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La noche de los conejitos blancos

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Academic year: 2021

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La noche de los conejitos blancos

El clima suave y la brisa fresca: se acercaba la Celebración Blanca, cuando una intensa lluvia de conejitos blancos se desatara sobre las Montañas y el valle, como sucedía sólo una vez cada década. Los enormes dinosaurios de las Montañas extenderían entonces sus grandes mantas y atraparían todos aquellos conejitos que cayeran cerca de la aldea de los gnomos. Si éstos eran lo suficientemente listos y lograban entrampar a uno de aquellos dinosaurios, obtendrían toda su carga de conejitos y disfrutarían un festín especial aquella noche. Para tal efecto, como siempre, los ancianos gnomos de la aldea pondrían a prueba el ingenio de los jóvenes guerreros con la Trampa, es decir, cada uno intentaría construir un ingenio mecánico lo suficientemente eficaz para poder atrapar a un dinosaurio mientras robaban su carga.

Aquel que ganara esta prueba obtendría un cofre lleno de oro y podría habitar por una noche el Palacio de Piedra. Al que quedara de último, como era tradición, lo darían de cena a los Enanos Gigantes de las Rocas Desnudas, mientras que a tres de los peores contendientes se los comerían sus congéneres en la fiesta posterior a la ceremonia, como era lo tradicional también.

Pensar en todo esto no hacía sentirse mejor a Gru. Era joven, apuesto (o así se consideraba él) y muy ingenioso. Cierto que su padre estaba muy insatisfecho con él.

De los doscientos hijos que procreado con su buena esposa, una gnoma como pocas, robusta, sonriente y emprendedora, Gru era el único que no se había destacado en nada a la pasmosa edad de 150 años.

-¡A los 100 años yo había matado tres Enanos y había embromado al mayor de los Elfos de la Montaña! ¡A los 120, ya tenía a mis primeros 10 hijos!- tronaba el viejo muy indignado- ¡Tus hermanos mayores han ganado la prueba seis veces! ¿Y tú? ¿Qué demonios has hecho?

Nada, y eso lo sabía Gru. De seguir así, él sería la cena de su familia en la fiesta de los conejitos blancos, pues había oído a su tío diciendo que parecía lo suficientemente robusto como para llenar el estómago de sus dos hijas (¡menudas gordas!).

Entonces, Gru tenía que idear un buen plan para la Celebración o no le tendrían ninguna paciencia, costase lo que costase.

Sin embargo, faltaban dos días para la Celebración cuando Gru se encontró en la orilla del río pensando aún en lo que haría. De pronto, escuchó que dos Elfos de la

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Montaña se acercaban. Silenciosamente se hizo a un lado y sentóse en una piedra, mientras los miraba pasar sin preocuparse. Los Elfos eran tan ciegos que siempre confundían a los gnomos con animalitos del bosque y en más de una ocasión hasta los alimentaban con sus dulces mágicos, por lo que no había peligro.

-… no creo en esas absurdas historias- decía uno de los Elfos, un anciano de cabello blanco y boca desdentada, con peludas orejas puntiagudas- ¿Un genio, dices?

¿Encerrado en una lámpara? ¿Y para qué?

-Ve tú a saber- dijo el Elfo que lo acompañaba, de cabellos blancos también y orejas alargadas y en punta, que aunque era mucho menor entrecerraba los ojos para percibir borrosamente el camino- Dicen que los Enanos Gigantes lo encerraron allí porque tenía muy mal carácter y estropeó una de las Rocas. Es sólo un rumor.

-¡Qué tontería!- exclamó el anciano con una risita cascada- ¡Un genio en una lámpara!

¿Qué utilidad puede tener?

-A los Enanos Gigantes les encanta escuchar sus gritos coléricos cada mañana, cuando sacan la lámpara y la bambolean al sol- le dijo el joven tropezando con una piedra y luego enredándose en unas ramas- Dicen que la guardan al pie de las Rocas Desnudas para que pueda oír… ¡Oh, lo siento, abuelo!

-¡Muchacho! ¡No me sueltes! ¡Me caigo!

-¡Perdona, abuelo! Creo que metí un pie en el agua…

Ambos Elfos fueron a dar al río, en un ensordecedor estrépito, cuando el joven se tropezó con otra piedra y arrastró al anciano con él, pero pronto salieron muy empapados. El anciano se quejaba y juraba enfurecido, pero el joven lo ayudó a levantarse solícito. El río no era profundo en aquel lugar y los Elfos, ciegos y todo, siempre sabían superar sus problemas.

Riéndose de la torpeza de aquellos cegatones, Gru se quedó pensando en esa interesantísima lámpara. Los genios encerrados servían para obedecer. Los Elfos no verían utilidad en algo así, porque ellos ya tenían su propia magia, pero para un gnomo desesperado como él, el genio le vendría de perlas. Acto seguido, enfiló sus pasos hacia las Rocas Desnudas.

El paraje donde los Enanos Gigantes vivían era alto, escarpado y muy trabajoso para un gnomo pequeñito como Gru, pero el río pasaba con su caudal más furioso justo a la sombra de las Rocas Desnudas, dos enormes formaciones pétreas que se alzaban de un lado y del otro, cual umbral de la larga catarata que desembocaba varios cientos de metros abajo. Los Enanos solían arrojarse piedras de un lado al otro, en un juego

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estruendoso que siempre terminaba con uno de ellos arrojado al vacío. Decían que al tocar las piedras del fondo, el Enano caído se convertía en piedra y no volvía a vivir hasta después de 100 años, tiempo que le tomaba al formarse. Eran primos de los Enanos del valle, pero éstos abominaban de ellos porque por alguna razón (que los gnomos creían asociada a las aguas del río), crecían anormalmente hasta superar el tamaño de los mismo Elfos. Les gustaba la carne gnoma, tanto como a los gnomos mismos, y Gru sabía que si lo atrapaban, sería cena de aquellos monstruos esa misma noche.

¿Dónde habrían escondido aquella dichosa lámpara?

-¿Se te perdió algo?- preguntó una voz justo a su espalda.

Gru giró sorprendido, para toparse con un enorme dinosaurio blanco que le sonreía desde su puesto al lado del río.

-Pu… pues- balbuceó indeciso- es que… necesitaba… encontrar… -y aquí se le ocurrió su idea- mi lámpara.

-¿Tu lámpara?

Gru le soltó entonces una larga historia de cómo los malvados Enanos Gigantes le habían robado su preciosa lámpara maravillosa y de todos los días que había pasado llorando por ella. El dinosaurio parecía muy interesado en el relato, hasta que finalmente le prometió que lo ayudaría. Acto seguido, se levantó sobre sus poderosas patas y acercándose al pie de las Rocas Desnudas, estiró su largo cuello y escudriñó entre los rincones. Gru, por su parte, consideró muy conveniente ocultarse detrás de un árbol.

Los Enanos, que jugaban en aquel momento a arrojarse peñascos de una Roca a la otra, advirtieron la presencia de la enorme criatura y comenzaron a lanzar alaridos guerreros que helaban la sangre. Sin embargo, el dinosaurio no se inmutó. Antes bien, alzó el cuello con habilidad, esquivó un par de peñascos arrojados por los Enanos y de un fuerte coletazo destrozó parte de una de las Rocas Desnudas. En el estruendo, unos cinco Enanos cayeron al vacío, en medio de sus gritos de terror y las carcajadas de sus insensibles congéneres, mientras el dinosaurio regresaba tranquilamente hasta donde se encontraba el joven gnomo, con una pequeña lamparita de aceite colgando de su hocico.

-Aquí tienes, amiguito- le dijo con tranquilidad.

-¡Gracias!- susurró Gru emocionado, tomando con sus manos temblorosas el objeto mágico- ¡Considérate mi amigo!

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El dinosaurio inclinó la cabeza en señal de saludo y se alejó entre la espesura.

Gru, por su parte, corrió con la lámpara en la mano hasta llegar a un lugar apartado y oscuro, lejos de cualquier mirada entrometida. Entonces, con satisfacción evidente, frotó la lámpara y esperó.

El genio emergió como un huracán, levantó hojas y ramas y arrojó a Gru hacia el suelo, sobre su espalda.

-¡Maldición!- gritó con el rostro contraído por la cólera- ¿Y ahora? ¡¿Dónde están estos malditos Enanos?! ¿Acaso no pueden dejarme en paz?

Gru maldijo al genio por lo bajo, pero de inmediato se plantó frente a la gigantesca figura luminosa que continuaba conectada con la lámpara y reuniendo todo su valor exclamó:

-¡No soy ningún Enano, Genio! ¡Ahora soy yo quien da las órdenes!

El genio lo miró desde sus alturas con supremo desprecio.

-¿Un gnomo? ¿Un estúpido gnomo? ¡Bien! ¿Qué es quieres? ¡Habla rápido! ¡Si no fuera por esa maldita lámpara ya te habría hecho papilla!

-Lo sé- dijo Gru frunciendo el ceño, como para infundirse valor- No me importa. Tengo deseos que pedirte y me los vas a conceder.

El genio inclinó su cabeza con la cólera pintada en la mirada terrible.

-Quiero una trampa para dinosaurios blancos, tan perfecta que no pueda escapar.

-¡Qué estupidez! ¿Para qué quieres algo tan idiota?- tronó el genio.

-¡No te incumbe!

El genio bufó malhumorado, pero con una ligera palmada, Gru tuvo frente a él una fina jaula dorada con un ingenioso mecanismo de cierre automático.

-Hecho- masculló el primero.

-También con esta máquina quiero atrapar al dinosaurio blanco más grande y hábil de la Montaña durante la lluvia de los conejitos blancos - exigió Gru decidido.

-Hecho- concedió el genio con un mal gesto.

-Finalmente, deseo que en la manta de ese dinosaurio hayan caído muchísimos conejitos, de los más gordos que haya durante la lluvia- pidió entonces el gnomo, sintiéndose muy contento.

-¡Hecho!- gritó el genio- ¡Ahora, arrójame al río, muñeco imbécil!

Gru asintió impaciente, sabiendo que las lámparas maravillosas solían lanzarse a los ríos espumosos (o eso contaban las antiguas historias), y apenas el genio hubo desaparecido en su interior, tomó la lámpara y corrió hacia el río, en cuyas aguas

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caudalosas la arrojó sin piedad. Después de esto, tomó su preciosa trampa, la escondió cerca de su casita y aguardó la noche de los conejitos blancos.

-¿Supiste que el jefe de los Enanos Gigantes se mató el otro día por culpa de un dinosaurio?- le preguntó su amigo Trei minutos antes de la Celebración.

-No, ¿de veras?- dijo Gru con cortesía.

Trei asintió convencido y aún comentó más la noticia mientras todo el pueblo se preparaba para la inminencia de la lluvia de conejitos blancos.

La aldea se había engalanado con flores y luces blancas. Las chicas iban de blanco, mientras que las señoras llevaban sombreros floreados. Los ancianos vestían sus tradicionales túnicas amarillas, mientras los jóvenes en prueba esperaban ansiosos con sus artilugios frente a ellos. Todos habían tenido fuertes palabras de elogio para la trampa diseñada por Gru y el joven gnomo ni siquiera había tenido la decencia de sonrojarse.

Cuando la lluvia comenzó, los gnomos cantaron y lanzaron porras. Los conejitos blancos caían en millares, pero jamás alcanzaron la aldea. Todos sabían que los Enanos estarían recogiendo muchos de ellos en el valle, mientras los Elfos de la Montaña intentarían atrapar algunos (con escasa suerte, como era lo habitual, pues su mala vista era fatal). Y en lo más alto de la Montaña, los dinosaurios blancos recogerían cientos, miles, de conejitos blancos en sus enormes mantas.

Al cesar la lluvia, los ancianos gnomos dieron la señal. Los jóvenes, en cuenta Trei y Gru, corrieron montaña arriba y sembraron la ladera con sus trampas. Luego, se ocultaron. Los dinosaurios, especialmente los más viejos, eran lentos y solían quedar atrapados en las trampas gnomas el tiempo suficiente para que sus captores pudieran llevarse sus preciosos cargamentos de conejitos blancos. Y así ocurrió esta vez, con la diferencia de que Gru no sólo logró atrapar la pata del dinosaurio para robarle su comida, sino que logró encerrar al dinosaurio entero.

Los ancianos estaban asombrados cuando hallaron dentro de la trampa dorada la inmensa criatura y su manta arrollada, llena de conejitos blancos. Gru llegó después.

¡Cuál no sería su sorpresa al ver que el dinosaurio en cuestión era su amigo del río!

-Gnomos traviesos- mascullaba aparentemente divertido- ¿Les gusta mi carga de conejitos blancos?

-Hablas- señaló un anciano gnomo asombrado.

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-Desde que nací- respondió el dinosaurio mirándolo con atención- No soy original de esta montaña, si eso te extraña.

-¡Portentosa jaula, Gru!- exclamó otro anciano- ¡Te has ganado el premio!

Gru sonrió tímidamente, pero en ese momento sintió la mirada del dinosaurio.

-¡Vaya! ¡Si es el amigo del río!- exclamó este último con un dejo en la voz que a Gru no agradó en ningún sentido- ¿Qué te parece si me liberas, amigo?

Era lo debido y Gru lo sabía. Pero era tan grande la admiración que iluminaba los ojos de los ancianos y la envidia en los de sus amigos, que no pudo. Simplemente sonrió y se volvió hacia los ancianos.

-¿Cuándo puedo reclamar mi premio?- preguntó.

El dinosaurio levantó la cabeza y lo traspasó con su mirada, mientras los ancianos le explicaban a Gru de qué manera sería recompensado. El gnomo se sentía inquieto, pero al parecer el dinosaurio había decidido cerrar la boca.

La celebración continuó durante la noche. Gru fue llevado hasta el Palacio de Piedra, con su oro y un gran banquete de conejitos blancos. El último gnomo en la competencia había sido un gordito inútil que nunca le había gustado a Gru y que fue llevado al río convenientemente amordazado y sujeto, para que los Enanos Gigantes se lo comieran como quisieran, mientras que los otros tres peores competidores serían sacrificados esa misma noche para el festín del pueblo. Uno era Trei, su amigo, lo que no hizo a Gru sentirse mal ni por asomo.

El dinosaurio, que lo miraba todo desde la jaula, se asombró al saber lo que ocurriría con aquellos gnomos.

-¿Los devoran porque son inútiles?- exclamó- ¿Y qué me dices de los ingratos? ¿Esos no reciben castigo?

Los ancianos, extrañados, le pidieron que se aclarase. El dinosaurio, entonces, muy molesto con el olvido de Gru, les relató su encuentro de dos días atrás. Cuando los ancianos escucharon sobre la lámpara, no les costó mucho imaginar para qué la habría usado el tramposo.

-¡Gru!- gritaron desde afuera- ¡Sal del Palacio y enfrenta tus culpas! ¡Las lámparas maravillosas no entran en el juego de la Trampa!

Gru lo sabía. De modo que no perdió el tiempo en discusiones. Sin decir nada a nadie, tomó el oro que pudo y se escabulló por una puerta lateral montaña abajo.

Nadie lo volvió a ver, aunque las patrullas gnomas lo buscaron asiduamente durante semanas. El dinosaurio se liberó tranquilamente y aún encontró un buen grupo

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de conejitos blancos cerca de una de las aldeas élficas de la Montaña. Los Elfos pasaron al lado de los animalillos sin verlos, como era de esperar, y el dinosaurio les birló los conejitos sin molestarse siquiera en ocultarse. Los Enanos Gigantes se comieron al gordinflón en picnic y la lámpara maravillosa fue a parar a manos del Elfo joven que cuidaba de su abuelo.

-Mira, abuelo,- le dijo- lo que encontré.

-¿Y para qué quiero yo una piedra de río?- le espetó su abuelo, malhumorado- Vamos, ven a cenar, y no me molestes.

FIN

Referencias

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