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Ilustraciones Ximena González Morales Alejandro Cruz Hernández

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Academic year: 2022

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ANT OLOGÍA ANTOL OGÍA

DE HIST ORIAS SOBRE DE H ISTORI AS SOBRE

AFR OMEXIC ANOS AFR OMEXIC ANOS

Andrea Sánchez Zamora / Mariana Dolores Godínez

Ilustraciones

Ximena González Morales Alejandro Cruz Hernández

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Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas. México.

Lic. Adelfo Regino Montes

Director General del Instituto Nacional de los Pueblos Indigenas

Mtra. Bertha Dimas Huacuz

Coordinadora General de Patrimonio Cultural y Educación Indígena

Itzel Maritza García Licona Directora de Comunicación Social

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Antología de historias sobre Afromexicanos

Cuentos

Andrea Sánchez Zamora Mariana Gisela Dolores Godínez

Ilustraciones

Ximena González Morales Alejandro Cruz Hernández

Corrección de estilo Paola Denisse Lozano Vera

Diseño editorial

Yeraldhy De La Vega Velázquez Coordinación

Norberto Zamora Pérez

México, 2022

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Introducción Membe

Maderas que cantan Alika

Cimarrona de humo

La danza de los diablos

Colores que conocí en América

ÍNDICE ÍNDICE

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éxico ha sido hogar de diversas culturas, entre las que podemos enlistar las de los pueblos nahuas, otomíes, mayas, y en los últimos siglos de españoles y también de afri- canos, quienes desembarcaron en las costas mexicanas en la época virreinal. Primero como esclavos para trabajar en minas y plantaciones, y más reciente como ciudadanos. Aunque en el histórico sistema de castas quedó plasmada su presencia, pocos son los registros que se tienen. En los últimos años, los estudiosos de las ciencias sociales han llamado afromexica- nos a los herederos de ese pasado africano que llegó para constituir lo que se denominaría: la tercera raíz de México.

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

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En las siguientes historias relatamos desde distintos ángulos cómo ha sido el encuentro e integración de este pueblo con la cultura mexicana. En cada una de ellas, conoceremos a personajes que nos relatarán su paso por el país y cómo sus ojos han contemplado experiencias y situaciones de todo tipo:

desde el aroma más preciso de los árboles, hasta los aprendi- zajes, reflexiones y conclusiones que se han llevado al fondo de su corazón.

La presente antología también tiene como propósito: con- cientizar a la población en general sobre la presencia de esta tercera raíz en México, que da forma y sentido a la nación pluricultural. El Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas reconoce los derechos fundamentales del pueblo afromexi- cano que se asienta, principalmente, en la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, la Tierra Caliente de Michoacán, la región de Yanga en Veracruz de Ignacio de la Llave y la comunidad Mascogo en Coahuila de Zaragoza.

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S

upongo que todos tenemos una raíz, pero aún no sé cuál es la mía.

Estoy hecha de pedazos y recuerdos de alguien más.

“Tus ojos son tan miel como los de tu padre”, dice mi tía.

“Tus rodillas me recuerdan a las de tu hermano. ¡Como lo extraño!”, suspira mi mamá

“El secreto que guarda tu boca es el mismo que tenía tu abuela, hoyuelos escondidos en las mejillas”, papá señala.

Cada mañana me levanto y como de costumbre, desenredo mi cabello mirándome en el agua como un rompecabezas.

Termino de alistarme para hacer mis labores diarias

MEMBE MEMBE MEMBE MEMBE

Mariana Gisela Dolores Godínez

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5 Ir al río para lavar

Desgranar las mazorcas para poner el nixtamal Recortar las flores

—¡Membe! ¡Detente ya! La casa más limpia no puede estar

¿por qué no vas a jugar?

—No mamá aún voy a poner las mallas en las puertas para que no se metan los mosquitos

—¿Y después jugarás?

—Limpiaré el metate y el fogón tal vez

—¿Y después jugarás?

—Después será noche mamá y a la cama seguro todos va- mos a ir.

—Membe basta ya, las niñas como tú tienen que jugar ¿qué pasa dulce de coco?

—La gente me llama China, pero no por mi pelo, siento que es más un insulto.

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Las niñas me llaman “negra”, y yo peleo diciendo —que así nos hace el sol a todos, que vean sus manos y pies—, pero me dicen que son morenos tatemados.

Yo no soy negra má… ¿acaso me parezco a la noche?

—Membe, a veces las personas son como los pericos, gritan y gritan tan fuerte que lastiman los oídos y otras, aquí -dijo su madre tocando su corazón-.

Ante todo, tú eres una niña y las niñas no educan pericos. La próxima vez, haz oídos sordos, dijo su madre.

Pero Membe no hizo oídos sordos, al contrario. Cada vez que una persona se dirigía ella con palabras deshonrosas, ella aguzaba más el oído para imaginarse un coro de pericos.

Esa imagen le producía tanta risa, que trastabillaba al ca- minar y tenía que salir corriendo. Para Membe nunca volvió a ser igual, pues cuando miraba su rostro en el agua, podía verse ya como una niña completa sin una pieza de algún rompecabezas.

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M

i madre me enseñó que todos los seres que habitamos la tierra poseemos una especie de alma o espíritu que es incluso más invisible que el aire. Por eso hay que respetar a todos.

Cuando nos mudamos aquí a la Costa Chica de Guerrero no teníamos nada de nada, llegamos apenas con un guajolote que al cabo de unos días nos terminamos comiendo, porque nadie conseguía trabajo.

—Aquí es un poco… como buscarse la vida. Cada quien tiene que verselas con ella.

Al poco rato, llegaron unos señores al pueblo, se veían muy altotes, mi mamá junto con otras señoras aprovechaban para lavar ajeno, y así ganarse unos pesos.

MADERAS QUE CANTAN MADERAS QUE CANTAN MADERAS QUE CANTAN MADERAS QUE CANTAN

Mariana Gisela Dolores Godínez

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Mi padre tarde que temprano consiguió un trabajo cortando caña, de besana en besana, desde que salía el sol hasta que se metía.

Y mi hermana había conseguido unirse a un grupo de escri- tura en el que solo aceptaban a mujeres para escribir… pues…

de ellas mismas.

Eso me dejaba toda la tarde solo, y sin nadie con quien jugar pues me daba pena hablar, y con los niños nuevos empezaba a tartamudear.

Mi madre me había dicho que tenía yo que hacerme de un quehacer porque ella no mantenía bandidos. Así que me sa- lía a la calle a patear piedras, o buscar ayudar, pero con eso que no hablaba pues… la gente solo creía que algo tramaba.

Aunque cierto día andaba yo por el centrito y vi como todos corrían emocionados con máscaras de toro y largos flecos.

Iban al carnaval, muchas personas vestidas con alegres colo- res bailaban y cantaban. De lo que más me llamó la atención

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fueron esos pedazos de madera que al ser tocados por los hombres producían música muy festiva.

Me acerqué atraído por esa música y le pregunté al señor:

¿Cómo se llama esto?, dije

¡ES UNA MARIMBA!, me gritó

Los tambores eran el instrumento favorito de la familia. Todos bailaban cuando papá estaba de buenas y las mujeres del barrio, salían a bailar al ritmo de las percusiones excepto yo, que, hasta ese momento, me consideraba un palo arrumba- do en la casa.

Pero la marimba… Ah… la marimba. No solo me hablaba, sino que me estremecía todo el cuerpo.

Así que me fui con los músicos siguiendo la comparsa. Al fi- nal de esta, el más viejo de todos me dijo:

Muchacho, ¿tú quieres tocar la marimba?

Sí, dije en apenas un chillido.

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Mira, estas son láminas de madera que forman cajas de re- sonancia, qué quiere decir, esto… pues que la madera vibra.

Debes sentirla porque cada una de ellas habla ciertas pala- bras, algunas son graves, otras más agudas.

Entre más rápido aprendas su idioma más veloz serás tocán- dolas.

Esa tarde me dio la clase más bonita que yo haya tenido, ahí comprendí que lo que decía mi mamá era todo cierto, todo en este mundo tiene un alma, y esas maderas que yo toqué ese día también.

Su nombre “maderas que cantan” no era algo dicho nomás al aire. También descubrí que yo no decía palabra porque mi lenguaje era la música y empecé a hablar con la marimba.

Grata sorpresa me llevé cuando escuché que aquel instru- mento fue pensado por pueblos africanos. Y pensé: pos cuál afro.

Tarde, muy tarde, viajando por toda la costa descubrí que yo era lo que “a vista de otros” éramos afrodescendientes.

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Y desde ahí, empecé a cantar de todo “Mujeres negras, negras de corazón, su piel es muy fuerte no las quema ni el sol” hasta una canción al tamal de tichinda compuse. Ese animalito que no huye como el pescado y que habita en las lagunas.

Me descubrí como afrodescendiente y empecé a nombrar a través de la música todo lo que veía y sentía: ese galope de la historia negra en México.

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A

lika caminaba por el centro comercial y observaba las muñecas en el aparador, todas tenían la misma carac- terística: barbies altas, ojos azules, cadera de avispa y sonrisa impecable. Ninguna de esas muñecas se parecía a ella, nin- guna de ellas tenía la piel oscura, el cabello chino o los labios rellenos. Alika veía a todas las niñas jugar con sus muñecas y decir, alegremente, que eran como sus hijas “pues eran como ellas”. Pensaba que no podía decir lo mismo, ya que sabía que ningún juguete se parecería a ella. No le importó, guardó sus pocos pesos y decidió que tendría a una “pequeña hija”

que fuera exactamente igual a ella.

Con sus ahorros compró algunos materiales: tela, aguja, tije- ras, hilo, cajitas de cartón, plumones y pintura. Ya no le sobró

ALIKA ALIKA ALIKA ALIKA

Andrea Sánchez Zamora

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más, así que tomó algunos trapos de cocina viejos que su madre ya no utilizaba. Sin otro impedimento, puso manos a la obra.

Se tomó a sí misma como modelo, se puso frente a un espe- jo y sus manos empezaron a crear una muñeca hermosa y auténtica: rellenita, de baja estatura, con unas amplias me- jillas, nariz chata y ojos marrón. El cabello lo hizo con tela y, con algunos tubos de su mamá, logró hacer unos hermosos caireles que caían hasta la espalda de la figurita fantástica.

Conforme pasaba el tiempo, Alika se emocionaba más y más, hasta terminar con una raya color rojo que cruzaba la cara de su sublime creación. La ropa era similar a la que usaba y hasta con un diseño impresionante. Sin duda, Alika se sintió muy orgullosa porque al fin tenía una amiga con quien jugar, a la que amistosamente llamó Ashanti.

Al día siguiente, Alika fue al recreo con sus amigas, quienes siempre poseían en sus manos a aquellas altas muñecas con tacones, con el cabello pintado o con ropa provocativa.

—¿Qué tienes ahí? —Preguntó una de las amigas.

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—Es Ashanti, mi hija.

—¡Vaya! ¿Quién te la dio? ¡Es muy bonita!

—Yo la hice.

—¿Tú? ¡Préstamela!

—¡Yo la quiero ver! —agregó otra de ellas.

—¡Mi muñeca quiere conocerla! —siguió otra compañera.

Las amigas de Alika se sintieron embelesadas por contemplar la muñeca tan parecida a su dueña, además de que nunca habían contemplado una con ese color de piel: tan hermoso, exótico, lleno de vida y rejuvenecido. Alika no creía posible tanta aceptación y sonreía sin pensarlo. Esa muñeca le dijo todo: es bonita y es hermosa por ser ella misma.

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N

o hay nada más bonito que la tierra. Una pequeña se- milla germina hasta convertirse en alimento, pero hasta la tierra se cansa de criar siempre lo mismo.

Yo nací aquí, y antes de mí, lo hicieron mi madre y mi abuela.

Todas muertas aquí. Excepto yo, pues hui.

Los cerros albergaban secretos que ni los amos a caballo pu- dieron encontrar.

El viento nunca gritó nuestros nombres.

El agua nos mantenía vivos y la tierra borraba nuestras pisadas.

¡Negra te voy a encontrar! Y cuando lo haga ¡Oh negra!

CIMARRONA DE HUMO CIMARRONA DE HUMO CIMARRONA DE HUMO CIMARRONA DE HUMO

Mariana Gisela Dolores Godínez

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El sonido del fuete era lo que me ayudaba a correr más.

Ni dos, ni cuatro, sino 10 pares de ojos se cerraban para im- plorar a lo más sagrado que habitaba en el mundo para que los amos no nos miraran.

Ceñida más la oscura noche 10 cabezas se alzaron entre los matorrales y la misma tierra.

Cinco cuerpos eran guiados por suaves silbidos parecidos a los grillos.

Yo nací esclava y mi madre también. Y mi abuela, quien nació libre, nos cantaba siempre esos cantos de la infancia que le evocaban libertad y nos hacían sentir tan bien.

Uno decía… ¿Cómo decía esa canción?... Cañera…

¡Shhh! Espero que no estés pensando en cantar, me dijo una mujer detrás de mí mientras seguíamos a los grillos en la oscuridad.

Cállense, dijo otra voz por delante de mí. Ya casi llegamos, pero hay que seguir en silencio.

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La subida era cada vez más pesada cuando alguien nos de- tuvo en seco y dijo:

Todos llegamos de noche a conocer la libertad, y cuando el sol se alza, el miedo a perderla también.

Aquí se inicia una nueva historia no menos difícil que la an- terior, porque en tierra pedregosa estamos. Cultivar es una cosa difícil.

Pero cada día con hambre, o con frío. Tú eres libre.

Aunque te llamen negro, o cimarrón. Este es un pueblo nuevo y aquí mandamos todos, aunque guiados por él.

El cultivo es esencial para comer, cada uno busque su talento o encuentre cosa alguna para vender o intercambiar en el pueblo, porque aquí sobrevivimos en colectivo, dijo el líder.

Somos pocos, ahora pero pronto, más negros escucharán el llamado a través del silbido del viento que sopla de sur a norte y de este a oeste.

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El llamado me encontró cocinando momongo, y aunque ex- traño mucho el sabor de las tortitas de plátano, el saborcillo que me deja el agua de este río en campo abierto, me llena de mí.

Y todo era cierto, mientras el sol se alzaba por el horizonte el miedo me subía por los pies.

Jornaleros, arrieros, y otras nanas nos reunimos en aquella colina para fundar un pueblo nuevo. Cimarrona de humo me llamaban en el arco del pueblo, pero yo me alzaba más para que me vieran que esta esclava ya no lo era más.

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2

de noviembre es el bien conocido “Día de Muertos”. Y las personas de Cuajinicuilapa en Guerrero, lo celebrarán a lo grande, pero de una forma un tanto diferente...

—Najeem ¿Ya tienes todo listo?

—No, es la primera vez que voy a participar en la danza de los diablos, abuelo. Y aún no sé qué hacer — Najeem se alzó de hombros.

—¡Ay! Me hubieras dicho antes, con razón no te veías emocio- nado, ¡es una tradición que se hace desde hace muchísimos años!

—¿Más de los que tienes?

—Muchos más.

LA DANZA DE LOS DIABLOS LA DANZA DE LOS DIABLOS LA DANZA DE LOS DIABLOS LA DANZA DE LOS DIABLOS

Andrea Sánchez Zamora

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—Pero ¿en qué consiste?

—Le hacemos un culto a Ruja, nuestro dios negro.

—¿Y para qué? ¿O por qué? —preguntó el curioso Najeem.

—Para pedirle ayuda, librarnos del trabajo y para que dejaran de explotarnos. Ruja siempre estuvo presente con un fin es- pecífico. Recuerdo la primera vez que le rendí culto y le pedí que la jornada en la mina ya no fuera tan intensa, que nos vieran y trataran con respeto. ¡Ah! Ruja, escúchanos.

—¡Ya veo, abuelo!, quiero participar.

—Entonces prepárate, pequeño Najeem. Toma, te presto mi máscara para que la uses.

—¡Ay abuelito! ¡Tiene unos cuernos bien grandes!

—Sí, y mira lo bien que se ha conservado el cabello ¡Con la mejor palma!

—Y una barba muy frondosa, hecha de crines—señaló el an- ciano, lleno de emoción.

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—No olvides la cola de caballo— se la dio al pequeño.

—Pero ¿qué haré?, ¿por qué no me cuentas tu experiencia?

—¡Ah! Con gusto, mi querido nieto. Cuando yo bailaba, era el Tenango, el mero patrón. Y me acuerdo que mi hermano representaba a la Minga.

—¿Minga?

—Usaba ropas de mujer mientras cargaba un muñeco. En- tonces, con más gente ¡Nos poníamos a danzar al ritmo de la música! Todos con nuestras máscaras, zapateando de aquí, para allá, sin dejar ni un espacio vacío. Los otros nos rodea- ban a Minga y a mí, pero el peso caía en nuestro zapateo, ro- dabamos por el suelo, saltábamos, movíamos los brazos de atrás hacía adelante y nuestras cabezas eran bajas para no perder de vista el círculo tan maravilloso que formábamos.

¡Ay! Ni se diga, qué hermosos momentos.

—Y ¿después? ¿qué más?

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—Luego, entre todos poníamos un altar de muertos, pero no era como cualquier otro; hay tamales con hoja de plátano y carne de cerdo. Y visitamos a nuestros difuntos, ya que, en la tierra, hay vida también.

—¡Ah! por eso compraste el aguardiante.

—Sí lo tomamos después del fandango y el baile de los negri- tos. Después, solemos colocar la rama de framboyán. ¡Huy!

Sí que celebramos a lo grande, pero más que eso, es nuestra forma para encontrar respeto, alianza y unión.

—Tienes razón ¡ya me voy a preparar!, no me quiero perder esto por nada—dijo Najeem con emoción.

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NEGRO

El negro para mí eran las noches

alumbradas por pequeñas estrellas sin luna.

El negro más acogedor eran los ojos de mi madre cuando me arrullaban.

Para mí el negro no era malo, hasta que

descubrí que para otros era lo que más miedo les daba.

Una vez salí a una aventura y a mi casa nunca volví.

Subí a un barco al que no quería subir y ahora estoy aquí.

COLORES QUE COLORES QUE

CONOCÍ EN AMÉRICA CONOCÍ EN AMÉRICA COLORES QUE COLORES QUE CONOCÍ EN AMÉRICA CONOCÍ EN AMÉRICA

Mariana Gisela Dolores Godínez

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AZUL

Había visto azules tan vivos en los collares y

prendas de mi abuela. Muchas variaciones también en el cielo.

Pero en el mar descubrí los azules que más me daban miedo.

Un azul furioso hacía cuevas líquidas tan

pero tan grandes que a veces amenazaban con tirar el barco.

Otras, un azul muy suave se deslizaba debajo.

Y de forma muy distinta, un azul como

las piedras turquesas te introducían de nuevo a la tierra.

Cosa curiosa es el azul que mientras más a lo lejos lo ves, más profundo y cambiante es, pero cuando lo tocas el azul se disuelve y desaparece entre los dedos.

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VERDE

El tercer color qué más amé fue el verde de aquella selva tan tupida y tan espesa. Llevaba yo la boca abierta cuando recién la dejé solo para encontrarme con tierra rosa que sa- caba a borbotones.

ROSA

Bufaba y bufaba

La tierra y yo Bufaba y bufaba

Nos cansábamos los dos

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PLATA

A medida que pasaba el tiempo mis costillas se rompían cual rocas desgajadas. Pensé en mi vida como un metal más de aquella mina. Lloré porque otros colores jamás vería, pero todo mi cuerpo buscó la salida

Un rumor mis oídos pescaron Un camino mis pies encontraron

Una salida mis manos tentaron Yip y Yap

Cada músculo que hasta entonces había trabajado rompió el cerco que mi mente había creado

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BLANCO

Y volví a ver la negra noche y volví a oler el campo abierto Esta vez con un aroma distinto

Esta vez Éramos

Cuerpo a cuerpo El todo y yo

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México, 2022

Referencias

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