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Eduardo Milán, Critica de Un Sueno

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Academic year: 2021

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C R Í T I C A D E U N E X T R A N J E R O E N D E F E N S A D E U N S U E Ñ O

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EDUARDO MILÁN

C R Í T I C A D E U N

E X T R A N J E R O

E N D E F E N S A D E

U N S U E Ñ O

Introducción y traducción de PEDRO LUISLADRÓN DE GUEVARA

H U E R G A F I E R R O

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Diseño de la Colección: Huerga + Fierro

© De la Portada: Gabriela Gutiérrez

© Eduardo Milán

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo © 2009: Huerga y Fierro editores, S.L.U.

huerga@huergayfierro.com I.S.B.N.: 978-84-8374-802-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia

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Gabriela, Leonora, Andrés, Alejandro:

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C R Í T I C A D E U N

E X T R A N J E R O

E N D E F E N S A D E

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Nota a la presente edición

L

OS ensayos «Errar», «Transición», «Desvío», «El poema como errancia», «Lo nuevo como arrepenti-miento de lo nuevo», «Poesía latinoamericana de fin de siglo» y «Ese otro Vallejo» fueron tomados del libro Resistir. Insistencias sobre el presente poé-tico (1ª edición; México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994; 2ª. edición corregida y aumentada, México, Fondo de Cultura Económica, 2004); «En su ausencia: tres notas sobre poesía» fue publicado en Blanca Solares (Coord.): Los lengua-jes del símbolo. Investigaciones de hermenéutica simbólica (Barcelona, UNAM-Anthropos, 2001). Los siguientes ensayos forman parte del libro Justifica-ción material. Ensayos sobre poesía latinoamerica-na (México, UACM, 2004).

E.M.

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I

Errar

D

ECÍA: escritura es superficie. Pero no decía que era superficie reflejada, superficie refractada, doble superficie. Plano y de una plenitud de espe-jismo, este desierto señala una nueva condición vacía. Señala también su margen, un margen que comienza a contarse por la posibilidad de oír una voz. Entre esa voz –posibilidad emergente de una entrada de mar en la escritura– y el desierto como metáfora de una soledad muda hay un vagabun-deo de alguien que, por falta de otro nombre, lla-mamos “poeta”. Ahí está, en un espacio virtual y transitorio, no como un pez en el agua. Habría que insistir en el desierto ya que en el desierto lo único posible es insistir. Insistir: estar en estado de absoluta disponibilidad. No es posible clamar en el mar, pero es posible reclamar en el desierto. Reclamar: estar en estado de escucha. Estado de escucha es también estado de alerta, estado de alas levantadas en el medio, un estado por volar –sin jamás aspirar a pájaro, esa figura sin raíz.

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ja es la del romanticismo: tan cercano al mito, exaltó al yo poético como figura totémica Excep-ciones: Novalis y la locura de Hölderlin. Lezama lo sabía: “Para llegar a Montego Bay”. Para llegar a la boda y verificar el lugar de la fiesta hay que dejar testimonio del camino recorrido. De lo contrario ¿para qué tanta peregrinación? Una mala escritura se reconoce inmediatamente: es la escritura que produce apariciones súbitas, donde el largo pro-ceso de búsqueda está eludido, relegado al silen-cio en calidad de desecho. En la escritura nada es desechable. Todo adquiere significación en el largo camino a la fusión. La súbita aparición de la palabra encarnada se justificaría como una epifa-nía de lo real. Para eso hay que dejar testimonio de ese silencio de siglos de espera. Elegir: dibujar las pisadas que te llevan al banquete (sentando así las bases de tu propia tradición, posibilitando un seguimiento) o crear espacios de silencio que evi-dencien tu otra condición: la condición muda. A ese vaivén no escapa la escritura del mundo.

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Desvío

A

CERCARSE por la palabra a un pájaro o a cual-quier otro referente no volador entraña un miedo: el miedo de matar. Así, nombrar es detener, cortar un acto del referente que te es ajeno. Si ese referente además de volador es un referente can-tarino, el peligro es doble: cortar un vuelo y cor-tar un canto. No basta eludir el crimen trasladan-do el muntrasladan-do a la escritura y recordar, una vez más, que todo esto es un juego de palabras, una simple figuración sin figuras, un ejercicio de tra-ducción. Es y no es: “el mundo, desgraciadamen-te, es real; yo, desgraciadamendesgraciadamen-te, soy Borges”. Si hay una paz posible, una tranquilidad de escritura en el escriba, ella radica en mantenerse erguido en ese puente, en ese lugar de tránsito desde donde se señala la distancia entre mundo y escritura. Ese punto es el lugar de la atención, el lugar alerta donde un paso en falso significa la pérdida de un estilo, el derrumbe de la elegancia. Ese paso en falso figuraría el robo de la antorcha, la

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ción del fuego o el rapto de la llama señalada: la promesa de Prometeo. Prometeo menor en el cen-tro de una naturaleza en ruinas, el escritor guarda la distancia como si guardara el agua en el desier-to. Porque la distancia es su único atributo, su dis-tinción. Esa diferencia es lo que lo instala en su zona de goce, ese estar entre, en el lugar medio que es él mismo. El escriba es el guardián de la frontera.

“Je est un autre”. La frase de Rimbaud es el re-conocimiento pasmoso de la conciencia de la alte-ridad, de la diferencia, de la línea que demarca la ausencia de titularidad. Es también el arte de la fuga, una huida sin precedentes y la constatación de que toda identidad es fingida. Pero, en la escri-tura, es fundamentalmente una desesperada decla-ración de inocencia. Es declararse inocente de la función depredadora de la escritura. No soy el res-ponsable de este crimen: sólo he sido hablado. A partir de ahí la escritura abre sus piernas a la mo-dernidad, para que en ella penetre un río textual que no tiene nombre porque ese nombre, justa-mente, señala el lugar del crimen y al criminal, confundido con su escenario. La expresión ha muerto. El yo, sacerdote de un oficio por demás sospechoso, yace sepultado en el subterráneo tex-tual. El texto sigue su curso pero es un río tatua-do, un río que lleva en el lomo la marca de una huella. Ese tatuaje no es fonéticamente inocente. Señala un tú, una desviación de las aguas hacia su espejismo primario: lo que ves es tu reflejo. Escri-bir será mirarse y, al mirarse, reconocerse. Pero al

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grado de novedad está perdido, lo que tales for-mas conllevan es la posibilidad de volverse trans-parentes y comunicar motivos y temas ya alta-mente codificados en la poesía iberoamericana: el armor, la muerte, el tiempo, temas todos que su-ponen una caligrafía mayúscula. En realidad, el regreso a las formas canónicas del pasado, dada su pérdida de novedad actual, supone una a-for-malidad. Una a-formalidad que sólo es posible por el estadio actual del mundo: pérdida de fe en la historia como motor de cambio, caída de las uto-pías tanto estéticas como históricas, cese del deve-nir temporal, motivos caros a una ideología actual-mente dominante que tiene su fundamento en el llamado “pensamiento débil”, que a su vez juega en oposición a los llamados discursos legitimado-res y totalizantes. La a-formalidad, producto a su vez de la intemporalidad que suscribe la presenti-ficación de todos los tiempos interactuando ahora, coletazo último de la negación de la Historia, está reñida en forma directa con la idea de evolución de las formas en arte, idea muy cara a la mode-midad, que sustentó el pensamiento estético de las vanguardias históricas. Si todas las formas en su máxima abertura son posibles es que ha cesado el concepto de evolución formal, de no repetición, de cambio. Desde un punto de vista teórico, el peligro que alimenta al diálogo actual entre estéti-ca y realidad es el retomo a la idea lukacsiana del arte como reflejo de la realidad, que tiene su apoyo original en el concepto aristotélico de mimesis o norma medianera, norma que, en el diálogo

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de la vanguardia latinoamericana, para resaltar una orfandad autoral o para proclamar que “el sujeto es el lenguaje”. El texto neobarroco es un texto minado que nunca estalla porque el estallido sería la condición de su final. Propuesto como intermi-nable, sin final, su sentido es continuamente dife-rido por el juego de palabras. Una nueva impron-ta, en relación a la vanguardia, adquiere el poema en manos, por ejemplo, de Perlongher: la entrada de una subjetividad implacable que critica desde el margen, desde el no-sujeto, al estatuto objetivo del poema. Si el sujeto está en discusión, ahora también el objeto poema lo está: Perlongher no permite la posibilidad de un sublime objetual que sustituya al sujeto ausente. Entre los poetas neo-barrocos, Néstor Perlongher, fallecido en 1993, al-canza el mayor nivel de fidelidad a una propues-ta que interroga al hablante, al poema y al mundo. Síntesis de la crítica del hablante (Nicanor Parra), de la crítica del lenguaje (Octavio Paz) y de la ima-ginación sintáctica del surrealismo (Lezama Lima), la poesía de Perlongher es un acto revulsivo aun contra el lector. El amaneramiento retórico, a ve-ces limítrofe con el rococó, a punto de legalizar una aformalidad definitiva y una anormalidad pan-sexualizante como tema obsesivo, choca contra el lector tradicionalmente preparado para la poesía lírica entendida como manifestación sublimada de un yo profundo. La resistencia a la belleza es característica también de Roberto Echavarren y de José Kozer, una resistencia ejercida como por pro-gramación. Lo que mantiene vivo al poema es el

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rio poético de la vanguardia: fue sustituido por el punto de vista. No se esfumó adherido a las pare-des del objeto poético: entró en su centro mismo, lo que significaba un cambio de posición radical. La sintaxis también hizo lo suyo: las decimonónicas subdivisiones prismáticas de la idea que Mallarmé acunó para explicar la dispersión verbal de Un coup de dés no respondían tanto a una descom-posición del logocentrismo cartesiano que funda-mentaba al poema (aunque también esa experien-cia radical fue un poco esto); significaron más una manera de mirar, musical o no, hecha pentagrama o no, pero sobre todo una manera de mirar como yo quiero. El yo poético no tiene que ser el pivo-te generador de la visión del mundo o de la expe-riencia interna del autor porque ordena todo desde afuera. El yo poético es el ordenador exterior del poema. ¿Para qué buscarlo donde no está si está, justamente, ordenando lo que ocurre allí, en la pá-gina, desde una exposición exterior? Nadie desa-pareció de su texto ni en la radical experiencia mallarmeana ni en la vanguardia misma: la posi-ción cambió para significar la demiurgia total. De su posición de primer violín en el poema clásico, el yo poético pasó a la categoría de director de orquesta. Aquí, como en las revoluciones, no hay desperdicio ni desecho: hay cambios de posición, y cambios de posición según lo ordena la mirada. Más que una exteriorización, una evaporación del yo para ofrecer un mundo otro, un mundo sin autor donde hablaran las cosas convertidas en pa-labras, ese imperio del signo que pareció ser la

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vanguardia no fue sino la subjetivización llevada al límite del romanticismo. Algo que puede funda-mentar lo que digo, en algún lugar, es la extrema facilidad con que hemos pasado de una “estética del no-yo”, de una “estética del poema objetual” que parecían haber delimitado el marco de acción de la vanguardia, a una estética del yo o del retor-no del yo que patenta la posvanguardia. Fue demasiado fácil, demasiado simple la aceptación de esa nueva realidad. Y no hay que echarle la culpa a la caducidad del repertorio formal de la primera, ni al deslizamiento de la teoría de la rela-tividad a la teoría de los cuanta ni a la resurrección de los muertos. No hubo una emergencia de lo oculto: hubo una evidenciación de lo que siem-pre, como el dinosaurio, estuvo allí.

En lo que respecta a las funciones del lenguaje pasó algo similar. Creo que sería equivocado tra-tar de explicar el deslizamiento experimental que va desde la aventura de Trilce (1922) de Vallejo, a la aventura del Finnegan’s Wake (1939) de Joyce, como la profundización del segundo en ese inten-to –que ambos texinten-tos mantienen– de convertir lo objetivo-real en materia lingüística. La diferencia no radica en la monstruosa capacidad paronomás-tica del escritor irlandés frente a la parquedad paronomástica del poeta peruano (si aceptamos aquí la consideración de Jakobson de que la paro-nomasia, núcleo de la función poética del lengua-je, es el mecanismo idóneo para fabricar el entra-mado lingüístico que encadena al mundo como continuidad verbal). La diferencia reside en la

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especie de tópico la cuestión de la inaccesibilidad del lenguaje poético, vuelta ahora sobre el eje de la incomunicabilidad. Uno de los poetas que ha hecho una verdadera divisa de la incomunicabili-dad poética es el brasileño Augusto de Campos (1930), uno de los fundadores, a fines de los 50, del movimiento de Poesía Concreta, con su her-mano Haroldo y Décio Pignatari. Augusto, en el marco de variadas posibilidades que plantea la poesía inventiva que generó el concretismo brasi-leño, ha trabajado especialmente la poesía visual. Un texto suyo de 1982, “Dizer” [“Decir”] dice: “Desa/ pare/ cer/ Crear/ sin/ creer –Cuanto más/ poeta menos/ –decir”. Este es un ejemplo de una poesía que restringe el habla poética en respuesta a una poesía que cree que “dice todo pero ya no dice nada”, en palabras del propio Augusto. Esta restricción no sólo alude a la poesía que peca por desmesura expresiva. También a aquella poesía que no es conciente de la estructuración necesaria del lenguaje poético, o que no tiene significación material en su lenguaje. Hay que notar, sin embar-go, que esta restricción se demanda desde el ámbi-to de la última vanguardia, una vanguardia que, en su momento, exigía una hiperconciencia en la elaboración del poema, para el que pedía el uso del “mínimo común múltiplo”, del lenguaje. Que en arte “menos es más”, es una bandera conocida. Pero la tematización de esa certeza es insólita en el marco de cualquier vanguardia.

Uno de los ejemplos excepcionales de una posi-ción que me gustaría ver como mística en la

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ma poesía latinoamericana es el del poeta argenti-no Héctor Viel Temperley, nacido en 1933 y muer-to en 1987. En 1986 se publicó Hospital británico, un texto escrito en circunstancias extremas. Viel Temperley fue víctima de una trepanación y en ese contexto escribe el libro. Aunque Viel intenta desacralizar la escritura y la instancia en la que el libro fue escrito, no logra deshacerse del drama-tismo que rodea la experiencia. Poco antes de mo-rir, cuenta: “El libro de un trepanado. El que escri-bió ese libro no existe más. Yo, en aquel entonces (no sabía que iban a darme rayos) salí volando con la cabeza abierta: iba a escribir”. La escritura de Hospital británico alude, a veces, a la operación practicada sobre su autor. Pero está inscrita en el dominio metafórico, protegida por el ámbito sim-bólico del lenguaje. Quien no conoce el origen bio-gráfico de la experiencia no la deduce de lo escri-to. No hay aquí un tanteo expresivo del lenguaje como manifestación de su cortedad, de su insu-ficiencia. Sin embargo, en toda esta escritura está presente la lucha constante por la conquista de la posibilidad del decir. Hospital británico abre así:

Pabellón Rosetto, larga esquina de verano, ar-madura de mariposa: mi madre vino al cielo a visi-tarme.

Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pe-cho de la Luz horas y horas. Soy feliz. Me han sa-cado del mundo.

Mi madre es la risa, la libertad, el verano. A veinte cuadras de aquí yace muriéndose.

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resto de la poesía occidental fue el presupuesto experimental con el lenguaje poético que las van-guardias históricas conllevan. Las vanvan-guardias es-tético-históricas operaban sobre dos ejes funda-mentales: la idea de cambio social y la idea de renovación lingüística del arte. Al ir perdiendo in-tensidad –no necesidad– los motores del cambio social en la práctica real –“socialismo real”, ten-dencia pronunciada a la unipolaridad fáctica, con-fusión de los dos bloques en que se dividía el mundo luego de la Revolución Soviética–, lo que quedaba en el aire histórico luego de las tres pri-meras décadas del siglo era un repertorio formal que también, poco a poco, fue perdiendo razón de ser. La propuesta formal, sin el espíritu que la alienta y sostiene, suele convertirse en una nueva forma de amaneramiento y constituyendo su pro-pio canon. Como freno al contragolpe de una poe-sía lírica “sin límites” formales que sobreviene a la presencia de las vanguardias, y que comienza a ocupar cada vez más ampliamente el espacio poé-tico internacional, la Poesía Concreta ofició como dique de contención altamente eficaz. Su recep-ción –por parte de una crítica que no supo ver su verdadera dimensión histórica– como residuo de un pensamiento estético “duro” en una instancia epocal que clamaba, dada la dureza de la época, por una flexibilización de las prácticas estéticas y que terminó aborreciendo cualquier intento de establecer preceptivas artísticas, sumado al hecho de que los propios creadores concretos decreta-ban tempranamente el fin de la aventura para dar

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tica que no tomase en cuenta la problemática social a no ser que, expresamente, se rebelara ante la idea.

Si bien la poesía “neobarrosa” no es propositiva sí es una poesía expresamente atenta a la situación social en que se inscribe su escritura. Especialmente atenta en un libro de Perlongher: Alambres (1987), extraordinariamente atenta en un poema de Alam-bres: “Cadáveres”. El texto hace, todo el tiempo, señales indirectas a la situación socio-política ar-gentina denominada “la guerra sucia”, momento crucial de la historia contemporánea de ese país durante el cual se asesinaron cerca de 30.000 per-sonas con la coartada de la “lucha contra la sub-versión”. “Hay cadáveres” es el estribillo que cie-rra cada estrofa del poema de Perlongher, refiera la estrofa a lo que refiera. El poema no tiene un motivo determinado: situaciones nimias de la exis-tencia cotidiana, situaciones literarias asimiladas metalingüísticamente por el texto, alusiones a la historia argentina o a sus protagonistas, parodias de registros del habla de las telenovelas, son plan-teados en pie de igualdad de lenguaje y reconduci-dos a esa desembocadura textual: “Hay cadáveres”. Los cadáveres en el texto se vuelven el referente omnipresente. ¿Quién o quiénes han muerto? La pregunta parece fuera de lugar ante una respues-ta que no se la hace, que se afirma por sí misma como una verdad absoluta. La pregunta, en reali-dad, debería ser otra: ¿en qué momento de la his-toria del siglo XX ya no pudimos olvidar que siem-pre hay cadáveres? Perlongher responde de esa

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manera especialmente brutal, casi escatológica, tam-bién a la pregunta por la posibilidad de una poe-sía desatenta a la historia y desatenta a la vida mis-ma. Para Perlongher el arte poético no puede ofi-ciar como ningún tipo de coartada para olvidar saber lo que se sabe.

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Hablar de Parra

L

A POESÍA de Nicanor Parra representa el buceo en los límites de las posibilidades del lenguaje poético. La puesta en duda de esas posibilidades no es una negación de la poesía ni de la tradición poética heredada: es una puesta al día, justamen-te, de las posibilidades reales del decir poético. Si lo que llega al poeta es una tradición gastada que se acepta como canónica pero ya no resiste al uso (no una tradición inservible o mal planteada –erró-nea– sino gastada, que no opera más en términos estético-comunicativos), cabe al poeta, como ex-ponente privilegiado de la conciencia del lengua-je –y aquí sí se otorga un privilegio Parra– depu-rar o desbrozar el territorio de ese lenguaje (“puri-ficar” diría Mallarmé, otorgando secularidad a ese ejercicio de limpieza lingüístico de un terreno otro-ra sagotro-rado: el del habla). Nicanor Parotro-ra totro-rabajará planteando situaciones límite del lenguaje. Para que este ejercicio no resulte un circunloquio o el mo-nólogo de un autista el poeta necesariamente debe

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vertidas en extraordinarias–: la verosimilitud del len-guaje que las manifiesta. El lenlen-guaje de los poemas de Parra debe ser creíble y creíble por todo hombre medianamente cuerdo. Esa necesidad de verosimili-tud es condición de cuestionamiento del lenguaje poético heredado. En referencia a nuestros ances-tros poetas, dice en un fragmento de “Manifiesto”10:

Aceptemos que fueron comunistas Pero la poesía fue un desastre Surrealismo de segunda mano, Decadentismo de tercera mano, Tablas viejas devueltas por el mar.

¿Ese desastre conceptual que se convierte en naufragio literal alude a Mallarmé? La verosimilitud de lo enunciado toma directamente en cuenta a ese otro sin el cual el poema no completa su cir-cuito, ese otro en general no tomado en cuenta por la poesía tradicional: el lector: Y cuando ha sido tomado explícitamente en cuenta, como en el ya emblemático verso de Baudelaire,

¡Hypocrite lecteur_mon semblable,_mon frère! escrito en el umbral de Las flores del mal, ha sido señalado como aquel que refrenda la no operati-vidad del ritual poético, el que certifica una com-plicidad en el malentendido. Sin la nostalgia evi-dente de un Baudelaire por “aquellos” tiempos de

10 Parra, Nicanor: Obra gruesa; Santiago de Chile, Andrés

Bello, 1983, pág. 153.

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comunión, Parra otorga al lector el lugar que me-rece para que la poesía no vuelva a ser esa especie de “monólogo exterior”. No se trata, obviamente, de una consideración culposa, ni de una conce-sión ni de un chantaje. Se trata, claro, del lector como destinatario del poema pero se trata tam-bién, muy especialmente, del lector considerado como compañero social envuelto, igual que el poeta, en la misma maraña de convenciones que resulta ser la vida social. Es más: se trata del lector como encarnación de la comunidad, como emergente de una comunidad para la cual la poesía es necesa-ria, lo reconozca o no. Aquí aparece esa conside-ración brillante de Rowe11de los poemas de Parra

como una “invitación al afuera” del texto, al espa-cio del mundo, a lo que no es poema. Otra vez la propuesta de Parra aparece como inversa a la del poema tradicional que juega su fuerza a hacer in-gresar el lector al texto. Vuelve a caer así el esta-tuto privilegiado del poema como lugar de las grandes promesas, de las grandes gratificaciones del espíritu, trascendente y todavía aurático. Espacio donde el imaginario circula liberado pero también espacio exclusivo, si no cerrado. Espacio de la in-finitud posible pero donde el mundo social entra codificado, purificado.

La poesía del siglo, sobre todo la concebida a partir de las vanguardias históricas, centró su fuer-za en abolir la diferencia entre ambos mundos, el

11 Rowe, William: Op. cit., págs. 145-171.

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la altura de los héroes de la antigüedad griega. ¿Qué pasó aquí? ¿Por qué fue marginado Lezama Lima de la expansión narrativa de aquel presente? Esas preguntas están contestadas. Lezama Lima no esta-ba fuera de la Revolución Cuesta-bana: estaesta-ba fuera de su lenguaje. Que la figura del hombre Lezama Lima haya sido utilizada por la oposición al régi-men cubano dentro y fuera de la isla es un ejem-plo más de la miseria de la historia cuya conside-ración está fuera de este texto.

Mientras la narrativa latinoamericana se llevaba los laureles de la libertad imaginaria y lingüística, legitimada quizás por una necesidad social de alien-to épico, la poesía quedó reducida al desarrollo de un lenguaje inmediato, directo y conversacional, sin la radicalidad de planteo de un Nicanor Parra. Y sin el logro de empaste de conciencia politica y estética de Juan Gelman, otra excepción. El deseo de empatar con la dimensión épica que alcanza la narrativa en aquel momento lo constituye quizás la obra poética de Ernesto Cardenal. Se trata en este caso de rehacer la historia latinoamericana tanto del pasado prehispánico (Homenaje a los indios ameri-canos), de la conquista (El estrecho dudoso) o de la historia reciente de Nicaragua que recrea la lucha de Sandino (La hora cero). Pero el imaginario de Cardenal está controlado poéticamente por el acon-tecimiento histórico, que siempre prima sobre la expresión lírica. Cardenal extrae poesía de la ria basado en hechos puntuales, “poetiza la histo-ria”, sin el vuelo alcanzado por Neruda en “Alturas de Macchu Picchu” de Canto General.

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III

La escritura debe ser considerada en todo plan-teo acerca del uso estético del lenguaje. La poesía, en su caso, debe considerarse especialmente como escritura ya que poesía es, específicamente, len-guaje que se considera a sí mismo no instrumen-to, no vehículo. En el caso del testimonio la escri-tura no puede ser “considerada”: debe decir lo que ve, por más que lo que ve atraviese la escritura y su consideración como lenguaje. Los hechos que dice y de los que da cuenta pueden superar en mucho la consideración de la escritura como len-guaje. Si se trata de dar testimonio de lo impiado-so, ¿debe la escritura ser impiadosa? ¿Este ser impiadosa, implacable de la escritura cuando da testimonio de lo impiadoso, implacable, no atenta contra sí misma? Si la escritura se protege a sí misma, se repliega ante lo impiadoso, ¿no traicio-na los hechos que pretende ofrecer en testimonio? Si vislumbramos a la poesía como un lenguaje que, ante todo, se considera a sí mismo, ese len-guaje no puede ser impiadoso, implacable con lo que ve y dice. ¿Pero cómo ser “considerado” ante una masacre? ¿Cómo ser lenguaje considerado ante el exterminio?

La escritura poética cuando no deja de ser tal parece resolver –o intentar hacerlo– estos proble-mas por dos vías: 1) por convicción de que la ma-sacre, el exterminio son fenómenos anti-lingüísti-cos en un sentido estético, fenómenos literales: allí donde la masacre opera no hay metáfora. Para que

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encontrar sus destinos negados. En este univer-so latinoamericano, signado por la conquista y la evangelización, por la demolición sistemática y la bienaventuranza, por una lengua culpable y a la vez salvadora, la lectura es la metáfora de ese encuentro posible”.

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De veras, Oliverio

1. Con una primera edición en 1954 y una segun-da en 1956, a la que Oliverio Girondo agregó varios de los poemas más representativos del libro, En la masmédula es todavía hoy una obra rara de la poesía latinoamericana cuya posición oscila entre ser objeto de culto de poetas y lectores interiori-zados del fenómeno poético y texto de obligada referencia entre los que configuran nuestra van-guardia. El libro de Girondo ha sido situado por la crítica entre los pilares de nuestra lírica “fundan-te”, para parafrasear un título de un reconocido texto crítico de Saúl Yurkievich1, aunque resulte

un pilar tardío, publicado cuando la vanguardia latinoamericana, enmudecida en la América Latina de habla española, había resurgido dos años antes en Brasil, en 1952, con el nombre de Poesía

Con-1 Yurkievich, Saúl: Fundadores de la nueva poesía

latino-americana; Barcelona, Ariel, 1984.

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relato histórico mismo a la omnívora condición del mito, el enclave de la obra lezamiana es histórico. Este señalamiento es fundamental y su peso no siempre es considerado. Una de las razones por las cuales se evita el encuadre histórico que posi-bilita el surgimiento de la obra de Lezama, su apa-recer, es, paradójicamente, histórica. En las condi-cionantes culturales que impone la Revolución Cubana la obra de Lezama resulta, por lo menos, un cuerpo extraño, aunque coexistente con otros cuerpos extraños, las obras de algunos integran-tes, al igual que Lezama, del grupo Orígenes, como Cintio Vitier, Fina García Marruz, el padre Angel Gaztelu o Eliseo Diego. La obra de Lezama es pro-fundamente perturbadora para toda consideración unívoca de la práctica artístico-estética, especial-mente si esa condición preceptiva se basa en la consideración de recepción de la obra. Una obra de referencialidad oscura, hermética –y la de Le-zama lo es en grado sumo– sólo puede reñir con una recepción autorizada que ubique el fenóme-no poético en el marco elemental de la transmi-sión de “mensajes claros” situados en una conti-nuidad sintáctica lógica y racional. Una legalidad de este calibre no se apoya en la posibilidad poé-tica, cuya apertura Lezama dinamiza en términos casi absolutos, sino en la necesidad de una recep-ción determinada. Si ese determininismo receptivo se sustentara, en el mejor de los casos, en una educación estética, esa preparación para el arte re-sultaría a todas luces limitante. El destino de la obra de arte radical bajo el influjo de una ideología

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nante que concibe el arte como vehículo de cons-ciencia de ideales extraestéticos –que son, gene-ralmente, los ideales de la ideología dominante– es un signo trágico común de la historia artística a lo largo del siglo XX. Recuérdese, al respecto, el destino de las vanguardias estético-históricas a par-tir del ascenso al poder soviético de Stalin o las tri-bulaciones del arte alemán desde el expresionis-mo en adelante durante el régimen nazi.

La obra de Lezama Lima ofrece problemas a la crítica. Y no sólo a la crítica historicista, cuya jus-tificación ideológico-receptiva intentaría poner en peligro la legitimidad de una obra como esta. Tam-bién a la crítica textual y a la que ve en el texto la manifestación necesaria de una alteridad, de un lenguaje “otro”. Escritores como Guillermo Sucre y Saúl Yurkievich, de probada sofisticación recepti-va, o un narrador de la dimensión de Julio Cor-tázar, se aproximan a la obra de Lezama desde una actitud de aceptación completa. Los desciframien-tos posibles del laberinto lezamiano se darán o no después de ese acuerdo incuestionable que pro-pone dicha obra. Pero en primer lugar la compli-cidad, la comunión con el hecho consumado. Sin embargo, ni Sucre ni Yurkievich son complacien-tes ante esa verdadera devoción que puede susci-tar la obra de Lezama. Crítica de seguimiento casi al pie de la letra, la de Sucre es meticulosa, minu-ciosamente admirativa. Lezama Lima es para él un maestro incuestionable y uno de los polos de atrac-ción de esa obra incisiva que es La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía

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to: el relato de una visión. Y lo que va a relatar, justamente –o sea: por balanza poética– es la pe-netración de la visión en el mundo de lo aparen-te, su atravesarlo por la visión. Insisto: el carácter de visión de ese relato es lo que hace posible el atravesar lo aparente, la mirada retrocedería dete-nida por la apariencia o por espanto. Para ello, para que la visión sea posible, dos conceptos se enfren-tan no en calidad de conceptos, sino transfigura-dos, cambiados en figuras: “causalidad” e “incon-dicionado” adquieren realidad de presencia por un agente exterior, por una propiedad que les es ajena: el ver, el verse. Y vinculados por un ele-mento orgánico que se les presta o se les injerta: los ojos. La irritación de los ojos alude a la carac-terística antagónica de las dos figuras, pugna que pertenece todavía al plano del concepto que esas figuras nunca abandonarán del todo. A medio ca-mino entre el mito –relato de un inverosímil posi-ble– y la fábula –animación de la abstracción pero también animalización y, por último, quizás, per-sonificación de un elemento propiamente intelec-tual, filosófico–, Lezama introduce, en ese cruce, al lector en el ámbito de la posibilidad extrema. Pero ese lector, cómplice de una transmisión fabu-losa difícil para toda recepción, incluso para una recepción poética media, no es el tercero excluido sino incluido: el excluido es el autor que presta sus atributos a la figuración que crea como devol-viendo un don. La propiedad del don se divide: no es la misma aventura la del creador y la de sus creaturas. La irritación de los ojos no es una sino

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prendimiento, y para Eliot, en el caso del hombre, de una “caída” que se volverá luego explícita en ese poema de la restitución del tiempo como rela-to que es Cuatro Cuarterela-tos. Un desprendimienrela-to, una atomización: resultados de la ruptura del diá-logo con lo inefable o consecuencias de su olvido. Eliot recuerda que el efecto de presencia de la forma poética no logra sustituir la sustancia de la presencia, convertida en la poesía contemporánea en materia –a trabajar– de olvido.

4. Quien más lúcidamente en nuestra lengua aborda esta problemática del poema contemporá-neo en la segunda mitad del siglo XX es el poeta español José Angel Valente (1929-2000). Conscien-te de la dimensión de la encrucijada en que se encuentra la palabra poética en nuestra época, cruzada entre una recuperación imposible de su plenitud de presencia y la interferencia de la his-toria –con la cual no hay diálogo posible desde el lugar incierto de la poesía–, Valente practica un arriesgado “salto hacia atrás”, al vacío antes del habla misma o al borde en el cual ese vacío –ese silencio primordial, anterior– prepara la articulación del locus. El territorio donde opera su intuición es, obviamente, simbólico: no hay marcos de referen-cia culturales ni históricos para esa noción que Valente llamará de modo bello, abismal, antepala-bra. Momento anterior a toda palabra, incluso a la palabra mítica de los relatos fundadores, ya sean religiosos o épicos, la antepalabra constituye una verdadera utopía del regreso. Lo interesante de la propuesta es su apertura intuitiva: no se trata de

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minación de la poesía latinoamericana que dividió las aguas, quiérase o no, del lenguaje creativo en dos: una poética del rigor, por un lado, y por el otro una poética (auto)complaciente. Parteaguas poéti-co es lo que se produce cuando en el escenario de la poesía surge un cuerpo extraño que la conside-ra una actividad lúcida, crítica, sin concesiones: un cuerpo extraño que le rinde homenaje. En otro lugar de este libro hablé de las condiciones for-males del poema concreto, de su conciencia cons-tructiva, del enfrentamiento que supone a una concepción tradicional del poema, de los modelos históricos a los que apela, en primerísimo lugar, a su relación con el poema clave de Mallarmé, Un coup de dés. No me es posible, en un ensayo, abar-car la multiplicidad de intereses que sostiene, como un núcleo irradiante, esta poética. Me ocuparé de algunos puntos de su obra que enriquecen la dis-cusión propuesta a lo largo de este trabajo. Co-mienzo con una reiteración: la de la cualidad esencialista del poema concreto. “Esencias y mé-dulas” demandan los poetas concretos para ese objeto que carga su significación en el sustantivo y el verbo y descarta al adjetivo como a un elemen-to meramente auxiliar, volviendo literal la adver-tencia de Huidobro en Altazor: “el adjetivo cuando no da vida mata”. Insisto, también, en el profundo alcance de resistencia que el poema concreto adquiere al ser ubicado en una circunstancia his-tórica en que la poesía occidental renegaba del inmediato legado de las vanguardias históricas y ensayaba en distintos frentes una recaída en

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las palabras de Lezama Lima, otro interlocutor váli-do de Harolváli-do de Campos– “la dignidad de la poesía”. ¿O es condición del genio latinoamerica-no, de la “expresión americana”, de ese “horror al vacío” que habita como un duende el follaje verde, esponjoso, la pretensión de saberlo todo con sabor? Si la lujuria de la imagen exculpa a Lezama Lima de toda hybris, la devoción micrológica, fonética de Haroldo de Campos y su capacidad de elevar-la a una dimensión espiritual como otra forma pre-cisa de celebración de lo creado debería serenar –se me ocurre– al mejor de los dioses.

5. Y el dato de hecho histórico, actual, de aquí, que pasa por la coyuntura sociopolítica viviente y realmente existente, por si quedan dudas del com-promiso del poeta: Haroldo de Campos compuso la letra de una campaña publicitaria para Luiz Inácio Lula da Silva, poco antes de las elecciones presi-denciales en Brasil, como candidato del PT (Parti-do de los Trabaja(Parti-dores), elecciones que finalmen-te ganó. ¿No es, acaso, tomar partido una de las funciones del poeta en esta ahoridad extraordina-riamente demandante en que vivimos? Es el mismo poeta que busca la concretud en la expresión de Dante, en la de Homero, en la de Goethe. La poe-sía es una” concretud” solidaria.

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Epílogo provisorio

T

ESTIGO es el que ve, el que ve y dice, deja tes-timonio e inscribe ese ver en un devenir. Pero también lo dice en el presente. Aquí, el decir y la escritura parecen, momentáneamente, apartarse. Decir en el presente, no callar ante un hecho que demanda ser hablado, es, en principio, decir hoy y para hoy. Pero luego ese presente ya no es: lo dicho pasa a la memoria, es memoria en un doble sentido. Primero, refrenda el presente, da cuenta del suceso. Segundo, prepara el tiempo, propone un modelo, un debe ser. Aquí la escritura, sin ser necesariamente ejemplar, se encuentra, dialoga o entra en entredicho con la historia. Eso depende-rá, precisamente, de quien escriba. El testimonio, en nuestro tiempo, parece responder a un carác-ter imperativo, de urgencia o de inmediatez. No es el acto del escritor que se instala al margen del tiempo y escribe una memoria para el tiempo, tiempo tomado en su sentido de lo que habrá de ser o podrá ser. No se trata del transporte, del

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Í N D I C E

Nota a la presente edición ... 11

I

Errar... 13

Transición ... 17

Desvío ... 21

El poema como errancia... 25

Lo nuevo como arrepentimiento de lo nuevo ... 31

Poesía latinoamericana de fin de siglo... 41

Ese otro Vallejo ... 59

II

En su ausencia: tres notas sobre poesía... 67

III

Neobarrosos... 79

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Situaciones: testimonio, Zurita ... 123

De veras, Oliverio ... 145

Otra vez Lezama ... 155

Para llega a Hospital Británico y salir ... 173

El odiseo brasileño. La poesía de Haroldo de Campos ... 193

Presente de Martínez Rivas... 207

Epílogo provisorio ... 219

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Referencias

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