotras dos id delante. —Se volvió hacia Kenny y cogió el palo de billar—. Es hora de irse a la cama, chaval. Creo que ya has tenido bastante por esta noche.

Miré a mi alrededor para asegurarme de que los dos se habían ido antes de sentarme con Sara en vino de los reservados. En la mesa había dos tazas humeantes entre nosotras.

—Es un gilipollas —murmuré en voz baja; luego levanté una de las tazas y me la acerqué a los labios.

—Es un capullo —dijo con brusquedad.

Me atraganté con el café, intentando desesperadamente no

derramar el líquido por toda la mesa. Cuando me recobré, la miré y me eché a reír.

— ¿Cómo dices?

—Es un capullo —repitió con el semblante serio—. ¿Te molesta que lo diga?

—No, no; en absoluto. —Me eché a reír de nuevo -—. Es sólo que no estoy acostumbrada a oír a las mujeres decir cosas así. — Es decir, no a las mujeres heterosexuales.

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Rodeó la taza con sus manos y se quedó mirándola fijamente, torciendo un poco la boca.

— ¿Por qué tiene que comportarse así? —preguntó—. Odio que esta mierda tenga que ocurrir. Está tan seguro de sí mismo que cree que ninguna mujer se le puede resistir. —Levantó los ojos para

encontrarse con los míos —. El es el capullo y entonces, cuando lo pongo en su sitio, me gano la fama de calientapollas.

— ¿Calientapollas? ¿Tú? —Al principio me sorprendí, pero luego pensé en ello. Nunca presto demasiada atención a los chismorreos de la oficina, pero entonces me acordé de que Sara había rechazado a varios hombres en el trabajo. «Una zorra frígida» era la expresión que habían utilizado.

Sara estaba asintiendo con la cabeza, con los ojos más abiertos de lo normal, un poco triste.

— ¿Y a quién le importa lo que piensen? —No tenía ni idea de cómo podía animarla. — ¡Que se vaya a la mierda! Kenny se estaba

comportando como un gilipollas; incluso, Frank pensaba lo mismo... Intentó reírse y cambió de tema, pero al cabo de unos minutos decidió irse a dormir y se marchó bruscamente. Dando un profundo suspiro, con el corazón abatido y la mente un poco confusa, me

encontré deambulando por el pasillo desierto que conducía hasta los ascensores. Logré encontrar mi habitación y cuando estaba a punto de quitarme el jersey, oí cómo golpeaban a mi puerta.

Me quedé petrificada, segura de que era Kenny con ganas de follón. Atisbé por la mirilla y me encontré con los ojos de Sara.

Riendo, abrí la puerta y recibí el impacto de una bola de nieve en plena cara. Aquello me enfureció y me quedé sin habla mientras me quitaba la nieve de la cara. Oí unas risotadas y el ruido de unas zapatillas alejarse a toda prisa por el pasillo, y no dudé un momento en emprender la persecución. La perseguí por todos sitios y a ambas nos frenaban el paso nuestras propias risas. Habría logrado escapar si los ascensores la hubiesen ayudado, pero la atrapé y la acorralé en una esquina. Cayó al suelo, dando unas carcajadas tan fuertes que las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

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— ¡Te pillé! ¡Te pillé! —dijo riendo sin parar. Levantó los trazos para intentar zafarse de mí y me agaché para sujetarla. ¿Sujetarla? ¿Para qué? Me contuve y retrocedí un poco, dándome cuenta de repente de que estaba a punto de cometer un grave error. Vaya, perfecto—pensé—, ¿Qué voy a hacer ahora que la he atrapado? ¿Sujetarla? ¿Hacerle cosquillas? ¿Besarla? En lugar de eso, me serené al instante y decidí sentarme a su lado. '

—Está bien. Por esta vez, te has librado —le aseguré con una

sonrisa mientras su risa se iba apagando—. Pero cuando menos te lo esperes, me tomaré la revancha.

-—Ha sido muy divertido —sonrió, luego inspiró profundamente y exhaló el aire dando un resoplido—. Estoy agotada.

—Yo también —le devolví la sonrisa mientras se abrían las puertas del ascensor—. Tienes suerte de que el ascensor esté vacío; ya me gustaría ver cómo explicas esto.

Se miró un momento, desplomada en el suelo de un hotel Marriott. —-Supongo que esto no es demasiado serio, ¿no? —Arrugó la nariz y levantó una mano. —Ayúdame a ponerme de pie.

Me incorporé y la ayudé a levantarse con cuidado.

—-No lo olvides, cuando menos te lo esperes... —la amenacé. —No sé si podré esperar —dijo con una risa burlona y se metió dentro del ascensor.

Me quedé allí de pie y vi cómo se cerraban las puertas.

— ¡Un momento! —exclamé. Las puertas volvieron a abrirse como por arte de magia.

— ¿Sí? —preguntó, sonriéndome con dulzura.

Me acerqué, casi apoyándome en el ascensor y bajé la voz. --¿Qué le dijiste antes a Kenny?

Se echó a reír e hizo con la lengua aquel gesto que tanto me gustaba.

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—Le dije —comenzó a hablar muy despacio— que podía coger ese palo de billar que sujetaba tan provocativamente y metérselo por el culo.

Eché la cabeza hacia atrás y me puse a reír como una loca.

—Y luego dicen que soy una calientapollas —dijo sarcásticamente mientras se encogía de hombros, con un tono de vozincrédulo—. ¿Te lo puedes creer? —Dejó que las puertas se cerraran de nuevo y

entonces me acordé de que no me había despedido de ella. — ¡Buenas noches, Sara!

— ¡Buenas noches, Leslie!

Con una sonrisa de satisfacción, me fui de vuelta a mi habitación silbando por el pasillo.

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3

Las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina y yo ni me había enterado. Íbamos algo adelantados con el proyecto y la proximidad de las fechas navideñas nos hacía a todos estar más dispuestos a llegar a un acuerdo común. Al final llevamos a cabo nuestra

selección mientras volábamos juntos en un Avión de vuelta a Boston el viernes por la noche, justo ocho días antes de Navidad. Pasé aquel fin de semana con Susan y su novia, Pam. Me habían esperado para que las ayudase a escoger el árbol y los adornos. Si bien no me hacía demasiada ilusión, agradecí el empeño de ambas por animarme; por ello decidí compartir con ellas todos los preparativos, tratando por todos los medios de no obsesionarme con mi futuro y mi falta de dirección.

El lunes estaba de vuelta en terreno familiar, reuniéndome de nuevo con el equipo para ultimar los detalles de la presentación que íbamos a hacer ante nuestro jefe ejecutivo y el resto de la directiva, Al final me tocó a mí inaugurar la reunión y ofrecer un resumen general de nuestra investigación y de los resultados que íbamos a presentarles. Me senté junto a Frank, Kenny y los demás, mientras Sara ocupaba el lugar central. De vez en cuando pedía nuestra colaboración para que diésemos las cifras y las estadísticas cuando era necesario, pero el centro de la presentación estaba presidido solamente por Sara.

Había visto a Sara en aquella misma situación en infinidad de ocasiones y no tenía ninguna duda de que era uno de sus puntos fuertes. Sin embargo, ésta era la primera vez que la observaba, mientras me iba invadiendo un sentimiento creciente de orgullo y admiración. Tal vez, mi capacidad de raciocinio se estaba

empañando por otras causas, pero no lo creo. Sara tenía una

habilidad pasmosa para ponerse al frente de un grupo y hechizar a todo el mundo con su encanto especial. Era capaz de comenzar a

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hablar de software, un tema más bien soso, y convertirlo en algo mágico. Sabía exactamente lo que tenía que decir y se metía al

público en el bolsillo. Sabía cuándo había que sonreír, cuándo debía introducir una nota humorística y sobre todo, sabía cómo tenía que suavizar algunos egos molestos y responder a preguntas difíciles sin parecer autoritaria ni arrogante.

Al final, estaba segura de que Sara —y no el producto de software— era la verdadera estrella de la reunión. Fue un éxito apabullante y al parecer todo el mundo estuvo de acuerdo en que debíamos pasar a la siguiente fase del proyecto lo antes posible. Se dio por concluida la sesión y todo el mundo se puso en pie y comenzó a desfilar, dándonos las gracias y felicitándonos por nuestra labor. Sara y yo nos quedamos a solas en la habitación, de repente silenciosa. Me miró, dio un profundo suspiro e hizo un gracioso ademán, fingiendo limpiarse el sudor de la frente. — ¡Vaya! ¡Me alegro de que se haya acabado!

—Has estado increíble —le dije, radiante. Por un instante quise acercarme a ella y abrazarla con todas mis fuerzas, pero,

evidentemente, no lo hice—. ¿Dónde aprendiste a hablar en público de esta manera?

—No lo sé —dijo, encogiéndose de hombros, y avanzó un paso para sentarse en una de las sillas que rodeaban la mesa de conferencias— pero estoy agotada.

—Estoy sorprendida por el gancho que tienes hablando en público. Los tenías a todos aquí —dije, señalándome la palma de la mano—. Yo me pongo nerviosa sólo al pensar que tengo que hablar delante de un montón de gente.

Apartó mis cumplidos con un ademán.

— ¿Crees que les hemos vendido el proyecto? —Ya sabes que se lo has vendido.

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—Sí —dijo pensativamente—, supongo que sí. —Se quedó callada unos instantes, reflexionando—. Con todo, es un poco frustrante, ¿no te parece? Después de cuatro meses de trabajar a toda mecha,

montamos este show para los peces gordos y ya está. ¿Y ahora qué? —Bueno... —Me senté en la silla que había enfrente de la suya—, esto depende...

Inclinó la cabeza hacia delante, curiosa.

—Suponiendo que vaya en serio la idea de esta adquisición, el siguiente paso consiste en seleccionar un equipo para que aprenda todo lo que hay que saber acerca del software, y de las personas que vayan a utilizarlo. Esto significa, con toda probabilidad, que el equipo tendrá que pasar unas cuantas semanas en Chicago, entrenándose. —Me detuve para hacer una pausa y sentí que el corazón se me salía del pecho al ver una sonrisa esbozándose lentamente en su cara—. Luego, por supuesto, este mismo equipo tendría que regresar aquí y ponerse a trabajar en común, instalando, comprobando y entrenando a otras personas. Después está la fase de la presentación, la venta y la formación de los clientes. En realidad, no tiene fin. ¿Estás interesada? —le pregunté.

—Por supuesto que sí. ¡Este es nuestro bebé y yo quiero ser la que lo traiga al mundo! —se echó a reír y luego se detuvo en seco—. Tú vas a continuar formando parte del proyecto, ¿verdad?

—Claro que sí; de hecho estaba un poco deprimida porque: podía haberse acabado -—admití—. Me alegro de que tú también quieras continuar formando parte de él, al fin y al cabo... —bromeé— jugar al billar en Chicago no sería lo mismo sin ti. -—El resto de la semana la pasamos en una nube de euforia.

En contra de todos mis principios, me sentía muy atraída por Sara; incluso permití que me convenciera para ir a la fiesta de Navidad de la oficina, a la que siempre me había negado a asistir hasta entonces. Llegué a la fiesta sola y me sentí muy incómoda de inmediato.

Cuando encontré a Sara, estaba cogida del brazo de un hombre alto y moreno que me presentó como James. En mi interior comenzaron a sonar sirenas de alarma, mientras sentía que unos celos familiares se iban apoderando de mí.

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Me convenció para que me sentara con ellos en su mesa; Sara hacía todo lo posible para estar jovial y entretenerme, y yo me esforzaba por comportarme y fingir que me lo estaba pasando en grande. Me tragué mi orgullo y bailé con James sólo para contentar a Sara y hacerla feliz. No había estado en una pista de baile con un chico desde el instituto, pero logré sonreír y deslizar los pies por el suelo durante tres minutos exactos, preguntándome mientras tanto qué demonios veía Sara en aquel tipo.

Decidí desaparecer pocos minutos después y ni siquiera el mohín de enfado en la cara de Sara logró disuadirme. Estaba totalmente avergonzada de mí misma. ¿Cómo podía mentir de aquella manera? En una sola noche había echado por tierra unos principios que había tardado años en consolidar. Me sentía como una adolescente. Las semanas siguientes las pasé martirizándome a mí misma,

recordándome quién era y lo que era, y haciendo todo lo posible por sofocar mi creciente enamoramiento de Sara.

Hacia mediados de febrero ya se habían firmado los contratos, la compra ya se había realizado y yo estaba de nuevo en la carretera. A Sara y a mí nos volvieron a desterrar a Chicago, donde se había desatado un invierno particularmente infernal.

Me metí de lleno en el trabajo, empeñando montones de horas, concentrada solamente en absorber el máximo de información sobre el software. El período de formación era agotador y apenas nos

dejaba tiempo para nada más. Nuestras horas libres se limitaban a una o dos cada noche. Si bien Sara y yo pasábamos casi todo ese tiempo juntas, ya no era lo mismo de antes.

La fiesta de Navidad me había servido de aviso. Recordé el dolor que había experimentado cada vez que le había revelado la verdad a alguien y ese alguien no había sabido afrontarlo. Pensé en mi

hermano, que no me hablaba desde hacía casi siete años. Pensé en los amigos en quienes había confiado y a quienes había perdido. Sin embargo, había tenido mucha suerte, en comparación con muchas de mis amigas. El resto de mi familia me había aceptado por

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mujeres heterosexuales que sabían que era lesbiana, pero no iba a permitirme el lujo de sufrir otra pérdida. Ahora no. Y de algún modo sabía que continuar con Sara como hasta entonces sólo me

provocaría dolor.

Tenía todas mis defensas en activo, las murallas bien altas. Sara advirtió el cambio y aquello me entristeció. Veía el interrogante en sus ojos y en su expresión. La había apartado de mi lado en silencio y se sentía dolida y confusa a la vez.

Ya no era lo de antes, ya no corríamos a medianoche por los pasillos del hotel. Nos reíamos y bromeábamos, hablábamos del trabajo y de política. Intercambiábamos opiniones, incluso discutíamos, pero rara vez tratábamos de temas personales.

Hablábamos mucho sobre la familia y de cómo habíamos sido de pequeñas, y yo no le pregunté ninguna vez sobre James o sobre cualquier novio que mencionase, y cada vez que tocaba un tema que me resultaba remotamente incómodo, evitaba mirarla a los ojos y esquivaba sus interrogatorios. Con los años había aprendido a manejar con gran habilidad el arte de responder a una pregunta con otra. Me las arreglaba para que todas las preguntas personales que me hacía acabasen por estar dirigidas a ella. Si se daba cuenta, no me lo demostraba.

El tema de salir con James y ella y algún amigo salió a colación exactamente dos veces. La primera vez me las apañé para soltar alguna ocurrencia y salirme por la tangente. La segunda, sin embargo, el tema me puso nerviosa y así se lo hice saber.

—No tengo la más mínima intención de salir con ningún hombre, por muy maravilloso que tú creas que pueda ser para mí.

Se quedó sorprendida por mi tono de voz y respondió con un silencio. Luego dijo:

—Ese chico debe de haberte hecho mucho daño.

Emití un gruñido como respuesta y fue la última vez que sacó el tema.

Durante todas aquellas semanas aparenté estar tranquila y bajo control, a la vez que en mi interior se desataba una tormenta.

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Durante unos instantes, antes de acostarme, me quedaba mirando el techo, despierta, reflexionando sobre el torbellino de dudas y sentimientos que tenía en mi interior, sopesando todas y cada una de las posibilidades.

Ni siquiera tenía que ver con la atracción que sentía por Sara; era mucho más simple que eso. Me gustaba. Me importaba su vida y odiaba tener que mentirle. Deseaba con todas mis fuerzas ser

honesta y aclarar las cosas. Quería que supiera que era lesbiana para avanzar, pero cada vez que me decidía a decírselo, me acobardaba y me echaba atrás.

No quería perderla. Peor aún, no quería sufrir la humillación y el rechazo que aquella revelación acarrearía consigo. No estaba segura de si aquella certeza era producto de una valoración objetiva de nuestra relación o era consecuencia de mis experiencias en el

pasado. Fuese cual fuese el motivo, me quedaba inmóvil, incapaz de hacer brotar las palabras.

Llamaba a Susan casi todas las noches, exasperándola con ni incapacidad de afrontar aquel dilema. Para ella era muy simple. —Díselo.

— ¿Y qué ocurre si no puede asimilarlo? —gimoteé.

—Se lo tomará bien —me aseguró de nuevo—. Además, si no es capaz de asimilarlo, entonces su amistad no merece toda la energía que estás invirtiendo en ella.

—Ya lo sé. Es sólo que no quiero que me odie. Susan se mostraba pacientemente impaciente. —Leslie, estás hecha un lío.

—Ya lo sé. —Sobre todo me obsesionaba saber que, después de siete semanas, nuestro tiempo a solas estaba a punto de acabarse. Muy pronto volveríamos a Boston otra vez y quería solucionar el problema lo más lejos de la oficina posible.

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—Ya lo sé.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —No lo sé.

En otras circunstancias, el quejido de Susan me habría hecho reír. Incapaz de tomar una decisión, opté por no decidir nada. En lugar de decidirme, me dediqué al juego interminable de calibrar las

posibilidades, una y otra vez en mi cabeza, hasta que acabé exhausta y asqueada por el proceso.

Al final, Sara forzó la situación. La última noche decidimos salir a celebrarlo. Acabamos en lo que se había convertido en nuestro restaurante mexicano favorito y me esforcé al máximo por parecer alegre. Por dentro estaba deprimida y muerta de miedo. Cuanto más me decía a mí misma que tenía que decírselo, más consciente era de que no podría hacerlo.

Cenamos tranquilamente, charlando de cosas sin importancia y bebiendo margaritas. Cuando el camarero recogió nuestros platos, Sara sólo dudó un instante antes de pedir otra ronda de bebidas. —No estoy lista para dar por terminada la velada —explicó y yo asentí en silencio. No quería que la noche o nuestro tiempo a solas terminase.

El camarero trajo los margaritas y Sara se puso a juguetear con la caña, removiendo lentamente su cóctel.

—Escucha, ya sé que hay una línea imaginaria que no debo cruzar, pero voy a arriesgarme y a cruzarla de todas formas. Nos marchamos mañana, por tanto... ¿qué más da?, ¿no crees?

Tomé un largo y peligroso sorbo de mi copa, y mi mente comenzó a dar vueltas. Se inclinó un poco hacia delante y bajó el tono de su voz..

— ¿Qué ha pasado, Leslie?

-— ¿Qué quieres decir? —quise hacerme la tonta, pero no dio resultado.

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—Congeniamos tanto el otoño pasado que pensé que éramos amigas de verdad, pero no entiendo qué ha pasado. ¿Qué ha cambiado? ¿He hecho o he dicho algo que te haya molestado? El corazón me dio un vuelco. Sus ojos verdes brillaban por las lágrimas y la perplejidad. Su voz estaba impregnada de sinceridad. —No, Sara, no has hecho nada malo.

—Entonces, ¿qué ocurre? No lo entiendo. Pensaba que éramos amigas y entonces tú te cierras en banda. ¿Qué he hecho?

—No has hecho nada, de verdad, Sara. Soy yo. —Consciente o inconscientemente había puesto el dedo en la llaga. Me sentí vulnerable al instante.

—Entonces dime qué te ha pasado. ¡Por Dios, has estado tan distante...!

—Escucha... —Traté de encontrar las palabras, pero no pude—. No puedo... —Me limité a mover la cabeza y a mirarla fijamente, viendo cómo las emociones embargaban su rostro: la tristeza, la frustración e incluso un poquitín de enfado.

Se echó hacia atrás y me miró en silencio, estudiando mi reacción. Le devolví la mirada, impotente, pensando que lo único que quería era rescatarla.

—Te he mentido. —Ya estaba. Ya lo había dicho. Las primeras palabras. Ya no había marcha atrás. La presión me hacía estallar los oídos y el corazón me latía salvajemente.

Se quedó mirándome en silencio, esperando que continuase. Yo necesitaba que me animase a seguir. Parecía que estaba intentando recordar algo, pero no se le ocurría nada.

— ¿En qué me puedes haber mentido?

Respiré hondo. Ahora, el corazón me latía desbocado. Dilo, dilo, dilo, me repetía a mí misma.

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Las dos palabras salieron de mi boca como en un susurro apenas audible. Me encogí en el asiento y me preparé para su reacción, recriminándome haber escogido la palabra «gay» en lugar de «lesbiana».

Una sonrisa asomó a sus labios. En los míos, en cambio, se dibujaba una mueca de preocupación. Sara se echó a reír a carcajadas y se inclinó hacia delante.

—Perdona, me ha parecido que decías que eras gay.

Sentí cómo la sangre se me helaba en las venas y cómo un escalofrío de nerviosismo me recorría todo el cuerpo.

—Eso he dicho —murmuré en un hilo de voz.

La sonrisa se quedó congelada en sus labios. Su lengua asomó un instante entre los dientes y no apartó sus ojos de los míos.

— ¿Eres gay?

Me quedé con la mirada fija en su sonrisa; una de las comisuras de sus labios temblaba, como en una contracción nerviosa. Sara trataba desesperadamente de disimular el efecto que le habían producido mis palabras.

—Sí.

A continuación se produjo un silencio ensordecedor. No sé cuánto tiempo permanecimos sentadas allí, inmóviles, mirándonos... una eternidad. Yo estaba encogida y aterrorizada, pero no aparté mis ojos de su cara ni de la sonrisa vacua y artificial que se había

quedado pegada a sus labios. Mi confesión la había cogido del todo desprevenida, con la guardia bajada de tal manera que no tenía ni idea de cómo responder. Saltaba a la vista que no le había gustado nada lo que acababa de oír, pero que estaba luchando por todos los medios para no demostrarlo.

En aquellos momentos deseé no haber pronunciado jamás aquellas palabras. Necesitaba amortiguar el golpe de alguna manera; tal vez un comentario gracioso sirviese de ayuda.

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Su breve risa era la prueba de que no le había hecho gracia. —No, si sólo fuese otra mentira más.

¡Ay! Así que era eso. Reconocí de inmediato la punzada de dolor en el estómago, demasiado familiar para mí. Aparté la vista de Sara, incapaz de soportar por más tiempo aquella mirada de acero. Cogió su margarita con calma y se acercó la caña a los labios, sorbiendo larga y pausadamente hasta vaciar el vaso. Nunca había visto desaparecer un cóctel con tanta rapidez. Hizo una seña al camarero y dio unos golpecitos en el vaso. El camarero cumplió la orden con diligencia, llevándose el vaso vacío y trayendo uno lleno al instante.

Me estremecí por un momento e inspiré hondo, dejando que aquel frío nudo se acomodase en mi estómago. La escena me resultaba demasiado familiar; por tanto, casi sin pensar, mis mecanismos de defensa se pusieron en funcionamiento.

—Bueno, supongo que eso explica por qué no querías quedar con James y conmigo, y algún amigo suyo —dijo arqueando las cejas y sin borrar aquella sonrisa de sus labios. No estaba segura de si el comentario era sincero o de si había detectado cierto sarcasmo en su tono de voz. Daba igual. Ahora ya estaba preparada para lo peor y lo último que iba a hacer era demostrarle que me importaba lo que pensase.

—Sí, supongo que eso lo explica todo —asentí—. Siento no habértelo dicho antes; quise hacerlo, pero... —me encogí de

hombros, intentando explicarme, pero sin conseguirlo—. Es muy difícil. Ya sabes, trabajamos juntas y...

—Creíste que se lo diría a todo el mundo. —Bueno... sí, algo así.

Movió la cabeza lentamente. Ahora le tocaba a ella colocar mis muros de defensa. Yo ya no sabía qué podía estar pensando. —No voy a hacerlo.

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—Gracias. —Nuestras voces sonaban frías, casi mecánicas. Por suerte, aquella sonrisa controlada se había esfumado de su rostro, pero ahora éste era sencillamente impenetrable.

—Me alegro de que al fin me lo hayas dicho —dijo en un tono aséptico.

Una vez más, traté de quitarle hierro al asunto con un comentario jocoso.

—Pues eres la única... —Esta vez, su sonrisa era irónica.

Por un momento pensé que no me iba a dejar así, que vendría en mi auxilio y me diría unas palabras comprensivas, pero no lo hizo. Nos quedamos allí sentadas sin hablar; poco a poco, la ira se fue

apoderando de mí y quise hacerle tanto daño como el que ella me estaba haciendo a mí. Me esforcé por contener mi enfado, mientras ella se acababa la copa. Seguramente estaba sintiendo los efectos del tequila.

—Será mejor que sea yo quien conduzca el coche hasta el hotel, ¿no crees?

Parecía que sus ojos al mirarme iban a la deriva. —Sí, eso parece una buena idea.

Me la quedé mirando un momento, dándole una nueva oportunidad para que dijese algo, pero no lo hizo.

—Muy bien, pues entonces vámonos. —Me levanté y dejé unos cuantos billetes arrugados en la mesa antes de irme. Sara me siguió unos segundos después.

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4

Si nuestra amistad se había enfriado un poco en los últimos meses, mi confesión había acabado por convertirla en un auténtico témpano de hielo. A la mañana siguiente abandonamos el hotel sin apenas cruzar un par de palabras. Por suerte, el camino al aeropuerto no era demasiado largo y de nuevo fui yo quien se puso al volante a petición suya. Sus únicas palabras fueron:

—No voy a volver a tomarme un margarita en lo que me queda de vida. —A continuación se colocó unas gafas de sol y se hundió un poco más en el asiento del coche.

Sin tiempo que perder, la dejé en la terminal del aeropuerto antes de devolver el coche de alquiler en la agencia y de embarcar en el avión. Me quedé decepcionada, aunque no sorprendida, al ver que Sara no estaba en el asiento que le correspondía, junto al mío, sino unas cuantas filas más atrás, acurrucada en una esquina y mirando por la ventanilla. Dudé si decir algo o no, y estaba a punto de

acercarme a ella cuando vio que la estaba mirando.

—Me parece que hoy quiero un asiento de ventanilla —su voz era premeditadamente afable.

—Puedes quedarte con el mío, a mí no me importa sentarme en el del pasillo.

Hizo un movimiento negativo con la cabeza y rehusó mi ofrecimiento.

-—No, no, tú siéntate ahí; yo me voy a pasar todo el viaje durmiendo de todas formas.

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Me quedé allí de pie mirándola, hirviendo por dentro y a punto de ponerme a chillar, de zarandearla y hacer que me entendiese. Quería decirle que no había cambiado, que era la misma persona que seis meses atrás, pero no podía. Me limité a continuar mirándola, como para obligarla a levantarse de ahí y darme la mano, pero no lo hizo. Apartó la mirada, claramente incómoda, y se puso a mirar por la ventanilla otra vez. Las rodillas me flaqueaban y los ojos se me nublaron, mientras me dirigía derrotada hacia mi asiento.

Durante las semanas siguientes, el rechazo de Sara fue completo. La sonrisa inexpresiva y la voz amable se convirtieron en su fórmula habitual para dirigirse a mí. Nos evitábamos la una a la otra siempre que podíamos y nuestros encuentros se reducían a las veces en que había alguna reunión, siempre rodeadas de un grupo de gente. Nunca intercambiábamos miradas y Sara dejó muy claro que ya no quería mantener conmigo relación personal alguna de ninguna clase. Aquellos primeros días los pasé sumida en una especie de estupor frío y supe que el shock se me había pasado cuando estuve una semana entera dándome contra las paredes antes que la ira

reemplazase aquellos impulsos de autoflagelación. Dejé que poco a poco se fuese instalando en mi interior y que el cinismo sustituyese mi ego herido. «Otra lección», me dije. La vieja lección de siempre, aprendida otra vez.

Mi cambio de actitud comenzó a hacerse evidente por el modo en que respondía a su frialdad. No podía evitar que de vez en cuando se me escapase el sarcasmo y dejé de preocuparme por si se daba

cuenta de lo mordaz de mis comentarios. Al fin y al cabo había sido ella quien lo había provocado todo y ahora tendría que atenerse a las consecuencias.

La siguiente fase del proyecto también ayudó a poner tierra de por medio entre nosotras dos. Ahora, mis ocupaciones se centraban sobre todo en el aspecto técnico y tenía que trabajar con Frank y Kenny para traer el software a Boston e instalarlo en nuestros ordenadores. A continuación venía el rutinario proceso de realizar los cambios en el sistema, de las codificaciones y las pruebas, y de realizar mejoras en los componentes en que creíamos necesario.

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Sara, por su parte, se ocupaba de la tarea nada envidiable de

buscar un socio comercial para nuestra empresa. La idea consistía en encontrar una empresa grande y de prestigio que quisiese aliarse con nosotros. Llevaríamos a cabo una revisión completa de su sistema informático y lo reemplazaríamos por el nuestro sin coste alguno para ellos; a cambio utilizaríamos su nombre como referencia y en nuestras campañas publicitarias. Era algo relativamente normal en nuestro negocio.

Podría afirmarse que Sara sintió que le quitaban un gran peso de encima cuando le ofrecieron la oportunidad de ponerse en ruta de nuevo. Como resultado, estaba fuera de la oficina tres o cuatro veces por semana, buscando clientes potenciales.

A finales de mayo logre hacer una escapadita al Cabo; me pegué como una lapa a Susan y Pam, y nos fuimos a Provincetown. Me pasé los diez días siguientes tomando el sol, flotando en el agua helada y salada del Atlántico, y paseando por playas llenas de guijarros. En aquellas escasas dos semanas, Sara consiguió cerrar un trato con el grupo Austin, una prestigiosa cadena de distribuidores con sede en Atlanta, Georgia. A mi regreso de las vacaciones, nos reunimos con dos hombres que representaban a la compañía. El primero, un señor de edad llamado John Austin, había puesto en pie la empresa unos cuarenta y dos años atrás. Su pequeño comercio de una sola habitación se había convertido en toda una cadena de tiendas de muebles que se extendía por el sureste del país.

El otro hombre no podía ser mucho mayor que yo. Billy Austin era el nieto de John y era obvio que algún día heredaría el negocio de su abuelo. También era igual de obvio que Billy Austin era gay, sobre todo cuando se interesó un poco más de lo normal por el lugar donde había pasado mis vacaciones. Congeniamos enseguida. Los meses siguientes fueron una carrera de nervios y ansiedad, mientras trabajábamos a larga distancia para elaborar una

propuesta y un contrato. Durante ese tiempo, yo estaba en contacto permanente con Billy, que resultó ser increíblemente brillante y muy divertido además. Trabamos una sana y cordial amistad.

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Para el mes de agosto, era tal la tensión entre los dos grupos que nadie creía que pudiéramos llegar a un acuerdo, por lo que, cuando Billy llamó para charlar un rato conmigo, como cada día, dos

semanas antes del día del Trabajo, cogí el teléfono de mala gana. —Hola, colega—su voz cansina y gutural sonó antes que pudiera colocarme el auricular en la oreja.

—Sorpresa, sorpresa —me reí—. ¿Qué, Billy? ¿Tienes alguna noticia para mí hoy?

—Ya está hecho.

Se produjo un silencio y se quedó esperando mi reacción. —-No puede ser, ¿me tomas el pelo? —Después de semanas y semanas de estancamiento, no podía creer lo que me estaba diciendo.

—No, no estoy de guasa; te acabo de enviar por fax un contrato firmado.

Lancé una risita ahogada, disfrutando del momento. —No me lo puedo creer.

—Pues créetelo —imploró—. ¿Cuándo puedes estar aquí?

—Bueno, Billy, la verdad es que ni siquiera hemos seleccionado al equipo todavía.

—Eso tiene fácil solución; ya sabemos a quiénes queremos: a ti y a Sara, no se hable más.

A pesar de que en el fondo ya era consciente de que iba a tener que pasar algún tiempo en Atlanta, la sola idea del viaje ya me había dejado agotada.

—Escucha, Billy —traté de oponerme—, no sé si esto va a ser posible; tendré que discutirlo por aquí y ya te diré algo.

—Venga, Leslie -—bajó el tono de voz para persuadirme—. Esto te va a encantar; te prometo que voy a hacer que te lo pases en grande.

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—Sí, seguro que lo harás. —Aunque no habíamos hablado de nada relacionado con el sexo, estaba segura de que Billy Sabía que era lesbiana.

—En serio, Leslie. Quiero que esto vaya lo mejor posible y sé que eres la persona más indicada para el trabajo.

Me mordisqueé el labio inferior unos instantes. — ¿Y Sara?

—Bueno, Sara se metió en el bolsillo a un montón de gente

mientras estuvo aquí. Desde luego sería de gran ayuda para que la transición se realizase de la manera más suave posible.

Pensé en lo que me estaba diciendo, consciente de que tenía razón, pero me aterrorizaba la idea de trabajar tan cerca de Sara de nuevo. No me veía capaz de soportar su frialdad día tras día.

—Hablaré con ella, Billy. Ya te diré algo.

—Muy bien, llámame mañana y dime cuándo vas a llegar. —Se echó a reír, seguro de sí mismo, y colgó el teléfono.

«Vaya, vaya, vaya... Ahora sí estoy metida en un lío...» Coloqué el auricular de nuevo en su sitio y miré por la Ventana, preguntándome qué debía hacer a continuación. Sabía que tenía que elaborar un plan antes que mi jefe se involucrase personalmente; era capaz hasta de dar volteretas para contentar a Billy y yo a toda costa quería evitar una escena embarazosa con Sara.

Decidí que lo mejor que podía hacer era tragarme mi orgullo y explicarle a Sara la idea de Billy. Pensé que tal vez juntas

lograríamos encontrar alguna solución.

Nerviosa e inquieta, me quedé de pie en el umbral de la puerta de su oficina. Inspiré hondo, me asomé y la encontré sola, por suerte. Estaba sentada en su mesa, con la cabeza oscura inclinada sobre un montón de tablas y gráficos desparramados por todo el escritorio. Llevaba las gafas apoyadas en la punta de la nariz y un mechón de pelo errante y rebelde le caía sobre la frente.

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Me la quedé mirando un momento, pensativa y triste. La echaba de menos. Mejor dicho, echaba de menos su antiguo ser, pero me sentía satisfecha de haberlo superado. Antes que los nervios volviesen a apoderarse de mí, di unos golpecitos en la puerta abierta.

Sobresaltada, alzó la vista, se quitó las gafas de la nariz y las dejó sobre la mesa.

—Perdona que te moleste.

—No importa —se recuperó rápidamente de su sobresalto y se colocó aquella sonrisa en la cara. Sinceramente, comenzaba a odiar aquella dentadura blanca y perfecta—. ¿En qué puedo ayudarte? No estaba segura de cómo empezar; por tanto, decidí pasar por alto los preliminares e ir directa al grano.

—Es posible que tengamos un problema y he pensado que quizá sea mejor que tú y yo lo solucionemos antes que lo haga otra

persona. —No me ofreció una silla, pero me senté de todos modos—. Las buenas noticias son que Billy ha llamado y los contratos ya están firmados; así pues... felicidades —-añadí sin que viniese a cuento. Los ojos le brillaban, mientras una lenta sonrisa surcaba su rostro. Lo cierto es que era muy guapa.

—Lo conseguimos, —Me quedé en silencio y dejé que asimilase la noticia. Al cabo de unos segundos añadió—: Me alegro muchísimo, pero... ¿cuáles son las malas noticias?

Entonces comencé a tartamudear un poco.

—Billy ha sido bastante explícito respecto a la gente que quiere que vaya a Atlanta para la instalación. Bueno, de hecho... se ha mostrado inflexible.

—Quiere que vayamos tú y yo —se apresuró a decir.

— ¿Cómo lo sabes? —-Así pues, aquello no era ninguna sorpresa al fin y al cabo.

(44)

—Me lo ha dejado siempre muy claro; prácticamente, desde el día en que te conoció.

— ¿Hablas con él a menudo? Se encogió de hombros de nuevo.

—Bastante —admitió, apoltronándose en su silla y entrelazando los dedos de las manos—. No sé por qué te sorprende tanto que nos quiera a ti y a mí para este proyecto —se permitió a sí misma un momento de arrogancia—. A fin de cuentas, no puedes culparle porque quiera disponer de las mejores.

Le dirigí una mirada suspicaz; no confiaba en ella.

—Bueno y entonces... ¿qué vamos a hacer? —le pregunté con cautela.

— ¿Y qué quieres que hagamos? —me respondió—. En realidad, siempre he pensado que tú y yo formábamos un gran equipo —añadió con voz inexpresiva. Ahora sí que me había dejado perpleja. ¿Hablaba en serio? No sabía qué quería decir con aquello; por tanto, opté por ignorar su último comentario.

—Me gustaría tener la oportunidad de llevar esto adelante, pero no lo haré si va a ser violento o incómodo. No vale la pena. Tendríamos que trabajar juntas día sí, día también —hice una breve pausa—. Y no sería serio ni profesional que no lográsemos llevarnos bien, al menos en público. —Lancé aquel último comentario como un golpe bajo.

Ladeó la cabeza.

—Así pues, no nos quedará más remedio que comportarnos. ¿Estás diciendo esto? —Sabía que me estaba provocando, pero yo no iba a seguirle el juego.

—Algo así.

Se echó para atrás en su silla un momento, en silencio, mirándome con unos ojos inescrutables. Me estaba estudiando. Le devolví la mirada sin pestañear.

(45)

—Suena como un desafío.

—No, Sara, no es ningún desafío —dije, dando un suspiro, cansada de repente—. Lo que ocurre es que estoy harta de pelear.

Asintió con la cabeza.

—Está bien. Billy quiere lo mejor y se lo vamos a dar, y yo trataré, con todas mis fuerzas, de comportarme.

— ¿Ya está? —La resolución había sido demasiado fácil.

—Por lo que a mí respecta, sí, ya está. Ambas queremos formar parte de este proyecto, ¿no es así? ¿Qué más podemos hacer? Vacilante, me puse en pie y me dirigí a la puerta.

—Así pues... ¿eso es todo? —pregunté otra vez—. ¿Puedo decirle a Billy y a Dennis que lo haremos?

Se puso a reír directamente sin contestar mi pregunta.

—En marcha de nuevo... —comenzó a cantar con una voz grave y vibrante.

Levanté ambas manos.

—Está bien, está bien. Lo prepararé todo y hablaré contigo más tarde.

Asintió con la cabeza, cantando todavía. Salí de su despacho y eché a andar por el pasillo, repitiendo la conversación en mi mente

mientras intentaba descubrir qué había pasado.

Acabábamos de firmar una especie de tregua, pero yo no estaba dispuesta a confiar en ella ni por un instante.

(46)

5

Llegamos a Atlanta el martes siguiente al día del Trabajo, después que nuestra difícil tregua hubiese dado pruebas de su eficacia durante los preparativos del viaje. Hasta entonces, Sara y yo habíamos sido capaces de trabajar juntas de forma estrictamente profesional y las dos nos esforzábamos por disimular con sumo cuidado cualquier sentimiento personal que pudiésemos tener. Sara ya me había dicho que el alojamiento en Atlanta me iba a encantar, pero no estaba preparada para el lujo y la exuberancia de nuestro hotel. El grupo Austin estaba ubicado en Buckhead, a las afueras de Atlanta, y el hotel Ritz-Carlton se hallaba a pocos metros de distancia de sus oficinas centrales. La compañía solía tener

reservadas de forma permanente varias habitaciones para los clientes que les visitasen y Billy había insistido en que las utilizásemos todo el tiempo que estuviésemos en la ciudad.

Era un hotel fabuloso. Nuestras habitaciones se hallaban cerca de la planta superior, en el ala este y daban a la zona de la piscina. Me reí para mis adentros cuando descubrí que había una puerta que comunicaba mi habitación con la de Sara. Desde luego, Susan se moriría de risa cuando se lo contase, me dije, pensando que, en otras circunstancias, la existencia de esa puerta habría sido algo bastante gracioso.

Las primeras dos semanas las pasamos de reunión en reunión con varios individuos a fin de elaborar una estrategia para modificar los sistemas. Como si nuestros días no fuesen lo suficientemente largos, los miembros del grupo Austin se empeñaron en colmar también nuestra agenda con actividades sociales. Casi cada noche se

celebraba un cóctel en nuestro honor, por lo que nuestra presencia no sólo era recomendable sino también ineludible y al cabo de un

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