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El Evangelio de Benedicto XVI - Benedicto XVI

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Título original: Il Vangelo di Benedetto XVI

Colección: Documentos MC

Director de la colección: Javier Martín Valbuena

© Libreria Editrice Vaticana

© EDIZIONI SAN PAOLO s.r.l., 2012

Piazza Soncino, 5- 20092 Cinisello Balsamo (Milano) © Ediciones Palabra, S.A., 2012

Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39

www.palabra.es epalsa@palabra.es

Diseño de cubierta: Raúl Ostos Fotografía de portada © Cordon Press ISBN eBook: 978-84-9840-785-3 ePub: CrearLibrosDigitales

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,

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INTRODUCCIÓN

La fe de cada cristiano fiel se centra, por su naturaleza, sobre la figura de Jesús de Nazaret: Él es la buena noticia, el Evangelio que pretende su seguimiento.

Parece razonable, evidentemente, que el Papa lea el Evangelio, se enfrente a la historia de Jesús, haciendo propio el acontecimiento en torno al cual gira su propia misión de «Siervo de los Siervos de Dios».

No puede parecer banal, de ninguna manera, el modo con el que enfoque el Papa ese modo de considerar la palabra de Jesús que atraviesa la historia y los interrogantes personales; se hace cargo de las inquietudes del pueblo de Dios; nace de la confrontación con la tradición de un mensaje y con la cotidiana novedad del mundo, de la que cada Pontífice está a la escucha, para comprender los dilemas, los caminos, los signos de los tiempos que hacen posible, también hoy, la comunicación de la esperanza de Cristo resucitado.

Esta es la razón por la que acercar los textos bíblicos con los comentarios de Benedicto XVI abre una doble perspectiva: por un lado, nos muestra la cercanía del Papa con la Palabra; de otro, nos introduce en un recorrido eclesial en el que nuestra misma lectura —frecuentemente cansina— de las narraciones de Marcos, Lucas, Mateo y Juan viene iluminada por la sabiduría bíblica de quien hoy se sienta en la sede de Pedro.

Este libro es, por tanto, una síntesis, un breve recorrido, pero rico de profundas ideas; es un alimento frugal y, al mismo tiempo, sustancioso: una auténtica y propia biografía espiritual del Papa, enfrentándose con los textos ¡más queridos por él!

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KAIRE, MARÍA…

A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.

El ángel, entrando a su presencia, dijo:

—Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres. Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.

El ángel le dijo:

—No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin.

Y María dijo al ángel:

—¿Cómo será eso, pues no conozco varón? El ángel le contestó:

—El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios.

Ahí tienes a tu parienta Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.

María contestó:

—Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró.

(Lc 1, 26-38)

En la traducción italiana, el ángel dice: «Te saludo, María». Pero la palabra griega original —«Kaire»— significa de por sí «alégrate», «regocíjate». Y aquí hay un primer aspecto sorprendente: el saludo entre los judíos era «shalom», «paz», mientras que el saludo en el mundo griego era «Kaire», «alégrate». Es sorprendente que el ángel, al entrar en la casa de María, saludara con el saludo de los griegos: «Kaire», «alégrate», «regocíjate». Y los griegos, cuando leyeron este evangelio cuarenta años después, pudieron ver aquí un mensaje importante: pudieron comprender que con el inicio del Nuevo Testamento, al que se refería esta página de san Lucas, se había producido también la apertura al mundo de los pueblos, a la universalidad del pueblo de Dios, que ya no solo incluía al pueblo judío, sino también al mundo en su totalidad, a todos los pueblos. En este saludo griego del ángel aparece la nueva universalidad del reino del verdadero Hijo de David.

Pero conviene destacar, en primer lugar, que las palabras del ángel son la repetición de una promesa profética del libro del profeta Sofonías. Encontramos aquí casi literalmente

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ese saludo. El profeta Sofonías, inspirado por Dios, dice a Israel: «Alégrate, hija de Sión; el Señor está contigo y viene a morar dentro de ti» (cfr. So 3, 14). Sabemos que María conocía bien las Sagradas Escrituras. Su Magníficat es un tapiz tejido con hilos del Antiguo Testamento. Por eso, podemos tener la seguridad de que la Virgen santísima comprendió enseguida que estas eran las palabras del profeta Sofonías dirigidas a Israel, a la «hija de Sión», considerada como morada de Dios.

Y ahora lo sorprendente, lo que hace reflexionar a María, es que esas palabras, dirigidas a todo Israel, se las dirigen de modo particular a ella, María. Y así entiende con claridad que precisamente ella es la «hija de Sión», de la que habló el profeta y que, por consiguiente, el Señor tiene una intención especial para ella; que ella está llamada a ser la verdadera morada de Dios, una morada no hecha de piedras, sino de carne viva, de un corazón vivo; que Dios, en realidad, la quiere tomar como su verdadero templo precisamente a ella, la Virgen. ¡Qué indicación! Y entonces podemos comprender que María comenzó a reflexionar con particular intensidad sobre lo que significaba ese saludo.

Pero detengámonos ahora en la primera palabra: «alégrate», «regocíjate». Es propiamente la primera palabra que resuena en el Nuevo Testamento, porque el anuncio hecho por el ángel a Zacarías sobre el nacimiento de Juan Bautista es una palabra que resuena aún en el umbral entre los dos Testamentos. Solo con este diálogo, que el ángel Gabriel entabla con María, comienza realmente el Nuevo Testamento. Por tanto, podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación a la alegría: «alégrate», «regocíjate». El Nuevo Testamento es realmente «Evangelio», «buena noticia» que nos trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros, tan cerca que se hace niño, y podemos tratar de «tú» a este Dios.

El mundo griego, sobre todo, percibió esta novedad; sintió profundamente esta alegría, porque para ellos no era claro que existiera un Dios bueno o un Dios malo o, simplemente, un Dios. La religión de entonces les hablaba de muchas divinidades; por eso, se sentían rodeados por divinidades muy diversas entre sí, opuestas unas a otras, de modo que debían de temer que, si hacían algo en favor de una divinidad, la otra podía ofenderse o vengarse.

Así, vivían en un mundo de miedo, rodeados de demonios peligrosos, sin saber nunca cómo salvarse de esas fuerzas opuestas entre sí. Era un mundo de miedo, un mundo oscuro. Y ahora escuchaban decir: «Alégrate; esos demonios no son nada; hay un Dios verdadero, y este Dios verdadero es bueno, nos ama, nos conoce, está con nosotros hasta el punto de que se ha hecho carne». Esta es la gran alegría que anuncia el cristianismo. Conocer a este Dios es realmente la «buena noticia», una palabra de redención.

Tal vez a nosotros, los católicos, que lo sabemos desde siempre, ya no nos sorprende; ya no percibimos con fuerza esta alegría liberadora. Pero, si miramos al mundo de hoy, donde Dios está ausente, debemos constatar que también él está dominado por los miedos, por las incertidumbres: ¿es un bien ser hombre, o no?, ¿es un bien vivir, o no?,

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¿es realmente un bien existir?, ¿o tal vez todo es negativo? Y, en realidad, viven en un mundo oscuro, necesitan anestesias para poder vivir.

Así, la palabra: «alégrate, porque Dios está contigo, está con nosotros», es una palabra que abre realmente un tiempo nuevo. Amadísimos hermanos, con un acto de fe debemos acoger de nuevo y comprender en lo más íntimo del corazón esta palabra liberadora: «alégrate».

Esta alegría que hemos recibido no podemos guardarla solo para nosotros. La alegría se debe compartir siempre. Una alegría se debe comunicar. María corrió inmediatamente a comunicar su alegría a su prima Isabel. Y desde que fue elevada al cielo distribuye alegrías en todo el mundo; se ha convertido en la gran Consoladora, en nuestra Madre, que comunica alegría, confianza, bondad, y nos invita a distribuir también nosotros la alegría.

Este es el verdadero compromiso del Adviento: llevar la alegría a los demás. La alegría es el verdadero regalo de Navidad; no los costosos regalos que requieren mucho tiempo y dinero. Esta alegría podemos comunicarla de un modo sencillo: con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con un perdón. Llevemos esta alegría, y la alegría donada volverá a nosotros. En especial, tratemos de llevar la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo. Pidamos para que en nuestra vida se transparente esta presencia de la alegría liberadora de Dios.

La segunda palabra que quisiera meditar la pronuncia también el ángel: «No temas, María», le dice. En realidad, había motivo para temer, porque llevar ahora el peso del mundo sobre sí, ser la madre del Rey universal, ser la madre del Hijo de Dios, constituía un gran peso, un peso muy superior a las fuerzas de un ser humano. Pero el ángel le dice: «No temas. Sí, tú llevas a Dios, pero Dios te lleva a ti. No temas».

Esta palabra, «No temas», seguramente penetró a fondo en el corazón de María. Nosotros podemos imaginar que en diversas situaciones la Virgen recordaría esta palabra, la volvería a escuchar. En el momento en que Simeón le dice: «Este hijo tuyo será un signo de contradicción y una espada te traspasará el corazón», en ese momento en que podía invadirla el temor, María recuerda la palabra del ángel, vuelve a escuchar su eco en su interior: «No temas, Dios te lleva».

Luego, cuando durante la vida pública se desencadenan las contradicciones en torno a Jesús, y muchos dicen: «Está loco», ella vuelve a escuchar: «No temas» y sigue adelante. Por último, en el encuentro camino del Calvario, y luego al pie de la cruz, cuando parece que todo ha acabado, ella escucha una vez más la palabra del ángel: «No temas». Y así, con entereza, está al lado de su Hijo moribundo y, sostenida por la fe, va hacia la Resurrección, hacia Pentecostés, hacia la fundación de la nueva familia de la Iglesia.

«No temas». María nos dice esta palabra también a nosotros. Ya he destacado que nuestro mundo actual es un mundo de miedos: miedo a la miseria y a la pobreza, miedo a las enfermedades y a los sufrimientos, miedo a la soledad y a la muerte. En nuestro mundo tenemos un sistema de seguros muy desarrollado: está bien que existan. Pero sabemos que, en el momento del sufrimiento profundo, en el momento de la última

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soledad, de la muerte, ningún seguro podrá protegernos. El único seguro válido en esos momentos es el que nos viene del Señor, que nos dice también a nosotros: «No temas, yo estoy siempre contigo». Podemos caer, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios son buenas manos.

La tercera palabra: al final del coloquio, María responde al ángel: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». María anticipa así la tercera invocación del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad». Dice «sí» a la voluntad grande de Dios, una voluntad aparentemente demasiado grande para un ser humano. María dice «sí» a esta voluntad divina; entra dentro de esta voluntad; con un gran «sí» inserta toda su existencia en la voluntad de Dios, y así abre la puerta del mundo a Dios. Adán y Eva con su «no» a la voluntad de Dios habían cerrado esta puerta.

«Hágase la voluntad de Dios»: María nos invita a decir también nosotros este «sí», que a veces resulta tan difícil. Sentimos la tentación de preferir nuestra voluntad, pero ella nos dice: «¡Sé valiente!, di también tú: “Hágase tu voluntad”», porque esta voluntad es buena. Al inicio puede parecer un peso casi insoportable, un yugo que no se puede llevar; pero, en realidad, la voluntad de Dios no es un peso. La voluntad de Dios nos da alas para volar muy alto, y así con María también nosotros nos atrevemos a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo, diciendo «sí» a su voluntad, conscientes de que esta voluntad es el verdadero bien y nos guía a la verdadera felicidad.

Pidamos a María, la Consoladora, nuestra Madre, la Madre de la Iglesia, que nos dé la valentía de pronunciar este «sí», que nos dé también esta alegría de estar con Dios y nos guíe a su Hijo, a la verdadera Vida. Amén.

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LOS SUYOS NO LO RECIBIERON

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.

La Palabra en el principio estaba junto a Dios.

Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.

En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan:

Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe.

No era él la luz, sino testigo de la luz.

La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba;

el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.

Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre.

Estos no han nacido de sangre ni de amor carnal ni de amor humano, sino de Dios.

Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria:

Gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

(Jn 1, 1-14) Juan, en su evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en la breve referencia de san Lucas sobre la situación de Belén: «Vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (1, 11). Esto se refiere sobre todo a Belén: el Hijo de David fue a su ciudad, pero tuvo que nacer en un establo, porque en la posada no había sitio para él. Se refiere también a Israel: el enviado vino a los suyos, pero no lo quisieron. En realidad, se refiere a toda la humanidad: Aquel por el que el mundo fue hecho, el Verbo creador primordial entra en el mundo, pero no se le escucha, no se le acoge.

En definitiva, estas palabras se refieren a nosotros, a cada persona y a la sociedad en su conjunto. ¿Tenemos tiempo para el prójimo que tiene necesidad de nuestra palabra, de mi palabra, de mi afecto? ¿Para aquel que sufre y necesita ayuda? ¿Para el prófugo o el refugiado que busca asilo? ¿Tenemos tiempo y espacio para Dios? ¿Puede entrar Él en nuestra vida? ¿Encuentra un lugar en nosotros o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento, nuestro quehacer, nuestra vida, con nosotros mismos?

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Gracias a Dios, la noticia negativa no es la única ni la última que hallamos en el Evangelio. De la misma manera que en Lucas encontramos el amor de su madre María y la fidelidad de san José, la vigilancia de los pastores y su gran alegría, y en Mateo encontramos la visita de los sabios Magos, llegados de lejos, así también nos dice Juan: «Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Hay quienes lo acogen y, de este modo, desde fuera, crece silenciosamente, comenzando por el establo, la nueva casa, la nueva ciudad, el mundo nuevo. El mensaje de Navidad nos hace reconocer la oscuridad de un mundo cerrado y, con ello, se nos muestra sin duda una realidad que vemos cotidianamente. Pero nos dice también que Dios no se deja encerrar fuera. Él encuentra un espacio, entrando tal vez por el establo; hay hombres que ven su luz y la transmiten. Mediante la palabra del Evangelio, el Ángel nos habla también a nosotros y, en la sagrada liturgia, la luz del Redentor entra en nuestra vida. Si somos pastores o sabios, la luz y su mensaje nos llaman a ponernos en camino, a salir de la cerrazón de nuestros deseos e intereses para ir al encuentro del Señor y adorarlo. Lo adoramos abriendo el mundo a la verdad, al bien, a Cristo, al servicio de cuantos están marginados y en los cuales Él nos espera. (…)

Gregorio de Nisa ha desarrollado en sus homilías navideñas la misma temática partiendo del mensaje de Navidad en el Evangelio de Juan: «Y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14). Gregorio aplica esta palabra de la morada a nuestro cuerpo, deteriorado y débil; expuesto por todas partes al dolor y al sufrimiento. Y la aplica a todo el cosmos, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho si hubiese visto las condiciones en las que hoy se encuentra la tierra a causa del abuso de las fuentes de energía y de su explotación egoísta y sin ningún reparo? Anselmo de Canterbury, casi de manera profética, describió con antelación lo que nosotros vemos hoy en un mundo contaminado y con un futuro incierto: «Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas» (PL 158, 955 ss). Así, según la visión de Gregorio, el establo del mensaje de Navidad representa la tierra maltratada. Cristo no reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace saltar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belleza, su dignidad. Así pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada.

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PAZ A LOS HOMBRES QUE DIOS AMA

Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.

En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño.

Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor.

El ángel les dijo:

—No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

De pronto, en torno al ángel apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:

—Gloria a Dios en el cielo y, en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor. Cuando los ángeles los dejaron y subieron al cielo, los pastores se decían unos a otros:

—Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor.

Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño.

Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.

(Lc 2, 6-20)

En el Evangelio se anuncia a los pastores la «gloria de Dios en lo alto del cielo» y la «paz en la tierra». Antes se decía: «a los hombres de buena voluntad»; en las nuevas traducciones se dice: «a los hombres que él ama». ¿Por qué este cambio? ¿Ya no cuenta la buena voluntad? Formulemos mejor la pregunta: ¿Quiénes son los hombres a los que Dios ama y por qué los ama? ¿Acaso Dios es parcial? ¿Es que ama solo a determinadas personas y abandona a las demás a su suerte? El Evangelio responde a estas preguntas presentando algunas personas concretas amadas por Dios. Algunas lo son individualmente: María, José, Isabel, Zacarías, Simeón, Ana, etc. Pero también hay dos grupos de personas: los pastores y los sabios de Oriente, llamados reyes magos. Reflexionemos esta noche en los pastores. ¿Qué tipo de hombres son? En su ambiente, los pastores eran despreciados; se les consideraba poco de fiar y en los tribunales no se

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les admitía como testigos. Pero ¿quiénes eran en realidad? Ciertamente no eran grandes santos, si con este término se alude a personas de virtudes heroicas. Eran almas sencillas. El Evangelio destaca una característica que luego, en las palabras de Jesús, tendrá un papel importante: eran personas vigilantes. Esto vale ante todo en su sentido exterior: por la noche velaban cercanos a sus ovejas. Pero también tiene un sentido más profundo: estaban dispuestos a oír la palabra de Dios, el anuncio del ángel. Su vida no estaba cerrada en sí misma; tenían un corazón abierto. De algún modo, en lo más íntimo de su ser, estaban esperando algo. Su vigilancia era disponibilidad; disponibilidad para escuchar, disponibilidad para ponerse en camino; era espera de la luz que les indicara el camino.

Esto es lo que a Dios le interesa. Él ama a todos porque todos son criaturas suyas. Pero algunas personas han cerrado su alma; su amor no encuentra en ellas resquicio alguno por donde entrar. Creen que no necesitan a Dios; no lo quieren. Otros, que quizá moralmente son igual de pobres y pecadores, al menos sufren por ello. Esperan en Dios. Saben que necesitan su bondad, aunque no tengan una idea precisa de ella. En su espíritu abierto a la esperanza, puede entrar la luz de Dios y, con ella, su paz. Dios busca a personas que sean portadoras de su paz y la comuniquen. Pidámosle que no encuentre cerrado nuestro corazón. Esforcémonos por ser capaces de ser portadores activos de su paz, concretamente en nuestro tiempo.

Además, la palabra paz ha adquirido un significado muy especial para los cristianos: se ha convertido en una palabra para designar la comunión en la Eucaristía. En ella está presente la paz de Cristo. A través de todos los lugares donde se celebra la Eucaristía se extiende en el mundo entero una red de paz. Las comunidades reunidas en torno a la Eucaristía forman un reino de paz vasto como el mundo. Cuando celebramos la Eucaristía, nos encontramos en Belén, en la «casa del pan». Cristo se nos da, y así nos da su paz. Nos la da para que llevemos la luz de la paz en lo más hondo de nuestro ser y la comuniquemos a los demás; para que seamos artífices de paz y contribuyamos así a la paz en el mundo. Por eso pidamos: Realiza tu promesa, Señor. Haz que donde hay discordia nazca la paz; que surja el amor donde reina el odio; que surja la luz donde dominan las tinieblas. Haz que seamos portadores de tu paz. Amén.

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LOS MAGOS Y EL ORIGEN DE LA HISTORIA

Jesús nació en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes.

Entonces, unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: —¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.

Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías.

Ellos le contestaron:

—En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el Profeta: «Y tú, Belén, tierra de Judá,

no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá;

pues de ti saldrá un jefe

que será el pastor de mi pueblo Israel».

Entonces Herodes llamó en secreto a los Magos, para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles:

—Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo.

Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño.

Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro; incienso y mirra.

Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.

(Mt 2, 1-12)

En el día de Navidad, el mensaje de la liturgia era: «Hodie descendit lux magna super

terram», «Hoy desciende una gran luz a la tierra» (Misal romano). En Belén, esta «gran

luz» se presentó a un pequeño grupo de personas, a un minúsculo «resto de Israel»: a la Virgen María, a su esposo José y a algunos pastores. Una luz humilde, según el estilo del verdadero Dios. Una llamita encendida en la noche: un frágil niño recién nacido, que da vagidos en el silencio del mundo... Pero en torno a ese nacimiento oculto y desconocido resonaba el himno de alabanza de los coros celestiales, que cantaban gloria y paz (cfr. Lc 2, 13-14).

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Así, aquella luz, aun siendo pequeña cuando apareció en la tierra, se proyectaba con fuerza en los cielos. El nacimiento del Rey de los judíos había sido anunciado por una estrella que se podía ver desde muy lejos. Este fue el testimonio de «algunos Magos» que llegaron desde Oriente a Jerusalén poco después del nacimiento de Jesús, en tiempos del rey Herodes (cfr. Mt 2, 1-2).

Una vez más, se comunican y se responden el cielo y la tierra, el cosmos y la historia. Las antiguas profecías se cumplen con el lenguaje de los astros. «De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» (Nm 24, 17), había anunciado el vidente pagano Balaam, llamado a maldecir al pueblo de Israel y que, al contrario, lo bendijo porque, como Dios le reveló, «ese pueblo es bendito» (Nm 22, 12).

Cromacio de Aquileya, en su Comentario al evangelio de san Mateo, relacionando a Balaam con los Magos, escribe: «Aquel profetizó que Cristo vendría; estos lo vieron con los ojos de la fe». Y añade una observación importante: «Todos vieron la estrella, pero no todos comprendieron su sentido. Del mismo modo, nuestro Señor y Salvador nació para todos, pero no todos lo acogieron» (ibíd., 4, 1-2). Este es, en la perspectiva histórica, el significado del símbolo de la luz aplicado al nacimiento de Cristo: expresa la bendición especial de Dios en favor de la descendencia de Abraham, destinada a extenderse a todos los pueblos de la tierra.

De este modo, el acontecimiento evangélico que recordamos en la Epifanía, la visita de los Magos al Niño Jesús en Belén, nos remite a los orígenes de la historia del pueblo de Dios, es decir, a la llamada de Abraham, que encontramos en el capítulo 12 del libro del Génesis. Los primeros once capítulos son como grandes cuadros que responden a algunas preguntas fundamentales de la humanidad: ¿Cuál es el origen del universo y del género humano? ¿De dónde viene el mal? ¿Por qué hay diversas lenguas y civilizaciones?

Entre los relatos iniciales de la Biblia aparece una primera «alianza», establecida por Dios con Noé, después del diluvio. Se trata de una alianza universal, que atañe a toda la humanidad: el nuevo pacto con la familia de Noé es, a la vez, un pacto con «toda carne» (cfr. Gn 9, 15). Luego, antes de la llamada de Abraham, se encuentra otro gran cuadro, muy importante para comprender el sentido de la Epifanía: el de la torre de Babel. El texto sagrado afirma que en los orígenes «todo el mundo tenía un mismo lenguaje e idénticas palabras» (Gn 11, 1). Después los hombres dijeron: «Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra» (Gn 11, 4). La consecuencia de este pecado de orgullo, análogo al de Adán y Eva, fue la confusión de las lenguas y la dispersión de la humanidad por toda la tierra (cfr. Gn 11, 7-8). Esto es lo que significa «Babel»; fue una especie de maldición, semejante a la expulsión del paraíso terrenal.

En este punto se inicia la historia de la bendición, con la llamada de Abraham: comienza el gran plan de Dios para hacer de la humanidad una familia, mediante la alianza con un pueblo nuevo, elegido por él para que sea una bendición en medio de todas las naciones (cfr. Gn 12, 1-3). Este plan divino se sigue realizando todavía y tuvo su momento culminante en el misterio de Cristo. Desde entonces se iniciaron «los

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últimos tiempos», en el sentido de que el plan fue plenamente revelado y realizado en Cristo, pero debe ser acogido por la historia humana, que sigue siendo siempre historia de fidelidad por parte de Dios y, lamentablemente, también de infidelidad por parte de nosotros los hombres.

La Iglesia misma, depositaria de la bendición, es santa y a la vez está compuesta de pecadores; está marcada por la tensión entre el «ya» y el «todavía no». En la plenitud de los tiempos, Jesucristo vino a establecer la alianza: él mismo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el Sacramento de la fidelidad de Dios a su plan de salvación para la humanidad entera, para todos nosotros.

La llegada de los Magos de Oriente a Belén, para adorar al Mesías recién nacido, es la señal de la manifestación del Rey universal a los pueblos y a todos los hombres que buscan la verdad. Es el inicio de un movimiento opuesto al de Babel: de la confusión a la comprensión, de la dispersión a la reconciliación. Por consiguiente, descubrimos un vínculo entre la Epifanía y Pentecostés: si el nacimiento de Cristo, la Cabeza, es también el nacimiento de la Iglesia, su cuerpo, en los Magos vemos a los pueblos que se agregan al resto de Israel, anunciando la gran señal de la «Iglesia políglota» realizada por el Espíritu Santo cincuenta días después de la Pascua.

El amor fiel y tenaz de Dios, que mantiene siempre su alianza de generación en generación. Este es el «misterio» del que habla san Pablo en sus cartas, también en el pasaje de la Carta a los Efesios que se acaba de proclamar. El Apóstol afirma que este misterio le «fue comunicado por una revelación» (Ef 3, 3) y él se encargó de darlo a conocer.

Este «misterio» de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la historia. Ciertamente, se le oponen fuerzas de división y atropello, que desgarran a la humanidad a causa del pecado y del conflicto de egoísmos. En la historia, la Iglesia está al servicio de este «misterio» de bendición para la humanidad entera. En este misterio de la fidelidad de Dios, la Iglesia solo cumple plenamente su misión cuando refleja en sí misma la luz de Cristo Señor, y así sirve de ayuda a los pueblos del mundo por el camino de la paz y del auténtico progreso.

En efecto, sigue siendo siempre válida la palabra de Dios revelada por medio del profeta Isaías: «La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece» (Is 60, 2). Lo que el profeta anuncia a Jerusalén se cumple en la Iglesia de Cristo: «A tu luz caminarán las naciones, y los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60, 3).

Con Jesucristo la bendición de Abraham se extendió a todos los pueblos, a la Iglesia universal como nuevo Israel que acoge en su seno a la humanidad entera. Con todo, también hoy sigue siendo verdad lo que decía el profeta: «Espesa nube cubre a los pueblos» y nuestra historia. En efecto, no se puede decir que la globalización sea sinónimo de orden mundial; todo lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos energéticos e hídricos y de las materias primas dificultan el trabajo de quienes, en todos los niveles, se esfuerzan por construir un mundo justo y solidario.

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Es necesaria una esperanza mayor, que permita preferir el bien común de todos al lujo de pocos y a la miseria de muchos. «Esta gran esperanza solo puede ser Dios, (...) pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano» (Spe salvi, 31), el Dios que se manifestó en el Niño de Belén y en el Crucificado Resucitado.

Si hay una gran esperanza, se puede perseverar en la sobriedad. Si falta la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en los excesos, y los hombres se arruinan a sí mismos y al mundo. La moderación no solo es una regla ascética, sino también un camino de salvación para la humanidad.

Ya resulta evidente que solo adoptando un estilo de vida sobrio, acompañado del serio compromiso por una distribución equitativa de las riquezas, será posible instaurar un orden de desarrollo justo y sostenible. Por esto, hacen falta hombres que alimenten una gran esperanza y posean por ello una gran valentía. La valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella y que supieron arrodillarse ante un Niño y ofrecerle sus dones preciosos. Todos necesitamos esta valentía, anclada en una firme esperanza.

Que nos la obtenga María, acompañándonos en nuestra peregrinación terrena con su protección materna. Amén.

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EN EL TEMPLO

Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»).

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.

Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

—Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel.

José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre:

—Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

(Lc 2, 21-38)

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es «gloria de su pueblo Israel» y «luz para alumbrar a las naciones», pero también «signo de contradicción» (cfr. Lc 2, 32. 34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que

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quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —«mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 30)— encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús «el consuelo de Israel» (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la «luz» y la «gloria» se transforman en una revelación universal. Ana es «profetisa», mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede «alabar a Dios» y hablar «del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel» (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.

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EL BAUTISMO DE JESÚS

Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma y vino una voz del cielo:

—Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.

(Lc 3, 21-22)

El evangelista Lucas nos presenta a Jesús mezclado con la gente mientras se dirige a san Juan Bautista para ser bautizado. Cuando recibió también él el bautismo, —escribe san Lucas— «estaba en oración» (Lc 3, 21). Jesús habla con su Padre. Y estamos seguros de que no solo habló por sí, sino que también habló de nosotros y por nosotros; habló también de mí, de cada uno de nosotros y por cada uno de nosotros.

Después, el evangelista nos dice que sobre el Señor en oración se abrió el cielo. Jesús entra en contacto con su Padre y el cielo se abre sobre él. En este momento podemos pensar que el cielo se abre también aquí, sobre estos niños que, por el sacramento del bautismo, entran en contacto con Jesús. El cielo se abre sobre nosotros en el sacramento. Cuanto más vivimos en contacto con Jesús en la realidad de nuestro bautismo, tanto más el cielo se abre sobre nosotros.

Y del cielo —como dice el Evangelio— aquel día salió una voz que dijo a Jesús: «Tú eres mi hijo predilecto» (Lc 3, 22). En el bautismo, el Padre celestial repite también estas palabras refiriéndose a cada uno de estos niños. Dice: «Tú eres mi hijo». En el bautismo somos adoptados e incorporados a la familia de Dios, en la comunión con la Santísima Trinidad, en la comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Precisamente por esto el bautismo se debe administrar en el nombre de la Santísima Trinidad. Estas palabras no son solo una fórmula; son una realidad. Marcan el momento en que vuestros niños renacen como hijos de Dios. De hijos de padres humanos, se convierten también en hijos de Dios en el Hijo del Dios vivo.

Pero ahora debemos meditar en unas palabras de la segunda lectura de esta liturgia, en las que san Pablo nos dice: él nos salvó «según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» (Tt 3, 5). Un baño de regeneración. El bautismo no es solo una palabra; no es solo algo espiritual; implica también la materia. Toda la realidad de la tierra queda involucrada. El bautismo no atañe solo al alma. La espiritualidad del hombre afecta al hombre en su totalidad, cuerpo y alma. La acción de Dios en Jesucristo es una acción de eficacia universal. Cristo asume la carne y esto continúa en los sacramentos, en los que la materia es asumida y entra a formar parte de la acción divina.

Ahora podemos preguntarnos por qué precisamente el agua es el signo de esta totalidad. El agua es fuente de fecundidad. Sin agua no hay vida. Y así, en todas las

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grandes religiones, el agua se ve como el símbolo de la maternidad, de la fecundidad. Para los Padres de la Iglesia el agua se convierte en el símbolo del seno materno de la Iglesia.

En un escritor eclesiástico de los siglos II y III, Tertuliano, se encuentran estas sorprendentes palabras: «Cristo nunca está sin agua». Con estas palabras Tertuliano quería decir que Cristo nunca está sin la Iglesia. En el bautismo somos adoptados por el Padre celestial, pero en esta familia que él constituye hay también una madre, la madre Iglesia. El hombre no puede tener a Dios como Padre, decían ya los antiguos escritores cristianos, si no tiene también a la Iglesia como madre. Así de nuevo vemos cómo el cristianismo no es solo una realidad espiritual, individual, una simple decisión subjetiva que yo tomo, sino que es algo real, algo concreto; podríamos decir, algo también material.

La familia de Dios se construye en la realidad concreta de la Iglesia. La adopción como hijos de Dios, del Dios trinitario, es a la vez incorporación a la familia de la Iglesia, inserción como hermanos y hermanas en la gran familia de los cristianos. Y solo podemos decir «Padre nuestro», dirigiéndonos a nuestro Padre celestial, si en cuanto hijos de Dios nos insertamos como hermanos y hermanas en la realidad de la Iglesia. Esta oración supone siempre el «nosotros» de la familia de Dios.

Pero ahora debemos volver al evangelio, donde Juan Bautista dice: «Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo (...). Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3, 16). Hemos visto el agua; pero ahora surge la pregunta: ¿en qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista? Para ver esta realidad del fuego, presente en el bautismo juntamente con el agua, debemos observar que el bautismo de Juan era un gesto humano, un acto de penitencia; era el esfuerzo humano por dirigirse a Dios para pedirle el perdón de los pecados y la posibilidad de comenzar una nueva vida. Era solo un deseo humano, un ir hacia Dios con las propias fuerzas.

Ahora bien, esto no basta. La distancia sería demasiado grande. En Jesucristo vemos que Dios viene a nuestro encuentro. En el bautismo cristiano, instituido por Cristo, no actuamos solo nosotros con el deseo de ser lavados, con la oración para obtener el perdón. En el bautismo actúa Dios mismo, actúa Jesús mediante el Espíritu Santo. En el bautismo cristiano está presente el fuego del Espíritu Santo. Dios actúa, no solo nosotros. Dios está presente hoy aquí. Él asume y hace hijos suyos a vuestros niños.

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EN CASA DE PEDRO

En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y, como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.

Se levantó de madrugada, se marchó al

des-campado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron:

—Todo el mundo te busca. Él les respondió:

—Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.

Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.

(Mc 1, 29-39)

El Señor va a casa de Simón Pedro y Andrés, y encuentra enferma con fiebre a la suegra de Pedro; la toma de la mano, la levanta y la mujer se cura y se pone a servir. En este episodio aparece simbólicamente toda la misión de Jesús. Jesús, viniendo del Padre, llega a la casa de la humanidad, a nuestra tierra, y encuentra una humanidad enferma, enferma de fiebre, de la fiebre de las ideologías, las idolatrías, el olvido de Dios. El Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura. Y lo hace en todos los siglos; nos toma de la mano con su palabra, y así disipa la niebla de las ideologías, de las idolatrías. Nos toma de la mano en los sacramentos, nos cura de la fiebre de nuestras pasiones y de nuestros pecados mediante la absolución en el sacramento de la Reconciliación. Nos da la capacidad de levantarnos, de estar de pie delante de Dios y delante de los hombres. Y precisamente con este contenido de la liturgia dominical el Señor se encuentra con nosotros, nos toma de la mano, nos levanta y nos cura siempre de nuevo con el don de su palabra, con el don de sí mismo.

Pero también la segunda parte de este episodio es importante; esta mujer, recién curada, se pone a servirlos, dice el Evangelio. Inmediatamente comienza a trabajar, a estar a disposición de los demás, y así se convierte en representación de tantas buenas mujeres, madres, abuelas, mujeres de diversas profesiones, que están disponibles, se levantan y sirven, y son el alma de la familia, el alma de la parroquia.

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Las mujeres son también las primeras portadoras de la palabra de Dios del Evangelio, son verdaderas evangelistas. Y me parece que este episodio del Evangelio, aparentemente tan modesto, precisamente aquí, en la iglesia de Santa Ana, nos brinda la ocasión de expresar sinceramente nuestra gratitud a todas las mujeres que animan esta parroquia, a las mujeres que sirven en todas las dimensiones, que nos ayudan siempre de nuevo a conocer la palabra de Dios, no solo con el intelecto, sino también con el corazón.

Volvamos al evangelio: Jesús duerme en casa de Pedro, pero a primeras horas de la mañana, cuando todavía reina la oscuridad, se levanta, sale, busca un lugar desierto y se pone a orar. Aquí aparece el verdadero centro del misterio de Jesús. Jesús está en coloquio con el Padre y eleva su alma humana en comunión con la persona del Hijo, de modo que la humanidad del Hijo, unida a él, habla en el diálogo trinitario con el Padre; y así hace posible también para nosotros la verdadera oración. En la liturgia, Jesús ora con nosotros, nosotros oramos con Jesús, y así entramos en contacto real con Dios, entramos en el misterio del amor eterno de la Santísima Trinidad.

Jesús habla con el Padre; esta es la fuente y el centro de todas las actividades de Jesús; vemos cómo su predicación, las curaciones, los milagros y, por último, la Pasión salen de este centro, de su ser con el Padre. Y así este evangelio nos enseña el centro de la fe y de nuestra vida, es decir, la primacía de Dios. Donde no hay Dios, tampoco se respeta al hombre. Solo si el esplendor de Dios se refleja en el rostro del hombre, el hombre, imagen de Dios, está protegido con una dignidad que luego nadie puede violar.

La primacía de Dios. Las tres primeras peticiones del «Padrenuestro» se refieren precisamente a esta primacía de Dios: pedimos que sea santificado el nombre de Dios; que el respeto del misterio divino sea vivo y anime toda nuestra vida; que «venga el reino de Dios» y «se haga su voluntad» son las dos caras diferentes de la misma medalla; donde se hace la voluntad de Dios es ya el cielo, comienza también en la tierra algo del cielo, y donde se hace la voluntad de Dios está presente el reino de Dios; porque el reino de Dios no es una serie de cosas; el reino de Dios es la presencia de Dios, la unión del hombre con Dios. Y Dios quiere guiarnos a este objetivo.

El centro de su anuncio es el reino de Dios, o sea, Dios como fuente y centro de nuestra vida, y nos dice: solo Dios es la redención del hombre. Y la historia del siglo pasado nos muestra cómo, en los Estados donde se suprimió a Dios, no solo se destruyó la economía, sino que se destruyeron sobre todo las almas. Las destrucciones morales, las destrucciones de la dignidad del hombre son las destrucciones fundamentales, y la renovación solo puede venir de la vuelta a Dios, o sea, del reconocimiento de la centralidad de Dios.

En estos días, un obispo del Congo en visita ad limina me dijo: los europeos nos dan generosamente muchas cosas para el desarrollo, pero no quieren ayudarnos en la pastoral; parece que consideran inútil la pastoral, creen que solo importa el desarrollo técnico-material. Pero es verdad lo contrario —dijo—, donde no hay palabra de Dios el desarrollo no funciona, y no da resultados positivos. Solo si hay antes palabra de Dios, solo si el hombre se reconcilia con Dios, también las cosas materiales pueden ir bien.

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El texto evangélico, con su continuación, confirma esto con fuerza. Los Apóstoles dicen a Jesús: vuelve, todos te buscan. Y él dice: no, debo ir a las otras aldeas para anunciar a Dios y expulsar los demonios, las fuerzas del mal; para eso he venido. Jesús no vino —el texto griego dice: «salí del Padre»— para traer las comodidades de la vida, sino para traer la condición fundamental de nuestra dignidad, para traernos el anuncio de Dios, la presencia de Dios, y para vencer así a las fuerzas del mal. Con gran claridad nos indica esta prioridad: no he venido para curar —aunque lo hago, pero como signo—; he venido para reconciliaros con Dios. Dios es nuestro creador, Dios nos ha dado la vida, nuestra dignidad: a Él, sobre todo, debemos dirigirnos.

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EL MISTERIO DE LAS BIENAVENTURANZAS

Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra.

Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.

Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán «los Hijos de Dios».

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.

Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

(Mt 5, 3-12)

Dice Jesús: «Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia» (cfr. Mt 5, 3-10).

En realidad, el bienaventurado por excelencia es solo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.

Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.

En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cfr. Mc 10, 25); con su ayuda, solo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cfr. Mt 5, 48).

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LA MISIÓN DE LOS APÓSTOLES Y LA FUNDACIÓN

DE LA IGLESIA

En aquel tiempo, al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dijo a sus discípulos:

—La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies.

Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia.

Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el fanático, y Judas Iscariote, el que lo entregó.

A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones:

—No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel.

Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis.

(Mt 9, 36-10, 8)

Aquí se nos presenta la «constitución» de la Iglesia. ¿Cómo no percibir la invitación implícita que se dirige a cada comunidad a renovarse en su vocación y en su impulso misionero?

En la primera lectura, el autor sagrado narra el pacto de Dios con Moisés y con Israel en el Sinaí. Es una de las grandes etapas de la historia de la salvación, uno de los momentos que trascienden la historia misma, en los que el confín entre Antiguo y Nuevo Testamento desaparece y se manifiesta el plan perenne del Dios de la alianza: el plan de salvar a todos los hombres mediante la santificación de un pueblo, al que Dios propone convertirse en «su propiedad personal entre todos los pueblos» (Ex 19, 5).

En esta perspectiva el pueblo está llamado a ser una «nación santa» no solo en sentido moral, sino antes aún y sobre todo en su misma realidad ontológica, en su ser de pueblo. Ya en el Antiguo Testamento, a través de los acontecimientos salvíficos, se fue manifestando poco a poco cómo se debía entender la identidad de este pueblo; y luego se reveló plenamente con la venida de Jesucristo.

El pasaje evangélico de hoy nos presenta un momento decisivo de esa revelación. Cuando Jesús llamó a los Doce, quería referirse simbólicamente a las tribus de Israel, que se remontan a los doce hijos de Jacob. Por eso, al poner en el centro de su nueva comunidad a los Doce, dio a entender que vino a cumplir el plan del Padre celestial,

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aunque solamente en Pentecostés aparecerá el rostro nuevo de la Iglesia: cuando los Doce, «llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 3-4), proclamarán el Evangelio hablando en todas las lenguas. Entonces se manifestará la Iglesia universal, reunida en un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo resucitado, y al mismo tiempo enviada por él a todas las naciones, hasta los últimos confines de la tierra (cfr. Mt 28, 20).

El estilo de Jesús es inconfundible: es el estilo característico de Dios, que suele realizar las cosas más grandes de modo pobre y humilde. Frente a la solemnidad de los relatos de alianza del libro del Éxodo, en los Evangelios se encuentran gestos humildes y discretos, pero que contienen una gran fuerza de renovación. Es la lógica del reino de Dios, representada —no casualmente— por la pequeña semilla que se transforma en un gran árbol (cfr. Mt 13, 31-32). El pacto del Sinaí estuvo acompañado de señales cósmicas que aterraban a los israelitas; en cambio, los inicios de la Iglesia en Galilea carecen de esas manifestaciones, reflejan la mansedumbre y la compasión del corazón de Cristo, pero anuncian otra lucha, otra convulsión, la que suscitan las potencias del mal.

Como hemos escuchado, a los Doce «les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia» (Mt 10, 1). Los Doce deberán cooperar con Jesús en la instauración del reino de Dios, es decir, en su señorío benéfico, portador de vida, y de vida en abundancia, para la humanidad entera. En definitiva, la Iglesia, como Cristo y juntamente con él, está llamada y ha sido enviada a instaurar el Reino de vida y a destruir el dominio de la muerte, para que triunfe en el mundo la vida de Dios, para que triunfe Dios, que es Amor.

Esta obra de Cristo siempre es silenciosa; no es espectacular. Precisamente en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio, crece el gran árbol de la vida verdadera. Con estos inicios humildes, el Señor nos anima para que, también en la humildad de la Iglesia de hoy, en la pobreza de nuestra vida cristiana, podamos ver su presencia y tener así la valentía de salir a su encuentro y de hacer presente en esta tierra su amor, que es una fuerza de paz y de vida verdadera.

Así pues, el plan de Dios consiste en difundir en la humanidad y en todo el cosmos su amor, fuente de vida. No es un proceso espectacular; es un proceso humilde, pero que entraña la verdadera fuerza del futuro y de la historia. Por consiguiente, es un proyecto que el Señor quiere realizar respetando nuestra libertad, porque el amor, por su propia naturaleza, no se puede imponer. Por tanto, la Iglesia es, en Cristo, el espacio de acogida y de mediación del amor de Dios. Desde esta perspectiva se ve claramente cómo la

santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos caras de la misma medalla:

solo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal.

Por tanto, nuestro primer deber, precisamente para sanar a este mundo, es ser santos, conformes a Dios. De este modo obra en nosotros una fuerza santificadora y transformadora que actúa también sobre los demás, sobre la historia. En el binomio «santidad-misión» —la santidad siempre es fuerza que transforma a los demás—, es útil tener presente que los doce Apóstoles no eran hombres perfectos, elegidos por su vida

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moral y religiosa irreprensible. Ciertamente, eran creyentes, llenos de entusiasmo y de celo, pero al mismo tiempo estaban marcados por sus límites humanos, a veces incluso graves. Así pues, Jesús no los llamó por ser ya santos, completos, perfectos, sino para que lo fueran, para que se transformaran a fin de transformar así la historia. Lo mismo sucede con nosotros y con todos los cristianos.

En la segunda lectura hemos escuchado la síntesis del apóstol san Pablo: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8). La Iglesia es la comunidad de los pecadores que creen en el amor de Dios y se dejan transformar por él; así llegan a ser santos y santifican el mundo.

El pasaje evangélico de hoy nos sugiere el estilo de la misión, es decir, la actitud interior que se traduce en vida real. No puede menos de ser el estilo de Jesús: el estilo de la «compasión». El evangelista lo pone de relieve atrayendo la atención hacia el modo como Cristo mira a la muchedumbre: «Al verla, sintió compasión de ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor» (Mt 9, 36). Y, después de la llamada de los Doce, vuelve esta actitud en el mandato que les da de dirigirse «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6).

En esas expresiones se refleja el amor de Cristo por los hombres, especialmente por los pequeños y los pobres. La compasión cristiana no tiene nada que ver con el pietismo, con el asistencialismo. Más bien, es sinónimo de solidaridad, de compartir, y está animada por la esperanza. ¿No nacen de la esperanza las palabras que Jesús dice a los Apóstoles: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca»? (Mt 10, 7). Esta esperanza se funda en la venida de Cristo y, en definitiva, coincide con su Persona y con su misterio de salvación —donde está él está el reino de Dios, está la novedad del mundo.

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EL PAN DE VIDA

Dijo Jesús a la gente:

—Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitare en el último día.

Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.

El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.

Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.

Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún. Muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron:

—Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso? Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo:

—¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, algunos de vosotros no creen. Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo:

—Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede. Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.

Entonces Jesús les dijo a los Doce:

—¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó:

—Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.

(Jn 6, 53-68)

En el evangelio Jesús nos explica para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho: «Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo.

Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan

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eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo.

El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52).

En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: «Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.

Ante el murmullo de protesta, Jesús habría podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir: «Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero solo se trata de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata solo de una profunda comunión de sentimientos». Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación. Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de muchos de sus discípulos (cfr. Jn 6, 66). Más aún, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar para nada lo concreto de su discurso: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos nuestra: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano, de un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama.

En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía.

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Referencias

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