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Juicios de Valor y fundamentación de la Bioética ¿es de recibo una Bioética postmoderna?

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JUICIOS DE VALOR Y FUNDAMENTACIÓN

DE LA BIOÉTICA ¿ES DE RECIBO UNA BIOÉTICA

POSTMODERNA?

Value Judgment and Bioethics’ foundations. Does a

Postmodern Bioethics Make Sense?

José M.ª GARCÍA GÓMEZ-HERAS

Universidad de Salamanca

Biblid [(0213-356)10,2008,19-32]

Fecha de aceptación definitiva: 14 de noviembre de 2007

RESUMEN

El artículo expone la peculiar estructura lógica de los juicios de valor usados en Bioética. Se contrasta este tipo de juicios con los juicios sobre hechos con los que se construyen las ciencias empíricas. A tenor de lo anterior se precisan los roles de la razón y de la libertad en el lenguaje moral y se efectúa un dictamen crítico sobre la propuesta de fundamentación de la Bioética hecha por el americano T. Engelhardt.

Palabras clave: Bioética, Juicio de valor, Fundamentación, Universalización, Decisión, Consenso.

ABSTRACT

This article explains the specific logical structure of the value judgements com-monly used in Bioethics. The kind of judgements is contrasted to the factual judg-ments upon which empirical sciences are constructed. On this lines, the role splayed by reason and freedom in moral language are characterizes, and T. Engelhardt’s pro-posal for the foundations of Bioethics is critical reported.

Key words: Bioethics, Value judgement, Foundations, Universalization, Deci-sion, Consensus.

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1. UN PROBLEMA EXPUESTO EN LENGUAJE COTIDIANO

No se precisa demostrar que en nuestras conversaciones hablamos frecuente-mente de cuestiones morales. Es lo que hacemos cuando afirmamos que el profe-sor de matemáticas es injustoal calificar, cuando escuchamos que Luis es un buen

estudiante o cuando discutimos sobre los estatutos de la universidad, que unos tie-nen por correctos y otros por ilegales. A un chino que escuchara tales cosas, y en la hipótesis de que conociera, suficientemente, el idioma castellano, le llamaría la atención el uso de tres palabras que aparecen en tales diálogos: las palabras injus-ticia,bueno y correcto.Con ellas quienes hablan y escuchan se están pronunciando sobre la calidad moral de los actos de un profesor cuando califica, sobre el com-portamiento de un estudiante cuando estudia y sobre el texto de una normativa académica. El lenguaje realiza, en los tres casos, lo que llamamos valoraciones o, con más precisión juicios de valor, mediante los que se aprueban o se reprueban determinados comportamientos de las personas.

Quien cuando habla no desea ser equiparado a un loro parlanchín y sí, por el contrario, ser tenido por un interlocutor agudo, razonable y convincente, antes de tomar parte en un debate, le asaltan algunas preguntas sobre el lenguaje que uti-liza: ¿qué estoy diciendo cuando afirmo que algo o alguien es bueno o justo? ¿A qué juego lingüístico, como diría Wittgenstein estoy jugando? ¿De qué manera debe ser entendido lo que digo para no sentirme malinterpretado? ¿Qué añade el len-guaje moral a otros tipos de lenlen-guaje, tales como el lenlen-guaje científico que usa un químico o un sociólogo o el lenguaje descriptivo que utiliza un narrador o un cro-nista? La respuesta es muy sencilla: lo peculiar del lenguaje moral es que está cons-truido con enunciados en los que andan por medio valores y que quien habla para calificar, aprobar o reprobar esta pronunciando juicios de valor. Si yo digo: el Dr. Aguado esta operando de apendicitis a un paciente, estoy simplemente descri-biendo un hecho. Pero si yo añado: El Dr. Aguado realiza muy bien las operacio-nes de apendicitis, estoy añadiendo algo muy importante sobre el trabajo del Dr. Aguado: que es un buen cirujano de apendicitis. Además de narrar simplemente que dicho Dr. opera de apendicitis, añado que opera muy bien de apendicitis. Es decir, mi juicio no sólo describe sino que cualifica. No constata solamente el hecho de que el Dr. Aguado opera, sino que añade cómo debe operar el Dr. Aguado: bien.

Esa cualidad que le convierte en un buen cirujano es lo que Aristóteles denomi-naba virtud, hábito o forma de actuar que convierte a quien la posee y ejerce1en hombre equilibrado anímicamente y habilidoso en su oficio.

El atenerse a valores en esos casos es percibido por muchos como un engo-rro molesto y un condicionamiento que incrementa los obstáculos entre quienes dialogan. Para comprobarlo, bastaría sentar en torno a una mesa a los siguientes

1ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, libro II, passim. Platón asigna cualidades de excelencia a quien

es virtuoso. La virtud dignifica a quien la posee «en su modo de andar, en su conversación y en toda su conducta». Ver Carmides, 159 y ss.

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personajes: un banquero, un político, un director de empresa, un biólogo y un pro-fesor… y escuchar lo que dicen. El banquero tendería a fruncir el ceño al oír la palabra generosidad; el político se negaría a decir toda la verdad a los periodistas curiosos; el director de la fábrica trataría de convencer a sus obreros de que la soli-daridad equivale a producir mercancías; el biólogo exigiría libertad para experi-mentar y programar; el profesor enfatizaría que para preparar la clase se precisa descanso y vacación. Es más: de preguntar al corro de curiosos que rodean la ima-ginaria mesa, buena parte de los mismos estarían de acuerdo con las anteriores opi-niones, porque acumular dinero requiere avaricia y expolio de los otros, mantener el poder implica maquiavelismo, producir competitivamente exige laboriosidad, investigar presupone libertad y pensar necesita de tiempo y descanso.

2. DEL LENGUAJE COLOQUIAL A LA LÓGICA DEL LENGUAJE MORAL

Sin saber a ciencia cierta cómo y por qué, nuestra breve conversación sobre el Dr. Aguado nos ha puesto de bruces ante un grave problema de lógica, de teo-ría del conocimiento y de análisis del lenguaje. Porque hablar sabiendo lo que se dice consiste en pronunciar palabras con un determinado sentido, cuyo significado es conocido por quien habla y por quien escucha y, usarlas, además, razonando correctamente. Pues bien. Cuando hablamos de temas éticos lo hacemos usando palabras con un determinado sentido y uniéndolas en unos enunciados muy pecu-liares. Estos peculiares enunciados se llaman juicios de valor, porque con ellos valoramos la conducta propia y ajena, apreciándola o despreciándola, aprobándola o reprobándola, estimándola o desestimándola. El asunto, pues, que pone ante nosotros la conversación sobre los comportamientos del Dr. Aguado consiste en nada más pero en nada menos que en el problema de la estructura y sentido de los juicios de valor o morales.Grave cuestión, en cualquier caso, porque de la solu-ción que demos a la misma depende la respuesta que hayamos de dar al tema que el título de mi ponencia expresa: Posibilidades y límites de la fundamentación de la bioética. Y digo que es un problema grave porque nos preguntamos qué tipo de verdad contienen los enunciados morales, cuáles son los razonamientos que los sustentan y cuál es la capacidad de transmitir el conocimiento que reivindican2.

El problema que se debate es a la vez muy sencillo y muy complicado. Se reduce a lo siguiente: ¿Existen valores morales, tales como la justicia, la liber-tad o la compasión, a los cuales los hombres deban respetar y ajustarse en sus comportamientos? ¿Debe el economista que dirige un banco tomar como norma de

2Cf. Es de uso corriente la distinción entre juicios sobre hechos, enunciados con que se

constru-yen las ciencias empíricas que describen hechos y juicios de valores, proposiciones que caracterizan el lenguaje moral y que aprueban o reprueban o interpretan intenciones o finalidades de los agentes mora-les. Cf. AYER, A. J., Lenguaje,verdad y lógica, cap. 6, Buenos Aires, 1965; KUTSCHERA, F. von, Einführung in der Logik der Normen,Werten und Entscheidungen, Munich, 1973.

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sus decisiones la generosidad y la honradez? ¿Debe el político que preside un gobierno atenerse en sus decisiones a la transparencia informativa, al bien de todos los ciudadanos?¿Debe el director de una fábricaser justo al pagar los salarios y solidario al compartir el trabajo? ¿Debe el biólogo atenerse a normas y a valores cuando modifica genes o manipula células-madre? ¿Debeel artista cuando crea arte, adecuar su creatividad a lo que los valores y las normas prescriben? O, por el con-trario, aunque se acepte que algunos de aquellos valores, tales como la justicia, la dignidad humana o la tolerancia, existen… ¿Debe el economista, el político, el científico o el artista respetarlos aun a costa de la propia libertad y de la autono-mía del quehacer que practica, anteponiendo lo éticamente valioso a los éxitos que en el propio campo de acción se pronostica?

Planteadas así las cosas, el problema resulta sencillo. Pero no lo parece y es de muchos conocido que ha hecho correr ríos de tinta en el pasado y en el pre-sente. A lo largo del siglo xx, como es sabido, se desarrolló una importante con-troversia sobre el método científico, uno de cuyos temas fundamentales ha sido los llamados juicios de valor. Dos episodios del debate han hecho época: el primero, a comienzos del siglo xx se centró en las llamadas ciencias sociales: Economía, Política, Sociología, Derecho… porque dos diferentes ideologías, el liberalismo y el comunismo, se enfrentaban a la hora de construir un orden social y un sistema cultural. El segundo, reiteración en buena medida de las posiciones del anterior, discurre a lo largo de la segunda mitad de la misma centuria, enfrentando a neoli-berales y a neomarxistas3. Hoy, en cambio, pasadas las confrontaciones entre

ideologías y ante el protagonismo de la técnica, que utiliza las ciencias aplicadas para transformar nuestro mundo, la cuestión se ha desplazado hacia determinadas disciplinas como son la Biología, la Medicina y la Ecología. Ciencias, todas ellas, que comparten cuestiones comunes con la bioética. En cuyo caso, nuestro pro-blema se reformula del modo siguiente: ¿debe el investigador construir aquellas

3Ambos episodios produjeron en su día una muy abundante y a veces excelente literatura: Cf.

ALBERT, H. y TOPITSCH, E. Werturteilsstreit, Darmstadt, 1971. Sobre el primer episodio acaparan el inte-rés las tesis mantenidas por M. Weber en sus ensayos sobre la lógica de las ciencias sociales. Cf. WEBER, M., Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre. Herausg. J. Winckelmann, Tubinga, 1985 y los análi-sis de K. SCHLUCHTER, Religion und Lebensfuhrung. Studien zu M. Webers Kultur-und Werttheorie,I-II, Fránkfurt a. M., 1988. En castellano mantiene su valor la compilación de la Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 1973, titulada M. WEBER, Ensayos sobre metodología sociológica con una extensa y clarividente introducción de P. ROSSI, que sintetiza las tesis weberianas. Sobre el segundo, que enfrentó primera-mente a K. Popper y Th. Adorno, ver ADORNO, Th., Der Positivismusstreit in der deutschen Soziologie, Berlin, 1969, trad. al castellano: La disputa del positivismo en la sociología alemana, Barcelona, Grijalbo, 1973, y posteriormente a H. Albert y a J. Habermas, ver de ALBERT, H. Kritische Vernunft und mensch-liche Praxis, Stuttgar, 1977 y HABERMAS, J. La lógica de las ciencias sociales. Trad. de M. Jiménez Redondo, Madrid, 1988. Para ampliar puede verse: WELLMER, A., Kritische Gesellschaftstheorie und Posi-tivismus, Fránkfurt a. M., 4.ª ed., 1973. UREÑA, E. M., La teoria crítica de la sociedad en Habermas, Madrid, 1978, pp. 21-58, sintetiza con claridad el desarrollo del problema.

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ciencias presuponiendo juicios de valor morales y atenerse a los mismos en su aplicación?

Cuando el debate se inició a comienzos del siglo xx –debate que ha pasado a la historia con el rótulo de la polémica sobre los juicios de valor– se perfilaron dos posiciones que se vienen repitiendo, con variantes circunstanciales, hasta nuestros días. Una, protagonizada por el famoso sociólogo M. Weber, defendía el llamado

principio de la exención de valores en la ciencia. El científico, en su opinión, a tenor del concepto moderno de cientificidad, ha de atenerse, exclusivamente, a la objetividad de los datos y a la verdad fáctica de los hechos. Factores tenidos por ajenos a la ciencia misma, tales una ideología política, un credo religioso, unas con-vicciones morales personales se comportarían a la manera de prejuicios que des-truyen la autonomía de la ciencia, obstaculizan la investigación y pervierten sus resultados. La función de la ciencia y del científico consiste en describir hechos, explicar conexiones causales entre los mismos y enunciar leyes de comportamiento constante de las cosas. La ciencia no tiene por función crear deber, emitiendo impe-rativos morales, que obliguen a las conciencias. Su tarea se limita a levantar acta de cómo la realidad es y cómo se comporta. La función de generar deberes y obli-gaciones compete a las cosmovisiones o a las religiones que confieren un sentido a la vida y toman decisiones sobre los valores absolutos que una conciencia pro-fesa. Hechos y valores configuran ámbitos heterogéneos de realidad. Ciencia y ética, por consiguiente, versan sobre contenidos no homologables y se construyen con metodologías diferentes. La primera se ocupa de la facticidad; la segunda de la validez o moralidad.

Pero se precisa recordar que en un momento histórico en el que el concepto moderno de ciencia cosechaba triunfos científicos y tecnológicos, en el que Nietzs-che pontificaba sobre la transmutación de valores y la voluntad de poder, en el que el liberalismo planeaba sobre las instituciones políticas y sobre la cultura…, el prin-cipio de la libertad de la ciencia y de la exención de valores en la misma, es decir, de una ciencia carente de cortapisas y prejuicios no pudo por menos de seducir a una clase social, la burguesía, que disfrutaba de la belle epoque mitificando el pro-greso. Pero no todos estuvieron de acuerdo con el principio de la neutralidad axiológica de la ciencia profesado por M. Weber. Pensadores adscritos a ideologías tan opuestas como el llamado socialismo de cátedra o la filosofía neoescolástica defendieron denodadamente, que el individuo no goza de autonomía total en su quehacer sino que éste debe ajustarse a los valores y normas de una sociedad, que expresa a través de ellos la autocomprensión que posee de sí misma. Cuando el científico investiga, cuando el médico ejerce la medicina, cuando el biólogo mani-pula genes, cuando el artista crea belleza, cuando el político ejecuta un programa de gobierno… no deben actuar en la perspectiva pragmática de unos hechos socio-lógicos o de unos éxitos individuales, sino respetar el sistema axiológico de la sociedad a la que pertenecen y atenerse a aquellos valores que derivan de una comprensión más integral del hombre, como pueden ser la justicia, la dignidad y la equidad. Aplicando tal presupuesto a la bioéticay a su parentela científica:

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la Medicina, la Biología o la Ecología, debería exigirse al médico y al paciente pen-sar y decidir ateniéndose a juicios de valor.

Desde ya hace un siglo, pues, se han decantado sendas posiciones teóricas y prácticas en torno al problema de los juicios de valor en la ciencia, y continuamos debatiendo sobre los presupuestos desde los que se fundamenta la moralidad del quehacer científico y tecnológico. En nuestro caso, el ejercicio de la Medicina. Y las espadas continúan en alto entre los investigadores y entre quienes aplican sus hallazgos en asuntos como la clonación, las células madre, los trasplantes de órga-nos, la modificación de genes y otras prácticas terapéuticas. A decir verdad, no han variado sustancialmente los frentes, aunque sí se han ido acumulando pertrechos argumentativos de una parte y de otra. Argumentan unos, los defensores de los denominados valores morales, tales como la justicia, la dignidad, el respeto… que las decisiones humanas no se ajustan a un modelo esquizofrénico según el cual hechos y valores vayan cada uno por su lado, siguiendo una lógica propia de cada cual. Argumentan los otros, los que solamente conceden credibilidad a la ciencia y a la técnica, que ésta no debe corromperse con prejuicios irracionales, con creen-cias subjetivas, con opiniones individuales, con sentimientos emocionales o con ideologías utópicas… La ética y la religión, afirman éstos, proyectan un mundo subjetivo impregnado de irracionalidad sobre una realidad objetiva que se testi-monia a sí misma en datos y hechos. Con lo cual nuestro lenguaje carecería de vali-dez científica. A esto se contraargumenta que el hombre estaría avocado a una forma de nihilismo, al nihilismo causado por la desaparición de aquella razón –metafísica, religiosa o moral– a la que en otros tiempos se encomendó la tarea de avalar imperativos categóricos en nombre de valores absolutos.

Con la intención de aportar un poco de luz al problema me permito recordar una doctrina clásica. La tradición filosófica, a la zaga de Aristóteles que distinguió dos planos diferenciados en la actividad humana: aquel con el que la razón fun-damenta verdad mediante el saber teórico y aquel en el que la voluntad decide mediante la libertad y el deseo de lo bueno. El Estagirita pretendía clarificar el papel de la razón teórica y el de la razón práctica en los juicios que conciernen a la ética o a la estética. Se trata de precisar qué tipo de razón entra en ejercicio y qué papel desempeña y qué tipo de libertad existe y qué atribuciones posee la voluntad humana cuando tomamos decisiones morales4. Porque de lo que la cosa

va es, por una parte, de que el agente no caiga en arbitrariedades y que actúe, por el contrario, no sólo libremente sino también razonablemente. A este propósito se suele reconocer que cuando la razón funciona con juicios de valor, la razón, por decirlo con Kant, deja de ser razón pura para ponerse al servicio de una voluntad en la que un conjunto de factores tendenciales y con frecuencia no racionales,

4Aristóteles, a pesar de su intelectualismo, reconoce el primado de la voluntad libre en el juicio

práctico último, por el que elegimos uno entre los varios fines pretendidos y que convierte a una acción en virtuosa o en viciosa. Cf. Ética a Nicómaco, l. III, cap. 5, 1113 a-1114 b.

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como las vivencias y las preferencias personales, los sentimientos y emociones, las circunstancias existenciales… introducen en el escenario de las decisiones un ele-mento de irracionalidad que obstaculiza lo que, convencionalmente, se entiende por fundamentación racional5. Siendo así las cosas, en ética, como en medicina,

pocas veces 2 + 2 son cuatro. De ahí que al construir juicios de valor y tomar las correspondientes decisiones, la razón no imponga su autoridad a partir de demos-traciones evidentes, sino que la razón solamente asesora a partir de argumentos razonables. Quien sí decide, en cambio, es la libertad, o mejor, la voluntad libre. Con otras palabras: la libertad representa los intereses y la autonomía de la con-ciencia. O si se prefiere, lo que en la bioética estándar se denomina principio de autonomía. Para lo cual se presupone en quien toma decisiones una previa per-plejidad e indeterminación, las cuales no sólo posibilitan la responsabilidad de un agente que ha de comprometerse sino que la incrementan. Los juicios sobre valo-res y las decisiones sobre los mismos otorgan protagonismo a la voluntad y a la libertad. No se barajan evidencias ideológicas ni demostraciones científicas de hechos. Se barajan estimaciones y preferencias derivadas de las percepciones per-sonales de la felicidad y de lo bueno6. Lo cual, sin embargo, no exime de que las

percepciones personales de que sea lobueno o lo gratificanteno deban de estar avalados por argumentos racionales para que no degeneren en arbitrariedades o egoísmos irracionales.

El sujeto moral, por tanto, con aquello que nombramos con los términos «voluntad», «libertad», «elección» y «decisión» desempeña un protagonismo relevante en lo que podríamos llamar estructura subjetiva de los juicios de valor (Werturteile)

con que se construye la bioética, juego de lenguaje que contrasta con la estructura objetiva de los juicios sobre hechos(Sachurteile), con que se despliega el saber cien-tífico. Y que lleva a diferenciar con nitidez, siguiendo a Wittgenstein y a Habermas en este asunto, dos tipos de acción comunicativa: el juego de lenguaje de la cien-cia, en el que prima la transmisión de conocimiento objetivo, y el juego de lenguaje de la ética7, en el que prima la validación moral. Y, consecuentemente, a

concre-tar el puesto que compete a las ciencias (Biología, Embriología, Sociología…) en el juicio moral y el puesto que hay que atribuir a la ética8.

5Es todo lo que Kant engloba bajo la categoría inclinación (Neigung). Cf. Fundamentación de la

metafisica de las costumbres, Ed. bilingüe a cargo de J. Mardomingo (Barcelona, Ariel, 1999) cap. I, pp. 124-127 y Crítica de la razón práctica. Trad. M. García Morente y E. Miñana, Salamanca, Sígueme, 1995, cap. III, 104-106.

6Sobre los límites de la razón teórica (científica y metafísica) en el campo de las valoraciones y

de las decisiones han sido muy conscientes tanto aristotélicos intelectualistas (Cf. Tomás de Aquino, De Veritate, 22, 5-6 y Summa Theol. I-II,q. 17 a. 1) como «Ilustrados» racionalistas (Cf. parte última de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y cap. 1, II, de Crítica de la razón práctica. Ver. GARCÍAGÓMEZ-HERAS, J. M.ª, Ética y Hermenéutica, Madrid, 2000, p. 293, nota 47.

7GÓMEZ-HERAS, J. M.ª G., Ética y hermenéutica, pp. 388 y ss. y 467 y ss.

8Ya Kant escandalizó a muchos de sus contemporáneos «ilustrados», aquejados de racionalismo

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3. ANÁLISIS DE UNA PROPUESTA CARENTE DE FUNDAMENTACIÓN

La precedente excursión somera en la lógica del razonamiento moral la hemos traído a cuento porque nos sirve de encuadre para criticar una propuesta relativa-mente reciente de fundamentación de la bioéticay que ha sido etiquetada y no sin razón de postmoderna.Me refiero a la propuesta de fundamentación de la bioética

hecha por el moralista tejano H. Tristam Engelhardt, en el libro The fundations of bioethics, traducido al castellano por la Editorial Paidós hace ya unos años, con el título Fundamentos de bioética9.

Engelhardt acusa el impacto de un contexto sociocultural impregnado de atmósfera postmoderna. Nuestra cultura fragmentada y plural destila individua-lismo exacerbado, escepticismo irracional y relativismo axiológico. En tal situación no es posible fundamentar racionalmente una ética secular universalmente válida, tal como pretendió la tradición kantiana ilustrada. Ésta ha fracasado. De ello no se han percatado los asesores de bioética, sean rabinos judíos, confesores cristianos, imanes islámicos, psicólogos profundos o filósofos consejeros… Todos ellos se han olvidado de un hecho elemental: que los supuestos desde los que razonan no tie-nen validez para sus oyentes. Carecemos de revalidación empírico-científica de los valores morales y las convicciones ideológicas solamente sirven para el ámbito pri-vado de las personas. No existe, por tanto, un deber fuerte, un bien sustantivo, ni una razón que los avale, como valores universales. Los juicios de valor carecen de cualquier racionalidad y con ellos la bioética convencionalno está en disposición de fundamentar los propios principios sobre los que se sustenta10. La moralidad,

en ese caso, carente de avales teóricos, se repliega hacia un voluntarismoilimitado cuya ambigüedad digiere sin acideces manjares tan agridulces como la permisivi-dad liberal, la metafísica fundamentalista, la mística puritana, la compasión huma-nitaria o el relativismo tolerante.

Un par de distinciones nos ayudan a clarificar las tesis básicas de Engelhardt: la primera exige establecer diferencias entre la sociedad, conjunto de ciudadanos de un colectivo plural que conviven aceptando un mínimo común de valores racio-nales para el ámbito público, tales como los que explicitan los Derechos Humanos,

pura,en el uso práctico,a una ampliación que no le es posible por si en el especulativo (Ed. citada, pp. 71 ss.) en donde se reivindica el carácter normativo de la ética sobre la ciencia.

9TRISTAMENGELHARDT, H., Los fundamentos de la bioética. Trad. de I. Arias, G. Hernández, O.

Domínguez, Barcelona, Paidós, 1995. Cf. El análisis y valoración de las tesis de Engelhardt que propo-nen FERRER, J. J.-ÁLVAREZ, J. C., en: Para fundamentar la bioética. Teorías y paradigmas teóricos en la bioética contemporánea, Madrid, 2003, pp. 205-241.

10ENGELHARDT, H. T., op. cit., pp. 15 y ss., 31 y ss., 463 y ss., nota 6 del cap. II. El encuadre

«post-moderno de Engelhardt procede de los análisis sociológicos de D. Bell en su The Coming of Post-Indus-trial Society, Nueva York, 1973 y de la crítica de J. F. LYOTARDEN, La condición postmoderna a los denominados «metarelatos». Para una visión más completa de los postmodernos y de su contribución filosófica ver MARDONES, J. M.ª, Postmodernidad y cristianismo. El desafío del fragmento, Santander, 1988, pp. 17 y ss., 47 y ss., 59 y ss.

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y comunidad, un colectivo de ciudadanos que comparten el mismo programa moral basado en los usos y creencias de una tradición cultural a la que se perte-nece. Por ejemplo, los judíos, los cristianos o los musulmanes… representarían a comunidades morales. Quienes pertenecen a la misma comunidad moral son deno-minados «amigos morales»; quienes pertenecen a diferentes comunidades son lla-mados «forasteros o extranjeros o rivales o extraños morales». Entre ellos no existe un mínimo moral comúnque permita una ética universal de mínimos, en el sen-tido convencional.Lo cual obstaculiza cualquier estrategia de diálogo o de discu-sión para establecer consensos. Las diferencias culturales y la heterogeneidad de creencias que los «extraños morales profesan» no lo permite. La modernidad ilus-trada a lo Kant, con su idea de razón universal común, desaparece. Los mismos Derechos Humanos como ética mínimacomún fracasan. Quien triunfa es la dife-rencia irrenunciable y la individualidad intransferible, si bien maquillada de respeto mutuo, de tolerancia y de pacifismo. Un deber débilque se corresponde con una razón débil, consistente en adelgazar hasta tal punto las obligaciones sociales, léase justicia, igualdad, solidaridad… que el resto postmoderno pueda ser universalizable mediante una poco exigente decisión. Los forasteros morales pueden incluso com-petir en forma de «rivales morales» adoptando actitudes rayanas con el fundamen-talismo. Así las cosas, las diferentes fundamentaciones de los juicios de valor vigentes a nuestro derredor, tales como el deontologismo kantiano, el neoaristote-lismo católico o el principianeoaristote-lismo de Beauchamp y Childress están descartadas de antemano11.

El moralista, no obstante, no ha de renunciar a hacer propuestas morales acor-des con una ética mínimaaceptable para una sociedad plural, que trascienda los particularismos localistas y cuya validación provenga del respeto y del consenso. Al fin y al cabo ésta ha sido la intención de las propuestas morales que desfilan por la historia del pensamiento occidental. Tal ética mínima descarta de partida la imposición de un juicio de valor por la fuerza. El recurso a la coacción en cuestio-nes éticas anula el presupuesto del mundo moral: la libertad y la autonomía de la conciencia. Tampoco parece respetuosa con los puntos de vista de los «rivales morales» el exigir de estos la conversión al punto de vista del contrario. No restan, por consiguiente, sino dos posibles situaciones en la solución de conflictos de valo-res en bioética: a) Quienes son «amigos morales» tienen el camino allanado y sin obstáculos para el consenso sobre una ética sustantiva de contenidos, puesto que se comparte el sistema de valores de la misma tradición. b) Pero tienen, en cambio, el camino bloqueado quienes, al carecer de un minimum de valores universal-mente compartidos, están incapacitados para consensuar decisiones, valores y leyes. Al carecerse de un mínimo denominador moral común la norma que tiende a imponerse es la del anárquico «todo vale», al menos en el ámbito de la privacidad.

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Pero cuando se carece de un minimumde valores o principios morales com-partidos –y ésta pudiera ser la situación de una sociedad atomizada a causa de los particularismos traídos por las emigraciones aún no soldadas en una sociedad cohesionada como pudiera ser el caso de los EE.UU.– la única salida podría ser el

consenso democrático. Entre «rivales morales», cuando se carece de mínimos mora-les compartidos y se quiere respetar el pluralismo, se dispone de un instrumento débil pero universalizable: el consentimiento aunque éste carezca de revalidación racional. Lo cual no exige justificación argumentativa de la visión del mundo de ninguno de los «rivales morales»… Solamente requiere la decisión o permiso como fuente de la legitimación moral12. Los valores que avalarían tal opción serían la

tolerancia, la libertad y la permisividad. Lo que se permite, por otra parte, es que cada cual realice su particular concepción del bien y de la felicidad. De este modo estaría a nuestra disposición un modelo de ética procedimental formal en el que el procedimiento de universalización no se realiza mediante el diálogo argumentativo y el consenso sino mediante el permisopara que cada cual realice su personal con-cepción de lo bueno.

Éste sería el nuevo a priori trascendental de una moral secular. La ética de mínimos se reduce al mínimo de una sociedad particularista, tendente al «todo vale» en nombre de la tolerancia, del respeto a la discrepancia y del imperio de lo diferente. Se mantiene un modelo trascendental de la moralidad en sentido kan-tiano, en el que el permiso y la personal percepción del bien se mantienen como condiciones de posibilidad del mundo moral. Lo cual significa que el imperativo categórico sea mantenido de forma radical en una de sus componentes: la auto-nomía y libertad de la conciencia del sujeto moral pero del que se elimina la otra parte sustancial del mismo: la universabilidad de los valores y las normas, que es lo que le otorgaba racionalidad ilustrada y le purgaba de egoísmos. Aplicado a la bioética, nos hallamos ante una propuesta en la que la sociedad y el Estado mini-mizan su intervención en ventaja de la comunidad cultural y del individuo. En tal situación, se debería dejar de hablar de bioética y comenzar a interpretar las bioé-ticas. Eso sí, en una sociedad pacifista impregnada de pluralismo libertario y cohe-sionada por una red de simpatías y empatías recíprocas. Este retorno al paraíso rousseauniano, permitiría, a título de ejemplo, que el acuerdo por concesión de per-miso, para una operación clínica –o para una eutanasia o para cualquier interven-ción de riesgo–, dejarían de necesitar los esfuerzos del diálogo, de la argumentainterven-ción, de la deliberación o de la información. No se precisa acuerdo sobre contenidos o asentimiento a protocolos. Todo ello resulta superfluo con el retorno del inocente «buen salvaje». Basta con una decisión, avalada por la tolerancia, que permite una acción, que realiza aquello en lo que cada cual hace consistir su vida buena.

¿Cuáles son, por tanto, las razones que fundamentan un mínimo de moralidad y solventan los conflictos de valores en la praxis médica? Las razones son pocas,

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débiles y delgadas ya que no se fundamentan en argumentos racionales ni en cre-encias religiosas comunes. Un decisionismo, respetuoso al máximo con todos los particularismos y convicciones personales, pero carente de un soporte racional derivado de aquellos valores mínimos universalizables de una sociedad equitativa, tales como la igualdad ciudadana, la solidaridad, la justicia, la dignidad de todo hombre13… Un avezado con el Derecho se sentiría tentado de etiquetar tal

pro-puesta moral como anarquismo ético. La sociedad civil vertebrada en torno a una serie de principios de validez universal explicitados en los Derechos Humanos resulta innecesaria y mucho más superfluo un Estado que configure aquella socie-dad en ordenamientos legales positivos. Las consecuencias fluyen por sí mismas: el intervencionismo del Estado se adelgaza, la privatización de la moral se incre-menta y el principio de autoridad se reduce a mera concesión. A medida que las exigencias de la justicia e igualdad sociales se debilitan, el principio de propiedad y de posesión se fortalece.

La propuesta de Engelhardt no podía por menos de concitar una reacción inmisericorde, que repite los tópicos de la crítica que se ha venido haciendo a la postmodernidad: irracionalismo, relativismo axiológico, penuria filosófica, culto a la diferencia, trasfondo nihilista, olvido de la justicia y de la solidaridad, emotivi-dad autoreferencial, decisionismo existencial, erosión del principio de solidariemotivi-dad, particularismo localista, individualismo exacerbado… la conversión posterior de Engelhardt al cristianismo ortodoxo oriental trae inevitablemente al recuerdo aque-lla famosa frase de Kant: «tuve que suprimir la ciencia para aaque-llanar el camino a la creencia»14. Y esto nos introduciría en otro espacio de la crítica racional. En el espa-cio de reivindicación de la razón, un frente en el que se han producido tradiespa-cio- tradicio-nalmente los choques entre quienes son partidarios de modernidad ilustrada y quienes tienen querencias hacia el fideísmo existencial.

Porque la ética de mínimosal reducir almero permisoel contenido común de moralidad, que los ciudadanos de una sociedad comparten, no parece ser otra cosa que moral en tiempo de rebajas, a tenor de la cual la cesta de valores se reduce a mero respeto a la diferencia. Y a la inversa: la ética de máximos incre-menta su potencial en una atmósfera de permisividad irracional. ¿Qué decir en ese caso, cuando el «rival o extraño moral» en nombre de una tradición y de una comu-nidad particulares defienda la guerra en lugar de la paz, promueva el terror en lugar de el respeto a la vida o practica el egoísmo olvidando la solidaridad? ¿Quién podría evitar, en una situación en la que se descartan unos principios universales de mora-lidad,que un político metido a profeta o a mesías redentor exaltara a programa de

13Sobre el irracionalismo subyacente al decisionismo y la tendencia del decisionista al

funda-mentalismo en ética y al totalitarismo en política; cf. GÓMEZ-HERAS, J. M.ª G., Ética y hermenéutica, Madrid, 2000, pp. 292 y ss.

14Cf. KANT, E., Crítica de la razón pura,Prólogo a la 2.aedición. Trad. de P. Ribas, Madrid, Alfa-guara, 1978, p. 27.

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moralidad pública la ética de máximos de su propia tradición cultural, instaurando un fundamentalismo moral al estilo del de los Ayatoláhs o el de los Talibanes?

4. EL DIÁLOGO Y EL CONSENSO COMO PRINCIPIOS DE LEGITIMACIÓN DE VALORES Y NORMAS EN LAS SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS

Varios son los tipos de fundamentación de la ética y de la bioética: metafísica, ideológica, religiosa, científica, sociológica… Todas ellas están sujetas a una ley que, a la vez, las avala y las cuestiona: a mayor intensidad en la subjetividad emo-tiva que desea felicidad, mayor inviabilidad de universalización social. Es una ley kantiana que no precisa mayor comentario15. Y es asunto que afecta en raíz a la

bioética en la actual situación de sus replanteamientos bajo presión de la globa-lización y del multiculturalismo. Es cuestión, por otra parte, que remite a los geniales planteamientos de Kant cuando al abordar este problema en la Funda-mentación de la metafísica de las costumbresy en la Crítica de la razón práctica

ya percibe que ni la metafísica, ni la ideología, ni la religión, ni la sociología, ni la ciencia… pueden ser soporte básico de un imperativo categórico que refleje la estructura formal de la norma moral: su universabilidad16. Todas ellas implican una

contracción o particularización de la norma que está reñida con la universalización de la misma. Reflejan las visiones de la felicidad y los intereses de los individuos y no la igualdad de todos los hombres.

Los planteamientos y las respuestas a problemas de bioética y la correspon-diente construcción de un lenguaje consistente en juicios de valorprecisan tomar buena nota de nuestra circunstancia sociocultural caracterizada a) por el pluralismo ideológico; b) por el multiculturalismo, c) por la mayoría de edad de los agentes morales; d) por la creciente democratización de las sociedades; e) incluso por el exceso de componentes emotivos sedimentados en las diferentes tradiciones y nacionalidades. Todo ello refleja, diríamos aquello que hace referencia a lo que sig-nifican las palabras cuando su referente central son los conceptos de modernidad y postmodernidad y el individualismo subjetivo, que bajo múltiples formas, en aquellos se cobija. Pero a nuestra circunstancia cultural también pertenecen: a) la necesidad de revalidar socialmente las opiniones y las creencias; b) el trasvase al ámbito privado de creencias y la correspondiente cesión del espacio público a nor-mativas consensuadas; c) la globalización de valores en un tipo de acción moral-mente universalizada; d) el primado de los Derechos Humanos, con la cohorte de valores que les acompañan: dignidad de la persona, justicia distributiva, equidad e igualdad de todos los ciudadanos. Se trata de hechos sociológicos, velis nolis

incuestionables, que configuran el mundo vivido de las sociedades democráticas y que condicionan cualquier acción social.

15Cf. Fundamentación de la metafísica de las costumbres, sección I. 16Crítica de la razón práctica, Cap. I, Observación II, ed. citada pp. 54 y ss.

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Las palabras nuevas con harta frecuencia camuflan cuestiones viejas. Esto es lo que en mi opinión, sucede con la teoría del permiso o consentimiento anterior-mente reseñada. Conceder permiso equivale a consentir y el consentir presupone decidir y la decisión requiere deliberar y el deliberar consiste en razonar, lo cual puede efectuarse en la modalidad del monólogo y en la modalidad del diálogo. Tras la fórmula concesión de permisoretorna al debate bioético toda la problemá-tica que gira en torno al consentimiento y que requiere aclararse sobre qué hace-mos cuando consentihace-mos. Porque aquí se entremezclan factores, que ya desde Aristóteles, planean sobre la psicología del acto moral. Tales factores son la liber-tad, la decisión y la racionalidad de ambas. Lo cual nos lleva a reflexionar sobre cuales son las competencias de una sociedad multicultural y pluralista cuando ges-tiona la libertad, construye racionalidad y legitima la decisión. Plantear así las cosas nos obliga a retornar a la cuestión arriba tratada de los juicios de valor en las decisiones morales, porque es la estructura lógica y epistemológica de tales jui-cios la que nos permiten aclarar lo que hacemos y sobre lo que hablamos o razo-namos en cuestiones de bioética.

Vaya por delante una aplicación a una casuística muy recurrente en la Bioé-tica al uso: la teoría de la concesión de permisode Engelhardt modificaría en pro-fundidad el concepto vigente del llamado consentimiento informado17. Lo que le

sucede a Engelhardt es que, dada su querencia postmoderna y su componente pie-tista, su permisivismo liberal declara superfluo e innecesario todo aquello que el «agente ilustrado y mayor de edad» –en argot kantiano– exigiría para ser libre y res-ponsable: la información, es decir, los argumentos racionales por los que se con-siente, componente que recuerda lo más sustantivo de la modernidad: la Ilustración, que Engelhart no parece apreciar y que Aristóteles también exigía como requisito para la decisión racional y que en nuestros días adopta la forma de diá-logo y de discurso argumentativo18. Con un matiz, sin embargo, que en

Aristóte-les, dado su querencia metafísica, apenas aparecía: que la libertad, en las sociedades democráticas y pluralistas, no solamente se razona sino que sobre todo

se gestiona. Con lo que la reflexión sobre la lógica de los juicios de valor, nos retro-trae al uso o abuso del poder en asuntos de Bioética y de nuevo a buscar en Aris-tóteles la solución: la prudencia como gestión de las decisiones concernientes a conflictos de valores en bioética. Porque es por este camino por donde es posi-ble eliminar los riesgos del decisionismo pietista, que son el fundamentalismo

17Cf. Consentimiento informado y autonomía moral en GÓMEZ-HERAS, J. M.ª G.-VELAYOSCASTELO,

C., Bioética. Perspectivas emergentes y nuevos problemas, Madrid, Tecnos, 2005, pp. 257-271.

18Las éticas procedimentales del diálogo (K. O. Apel) y del discurso argumentativo (J. Habermas),

reelaboradas y aplicadas a las éticas especiales por A. Cortina y su grupo valenciano aspiran, en el fondo, a purgar de arbitrariedad egoísta y de emotividad irracional a un sujeto moral kantiano, que no solo cumple la primera parte del imperativo categórico, es decir, la autonomía y libertad, sino que enfa-tiza la segunda: la universabilidad de la norma, poniendo en práctica un procedimiento con el cual se realice no solo la libertad sino también la justicia.

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irracional y la colonización del espacio público por una opción de carácter pri-vado, con los consiguientes riesgos para la libertad moral19.

La nueva etapa en la que la bioética parece estar adentrándose al socaire de la globalización y bajo impulsos del multiculturalismo impone un distanciamiento de aquellas formas de fundamentación basadas en presupuestos singularizantes a ventaja de aquellas otras de fundamentación universalizantes, tales como el diá-logo, el discurso razonado y el consenso20. Lo que una ética de mínimos reivindica es construir más cohesión social en una sociedad pluralista, mediante la reafirma-ción de valores como la justicia, la igualdad y la solidaridad. Lo cual se consigue con la revalidación social de los juicios morales mediante el diálogo razonado y el consenso intersubjetivo. Con otras palabras: más sociedad ilustrada y menos emo-tividad cultural, provenga ésta de neoromanticismos nacionalistas, de fideísmos religiosos o de singularismos postmodernos. Sin que la conciencia individual tenga que renunciar a sus convicciones, puesto que sale fortificada también en la bioé-tica aquella tendencia tan genialmente detectada por M. Weber en las sociedades pluralistas, a tenor de la cual la metafísica, la religión o la ideología se consolidan en el ámbito privado bajo el paraguas de la libertad y se testimonian purgadas de egoísmo en el ámbito público practicando aquellos valores que constituyen la dig-nidad humana en todos los hombres.

19Con una claridad e información no frecuentes en el ensayismo bioético CONILLSANCHO, J., en

su reciente libro Ética y hermenéutica, Madrid, Tecnos, 2006, pp. 61 y ss., 105 y ss., 208 y ss., 280 y ss., nos ilustra sobre el trasfondo humanista del problema moral, sobre los más recientes horizontes her-menéuticos del mismo y los factores tanto fenomenológico-existenciales como dialógico-discursivos de una «ética hermenéutica» a la altura de nuestra circunstancia histórica.

20Con razón GUERRA,M.ª J., en «Diferencias culturales y derechos humanos: una cuestión urgente

para la bioética global», en: GÓMEZ-HERAS, J. M.ª G.; VELAYOS, C., Bioética…, pp. 99-114, reivindica, frente a particularismos que encubren nuevas formas de egoísmo, un encuadre más global y universal para la bioética.

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