Páginas / Pages
issn / issn
A partir de la obra de Gibbon, uno de los grandes ilustrados, se convirtió en un lugar común la idea de que la decadencia y caída del Imperio romano (y con ella, la del modo pagano de vivir las virtudes y la existencia política) se debió, especialmente, a la influen-cia del cristianismo. Esa nueva religión, con su defensa de la caridad, la humildad y el perdón, derribó los ideales del orgullo y magnanimidad propios de la verdadera mentali-dad clásica. En este estudio se realiza una comparación de las tesis de Gibbon (un histo-riador) con las de un testigo de esa misma decadencia: san Agustín. El obispo de Hipona escribió sus reflexiones en La Ciudad de Dios. Su lectura de la decadencia y caída era bien distinta. La clave estaría precisamente en la desaparición de los motivos que justi-fican entender la vida como una situación de crecimiento constante.
#Gibbon, #san Agustín, #filosofía de la historia, #cristianismo, #Roma, #religión, #historia Gibbon was one of the main members of the Enlightenment. He charged to the influence of the Catholic faith with the responsibility of the decline and fall of the Roman Empire (and the pagan way of living the virtues and the political existence). This accusation became a common place. That new religión, with her defense of charity, humility and forgiveness, demolished the ideals of pride and magnanimity that seemed to belong to a real classic mentality. In this paper a comparison is made between Gibbon»s thesis (a historian) with the thesis proposed by Saint Agustin (a witness of that decline). The former Bishop of Hipona wrote his thoughts in The City of God. His understunding of that decline and fall is quite different. The key would be, indeed, in the disapperance of the reasons that justify the possibility of understanding life as a constant growing situation.
2386-2912 De la 17 a la 29
ARANGUREN, Javier
UNIR Universidad Internacional de La Rioja jarangurenechevarria69@gmail.com
Gibbon y san Agustín: dos visiones
contrapuestas sobre la decadencia
en la historia
Gibbon and St. Augustine:
two opposing visions about
«La mayoría son más amigos de las caricias envenenadas de los vicios que de la útil aspereza de las virtudes».
san agusTín, La Ciudad de Dios II, 19
1. Decadencia y caída
Edward Gibbon (1720-1778) fue uno de los grandes protagonistas del llamado Siglo de las Luces. Es conocido sobre todo por su obra magna, Historia de la decadencia y caída del Impe
-rio romano, publicada en seis volúmenes entre 1776 y 17891. Considerada una de las obras de
historia más influyentes de todos los tiempos, en nuestros días se valora más por su fuerza literaria que por su metodología o fuentes.
Gibbon no se limita a narrar sucesos. Detrás de su trabajo tremendamente erudito, hay una serie de tesis que utiliza como clave de interpretación de los hechos que narra. La caída del Imperio romano es para Gibbon un ejemplo de la fragilidad intrínseca de los asuntos humanos, y pretende en su investigación encontrar las «razones» o las «reglas» que llevaron a lo largo de 1.000 años al fracaso de la civilización más grande que nunca haya existido. Algunos, incluso, ven en su texto una analogía no demasiado velada de su opinión sobre el futuro del Imperio bri-tánico. En esa extensa obra están presentes las grandes ideas madre de la Ilustración: Gibbon —tras una conversión al catolicismo a la que siguió un retorno al anglicanismo— era agnóstico, escéptico, racionalista…, y pensaba que lo que produjo la gran crisis fue la pérdida de la concep-ción de la virtud entendida como grandeza, la crisis que sufrió la libertad política por la apariconcep-ción del régimen imperial y, como consecuencia de ambas cosas, la omnipresencia de la corrupción. Roma habría perdido el principio de orden (impropiamente podría hablarse del «alma» o «principio vital») que la había convertido en un gigante creador de civilización. Ese «orden», esa virtus («fuerza»), era puramente pagano. Las virtudes del mundo clásico se centraban en ideas como honor, justicia, derecho, virilidad, grandeza. Los griegos las llamaban areté, y daban lugar al aristós («el aristócrata») que si por algo se caracterizaba era por su magnanimidad,
megalopsike («grandeza de alma), que implicaba el desdén hacia lo pequeño y lo cotidiano. Estos eran los elementos que forjaban el carácter del hombre clásico, y así quedaba repre-sentado en las narraciones homéricas y en la idealización de la escultura griega. Aunque Roma trató de acercar el ideal a la realidad, sus esculturas de emperadores conservan el aura de lo divino, y las narraciones de sus conquistas también. Las «virtudes paganas», que rescataron con tanta fuerza Carlyle o Nietzsche en el siglo xix2 y los totalitarismos de Hitler o Mussolini 1 E. Gibbon, Decadencia y caída del Imperio romano, Atalanta, 2012, 4.700 pp. Lo ha publicado también
Turner en cuatro volúmenes (2006), disponibles en e-book. Hay ediciones abreviadas como la de Debolsillo (2010) o la de Alba Clásica (2000). Lo citaré como DCR.
2 Cf. T. Carlyle, On Heroes, Hero-Worship, and The Heroic in History, http://www.gutenberg.org/files/1091/
en el xx, eran directamente opuestas a la moral de esclavos supuestamente propugnada desde
la aparición del cristianismo.
El cristianismo debía entenderse, dice Gibbon siguiendo a muchos autores de la época romana, como la gran fuerza corruptora de los ideales de grandeza en su afán por predicar el perdón, la humildad, la pequeñez, la derrota. La moral, que antes consistía en defender la gran-deza de una civilización determinada —¡Roma!— frente a la barbarie goda o la mediocridad de los pueblos naturalmente nacidos para ser esclavos, se interpreta ahora como sumisión, mojiga-tería, miradas bajas, renuncia a la única realidad palpable: las cosas de este mundo, el poder, la belleza, el honor y la gloria. A los ojos del pagano, como ya avisó san Pablo, el cristianismo aparecía como «locura para los gentiles» (Rom 1, 18) en su afán por predicar a un muerto en la cruz (sentencia vergonzosa que se reservaba para esclavos y criminales de baja ralea), por seguir a un ciudadano de las periferias del Imperio carente de cualquier relevancia pública o política.
¿Qué provocó la caída del Imperio? El análisis de Gibbon resulta pesimista, pues el autor es consciente de cómo el desarrollo de esa gran civilización guardaba en su interior el germen de su propia decadencia: en la medida en que la expansión era un hecho, en que las riquezas llegaban a la Urbe desde los cuatro puntos cardinales en un constante e interminable flujo, los romanos empezaron a abandonar sus virtudes militares y de conquista para vivir adocenados en un exceso de lujos y de comodidades. La decadencia y caída coincidió con la decadencia de las costumbres y la caída de los ideales.
Pero la causa de esa degeneración, subraya Gibbon, no vino solo por el exceso de medios materiales. El cristianismo aportó un movimiento que fue el auténtico «jaque mate» de la par-tida: defender la existencia de un mundo mejor después de esta vida. O, lo que es lo mismo, desarrolló un motivo por el que sus seguidores no se veían en la necesidad de dedicar la propia existencia a la gloria y el honor mundanos (a la inmortalidad) porque todas las acciones debían enfocarse hacia una promesa futura, el Cielo, el Paraíso (la eternidad)3. Y esa actitud conduce
a un contemptus mundi (desprecio del mundo), que conlleva cierta mirada irónica sobre todo lo que esos seres humanos mundanos llamaban éxito y que, de hecho, condujo hasta la posi-bilidad de que muchos aceptaran con alegría la palma del martirio. Las palabras evangélicas «insensato, ¿de qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma?» (Mc 8, 36), resonaban en la memoria de los cristianos. Su «escala de valores» era bien distinta a la de sus conciudadanos que vivían en el paganismo y según las virtudes paganas4.
A eso hay que añadir el mandato cristiano de la primacía del amor, la desaparición de las diferencias sociales predicadas desde san Pablo («Ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre,
3 Sobre esta distinción, entendida con gran respeto a la idea de inmortalidad pagana, cf. H. Arendt, La
condición humana, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 30-33.
4 Un desarrollo extenso de las cinco causas del rápido desarrollo del cristianismo, según Gibbon, en
Decadencia y caída del Imperio romano, vol. 1, cap. 15: https://www.ccel.org/g/gibbon/decline/volume1/ chap15.htm, las resume en estos puntos: el celo de los judíos, la doctrina de la vida futura, los milagros atribuidos a la primera Iglesia, la moral pura y austera de los cristianos y la formación de una república cristiana dentro del corazón del Imperio.
hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús», Gal 3, 28), el elenco de virtudes nuevas que en vez de relacionarse con la grandeza tenían que ver con su contrario («El que quiera ser primero que se haga servidor de todos», Mt 20, 26). Todos estos principios, venía a indicar Gibbon, horadaron las entrañas del Imperio como las termitas terminan poco a poco con cada viga de madera para echar al suelo un gran palacio.
Según Gibbon, Roma —con su esplendor y su humanismo— habría dado paso a la oscu-ridad de lo que luego los mismos ilustrados denominaron Edad Media, periodo de oscuoscu-ridad que fue un continuo que duraría otros 1.000 años hasta el despertar renacentista y que se caracterizaría por el predominio de lo cristiano y el miedo al conocimiento (vs. el sapere aude, «atrévete a saber», que predicaba Kant en ¿Qué es la Ilustración?5).
De hecho, presenta así la actitud cristiana ante el conocimiento: «la adquisición de conoci-miento, el ejercicio de nuestra razón o fantasía, o el alegre fluir de la conversación despreocupada, puede necesitar del ocio de la mente liberal. Esas distracciones, sin embargo, fueron negadas con horror, o admitidas solo con la máximas cautelas, por la severidad de los Padres quienes despre-ciaban todo conocimiento que no fuera útil para la salvación, y consideraban que cualquier ligereza en el discurso era un abuso criminal del don de la palabra» (DCR, vol. 1, cap. 15).
Lo mismo afirmaba sobre la idea que los Padres de la Iglesia tendrían sobre la sexualidad y el matrimonio: «En la medida en que se consideraba que el deseo era un crimen, y se toleraba el matrimonio como un defecto, era consecuente con esos principios que se considerara el estado de celibato como el modo de acercarse más a la perfección divina. […] Y la pérdida del placer sensual se sustituía por el orgullo espiritual» (loc. cit.).
O sobre la cooperación con el gobierno civil: «el indolente, e incluso criminal, desprecio al bienestar público les expuso [a los cristianos] al desdén y a los reproches de los paganos, quienes con frecuencia se preguntaban cuál podría ser el destino del Imperio, atacado por todas partes por los bárbaros, si toda la humanidad adoptara los sentimientos pusilánimes de la nueva secta» (loc. cit.).
¿Coinciden las opiniones de Gibbon en el siglo xviii con la autocomprensión que se hacía
en los tiempos romanos desde la misma visión cristiana? ¿Se veía a sí mismo el cristianismo como contrario al conocimiento y al ocio, temeroso de la sexualidad, despreciativo hacia la sociedad y la política? ¿O, más bien, como se definían las metonimias, algunos autores toman «la parte por el todo» e igualan la crítica cristiana a la mundanidad pagana con el desprecio del mundo? Dicho de otro modo, ¿cómo pueden ser compatibles las tesis que sostiene Gibbon con una religión que parte de la doctrina de que Dios ha creado la totalidad del universo ex
nihilo («de la nada»), es decir, incluyendo también a la materia, la cual era despreciada por los griegos pero que no podía ser despreciada por los cristianos debido precisamente a esa doc-trina de la creación? ¿Cómo pueden ser compatibles las tesis de Gibbon con una religión cuya doctrina clave es la encarnación del Hijo de Dios y su resurrección en cuerpo y alma? ¿No habrá confundido Gibbon, y tantos otros, su visión de lo cristiano con doctrinas que a la larga
el mismo cristianismo presentaba como heréticas, es decir, como enemigas de la auténtica respuesta cristiana a la cuestión sobre el sentido?
Para responder a estas preguntas parece prudente acudir a las fuentes. El primer autor que investigó sobre las razones de la decadencia y caída de Roma, que fue testigo directo de la debacle del Imperio junto a las murallas de Tagaste, trató ya de estos problemas en uno de los grandes libros de la historia de la literatura universal: La Ciudad de Dios.
2. ¿Cómo veía el cristianismo a Roma?
San Agustín encontró la ocasión para escribir esta monumental obra cuando en el año 410 caía Roma bajo las hordas de Alarico6. «Roma fue destruida por la irrupción de los godos. […]
Los adoradores de una multitud de dioses falsos, que llamamos originalmente paganos, esfor-zándose en atribuir la destrucción a la religión cristiana, comenzaron a blasfemar contra el Dios verdadero. […] Me decidí a escribir contra sus blasfemias y errores los libros de La Ciudad de Dios» (Retractaciones 2, 43, 1).
A raíz de esa caída, como hizo más tarde Gibbon, se preguntaba san Agustín de quién sería la culpa del desastre. En el texto recién citado se ve que la tesis que defendería Gibbon en el siglo xviii ya era popular a inicios del v, como lo había sido cuando en el siglo i comenzó la
per-secución de Nerón o las que vendrían más tarde: se debía culpar de las desgracias del mundo romano a aquellos que habían cambiado sus valores últimos, aquellos que —diríamos en nues-tros días— lo habían desvirtuado o sacado de su «zona de confort».
Sin embargo, la perspicacia de san Agustín apunta hacia un objetivo más profundo que el de los acusadores de los cristianos. No se pregunta solo de quién es la «culpa», sino por qué. Como teólogo cristiano, el obispo de Hipona parte del axioma de que Dios es el Señor de la historia. En consecuencia, aunque los seres humanos no sepan cómo van a suceder las cosas, es necesario hablar de un plan, de una providencia. Esto lo sostiene frente al fatalismo pagano, en el que el ser humano se experimenta como un ser consciente de su condición de haber sido abandonado en el curso del tiempo. «Todo fluye», «Nadie se baña dos veces en el mismo río», decía Heráclito. «El hombre, en su condición de arrojado, es un ser-para-la-muerte», afirmaba en el siglo xxMartin Heidegger.
El hecho de hablar de la providencia divina no conduce a la conclusión de que el cristiano conozca el significado de la historia o a que tenga una respuesta explícita sobre el problema del sufrimiento y el dolor. El cristianismo no se apura por vivir dentro del misterio (el de la ini-quidad, pero también el de los planes de Dios, que escapan a la capacidad humana de conocer y exigen la capacidad humana de confiar). En cambio, sí que afirma la existencia de una teología 6 Hay una excelente edición en castellano de esta obra de san Agustín: La Ciudad de Dios, edición
prepa-rada por S. Santamaría del Río, M. Fuertes Lanero, V. Capánaga y T. Calvo, BAC, Madrid, 2013, 1.108 pp. Lo citaré como CD seguido del libro y del capítulo.
de la historia (y de una teología política) que permite entender que en último extremo los cam-bios no son azarosos, aunque sea una revolución de paradigma tan inmensa como la decaden-cia y caída del Imperio romano.
¿Quién puede saber cómo actúa Dios? La sabiduría de Dios, sus infinitos caminos, no coinciden con los nuestros. «Si ahora castigase todo pecado con penas manifiestas, se creería que no reserva nada para el último juicio. Si ahora dejase impune todos los pecados, creería-mos que no existe la providencia» (CD I, 8). Dios premia a los buenos y castiga a los malos, pero no tal y como lo harían los seres humanos: su visión de la situación es mucho más amplia y no es cortoplacista. Lo que interesa no es «la clase de sufrimiento, sino cómo sufre cada uno. Agitados con igual movimiento, el cieno desprende un olor insufrible y el ungüento una suave fragancia» (CD, I, 8). Es decir, un contratiempo puede entenderse «más bien como una adver-tencia de la misericordia de Dios que un castigo de su severidad» (CD IV, 1). En ese sentido, todo intento de dar una explicación de la providencia peca por ingenuo y precipitado, como contaría siglos más tarde, todavía dentro de la comprensión católica del mundo, Tirso de Molina en El condenado por desconfiado7.
San Agustín apela al carácter aparente de los éxitos o fracasos de la vida presente: ¿qué significa perder o ganar si resulta que desconocemos el plan de Dios que hay debajo? Esta imagen fácilmente recuerda al mito de la caverna de Platón (La República, libro VII): las sombras de la apariencia suelen hacer que los seres humanos olviden lo verdaderamente real, dimensión a la que solo se puede acceder si se lleva a cabo un difícil viaje de perfección interior, un esfuerzo ascético contra el dictado de los sentidos y de las pasiones.
Los mitos platónicos sobre el juicio final (Gorgias, Fedón, La República), o el Libro de Job en la Biblia, también hablan de esta problemática existencial: la idea temporal de éxito no res-ponde a la verdadera inquietud del corazón del ser humano real. El honor de los emperadores romanos pretende entrar a formar parte de una suerte de Olimpo de inmortalidad que de nin-guna manera roza siquiera con el anhelo a la pervivencia del ser personal. El honor romano recibe homenajes que no solo no necesariamente merece, sino que en verdad no afectan en absoluto a la persona que es honrada y que ignora el lugar de los pequeños, de los humildes o de quienes murieron entre la masa o demasiado pronto. La honra póstuma se reduce a relie-ves en la columna trajana, en el mausoleo de Augusto o en cualquier arco del triunfo posado en las encrucijadas de una ciudad de provincias y que estudian con desgana aburridos alum-nos de bachillerato. Es decir, mera conmemoración sin vida alguna.
El cristianismo denuncia la banalidad de la propuesta romana. ¿Cómo puede pretender salvarse uno a sí mismo, cuando su verdad es que es pasajero y que carece de consistencia por sí mismo? Apoyarse en uno mismo en realidad solo es hacerlo sobre la nada8. Y da lo
mismo que esta expresión, «sí mismo», se refiera a un emperador, a un general, a un político o a todo un imperio. Como los individuos, también los imperios son cíclicos y siempre decaen.
7 Tirso de Molina, El condenado por desconfiado, Austral Teatro, Madrid. 8 Cf. J. Ratzinger, Escatología, Herder, Barcelona 2002, p. 104.
Gibbon no descubre nada nuevo: 1.300 años antes de su obra, ya lo decía también san Agustín. Y lo mismo hacía la Biblia: ¿victoria o derrota?, ¿gloria o fracaso?... «Todo es vani-dad» (Ecl 1, 2).
Si nada es consistente, y además no hay «otra vida», resultaría imposible hablar de espe-ranza y solo quedaría espacio para la desesperación o el cinismo. Y la desesperación, como todas las pasiones negativas —envidia, tristeza, angustia, miedo—, necesariamente disgrega y corrompe. «Una cosa afirmo: nadie fue muerto que no fuera a morir algún día [es decir, todos los mortales —todos los seres humanos— han muerto o morirán]. La muerte hace idénticas tanto la vida larga como la breve. En efecto, de dos cosas que ya no existen, ni una es mejor o peor, ni tampoco es más larga o más breve» (CD I, 11). Nietzsche se dio cuenta de este pro-blema, y la única «solución» que pudo encontrarle fue su extraña doctrina del eterno retorno de
lo igual, un torbellino absurdo idéntico a la maldición de Sísifo o la de Prometeo, ya intuidas por los griegos9.
Por eso las virtudes paganas no tienen valor. Incluso la muerte de Lucrecia, a la que se pre-sentaba como el ideal de virtud femenina porque se suicidó tras ser violada por un Tarquinio, considera Agustín que «no es amor a la castidad, sino debilidad de la vergüenza. […] Como mujer romana que era, celosa en demasía de su gloria, tuvo miedo de que la violencia sufrida durante su vida la gente la interpretase como consentida si seguía viviendo» (CD I, 19). Las virtudes, vivi-das sin razones de trascendencia, desaparecen cuando lo hace el contexto que invitó a lograrlas. De ese modo, y en esto coincide con Gibbon, «Escipión ponía vetos a la construcción de teatros cuando veía que la prosperidad los podía sumir en la corrupción» (CD I, 33): la mentalidad prag-mática de Escipión, el miedo a que la debilidad de sus hombres invitara a los pueblos aplastados a rebelarse, era la razón de sus leyes, no necesariamente la justicia.
Se le puede, por tanto, dar la vuelta a la pregunta: ¿fue el cristianismo la causa de la decadencia romana, o fue la decadencia romana la causa primero del desarrollo y enseguida de la persecución del cristianismo? Recuerda san Agustín el siguiente proverbio por entonces de moda: «No llueve. La culpa la tienen los cristianos» (CD II, 3). Sin embargo, según el obispo de Hipona, la razón de los males de Roma habría que encontrarla sobre todo en que a sus «deidades en ningún momento les ha importado nada la vida y costumbres de las ciu-dades y pueblos donde eran adoradas» (CD II, 6), y que los descubrimientos filosóficos, carentes del respaldo de la autoridad divina, perdían toda su fuerza tanto en lo referente a las leyes de la naturaleza, al bien conveniente y al mal rechazable para la conducta, como al arte mismo de razonar.
¿Cómo iban a llegar a las verdades últimas, cegados por su orgullo, si en el mundo real el verdadero Dios «mostraba con su ejemplo cómo el camino de la religión, que se eleva hasta lo más encumbrado, arranca de la humildad»? (CD II, 7). ¿Y cómo va a aceptar un dominus
romano la humildad, si esta es considerada como una actitud —que no virtud— adecuada solo para los siervos?
Para Agustín el verdadero pagano está incapacitado para conocer las cosas últimas no solo por la corrupción de sus costumbres sino —sobre todo— por el orgullo de su corazón. «Rom-pamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su yugo» (Salmo 2), parecen decir. Y por eso no pueden (no quieren) ser conscientes de «¡cuánto mejor y más honesto sería leer en un templo de Platón sus propios libros que contemplar en los templos de los demonios la castra-ción de los galos [como hacían los sacerdotes de Cibeles], la consagracastra-ción de los invertidos, la mutilación de los furiosos y todo cuanto hay de cruel y de vergonzoso que suele celebrar los ritos sagrados de esos dioses. […] Porque todos los adoradores de tales dioses apenas son tocados con la pasión, “impregnada —dice Persio— de un veneno ardiente”, más bien se fijan en los hechos de Júpiter que en las enseñanzas de Platón o en las censuras de Catón» (CD II, 7).
A lo largo de los primeros libros de La Ciudad de Dios, analiza san Agustín las deidades romanas, el origen de estas, las opiniones de Salustio cuando dice que «la juventud estaba pervertida por el desenfreno y la codicia de tal modo que con razón se podía decir que «ha surgido una generación que ni es capaz de poseer patrimonio propio ni permite que los demás lo posean» (CD 2, 18), etc. Es decir, san Agustín adelanta más de un milenio el trabajo de Gib-bon. Y tras su extensa investigación, concluye: «¿Cómo es que los males de nuestra época se los imputan a Cristo, quien con su doctrina salvadora prohíbe dar culto a dioses falsos y enga-ñosos, detesta y condena, y lo hace con divina autoridad, todas esas desviaciones humanas nocivas y escandalosas, formando su propia familia, a la que por todas partes va apartando poco a poco de esta corrupción, en un mundo que se tambalea y se derrumba, y con lo cual
va fundando una ciudad eterna, la más gloriosa, no por el aplauso de vanas superficialidades, sino por el valor auténtico de la verdad?» (CD II, 18).
Se han destacado dos afirmaciones fundamentales en este texto:
a) Que Cristo va formando su propia familia. Es decir que, como Dios vivo que es, toma la iniciativa para llamar a los elegidos, los cristianos. Y que no lo hace a causa de la posi-ción social de estos o por sus hazañas en la ciudad o la guerra. Y que esos elegidos se decantan, efectivamente (y en esto se encuentra de acuerdo con Gibbon), por una actitud activa de irse alejando de la corrupción de este mundo. Sin embargo, es impor-tante notar que lo corrupto del mundo no se debe solamente a la existencia del pecado en la sociedad romana, sino que se fundamenta sobre todo en la intrínseca condición temporal de toda vida terrena. Esa vida es, en sí misma, pasajera. Y por lo tanto corrup-tible, abocada hacia la desaparición y la muerte. En consecuencia, tal vida es insufi-ciente para un ser que tiene anhelos de eternidad. Por usar el lenguaje del mismo san Agustín, dar prioridad al amor al mundo es un error en el ordo amoris, es decir, en la forma adecuada de querer. Y aprender a querer es la principal tarea de aprendizaje en la biografía de cualquier ser humano. «No sea que, ganando el mundo, pierdas tu alma» (cf. Mt 16, 26).
b) Que, con esta familia y de manera intencionada, Cristo va fundando una ciudad eterna.
años más tarde Boecio, filósofo cristiano y laico, propondría la siguiente definición de eternidad: «Una vida interminable, toda igual y perfectamente poseída»10. Nada de esa
definición aparece en el ideal romano de inmortalidad. En cambio, esa definición había sido claramente intuida por san Agustín.
3. ¿Extranjero en tierra extraña?
¿Sería el cristiano un extranjero en tierra extraña? Si por terra aliena se entiende el «espíritu del mundo», sí. De hecho, una de las características del cristianismo era la de provocar ese característico escándalo que hace que «sea tenido como enemigo público la persona que se siente a disgusto ante tal felicidad» (CD II, 20). Se refiere aquí san Agustín a la felicidad que acompaña a la corrupción, la búsqueda egocéntrica de placer, la utilización del pueblo como herramienta de poder y como objeto de control.
Los cristianos actuaban de formas muy distintas, formas que constituían auténticas «pie-dras de escándalo». Los paganos «observan cómo muchedumbres afluyen a las iglesias; su casta asamblea, con separación honesta de ambos sexos; ven cómo allí oyen cuáles son las normas del buen vivir en esta vida temporal, para merecer, después de esta vida, la felicidad sin término. Allí, en presencia de todos y desde un lugar elevado, se proclama la Sagrada Escritura; los que la cumplen la oyen para su recompensa, y los que no, para su castigo. Si acaso entran allí algunos burlones de tales preceptos, experimentan un repentino cambio; y todo su descaro o lo retiran o lo reprimen por temor o respeto. […] Allí se inculcan los preceptos del Dios verda-dero, o se relatan sus milagros, o se ensalzan sus dones, o se piden sus beneficios» (CD II, 28). Destaca en este texto la afirmación de que las iglesias no se entendían a sí mismas desde un punto de vista apocalíptico, ni contrario a la justicia: «ven cómo allí oyen cuáles son las normas del buen vivir en esta vida temporal». Es decir, los cristianos no aspiraban a deshacer la ciudad romana, sino solo a abstenerse de lo que en ella fuera legal pero no justo. Ni juegos, ni circo, ni sacrificios de animales a dioses inexistentes, ni ritos contra natura, ni falsas supers-ticiones, ni dejarlo todo a manos de la ambición o la envidia, ni abandono en la infidelidad matrimonial o en la lujuria, etc. La renuncia a la ciudad de los hombres no significaba la nega-ción total de la vida presente (un «opio del pueblo», en palabras de Kant), sino un intento de recuperar el orden del amor para que la vida presente se amara del modo que merece y no de manera desmesurada, deformada o errónea. Hacer absoluto lo relativo, más aún si esto lleva a olvidar lo verdaderamente absoluto, sería cuando menos un error de cálculo. Además, tendría siempre consecuencias antifelicitarias porque el ser humano que vive así se vería incapacitado para dar cumplimiento a su misión.
10 Boecio, La consolación de la filosofía, Anaya, Barcelona, 2015, V, 6. En latín lo expresa así: «Intermina
¿Cuál sería entonces la respuesta cristiana al sentido de la vida? En esa Iglesia de los pri-meros siglos, tal y como lo cuenta san Agustín, coexistían:
a) Por un lado, la necesidad de vivir en un mundo pasajero y moralmente dañado, en el que «la mayoría son más amigos de las caricias envenenadas de los vicios que de la útil aspereza de las virtudes» (CD II, 19).
b) Por otro, la realidad escatológica de una Vida más allá de la vida presente, que es la que otorga fundamento a la esperanza y la que, a fin de cuentas, da también sentido a los éxitos de la existencia presente, pero también a los fracasos: la respuesta no se encon-traría en este lado del tapiz (el de los nudos, el del caos, el de la incoherencia), sino en el revés de la trama. No estaría en el mundo de las sombras, sino en la verdadera realidad. Se ha dicho que en este mundo «todo éxito es prematuro»11. En consonancia, también lo
sería todo fracaso. Quien logra algo, mientras viva en el tiempo histórico a este lado de la muerte, tiene que seguir viviendo y llegar más lejos. Quien fracasa, mientras viva en el tiempo histórico a este lado de la muerte, tiene la posibilidad de levantarse, rectificar y llegar más lejos. ¿Por qué? Por una razón también agustiniana, relacionada con la condición escatológica de nuestra existencia histórica: siempre se puede hacer más, el ser humano es un perfeccionador perfectible y para este el único y verdadero fracaso moral no está en pecar (a fin de cuentas el Salvador dice: «No he venido a por los justos, sino a por los pecadores» —Lc 5, 32—), sino en
conformarse, rendirse, detenerse.
Lo expresaba también san Agustín en otro de sus textos, el Sermón 16912. En él describe la
situación del hombre en la presente condición de vida. «Sigo caminando en su búsqueda, me mantengo yendo hacia adelante y todavía estoy en el camino, no he llegado. De modo que, si estás caminando, olvida el pasado, no mires hacia él, para así no permanecer anclado en ese lugar donde has fijado tu mirada. Somos por completo caminantes, no poseedores. Me pre-guntas entonces: «¿Qué significa caminar?». Respondo: «Continúa andando, hermano. Examí-nate sin engañarte a ti mismo. Olvida lo que eres si no quieres llegar a ser lo que no eres. Solo si dices “¡Ya basta!” estás perdido. Añade siempre algo, continúa caminando, no te pares, no vayas hacia atrás, no te detengas».
San Agustín proporciona una clave de la visión cristiana del mundo: es verdad que el obje-tivo no se fija en esta vida. A fin de cuentas, nada aquí es perenne: el santo asiste a la caída del Imperio romano. Para la gente de nuestros días el Imperio romano es solamente una lejana reminiscencia del pasado: las obras de los seres humanos pasan, sus modas también; sin embargo, ciertos anhelos permanecen. A ellos se refiere el texto: ¿detenerse?, ¿decir «basta»? Siempre sería demasiado pronto y, en consecuencia, sería una falla en las posibilidades del corazón humano.
11 La expresión es de Leonardo Polo. Cf. su excelente libro Ética. Hacia una visión moderna de los temas
clásicos, Aedos, Madrid 1997. Lo que sigue debe mucho a esta obra.
Una persona que solo hablara de un momento destacado de su vida —un triunfo profesional, la consecución de un doctorado, la victoria en una batalla…— resultaría más y más penosa en la medida en que ese hecho se alejara en las brumas del pasado. La pregunta natural de los que escuchen su narración siempre será: «¿Y después qué paso?». Solo los cuentos terminan. La vida continúa. Aristóteles propone un ejemplo esclarecedor: Príamo, señor de Troya, era un anciano respetado y poderoso cuya plenitud vital quedó en entredicho ante la desgraciada muerte de su hijo Héctor en manos del iracundo Aquiles. ¿Quién podría seguir diciendo que la vida de Príamo fue una vida lograda13? «Si prestamos más atención, nadie sino el feliz vive como
quiere; y nadie es feliz sino el justo. Sin embargo el mismo justo no vive como quiere mientras no llegue a donde no es posible morir, ser engañado o molestado en absoluto» (CD XIV, 25).
La actitud de caminar siempre propuesta por san Agustín puede parecer ambivalente. ¿Es optimista o pesimista? ¿Es el cristianismo la causa de que se hunda una cultura porque renun-cia a la acción temporal, o el cristianismo es la ocasión de que aparezca una nueva oportunidad precisamente porque reniega de la posibilidad de conformarse con lo que ya se ha obtenido? Que todo sea andar, que el ser humano no deba detenerse, podría parecer una causa de constante insatisfacción. Se anhela algo (la vida lograda, la plenitud) que nunca podría conse-guirse. Esa sería la interpretación pagana del mito de Sísifo, de la «pasión inútil» del existencia-lismo que apunta a un «ir de deseo en deseo» sin fin, absurdo y desesperante, como el caminar infinito del hámster en la rueda.
La respuesta de algunos, ya en Grecia y en Roma, fue la entrega al hedonismo: la presencia intensa del placer impide a la mente pararse a pensar, plantearse las grandes preguntas, y por eso el placer causa una apariencia de paz. Pero todo placer material cansa o deja insatisfecho. Otros optaron por anular todo deseo, como predicaban los estoicos y en otro contexto los budistas, matando así la raíz de la insatisfacción aunque fuera al precio de esterilizar el corazón humano. La última propuesta de pseudosolución fue el escepticismo cínico que pretende supe-rar la desesperación negando el problema.
Pero hay otra salida. Por eso la idea de san Agustín puede leerse como una apuesta en defensa de la grandeza de las posibilidades del ser humano: la persona humana sería un ser sin restricciones, «el intelecto es en cierta manera todas las cosas, como una pizarra en blan-co»14, y por lo tanto lo suyo no sería detenerse sino existir en un crescendo sin limitaciones, un
finis sine fine.
En ese sentido, la necesidad de avanzar no implica la angustia de un vacío infinito, de que se dé una incapacidad intrínseca de realización, sino el optimismo del que siempre puede todavía
13 Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro I, cap. VII: «Acaecen en el curso de la vida muchas vicisitudes y
cambios diversos, y puede suceder que después de mucho tiempo de prosperidad ocurran a uno en la ancianidad grandes desgracias como cuenta la fábula de Príamo en los poemas heroicos; y nadie puede llamar dichoso al hombre que tuvo tan gran fortuna y que concluyó tan miserablemente. ¿Quiere esto decir que nunca debe afirmarse de un hombre que es dichoso mientras tenga vida, y que, según la máxima de Solon, se debe esperar siempre a ver el fin?».
dar más, mejorar, hacer el mundo aún mejor y aspirar a realidades más altas. Algo similar ocurre de forma natural con el amor: como la persona no puede amar todo de golpe, promete amar toda la vida. Y ese amor consistirá en mejorar cada día el amor dado hasta entonces, un continuo
sumar consciente de que la perfección está siempre infinitamente lejos, pero que la mejora es perpetua. Si el amante dijera «¡basta!», si ya hubiera dado todo lo que podía dar, si «hasta aquí hubiera llegado», habría que hablar no de amor realizado, sino de amor perdido.
Como consecuencia de todo lo dicho, puede resumirse la antropología cristiana, y su res-puesta a la pregunta sobre el destino, con la famosa sentencia que hacía de pórtico en las
Confesiones de san Agustín, otro de los grandes libros de la historia de la humanidad: «Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»15. Expliquemos
el texto según una interpretación cristiana del mismo:
a) El «nos hiciste» responde a la idea de naturaleza humana: el ser humano no es fruto del azar, ni del capricho de los dioses, sino que existe por un designio libre y voluntario de Dios. Y Dios no se limitó a crear al hombre o el alma humana, sino que le entregó una tarea, una misión, en torno a la que el hombre debería construir libremente su vida: el «para ti» es el contenido de esa misión y de la vida con sentido. Vocación ambiciosa, en nada pequeña o empequeñecedora, análoga en cierto modo al afán de los emperadores romanos de considerarse descendientes de dioses, solo que en este caso esa condición de descendiente se cumple por el hecho de ser «hijo».
b) Y el hecho empírico de que el ser humano ha sido creado así y con esa finalidad está en la experiencia de que «nuestro corazón está inquieto», de que nada le basta, nada le llena, no puede detenerse, tiene hambre de absoluto. Y esto es así hasta tal punto que si dice «¡basta!» está perdido, porque tal renuncia a la acción supone aceptar como guía una mentira existencial.
c) Y su distancia respecto a las filosofías existencialistas del absurdo, de la náusea, se cifra en la esperanza de que al final todo andará bien porque de algún modo se podrá alcan-zar a Dios16. Pero alcanzar a Dios no será un término, como cuando se consigue el bien
deseado (el juguete, el coche, la joya) y enseguida este aburre y los deseos se despier-tan de nuevo en un perpetuo afán de novedades. Dios no es un fin que se pueda enten-der como término, como algo que se mira y se abarca, sino que tiene que ser entendido como el inicio de una relación dialógica con vocación de eternidad. Y ese diálogo es aquello en lo que consiste ser un ciudadano de la Ciudad de Dios.
Trata de expresarlo en el último párrafo de La Ciudad de Dios cuando habla de «nuestro sábado, cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo eterno, que ha
15 San Agustín, Confesiones, I, 1, BAC, Madrid. 2014.
16 De qué modo es eso posible trata el problema de «lo sobrenatural», tan estudiado por De Lubac en el
sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando el eterno descanso no solo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?» (CD XXII, 30). La meta, que es el inicio, será «vivir un fin sin fin», en el que lo importante no será permanecer en el recuerdo de seres ajenos (inmortalidad), sino ser en un presente que no pasa (eternidad).
* * *
¿Podría ser la ausencia de este horizonte trascendente, y no la explicación que ofrece el análisis de Gibbon, la causa de la caída del Imperio romano? ¿Puede ser esa misma ausencia de horizonte el origen de la crisis de una sociedad como la contemporánea de Occidente —«la vieja Europa», como la llamaba san Juan Pablo II— que en muchos sentidos podría calificarse de neopagana?
Algo así parecía anunciar el gran profeta del paganismo, Nietzsche, cuando describía con poético desgarro las consecuencias de la muerte de Dios, es decir, de la ausencia de la res-puesta cristiana sobre el sentido de la vida: «¿Cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No nos viene siempre noche y más noche? ¿No tenemos que encender faroles al mediodía? […] ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podemos consolarnos, asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos?»17.